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Lo Mejor de Jaid 56
Lo Mejor de Jaid 56
www.ellorascave.com
ISBN 9781419990014
RESERVADOS TODOS LOS DERECHOS.
Estremecimientos
Derechos de autor© 2001 de Jaid Black, addendum 2002
La obsesión
Derechos de autor© 2001 de Jaid Black, addendum 2002
Desaparecido
Derechos de autor© 2002 de Jaid Black
Editado por Lee Haskell,
Diseño de portada: Syneca
Traducido por Mondial Translations and Interpreting, Inc.
A excepción de las citas utilizadas en las críticas, está prohibida la reproducción o la utilización
de este libro en forma parcial y por cualquier medio existente sin la autorización por escrito de
la editorial, Ellora’s Cave Publishing, Inc.® 1056 Home Avenue, Akron OH 44310-3502.
La presente es una obra de ficción; por lo tanto, cualquier parecido con personas vivas o
fallecidas, o lugares, acontecimientos o escenarios es puramente fortuito. Los personajes son
producto de la imaginación del autor y se emplean en forma ficticia.
Aviso:
ESTREMECIMIENTOS
LA OBSESIÓN
DESAPARECIDO
ESTREMECIMIENTOS
Para Fredrik y los finales felices…
1ª Parte:
La cacería
Capítulo 1
Göthmoor, Suecia
La actualidad
Ajustando su capa negra alrededor de su cuerpo para que no se le caiga, Marie Robb
descendió de su auto de alquiler al helado aire nocturno. Sus pezones se endurecieron
instantáneamente cuando el frío y lastimero viento se filtraba a través de la tela de lana de su
prenda y atravesaba la única capa de seda del vestido de fiesta que llevaba debajo.
Acomodando un largo mechón de cabello color miel sobre su hombro, echó un vistazo hacia
ambos lados del camino de tierra.
“Genial”, suspiró. “Simplemente genial. No hay nada en la zona en millas”.
Frotando sus brazos enérgicamente para prevenir la piel de gallina que se le estaba
formando rápidamente sobre su carne, respiró hondo y miró sin ver hacia la oscuridad de la
noche, mientras su mirada iba y venía de un lado al otro de la desolada calle de tierra por la
que su Saab había sacrificado una cubierta. “Papá siempre decía que no había que tomar las
arterias secundarias”. Volvió a suspirar. “Pero ¿yo presto atención alguna vez? Claro que no”.
Al patear la desinflada cubierta del Saab con la punta de su zapato taco aguja, frunció el
ceño, mientras, frustrada, llevaba bruscamente sus manos a las caderas. Entre todas las
oportunidades para elegir ignorar el consejo de su padre, pensó Marie, ¿por qué justo tenía que
hacerlo cuando estaba viajando por un país extranjero?
Meneando la cabeza, abrió la puerta del acompañante del Saab, recogió su bolso, y cerró de
un portazo. El sonido reverberó en la noche oscura, y a través de los árboles del bosque que la
rodeaban por todos lados, resaltando el hecho de que verdaderamente se encontraba en el
medio de la nada. Marie sintió escalofríos que subían y bajaban rápidamente a lo largo de toda
su columna vertebral cuando se dio cuenta por primera vez de cuán sola estaba. Sola y sin
ninguna forma de protegerse.
Tragó bruscamente. De repente deseó haber prestado más atención a los consejos de su
padre. En particular, haber asistido a aquellas clases de defensa personal en las que él la había
anotado.
Reprendiéndose a sí misma por dejar que su excesivamente activa imaginación se llevara
la mejor parte de ella, enderezó su espalda, respiró hondo y se decidió a encontrar el camino
que la llevara a… alguna parte.
Además, pensó, ella podía cuidarse sola. Había venido a Europa para encontrarse a sí
misma, para madurar y encontrar su propio camino en la vida. No había venido para
convencerse a sí misma de que su padre siempre tenía razón y que estaría mucho mejor si se
casara con un médico, tuviera un par de niños y viviera en una casa con una cerca de madera,
ubicada en el centro de Green Acres. Ésa era la idea de felicidad de su padre, no la suya.
Y este lugar, se decía a sí misma mientras su mirada se desplazaba atenta de aquí para allá,
definitivamente no era Green Acres. Se parecía más al Bosque Encantado del Mago de Oz.
El viento comenzó con sus quejidos, haciendo que nuevamente la piel de gallina bajara por
su espina dorsal. Desconocidas criaturas del bosque emitían sonidos que se volvían intensos en
cuanto ella los notaba por primera vez. Una especie de roedor, que pasó escurridizo por su
lado, la hizo gritar del susto.
Esto, decidió frunciendo el ceño, definitivamente no era lo que tenía en mente cuando
tomó un avión hacia Europa para experimentar cosas nuevas.
Mordiéndose el labio, Marie escrutó la zona una vez más, tratando de encontrar un camino
que pudiera transitar que la llevara a encontrar algún tipo de ayuda. Su mirada se fijó
velozmente en el norte, el sur, el este el oeste, y nada, suspiró.
Ya estaba casi completamente resignada cuando, un minuto después, un tenue rayo de luna
bañó una parte del bosque, resaltando lo que sin dudas era un camino, aunque poco transitado,
que entraba en él. Sus cejas se elevaron.
Se detuvo, considerando que no tenía nada que pudiera usar como linterna para llevar
consigo al bosque, pero aun así tendría que internarse en él. No había forma de encontrar
ayuda en medio de este camino de tierra abandonado en el que se encontraba.
Ignorando al viento que azotaba su pesada capa blanca, Marie echó su bolso al hombro y se
resignó a lo inevitable. Tomaría el camino. Debía hacerlo. No había otra alternativa.
Mientras los latidos de su corazón se aceleraban a un ritmo vertiginoso, ella caminaba
lentamente hacia su destino final. Cada paso se sentía pesado y metódico, como si una fuerza
oculta se hubiera apoderado de ella y estuviera jalándola hacia el centro.
Mentalmente desvió la mirada de sus dramáticos pensamientos. Debió haber sido una
actriz.
Se sintió cansada al llegar al borde de la calle de tierra, como si hubiera caminado diez
millas en lugar de diez pasos. Desechando tan bizarra sensación, ingresó al terreno cubierto de
césped que llevaba a las entrañas del bosque. Los tacos de su costoso modelo de zapatos se
hundieron en la tierra húmeda, restituyéndola en su altura real de cinco pies y seis pulgadas
Luego de respirar hondo, Marie observó atenta y fijamente el angosto camino, hasta donde
su vista lo permitía. No dejó de notar que no llegaba a ver muy lejos, y que no había manera de
decir qué tan profundamente se internaba el camino en el bosque… o hacia dónde conducía.
Este último pensamiento la hizo estremecer, y esta situación parecía empeorar con cada
uno de los atascados pasos que daba. “Bueno, Marie”, murmuró en voz muy baja, “al menos aún
no te has encontrado con el Conde Drácula”.
Un murciélago bajó bruscamente, flotando en el aire sobre su cabeza unos momentos, para
luego desaparecer en la espesura del oscuro bosque. Los verdes ojos de Marie se agrandaron, y
ella mitad se reía y mitad resoplaba. Maldición”, susurró, “mejor dejo de murmurar. Todo lo
que digo parece convertirse en realidad”.
Inclinándose hacia delante, levantó una rama baja y pasó del otro lado. La rama cayó
precipitosamente detrás de ella, encerrándola en el centro del camino. Mascullando algo
incoherente referido a su padre y dónde estaba el viejo bastardo cuando lo necesitaba, Marie
dejó atrás sus cuestionamientos y retomó una vez más el camino.
El viento fresco azotaba la capa negra de lana a la altura de sus piernas, abriéndola sobre
un lado y revelando el tajo de su ajustado vestido de fiesta negro, que llegaba hasta la parte
superior del muslo. La hebilla que llevaba en el pelo se desabrochó, y unos largos bucles rubios
se escaparon y fluyeron como una cascada hasta su cintura. Marie se subió y acomodó la
capucha distraídamente sobre la cabeza, sin volver a acordarse de la hebilla negra, que ahora
yacía descartada y olvidada en el barro del camino.
La senda había sido tan poco transitada que le resultaba difícil darse cuenta por dónde era
conveniente o no caminar, pero un tenue destello de luz de luna seguía filtrándose por entre los
árboles, iluminando el camino apenas lo suficiente para permitirle continuar.
Marie caminó por millas, en las que cada árbol se asemejaba al anterior, y cada paso la
adentraba más y más profundamente en la guarida del bosque. Estaba cansada, increíblemente
exhausta. Cada hueso de su cuerpo parecía dolerle, recordándole que estúpida había sido al
conducir el Saab por una ruta secundaria en un país donde había estado, en total, dos días.
Y todo debido a él. El extraño. Ese hombre misterioso que había conocido apenas unas
pocas horas atrás en la inauguración de la exhibición sobre culturas antiguas en el Museo de
Göthmoor.
Él había insistido que ésta era una buena forma de llegar. Afirmó haber conducido por la
calle de tierra varias veces camino a su propiedad, y que era un atajo confiable. Y Marie, como
la tonta ingenua que ahora se daba cuenta que era, le había creído.
Y ¿por qué había tomado lo que dijo al pie de la letra? se preguntó por centésima vez en las
últimas horas. ¿Por qué, si todo lo tuviera que ver con el extraño había producido en ella unas
señales de alerta que sacudían todo su cuerpo?
Jadeando pesadamente por la falta de aire, Marie se hundió en el suelo del bosque, sin
importarle que su capa se llenara de barro mientras lo hacía. Cerró los ojos y respiró profundo,
mientras se acomodaba contra la corteza de un árbol y reflexionaba sobre la respuesta a su
propia pregunta. Ya sabía la respuesta, por supuesto. Tendría que ser increíblemente tonta
para no saberla.
Ella había querido, simple y sencillamente, escaparse de la exasperante presencia del
extraño. Habría hecho cualquier cosa, ido a cualquier lugar, tomado cualquier supuesto atajo de
la creación, para poner la mayor distancia posible entre él y ella, y cuanto antes, mejor.
Aún ahora podía ver en su mente la imagen de ese hombre de aspecto alto y perturbador
suspendida frente a ella. Cuando cerraba los ojos de esta manera, no le resultaba difícil
visualizar la crudeza de sus austeros rasgos, el negro de su cabello rapado que contrastaba con
el plateado de sus sienes, el azul helado de sus ojos… y la manera en que esos ojos la habían
desvestido, metódicamente de a una prenda por vez, a lo largo de toda la velada.
Marie había percibido la mirada del extraño posada sobre ella en todo momento Ya fuera
clavándole la mirada o perforándole la parte trasera del cráneo mientras se desplazaba hacia
cada uno de los objetos expuestos en la exhibición, ella sintió la posesión de sus ojos de lobo
hasta la punta de los pies.
El hecho de saberlo la asustó, y lo que es igualmente aterrador, también le provocó
estremecimientos de deseo arremolinándose en su vientre. Nunca había sido del tipo de las que
quieren poseer a un hombre a la primer mirada. Menos a un extraño tan misterioso y, según las
habladurías del pueblo, tan malo también. Eran esos ojos, esos malditos ojos, concluyó. La
misma mirada celeste de predador que había desvestido su cuerpo como si le hubiera
pertenecido. Los mismos ojos de lobo que la habían embelesado cuando él se detuvo delante de
ella y dio a conocer sus intenciones.
“Tú me pertenecerás”, afirmo simplemente, como si nada, con una voz rica y profunda en un
inglés fuertemente acentuado.
Los grandes ojos verdes de Marie se agrandaron. “No-no entiendo lo que quiere decir”,
respondió tontamente, sin saber qué más decir.
Él era extraño, pensó. Los hombres no se acercaban a las mujeres y les decían cosas como esas
así como así.
Ella pestañeó. “Yo no perteneceré a nadie más que a mí misma”.
Entonces sus ojos se pasearon por todo su cuerpo, exceptuando su cara, deteniéndose en su
escote. Un costado de su boca se elevó formando una pequeña sonrisa. “De-debo irme”, ella
susurró. Dios, el hombre era sumamente extraño. Como un recluso que raramente mantenía un
contacto con la gente, él parecía no tener ningún tipo de modales. La imagen de un animal salvaje
que dejaron suelto en una celebración formal colmó su mente. “Tengo que volver al hotel ahora”.
Haciendo un gran esfuerzo, se desligó de su mirada y comenzó a alejarse de él.
Como respuesta, él simplemente hizo un leve movimiento con la cabeza, mientras su mirada
analizaba cada uno de sus movimientos. “Te alojas en la única posada de Göthmoor, supongo”.
Ella no le respondió. Grosera o no, solo pensaba en alejarse de él. Era extraño. Aterrador.
“Hay un camino de tierra detrás del museo”, anunció suavemente, sin inmutarse a pesar del
desplante que ella le había hecho. “Es un atajo. Yo mismo lo uso. Te llevará a casa”.
Casa, Marie pensó amargamente, volviendo al presente. Sus ojos escrutaban el bosque de
un lado al otro. Daría cualquier cosa por estar de vuelta en Estados Unidos en este preciso
instante, acurrucada con un libro, con su cobija favorita cubriendo su falda.
La corteza del árbol comenzó a raspar la piel de su espalda, recordándole una vez más que
había caminado por millas y todavía no había encontrado ni a un alma. Todo la confusión en la
que estaba sumida se volvió horrorosamente clara. ¿Se lo había hecho a propósito? ¿Su rechazo
había afectado al extraño de tal manera que se encargó de encontrar la manera de vengarse de
ella?
Esas ideas trágicas hicieron que Marie cambiara la dirección de su mirada. Cómo podría
haber sabido que el Saab iba a pinchar una cubierta en el medio de la nada? Ningún hombre,
sin importar qué tan misterioso o extraño pueda ser, puede predecir un una eventualidad
semejante.
O tal vez, sólo tal vez, el extraño sabía de alguna manera que esto sucedería. Marie se
mordisqueaba el labio inferior mientras analizaba esta posibilidad.
Quizás él la había conducido hasta allí, totalmente consciente de que nunca encontraría la
salida, de que se movería en círculos por siempre, de que el bosque era lo suficientemente
oscuro y aterrador como para generar muchas imágenes desagradables que le harían perder la
razón lentamente, hasta que la muerte la reclamara.
“Ya basta, Marie”, susurró. “Deja de espantarte a ti misma”.
Incorporándose sobre sus pies, se estiró hasta alcanzar la rama del árbol y se levantó
tirando de ella. Hizo un gesto de dolor cuando sus sobreexigidas pantorrillas se quejaron al
volver a usarlas tan pronto. Necesitaba reanudar la marcha. Qué tan mal se sentía simplemente
no importaba.
“Bien”, se dijo a sí misma mientras se sacudía un poco de barro seco de la espalda, “al
menos él no está aquí”.
Un estrepitoso trueno estalló sobre su cabeza, señalando la proximidad de una tormenta.
Una señal de advertencia se deslizó por su columna, poniéndole la piel de gallina y
endureciendo sus pezones.
Ella conocía esa señal de peligro, desconcertantemente familiar. La había sentido
innumerables veces durante esa noche. Y ahora, de alguna manera, Marie sabía que ya no
estaba sola en el bosque. Había otra presencia allí.
Una presencia que perforaba un agujero de posesión a través de su cuerpo con su mirada.
“E-espero que la respuesta sea no”, exhaló, “pero voy a hacer la pregunta de todas
maneras”.
Su lengua rosada salió disparada para humedecer sus labios secos. Tragó bruscamente,
temiendo estar por morir, que el misterioso extraño tuviera la intención de hacerle daño. “¿Hay
alguien ahí?”.
Capítulo 2
Él emergió de las sombras. El misterioso extraño. El hombre alto y perturbador con los
ojos cristalinos. Estaba vestido completamente de negro, desde los hombros de su sobretodo
negro hasta la punta de sus botas negras. Su mirada rastrilló el largo de su cuerpo,
deteniéndose demasiado tiempo en sus senos y luego nuevamente en la parte visible del tajo
que recorría todo su muslo.
Marie dio un paso reflexivo hacia atrás, ajustando y asegurando instintivamente su capa.
Su respiración se aceleró cuando se puso a pensar qué cierta era la posibilidad de morir ―o de
ser violada― o de ambas…
Él era mucho más alto que ella, medía al menos seis pies con tres pulgadas. Tenía una
musculatura trabajada y su piel se veía suave y brillante, lo cual hacía que su estructura se
viera bastante pequeña e insignificante al lado de la de él. Y ella estaba cansada, tan cansada.
Podía intentar salir corriendo, pero al final él la atraparía. “¿Qué es lo que quiere?”, susurró.
“¿Por qué está aquí?”.
Una de sus cejas se elevó rápidamente, revelando una cicatriz en su frente que ella no
había notado en la exhibición. Pero claro, había estado demasiado ocupada observando sus
ojos lobunos y extrañamente claros para prestarle atención a cualquier otra parte de él. Ahora
podía ver bien la cicatriz, sin embargo. No pudo evitar preguntarse cómo habría llegado allí, o,
más específicamente, qué mujer se la había hecho. ¿Habría gritado en ese momento,
agarrándolo en un vano intento de permanecer con vida? Marie dio otro paso atrás.
La segunda ceja se elevó rápidamente para unirse a la primera. Una pequeña sonrisa tiraba
de sus comisuras. “Vine para llevarte a casa, Marie”. Hizo esta afirmación suavemente, con un
acento definitivamente marcado. “Ahora”.
Los ojos de Marie se agrandaron. La mirada de él seguía cada uno de sus movimientos, sin
perderse nada, registrando cada detalle. “¿Cómo sabe mi nombre?”, susurró.
“Pregunté por ahí”. Sus grandes hombros se encogieron levemente, quitándole importancia
al tema. Extendiendo una mano abierta, le indicó que se acerque a él. “No te haré daño, si eso es
lo que estás pensando. Nunca le haría daño a una criatura tan hermosa”.
¿Un criatura? Dios mío. Él era sin dudas como un animal salvaje suelto en una ceremonia
formal, no tenía siquiera los más mínimos recursos sociales.
Marie frunció el ceño, insultada ante un elogio tan retrógrado de un hombre tan extraño.
Concluyó que este no era el momento más propicio para debatir sobre sus modales, o su falta
de ellos, para el caso; por lo que decidió finalmente pasarlo por alto. Dándose cuenta, las
comisuras de su boca se estiraron hacia arriba nuevamente, haciéndole saber que había
captado la idea.
“Mire, Señor…”
“Sörebo. Fredrik Sörebo”.
Marie asintió. Aclaró su garganta. “Señor Sörebo, yo…”
“Por favor”, interrumpió él, mientras su mirada penetraba la de ella, “llámame Fredrik”,
murmuró.
“Fredrik”, repitió ella, apretando los dientes, “le agradezco que me haya ofrecido ayuda,
pero estoy bien sola. No necesito su atención”.
Como respuesta, él rió en voz baja, meneando levemente la cabeza. “No tienes la menor
idea de dónde estás, ni la más mínima pista de dónde te diriges. Esta tierra donde te perdiste
me pertenece, por eso no puedo permitir, estando en uso de mis facultades, que una mujer tan
hermosa esté vagando sola por allí” Sus ojos se movieron de un lado al otro del oscuro bosque
hasta posarse una vez más en su cara. “Hay animales salvajes por aquí, animales lo
suficientemente grandes como para despedazarte”, dijo con un tono grave.
Los ojos verdes de Marie se agrandaron todavía más cuando la escena que él le acababa de
describir se fijó en su mente. Movió sus manos hacia arriba y comenzó a frotarse los brazos con
energía. “Usted me va a llevar a c-casa, entonces? Es decir, a la posada?”.
“Yo la llevaré a casa”, prometió él suavemente.
Ella no le dio importancia al hecho de que él ignoró deliberadamente la última parte de su
pregunta, pero entendió al mismo tiempo que no tenía otra alternativa que ir con él, extraño o
no. Estaba cansada, tenía frío y la tormenta se acercaba más y más. Necesitaba encontrar
refugio, aún si éste era dentro de la propiedad de Fredrik Sörebo. Por el momento, iría con él. E
iba a rezar suplicando vivir para contarlo.
Marie enderezó los hombros y asintió con la cabeza. “Muy bien. Supongo que puedo pedir
un taxi desde su casa”.
Él estudió sus rasgos faciales mientras caminaba por el espacio que los separaba. Los ojos
de un predador. Eso es todo lo que ella veía cuando lo miraba. ”En Göthmoor no hay taxis”, dijo
simplemente.
Un minuto después, un brazo cubierto de músculos se lanzó a su alrededor, mientras él la
acercaba a su lado. Su mano se acomodó posesivamente en la unión íntima donde se unían su
muslo y su cadera derechas. Él la condujo más aún hacia las profundidades del bosque y por un
nuevo camino que ella no había visto antes. Marie apretó todos los músculos del cuerpo
nerviosamente. ¿Cómo iba a salirse de ésta?
El hombre era extraño. Y cuando la tocaba, le resultaba demasiado familiar.
“Adónde vamos?”, preguntó diez minutos más tarde, mientras todos y cada uno de sus
huesos y músculos se quejaban de dolor. “¿Ya casi llegamos?”, preguntó cansada.
“Casi”, confirmó él. Le dio un suave apretón a su cadera, diciéndole sin hablar que entendía
lo cansada que debía estar. “Te bañaré cuando lleguemos al castillo”, le informó. “Ayudará a tus
músculos a relajarse”.
Nuevamente alarmada, Marie mordisqueó su labio inferior. No había dicho que podía
tomar un baño. Dijo que él la bañaría. Había una diferencia. Una enorme diferencia.
Y luego dejó de pensar cuando, unos momentos más tarde, tomaron una curva que los
expulsó del bosque y los condujo a un páramo desierto. El castillo que Fredrik había
mencionado se erguía en una cima, grande, oscuro y abrumador como el hombre que allí vivía.
“Éste es mi hogar”, murmuró. “Durante más de tres siglos mi familia ha vivido entre estas
mismas paredes”.
Marie asintió, pero no pronunció palabra. Quería preguntarle si su familia había sido
enterrada allí también, pero decidió no abrir la boca. Tenía la sensación de que las necesitaría
más tarde. Para poder gritar.
Sus ojos rastrillaron las paredes de piedra del castillo. Las altísimas, paredes de piedra de
aspecto impenetrable. Tragando para deshacerse del nudo en su garganta, miró hacia arriba, a
Fredrik. La luz de la luna mostraba sus rasgos con crudeza y dejaba la mitad de su cara en
sombras.
Pero podía ver sus ojos. Esos malditos ojos. Y comenzaba a entender sus promesas.
Marie temía que Fredrik nunca la dejara salir de la fortaleza con vida.
Capítulo 3
Marie miraba el fuego chisporrotear frente a ella mientras sus manos rodeaban
nerviosamente la taza de té caliente que le habían dado para tomar. Sabía que el té caliente
sería como un bálsamo reparador para su garganta reseca, temía por lo que podría estar
asociado con él.
“Sólo miel y limón”, Fredrik murmuró desde la silla frente a ella, como si leyera sus
pensamientos. Sonrió con esa media sonrisa, divertido al notar su poco disimulable duda. “Te
lo prometo”. Asintió con la cabeza. “Tómate el té mientras te preparo el baño”.
Marie levanto la cabeza rápidamente. Aclaró su garganta mientras realizaba un valiente
esfuerzo por cruzar miradas con él. “Yo, eh… yo no deseo tomar un baño”. Bajó la vista hacia su
falda y la fijó en la taza de té entre sus manos. “Solamente quiero volver a la posada. Por favor”.
Fredrik permaneció callado por tanto tiempo que al principio Marie pensó que no había
escuchado su casi silenciosa petición. Pero finalmente habló, en voz baja y controlada. “La
tormenta ha empeorado allá afuera, ängel. Creo que lo mejor es que permanezcas aquí…
conmigo”.
Apenas había dejado de hablar cuando estalló un estrepitoso trueno, subrayando la
veracidad de sus palabras. Pero a Marie no le importaba. Ella sólo quería irse.
“Estoy cansada”, dijo desanimada. “Muy cansada, tengo mucho frío y me duele el cuerpo”.
Aclaró su garganta nerviosamente. “Sólo quiero irme. No me importa que tan fuerte sea la
tormenta afuera. Por favor, déjeme ir”
Se hizo un silencio que se extendió unos instantes. El único sonido que se escuchaba era el
del fuego chisporroteando en la enorme chimenea frente a la cual estaban sentados.
Por fin habló Fredrik, rompiendo el silencio insoportablemente tenso. “¿Cuántos años
tienes?”, preguntó, ignorando su comentario anterior.
Marie lo miró fijamente. Sacudió levemente la cabeza, preguntándose de dónde había
salido semejante pregunta cuando ella había estado hablando de algo completamente distinto.
“Veintiocho. Casi veintinueve”.
“Yo tengo cuarenta y uno”.
Ella asintió, y comenzó a tomar lentamente su té. Tenía buen sabor, concluyó rápidamente.
Si él lo había envenenado, pensó para sí, al menos sus últimos tragos serían sabrosos. “Eso me
dijeron”.
Una oscura ceja se elevó lentamente. “¿Ah? ¿Y quién te dijo eso?”.
“Helena Anders”.
“¿Así que estuviste haciendo averiguaciones sobre mí?”, preguntó suavemente.
Las mejillas de Marie ardieron. Velozmente quitó la vista de su anfitrión y nuevamente la
bajó a la taza de té. “Bueno”, se defendió, “usted no me quitaba la vista de encima. Era lógico
que preguntara para averiguar quién era”
“Porque eres hermosa”, dijo gravemente, con una voz monótona. “La mujer más hermosa
que he visto en toda mi vida”.
Marie quitó una pelusa imaginaria de su capa. “ Yo soy más que eso, sabe”, dijo suave pero
amargamente. “Mucho más”.
Y realmente, ¿eso era todo lo que los hombres veían cuando la miraban? ¿Una cara
agradable y un seno voluminoso? Era entendible que le escapara a las citas, se reconoció a sí
misma. Ningún hombre conocía a la verdadera Marie, y a ningún hombre le interesaba ir más
allá de su aspecto físico lo suficiente como para entenderla. Era sólo una muñeca, un adorno, un
trofeo para poner sobre la chimenea y dejarla deteriorarse emocionalmente por el abandono.
Hasta su padre, aunque ella lo quería tanto, no la consideraba más que una cara bonita.
