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Se llamaba Alexander Kevin González Martínez, quizá en un intento por parte de su madre de subirle el

estatus; ya saben, era un nombre gringo, de esos que salen en la televisión cuando sintonizaban canales
pagados. Pero al niño, mucho antes de que le diagnosticaran esa rara enfermedad llamada “dislexia” y
otra palabra que pronto se le olvidó, sumado a su tartamudez, se le hacía imposible pronunciar su nombre.
Alex, le decían en su familia, aunque a él le salía algo así como “A…A…Aless”.

Alex cumplía once años en el mes siguiente, pero representaba ocho. Encogido, flacuchento, con una
camiseta amarilla y sucia que era incapaz de sacarse o ponerse otra. En el colegio lo señalaban con el
dedo, y se reían cuando abría la boca. Prefería, entonces, quedarse callado, y pasar por mudo antes que
por tonto, aunque a veces lo creyeran ambas cosas.

Llovía. Alex se quedó contemplando las gotas caer sobre el pasto, y salpicar. Era bonito.

—¡Oye, tú! ¡Partiste a la escuela! ¿No veí que son ya más de las siete?

Era cierto; el sol ya había salido, y desde la puerta de la cocina que miraba al patio, su madre tenía las
manos en las caderas. El pequeño, asintiendo, se enderezó.

La escuela de La Blanquina quedaba más o menos lejos de su casa, no tanto tampoco, no como para que
no pudiera arrastras sus pies, cargando una mochila más grande que él, hacia el lugar. No estaba lo
suficientemente lejos como para que pudiera abandonar su casa una vez que llegara. Estaba ahí, en el
aula, con la mente en las gotas que caían sobre el pasto, o tal vez, en su hermana Amalia, ahí postrada,
inmóvil.

A veces envidiaba a la Amalia. Sólo a veces, cuando no quería hacer nada, y veía a la niña cuya única
lucha era por comer.

—Coma, mi niñita, abra la boquita…

Pero Amalia no decía nada. Apretaba con fuerza la boca y los ojos, único gesto que era capaz de hacer,
aparentemente. Y desde la puerta, Alex la miraba.

—Puros hijos imbéciles, me salieron — decía su padre. — Un tonto y una inválida retrasada.

Su madre no le contestaba. No valía la pena. Más moretones debajo de la ropa no valían la pena.

El colegio quedaba demasiado cerca, pensaba Alex, mientras se encaminaba hacia el lugar.

Demasiado si quería dejar la casa en casa, a Amalia acostada y no en sus pensamientos. Y a su padre…
no, él a su padre simplemente lo había abandonado hace mucho. Aquello era curioso, pensó. ¿No eran los
padres los que abandonan a los hijos, y no los hijos a los padres?

La primera hora, ciencias naturales.


Esperó que llegara el profesor, un viejo de unos cincuenta años casi que lo señalaba con un dedo de uñas
amarillentas, para hacerlo leer de un libro de texto que nunca compró.

—Ah, no trae el libro. Lea el de su compañero; burro irresponsable.

Y los niños se daban codazos entre ellos. Se miraban, reían, y luego miraban a Alexander Kevin
González hacer el ridículo.

—La…la…l…la…
—¿La qué, González?
—Sangre. La…sangre…va…ha…hacia…

Y más risas. Carcajadas. Gritos casi. Un gong chino dando martillazos de acero en sus oídos.

Pero el profesor no llegó. Todos permanecieron en silencio cuando la inspectora acompañó a una
señorita, joven, de pelo azabache, caminar hacia ellos. Traía una pollera morada, blusa blanca con encaje
y los ojos de un tono pardo de los que Alex apenas podía sacar la vista.

No escuchó lo que dijo la inspectora. Algo de un reemplazo, supuso, algo de que esa mujer les haría
clases.

