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El galeno

La pared se cargaba de luciérnagas, mientras que entre los azulejos fríos, se reflejaba
borrosa, intacta y burlona, como si fuera agua en charco, enturbiando su mente, su sombra.
¿Qué acababa de acontecer? -se preguntaba- mientras sucumbía a una gravedad nunca antes
presenciada: El peso del cuerpo aunado a la resolución de un cuestionamiento.

Sonando repetitivo y apocalíptico, como único compañero de desvelo, un reloj de mesa


anunciaba el pasar del tiempo. Según él, eran las cuatro y media del día siguiente. El frío
bajo la gabardina, dolor de cabeza y letargia correspondían esta afirmación. Eran las cuatro
y media del día siguiente. Por otro lado, las dos torres de historias clínicas (normalmente)
implicaban horas y horas de empeñoso y sesudo trabajo en progreso. Lamentablemente, una
era más alta que la otra en una forma subjetivamente inconveniente. Sobre el escritorio,
uno de los 4 muebles en la reducida morada, sobraba el Dr. Vermes quien mientras rascaba
su corto cabello desaseado, luchaba contra el dolor de su muñeca y bebía de sí, pensaba:
Una noche más o una noche menos... ¿qué diferencia puede ejercer un poco de “acetil-
metoxi” y sinapsis bien descansadas en la toma de decisiones frente a los miligramos o
mililitros que inyectarle a un enfermo?

La enfermedad, de nombre complicado, ya estaba bien estudiada y revisada. Los esquemas


terapéuticos eran reconocidos por su efectividad y se encontraban adaptados a nivel
nacional. En verdad, Vermes era muy consciente que la ciencia médica estaba por encima
de él, sabía que nada que él dijera o hiciera aportaría realmente a un virus tan analizado. El
factor profesional humano, era tan útil como el suero fisiológico a un cadáver y, su
experiencia reunida en más de cuatro años de trabajo no conseguía superar a un viejo
vademécum. Cada paciente, previamente diagnosticado en otra institución, debía escupir en
un frasco, el cual al ser analizado por un intrincado laboratorista electrónico, otorgaría un
estadio preciso. Ya con este diagnóstico, el saco de carne, sería trasladado a una cómoda
habitación aislada para recibir un tratamiento en dosis pre-establecidas. La vida del Dr.
Vermes se reducía a visitar diarias de auscultación y registro a sus más de 30 pacientes:

-¿Qué tal Sr. pedazo de carne?¿Alguna molestia?¿Los pulmones? Claro, eso es normal
señor. ¿Ya tomó su medicamento? Excelente, regresaré mañana.

-¿Qué tal Srta. pedazo de carne?¿Alguna molestia?¿La garganta seca? Claro, eso es normal
señorita. ¿Ya tomó su medicamento? Excelente, regresaré mañana.
Y luego, escribir, escribir y escribir lo mismo: Paciente estable sin intercurrencias.
Manifiesta dolor en la garganta, se brinda paracetamol. Se observa reacción positiva al
medicamento. Compensado, saturado, despierto, piel vascularizada, abdomen blando,
respiración espontánea, tolera vía oral...En los once meses de internado médico, no había
ejercido otra técnica que la del mecanógrafo y estaba seguro, que de haber uno, haría
incluso un mejor trabajo. Vermes, necesitas en verdad dejar esta rutina. Vermes, me volveré
loco. Necesito un paciente real! Alguien que dependa de mi! Alguien que me necesite con
su vida! Necesito sentir que los once años de estudio y maldito desvelo no se perpetuarán el
resto de mis días en un infierno italiano. Yo estudie para salvar vidas, no para brindar visitar
inopinadas y superficiales a un montón de simios quienes ya me odien probablemente. Más
de uno debe de haber notado mi media sonrisa. Es más que obvio, ya hasta han de haber
notado que mi trabajo aquí no es más que una fachada, un circo de payasos! Y NO. Me
niego a ser una marioneta colorada para esos mandriles!

Como de costumbre, "Fredo", pasaba a la una de la mañana por la habitación del pobre
doctor Vermes: ¿Otra vez amaneciéndose doctor? Veo que otra vez ha dejado las cosas para
el final, tiene muchas historias pendientes. Procure ser más responsable, le dejo las llaves
para que cierre todo, iré a dormir...Oh, y doctor, quizá una ducha le ayudaría a
"concentrarse", descanse, oh, claro, mejor dicho, "buenas noches". Mientras el guardia de
seguridad se alejaba bostezando, transitaba por su angosta mente un bosquejo de extrañez y
suspicacia. Lamentablemente, su pesado sueño e incompetencia premiable pudieron más
que un destello de lucidez.

No había marcha atrás, ya todo había sido minuciosamente revisado hasta en tres ocasiones.
Cómo eliminar el instrumento, la coartada, el ambiente, y el paciente perfecto: Cama 321,
veinticinco años, sin familiares cercanos, con la enfermedad avanzada y sólo 10% de
posibilidades de sobrevivir. Sumado a esto, los procemidimientos médicos incluía múltiples
catéteres venosos, uno uretral y un par de nasogástricos. Nadie extrañaría a este pobre
sujeto, es más, si pudiera leer las pulsiones como uno de esos asquerosos mentalistas estaría
aún más seguro que este trozo de carne desaría estar colgado ya. Al ingresar al futuro nicho,
entre la oscuridad, apenas enfrentada por unos cuantos puntos, tan sólo se escuchaban
apenas dos latidos, uno acelerado y otro silvante que pronto vibraron en sintonía.

En algunos pacientes, la exposicion constante al dolor genera una amplitud del umbral del
dolor impidiendo o reduciendo su reacci´n física ante estímulos, digamos "aguja". SIn
embargo, en una minoría el umbral de dolor no aumenta, sino que disminuye,
predisponiendo la activación del sistema simpático ante estímulos considerados incluso
"ambientales", digamos "el respirar de un médico". Claro, esto no es algo que pase
desapaercibido, sino que constaba en una de las tantas notas que imprimían las enfermeras
del pabellón (hasta tres al día) las cuales rezaban algo como esto: Paciente paranoide,
desoreintado y delusivo. EL flujo frío inbuído desde el cateter no hizo menos que despertar
al "trozo de carne", sino que la presencia extraña y repentina de un "ente extraño" fomentó
que se abalance sobre él, vociferando: "! Cristo te llevará, nos llevará a ambos al infierno
¡".

Era muy tarde, la enfermera ya lo había visto. Aún peor, la sangra que le crubía la
gabardina, la sangre que cubría el cuello del paciente y las blancas sábanas sólo tenían una
causa: Él. Todo se arruinó, el plan perfecto, arruinado por un miserable e indolente
espécimen que se aferraba a su asquerosa y limitada existencia, ¿para qué?. Y ahora, quien
fue alguna vez un destacado estudiante, erudito en todos los niveles del conocimiento,
plurilinue, con un futuro prometedor : encerrado como una rata en el baño de la residencia.
Nunca antes su mente proceso información a mayor velocidad, en respuesta a los llamados
estruendosos de la policía y la pata de cabra que se incrustaba en el borde de la puerta. Allí,
frente a sus ojos nublados, en cada lágrima virgen si diluía un tratamiento prolongado y
doloroso, el uso y abuso penitenciario y una vida de vergüenza, propia de un payaso
circense. Frente a esta vil y sincera profecía, adornada por luces y sirenas, su bisturí brillaba
como única e irónica respuesta.

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