E igualmente, a quién le importa, pensó angustiosamente. Podía estar a punto de morir o
de ser violada. Hacerse problema por la superficialidad de la especie masculina estaba en el
último lugar de su lista de prioridades en ese momento.
“Cuéntame, pues”, Fredrik la alentó mientras se llevaba su taza de té a los labios y tomaba
un sorbo. Su mirada encontró la de ella, y la sostuvo. “Quiero saberlo todo”.
Marie hizo una pausa. Quería irse, no hablar, pero aceptó que ser amable no perjudicaría
su situación. Sólo ansiaba que ésta fuera una buena señal, y que no fuera una costumbre de este
hombre atractivamente extraño de ojos desconcertantemente azules indagar sobre el pasado
de sus víctimas antes de hacerles… algo.
“Me encanta pintar”, susurró. “De hecho,” aclaró su garganta y habló más fuerte, “soy
bastante buena”.
Fredrik inclinó su cabeza. “Estoy seguro de que eres buena para todo lo que te gusta hacer,
ängel”.
¿Por qué seguía llamándola así? “También me gusta escribir”, respondió, “poesía más que
nada, pero escribo cuentos también”. Echó hacia atrás un mechón rebelde de pelo rubio por
sobre su hombro mientras rompía contacto visual y fijaba la vista sobre su falda. Ella odiaba
hablar sobre sí misma con la gente que conocía. Hablar sobre su vida con un hombre que la
ponía tan nerviosa era mil veces peor. “Pero esas son actividades banales”, concedió, mientras
su voz se apagaba, “nada importante o significativo”.
“Quién te ha dicho eso?”, preguntó él en voz baja.
Marie encogió los hombros. Apoyó la taza de té y asió sus manos firmemente sobre su falda
cuando su mirada se cruzó con la de él. “Todos. Mi padre, especialmente”.
“Está equivocado. Todos están equivocados. Si tienes un don, nunca debes desperdiciarlo”.
Ella lo observó con extrañeza, preguntándose por qué habría de importarle. Finalmente,
miró para otro lado. “Creo que tiene razón”, susurró.
“Tengo razón”.
Ella encogió los hombros pero no respondió.
Se hizo otro interminable silencio, siendo los únicos sonidos el del chisporroteo del fuego,
los sonoros truenos y el golpeteo de la lluvia chocando con las paredes del castillo. Marie
respiró profundamente, deseosa de irse, pero sabiendo que aún si Fredrik cedía y le permitía
volver a la posada —que dudaba que lo hiciera hasta que estuviera dispuesto— nunca la
llevaría en el peor momento de una tormenta tan implacable A pesar de lo sólidas e
impenetrables que eran las paredes de piedra, aun así podía oír cómo los elementos naturales
las azotaban.
Fredrik se puso de pie poco después, desviando la atención de Marie hacia él. Ella lo miró
dubitativa, preguntándose por qué se habría parado.
“Te voy a preparar un baño caliente”.
Sus ojos se agrandaron. “Pero yo…”
“estoy helada hasta los huesos y necesito un baño caliente”.
Los dientes de Marie se sumergieron en su labio inferior mientras estudiaba ansiosamente
al hombre delante y por encima de ella. ¿Qué quería de ella, este extraño ermitaño? Había
escuchado cosas desagradables sobre él. Cosas terribles. Cosas innombrables. Ella no quería
terminar como…
“La gente no reconoce ni entiende a la verdadera Marie Robb”, murmuró Fredrik,
observándola desde su poderosa altura de seis pies y tres pulgadas., “porque sólo ven lo que
quieren ver, conocen lo que quieren conocer”. Inclinó su cabeza antes de dar media vuelta y
caminar hacia la zigzagueante escalera. “Para mí es lo mismo”.
Marie lo siguió con la vista, sin saber qué pensar. Por un lado, no debió suponer que era un
monstruo sólo por las habladurías del pueblo, pero por otro lado, secuestrarla no lo dejaba
muy bien parado. Pero a su vez, él no la había secuestrado. En realidad, ella habría estado
agradecida por su ayuda si él no fuera tan misteriosamente peculiar.
Y si ella no dudara aún si él sabía que su cubierta se pincharía en esa ruta secundaria
desierta o no.
A lo mejor era un monstruo. Pero quizás no. “¿Fredrik?”.
Él se detuvo en la mitad del paso, luego la miró por sobre su hombro para establecer
contacto visual. Levantó una ceja, pero no dijo nada más.
Marie se frotó las manos sobre la falda, ansiosa, nerviosa, aterrada… pero con ganas de
conocer su destino, necesitando conocerlo. Aclaró su garganta y buscó su mirada. No le
importaba qué tanto se podía ofender por la pregunta que le estaba por hacer. Necesitaba la
respuesta. “¿Me va a violar?”, preguntó en voz baja.
Él no hizo el más mínimo movimiento por un largo rato. No se le movió un pelo. No hizo un
gesto. Ni asintió con la cabeza ni lo negó verbalmente. Nada que le diera una pista de cómo se
sentía o qué pensaba. Era como una estatua, pensó Marie, tan impenetrable e inerte como las
paredes de piedra que los rodeaban. Le dio un escalofrío al pensar si no le había dado una idea
que no se le había ocurrido antes.
Y por fin, luego de lo que parecieron ser horas, las comisuras de su boca se estiraron hacia
arriba formando esa sonrisa burlona de sabelotodo que comenzaba a asociar como la sonrisa
de Fredrik Sörebo. “No”. Le dio la espalda y terminó de subir la escalera espiralada con pasos
largos y despreocupados. “No será necesario violarte, ängel”.
Capítulo 4
*****
Fredrik abrazó fuerte a Marie contra él en el agua tibia, la espalda de ella contra su seno.
Acariciando su cabello, dejó que durmiera en sus brazos, carne tibia y húmeda acunando a
carne tibia y húmeda.
Besando su sien, suspiró profundamente.
Tantos pensamientos lo invadían. Tantos recuerdos.
Pero Marie… esta mujer era diferente. No era como las otras. En particular, no era como la
hija de Helena Anders.
Enrulando un bucle dorado de Marie con el dedo, Fredrik susurró su nombre, luego volvió
a besar su sien.
No podía dejarla ir.
Es realmente increíble, pero desde el primer momento que la vio paseando por Göthmoor
dos días atrás, supo que ella era la elegida.
No la dejaría ir.
Era diferente… tan especial e intoxicantemente naif. Nunca lo dejaría una vez que estuviera
ligada a él.
Él la necesitaba.
Había estado muerto por dentro durante tanto tiempo. Sin alegrías. Sin penas. Sin sueños.
Sin pesadillas. Sin nada. Sólo un vacío… un abismo negro.
Fredrik jugueteaba con uno de los pezones de Marie entre el pulgar y el índice mientras
analizaba a la mujer durmiendo en sus brazos.
Un largo pelo del color de la miel volcándose. Ojos grandes, inocentes, luminosos. Y tan
crédulos… naif al punto de ser un peligro para sí misma.
Besando su sien por última vez, Fredrik continuó pellizcándole suavemente los pezones
mientras su otra mano se estiraba para acariciar su clítoris. Su erección golpeteó de atrás la
abertura de ella.
“Despierta, ängel”, le susurró al oído. “Es hora de unirte a mí”.
Capítulo 5
Fredrik acarreó a una Marie grogui desde el cuarto de baño hasta su dormitorio por un
largo pasillo que unía los dos ambientes. Unas velas encendidas relumbraban desde los
candelabros de la pared, emanando una luz muy tenue.
Sentándola al borde de la cama, desató el nudo que ella se había hecho en el pelo y lo dejo
fluir sobre ella. “Tan hermosa”, dijo posesivamente, mientras sus ojos la recorrían de punta a
punta. “Tan pero tan hermosa”.
Estirándose para agarrar la carne de un muslo en cada mano, abrió lentamente sus piernas
hasta que su reluciente vulva quedó claramente a la vista. Los elogios que le susurraba hicieron
que su cuerpo respondiera y que el deseo se anudara en su vientre.
Marie contuvo la respiración mientras apartaba sus manos en un vano intento de
detenerlo. “Fredrik”, dijo con una voz humeante, profunda y ronca de sueño y deseo, “ésta no es
una buena idea. De hecho, es una idea muy mala”.
“Tú me deseas. Yo te deseo”. Frotó su clítoris haciendo pequeños círculos con la yema del
pulgar, y su erección crecía al sentirla estremecerse por él. Y no te dejaré ir”.
Terminante. Definitivo.
“Pero Fredrik, ummf!”.
Los ojos de Marie se agrandaron cuando se sintió arrojada hacia atrás sobre la cama. Su
cola seguía en el borde, sus muslos abiertos, su clítoris y vulva a la vista. Las sábanas de seda
negra debajo de ella se sentían frescas y sugerentes, contrastando con su afiebrada carne.
“Fredrik, yo, ah”.
Su boca descendió entonces, cubriendo todo su vientre. De rodillas frente a ella en el borde
de la cama, se prendió de sus muslos y los empujó hacia fuera tanto como pudo sin forzarlos.
Aparentemente ya había terminado el diálogo, terminado de tratar de persuadirla de
someterse con palabras. En cambio, lo haría con las sensaciones… con lengua y labios, sonidos
de succión y de fluidos, sonidos guturales de placer irrumpiendo desde el fondo de su garganta
mientras bebía de ella.
“Ah Dios”. Su lengua se enrollaba sobre su clítoris, haciendo que Marie lance su cabeza
hacia atrás con un gemido. “Sí… por favor”.
Llevando el fruto entre sus dientes, dio el golpe final, lamiendo su clítoris vigorosamente,
ansiando que ella llegue al clímax pare él, por él.
Ella sintió un placer tan intenso que le dolía. La excitación le anudaba el vientre, y se
aferraba de su útero.
Y entonces él se detuvo.
Los ojos de Marie se abrieron grandes y centelleantes. Respiró hondo y lo miró por entre
las piernas.
Levantando su cabeza entre sus muslos, Fredrik buscó su mirada y la mantuvo. Respiraba
bruscamente, el control de sí mismo pendía de un hilo. La luz de una vela a punto de apagarse
brilló brevemente sobre su cara, iluminando el hielo de sus ojos, y luego se extinguió por
completo.
“¿Sí o no?”, le preguntó, mientras sus orificios nasales se agrandaban. “¿Me deseas? ¿A
pesar de… todo?”. Se estiró para pasar un pulgar sobre uno de sus pezones endurecidos. “¿Sí o
no?”, murmuró.
Marie se agitó, todo su cuerpo ardía. Él había estado en lo cierto todo el tiempo, desde
luego. No iba a ser necesario violarla para tenerla. Ella le daría su cuerpo voluntariamente, y
ambos lo sabían. Ésta era solamente su arrogante forma de dejar las cosas en claro.
En lugar de responderle con palabras, Marie acomodó sus muslos alrededor de su cuello,
rodeó su nuca con un pie, y acercó la cara de él hasta su vulva. Ella gimió al sentir sus labios y
lengua sobre su clítoris una vez más, haciendo que su temperatura se eleve afiebradamente en
escasos momentos. “Ah, sí”.
Fredrik gimió, su erección dura como el acero contra su estómago. Lamió su clítoris con
movimientos firmes, sin detenerse, sin aminorar, manteniendo la presión firme y
tortuosamente agradable, aún cuando sus caderas empezaron a levantarse y sus gemidos se
intensificaron. “Mmmm”, murmuró contra su carne, haciendo vibrar su vientre, “mmmmmm”.
“Fredrik”.
No debía desearlo, no debía desesperar por él. No debía desear que la toque un hombre tan
extraño, tan ermitaño.
“Fredrik”. Rodeando su cuello con los muslos, empujó sus caderas hacia arriba,
presionando su clítoris contra su boca como si quisiera que se la devorara.
Y entonces se acabaría. Duramente. Violentamente. Unas olas de placer se adueñaron de
ella, haciendo que arroje su cabeza hacia atrás y grite. La sangre fluyó rápidamente a su cara,
haciéndola arder. Sintió un estremecimiento en todo su cuerpo, estirando sus pezones hasta el
límite del dolor. “Ah, Dios”.
No tenía tiempo para analizar lo desquiciado de la situación, no había tiempo para darle
una segunda oportunidad a la invitación que su cuerpo le había ofrecido al misterioso Fredrik
Sörebo. Su cuerpo la cubrió en segundos, su gruesa erección presionando hacia adentro de ella,
colmando por completo su carne húmeda.
Haciendo rodar a ambos hasta el centro de la cama, no dejó en ningún momento que sus
cuerpos se despegaran. Volviendo sobre ella para cubrirle el cuerpo con el suyo, rodeó su nuca
con los brazos, por entre su pelo, aferrándose a él como si fuera su dueño.
Marie exhaló estremecida, humedeciendo sus labios mientras lo miraba. Levantando las
caderas, enredó las piernas en su cintura y se tomó fuerte para una cabalgata dura. Ya había
dejado de preocuparse, había dejado de guardarse algo.
Al menos por esta noche. Por esta única noche no pensaría en nada más que en el placer,
en entregarse a este hombre.
“Sí, ängel”, dijo entre dientes mientras la embestía con la verga, llegando hasta el cuello de
su útero. “Knulla mig. Cógeme”.
El fuego helado de sus ojos mezclado con sus palabras de deseo masculladas entre
susurros envió otra corriente de excitación por todo su cuerpo. Se aferró a él con las piernas,
invitándolo a explorarla. “Te deseo, Fredrik”, admitió, sin importarle si lamentaría haber dicho
esas palabras cuando llegara la mañana, “tómame toda. Ahora”.
Asegurando un grueso mechón de pelo alrededor de su mano, se aferraba a ella como una
posesión a la que nunca soltaría, gimiendo mientras se hundía en su conchita una y otra vez.
“Ja, nena”. Sí, nena.
Ella levantó sus caderas, al encuentro de cada embestida suya. Sus uñas rasparon el acero
de su espalda, una pequeña gota de sangre arruinó el blanco inmaculado de su manicura. “Más
duro”, gimió, apretándolo mientras él aceleraba el ritmo de sus embates. “Cógeme más duro”.
“Como quieras, ängel”, dijo él.
Las gotas de sudor saltaban en su frente mientras Fredrik premiaba su entusiasmo por
hacer el amor dándole lo que había pedido. Sus embates se volvieron más rápidos y profundos
al usar su mano libre para separarle las piernas de su vientre. Sin soltar su cabello, usó la otra
mano para arrojar una de sus piernas sobre su hombro, acomodando su carne para permitir la
más profunda de las penetraciones. “¿Esto quieres?”, le preguntó bruscamente.
Marie emitió un largo y necesitado gemido, con su cabeza hacia atrás, con su cuello
despojado hacia él como una ofrenda, mientras su verga se ensartaba en ella una y otra vez. Los
sonidos de su carne chocándose dentro y contra la del otro aumentaron su mutua excitación.
“Te pregunté si esto es lo que quieres”, demandó Fredrik sin separar las mandíbulas.
“Sí”, gimió ella.
“Cómo se siente mi verga dentro tuyo?”, dijo apretando los dientes, los músculos
endurecidos, mientras la golpeteaba sin piedad. Al recibir sólo un quejido como respuesta, la
embistió más duro y volvió a preguntarle. “Cómo se siente mi verga dentro tuyo?”.
“Bien”, gimió. “Ay, Dios… tan bien”.
Él premió su respuesta hundiéndose aún más, penetrándola tan profundo como era
posible. La embistió por incontables minutos, cada golpe llevándola más cerca de acabarse.
Y luego ella se contraía alrededor de él, su carne ordeñando la de él mientras comenzaban
sus estremecimientos y se entregaba a otro violento clímax en sus brazos. “Fredrik…ay, Dios,
Fredrik”.
“Sí, ängel”, gritó bruscamente, su propio orgasmo superando al de ella, “sí”.
Se acabaron juntos, en un clímax violento y sin pausa. Ninguno había sentido un placer
semejante con nadie más. Ni una sola vez. Nunca. Y ambos lo sabían.
Unos minutos más tarde, se quedaron dormidos uno en los brazos del otro. El último
pensamiento coherente que pasó por la cabeza de Marie giraba en torno de que era vagamente
consciente de que su pelo aún estaba enrollado a la mano de Fredrik.
Él quería quedarse con ella, pensó. Quizás para siempre.
Y entonces la inconsciencia se apoderó de ella y no supo más nada.
Capítulo 6
“¿Qué me está diciendo?”. Los ojos de Marie se agrandaban mientras susurraba la pregunta a
la señora mayor.
“Estoy diciendo que es un monstruo”, respondió Helena Anders en un solo tono, mientras sus
oscuros ojos vidriosos y sin vida miraban a Marie sin verla.
Marie alcanzó la mano de la señora mayor y la tomó en la suya. Miró por sobre su hombro
para asegurarse de que el extraño no las estaba observando antes de volverse hacia Helena. “¿Qué
hizo?”, preguntó en voz baja.
No hubo respuesta.
Volvió a mirar por sobre su hombro, mientras los latidos de su corazón se aceleraban. Él
regresaría en cualquier momento. Tomaría solamente un minuto más o menos para que él vuelva
a dirigir su atención hacia ella. Necesitaba saber qué había sido de…
“Sophie era una buena chica”, dijo Helena en un tono acallado.
Marie volteó la cabeza nuevamente para mirarla. Los ojos de la mujer parecían de vidrio
negro. Ojos de tiburón. Ojos de muñeca. Tan muertos y sin vida. Sus labios fruncidos, sin sangre. Su
cabello lacio y negro como arpillera. Su piel un blanco pastoso.
“Ella no merecía eso”, dijo Helena con voz monótona.
“¿No merecía qué?”.
Silencio.
Marie apretó los dientes. Se estaba acabando el tiempo. Él iba a regresar. Ella no quería que
supiera que habían estado hablando de él. Él iba a volver. Y se iba a dar cuenta. De alguna
manera se iba a dar cuenta…
La cabeza de Marie giraba a un lado y al otro sobre la almohada de seda negra. Se estaban
formando gotas de sudor sobre sus cejas. “Dime”, murmuró en sus sueños. “Dime qué hizo él”.
“Él la mató”. Los arrugados labios de Helena se torcieron hacia arriba, formando un cruel
tajo de sonrisa. “La violó y la asesinó. La cortó en pedacitos y la tiró a los perros”.
“Ay, Dios mío”. Las manos de Marie dejaron las de la anciana y se apretaron contra su boca.
Sentía el estómago revuelto, y las rodillas demasiado débiles como para pararse. “Lo siento tanto,
Helena”, susurró, “lo siento muchísimo”.
“Era una buena chica”, repitió Helena como si no la hubiera escuchado. “Sophie era una
buena chica”.
Marie estaba a punto de responderle cuando los ojos de la mujer se iluminaron y perforaron
los suyos, la primera señal que percibió Marie en toda la velada de que había inteligencia y
comprensión escondidas en algún lugar en el fondo de la mente de Helena Ander. “Él hará lo
mismo contigo”, afirmó sin cambiar el tono, como si estuvieran hablando de lo que comieron en el
desayuno. “Si le permites acercártele, te pasará lo mismo”.
Marie volvió a mirar por sobre su hombro. Todavía no lo veía, pero sabía que estaba viniendo.
Lo percibía, podía sentir que se acercaba. Se volvió hacia la anciana para decirle que nunca repita
lo que habían estado hablando.
“Era una buena chica”, dijo Helena, mientras sus ojos perdían el brillo una vez más. Hielo
negro. Se parecían tanto al hielo negro.
Marie tragó, y se le subió la bilis a la garganta. “Sí”, murmuró, “pobre…”
“…Sophie”, Marie mascullaba en su sueño, mientras se le formaba sudor entre los senos.
“Pobre Marie”.
*****
Una vela se extinguió del otro lado de la habitación, mientras un par de ojos azul hielo
observaban todo.
Fredrik cruzó rápidamente al otro lado de la habitación y retomó su lugar en la cama al
lado de Marie. Enjugando las gotitas de sudor de su cara y su seno, se acurrucó en sus brazos y
la abrazó con fuerza.
Durante diez años él había existido solo en el vacío, sin ninguna luz que penetrara en la
oscuridad. Había pagado por compañía cuando sus necesidades físicas lo exigieron, pero aparte
de eso había permanecido solo.
Quizás… quizás se había convertido en eso mismo que Helena dijo que era. A lo mejor era
un monstruo.
Fredrik la abrazó más fuerte, estirando su cuello para darle un suave beso sobre la cabeza.
“Perdóname, ängel”, murmuró contra su sien, “pero no permitiré que me dejes. Ni por un
momento”.
Capítulo 7
La Seducción:
Capítulo 8
El frío del aire endureció los pezones de Marie hasta dejarlos tensos. Desnuda, temblaba
mientras se paseaba por los jardines de la propiedad con un Fredrik completamente vestido,
con su mano en la de él.
El sol pendía sobre sus cabezas, por lo que no hacía demasiado frío afuera, aunque los
temblores continuaron de todas formas. No estaba segura si era el clima o el hombre a su lado
lo que generaba esa reacción, pero ella tenía su pálpito.
Aunque atípico en ella, Marie decidió dejarse ser esta semana. No tenía sentido hacer otra
cosa y, en realidad, ella tampoco quería. Entonces una semana. Una semana de Fredrik. Una
semana de sexo. Una semana sin ropa.
Se sintió erótica, inmensamente excitada, a pesar de que él no la había tocado de manera
íntima aún. Había algo deliciosamente malicioso y provocador en estar totalmente despojada
de ropas al aire libre, sin mencionar el estar en la presencia de un poderoso hombre
completamente vestido.
Había estado excitada durante todo el día. Habría hecho el amor con él si se lo hubiera
pedido y sin embargo él no había hecho ningún avance para cubrir su cuerpo con el de él. Pero
ella sabía que lo haría… en algún momento. Y no saber cuándo, el no saber dónde… eso era tan
afrodisíaco como su ausencia de ropa. Se preguntaba si Fredrik se habría dado cuenta de eso, y
atinó que probablemente lo había hecho.
Fredrik. El hombre era un enigma. Extraño y misterioso, con tantos secretos, tan ermitaño
y aislado. Marie no dejaba de preguntarse cuáles de las historias que había oído sobre él eran
ciertas.
Pero una cosa era cierta. Cuanto más tiempo pasaba a su lado viéndolo nada menos que
observar su jardín —esa ternura en su expresión, esa paz— bueno, se hacía más y más difícil
tomar la versión de los hechos de Helena Anders como una verdad incuestionable.
¿Qué había pasado realmente aquella noche diez años atrás?, se preguntó a sí misma por
milésima vez. ¿Era este hombre a su lado realmente capaz de tal… atrocidad? ¿Pudo haber
violado a una joven? ¿Luego cortar su carne en pedazos y alimentar a las bestias con él para
esconder la evidencia de su delito?
Quizás “pudo” no era la mejor forma de preguntarlo, Marie analizó con un escalofrío.
Quizás “Lo haría” sería más adecuado. Ciertamente poseía la fuerza física necesaria para
cometer un acto tan horroroso… pero ¿lo haría? Ésa era la verdadera cuestión.
“Estás callada, ängel”, dijo Fredrik, rompiendo el silencio. “Te estaba diciendo que este
sería un hermoso lugar para pintar o instalar un escritorio y escribir”. Sonrío. “Yo sigo
parloteando, y tu no has escuchado una palabra de lo que dije”.
“Perdón”. Marie aclaró su garganta mientras apreciaba el jardín a su alrededor. “Te estoy
escuchando ahora. Tienes toda mi atención”.
Realmente, era un lugar extraordinariamente hermoso. Tantos colores, tanta vida.
Hermosas y exóticas plantas y flores, frondosos y verdes árboles podados a la perfección.
Una claridad tan contrastante con el oscuro hombre que cuidaba de él.
“Aquí mismo”, dijo Fredrik, indicando con su mano hacia una elegante silla que se veía
perfecta en ese lugar dentro de la enorme estructura del jardín. “Aquí es donde usualmente me
siento y tomo café cada mañana. Podría ser un hermoso lugar para pintar”.
Pero Marie no le estaba prestando atención a la silla en el medio del jardín. En cambio,
miraba pasmada el caballete y las pinturas que ya estaban dispuestas a su lado. Sus ojos se
levantaron velozmente hasta encontrar los de Fredrik. “¿Tú también pintas?”.
“A veces”. Encogió los hombros sin darle importancia. “Pero no soy muy bueno para eso”.
Señaló el caballete con su cabeza. “Sospecho que a ti te irá mucho mejor con él. Anda. Prueba”.
Marie pestañeó, con expresión dudosa, preguntándose si éste sería algún tipo de truco
extraño. Allí estaba, después de todo, tan desnuda como el día en que nació, completamente
expuesta al hombre a su lado, y él quería que ella… pinte. No estaba acostumbrada a que los
hombres se interesaran en nada relacionado con ella más allá de su apariencia exterior, y no
sabía qué pensar de esto.
Se lo iba a reconocer a Fredrik, con seguridad.
Él había conseguido desconcertarla.
“Muy bien”, dijo finalmente, frunciendo el ceño. Aún no podía evitar sentir que esto era un
truco de alguna clase, pero ciertamente eso no tenía ningún sentido. Suspiró, y decidió que no
valía la pena pensarlo más. “Si insistes, entonces estaré más que feliz de pintar por un rato”.
Fredrik indicó hacia el caballete mientras se sentaba en la silla frente a donde estaba
parada. Había una cafetera y dos tazas de café habían en una pequeña mesita al lado de él.
Marie no tenía idea de cómo habían llegado allí y estaba demasiado concentrada en sus
pensamientos como para pensarlo más. Este hombre, este hombre tan extrañamente
misterioso, quería que ella… pinte.
Encogiéndose de hombros, levantó un pincel y sólo hizo eso. Y además, se sentía fantástico.
Le encantaba esta libertad de expresión, esta liberación de sus emociones, y siempre le había
gustado. Desde que era una niñita tuvo la habilidad de perderse en el mundo del arte, pintando
por encima de las partes desagradables de la vida y reemplazándolas con las hermosas.
Cuando pintaba, se sentía… viva. Tan increíblemente energizada y llena de pasión. Y se
notaba. Estaba demasiado absorta en su trabajo para darse cuenta, pero el hombre sentado
frente a ella podía ver la vitalidad de sus movimientos, podía sentirlo en el mismo aire a su
alrededor.