No entendió que la sangre iba cargada de distintos componentes, ni que la hemoglobina es transportada
por vesículas, ni tampoco lo que era el plasma, ni los eritocitos, ni los leucocitos, ni nada de eso. Los
otros sí comprendían, al parecer, porque tampoco le quitaban los ojos de encima a esa persona nueva que
había arribado a una escuela perdida en los potreros de La Blanquina.

Entonces, la profesora miró al niño cuyos ojos se empañaron de lágrimas al darse cuenta de lo que
ocurriría a continuación.

—¿Entendiste? — le preguntó.

Alex no sabía qué hacer. Pero no podía mentirle, no a ella. Negó con la cabeza. Todos rieron. Ella volvió
al pizarrón, y dibujó dos líneas con el plumón rojo.

—¿Ves esto?

Alex asintió.

—Imagínate que es un capilar sanguíneo, ¿bueno?

La mirada del pequeño reflejaba a todas luces que no tenía idea de lo que aquello significaba. Sin
embargo, la profesora volvió atrás. Le dijo que todos estamos, por dentro, llenos de cables, o alambres, si
prefería. Alambres como los de las rejas de esas que franqueaban el paso en las entradas al fundo.
¿No veía acaso, en su muñeca, unas delgadas líneas azules? Sin embargo, en realidad eran rojas. Por ahí
pasaba la sangre.

Alex recordó el cerro que llevaba por el camino a la medialuna, cerrado por una cerca de alambre, con un
cerrojo grande cuya llave la tenía, aparentemente, su padre y nadie más. Imaginó que esos alambres eran
rojos y recorrían su cuerpo por dentro. Era extraño, sí. Eran huecos, entonces… huecos, para llevar un
líquido rojo, el mismo que brotaba cuando se raspaba, cayéndose del caballo.

—¡Poco huaso! — le espetaban, a modo de insulto.

La sangre la transportaba una bomba, el corazón, continuó la profesora. ¿Cómo las bombas de agua? Sí,
como las bombas de agua. La sangre corría por el cuerpo, y llevando nutrientes y otras cosas.

—M…mi… mi papá…
—¿Sí, Alex?
—Vacas. — dijo al fin, respirando hondo. —Las vacas…l..la leche… Pasa por…por…por…
tu…tuberías…

Más risas del curso. Pero sí, explicó ella. Era como cuando ordeñaban a las vacas, y la leche pasaba por
esos tubos azules. Algo así, de cierta forma, era como funcionaba un capilar, una vena, una arteria.

—¿Y de dónde sale? — preguntó el niño, de corrido. —La…la sangre. La roja. — miró a su maestra,
como buscando aprobación a la pregunta. La profesora sonrió.

Y le explicó.

Alex volvió a su casa, pero como el colegio estaba demasiado cerca, no lo dejó atrás.

Oía gritos fuera de su habitación, en la noche. Pero no los escuchaba, no en realidad. Su mente estaba en
unas tuberías, donde pasaba el plasma, los glóbulos rojos, los glóbulos blancos y todo eso. Todo eso que
había comprendido.

Quería volver al día siguiente. Quería tener ciencias naturales. Quería seguir entendiendo, aprendiendo,
soñando con tuberías, oxígeno y vesículas y hemoglobina.

Mientras caminaba hacia la escuela, embarrándose los zapatos por la lluvia del día anterior, se imaginaba
que esa maestra era su madre. Que lo acurrucaba entre sus brazos, y él dormía en su pecho. Esa imagen le
pareció un tanto extraña, al principio, hasta que recordó sus ojos de un café verdoso, su sonrisa y su
paciencia.

Ella debía ser su madre. Estaba destinada para ello, no había otra opción, por eso había aparecido de
pronto en la sala de su escuela, como un ángel.
Esperó a la última hora del día, la hora en que tenían ciencias naturales. Miraba pasar el reloj, un tic tac
tras otro, lento, eterno como nunca.

Finalmente, cuando dieron las tres y media, sonó el ruido metálico del timbre. Se abrió la puerta, y entró
muy sonriente, como si nada, su viejo profesor.

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