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La preocupación por la temática del otro, por su respeto y afirmación, por el

reconocimiento de la irreductible diferencia constituyen, el soporte vital de una revuelta


que, no obstante, fue mucho más que el mero repudio a las políticas de la tolerancia y de la
inclusión.

Derrida hizo de su filosofía una práctica explícitamente autobiográfica. Incluso allí donde
podría haberse convertido en el profesor-especialista, para repetir y cuidar los umbrales de
lo que se consideraba “la práctica filosófica”, insistió, una y otra vez, en hacer foco en los
márgenes y las aporías, es decir, en la apuesta de pensar desde tensiones que no son
resolubles, ni dialectizables, esto es, que no pueden ser englobadas en un conjunto más
vasto, sin que ello constituya un resto o pérdida. Y con ello, nunca abandonó esa
sensibilidad presente en sus textos hacia la precariedad y vulnerabilidad de las minorías,
hacia aquellos que no pueden ser simplemente integrados a un conjunto; en una palabra,
hacia el disenso de lo diverso.

La comunidad de los que no tienen comunidad, El extranjero frente a la patria, frente al


hogar, a la casa propia y todo lo que no es familiar; el extranjero que habla la lengua del
colonizador. Su propia lengua no le es propia. Los espectros, que desbaratan el tiempo
lineal y homogéneo de la existencia, que habitan el duelo infinito de las comunidades, de
sus historias –aquellas que fueron contadas y aquellas que han quedado bajo la alfombra–
(re) aparecen, una vez más, de modo inesperado, interpelando nuestro presente, aquí y
ahora.
En cada una de estas figuras nos encontramos frente a la deconstrucción de la figura del
otro como un alter-ego, como otro igual a mí, un prójimo. Y, por ello, la importancia de su
aceptación y su respeto. Por ahí discurre la revuelta derrideana: por la insistencia en
repensar la filosofía, heredarla y con ello, repensar las instituciones a la luz de este
pensamiento de respeto a la alteridad. Porque la temática de la diferencia y de la alteridad
surge de allí, del fracaso de los conceptos y de las instituciones modernas que piensan al
hombre en términos de igualdad.
Recibir a los otros como otros, aunque parezca imposible, parece ser la praxis filosófica
derrideana o, al menos, una de sus apuestas relevantes. Pensar la aporía de los que no
pertenecen y, sin embargo, ponen en cuestión el modelo de la comunidad pensada desde la
pertenencia. Porque como señalaba el poeta Edmond Jabès, la singularidad es por sí misma
subversiva.

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