Habían pasado dos horas cuando finalmente terminó. Marie se había dispuesto a recrear a
Fredrik entre sus jardines, y eso fue lo que hizo. Hasta el más mínimo detalle. Se dio cuenta de
ello sólo después de darse cuenta de que se había olvidado de incluir la cicatriz de su frente,
ese desagradable recordatorio de las cosas que le habían dicho sobre él.
¿La habría omitido a propósito, inconscientemente? Y si así fuera, ¿era porque no quería
creer lo que había oído, sin importar si era cierto o no? ¿O es posible que estuviera
comenzando a dejar de creer por completo en esas cosas malvadas sobre él?
“Es maravilloso, ängel”, murmuró Fredrik desde atrás. Deslizando sus manos callosas hacia
su parte delantera, tomó sus senos, jugueteando con sus pezones entre el pulgar y el índice, y
estudió el retrato.
Sorprendida, Marie reaccionó con un pequeño sobresalto, al no haberse dado cuenta de
que él se había parado detrás de ella hasta que sintió su mano masajeándole los senos. Cerró
los ojos y respiró hondo, excitándose inmediatamente. “Gracias”.
“Por nada”, dijo en un tono bajo, tirando de sus puntos rígidos, haciéndolos más largos aún.
“Realmente, al contrario. Has recreado los jardines a la perfección. Eres impresionante”.
“Tú también”, susurró ella.
Las manos de Fredrik se detuvieron. Se volvió silencioso, dándole tiempo a Marie para
arrepentirse de lo que acababa de reconocer en voz alta.
Y aun así… no lo hizo. No se arrepentía en absoluto de haber dicho eso.
Suspiró, preguntándose qué diablos estaba mal en ella.
Los dedos de Fredrik reanudaron su ociosa exploración de sus pezones. “No hay necesidad
de mentirme, ängel. Acordamos una semana. Las palabras no cambiarán eso”. Su voz era cruda
despojada. Como si hubiera esperado de ella otra cosa que falsedades y estuviera decepcionado
al escucharlas.
Sólo que ella no estaba mintiendo. Él era impresionante para ella. Físicamente, se recordó a
sí misma. Físicamente era impresionante. Se negaba a considerar más allá de lo físico, no
quería dejar que un hombre cruce las barricadas emocionales que le habían llevado toda una
vida levantar.
Y menos él.
Pero los motivos de Marie para no quererlo bajo su piel no giraban más solamente en
torno a la misteriosa muerte de Sophie Anders. También giraban en torno al hecho que este
hombre podía leer su alma sin ser invitado, podía conocer sus segundas intenciones, entender
qué la hacía vibrar. La realidad la asustaba tanto como cualquier habladuría malintencionada.
Quizás aún más.
Fredrik Sörebo no era la única persona en el jardín con paredes de piedra levantadas
alrededor de sus emociones. Además, pensó Marie con cierta tristeza, no era el único que se
creía poco valioso, y por eso incapaz de dejar caer esas paredes. En ese momento, se sintió más
conectada a él de lo que habría deseado.
Quitando sus manos de sus senos, volteó lentamente para enfrentarlo. “Yo no mentí”. Al
encontrar su mirada, la mantuvo lo suficiente como para dejarle ver que estaba diciendo la
verdad tal cual la veía. Quizás otras mujeres no lo encontraran visualmente atractivo, no lo
sabía. Pero ella sí. Y eso era todo lo que importaba. “No mentí”, susurró, bajando los párpados.
“Marie…”
Ella puso rápidamente una palma sobre su boca y luego cerró los ojos por completo. La
despojada desesperanza que vio en su mirada azul hielo fue muy real y no quería dejar que la
afectara. Aun así…
Sus ojos se abrieron. “No mentí”. Tomando su mano, lo volvió a llevar a la silla que había
estado ocupando mientras ella pintaba. Empujándolo gentilmente hacia ella, se arrodilló frente
a él cuando se sentó y lentamente bajó el cierre de sus pantalones.
Fredrik contuvo la respiración. La erección que había sostenido toda la tarde hacía rato
que no podía endurecerse más, tan tortuosa que le dolía. La sensación de la mano de Marie
alrededor de su carne junto con la idea de que se había acercado sin coerción fue suficiente
para hacerlo temblar. “¿Qué me estás haciendo, hermoso ängel?”, dijo con voz ronca. “Dios mío,
¿qué me estás haciendo?”.
No lo decía literalmente, por supuesto, y ambos lo sabían.
Los grandes ojos verdes de Marie chocaron con los azules y consternados de Fredrik. La
necesitaba ahora. Cualquier cosa que hubiera pasado diez años atrás había afectado a este
hombre tanto como la había afectado a Helena Anders. Cuando lo miró a los ojos, no vio a un
monstruo. Vio sencillamente a un hombre. Un hombre común y vulnerable.
Él la necesitaba. Y aunque fuera extraño, ella lo necesitaba también. Simplemente no le
importaba nada más en este momento.
“Fredrik?”.
“¿Sí?”, le preguntó suavemente.
“Tú vales mucho”.
Sus ojos inescrutables se agrandaron un poco, sorprendido y emocionado como estaba por
su sentida declaración. Y entonces no pudo pensar en nada más cuando los labios de Marie
encontraron su masculinidad, mientras su lengua rodeaba su cabeza, jalando su erección hacia
la tibieza de su boca. “Dios Santo”.
Marie se lo metió todo en al boca, de la cabeza a la base, chupando arriba y abajo en todo
su largo, una y otra vez. Sintió cómo sus músculos se amontonaban y se tensaban de placer
mientras su verga dura como el acero desaparecía en las profundidades de su garganta.
“Mmmm”, ronroneó ella desde el fondo de su garganta, sintiendo el placer como si fuera el
suyo. “Mmmmm”.
“Dios Santo, Marie”. Fredrik comenzó a respirar pesadamente mientras observaba cómo
sus gruesos labios lo devoraban. Los sonidos de succión se intensificaron, mezclándose y
sobrepasando al débil sonido de los pájaros piando en los jardines
Él estiró la mano hacia su cara, acomodándole su largo pelo color miel sobre el hombro,
para poder ver mejor cómo lo amaba con su boca. Sus ojos estaban cerrados, su respiración era
densa, la expresión de su cara de éxtasis carnal. Fue suficiente para destrozar cualquier resto
de control al que se había aferrado alguna vez.
“Si, ängel”, replicó, “tu boca se siente tan bien sobre mí”.
Y luego él apretaba los dientes y cerraba los ojos mientras ella aceleraba el ritmo de sus
chupadas, y los sonidos de la carne y la saliva chocándose se hicieron más prominentes.
Había pensado hacerle el amor, vaciarse muy dentro de su vientre, pero ella no se detenía,
no aminoraba, no lo soltaba. Su boca subía y bajaba, más y más rápido, prendida a él como si
ése fuera su lugar por naturaleza. “Por todos los cielos”.
Con un gemido de éxtasis, todo el cuerpo de Fredrik tembló y se convulsionó al eyacular en
su boca y su garganta. El placer era tan intenso que rozaba lo doloroso.
Las emociones del corazón se mezclaban con el hedonismo sexual del cuerpo. La lujuria se
juntaba con el afecto.
No había tenido tiempo de bajar de una erección cuando Marie comenzó a generarle otra.
Unos dedos abrieron los botones de su camisa y recorrieron el vello rizado de su seno, sobre
sus pezones. Su boca envolvió la carne de su escroto, chupándolo plácidamente. “Por Dios”,
gimió.
Marie estaba sentada frente a él, desnuda y vulnerable, pero sintiéndose muy poderosa a la
vez. Su verga se ponía gruesa y dura… por ella. Su respiración era rápida y rasposa… por ella.
Quizás hasta se sentía valioso… y quizás era por ella.
La humedad entre sus piernas se intensificó cuando nuevamente envolvió su masculinidad
con sus labios y su lengua. Sus gemidos de placer la excitaban aún más, haciéndole chupar más
rápido y más duro, queriendo escucharlo gemir más fuerte, necesitando sentir la prueba de su
deseo hacia ella.
Ella se arrodilló entre sus piernas y se la chupó, perdiéndose en el sonido de sus gemidos
guturales, humedeciéndose con el evidente placer de él. Continuó chupando durante al menos
diez minutos más, diez largos y placenteros minutos, hasta que él estuvo muy cerca de
acabarse nuevamente y su quijada se le acalambraba de mantenerla abierta en la misma
posición por tanto tiempo.
“Marie”, jadeó, con la respiración cortada. “Súbete sobre mi falda, ängel. Ven y siéntate en
mi falda”.
Ella hizo como se le ordenó, levantándose de sus rodillas para sentarse con las piernas a
los lados rodeando las caderas de Fredrik. Tomando con fuerza cada lado de su cara, cubrió su
boca con la de ella y se hundió hacia su erección, acomodándolo enteramente en su interior.
“Ay, Dios”, dijo sin aliento, rompiendo el beso al comenzar a montarlo, “te sientes tan bien,
Fredrik. Tu verga se siente tan bien”.
“Tu conchita estrechita también, ängel”. Agarró sus caderas y la ensartó sobre él con
embates profundos y rápidos. “Quiero esta conchita para siempre, Marie” dijo con la quijada
cerrada. “Cuando me despierte en la mañana, quiero sentirla cogiéndome. Cuando almuerce, la
quiero de postre. Cuando sienta hambre a la noche, la quiero a mi disposición, siempre
dispuesta a darme placer”.
Marie gimió mientras arrojaba la cabeza hacia atrás, desnudándole su garganta,
montándolo velozmente, queriendo hacerlo parte de ella. Él mordió su cuello, manteniéndola
allí, hundiendo sus dedos en la carne de sus caderas.
Y luego se acababa, gimiendo, mientras la intensidad de su orgasmo la sobrepasaba. Su
carne contraída alrededor de la de él, ocasionando su orgasmo, haciendo que acabe dentro de
ella. “Fredrik”.
Aferrándose fuerte a sus caderas, encontró su carne con sus propios embates,
embistiéndola mientras su verga eyaculaba. Con un grito de placer, se vació en su cuerpo
temblando por la intensidad del hecho.
Y cuando se relajaron, sus cuerpos aún unidos, se abrazaron si hablar, acurrucados en una
extenuación mutua. Permanecieron así, aferrados uno al otro, mientras el sol se ponía en el
horizonte, iluminando los jardines con distintos y brillantes tonos.
Capítulo 9
“Jaque mate”.
“Maldición”.
Marie sonrió al levantar la vista del tablero de ajedrez y dirigirla a la expresión
desencajada de Fredrik “Bueno, vamos. Ganaste una de tres”. Ella pestañeó burlonamente. “Una
de tres no está tan mal”.
Él murmuró algo en voz baja, pero le guiñó el ojo amigablemente. “La cuestión con los
ángeles hermosos, me estoy dando cuenta, es que cuando se trata de ganar, son diablos
maliciosos”.
Marie sonrió, pero no dijo nada.
Se hizo un silencio, el único sonido que se escuchaba era el del fuego chisporroteando en la
chimenea de la sala de los trofeos de caza… un sonido al que Marie se estaba acostumbrando
rápidamente. No había televisores en esta vieja fortaleza de piedra, ni artefactos eléctricos
modernos, ni siquiera un reloj hasta lo que podía ver. Era fácil perderse en el pasado aquí,
olvidarse de que estaban viviendo en el siglo veintiuno, y no en un tiempo remoto.
“¿Qué estás pensando?”. Fredrik preguntó suavemente desde la silla frente a la de ella,
levantó su vaso de vino y tomó un sorbo. “Te has quedado callada”.
“Estaba pensando cuánto de reliquia tiene este antiguo lugar”, admitió encogiendo los
hombros. “No digo que no sea hermoso, porque es el hogar más maravillosamente particular
que he conocido. Pero, ¿por qué nunca has modernizado el castillo?”.
Su mirada la penetró, sin pestañear. “Porque cuando tratas de cambiar algo que ya es
perfecto, el resultado siempre es bastante desagradable”.
Marie mordisqueaba su labio inferior mientras lo estudiaba. Él le estaba hablando con
doble sentido, lo sabía, pero no estaba segura de entender que había querido decir con eso
exactamente.
“Tienes frío, ängel?”. Fredrik pregunto, apoyando el vaso de vino sobre la mesa a su lado.
“Puedo echar otro leño al fuego si es así”.
“No”. Marie negó suavemente con la cabeza. “Estoy bastante calentita, gracias”.
“Entonces, ¿por qué están tan duros tus pezones?”, balbuceó.
Marie levantó la cabeza rápidamente. Miró hacia la falda de Fredrik e inmediatamente notó
que tenía una gran e impresionante erección abultándose en los pantalones. Le pesaban los
párpados, y su mirada estaba recubierta de deseo.
Ella reaccionó mojándose inmediatamente, y sus pezones se endurecieron aún más.
“¿Qué es esto?”´, preguntó juguetona, con una voz más grave que lo normal. “¿No quieres
jugar otra partida de ajedrez?”.
Él ignoró sus juguetonas bromas y le estiró una mano. “Ven a mí, Marie”.
No era necesario ser Einstein para darse cuenta de por qué Fredrik la quería allí, ni
tampoco se necesitaba un alto coeficiente intelectual para ver que ella deseaba darle lo que él
ansiaba. Cada momento que compartían fortalecía el lazo que los unía, que era emocional pero
a la vez, y fundamentalmente, sexual.
Marie nunca, ni siquiera una sola vez, se había animado a entregar su corazón a un
hombre. Y ahora temía que eso mismo que la atemorizó por tanto tiempo sucediera contra su
voluntad. Se estaba volviendo vulnerable a Fredrik Sörebo, a un hombre a quien muchos
llamaban monstruo.
“Muy bien”, respondió mientras se ponía de pie, “allí voy”.
Al llegar a su lado, se dejó caer sobre las rodillas delante de él y acomodó su cuerpo
desnudo entre sus piernas. Desabrochando sus pantalones, liberó su erección y revolvió su
lengua alrededor del pre-eyaculado glande hasta que lo sintió tenso debajo de ella.
“Esto es lo que quieres, ¿no, Fredrik?”. Le pasó la lengua de nuevo, jugando un poco con él.
“Te gusta que te la chupe, ¿no?”, le susurraba seductoramente.
“No me gusta”, corrigió él, “Me encanta”. Pasó sus dedos callosos por entre su cabello,
peinándolo hacia atrás. “Así como me encanta tu voluntad y deseo de satisfacerme”, murmuró.
“Al menos de esta manera”.
Ella sonrió, pasándose la dura y aterciopelada cabeza por su mejilla, rozándola contra sus
labios. “Realmente quieres que me quede aquí por siempre, Fredrik?”.
“Por siempre y un día”, replicó suave y sentidamente. “Por siempre y un día”.
Marie cerró los ojos, bajó su boca hasta su cañón, y se lo chupó hasta que él se quedó
dormido sobre la silla, repleto y satisfecho.
*****
“¿Qué estás pensando?”.
Sorprendida al verlo despierto nuevamente, Marie hizo un gesto señalando el álbum de
fotos sobre la falda de Fredrik para enfatizar lo que quería decir mientras se sentaba sobre el
brazo de la silla donde estaba él. Ella se había ido el tiempo suficiente como para buscarse algo
de tomar. Sus pantalones estaban aún desabrochados desde que ella lo había tenido en su boca
unas horas antes, el vello negro de su firme abdomen desaparecía en una delgada línea y se
perdía de vista bajo el costoso material.
Sus ojos azul claro iban y venían por su cuerpo desnudo, permaneciendo sobre sus senos,
haciendo que sus pezones se endurezcan.
“Fotografías , ängel”.
Ella desvió la mirada y sonrió. “Me di cuenta de eso, Fredrik.” Lanzó una mano hacia las
fotos en cuestión. “Pero, ¿de qué, o mejor, de quién son?”.
Él encogió los hombros. “Un poco de todos. Mis padres antes de morir, mi hermano mayor
antes de morir, y yo…” Miró para otro lado y aclaró su garganta.
…antes de morir
La idea quedó suspendida allí entre ellos, esas palabras nunca dichas. Marie supo
instintivamente que él las habría dicho en voz alta si no lo hubiera pensado mejor antes.
Decidió no presionarlo para obtener más información, dándose cuenta, en cambio, de que
debía sacarlo de ese oscuro estado de ánimo antes de que lo devorara. “Tu madre era
hermosa”, dijo alegremente. “Tienes sus ojos”.
“¿Eso crees?”. Él esbozó una sonrisa a pesar de sus misteriosos pensamientos. “Siempre
pensé que me parecía más a Papá”.
Ella negó con la cabeza. “En el corte de cara y en la nariz, puede ser, pero tus ojos, y tus…”
Los ojos de ella analizaron su cara. “…tus labios…” dijo ella en voz baja, “son definitivamente
como los de tu madre”.
La mirada helada de Fredrik chocó con la mirada veraniega de Marie. Él estudió los rasgos
de ella por un momento, luego inclinó la cabeza. “Puede ser”. Aclarando su garganta, metió la
mano en sus pantalones y sacó lentamente su gruesa erección. La cabeza estaba hinchada y
mojada ya con una pre-eyaculación. “Ven y siéntate sobre él, ängel”, murmuró. “Siéntate sobre
él mientras miramos juntos el álbum”.
Marie se deslizó desde el brazo de la silla hasta su falda, sin cuestionarse más su equilibrio
mental por desear a Fredrik, sin desear más que su cuerpo deje de ansiar el de él. Con la
espalda contra su seno, se sentó lentamente, tomando aire al sentir cómo la exquisita sensación
de su carne envolviendo la de él se hacía más perceptible.
Él besó la zona de su piel entre el hombro y el cuello, luego sacó la lengua y dejó un rastro
húmeda hasta el lóbulo de su oreja. Tomando el delicado pliegue de piel en su boca, lo chupó
lenta y suavemente, haciendo que sus pezones se endurezcan hasta el límite del dolor, y que su
respiración se acelere y se torne poco profunda.
“¿Te gusta eso?”, le preguntó balbuceando suavemente. “¿Te gusta cómo se siente mi verga
dentro tuyo y mis labios sobre ti?”.
“Sí”, susurró ella, con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás sobre su hombro,
“me encanta”.
“Abre más tus piernas para mí, ängel. Quiero jugar contigo”.
Los muslos de Marie se abrieron automáticamente. Tembló cuando sus dedos encontraron
su clítoris, gimió cuando hizo girar sus caderas y la ensartó fuerte hacia arriba por su suave
abertura.
“Y ésta es mi motocicleta”.
Marie pestañeó sin comprender una o dos veces. Estirando el cuello, echó una mirada hacia
atrás a Fredrik y resopló al ver la sonrisa en su cara. “Hay momentos para transitar el camino
de la memoria con la ayuda de los álbumes de fotos de uno”, chilló, medio embromándolo y
medio frustrada sexualmente. “Y luego hay un momento para crear nuevos recuerdos que son
aún mejores que los antiguos”.
Frotó su hinchada clítoris y le guiñó un ojo. “¿Y cuál es este momento, ängel?”.
Ella rió en voz baja y meneó levemente la cabeza. “Tienes una sola oportunidad para
adivinar, lindo”.
Los ojos de Fredrik se abrieron un poco al escuchar el término de cariño que había usado
para dirigirse a él. No esperaba algo así de ella. No todavía. No tan pronto.
Trató de sacarse de la cabeza la forma en la que el simple vocativo cariñoso derritió un
poco del hielo alrededor de su fachada y revirtió la situación al tono de broma anterior. “Es una
motocicleta de mil demonios”, embromó, con notorio acento, “No la he montado desde hace
diez años, pero está en perfectas condiciones, en el garaje de afuera, esperando que vuelva a
ella”.
La luz en los ojos de Marie se debilitó cuando su corazón se rompió una vez más por él.
Diez años. ¿Por qué todo tenía que relacionarse con ese número? Era más que arbitrario, lo
sabía, más que una coincidencia del destino. Él, Fredrik, había perdido tanto. Muchísimo.
Los hechos alrededor de la muerte de Sophie Anders se la habían cobrado de muchas
maneras. ¡Qué triste, pensó Marie, que dolorosamente triste que Fredrik no haya podido
disfrutar algo tan simple como andar en moto por el campo, con el viento en su cabello, siendo
la libertad de tal acción algo que la mayoría daría por sentada!
Un acto de autoflagelación, se dio cuenta. Pero…¿Por qué? Si era inocente, como ella
comenzaba a sospechar, a esperar, entonces, ¿por qué?
“Tendrás que llevarme a dar una vuelta alguna vez”, murmuró ella, mientras sus ojos
analizaban sus rasgos. “Eso me gustaría mucho.”
El álbum cayó al suelo olvidado, las fotos como sus recuerdos, seguramente guardadas y
selladas.
La fricción sobre su clítoris se intensificó a medida que los dedos de Fredrik se movían en
rápidos círculos sobre ella. Cerró los ojos y gimió, luego volvió a gemir cuando él giró sus
caderas y la ensartó nuevamente, colocándola completamente sobre él.
Él cerró los ojos y sintió el fresco perfume de su cabello dorado. “Eres mía”, dijo
posesivamente contra su nuca, penetrándola una vez más. “Bara min, Sólo mía”.
Capítulo 10
Tres noches después, su sueño era disturbado, pero esta vez no con pesadillas sobre
Helena. En cambio, era la tristeza que sentía por Fredrik de lo que aparentemente no se podía
deshacer por el tiempo suficiente como para conseguir descansar tranquila, una tristeza que
había afectado su estado de ánimo por completo estos tres últimos días y sus noches.
Se encontró dando vueltas en la cama, preguntándose qué le habría hecho elegir esa vida
solitaria y recluida. Preguntándose, además, por qué habría sido ella, nada menos, la persona
que había elegido para dejar entrar… aún si fuera por poco tiempo.
Marie estaba acostada sobre un lado, y su mirada estaba fija y sin pestañear sobre las
paredes, mientras Fredrik dormía profundamente a su lado. No quería sentir nada por él, no
quería que le importara, pero admitió que sentía el principio de algo. Si alguien le hubiera
dicho, la noche que Fredrik la encontró en el bosque, que en unos pocos días se estaría
debatiendo entre querer dejarlo o no, ella habría considerado a esa persona un tonto
desquiciado.
Pero ahora no lo sabía. Ya no le encontraba lógica a sus emociones. Toda la situación le
parecía surrealista, como en un sueño. Como si le estuviera pasando a otra persona —a
cualquier otra menos a Marie Robb.
A cualquiera menos a una mujer con tantas cicatrices emocionales como tenía Fredrik.
La vida de Marie mientras crecía no había sido ni horrible ni idílica. Su madre murió al
darla a luz y su padre, aunque sospechaba que la quería, nunca había sido un gran padre. Un
padre, sí, pero no un papá —es muy diferente.
Él le decía qué hacer, dónde ir, con quién podía salir, quién podía ser su amiga…
Siempre tratándola como si fuera demasiado aniñada y frágil como para resolver las cosas
por sí misma. No le habría importado su “sobreprotección”, como muchos la llamaban, si él la
hubiera considerado una persona valiosa mientras tanto. Pero, tristemente, ella sabía que ese
respeto no existía, nunca había existido.
Ella era una muñeca para Paul Robb. Solamente una muñeca bonita cuyo propósito era
sonreír amablemente a sus colegas de negocios, escucharlos hablar sobre sí mismos, y hablar
solamente cuando se le hablaba. Eso era todo. Todo lo que ella significó para su padre durante
casi veintinueve años.
Pero Fredrik…
Él la hacía sentir como si fuera posible que a un hombre pudiera importarle algo más que
la Marie Robb exterior, como si ella fuera digna de atención y respeto. Era extraño que hubiera
encontrado un sentimiento tan ajeno a ella viniendo de un hombre recluido que la había nada
menos que secuestrado para mantenerla a su lado durante una semana.
Cerró los ojos y se relajó entre las sábanas de seda, y finalmente la venció la fatiga. Había
tanto en qué pensar y sin embargo se encontró con que no quería analizar nada de eso.
Por lo que restaba de su semana juntos, iba a dejar que simplemente la vida fluya. Desde
allí, vería hacia dónde la llevaba el camino.
*****
El desayuno se sirvió en el gran comedor de la propiedad. Nuevamente, Marie tuvo que
preguntarse cómo había aparecido esa recompensa, ya que Fredrik nunca había dejado su lado
para cocinarla. Pero había una típica mesa americana escandinava, y, consideradamente,
muchos de sus platos americanos favoritos estaban incluidos.
Suspiró. Estaba llegando a ella, Fredrik Sörebo, llegando a ella y metiéndose bajo su piel.
Cada día los unía más, cada hora los ligaba más en carne y espíritu, cada minuto forjaba un
nuevo camino hacia la intimidad y la amistad.
Sólo tenía tres días para tomar una decisión. Tres días más y tendría que decidir el resto de
su vida. El simple hecho de pensar en eso la mareaba, y era tan trascendente, que decidió no
seguir pensando en ello por el momento.
“¿De dónde vino?” Marie preguntó mientras entraba sigilosamente.
Fredrik entró detrás de ella, completamente vestido como siempre, mirando hasta
satisfacerse su carne desnuda para luego mirar distraídamente hacia la mesa del comedor.
Nunca dejaba de tener una erección con sólo mirarla. “Sirvientes”. Encogió los hombros,
desestimando el tema.
“¿Y dónde están ahora?”, preguntó con los ojos bien abiertos, sin gustarle nada la idea de
que uno o más de ellos podría haberla visto corriendo por allí desnuda.
“Se fueron”, respondió, calmando eficazmente sus temores. “No regresarán hasta el
mediodía, ängel, así que, ¿por qué preocuparse?”.
Ella levantó una ceja, divertida. “En caso de que no lo hayas notado, no se me ha permitido
llevar ropa durante más de cuatro días”:
Su sonrisa era sardónica y juguetona a la vez. “Eso nunca escapó mi atención, te lo
aseguro”.
Marie miró hacia abajo en dirección a los pantalones de Fredrik, y rió por lo bajo cuando
descubrió su erección. “Te creo”.
“Ven y sácalo”, murmuró él. “Desabrocha mis pantalones y sácalo.”
Su cuerpo respondió instantáneamente al sonido de sus palabras, sus pezones
endureciéndose mientras hormigueos de necesidad sensual se retorcían en su bajo vientre.
Sonriendo, miró hacia arriba a sus ojos. “¿Y que hay si te digo que me duele la quijada esta
mañana?”, lo provocó ella. “Quizás yo aún estoy muy dolorido de anoche”. El timbre de su voz
se volvió más grave. “¿Te acuerdas cuántas veces te la chupé anoche?”, susurró, su postura
pasando de juguetona a seductora. “Tres veces si no recuerdo mal”.
“Yo recuerdo”. Su forma alta y musculosa se le acercó, lentamente llegando hasta ella,
mientras sus dedos desabrochaban los botones de la camisa de ella. “Nunca te das por
satisfecha, ¿no?”, preguntó él balbuceando.
“No”. Meneó la cabeza levemente, poniéndose seria por un momento. “No de ti, no puedo”
“Eso es bueno, ängel, porque yo nunca estaré repleto de ti. Se detuvo frente a ella, su
camisa completamente abierta, el vello negro de su seno convergiendo hacia abajo hasta
desaparecer en una delgada línea debajo de sus pantalones. “Desabróchame, Marie. Sácalo y
tócalo.
Tomó aire cuando ella posó su mano sobre el bulto en sus pantalones y lo apretó. “¿Qué
voy a hacer con él cuando lo saque?”, murmuró ella. “¿Qué desearía esta mañana, que lo chupen
o lo cojan?”.
“Ambas cosas. Pero ahora mismo quiere que lo tomen”.
Los ojos de Marie se elevaron velozmente para encontrar los de Fredrik. Él estaba
hablando de algo más que de sexo, y ambos lo sabían. ¿Él también lo sentía, se daba cuenta de
que ella tendría que tomar una decisión pronto?
Tres días. Sólo tres días más.
Desabrochando sus pantalones, Marie observó cómo su erección se desprendía del
material que la confinaba. Ella envolvió su palma a su alrededor y se aferró con fuerza, luego
comenzó a masturbarlo lentamente mientras acercaba su cuerpo sin ropas al de él para
abrazarlo.
Se mantuvieron así abrazados por unos momentos, ella masturbándolo plácidamente
mientras él dejaba que sus manos recorran su cuerpo, sintiendo cada grieta de su carne.
“Me gustas desnuda”, él dijo en voz baja. “No quiero volver a ver ropa sobre tu cuerpo
nunca más”:
Marie rió en voz baja, sin romper su abrazo íntimo. “¿Ni siquiera cuando salgamos de la
propiedad?”. En algún momento tendremos que hacerlo, tú sabes”.
“Mmmm”, respondió él juguetón, “quizás te permita una hoja de higo o dos para esas
ocasiones especiales”.
“¿Dos hojas de higo enteras?”. Ella deslizó su mano por su erección y tomó sus pelotas,
masajeándolas mientras hablaba. “Eres un gran derrochón, ya veo”.
Fredrik rió con eso, haciendo que el corazón de Marie se estremezca un poco. Este hombre
casi nunca sonreía, mucho menos reírse en sí. Pero cuando lo hizo, toda la habitación pareció
iluminarse un poco. Su felicidad iluminaba mejor que cualquier cantidad de velas.
“Ven, ängel”, dijo amablemente mientras quitaba su mano de su cuerpo, “vamos a comer
algo de desayuno antes de que se enfríe demasiado.
“Mmm, muy bien”. Ella le sonrió, le dio un suave beso en el medio de su seno, y luego miró
al comedor a su alrededor.
Una ceja dorada se levantó rápidamente. “Hay una sola silla, Fredrik”. La otra ceja subió
rápidamente para encontrarse con la primera. “Sé que eres económico cuando se trata de
ropa”, bromeó ella, “pero ¿con los muebles del comedor?”.
Él medio resopló, medio se rió. “Yo me sentaré en la silla, ängel”. Señaló la mesa del
comedor. “Y tú”, dijo en un tono bajo, su voz tornándose balbuciente de deseo, “te sentarás
delante mío en la mesa”.
Ella meneó la cabeza levemente, sin comprender. “¿Lo haré?”.
Los ojos de él buscaron los suyos. “Ven y te lo mostraré”.
Un minuto después, Marie estaba sentada sobre la mesa delante de la silla de Fredrik, su
cola en el centro de su lugar, sus muslos bien abiertos, su vulva y su clítoris en reluciente
exhibición.
Fredrik le dio de comer de su plato con una mano, mientras con la otra masajeaba el
pequeño y excitado pedacito de carne entre sus piernas. En minutos, estaba bien satisfecha en
términos de apetito, pero aún hambrienta en otros términos.
Abriendo más sus piernas, ella giró sus caderas hacia arriba para encontrar las palmas y
los dedos de sus manos. “Frota un poco más rápido, Fredrik”, dijo ella mientras su respiración
se aceleraba. “Estoy tan cerca que es una agonía”.
“Todavía no, ängel”.
Ella gruñó. “¿Por qué?”.
Él rió en voz baja, sus dedos aún bordeando suavemente su clítoris y su vulva. “Porque es
hora de que yo… coma”. Su mirada encontró a la de ella y la sostuvo.
El cuerpo de Marie se paralizó al analizar lo que estaba tratando de decirle con tantas
palabras. Sus pezones se endurecieron y alargaron al darse cuenta. “¿Y tú quieres que yo te
alimente?”.
“Mmmm. “Sí, ängel”.
Ella le echó el ojo a los platos cubiertos dispuestos a su derecha, luego volvió a girar la
cabeza para mirar a Fredrik. “¿Y qué te apetece?”.
Respiró hondo mientras miraba la selección culinaria. “Algo sencillo, creo. Me apetece algo
de fruta”.
Una ceja dorada se arqueó rápidamente. “¿Frutillas, tal vez?”.
“Frutillas, sería divino”.
Colocando su mano en un bol con fruta madura, retiró dos pulposas frutillas y las sostuvo
en la palma de su mano. Sonrió a Fredrik, luego pasó un buen tiempo acomodando las fresas
sobre sus pezones. Estaba tan excitada que la tarea no le resultó para nada difícil, ya que sus
alargados pezones se deslizaron fácilmente hacia el centro de los suculentos trozos de fruta,
que ella había tallado con la punta de un cuchillo.
Cuando terminó, buscó una banana y la dejó colgar juguetonamente delante Fredrik.
“¿Quieres una rodaja?”.
Él sonrió. “Va bien con las frutillas”.
“Mmm”. Cortando rápidamente unas pequeñas rodajas, Marie colocó el primer pedazo
justo a la entrada de su vagina, y luego lo empujó hacia arriba con dos dedos. Estaba tibia y
húmeda dentro de sí, lo que hacía que la fruta se deslice con facilidad. Hizo lo mismo con dos
pedazos de banana más antes de anunciar que estaba lista.
Sonrió mientras se recostaba sobre su espalda, abriendo sus piernas mientras se reclinaba.
“El desayuno está servido”, dijo soltando risitas, sonrojándose levemente contra su voluntad.
“Mmm. Mis favoritas”.
Y luego su lengua envolvió a la primera frutilla, jugando con ella, provocándola, sacándola
de su pezón y chupando la fresa aún mientras le chupaba el pezón, simultáneamente. Marie se
olvidó totalmente de la timidez. Tomó aire y cerró los ojos.
“No te olvides de la otra frutilla”, susurró. “Está tan madura como la primera”.
“Paciencia, ängel”. La lengua de Fredrik dejó un rastro desde el primer pezón, por su
escote, alrededor de su otro seno, y luego envolvió a la segunda frutilla. Metiéndola en su boca,
tomó su pezón entre los dientes y chupó vigorosamente de él.
“Ah, Dios”, exhaló.
“Mmm”. Él dejó el pezón un minuto después, el sonido que produjo al hacerlo retumbando
en el comedor. “Se pondrá aún mejor”, prometió él.
Lengüeteó su pezón varias veces en rápida sucesión, luego arrastró besos desde su seno
hasta su vientre. Jugueteó con su ombligo un rato, esperó hasta sentir que Marie se retorcía
debajo de él, luego bajó ondulante aún más, mientras sus labios dejaban un rastro hacia su
carne húmeda.
“Bananas”, murmuró. “Huelen divinamente. Me pregunto cómo llegaré a ellas”.
Marie comenzó a respirar poco profundamente, dándose cuenta, por supuesto, de que
había sólo una manera de hacerlo. “Estoy segura de que encontrarás la forma”, susurró.
“¿Ésta, tal vez?”. Sus labios encontraron su carne mientras disparó su lengua bien adentro
de ella. La hizo girar un par de veces, disfrutando de su reacción, apreciando la manera en que
sus caderas se retorcían por él.
“No exactamente”, gimió ella.
Fredrik sacó su lengua de adentro de ella y simuló reflexionar sobre el tema. “Mmm”, dijo,
golpeteándose la mejilla, en un inglés con un fuerte acento, “si deslizar mi lengua dentro de esa
dulce conchita no funciona, ¿entonces qué?”.
Marie cerró los ojos un instante, su respiración agitada. “Trata de succionarlas”.
“¿Succionarlas?”.
“Sí”.
El tono juguetón de su voz desapareció abruptamente, reemplazado por el deseo y la
necesidad. “¿Así?”.
Con un movimiento enérgico, la cara de Fredrik se hundió, con su boca, lengua y labios
cubriendo todo su vientre. Succionó con fuerza de su clítoris, sonidos como si sorbiera
resonaban por todo el comedor, mientras la bañaba con su lengua y su boca.
“Ay, Dios, sí”.
Las caderas de Marie subieron disparadas, apretando su clítoris y vulva con más energía
contra su boca. “Fredrik, sí”.
Chupó de su carne por unos instantes más, luego la yema de su dedo reemplazó a su boca
mientras dejaba una senda con sus labios y cubría la abertura de su vagina. Chupando
lascivamente, su pulgar frotaba su clítoris en enérgicos círculos y su boca succionaba la fruta
en su carne.
“¡Ay, sí! ¡Ay, Dios! “¡Ay, sí!
Mientras sus caderas golpeteaban hacia arriba, todo el cuerpo de Marie se convulsionó
mientras ella se entregaba al placer y se acababa. Gimiendo, su cabeza cayó hacia atrás contra
la mesa mientras se acababa, con los pezones erguidos y la cara ardiendo con el flujo de sangre.
“Fredrik”, susurró, jadeando pesadamente y sin aire, “ay, Fredrik, eso fue… ay, Dios”.
Él la penetro con un solo movimiento de líquidos, y ahora se erguía de pie delante de su
cuerpo desparramado. Agarrando sus caderas, la acercó al borde de la mesa y comenzó a
embestirla con golpes largos y profundos.
“Ja, min ängel”, dijo con voz rasposa y mandíbulas apretadas, “tu conchita se siente tan
buena para mí”.
“Más rápido”, suplicó ella. “Necesito que sea más rápido”.
“Envuelve tus piernas alrededor mío, preciosa”.
Marie cumplió instantáneamente, arqueando sus caderas para encontrar sus embates
mientras envolvía las piernas alrededor de su cintura. Gimiendo, cerró los ojos y dejó que su
cabeza caiga hacia atrás sobre la mesa mientras disfrutaba de las sensaciones que le generaba
Fredrik mientras le hacía el amor.
“Más duro”.
Él aceleró el ritmo de sus embestidas, mientras el sonido de su carne húmeda envolviendo
su cañón duro como el acero una y otra vez retumbaba en la habitación. “Abre tus ojos, ängel”,
dijo posesivamente. “Abre tus ojos para ver quién es el que te da este placer”.
Entre gemidos y jadeos, Marie trató de cumplir, pero no pudo. Todo lo que podía hacer era
sentir, disfrutar, experimentar.
Fredrik se prendió de sus pezones con los pulgares y los índices aún cuando continuaba
montando su carne con energía. “He dicho que los abras”, ordenó. “Abre tus ojos, ängel,” y
mírame.
“Ay, Dios”.
Los ojos de Marie se abrieron rápidamente y se clavaron en los de Fredrik mientras un
intenso orgasmo le desgarraba el vientre. Escuchó sus palabras de aliento entre la neblina del
deseo, supo que le estaba diciendo que ella le pertenecía, antes de cerrar los ojos una vez más y
gritar de placer.
Fredrik se aferró a sus pezones mientras la embestía profundamente una, dos, tres veces
más. Su respiración se volvió pesada, apretó los dientes y lanzó su cabeza hacia atrás cuando su
cuerpo comenzó a convulsionarse. “Marie. Dios, Marie”. Con los músculos endurecidos, grito su
nombre al eyacular profundo dentro de ella.
Poco después, cuando se habían relajado lo suficiente de su mutua excitación para hablar,
Marie meneó sus caderas, como enfatizando el hecho de que aún estaban unidos. Exhausta, dijo
entre risas y gemidos. “No creo que él quiera dejarme aún”.
“Él no quiere dejarte nunca”, corrigió Fredrik, sonriéndole.
Una de sus cejas se levantó jocosa. “¿Y tus dedos? ¿Planean aferrarse a mis pezones para
siempre?”. Miró hacia abajo, hacia su seno, donde los pezones erectos permanecían prendidos
entre sus pulgares e índices.
Él rió por lo bajo. “Me encantan tus pezones". Bajó su cabeza lo suficiente para pasar su
lengua por sus picos.
Poniéndose serio, subió su cabeza, y su sonrisa se debilitó. “¿Por qué dejar algo que uno
ama?”, preguntó sentidamente, con una voz más grave.
Los ojos de Marie subieron rápidamente para encontrarse con los de él. Por un largo rato,
ella no habló, sólo estudió sus rasgos faciales y su intensa apariencia.
Finalmente habló, con una voz que era apenas un susurro. “Estoy comenzando a hacerme
la misma pregunta”. Sonrió lentamente. “¿Por qué, realmente?”.
Él respiró profundo, luego exhaló lentamente. “Te amo, Marie”.
“Fredrik, yo…”
“Shh”. Él soltó uno de sus pezones y posó suavemente dos dedos sobre sus labios. “No
tienes que decir nada, ängel. Sólo saber que es cierto”.
Marie cerró los ojos, demasiado abrumada para mantenerle la mirada. Después de unos
momentos, ella asintió con su cabeza, haciendo que Fredrik quite la mano de su boca.
“Gracias”, susurró, mientras sus ojos encontraban a los de él una vez más. “Gracias”.
3ª Parte:
La Elección
Capítulo 11
*****
Fredrik se sentó en el borde de la cama, con la cabeza baja. Hacía girar la hebilla negra
distraídamente entre sus dedos mientras miraba al vacío. Los músculos de su espalda duros y
tensos, el poder de sus emociones tan al desnudo, consumiéndolo todo.
Ella se había ido. Marie se había ido.
Debió haberle dicho la verdad. Desde el principio. Debió haberle dicho todo.
Sobre Sophie. Sobre Helena. Sobre aquella noche negra diez años atrás. Sobre lo que
realmente ocurrió.
Y también debió haber admitido que él atrajo a Marie al bosque. Y luego debió haber
admitido por qué.
Porque… la necesitaba.
Porque hacía conexión con ella. Porque desde el primer momento en que puso los ojos
sobre ella, había… sentido.
Había estado muerto por dentro tanto tiempo. Un tiempo tan increíblemente largo.
Desolado. Yermo. Un abismo.
Y entonces llegó Marie Robb. La hermosa mujer con grandes ojos y un corazón herido y tan
enterrado como el suyo. El la miró a los ojos y lo supo. De cierta forma, de una manera
inexplicable, él supo que ella era la que traería de vuelta la luz a su oscuro vacío.
Pero ahora esa luz se había ido, y todo lo que quedaba era oscuridad.
Debió habérselo dicho.
¿Por qué, se preguntó, mientras pasaba una mano pesada por su cabello negro y corto, por
qué no se había confiado de ella en toda esta semana? ¿Por qué le había dejado seguir creyendo
lo peor de él sin ofrecer decirle la verdad?
Fredrik respiró hondo mientras se ponía de pie. Luego de mirar alrededor del dormitorio,
cerró sus ojos para aliviar el dolor.
Las sábanas tenían su perfume. Su risa retumbaba en las paredes.
El sonido de cuando se acababa en sus brazos. Su mirada engreída cuando le ganó al
ajedrez. La serenidad de su expresión cuando pintaba…
“Por Dios”, murmuró, cerrando el puño. “Por Dios”.
Capítulo 12
Las Montañas Escocesas
Un mes después
Marie mordisqueaba su labio inferior mientras apoyaba el pincel sobre el lienzo y trataba
una vez más de recrear la majestuosa vista otoñal a su alrededor. No había nada tan hermoso,
tan asombroso, como los verdes y frondosos bosques de las montañas escocesas,
entremezclados con flores brillantes y vivaces y fauna de varios colores.
Suspiró, cerrando los ojos por un instante. No estaba saliendo bien. Y, peor aún, ella sabía
por qué. Algo, o mejor dicho alguien, faltaba en la ecuación.
Fredrik.
La casita de piedra que había comprado para vivir el resto de su vida era exactamente lo
que siempre había querido. No era demasiado pequeña ni demasiado grande, ni muy aislada ni
muy enclavada en el medio de la ciudad.
La pequeña y serena casita estaba ubicada en una zona remota de Escocia, ideal para
cuando quería estar sola, pero lo suficientemente cerca de la ciudad de Inverness para cuando
necesitaba estar con gente.
Es más, estaba finalmente a cargo de su propio destino. Finalmente había madurado. Le
había provocado un infinito gusto decirle a su padre que no volvería a los Estados Unidos…
jamás. Y que no volvería a verlo… tal vez nunca más.
No fue difícil tomar la decisión, no cuando puso los ojos en esa genial y pequeña fortaleza
de piedra, la casita que la atrajo por tantas vías diferentes.
Marie había encontrado la paz allí, una serenidad interior, un sentimiento de bienestar,
que nunca más sacrificaría por nadie. Nunca más volvería a los Estados Unidos, ni siquiera de
visita.
Y aun así, feliz como estaba en las montañas escocesas, también estaba plenamente
consciente de que faltaba algo importante allí: un hombre. Pero no cualquier hombre, por
supuesto. No era suficiente cualquier hombre. Extrañaba a Fredrik.
Fredrik Sörebo. Marie meneó la cabeza y suspiró mientras apoyaba el pincel en un plato
con limpiador, y miró distraídamente su pintura.
¿Por qué lo extrañaba?, se preguntó por enésima vez desde que se fue de Göthmoor. Era
reservado y misterioso, dominante y rígido, tenía autoridad y…
Frunció el ceño mientras pasaba los dedos por su melena dorada. No tenía sentido tratar
de auto-convencerse. Los errores de Fredrik no importaban, ella conocía al hombre que había
debajo de ellos. Sabía que era intrínsecamente honesto, fundamentalmente leal y devoto.
Todo lo que Helena había dicho no era cierto. No podía ser cierto. Simplemente no cerraba.
Ya no le importaba cuál había sido el papel de Fredrik en esa tragedia diez años atrás,
porque sabía que no había hecho esas cosas horribles de las que lo acusaban. Simplemente no
era posible.
Sintió una puñalada de culpa al admitir por primera vez desde que había dejado Göthmoor
que sabía la verdad antes de huir de él. Incluso antes de eso la sabía. Y aun así, como una
cobarde, asustada de sus emociones como lo estuvo de Fredrik alguna vez, igualmente huyó.
“¿Qué he hecho?”, susurró para sí. “Maldición, ¿qué he hecho?”.
Y se volvió peor. Marie cerró los ojos y tomó una bocanada de aire catártico mientras
contemplaba cuánto peor se había vuelto.
Fredrik la había estado buscando, lo sabía. Le había seguido el rastro hasta Inverness,
varias veces, pero no llegó más lejos. Ya debe haberse ido de Escocia, porque le dejó una carta
con uno de los abogados del pueblo, probablemente sin esperanzas de que ella la recibiera.
Realmente, el hecho de que la haya recibido fue una casualidad, una coincidencia que la llevó al
mismo abogado para pedir consejo sobre unos problemas sin importancia con la visa.
La carta estaba aquí, en su casita. La carta de Fredrik que nunca leyó, que había tirado en
un cajón y había rechazado hasta de dirigirle la mirada, temiendo que la hiciera sentir tan mal
por lo que le había hecho a él como se sentía en este preciso instante.
Quejándose, se puso de pie y fue directamente hacia la puerta de la casa. “Eres una idiota,
Marie”, se recriminó apretando los dientes. “Una idiota”.
Encontró la carta justo donde la había dejado, en un cajón en desuso en la aireada cocina
de la casita. Intentó abrir el sobre torpemente, y sacó la carta dentro de él. Cerrando los ojos,
sostuvo el papel frente a su nariz y aspiró su perfume.
Fredrik.
Habría sabido que la carta fue escrita por él solamente por el perfume cálido, dulce y
masculino.
Con el corazón golpeando en su pecho, se desplomó en la silla más cercana y comenzó a
leer.
Mi queridísima Marie:
No te culpo por huir, así que no pienses eso. Tantas preguntas sin respuesta, tantas cosas que
debí decir para hacerte comprender lo que pasó hace tanto tiempo y sin embargo mantuve el
silencio.
Me he preguntado durante semanas y a la conclusión que puedo llegar es que no quise correr
el riesgo de perderte, de que sepas qué pasó aquella noche y tomes una decisión contra Nosotros.
Sin embargo, esto es exactamente lo que pasó, ¿no? La vida puede ser irónica, decididamente.
Yo no maté a Sophie, ängel. O al menos no fue mi intención. Yo amé a esa chica alguna vez, o
eso creí en ese momento.
Era joven y era hermosa y estaba llena de vida, Sophie. Pero ella tenía un lado oscuro
también. Un vacío y una carencia que finalmente fueron más fuertes que ella y la consumieron.
Era un lado de ella que no se había dejado ver hasta el día en que murió.
Los ojos de Marie se agrandaban mientras seguía leyendo. Estaba por descubrir qué pasó.
Tantas habladurías, tantas preguntas, y finalmente estaban por decirle la verdad de aquella
noche horrible diez años atrás. Se aferró a la carta con fuerza, arrugando los bordes.
Antes de morir, Sophie se había acercado a mí, queriendo confiar en mí, pero temía que yo le
diera la espalda si sabía la verdad. Le aseguré que no sería así, que nunca sería así, que ella
podría decirme cualquier cosa y yo nunca la dejaría. He escuchado decir que uno debe ser
cuidadoso antes de hacer comentarios tan abarcadores, y pronto descubriría cuánta verdad
había en esas palabras.
Sophie estaba embarazada. Y yo sabía que el niño no podía ser mío porque nunca habíamos
consumado nuestra relación. Entonces cuando vino a buscarme a mi casa, me encontró en el
balcón, y yo la ataqué. Monté en cólera y la ataqué. No la toqué, ojo, pero simplemente le grité.
No me importaron las promesas que le había hecho, no me importó nada más que el hecho
que le había entregado su cuerpo a otro hombre. Y lo que es peor, le había dado su cuerpo a otro
hombre pero a mí nunca me había permitido tocarla.
La quería fuera de mi casa, lejos de mi vista. Le grité que se vaya, que no vuelva nunca. Le
grité que era igual que todas las otras antes que ella. Una putita mentirosa que le diría cualquier
cosa a un hombre para conseguir lo que quería de él. Una traidora que me quería por mi dinero y
nada más.
Pero luego cuando se dio vuelta para irse, sentí de repente culpa y tristeza. Me callé y le ofrecí
mi mano, diciéndole que no se vaya, que vuelva al balcón y que hablaríamos de lo que pasó.
Pensé que se sentiría aliviada, incluso agradecida. Pero no. Cuando se dio vuelta estaba…
sonriendo. Literalmente… sonriendo.
Nunca olvidaré la desconcertante mirada en sus ojos, sus labios estirados hacia arriba
mientras se daba vuelta lentamente para mirarme. Fue suficiente para ponerme alerta, hasta un
poco asustado. Que yo era un pie más alto y ochenta libras más pesado no contó.
“Eres un tonto, Fredrik”, había dicho ella. “Un maldito tonto. ¿Pensaste honestamente que
alguna vez dejaría que una desagradable criatura como tú me toque cuando hay otros mucho
más guapos para elegir?”
“Ay, Fredrik”, susurró Marie, mientras una sola lágrima corría por su mejilla. “Ella estaba
equivocada. Tan equivocada”.
Y entonces Sophie me dijo el nombre del hombre con el que se había estado acostando, el
nombre del hombre que la había llevado a la cama, la había hecho acabar repetidas veces y le
había hecho un hijo. Me dijo su nombre y creí que me enfermaría, Marie. Entonces le grité que se
fuera, que se fuera de una vez y para siempre porque el sólo verla me ponía los pelos de punta.
Allí fue cuando Sophie se perdió por completo. Se lanzó sobre mí como una especie de animal
rabioso, rasguñándome con sus uñas y vociferando todo tipo de asquerosidades.
No sabía cómo reaccionar en realidad. No estaba seguro de qué hacer. Pero mis reflejos
tomaron el control y la alejé de un empujón con todas mis fuerzas.
Y luego, como en una película mala, vi horrorizado cómo la baranda del balcón cedía y
Sophie comenzaba a perder el equilibrio. En ese momento, parecía cuerda otra vez. En ese
momento tuvo el suficiente uso de razón para darse cuenta de que se iba a morir, de que se estaba
cayendo y se iba a morir.
“¡Fredrik!”. Gritó, estirando la mano hacia mí.
Y te lo juro, Marie, te lo juró que me lancé hacia ella y traté de llegar a tiempo. Y si hubiera
estado más cerca de ella lo habría logrado.
Pero no lo estaba…y no pude.
Sophie cayó del balcón y no hubo más que pudiera hacer para salvarla. La oí gritar todo el
tiempo que duró la caída de cincuenta pies. El mero sonido, el sonido que una persona hace
cuando sabe que va a morir… lo oigo en mis pesadillas hasta el día de hoy.
Marie se tapó la boca con una mano.
Ella cayó hasta que su cuerpo golpeó contra una zona de rocas filosas sobre la playa debajo.
Las golpeó con tal fuerza que una piedra rectangular atravesó su pecho, dejando un agujero del
tamaño de una pelota de básquet.
Me senté allí en el precipicio del alféizar roto durante horas, demasiado pasmado, demasiado
aterrorizado para hacer nada. Debí haber ido a limpiar sus restos para que Helena tuviera al
menos eso.
Pero en cambio sólo me senté allí, y las horas volaban como minutos, mientras los perros
salvajes se alimentaban con la carne despedazada de una joven que yacía muerta sobre una pila
de rocas filosas, su cuerpo impregnado por su propio padre…
“Ay, Dios mío”.
A Marie se le estrujó el corazón al leer el resto de la historia. Se odió tanto en ese momento
por no haber apoyado a Fredrik, se despreció por darle crédito aunque sea por un segundo a lo
que la obviamente desquiciada Helena había dicho de él.
Y luego la historia de la muerte de Sophie Anders terminaba y la carta continuaba, después
de que Fredrik le había relatado los últimos diez años de su vida, contándole sobre la culpa y
vergüenza que lo consumió por tanto tiempo.
Y finalmente habló de ella, de Marie, y las lágrimas comenzaron a brotar.
Hiciste lo que te pedí y me diste una semana de tu vida. Una semana para caminar bajo el sol
contigo. Una semana para sentirme un hombre entero nuevamente. Una semana para
enamorarme y tener el placer de llegar a conocer a la verdadera Marie Robb. Hice todas esas
cosas y más, ängel…
Marie secó sus ojos con la manga de su delantal de pintor. Sus manos temblaban tanto que
tuvo que dejar la carta sobre la mesada de la cocina e inclinarse sobre ella para terminar.
Nunca olvidaré ni un momento del tiempo que estuvimos juntos. Nunca.
Recordaré cada risa, cada abrazo, cada clímax, cada sonrisa.
Apenas te vi, me había decidido a quedarme contigo. Pensé en no darte nunca la oportunidad
de dejarme porque te quería para mí tanto.
Pero cuanto más tiempo pasaba contigo, más me enamoraba de ti, y más comencé a darme
cuenta de que no podía hacer eso. No si después quería intentar vivir en paz conmigo mismo.
Has sido como un ave enjaulada toda tu vida, ängel, cantando al ritmo de la música de todos
menos de la tuya. Al ritmo de Papá. Al ritmo de la sociedad. Incluso a mi ritmo. Pero nunca al
ritmo de Marie.
Espero que hayas encontrado lo que sea que buscabas en Escocia, ängel, y espero que estés
cantando a un ritmo que por una vez sea sólo el tuyo.
Pero también espero que te acuerdes de nuestra semana de tanto en tanto y la recuerdes con
cariño. Y cuando las noches se vuelvan frías y solitarias, recuerda que hay un hombre en Suecia
que siempre te lleva en el corazón.
Gracias, , min ängel. Gracias por todo lo que me has dado. Lo llevaré y lo atesoraré siempre en
el corazón.
Ahora ve y pinta lindas pinturas y canta canciones felices y nunca más dejes que ningún tonto
te diga que hacer esas cosas que te gustan no vale la pena.
Una vez tú me dijiste que yo soy valioso. Bueno, Marie, ängel, tú también lo eres. Nunca lo
dudes.
Con todo mi amor,
Fredrik.
Capítulo 13
Fredrik estudió el retrato que Marie había pintado de él parado entre sus jardines mientras
tomaba su taza de café matutino. Los jardines en cuestión estaban llenos de vida ese día,
vibrantes flores de colores contrastando con un cielo igualmente vivo.
Pasó un calloso dedo por una de las flores pintadas, un pimpollo que Marie pintó que
todavía debía florecer. “Como yo, ängel, antes de conocerte.
Sonriendo nostálgico, quitó su dedo del retrato y miró distraídamente hacia los jardines
mientras continuaba tomando sorbos de su café. Se preguntó qué estaría haciendo Marie en
este momento, se preguntó si ella pensaría en él de tanto en tanto, o alguna vez siquiera.
Para ella ya había pasado más de un mes, notó, en el que quizás sus recuerdos de él se
habían borrado. Pero para él, para Fredrik, todavía se sentía atrapado en el medio de su
semana en el paraíso, reproduciendo cada momento en su mente una y otra vez hasta que se
sentía demasiado acongojado para continuar.
De poder volver atrás, le habría contado la verdad desde el principio. O, si no desde el
principio, entonces al poco tiempo. Había dejado que la culpa por la forma en que murió Sophie
y las habladurías del pueblo lo llevaran a la soledad. Hubo una vez en que no le molestaba
tanto. Pero también hubo una vez que no había conocido a Marie.
La extrañaba. Dios Santo cómo la…
“Hola, Fredrik”.
Se paralizó. Pasmado, y no demasiado seguro de que no estaba imaginando cosas, levantó
lentamente la cabeza y miró a su alrededor, por todo el jardín.
Nadie.
Dios, realmente estaba perdiendo el juicio.
Suspirando, Fredrik apoyó la taza de café y se puso de pie para irse. Los jardines… había
simplemente demasiados recuerdos de ella aquí. Necesitaba dejar este lugar, y
preferentemente antes de que perdiera el juicio por completo.
“Dije hola, Fredrik”.
La cabeza de Fredrik se levantó mientras revisaba los jardines una vez más. Esta vez
estaba seguro de haber escuchado una voz de mujer… y de que quizás había escuchado su voz.
Y entonces ella surgió de uno de los senderos y el ritmo de su corazón aumentó unas diez
veces. Ella estaba desnuda, completamente desnuda, tal como lo había estado durante su
semana completa bajo el sol.
“Marie”, murmuró.
Ella sonrió lentamente, deteniéndose ante él al llegar a su lado. Ella asintió con la cabeza.
“Aquí estoy”, susurró.
Atónito y abrumado, sólo podía observar sus rasgos, memorizando cada línea, cada curva,
y remitirlos a su memoria. Finalmente, luego de haber pasado un buen rato en silencio, meneó
la cabeza levemente y encontró su mirada. “Pero, ¿por qué?”, preguntó algo tembloroso. “¿Por
qué regresaste?”
Marie le sonrió, sus ojos brillaban con lágrimas sin derramar. “Vine a llevarte a casa”, dijo
ella suavemente.
Esas palabras. Las mismas palabras que Fredrik le había dicho a ella todas esas semanas
atrás…
Cerrando los ojos, tomó aire para afianzarse, para no parecer débil delante de Marie.
“Te amo, Fredrik”, susurró ella, estirando una mano para desabrochar sus pantalones. “Te
amo y he venido para llevarte a casa”.
Y luego no le importó si una lágrima suelta o dos se le escapaban sin permiso, porque tenía
a Marie entre sus brazos y su carne recibía feliz a la de él mientras se echaban en el césped y
hacían el amor bajo el sol.
La penetró varias veces, una y otra vez, queriendo que no llegue el momento de detenerse,
queriendo que nunca se acabe el sentimiento. Se aferró a él con todo su cuerpo, con todas sus
emociones, con las piernas rodeando firmemente su cintura, su garganta desnuda para su boca
mientras la arremetía muy profundo.
Algunos minutos después, mientras yacían exhaustos y repletos uno en los brazos del otro,
Fredrik la atrajo contra él tan como fue posible y la estrechó con cariño.
“Dijiste que me llevarías a casa”, susurró en un tono grave, con una voz seca de hacer el
amor.
“Lo haré”.
“¿Por cuánto tiempo me tendrás?”, preguntó él seriamente.
Marie buscó su mirada azul claro y sonrió satisfecha. “Por siempre y un día”, murmuró.
“Por siempre y un día”.
4ª Parte
“Buenos días, Margaret”. El Dr. Neil Macalister inclinó formalmente la cabeza, ofreciendo
su brazo a la mujer con la que había estado saliendo durante aproximadamente dos meses.
Escoltándola hasta un banco en la mitad del santuario de la iglesia de Blackfriar, se acomodó en
el lugar a su lado y esperó que pronuncien el sermón dominical.
Aclarando su garganta por lo bajo, Margaret sonrió mientras le ofrecía una goma de
mascar. “¿Quieres un pedazo?”. Se sonrojó, poniéndose nerviosa cuando él giró para mirarla a
través de sus lentes con marcos de alambre. “So-son tus favoritos”, tartamudeó.
Neil sonrió lentamente, sus ojos marrones se le arrugaron en los rincones. “Gracias. Eso fue
considerado de tu parte, querida”. Él aceptó el trozo de goma de mascar y lo puso en su boca.
Masticándolo silenciosamente, volvió su atención al frente del santuario, donde el ministro aún
estaba yendo hacia el púlpito.
Cuando comenzó el sermón, los pensamientos de Neil comenzaron a desviarse hacia la
mujer a su lado. Margaret estaba deseosa de casarse, él lo sabía, y a decir verdad Neil había
llegado a esa etapa de la vida donde ya no quería estar solo. Tenía treinta y nueve, casi
cuarenta, sin hijos, y nunca se había casado. Entonces por al menos la quinta vez en las últimas
dos semanas, se permitió considerar los beneficios de una unión con Margaret.
Compañerismo. Respeto mutuo. Crianzas similares. Y Margaret era una buena cocinera,
además de todo. Sería una excelente ama de casa y una madre genial para sus futuros hijos.
Querría no tener ningún reparo con respecto al matrimonio, pero supuso que era de esperarse
que le diera un poco de susto.
Margaret era bastante común de cara y de cuerpo, ni fea ni hermosa. Era de naturaleza
tímida y reservada, y prefería remitirse a Neil para todo. No había nada particularmente
emocionante en Margaret o en su vida; su idea de pasarla bien era una comida en lo de su
mamá cada domingo después de misa. Pero a Neil no le importaba.
Neil era un hombre sensato que no se dejaba llevar por raptos de fantasía o de pasión.
Profesor universitario de matemáticas, tenía autoridad y era un poco brusco; se manejaba
mejor con los números que con la gente. Margaret entendía estas cosas de él y las toleraba por
lo que él era. A cambio, él toleraba su afecto por la iglesia, pese a no ser demasiado religioso.
Neil también era un poco monótono, tal como Margaret. No era el tipo de hombre que uno
incluye en una lista de invitados esperando que levante el ánimo en una fiesta aburrida, era el
tipo de hombre al que uno recurre cuando se le pinchó una cubierta y necesita que lo alcancen
al trabajo. Era confiable y se podía contar con él, los mismos atributos que le aseguraban que
sería un marido más que apropiado para Margaret.
Cuando el sermón llegó a su fin, Neil se puso de pie y acompañó a Margaret hasta su auto.
Ella se colgó de su brazo, sonrojándose levemente con la sensación íntima de tocar sus
músculos, que se abultaban bajo su mano. “La pasé estupendo. El sermón me pareció bastante
bueno. ¿Y a ti?”, preguntó ella esperanzada.
Neil asintió con la cabeza. “En especial, me gustó cómo el ministro recitó el libro de Daniel.
Me pareció notable su profundidad".
“Ciertamente”, acordó Margaret, “no podría estar más de acuerdo”.
Él sonrió.
Cuando llegaron a su vehículo, ella le entregó las llaves y esperó que abriera la puerta del
auto para ella. “¿Te veré en lo de Mamá esta tarde?”. Dejó su brazo y sonrió recatadamente.
“Está preparando todos tus platos favoritos”.
Neil frotó su barriga y sonrió ampliamente. “¿Cómo podría dejar pasar una oferta tan
tentadora? Por supuesto que estaré allí, Margaret”.
Ella se sonrojó aún más. “Te veré a las dos, entonces”.
“A las dos será”.
Neil miró cómo el práctico auto de cuatro puertas de Margaret salía del estacionamiento de
la Iglesia de Blackfriar y doblaba hacia el tráfico. Ella en verdad era totalmente práctica y
confiable, características que se manifestaban en todo, desde su vestimenta conservadora y sin
ornamentos innecesarios hasta su limpio pero modesto auto.
Supuso que sabía que decisión debía tomar. Después de todo, Neil era un hombre de lo más
sensato.
“Está…”. Juguetona, dejó la oración incompleta, sacudiendo las cejas como Groucho Marx.
Sabía que Valentina nunca la juzgaría o pensaría nada malo de que una mujer casada desde
hace doce años se dé el gusto de divertirse una noche en forma inocente e inofensiva con sus
amigas solteras.
Realmente, siempre consideraron a Valentina la librepensadora del grupo, lo que es mucho
decir para dos escritoras y una artista. Hija de padres hippies que apoyaban cualquier cosa
desde el amor libre hasta la legalización de la marihuana, creció en un ambiente en el que
pocas cosas eran consideradas tabú.
A los veintipico, Valentina había pasado por todo desde el sexo lésbico hasta tomarse un
fin de semana que otro de descanso en complejos nudistas tales como el famoso Hedonismo de
Jamaica. Había salido con hombres de diferentes culturas, hombres de diferentes niveles
sociales, y eso porque estaba muy cómoda y segura de quién era.
A diferencia de amigas de su círculo, los padres de Valentina la alentaron realmente a
probar cosas nuevas, a experimentar sexualmente para encontrar lo que funcionaba para ella y
lo que no. La aleccionaron duramente para que tenga cuidado, para que siempre tome
precauciones contra las enfermedades, pero siempre la alentaron. Un hecho que hacía que su
vida familiar parezca muy idílica y moderna entre sus pares mientras crecía.
En verdad, su vida no fue más idílica que la de cualquier otro. Su familia experimentó los
mismos altibajos, las mismas alegrías y tristezas, que cualquier otra familia. Sólo fueron más
abiertos entre sí sobre lo tabú que lo que se podría considerar lo normal.
Con veintinueve años, y acercándose a la gran tercera década, sabía lo que quería, tenía un
firme control de su libido y sus necesidades. Ya no sentía el impulso de experimentar, no había
tenido esa necesidad por más de tres años en realidad, porque estaba muy en contacto con sus
deseos.
Y lo que deseaba más que nada, se dio cuenta poco más de un mes atrás, era una relación
monogámica y exclusiva con un hombre tan aventurero como ella. Un hombre que sepa lo que
es la Diversión, con mayúsculas, un hombre que pudiera atrapar su atención y mantenerla.
No quería un tonto confiable y aburrido como el hombre con el que se había casado
Cynthia. Osmond era un hombre agradable, pensó, pero sin gracia, sin nada, nada de gracia. No,
quería algo completamente distinto para ella. Quería un hombre que, de un momento para
otro, la arrastrara en un viaje de buceo a Micronesia, la llevara a todas las últimas exposiciones
de sus artistas favoritos, la llevara a París en avión de un arrebato y la tuviera cautiva allí
durante una semana o dos mientras hacían el amor y tomaban vino.
La idea de aventura de Osmond, se le había quejado Cynthia, era cenar afuera en la parrilla
local y, si tenía mucha suerte, ir al cine después. No era definitivamente lo que Valentina
buscaba.
Valentina culpaba alegremente a sus poco tradicionales padres de su incapacidad de
aceptar lo tradicional. Provenían de la Era de Acuario, del tiempo en que la pasión gobernaba a
la lógica. Y Valentina siguió sus pasos en más de un sentido.
Su madre era una actriz, su padre un escritor de teatro igualmente talentoso. A los diez
años, Valentina supo que seguiría sus pasos y de hecho se convirtió en escritora, como su
padre. Pero si bien su padre escribía para Broadway, ella escribía solamente novelas de
suspenso. No había llegado al nivel de notoriedad de sus padres, pero estaba camino a hacerlo.
“Bueno”; preguntó Cynthia, su atención puesta ahora en Valentina, ya que el vibrante
sonido de la música y los flashes de luz del escenario estaban disminuyendo hasta el próximo
número, “¿por cuánto tiempo te irás a ese festival de arte?”.
“¿Cuál de ellos?”, dijo Holly socarrona.
Cynthia rió por lo bajo. “Ése en el extranjero. Ése festival en Edimburgo”.
Valentina sonrió, y sus ojos verde claro tintinearon. “Por un mes. El festival es el más
importante de Europa, me dijeron. No puedo esperar para verlo".
Cynthia asintió. “¿Son éstas otras vacaciones trabajando, o unas verdaderas, reales y
completas vacaciones?”.
“Creo que podría decirse que ambas".
Levantó su cóctel White Russian y lo hizo girar en el vaso.
“La editorial Ballast Books dará un par de fiestas allí para tratar de introducir a sus
escritores al mercado europeo. Pero el resto del tiempo, el mes es mío”.“Qué chica afortunada".
“Sí”. Ella sonrió. “¿Quieren venir, chicas?”. Miró mordaz a Cynthia. “Se supone que tú
deberías ir de todas formas. Eres escritora de Ballast, por si no lo recuerdas",
Cynthia resopló al escuchar eso. “Os nunca me dejaría ir por un mes entero, nena. No
cuidaría de Erica mientras no estoy. Tú lo sabes”.
Holly suspiró. “Para mí es imposible también. Tengo dos exposiciones acordadas para el
mes que viene".
“Siento perdérmelas”; dijo Valentina con sinceridad. “Quisiera haber sabido de ellas antes
de ir y pagar por adelantado todo el viaje de un mes”.
Holly hizo una seña con la mano, restándole importancia. “Te comprendo. Además, todavía
no superé mi Período Negro”, dijo dramáticamente. “Las obras que voy a exhibir son todas
nuevas, pero no hice ningún cambio drástico desde mi última exhibición en Manhattan”.
Valentina asintió. “Me encanta tu Período Negro. Muy humeante y sexy". Sonriendo
lentamente, inclinó su cabeza hacia Cynthia. “Y si cambias de idea y puedes escaparte, aunque
sea por unos días, vente conmigo. Ya tengo una habitación en un hotel, todo lo que necesitas
son los pasajes de avión”.
Cynthia sonrió, encantada con la idea. “Gracias. ¡Si puedo arreglarlo, allí estaré!”.
Valentina no respondió porque la música estaba subiendo otra vez y un nuevo artista
vestido como Darth Vader ingresaba al escenario. Además, no tenía sentido responder. Cynthia
no iría nunca a Edimburgo, y ambas lo sabían. Cynthia nunca haría nada para sacudir la
estantería en casa como para ganar unos días de paraíso sin Osmond. Cynthia era una mujer de
lo más sensata, una mujer que no se dejaba llevar por arrebatos de fantasía o caprichos
momentáneos.
Nada que ver con Valentina.
Capítulo 1
Edimburgo, Escocia
Dos semanas después
*****
“Neil”, dijo Margaret dubitativa, “debemos hablar”.
La siguió al living formal de su madre, e inclinó la cabeza. “Cómo no”. Tomó asiento donde
ella le indicó, preguntándose de qué podría tratarse esto.
Margaret se tomó su tiempo para llegar al tema central, quitando una pelusa imaginaria de
sus pantalones nuevos mientras juntaba coraje. Neil la miró curioso, sin saber qué estaba
pasando. “¿Margaret?”, la alentó gentilmente con el codo.
Ella lo miró, siempre como un ratón nervioso. “Neil, lamento decir esto, pero yo…” Su voz
se apagaba mientras miraba hacia otro lado.
“¿Qué? ¿Qué pasa?”.
Sus mejillas se pusieron rosadas mientras lo miraba. “Me temo que esto no está
funcionando para mí”, suspiró.
Él se paralizó, todo su cuerpo permaneció inmóvil por un largo rato. “¿Perdón?”. Juntó las
cejas. “Pensé que nos estábamos llevando admirablemente bien”.
“Ah, eso es cierto”, se apuró, y levantó su cabeza marrón arratonado rápidamente. “Es sólo
que… que…”
“¿Sí?”.
Suspiró. “Neil, déjame decírtelo directamente”.
Él asintió.
“¿Cuáles son tus intenciones?”. Volvió a la tarea de quitar la pelusa invisible de sus
pantalones. Sus mejillas ardieron, de rosa a carmesí. “¿Planeas casarte conmigo?”.
“Margaret, yo…”
“¡Discúlpame!”, replicó. “Es que, Neil, voy a cumplir treinta y dos la semana que viene. Mi
reloj biológico marcha a un ritmo enloquecedor”. Cerró sus ojos por un instante, avergonzada.
“Entonces necesito conocer tus intenciones”, dijo con un chillido.
En ese momento, supo que no podía casarse con ella, lo que lo hizo sentir un poco triste.
Había estado dudando todo el tiempo, sin querer hacerse cargo de sus sentimientos al
respecto. Pero ahora, encerrado en el famoso rincón por Margaret, le quedó claro como el agua
que no podían estar juntos toda una vida.
A Neil le gustaba y la respetaba de veras, pero las diferencias entre ellos eran enormes. Era
demasiado santurrona, demasiado tímida. Él era demasiado autoritario, demasiado brusco o
por lo menos comparado con ella. Pero era una buena mujer, y una mujer que merecía que le
digan la verdad.
Neil suspiró, con el ánimo por el suelo. Maldición, realmente apreciaba a Margaret. Lo
último que quería en el mundo era lastimarla. Buscó su mano y la tomó entre las suyas. “Eres
muy valiosa, y maravillosa”, le dijo suavemente, “pero yo…” Respiró hondo y se preparó para
darle la verdad que estaba buscando. “Pero no creo que funcionáramos como matrimonio”,
terminó suavemente.
Margaret asintió, pero no dijo nada.
“Lo siento muchísimo. Quizás si tomáramos las cosas con un poquito más de calma, le
diéramos un poco más de tiempo a nuestra relación…”.
Ella lo detuvo con un gesto de su mano. “Ya he desperdiciado dos meses y medio de mi vida
contigo, Dr. Macalister”. Estaba más enojada de lo que la había visto nunca. “Creo que es mejor
que simplemente te vayas”.
Neil dudó por un instante antes de ceder. Se puso de pie, y la miró. “Que te vaya bien,
Margaret”.
Ella cerró los ojos. “Por favor, vete y ya”.
Inclinó la cabeza, sintiéndose malvado por segunda vez en la misma tarde, aunque por
diferentes motivos. Lastimar a una mujer que realmente apreciaba no había estado entre sus
planes del día, o de ningún día. Cuando le dio la espalda, Neil se fue sin más que hacer, sin
querer causarle más dolor que el necesario.
Para cuando llegó al auto, se sintió más viejo y más cansado de lo que recordó sentirse
alguna vez. Frunció el ceño mientras se agarraba con fuerza al volante.
Neil pensó de repente que la santurrona y arratonada Margaret había juntado el coraje
para dejarlo.
Gruñó. Hasta aquí llegó su presunta timidez.
Capítulo 2
La tímida y santurrona de Margaret lo había dejado. Si eso no era el colmo, dudaba qué
podía serlo.
Neil suspiró al recordar lo que pasó ayer mientras se dirigía a su oficina en la Universidad
de Edimburgo. Necesitaba preparar apuntes para las clases, que comenzaban en dos semanas.
Sentándose en su escritorio, juntó las manos y analizó su situación personal.
Frunció el ceño. Gris era la única palabra que se le ocurría para describirla.
Neil nunca fue el tipo de hombre que otros consideraran particularmente emocionante.
Eso lo supo toda su vida, pero hasta este momento no le había molestado ser consciente de ello.
De chico, había sido enfermizo pero trabajador; le había ido muy bien con los estudios y
había desarrollado un profundo amor por las matemáticas. Un muchacho delgado y
desgarbado, que disfrutaba de la identidad que le habían dado sus notas escolares, dándose
cuenta de que era lo único en lo que era mejor que la mayoría. Firmemente arraigado en la
identidad de nerdo para cuando tuvo trece años, ya hasta había comenzado a vestirse para el
papel.
No llegó al extremo, se recordó, porque siempre tuvo buen gusto para vestirse. Pero se
ponía anteojos en vez de comprarse lentes de contacto, y se vestía con su traje formal de
profesor desde una edad indecentemente temprana.
Y ahora a la edad de treinta y nueve, no había forma de deshacerse de su bien ganada fama
de tonto. No importaba que ya no fuera enfermizo y hubiera adquirido un cuerpo atlético y
musculoso. La gente veía lo que quería ver, lo que esperaba ver, y desde los trece en adelante
se esperó que Neil Macalister fuera un tonto.
Pero, ¿él había hecho algo para erradicar tal concepto? No, pensó tristemente, no había
hecho nada. Se había contentado con su papel de aburrido y confiable profesor de matemáticas,
contento de dejar las cosas como estaban…
Hasta que la conoció a ella.
Neil echó un vistazo a la biblioteca del otro lado de su oficina. Levantándose lentamente de
su asiento, fue hasta el sofá donde a veces dormía cuando se quedaba a trabajar de noche, y
hasta la estructura de roble, deteniéndose a recoger una copia de El Grito. Era el último
lanzamiento de una tal Valentina Jason-Elliot.
Ahora que Margaret lo había dejado bien dejado, podía confesarse mentalmente a sí mismo
algo que no había podido admitir antes. Exactamente que cuando se encontró con cierta
escritora ayer, toda ojos verdes y sonrisas rojas, quiso que ella lo viera como algo más que un
aburrido profesor de matemáticas, más que un hombre sensato con la ropa adecuada.
Quiso que lo viera como un macho viril que había percibido su olor y estaba detrás de él.
Resopló ante sus ridículos pensamientos. Como si eso fuera posible.
Aun así, Neil se encontró preguntándose, y no por primera vez, qué habría pasado por la
cabeza de la novelista cuando conversaba con él. ¿Qué habría pensado de él? ¿O habría pensado
en él? Probablemente no.
Neil suspiró, volviendo a poner El Grito en el estante que ocupaba. Volvió al escritorio y se
desplomó sin ceremonias en su asiento. Pasando rápidamente los dedos por su cabello corto y
oscuro, intentó aplacar la ansiedad que crecía dentro suyo diciéndose que no le hacía nada bien
obsesionarse con una mujer que ni siquiera sabía su nombre y muy probablemente ni le
interesaría aprenderlo.
Aun ahora, sentado en su sensato escritorio rodeado de los elementos sensatos de una vida
sensata de profesor, no podía evitar pensar en el poco sensato paradero actual de la Sra. Jason
Elliot. Él sabía exactamente dónde estaba, exactamente qué estaba haciendo, porque debió
haber sido sordo para no escuchar la conversación que mantuvo ayer con la vendedora
colorada.
El objeto de su deseo estaba en Strathy Point. Posiblemente haciendo topless recostada en
algún lugar de la playa en este mismo momento. La mera imagen mental le causó una dolorosa
erección.
Mientras se frotaba la quijada distraídamente con la palma de la mano, Neil se preguntó si
tendría el coraje de usar este dato indiscreto y hacer algo totalmente atípico en él… algo
impulsivo como seguir a Valentina Jason-Elliot a Strathy Point e intentar volver a establecer
contacto con ella.
Un proyecto excitante, pero a la vez muy desconcertante.
¿Qué pasaría si, después de todo, ella no tuviera deseos si quiera de hablar con él? ¿Y si
quedaba como un tonto?
Neil estuvo por dejar de lado la idea por completo cuando se le apareció en la cabeza la
imagen de la santurrona y tímida Margaret dejándolo. Frunció el ceño. Si el ratón juntó coraje
para hacer borrón y cuenta nueva después de apenas dos meses de salir, entonces él bien podía
juntar coraje para hacer una visita a Strathy Point.
Realmente, pensó Neil mientras se ponía de pie velozmente, asqueado de su vida aburrida,
cansado del status quo, ¿por qué diablos no?
*****
La vendedora había estado en lo cierto y no. Era una playa de topless, sí, pero también
llevaban la parte de abajo desnuda. Valentina se encogió de hombros, sin darle importancia al
tema, mientras ignoraba las miradas excitadas que le propiciaban algunos turistas de sexo
masculino. Los padres la habían llevado a playas nudistas desde que tuvo edad suficiente para
caminar, por lo que no le veía nada extraordinario a ver cuerpos desnudos por ahí.
Aun así, no era tan naif como para creer que todos veían las cosas como ella. La mayoría de
los hombres estaban aquí simplemente para mirar.
Valentina encontró un lugar para ella un poco apartado de los otros turistas. Extendiendo
una lona sobre la costa de arena, se hizo un nudo en el pelo y se desplomó sobre la lona.
Buscando dentro de su bolso playero, encontró una botella de bronceador y comenzó a
aplicárselo sobre los hombros y los senos. La loción helada hizo que sus pezones se
endurezcan, botones alargados de carne rosada que sobresalían de las acolchonadas aureolas
que los rodeaban.
Al terminar de cubrir sus brazos y piernas con bronceador, se recostó sobre la lona,
sosteniendo el peso de su cabeza con las manos. Sus pezones sobresalían aún más, y su
reacción al sol le hacía sentir un pequeño dolor carnal anudándose en el vientre.
Valentina cerró los ojos, y dejó vagar su mente mientras su cara y cuerpo tomaban un color
marrón dorado al rayo del sol. Mientras sus pensamientos se dispersaban, notó que se
remontaban dos días hacia atrás hasta ese atractivo hombre que había conocido en Jenners.
Lo raro de eso era que el sujeto no era realmente su tipo. Y Valentina era muy consciente
de cuál era su tipo. Por qué le había prestado atención siquiera a ese hombre de aspecto
estudioso y conservador, no lo sabía.
Estaba acostumbrada a salir con músicos y artistas, la clase de hombres que tienen un
cierto aire de desenfado, la clase de hombres que están siempre a la pesca para probar una
cosa nueva u otra o simplemente por ser de naturaleza inquietos. Por supuesto, Valentina se
admitió a sí misma, era esa misma inquietud que había hecho que su último novio se alejara de
ella en primer lugar, incorporando nuevas amantes sin siquiera pensar en lo que esto le haría a
su corazón.
Si había una palabra que no podría describir al hombre de Jenners, era inquieto. Valentina
sonrió, pensando que el extraño había esperado a quienquiera que había acompañado a la
tienda con una paciencia muy poco común en un hombre. Si hubiese sido su ex novio, Allen,
habría intentado llevarse a la vendedora colorada a la cama para entretenerse mientras
esperaba que su novia o esposa salga del probador.
Los pensamientos de Valentina vagaron un poco más, mientras ella se preguntaba si esa
falta de inquietud en un hombre era necesariamente algo malo. Pensó en el paciente extraño,
que no era en absoluto del tipo que cualquier cosa que llevara falda le venía bien. Se preguntó
ociosamente si sería paciente en todos los aspectos de su vida, en la cama por ejemplo, luego se
dijo a sí misma que se estaba comportando como una idiota por siquiera pensar en eso.
El extraño de aspecto adecuado estaba en Edimburgo, lo que sería lo mismo que si
estuviera cruzando el océano, ya que no tenía idea de quién era o como encontrarlo si quisiera
intentarlo. Además, se recordó, podía estar casado por lo que sabía, y algo que nunca se le
ocurriría era involucrarse con un hombre casado o con cualquier tipo de compromiso.
Valentina se durmió al sol un minuto después, su último pensamiento coherente girando
en torno a si el extraño la habría notado como mujer.
Y por qué tenía que importarle eso a ella.
Capítulo 3
Neil caminó lentamente por la playa de Strathy Point sintiéndose un poco surrealista. No
podía creer que se le hubiera cruzado la idea de salir corriendo a las montañas con la
esperanza de ver a la novelista americana, mucho menos de concretarla. Pero ahora estaba
aquí, se dijo resuelto, así que debía sacarle el mayor provecho.
Era una playa nudista, se percató. Se sintió un poco incómodo al haberse dejado puesto el
traje de baño cuando todos a su alrededor estaban totalmente despojados de ropa. Ésta no era
una playa de topless como había dicho la vendedora, pero una playa de topless y de la parte de
abajo también. Se sintió como un idiota.
Neil agitó sus pestañas rápidamente varias veces, y los lentes de contacto que se compró
ayer a la tarde hicieron que sus ojos se humedezcan un poco. Se estaba acostumbrando a las
malditas cosas, casi del todo, pero aceptó que le llevó varias dolorosas horas incluso para llegar
hasta aquí. Bueno, pensó con un poco de satisfacción, si tuviera la suerte de encontrarse a
Valentina Jason-Elliot, al menos no lo haría con sus sensatos y aburridos anteojos.
Neil buscó por la costa de la playa para encontrar a la mujer en cuestión, sus entrañas
anudándose, anticipándose a la idea de volver a verla. Su mirada oscura se movió de un lado al
otro, hasta que finalmente se posó sobre la forma de una escritora durmiente y muy desnuda a
una cierta distancia sobre el terreno arenoso.
Respiró hondo para afirmarse, rogándole al cielo que encontrara el coraje para acercársele
y despertarla. Sólo podía esperar que su cuerpo cooperara y no sustentara una erección
notablemente grande y dolorosa con tan solo verla. Pero cuando se acercó y vio que sus
grandes pezones rosados sobresalían en el aire, su deseo de tirarse al lado de ella y chuparlos
tiró por la borda todas las intenciones de mantener el control.
Suspiró, notando con triste resignación que su pene estaba tan duro como una llave de
hierro.
Se arrodilló a su lado, sin poder creer que él, Neil Macalister, se había vuelto tan osado
como para acercarse a ella, sin mencionar ser tan descarado como para caer sobre sus rodillas
y mirar libidinosamente su cuerpo de tan cerca. Miró rápidamente a su alrededor, sintiendo
pánico por un momento de que lo avergüence frente a los demás gritándole que se vaya.
Respiró con alivio al darse cuenta de que estaban bastante solos en ese pedazo de la playa, y
que sus gritos sólo servirían para humillarlo a él frente a ella. No es que ese panorama fuera
mucho mejor.
Los ojos de Neil cayeron hasta su cara, notando en seguida que estaba profundamente
dormida. Desenfadada, ¿no? Tuvo la necesidad de retarla por eso, luego frunció el ceño ante
esos pensamientos.
Suspiró. No podía ser más tonto si lo intentara, pensó deprimido. Aquí estaba, sentado
frente al objeto de su obsesión, con su cuerpo totalmente desnudo a su disposición, ¿y había
pensado en retarla?.
Aun así, no pudo evitar pensar que si hubiera sido cualquier otro hombre se hubiera
aprovechado de la situación y se le hubiera echado encima por la fuerza. Ella debería tener más
cuidado.
Sus ojos oscuros encontraron sus senos, y todos los pensamientos sobre retar a una cierta
novelista se fueron volando por una ventana imaginaria. Su pene se endureció al mirarla, el
deseo lo abarcaba dura y rápidamente. Sus aureolas, notó, eran de color rosa claro y un poco
acolchaditas. Sus largos pezones colorados sobresalían como dos cohetes con forma de botella
que despegaban de una suave y aterciopelada base.
Neil respiró hondo, con una erección salvaje, mientras su mirada se paseaba más abajo y se
posaba sobre su acolchonada vulva. Una de sus rodillas estaba levemente doblada, lo cual no
ponía ningún impedimento a que él viera cómo se veía su carne por dentro. Tenía el Monte de
Venus afeitado, notó mientras su quijada se endurecía, pensando cuánto le gustaría pasar su
lengua por todos los suaves pliegues debajo de él.
Neil miró su concha, queriendo chuparla, queriendo montarla, queriéndola y punto. Como
si la durmiente mujer pudiera leer sus pensamientos y quisiera alentarlos, la carne entre sus
piernas se humedeció un poco delante de sus ojos, una gota alargada de flujo dejándose ver en
su abertura.
Sus ojos se dispararon a sus senos. Estaban más duros que antes. Tan duros que le parecía
doloroso a él. Tan duros que se imaginó llevándoselos a la boca y…
Ella se dio cuenta.
Avergonzado al haber sido pescado mirando sin reparos su cuerpo desnudo, Neil alzó la
mirada y chocó con la de una mujer bien despierta. Tosió cubriéndose con la mano mientras
ella le sonreía, y como ese muchacho tonto que fue a los trece años, tuvo una urgente necesidad
de acabarse.
Sus cejas se juntaban lentamente mientras lo miraba con curiosidad. “¿No nos
conocemos?”, preguntó ella con una sonrisa
*****
Valentina pensó que ya estaba demasiado experimentada como para excitarse por algo tan
simple como un hombre admirando su cuerpo desnudo con deseo. Pero Dios, pensó mientras
sus pezones sobresalían como cuchillas, la mirada pensativa de este hombre tenía un efecto
desconcertante en ella.
La miraba como si quisiera poseerla, como si quisiera meterle los dedos por la concha y
reclamarla como suya. El efecto era embriagador, excitante, y no era sólo porque la miraban
libidinosamente, en general, sino porque ya se había dado cuenta de quién era el que la miraba
libidinosamente.
El Señor Correctito en persona. El extraño con el que había conversado por un momento en
Jenners.
Valentina lo recorrió por completo con la mirada. Tenía un cuerpo impresionante, pensó.
Sus piernas eran largas y musculosas, sus brazos no eran ampliamente grandes como los de un
físico culturista, pero atractivamente recortados y cubiertos de venas. Su pecho era igualmente
musculoso, duro y tentador. Y su verga —Dios santo— sonrió, pensando que definitivamente
no era tan experimentada, su verga era gloriosamente larga y dura, abultándose en su traje de
baño.
Sabiendo que sólo verla lo excitaba, que este hombre en el que estaba pensando cuando se
durmió estaba aquí a su lado, hizo que su vientre se contraiga y se formen pequeñas gotas
entre sus muslos. Su mirada se levantó, atrapando la de ella, y su cara se sonrojó
encantadoramente mientras tosía cubriéndose con la mano.
Se dio cuenta que tenía intenciones de irse. Alarmada ante esa posibilidad, y sin tiempo ni
intenciones de pensar por qué, lo anticipó con una sonrisa y una simple pregunta. “¿No nos
conocemos?”.
*****
Los ojos de Neil bajaron velozmente a sus pezones, luego de nuevo a su cara. Aclaró su
garganta nerviosamente, sintiéndose como el idiota más grande que existió en el planeta. “S-sí”,
tartamudeó, asintiendo una vez con la cabeza, “nos conocimos en Jenners hace dos días”.
Se sonrió con su marcado acento, levantándose con los codos, luego reclinándose sobre
ellos mientras conversaban. Sus pezones estaban a escasas pulgadas de su cara, tan duros y
tentadores, apoyados sobre sus acolchados parches rosados. No hizo ningún movimiento para
cerrar las piernas, notó, y de hecho había abierto una pierna un poco más. No sentía vergüenza
en absoluto de haber sido atrapada completamente desnuda. Parecía disfrutar este momento
íntimo entre ellos, y él no estaba totalmente seguro de cómo tomar este hecho.
“Sabía que te reconocía”. Sonrió abiertamente, calmándolo un poco cuando entendió que
no estaba enojada por sus miradas indecentes. “¿Terminaron pasándote por arriba?”.
“¿Por arriba?”, preguntó tontamente. Y luego, al recordar su conversación anterior, sonrió.
“No, pude salir entero de la tienda”.
“Bien”. Valentina apoyó sus dientes en su labio inferior y lo mordisqueó por un momento,
sin poder creer que estaba por sugerir lo que sugeriría. Pero se sentía descarada. Excitada y
descarada. Y sabía que quería tener sexo con este hombre. Nunca había sido de pensar más allá
del presente y en este preciso momento lo deseaba. “¿Sabes?”, dijo mientras levantaba su
mentón, “esta situación me parece un poco injusta”.
La cara de Neil se sonrojó. “¿Cómo?”.
Miró su traje de baño con tiendita. “Esta es una playa nudista”, murmuró, “pero tú llevas
ropa puesta”.
La verga de Neil se puso más dura, y los músculos de su estómago se apretaron.
Básicamente lo acababa de invitar a sacarse toda la ropa, aún sabiendo como debía hacerlo que
estaba totalmente erecto. Miró su vulva, que ahora estaba lista e hinchada y se preguntó si
sería posible que ella realmente quisiera tener sexo con él.
Lo dudó, pero decidió por una vez en su vida dejarse llevar y ver qué pasaba. Se paró y se
bajó el traje de baño, revelándole completamente su erección.
Valentina contuvo el aliento, no esperando que fuera tan bien dotado. Era guapo de una
manera cruda, masculina; y sexy pensando en la situación de la colegiala traviesa que
corrompe al guapo y distinguido profesor. Ella le sonrió cuando volvió a sentarse al lado suyo.
“El sol se siente genial sobre la piel, ¿no?”, le preguntó con su acento arrastrado.
“Cierto”. Mientras Neil admiraba sus pezones, decidió que su tendencia a dar cátedra
encontraba los momentos más extraños para hacerse ver. “Pero espero que te hayas puesto
algún tipo de protección”, agregó, “ya que no te gustaría quemarte los…” Tosió discretamente,
cubriéndose con la mano y desvió la mirada, avergonzado por lo que estuvo a punto de decir.
Valentina estaba disfrutando esto. Casi todos los hombres con los que había salido se
habían comportado demasiado seguros de sí mismos, como si creyeran tener derecho a tomar
lo que querían. Pero este hombre era tan excitantemente especial que se encontró queriendo
empujarlo más y más, aunque no fuera más que para probar sus límites de tolerancia. “¿Por
qué no les pasas un poco de loción para mí?”, le susurró.
Sus ojos oscuros se dispararon para encontrar los de ella, y tragó saliva visiblemente. No se
lanzó a ella, pero tampoco retrocedió ante su desafío carnal. “¿Dónde está la loción?”, preguntó
con voz rasposa.
Estaba duro, tan endemoniadamente duro.
“En mi bolso”.
Al poco tiempo, Neil se había puesto la loción con perfume de coco en sus palmas y estaba
por alcanzar sus senos. Los llevó entre sus grandes manos, humedeciendo los suaves y
carnosos globos con el dulce aceite. Cuando su respiración se volvió poco profunda, comenzó a
masajearle los pezones, pasándoles la loción con los pulgares y los dedos.
“¿Cómo te llamas?”. Valentina preguntó sin aliento, cerrando los ojos mientras él
continuaba con su sensual masaje.
“Neil Macalister”, respondió él con voz profunda, mientras su excitación hacía que sus
inhibiciones se desvanezcan significativamente. “Y tú eres Valentina Jason-Elliot”.
Sus ojos se abrieron rápidamente. “¿Cómo supiste mi nombre?”.
“Escuché a la vendedora”.
Ella se paralizó. “También me escuchaste decirle que estaría de vacaciones en Starthy
Point?”.
Su mirada oscura se chocó con la verde clara de ella. “Sí”, admitió, sin ofrecer ninguna otra
explicación.
Él masajeó sus pezones un poco más duro, tirando de ellos ahora. Cuando gimió
suavemente y sus ojos se achicaron con deseo, el temió derramarse allí mismo sobre su muslo.
“Me has seguido”. Fue una declaración, no una pregunta.
“Sí”. Fue la verdad, no una disculpa.
“No sé qué pensar de eso”.
“Yo pienso”, dijo Neil suavemente, con su erección hinchada y dolorosa, “que tu hermosa
concha necesita que le pongan loción también”. Se paralizó apenas esas palabras salieron
trastabillando de su boca, sin poder creer que él las había pronunciado.
Valentina encontró su mirada y estudió sus rasgos, como si estuviera evaluando sus
palabras. Y luego, surrealista como era para él, ella abrió sus piernas ampliamente, dándole no
solamente una deliciosa vista de su concha pelada y sus sedosos pliegues, sino también
permiso para masajearla de la manera más íntima posible.
Neil se olvidó de la loción mientras su dedo índice encontró su abertura y le empujó un
grueso dedo hacia adentro de ella. Ella exhaló con un gemido, su cabeza echada hacia atrás
para colgar precariamente de su cuello, mientras su conchita húmeda se ponía más húmeda y
sus pezones continuaban sobresaliendo como cuchillas.
Un segundo dedo encontró el hoyo de su conchita, uniéndose al primero, mientras
comenzaba a cogerla con los dedos lentamente. En su otra mano, la yema del pulgar tomaba el
control de su clítoris y comenzaba a frotarla con un sensual movimiento circular. Se arqueó en
su mano, respirando profundamente mientras él masajeaba su carne empapada.
“Tienes la concha más hermosa que jamás he visto”, dijo ronco, “tan húmeda y jugosa, tan
estrecha e hinchadita”.
“Ay, síííí”. La espalda de Valentina se arqueó aún más, y sus labios se separaron levemente.
Estaba borracha de excitación, embriagada por el efecto que él tenía sobre ella.
Sus palabras, sus manos, su mera presencia exaltaban su deseo. Neil la hizo sentir como
una diosa erótica omnipotente, un estado de sensualidad a la que ningún otro hombre la había
llevado. La miró como si fuese la mujer más intrigante del mundo, exploró su cuerpo como si
nunca pudiera tener lo suficiente de él.
“Ven por mí, Tina”, lo escuchó murmurar. Sus dedos comenzaron a embestir con más
fuerza. El movimiento de frotación sobre su clítoris se volvió más intenso. “Quiero ver cómo te
acabas”.
Ah, sí… ah Dios. Se estaba acabando. Estaba tan cerca. Gimió, mientras sus caderas se
levantaban para él, queriendo que haga lo que haría, queriendo acabarse bien acabada para él.
Sus dedos empujaban fuerte en su interior, llenando su carne húmeda, estirándola y
haciéndola penar por su verga. El sol pegaba fuerte sobre ella, el viento helaba sus pezones,
endureciéndolos más aún.
Su cara se hundió hacia su conchita mientras la cogía con los dedos. Ella respiraba con
dificultad mientras su lengua se enrollaba en su clítoris, reemplazando la yema de su pulgar.
Pensó que había muerto y se había ido al cielo de los pecadores. “Neil”.
La lengüeteó rápidamente, pasándole la lengua por el capullo hinchado, succionándolo
hasta su boca y chupando sin piedad. Todo el cuerpo de Valentina comenzó a sacudirse
mientras la chupaba y la chupaba, sin ceder jamás, sin siquiera aminorar. “Ay, Dios.. ay, Neil, sí”.
El sonido bajo y gutural de apreciación que él hizo en el fondo de su garganta fue lo que la
deshizo. Instintivamente, se estiró hasta alcanzar su cabeza, enredó sus uñas carmesí entre su
pelo oscuro, y presionó su cara contra su concha tanto como pudo. Él chupó con más fuerza
aún, y a los oídos de ella llegaban sonidos como si sorbiera.
“Sí".
Las caderas de Valentina se levantaron cuando un devastador orgasmo le desgarró el
vientre. Gritó por la intensidad del hecho, todo su cuerpo sacudiéndose, y la carne
convulsionándose alrededor de sus dedos.
Y luego él se subió encima de ella, aplastándola contra la lona mientras se acomodaba
entre sus muslos. Sus miradas se chocaron cuando sus manos abiertas tomaban sus senos y con
un poderoso embate arremetió dentro de ella.
“Neil”.
“Por Dios que te sientes buena”, dijo él entre dientes, embistiéndola más y más rápido.
Quería ir despacio, saborear este momento en el tiempo que dudaba que alguna vez se
repitiera. Pero su carne estaba tan caliente y seguía succionándolo, llevándolo más profundo,
haciendo imperiosa la necesidad de marcar sus entrañas con su leche caliente. Él gimió, sus
párpados pesados con excitación.
Valentina gimió, envolviendo la cintura de Neil con sus piernas. Tiró de sus pezones en
respuesta, prendiéndose de ellos mientras la embestía una y otra vez, más y más profundo, de
nuevo y otra vez. El sonido de carne chocando con carne llenó sus oídos, encendiendo más su
deseo.
“Cógeme más duro”, dijo sin aliento, apretando sus caderas hacia él.
Neil apretó la quijada mientras le daba lo que quería. Dejó sus senos, deslizó las manos
entre sus cuerpos unidos para agarrar su trasero, y golpeó su carne húmeda con una serie de
embates profundos e impiadosos.
“Ay, Dios”.
Valentina cerró los ojos y se aferró para una cabalgata dura, sus piernas envolviéndolo
firmemente por la cintura, dándole la posibilidad de penetrarla profundamente. Podía oír los
sonidos de su carne chupando su verga hacia adentro de su cuerpo cada vez que se enterraba
hasta el límite de lo posible.
Y luego se acabaría, sacudiéndose alrededor de su verga, con la espalda arqueada mientras
él se hundía repetidamente en ella. Gritó su orgasmo, envolviéndolo más fuerte por la cintura
con sus piernas, presionando sobre su clítoris, lo que la hizo gritar más fuerte. “¡AY… DIOS!”
“Dios Santo”. Neil embistió su concha, duro, profundo, sin importarle nada más que la
sensación de su carne envolviéndolo. Se hundió en ella una y otra vez, entregándose
vorazmente al placer de su cuerpo. Se sintió como un animal —territorial, primitivo, incapaz de
tener un pensamiento coherente. Todo lo que podía hacer era sentir— sentir a esta mujer,
sentir la concha que lo obsesionaba poseer y coger. “Tina”.
Y luego se derramó dentro de ella, leche caliente chorreándose dentro del cuerpo de la
mujer que quería marcar, la conchita que quería coger y nunca pensó que tendría una
oportunidad de penetrar. Sus músculos se amontonaron, todo su cuerpo se tensó, mientras
cerraba los ojos y bombeaba tanta leche dentro de ella como para avergonzar a tres hombres.
Respirando con dificultad, Neil miró a Valentina a la cara mientras estaba suspendido
sobre ella. Ella sonreía soñadora, como lo haría una mujer a la que habían cogido bien y duro, y
en ese momento se sintió más posesivo de su dulce concha de lo que tenía derecho.
Cayó sobre ella, repleto y exhausto, luego de que el orgasmo más feroz de su vida lo dejara
casi inconsciente. Encontró la fuerza suficiente para levantar la cabeza y sorber de sus labios
antes de rodar hacia abajo y arrastrar su cuerpo al lado del de ella.
Cualquiera podía pasar caminando por la playa y encontrarlos allí, lo sabía. Pero estaba
cansado, tan increíblemente cansado.
La oscura cabeza de Neil descansó sobre los senos de Valentina, mientras sus párpados
pesados se cerraban. Mientras caía en un sueño humeante se le ocurrió en algún lugar de su
nebulosa semi-consciente que ella podría tratar de dejarlo, podría haberse ido cuando se
despertara.
Instintivamente, inevitablemente, la mano de Neil encontró su carne inflamada. Lanzó dos
dedos profundamente dentro de su concha, trabándolos, y se durmió profundamente.
Capítulo 4
*****
“Es hermoso aquí arriba”.
“Realmente. De verdad lo es”.
Valentina miró a Neil con curiosidad mientras trabajaban juntos para armar la tienda.
Entre que pagaron el hotel y devolvieron el auto alquilado de ella, habían partido tarde de
Strathy Point, por lo que ya era casi medianoche. Por suerte, no estaba totalmente oscuro
afuera porque el sol nunca se pone realmente en las montañas escocesas durante el verano.
“Dijiste eso casi con nostalgia”, dijo ella.
Neil se encogió de hombros, pero el gesto no fue para nada casual. “Es una vergüenza, soy
consciente, pero he vivido a sólo unas horas en auto de aquí toda mi vida y nunca me tomé el
tiempo de venir a experimentarlo por mí mismo”.
“¿Te refieres a Cairn Gora? ¿La montaña donde estamos?”.
“Sí”. Él sonrió, mirándola, con sus ojos oscuros rastrillando sus senos cubiertos, barriendo
su protegido Monte antes de volver a revisar la tienda que acababan de armar juntos. “A eso y a
otras cosas”.
El cuerpo de Valentina tuvo una reacción inmediata a su comentario casual e insinuaciones
carnales. Sus pezones se endurecieron como alargados capullos rosas y un calor líquido invadió
su vientre. Lo observó con ojos empañados, muy excitada, deseándolo mucho.
Trató de no pensar, diciéndose que este no era el momento para ocuparse de su libido.
Habían armado la carpa, cierto, pero todavía necesitaba algunos retoques en el interior.
Además, hacía bastante frío afuera y también necesitaban encender un fuego.
“Cuéntame de ti”, dijo Neil mientras comenzaba a acomodar ramitas secas entre la pila de
troncos. “Entre nuestra conversación en el restaurante esta mañana, y nuestro trayecto a las
montañas esta noche, dudo que haya quedado algo que contar sobre mí. Tu, sin embargo, aún
eres un enigma”.
“¿Un enigma?”. Valentina miró sobre su hombro, distrayéndose momentáneamente de su
tarea de estirar el piso de la tienda. “No me consideraría eso para nada”. Ella sonrió, retomando
su tarea. “¿Qué te gustaría saber?”.
Todo, pensó Neil. “Lo que me quieras contar”. Buscó una caja de fósforos y encendió uno
contra el lado granuloso de la caja. “Noté por tu acento que eres de alguna parte del sur de los
Estados Unidos, pero no puedo identificar cuál exactamente”.
“De Georgia”, contestó ella de forma algo apagada, con su cara dentro de la tienda mientras
arreglaba las cosas como las quería. “Atlanta”.
“Ah”. Neil sonrió, notando distraídamente que las ramitas secas ya estaban encendidas y el
tronco apoyado sobre ellas estaba empezando a agarrar fuego. Miró sobre su hombro. “Un
bomboncito de Georgia. Yo…”
Se detuvo en la mitad de la oración, distraído por la vista de su abundante trasero
apuntando al cielo. Estaba en cuatro patas, la mitad superior de su cuerpo enterrado dentro de
la tienda haciendo quién sabe qué, la mitad inferior de su cuerpo vestido de jeans expuesto a
los elementos.
Aturdido de sensualidad, se puso de pie, incorporándose mientras se acercaba a ella. Pasó
la mano por su trasero, haciéndola quedarse sin aliento mientras deslizaba los dedos entre sus
muslos y frotaba su clítoris a través del jean. “Quítate la ropa”, dijo bruscamente. “Ahora”.
A Neil se le cruzó por algún lugar en el fondo de su excitada mente que su voz había sonado
un poco dura, incluso para él. Pero parecía no poder detenerse, no podía bajar la intensidad de
sus órdenes.
Cuando él estaba cerca de ella de esta manera, y sus pensamientos se volvían carnales, se
sentía tan avanzado intelectualmente como un hombre de Neandertal, un cavernícola que
quería aparearse con la hembra que había reclamado para sí. Nunca antes había estado así con
ninguna otra mujer y por eso no sabía cómo controlarlo. Tampoco estaba seguro de querer
hacerlo.
Valentina se arrodilló, girando para mirarlo. Sus ojos verde claro estaban bien abiertos, ella
estaba claramente sorprendida por su tono de voz. Pero él no hizo ningún descargo, no dio
ninguna explicación.
“Quítate la ropa”, repitió sin que se le mueva un pelo, con los oscuros ojos entrecerrados
del deseo. “Puedes terminar tu trabajo una vez que te la hayas quitado”.
Los pezones de Valentina se endurecieron instantáneamente. Debió haberse indignado con
sus palabras, o al menos ofendido, pero no lo hizo. Le gustaba jugar a ser sumisa con él en un
nivel sexual, disfrutaba de la forma en que dominaba su cuerpo como si fuera su dueño.
Neil Macalister era igualitario a nivel social, lo sabía, pero en el plano sexual no era capaz
de pensamientos superiores. Nunca había conocido a un hombre remotamente parecido a él
antes, uno que no sólo quisiera dominar su cuerpo, pero que fuera incapaz de hacer otra cosa.
Cuando Neil quería coger se volvía primitivo, animal, el pensamiento racional quedaba
descartado. A ella le encantaba eso.
Valentina se puso de pie, sintiéndose un poco tímida y nerviosa de repente. Sonrió para sus
adentros ante la incongruencia, pensando para sí mientras se bajaba el cierre de los jeans y
salía de ellos que este hombre la hacía sentir cualquier cosa menos experimentada. Se fue su
camisa después, seguida de su corpiño y su tanga. Cuando terminó de desvestirse, se estiró
hasta él, y sus uñas carmesí se dirigieron directamente al cierre de su pantalón.
Él detuvo su mano. Su cabeza dorada se levantó rápidamente, confundida ante tal acción.
“Te tomaré cuando esté listo”, balbuceó, empujándola suavemente con el codo dentro de la
tienda. “Por ahora sólo quiero mirarte mientras terminas con tu tarea”.
Quería disfrutar de su excitación, pensó ella, sabiendo que podía cogerla cuando su
necesidad se volviera imperiosa. Se encontró con que su propio cuerpo respondía a sus deseos,
su clítoris se hinchaba mientras se ponía en cuatro patas, con la cara dentro de la tienda.
“Mmm, muy bonito”, murmuró. “Separa tus piernas un poco más mientras arreglas la
carpa. Todo lo que quiero ver es culo, muslos y una concha pelada”.
Valentina cerró los ojos brevemente ante sus palabras, embriagantes como eran. Se lo
imaginó observando su clítoris inflamada, su vulva acolchonada, y sintió cómo se le juntaba
líquido entre los muslos mientras lo hacía. Sabía que sus ojos estaban clavados en su carne
mojada, podía casi sentirlos marcando su nombre dentro de ella. Lo quería enterrado dentro de
ella tanto que penaba por él, sin embargo él ni siquiera la tocaba, menos aún montarla.
Cinco minutos después ella le anunció que la tienda estaba lista. “Estoy lista”, susurró, tan
excitada que apenas podía respirar, mucho menos hablar.
“Entonces ven y siéntate a mi lado sobre las lonas”, le dijo él con voz ronca.
Valentina cumplió, emergiendo con todo su ser del cobertor de la tienda. Se arrodilló al
lado de él, notando enseguida que a pesar de estar completamente vestido, había liberado su
inflamada erección del confinamiento de sus jeans y la estaba acariciando. Se erguía como si
fuera tallado en acero y cubierto de carne, tan gloriosamente dura y firme.
“¿Puedo chuparlo?”, preguntó con ojos embriagados de pasión, encontrando su mirada.
“En un minuto”, murmuró él.
Neil se reclinó sobre sus codos, su verga apuntando hacia arriba. Estirando su cuerpo y la
parte superior de su torso, se inclinó hacia Valentina y enrolló su lengua alrededor de un
alargado pezón. Ella se estremeció, apretando más su seno contra su cara.
Llevándose el pezón a la boca, Neil chupó plácidamente de él, tirando de él con sus labios,
haciéndolo girar con su lengua, mientras le tomaba la mano y la guiaba hacia su escroto,
instruyéndola sin palabras para que le haga masajes allí.
Dejo ir el pezón con un gemido, encantado con la sensación de su mano sedosa
jugueteando suavemente con las apretadas pelotas dentro del saco. Cayendo sobre su espalda,
puso sus manos detrás de su cuello para soportar el peso de su cabeza, luego la observó con
ojos vidriosos. “Chúpalo, Tina”, murmuró.
Ella obedeció, llevándolo hambrienta hacia su boca como si no hubiera nada en todo el
planeta que quisiera más. Le prestó especial atención a la cabeza de su verga, chupándola
vigorosamente, sabiendo que él era como la mayoría de los europeos, y por eso no estaba
circuncidado, tendría esa parte especialmente sensible.
“Por Dios”.
Neil apretó los dientes mientras sus músculos se apretaban instintivamente del placer casi
delirante. Los sonidos de chupadas que hacía su boca acompañados por el aspecto de disfrute
carnal de su cara hacían que el placer hedonista se volviera terriblemente cercano al dolor.
Respirando pesadamente, trató de adelantarse a sus esfuerzos eróticos con su mano, para
poder montarse a su cuerpo y vaciarse dentro de ella, pero cuando intentó hacer eso su boca
simplemente se cerró más fuerte sobre él y comenzó a chupar más rápido y con más energía.
Era obvio que quería que se acabe en su boca.
“Tina”, dijo apretando los dientes, sus músculos endureciéndose, su vena yugular
abultándose, “me acabo, dulzura”.
Esa afirmación hizo que su chupada se volviera animal, gimiendo mientras su cabeza se
mecía hacia arriba y hacia abajo por su dura erección. Unas uñas largas y rojas envolvieron la
base de su verga mientras unos labios carnosos e hinchados devoraban todo su largo, más y
más, una y otra vez.
"Dios Santo”.
Neil se acabó con un gemido, sus ojos casi cerrados, sus dientes descubiertos. Gritó su
satisfacción a los remotos parajes de las montañas, y el eco retumbó por toda la montaña Cairn
Gorm.
Cuando Valentina lo chupó hasta secarlo, lo vació de todo lo que tenía, su cara se levantó
hasta su línea de visión, y se veía completamente adorable y bastante traviesa. Pudo ver que
estaba satisfecha consigo misma, satisfecha de haberlo llevado a tal punto de vocalización.
Valentina sonrió. “Guau, Neil. Ese grito habría hecho quedar mal a Tarzán".
Habló entre risas y gemidos. “Trabajaré para perfeccionar mis habilidades para colgarme
de las lianas más tarde”.
Ella rió por lo bajo, acostándose en la lona al lado de él. Él la acercó, besando la parte
superior de su cabeza. Envolviendo su cálido y fláccido pene con la mano, suspiró satisfecha
mientras apoyaba la cabeza en su pecho. “En realidad nunca había visto una verga sin
circuncidar”, admitió con una sonrisa en la voz.
“¿No?”. Besó la parte superior de su cabeza nuevamente. “¿Los hombres norteamericanos
están todos circuncidados?”.
“La mayoría, sí”. Ella sonrió. “Sólo he leído sobre hombres como tú en los libros”.
“¿En los libros, eh?”. Lo analizó por un momento. “¿Es allí donde aprendiste también a
chupar tan bien a un hombre sin cortar?”, preguntó, sin querer apresurarse, pero incapaz de
detener el sentimiento de posesión de su voz. “¿De un libro?”.
“En realidad, sí”, respondió, sin que la perturbe su territorialidad, disfrutando de ella
incluso.
El corazón de Neil comenzó a latir fuerte otra vez. Liberó un suspiro mientras besaba su
frente, más satisfecho con su respuesta de lo que quería admitir. “Bien”.
Se quedaron allí recostados en silencio por un largo rato, ambos simplemente disfrutando
de abrazar al otro después de la intimidad que acababan de compartir. Después de un minuto o
dos de este tiempo de conexión no verbal, Valentina fue la primera en hablar.
“¿Sabes?”, dijo a modo de confesión, queriendo compartir las cosas más tontas con él por
una razón u otra, “he estado pensando por algún tiempo que me gustaría probar de escribir
una novela histórica”.
Una ceja oscura se levantó. Él se preguntó por qué ella pensaría en novelas en un momento
como éste. “Me encantan las que escribes ahora. Estoy segura que serás excelente en lo que
intentes hacer”, dijo sinceramente.
Su cabeza se levantó rápidamente. Buscó su cara. “¿Leíste mis libros?”, murmuró.
Él dobló su cuello un poco para poder besar la punta de su nariz. “Sí”.
Ella sonrió, extrañamente complacida con su respuesta. Ninguno de sus ex se tomó el
tiempo de leer su trabajo, mucho menos disfrutarlo. “La razón por la que saqué el tema para
empezar es porque quería que sepas que cuando escriba esa novela histórica voy a ponerle tu
nombre al héroe”.
El cuerpo de Neil se paralizó. Pensó que era el cumplido más maravilloso que le hubiera
hecho una mujer. “Sería un honor”, dijo, casi en un murmullo.
Valentina aclaró su garganta, dándose cuenta de que el ambiente se había puesto
demasiado serio. Solo quería disfrutar de la compañía de Neil por el momento, no considerar
todos estos inexplicables sentimientos de cariño que estaba desarrollando hacia él. “Me
pregunto cómo debería llamarla”, dijo con una sonrisa.
Neil percibió el cambio de estado de ánimo en ella y lo dejó pasar con gracia. Se dio cuenta
de que éste no era el momento para imponer sus propios planes sobre ella. Entonces, pensando
en su comentario por un momento, la apretó suavemente y sonrió. “¿Qué tal Tienes Correo de
Cadena?”.
Los ojos verdes claros de Valentina se abrieron y brillaron antes de que ella lance su
cabeza hacia atrás y se ría. Neil sonrió, preguntándose secretamente si sería posible que un
hombre estuviera más complacido de lo que él estaba en ese momento.
Capítulo 6
Los dos días siguientes representarían las horas más felices y conmovedoras de sus vidas.
Fue en la cima de esta montaña, después de todo, que el cariño por el otro creció a pasos
agigantados y ambos se dieron cuenta de lo que realmente significaba que otra persona les
importe, y cuidar de ella.
Dentro de muchos muchos años, cuando ambas cabezas estuvieran ya plateadas y ninguno
de los dos tuviera un diente natural en sus bocas, la cima del Cairn Gorm sería el lugar al que
sus mentes volverían para recordar la gloria de haberse descubierto mutuamente por primera
vez.
Disfrutaron de esas horas preciosas en la montaña haciendo el amor, tomando largas
caminatas por el bosque, comiendo alrededor de una fogata, y simplemente hablando. Las
historias de Valentina sobre cómo era crecer con dos hippies como padres divirtió a Neil sin
parar, mientras que las historias de Neil sobre sus torpes años de niñez y adolescencia tuvieron
el efecto contrario sobre ella, y Valentina se entristeció por el dolor que la vida le había
impartido injustamente. Nunca se lo dijo, sólo lo tomó de la mano y lo escuchó, percibiendo de
alguna manera que su cariño y su valoración silenciosos eran lo único que necesitaba o quería.
Pero inevitablemente, tal como sucede con todos los momentos mágicos de la vida, su
tiempo en Cairn Gora terminó. Los dos días fueron uno, uno se volvió ninguno, y antes de que
se dieran cuenta, el viaje al Paraíso terminó, y estaban uno al lado del otro en el Lexus de Neil
volviendo a Edimburgo… y a la realidad.
Neil no podía aplacar la creciente inquietud que brotaba en él al no saber qué pasaría entre
ellos cuando volvieran a la civilización. Se preguntaba qué pensaría ella de su vida sensata y
ordinaria, y del grupo de profesores pretensiosos y engreídos que estaba obligado a soportar
en algún que otro evento de la universidad.
Él no lo sabía, pero Valentina miraba por la ventana del asiento del acompañante y mordía
su labio mientras la inquietaba el mismo tema, aunque con un giro diferente. Ella se
preguntaba si Neil tendría lugar en su vida para una artista combativa y apasionada cuando su
vida ya estaba tan bien estructurada y tan claramente privada de las mismas características
que componían su personalidad.
Quizás eso había sido a propósito, pensó algo triste. Quizás él consideró el tiempo que
estuvieron juntos como un encuentro y nada más. Quizás cuando llegaran a Edimburgo él no
querría saber nada más con ella.
Media hora después, el Lexus atravesaba la calle Princes y se detenía frente al Balmoral.
Neil miró rápidamente el hotel donde paraba Valentina y luego volvió a mirarla a ella. "Bueno”,
dijo, haciendo lo mejor de sí para disminuir el efecto de la desilusión que estaba seguro se
notaba en su voz, “aquí estamos”.
Valentina le sonrió mientras abría la puerta del acompañante. “Gracias por traerme”. Ella
sonrió. “Gracias por todo. La pasé estupendo”.
“Yo también”. La mirada de Neil cayó hasta su falda, sus ojos oscuros apreciando por
última vez sus fértiles formas. Respiró hondo y exhaló con un suspiro decidido. Una mujer
como ella, tan vital y llena de vida, nunca estaría feliz con un hombre como él, un hombre que
por donde se lo mire era su antítesis.
Ella podría disfrutarlo por un par de días más, quizás hasta durante toda su estadía en
Escocia, pero inevitablemente lo dejaría y no estaba totalmente seguro de poder manejar eso.
Ya iba a pasarla bastante mal volviendo a su rutinaria existencia.
“Gracias por un fin de semana memorable, Tina”. Aclaró su garganta. “Siempre lo recordaré
con cariño”.
Los ojos verde claro de Valentina chocaron con los de él. Pensó por un momento de
aturdimiento que ella se veía triste, pero un momento después una hermosa sonrisa se
delimitó en su cara y decidió que había estado imaginando cosas.
“Yo también”, dijo ella suavemente.
Incapaz de resistirse, Neil cruzó el espacio que los separaba y la besó suavemente en los
labios. Ella lo besó, deslizando la lengua dentro de su boca, frotándola contra la suya. Y
después, casi como por arte de magia, ella se había bajado del Lexus y se había ido.
Neil miró a Valentina entrar al hotel, sintiéndose más solo y triste de lo que nunca se había
sentido antes. Suspiró. No podía deshacerse de la sensación de que había perdido lo mejor que
le había pasado en su vida.
Capítulo 7
“Te ves como si alguien hubiera matado a tu mejor amigo”.
Neil levantó rápidamente la cabeza al escuchar el sonido de la voz de su amigo y colega.
Sentado detrás de su escritorio en su oficina de la universidad, señaló la silla vacía del otro
lado, indicándole que podía sentarse allí. “Buenos días, John. No te había visto desde que te
fuiste de vacaciones a Roma. ¿Qué tal estuvo el viaje?”.
“Genial”. John Hastings, vestido con el mismo traje sensato de profesor de pantalones de
tweed, camisa formal y chaqueta que Neil llevaba, asintió a su amigo mientras se levantaba los
pantalones a la altura de la rodilla y se sentaba. “Este trimestre tengo una clase sobre derecho
romano, así que el viaje me vendrá bien. Pasé algunos días visitando las bibliotecas de derecho
allí, viendo las reliquias de primera mano. Fue excelente”.
Neil pensó que sonaba terriblemente aburrido en comparación con los tres días que él
pasó en el Edén, pero decidió no decir nada. No tenía sentido cambiar el buen humor de John
sólo porque el suyo había estado por el suelo los últimos tres días sin Valentina. “Me alegro de
que la hayas pasado tan bien, entonces”.
“Yo también”. John analizó su cara por unos instantes antes de decir nada más. Estiró la
mano hacia él mientras se acomodaba mejor en el asiento. “Bueno. ¿Qué te traes?”.
Sorprendido, Neil levantó la vista. Se le ocurrió que quizás se veía algo distraído. No es que
no lo estuviera. “¿Qué quieres decir?”.
John suspiró. “Vamos, hombre. Te conozco desde que estábamos juntos en la universidad.
¿Qué está pasando? ¿Por qué te ves tan endemoniadamente deprimido?”.
“¿Me veo deprimido?”, preguntó, esperando parecer sorprendido.
John reaccionó simplemente suspirando otra vez.
“Muy bien, muy bien”, dijo Neil, suspirando un poco él también. Levantó los lentes de
marco dorado sobre el puente de su nariz y miró a su más viejo amigo. Sacudió la cabeza,
tratando de quitarle un poco de peso a la situación. “Es una mujer”.
“¿Una mujer?”. John analizó su cara con curiosidad. “Margaret no parece ser de las que
hacen deprimir a un hombre. Sin ofender al ratón, pero yo…”
“No estoy hablando de Margaret. Ella me dejó hace una semana, de hecho".
John levantó las cejas rápidamente. Se inclinó más sobre el escritorio de Neil y sonrió. “El
ratón juntó el coraje para dejarte, ¿eh? Cuéntame. Y mientras tanto asegúrate de contarme
sobre esta otra mujer”, Su sonrisa era contagiosa. “Quiero los detalles”.
Neil meneó la cabeza ante el extraño humor de su amigo, pero le dio los detalles que
quería. Le contó de cuando conoció a Valentina en la tienda Jenners, cuando Margaret terminó
con su relación esa misma tarde, y cuando juntó el coraje para seguir a Valentina Jason-Elliot
hasta Strathy Point.
Veinte minutos después, cuando la historia concluyó frente al Balmoral, John juntó las
palmas de las manos y lo miró detenidamente. “Estoy asombrado”, confesó.
Neil asintió resoplando. “Yo también”. Suspiró. “No puedo creer que tuve el coraje de
seguirla en primer lugar, mucho menos…”
“Eso no es lo que me asombra”. John sonrió. “Aunque descoloca un poco a uno”.
Neil lo miró extrañado. “¿Entonces qué es exactamente lo que te resulta tan asombroso?”.
La expresión en la cara de su colega indicaba que debió haber sabido la respuesta. “Que la
hayas dejado irse de tu vida tan fácilmente, por supuesto. Ni siquiera hiciste el intento de ver si
las cosas podrían haber seguido avanzando”.
“¿Para qué, John?”. Rió por lo bajo, menospreciándose. “No soy el mejor ejemplo de un
hombre con una vida emocionante. ¿Puedes imaginarte a alguien como Valentina Jason-Elliot,
con todo lo que te he contado sobre ella y su estilo de vida, siendo feliz a largo plazo con un
profesor de matemáticas?”.
“¿Y por qué mierda no?”, respondió John incrédulo. “No hay nada de malo en eso, carajo”.
“Es aburrido”, dijo Neil claramente, enunciando perfectamente cada palabra. “Yo soy
aburrido”. Hizo un gesto de desinterés con la mano. “No hablemos más del tema. Estoy
tratando simplemente de sacar lo que pasó el fin de semana de mi cabeza y seguir adelante
como antes”.
John suspiró, meneando la cabeza levemente. “Si eso es lo que realmente quieres…”. Habló
con voz afectada, demostrando que no creía que Neil quisiera eso en realidad.
“Por supuesto que no es lo que quiero”, replicó, “pero tampoco soy propenso a
complacerme demasiado con una vida de fantasía demasiado activa”.
“A mí me parece que tienes miedo”.
“¡Eso dolió! ¡No tengo miedo!”.
“¿No?”. John juntó las cejas con descreimiento. “Entonces levanta el teléfono y llámala”.
Neil no supo qué decir a eso. Miró sobre su escritorio y comenzó a jugar distraídamente
con dos clips que estaban allí. “Estoy seguro de que está ocupada”, murmuró.
“A-há”.
Sus orificios nasales se agrandaron. “No tengo miedo”, dijo Neil apretando los dientes. “Soy
simplemente… realista”.
“A-há”.
“¡Carajo, deja de decir eso ya!”.
John se acercó rápidamente al escritorio. “¿Sabes qué pienso?”.
“No. Pero estoy seguro que me lo estás por revelar”.
“No seas tan sarcástico, Dr. Macalister”. John inclinó su cabeza y fue al punto. “Creo que la
mujer te parece inalcanzable, y estas dejando que tu miedo a que ni se le pase por la cabeza
enamorarse de un profesor de matemáticas ordinario te está pudriendo la cabeza. Lo que te
estás olvidando, sin embargo, es que ella es una persona común, como cualquier otra”.
Neil miró para otro lado. “Gracias por ese fascinante comentario sobre mi sórdido estado
mental. Siempre lo recordaré con cariño”.
John suspiró, poniéndose de pie. “Ey, lo intenté”.
Neil lo miró irse, sintiéndose decididamente desolado. No había sido necesario contestar
mal a su más viejo amigo porque no estaban de acuerdo en una cuestión sobre una tal
Valentina Jason-Elliot. “¿John?”.
“¿Sí?”. Se dio vuelta y lo miró.
“Gracias”. Él sonrió. “Pensaré en lo que me dijiste”.
“De nada”. John sonrió al abrir la puerta de la oficina. “Esperemos que sigas mi consejo y la
llames”.
*****
Más tarde, esa noche en su departamento, Neil miraba al teléfono pensativo, presintiendo
que era su destino levantar la maldita cosa, pero presintiendo también que odiaría el resultado
de esa acción. “Mierda”, murmuró mientras alcanzaba el auricular y marcaba el número del
Balmoral en el teclado.
Era un idiota, decidió. Un maldito y estúpido idiota.
“Balmoral. ¿En qué puedo ayudarlo?”.
Aclaró su garganta, sintiéndose nervioso ya aunque solamente estaba hablando con un
miembro del personal del hotel. “Con la habitación de Valentina Jason-Elliot, por favor”.
“Lo siento, pero esa es una línea bloqueada. Sólo puedo comunicarlo si su nombre está en
su lista de llamadas aprobadas. “¿Cómo es su nombre, señor?”.
Neil suspiró, con el corazón golpeando en su pecho . “Neil Macalister, pero estoy seguro de
que no estoy…”
“Veo aquí su nombre, Dr. Macalister. Un momento que lo comunico”.
Neil estaba demasiado atónito como para reaccionar. No tuvo tiempo para adaptarse a ese
dato potencialmente revelador tampoco, ya que en un momento un cierto bombón de Georgia
estaba hablando en la conexión, y su voz humeante le produjo una erección instantánea.
“¿Hola?”.
Neil abrió la boca para hablar, pero no le salió nada.
“¿Hola?”, preguntó de nuevo.
La mente de Neil fluyó en mil direcciones diferentes, mientras trataba de pensar en una
excusa creíble para haber llamado, y con suerte una que no sonara demasiado patética. Aclaró
su garganta. “¿Tina? Habla Neil”.
“Hola, Neil”.
¿Era emoción lo que escuchó en su voz? Se movió inquieto en la silla, su erección
punzantemente dolorosa. “Se me ocurrió algo después de dejarte en el hotel hace unos días y
esperaba que pudiéramos hablar de eso”.
“¿Ah? ¿Y qué es?”.
Sí…¿qué es?, se preguntó a sí mismo sombríamente. Nunca había sido muy bueno para
improvisar, por decirlo así, pero en ese momento supuso que su actuación era menos estelar
que nunca. “Nosotros eh… nosotros…”
“¿Sí?”.
“Nosotros no usamos ningún tipo de protección”. Eh, pensándolo bien, no habían usado. Se
entusiasmó con su tema, decidiendo que era la excusa perfecta y creíble para llamar. Aclaró su
garganta. “Quería asegurarte que estoy perfectamente saludable y sin ningún tipo de
enfermedad”.
Valentina se quedó sin aliento. “¡Dios mío, no puedo creer que se me escapó! Nunca me
comporté tan imprudentemente en toda mi vida”, dijo como si no lo pudiera creer. “Gracias por
llamarme para avisarme. Estoy segura de que tarde o temprano me habría dado cuenta y me
habría preocupado. Ah, y a todo esto, conmigo es igual. Tengo un prontuario sanitario limpio”.
Bueno, pensó Neil con pesimismo, hasta aquí llegó la conversación. “Nunca lo dudé”.
“Creo que debí haberte dicho también que tomo pastillas, así que no es necesario
preocuparse por si quedé embarazada tampoco”.
Neil deseó que las noticias lo alegraran, pero se encontró con que sólo servían para hacerlo
sentir mucho peor. “Excelente”. Suspiró, sin poder pensar en otra maldita cosa que decir.
Decidió que si juntaba el coraje para volver a llamarla estaría preparado con apuntes la
próxima vez. “Bueno”, dijo, “creo que debo dejarte, entonces”.
Ella dudó por un momento. “Gracias por llamar”.
“Por nada”. Jugó nerviosamente con el cable del teléfono. “Adiós, entonces”.
“Adiós”.
Neil colgó el teléfono, sintiendo una curiosa mezcla de emoción y depresión. Emoción por
haber hablado con ella de nuevo, depresión porque ahora sabía con toda certeza que ella no
golpearía a su puerta uno de estos días, embarazada y exigiéndole que haga algo honorable y se
case con ella.
Frunció el ceño. Malditas, asquerosas, putas píldoras de mierda.
Capítulo 8
Valentina estaba sentada en la tienda de Ballast que había sido erigida dentro del
perímetro del Festival de Edimburgo con los otros autores de Ballast, firmando autógrafos y
haciendo lo mejor de sí para vender copias de El Grito antes de que su próximo lanzamiento
llegue a las librerías a fin de mes. Su cabeza se levantó rápidamente cuando su visión periférica
se chocó con un par de pantalones de tweed color camel, pero se desilusionó al verlos sobre un
hombre de cabello claro en lugar de cierto hombre de pelo oscuro que parecía no poder
olvidar. El extraño era guapo, pero no era Neil.
Habían pasado cuatro días desde que llamó, una semana desde que lo vio por última vez.
Lamentablemente, el tiempo no la ayudaba a calmar la sensación de pérdida para nada.
“Esperaba conseguir un autógrafo”. El hombre de cabello claro le sonrió. “Ya tengo este
libro, pero qué importa, otra copia no me va a hacer pobre”.
Valentina sonrió. “Me alegra escucharlo. ¿A quién se lo dedico?”.
“John Hastings”. Él sonrió, mirándola a los ojos para ver su reacción. “Soy amigo y colega de
Neil Macalister".
No se desilusionó. Sus ojos verde claro se agrandaron, reveladores, pensó, mientras volvía
su mirada al libro.
“¿Y cómo anda?”, preguntó un poco demasiado indiferente mientras escribía en el libro.
“Como la mierda”, dijo bruscamente. Valentina levantó rápidamente la cabeza, y John le
sonrió. “Así que, si existe la más mínima posibilidad de que tú te sientas igual, quizás deberías
llamarlo”.
Buscó su mirada. “¿Te envió Neil hoy aquí?”.
“No”.
La respuesta de John la descorazonó.
“A decir verdad, yo vivo aquí a la vuelta y decidí salir a dar un pequeño paseo. Cuando vi la
tienda de Ballast, pensé en pasar a saludar”.
Ella suspiró, pasándole el libro autografiado. “¿Qué te hace pensar que Neil quiere que lo
llame?”.
“Como te dije, se siente como la mierda. Desde el día en que su pequeño…” aclaró su
garganta, “…romance terminó”.
“¿De verdad?”, preguntó en voz baja.
John rió por lo bajo. “Sí, de verdad”. Miró su reloj y volvió a mirarla a ella. “Si puedes tomarte
un descanso de unos minutos, me dará mucho gusto invitarte a tomar algo y contártelo todo”.
Valentina sonrió. Asintió, y se puso de pie lentamente. “Hecho”.
*****
“Me dejas atónita”. Haciendo girar su Ruso Blanco en el vaso distraídamente, Valentina
encontró la mirada de John, “He andado deprimida por ahí toda la semana, pensando que no
quería saber nada conmigo. ¿Y ahora apareces tú y me dices que es porque él piensa que es
aburrido?”. Ella meneó la cabeza, desconcertada. “Si hay algo que Neil no es, es aburrido. ¿De
dónde sacó una idea como ésa?”.
John rió por lo bajo mientras apoyaba su vaso de vino sobre la mesa del pub. “Los hombres
son criaturas notablemente extrañas. Parece que no podemos evitarlo”.
Sonrió ante eso, sintiéndose más alegre de lo que se había sentido en días. “Te debo una
grande. Si no fuera por ti, nunca me habría enterado de nada de esto. Neil no parecía querer
verme de nuevo, por eso es que no quise ponerle presión al asunto”.
“¿Y ahora?”.
Su sonrisa apareció lentamente y llena de malicia. “Y ahora voy a probarle al Dr. Macalister
que es cualquier cosa menos gris y sensato”.
John levantó su copa de vino, brindando por eso. Él sonrió. “Me temo que cuando todo esté
dicho y hecho tendré que presionar a Neil para que me cuente los detalles pecaminosos”.
Ella brindó con él con el Ruso Blanco. “Serán muy buenos. Tengo una atracción por lo
dramático. Parece que no puedo evitarlo”. Ella rió por lo bajo. “Es de familia”.
Capítulo 9
Neil se levantó los anteojos de marco dorado sobre el puente de su nariz mientras se
dirigía al salón. Sus ojos fueron y vinieron desapasionados por el grupo de estudiantes,
notando enseguida que tenía la clase completa, con unos treinta o más. Abrió el maletín al
llegar a la tarima y tomó de allí la lista. “James O’Donnell”.
“Presente”.
“Marion McKenna”.
“Presente”.
Y así siguió por otros treinta y tantos nombres hasta llegar al fin de la lista. “¿Me faltó
nombrar a alguien?”, preguntó mientras empujaba sus anteojos sobre el puente de su nariz
nuevamente.
Vio una mano levantarse con su visión periférica. “A mí”.
“¿Su nombre?”, preguntó al levantar la vista. “¿Cuál es su…?”
A Neil se le atoró la respiración en el fondo de la garganta cuando se dio cuenta de quién
era la estudiante misteriosa. Ella se comportaba como si no estuviera pasando nada fuera de lo
común. Demonios, actuaba como si ni siquiera lo reconociera.
Valentina estaba vestida con una camisa desenfrenadamente apretada que exhibía su
impresionante busto y los bordes de sus pezones, y una pequeña y ajustada falda que la cubría
hasta la parte superior de los muslos. Completaba el conjunto totalmente blanco un par de
zapatos de tacos, que la llevaban cerca de sus seis pies de altura. “¿Cómo es su nombre?”,
preguntó tan calmadamente como pudo.
“Valentina Jason-Elliot”.
“Bien”. ¿Qué hacía aquí?, se preguntó. ¿Qué estaba haciendo? Hizo como que anotaba el
nombre, mientras su corazón latía dramáticamente en su pecho. “La he agregado a la lista”.
Requirió un esfuerzo descomunal, pero de alguna manera u otra Neil se las arregló para
comenzar su clase. Girando hacia la pizarra, comenzó a anotar nombres y fechas, dándole a los
alumnos una breve historia de las matemáticas. Bueno, pensó deprimido mientras continuaba
anotando, si no lo consideraba un total y absoluto aburrido antes de este momento, sin duda lo
haría luego de escucharlo pontificar sobre la utilidad del cálculo en las ciencias.
“Entonces”, siguió monótono mientras regresaba a la tarima y continuaba con su clase, “el
que abrió el camino para los cálculos diferenciales e integrales fue Isaac Newton…” Sus labios
seguían moviéndose, vomitando fechas y datos, pero su mente estaba agitada, y por eso su
mirada se dirigió hacia la causante de esto.
Neil vio con fascinación y stupor, sin poder hacer nada para detenerla, sin poder desviar la
atención de él, mientras Valentina abría lentamente sus muslos, revelando el hecho de que no
llevaba puesta bombacha. La carne húmeda y pelada relucía desde la primera fila de bancos y
él tenía que mirar hacia otro lado para no quedar como un tonto. Su pene estaba tan duro que
temió que explotara.
Continuó con su clase, sin moverse de la tarima ahora por miedo a que algún estudiante
notara su dura erección. “Siguiendo la tesis de Sir Isaac Newton…”. Se merecía una medalla por
su fortaleza, por ser capaz de resistirse a mirarla, pensó para sí.
Pero, por supuesto, Neil no pudo más con el suspenso. Tenía que saber qué tramaba, tenía
que ver por sí mismo qué estaba haciendo ahora. Contra su voluntad, sus ojos se desviaron una
vez más hacia el banco de Valentina, agrandándose ante su descubrimiento.
Se estaba manoseando. Allí mismo, en su banco. Justo frente a él, mientras daba clases.
Pensó que había planeado bien dónde sentarse, sobre la derecha como estaba, porque podía
masturbarse su gloriosa concha sin que nadie más que él lo pudiera ver.
Unas uñas rojo sangre se arrastraban alrededor de sus pliegues labiales, abriéndolos de
par en par para que él la inspeccione. Tomó su inflamada clítoris entre el dedo índice y el
mayor, y comenzó a masajearla con movimientos circulares. Sus ojos verde claro estaban
vidriosos cuando levantó la vista para mirarlo, sosteniéndole descaradamente la mirada
mientras estaba allí sentada en el salón de clases y se masturbaba.
Y de alguna manera continuó hablando, de alguna manera continuó atrayendo la atención
de la clase hacia sí y la mantuvo, de alguna manera se las arregló para no mirar hacia donde
estaba esa concha exquisitamente mojada lo suficiente como para no despertar sospechas. “…lo
que resultó en la implementación del cálculo como lo usamos hoy en día…”
No supo cómo puso cara de nada, no supo cómo se las arregló para abstenerse de explotar
en sudor, porque todo lo que necesitó fue un vistazo de su conchita para volver a funcionar del
modo primitivo en el que había pasado todo ese fin de semana maravilloso. “Si pasamos ahora
a la página…”.
De alguna manera u otra pudo terminar la clase, se las arregló para actuar como si nada
estuviera mal por otros veinte minutos, aún cuando Valentina siguió manoseándose todo ese
tiempo. No paró un instante, notó, no hasta que él dijo que la clase había terminado y que los
vería el miércoles.
“Señorita Jason-Elliot”, dijo, asombrado al sonar tan calmo. “Me gustaría que se quede
después de clase así hablamos de sus horarios este semestre”.
“Por supuesto”, contestó ella, sonando para todo el mundo como si no pasara nada fuera de
lo común.
Para cuando el último estudiante había salido del salón de clases y había cerrado y trabado
la puerta detrás de él, Neil había soportado tanta tortura como podía resistir. Acechó el
escritorio que Valentina había ocupado sin decir una palabra, y notó que ahora estaba parada
al lado de él, y no sentada.
Bajando el cierre de sus pantalones, dejó salir su dura erección con un solo movimiento y
levantó su falda hasta las caderas con otro. Sus ojos se pasearon pensativos sobre la afeitada
conchita mientras sus manos levantaban su apretada camisa sobre sus senos, liberándolos para
las palmas de sus manos. Se quedó sin aliento mientras los levantaba, sus ojos achicándose de
deseo y sus pulgares frotando sus pezones.
“Date vuelta”, dijo suave pero drásticamente.
Soltó sus senos cuando lo obedeció, dejándola darse vuelta en semicírculo y abrir sus
piernas para que él pueda aparearse desde atrás. Se inclinó sobre el banco tanto como pudo,
cerrando los ojos, anticipándose mientras levantaba su trasero en el aire.
Valentina se quedó sin aliento cuando su larga y dura verga penetró su húmeda carne por
atrás. “Neil”. Gimió mientras la tomaba, haciendo sonidos de placer cuando levantaba sus senos
desde atrás y jugaba con sus pezones mientras la cogía.
Neil apretó los dientes mientras montaba su cuerpo, bombeando arriba y abajo en su
estrecha abertura con largos y agonizantes movimientos. Sus dedos tiraban y pellizcaban sus
pezones mientras la arremetía, una y otra vez, estrujando su cuerpo con orgasmo tras orgasmo.
“Ay, Dios”.
“¿Se siente buena mi verga?”, murmuró en su oído, mientras sus pelotas golpeaban contra
ella mientras machacaba duramente dentro de ella. “¿Sí?”, dijo entre dientes, con la quijada
apretada.
“Sí".
Neil tiró de sus pezones de nuevo, como a ella le gustaba, como recompensa a su respuesta.
Ella gimió, haciendo que él arremeta más profundo y más rápido.
“¿Se portó mal mi conchita esta semana?”, preguntó casi por casualidad mientras la
embestía otra y otra vez. “¿Ha cogido con alguien más?”.
“No”. Iba al encuentro de sus embates, vorazmente encantada con cada minuto de ello.
Él rotó sus caderas y la ensartó con más fuerza, mientras sus dedos aún tiraban y
pellizcaban sus alargados pezones. “Te daré más verga, entonces”, gruñó, “ya que has sido una
niña buena mientras no estuviste conmigo”.
Hizo honor a sus palabras, llevando su duro cañón dentro de ella más y más, una y otra vez,
haciéndola acabar más veces y más violentamente de lo que antes pensó que sería posible.
Valentina cerró los ojos y sonrió, queriendo que él la siga cogiendo por siempre, queriendo
que él la embista hora tras hora, pero percibió que su orgasmo estaba cerca. Iba al encuentro
de sus embates con voracidad, golpeando su trasero contra él, gimiendo mientras él estrujaba
su concha y la dejaba empapada.
“Tina”.
Y luego se acabaría, gimiendo mientras la embestía por última vez. Soltó sus senos,
agarrándola de las caderas y hundiendo los dedos en ellas, mientras eyaculaba su orgasmo bien
adentro de su cuerpo.
Neil apenas podía respirar, mucho menos moverse, así que la mantuvo allí por un buen
rato, inmovilizada contra el banco y unida a él en su carne mientras recobraba la consciencia.
Cuando la dejó levantarse un momento después, ella giró para mirarlo, con una sonrisa
estirando sus labios. Se veía adorablemente lujuriosa, pensó, sus ojos grandes y luminosos
contrastando con su camisa que había sido levantada sobre sus senos y la falda montada en sus
caderas.
“Los lentes te dan un toque excitante, Neil, pero creo que la próxima vez deberías
sacártelos”. Se separó de él. “No tiene sentido que se rompan”.
¿La próxima vez?, pensó esperanzado.
Se bajó la ajustada camisa para ocultar sus senos, luego hizo lo mismo con su falda,
escondiendo su pelada concha de su vista. “Tienes otra clase en una hora, ¿no? Al menos eso
dijo John. Será mejor que te prepares”.
Neil sacudió la cabeza para aclarar sus ideas. Le estaba costando volver a funcionar en la
modalidad de profesor cuando la mujer de sus sueños entró sin prisa a su clase, lo sedujo y lo
cogió hasta dejarlo inconsciente. “S-sí”, tartamudeó, prevaleciendo en sus pensamientos. “Sí,
por supuesto”.
Ella sonrió, colgándose el bolso sobre el hombro mientras caminaba plácidamente hacia la
puerta. “Nos vemos luego, entonces”.
“¿Luego?”. Aclaró su garganta mientras ponía su saciado pene dentro de los pantalones y
levantaba el cierre. “¿Luego cuándo?”.
La mano de Valentina se paralizó sobre el picaporte. Lo miró sobre el hombro mientras
abría la puerta. “Pronto”.
Él asintió.
“Ah, y Neil”, dijo mientras abría la puerta, deteniéndose cuando ya estaba entreabierta.
“Una cosa más”.
El buscó sus ojos. “¿Sí?”.
“Eres cualquier cosa menos aburrido”. Sonrió lentamente. “Pero si consideras aburrido lo
que acabamos de hacer, ten la libertad de aburrirme hasta las lágrimas cuando quieras”.
Neil la observó irse, dándose cuenta de que de alguna u otra manera John la había
encontrado y había hablado con ella. No había otra explicación.
Con una sonrisa estirando los rincones de su boca, se sacó los anteojos de marco dorado y
los lanzó al cesto de desperdicios mientras salía del salón de clases dando largos pasos.
Capítulo 10
“Maldición”. Neil masculló en voz baja mientras pescaba sus lentes del cesto de
desperdicios. Pensó que debió haber esperado para completar el gesto simbólico de deshacerse
de lo viejo y comenzar de nuevo hasta haber terminado con las clases del día.
Se había dado cuenta, casi desde el comienzo de su última clase, que no podía comprender
ni su propia letra ilegible sin ayuda visual. Le quedaba una sola clase hoy y los lentes de
contacto que usó en las montañas habían quedado en su departamento.
Neil recuperó los anteojos, notando agradecido que no habían tirado desperdicios de
ningún tipo sobre ellos. Como era un fastidioso sin remedio, sin embargo, no pudo evitar
llevarlos al baño de hombres y darles una buena enjuagada.
Parado frente al lavabo mientras secaba sus lentes, se miró a sí mismo en el espejo.
Empujando los lentes de marco dorado sobre el puente de su nariz, notó por primera vez que
ya no se veía bien con ellos.
Había cambiado. Ella lo había cambiado. Nada era lo mismo ya, ni lo sería alguna vez.
Sonrió para sí, dándose cuenta de que no le importaba eso. Luego frunció el ceño,
preguntándose qué significaba eso exactamente, y si era la intención de Valentina Jason-Elliot
ser parte permanente de su nueva vida.
*****
Sentada a la mesa en la habitación de su hotel, Valentina tomó un sorbo pensativamente
del vaso de Merlot mientras consideraba su próxima maniobra. Cuando decidió ir a la
universidad esta mañana, un pequeño estremecimiento de duda la asaltó antes de llevar a cabo
la seducción. Si John hubiera estado equivocado en sus presunciones, después de todo, ella se
habría sentido como una tonta.
Pero no. John había estado en lo cierto. Neil todavía la deseaba. Estaba segura de eso ahora.
El problema, como lo veía ella, era conseguir que un cierto profesor de matemáticas testarudo
se de cuenta de que estaban hechos el uno para el otro.
No quería que hubieran dudas entre ellos, no quería que él se preguntara constantemente
si el vínculo que habían formado en las montañas había sido un evento fortuito. Ella lo deseaba,
a todo él, y quería que él la deseara tanto que se sobrepusiera a todas sus dudas al respecto y la
buscara.
Entonces decidió seducirlo… y seguir seduciéndolo hasta que no pudiera soportar la idea
de pasar un día sin verla. Supo que la misión estaría cumplida cuando él no pueda esperar que
ella venga a él y, en cambio, vaya precipitadamente a buscarla.
Con la mayoría de los hombres, ése gesto no hubiera querido decir nada, pero con Neil se
dio cuenta de que era exactamente lo contrario. Cuando viniera a ella, cuando ya no pudiera
soportar la separación, allí sería cuando sabría que él era suyo… enganchado con anzuelo, línea
y plomada.
Valentina levantó el vaso de vino hasta sus labios y tomó un sorbo lentamente. Iba a
seducirlo nuevamente. Era sólo cuestión de cuándo y como.
Capítulo 11
Dos noches más tarde, formalmente vestido con esmoquin y pollera kilt, Neil conversaba
cortésmente con un colega de matemáticas sentado a su derecha en la sala de banquetes de la
Universidad de Edimburgo. No podía esperar que termine la aburrida cena, queriendo como
quería volver a su departamento y arreglar sus tumultuosas ideas en privado.
Había pensado que Valentina no querría saber nada con él después de volver de Cairn
Gorm, pero se había equivocado por una vez. Ella lo vino a buscar y lo sedujo en su propio
salón de clases. Pero luego desapareció y no volvió a saber de ella desde entonces. No estaba
seguro de cómo interpretar eso.
Después de esa mañana dos días atrás cuando la tomó sobre el banco, Neil pasó con su
auto por el hotel de ella esa noche y pensó en entrar. Pero no lo hizo. Finalmente, no pudiendo
decidir qué hacer, simplemente se sentó en su auto, mirando pensativamente por la ventana
del Lexus, con sus emociones desordenadas.
Él estaba cambiando, la vida estaba cambiando. Se sintió como un convicto tratando de
decidir si intentaría escaparse o no.
“Ah, allí estás. Y veo que me has reservado un asiento”.
Neil suspiró con alivio, agradecido de que John Hastings finalmente había aparecido. Su
llegada dio a Neil la excusa perfecta para dejar de charlar con el aburrido profesor sentado a su
derecha. “Hola, John. Que bueno que finalmente pudieras venir” le dijo con mordacidad.
“Como si alguno de nosotros pudiera elegir”, dijo John en voz baja mientras se sentaba a la
izquierda de Neil. Se calzó una sonrisa mientras inclinaba su cabeza a la esposa de un profesor
titular. “El deber nos llama”.
“Mmm, sí”. Neil sonrió, y cruzó miradas con su amigo. “No hay nada como una reunión
universitaria para desacelerar un día ya gris, siempre lo digo”.
“Se está por poner más gris”. John suspiró. “El Profesor Hamilton se está acercando al
escenario”.
“Ay, qué felicidad”, dijo Neil secamente. “Espero que nos cuente la historia de cómo se hizo
amigo de la Reina Isabel cuando estuvo en Londres. Solamente la hemos escuchado
unas…¿qué? Dieciocho o diecinueve veces”.
John rió suavemente por lo bajo, luego hizo una mueca cuando el Profesor Hamilton
comenzó a hablar. “Parece que serán veinte”.
Sin otra opción, los dos hombres dirigieron su atención al escenario y escucharon la
aburrida voz de Hamilton. Neil se encontró con que su mente se evadía, una reacción natural al
más puro aburrimiento, pensó.
Sus pensamientos se dispersaban, pero los encontró solidificándose alrededor del enigma
de una mujer en particular. No pudo dejar de pensar en qué estaría haciendo Valentina en ese
momento. Y tan importante como eso, con quién lo estaría haciendo.
Neil se perdió en sus pensamientos tanto que le llevó un buen rato a su cerebro registrar
que algo fuera de lo común estaba pasando, algo que no esperaba para nada. Y que eso estaba
ocurriendo justo en su mesa…
O, más precisamente, justo debajo de su mesa.
Neil se mantuvo quieto, mientras unas gotas de transpiración brotaban de su frente,
mientras una boca muy cálida y lujuriosa envolvió su verga y la llevó toda hacia adentro. Él
conocía bien a esa boca porque se la había chupado muchas veces antes, pecaminosamente
deliciosa en su habilidad. Podía tener los ojos tapados y mil mujeres diferentes turnándose
para darle placer y aun así podría distinguir una mamada de Valentina sin ninguna dificultad.
Tan discretamente como era posible, Neil miró para abajo hacia su falda, corrió un poco el
mantel a un lado, y vio una lengua larga y rosada salir disparada entre dos labios carmesí para
chupar su sensible cabeza. Se puso duro como el acero en un instante.
Volviendo a acomodar el mantel, Neil respiró hondo mientras miraba alrededor del salón y
pensaba cómo diablos sobreviviría a este banquete. Podía sentir como la leche se formaba en
sus pelotas, sabía que iba a salir una gran cantidad. Incluso podía sentir que su respiración se
volvía pesada, su corazón latía a un ritmo desmesurado, aunque él hacía lo mejor que podía
para aplacarlo.
Neil cerró los ojos por un instante cuando Valentina comenzó a mamarlo hasta que le llegó
a la garganta. Sus orificios nasales se agrandaron. Podía sentir sus labios sobre la base de su
verga, sentirlos acariciarlo con movimientos suaves y ascendentes, sentirlos detenerse en su
cabeza y chuparla con energía. Sintió que los dedos de los pies se le encogían y los músculos se
le endurecían mientras hacía lo mejor que podía para no gemir en voz alta.
A su derecha, el Profesor Atchinson le murmuró algo a Neil en voz baja. Todo lo que pudo
hacer fue sonreír y asentir en respuesta antes de darse vuelta para mirar el escenario una vez
más en un esfuerzo por esconder de alguna manera sus expresiones faciales.
Se secó el sudor de la frente mientras las manos de Valentina comenzaban a masajearle los
músculos de los muslos. Respiró hondo cuando ella hizo una pausa para mordisquear
suavemente su cabeza, luego retomó la chupada.
Luego se volvió animal, chupando su verga con rápidos movimientos hacia arriba y hacia
abajo. Voraz. Insaciable. Queriendo su leche, queriendo que eyacule en su boca allí mismo,
debajo de la mesa.
Su chupada se volvió más y más rápida, y más rápida aún. Neil cerró los ojos y respiró
profundo, rogando por primera vez que Hamilton siguiera hablando para que todos los ojos
siguieran fijos en él, sobre el escenario.
La chupada se intensificó sobre la cabeza de su verga, toda la considerable habilidad de
Valentina concentrada en esa área tan sensible de su hombría. Unos dedos se unieron para
masajear sus pelotas, y Neil supo que estaba inevitablemente cerca de acabarse.
Podía imaginarse cómo se veía, podía ver su cabeza dorada meciéndose hacia arriba y
hacia abajo por su cañón en su mente. Conocía el aspecto de éxtasis carnal que sería intrínseco
a sus rasgos faciales, sabía cómo se verían esos labios carnosos mientras se hacían un festín
con él. Ya no podía soportarlo más.
El discurso de Hamilton llegó a su fin y estallaron los aplausos justo a tiempo para acallar
el pequeño gemido que Neil no pudo suprimir. Eyaculó dentro de su boca expectante una, dos,
tres veces, una erupción de esperma aparentemente interminable, mientras sus músculos se
apretaban fuerte y su quijada se endurecía.
“Gracias a Dios que terminó”, murmuró John a su lado. “Fue un discurso condenadamente
aburrido”.
Neil respiró hondo para afianzarse. Se había acabado tan duramente que se sentía al borde
del desmayo. Y ahora ella le chupaba el pequeño orificio de su verga, sus labios y lengua lo
limpiaban vorazmente hasta secarlo. Apretó los dientes. “Aburrido… en verdad”.
Capítulo 12
Neil se despertó la mañana siguiente con una rígida erección. Mientras se levantaba
tambaleando y desnudo, deseó que una cierta mujer estuviera acostada a su lado para que
pudiera hacerse cargo del asunto por él. Pero no estaba. Tal como lo había hecho la mañana
que lo sedujo en el salón de clases, también desapareció después de chupársela hasta dejarlo
medio muerto en el banquete de la noche anterior.
No se quedó con una mamada. Siguió y le dio otra. Seguía asombrado de que casi a los
cuarenta se podía poner tan duro tan rápido y producir tan enormes cantidades de leche por
esta mujer increíblemente excitante.
Neil caminó hacia el baño, abrió la ducha y se metió debajo, lavándose rápidamente el
cuerpo y el cabello. Tenía trabajo que hacer hoy en la oficina, pero Dios sabía que iba a ser
difícil en el mejor de los casos, imposible en el peor, mantener su cerebro concentrado en las
matemáticas.
Cerrando el agua, se secó con la toalla, con cuidado de no lastimarse al hacerlo. Su erección
estaba bastante grande y dolorosamente inflamada. Colgándose la toalla en el hombro, Neil
caminó hasta el dormitorio con pisadas suaves, con su cabeza hecha un caos.
Quería ir a ella, quería encontrarla. La necesitaba.
Lo que deseaba de Valentina era más que sexo, más que montar su cuerpo y cabalgar su
carne hasta perder la consciencia. Quería todo de ella… corazón, alma, y también cuerpo.
Quería lo que compartieron en Cairn Gorm y quería que dure por siempre.
Pero, ¿la haría feliz a la larga?, se preguntó por enésima vez. ¿Podría una apasionada mujer
de veintinueve años permanecer feliz viviendo su vida con un reservado profesor de
matemáticas diez años mayor?
Estos pensamientos lo siguieron asediando mientras salía del departamento y se dirigía a
la universidad. Habían tantas preguntas, tantas malditas dudas, pero también sabía sin lugar a
dudas que había una sola respuesta.
Debía tenerla, no importaba nada más. Tenía que encontrar una manera de mantenerla a
su lado.
Neil sacó la llave de su oficina del bolsillo de sus pantalones, preparándose para abrir la
puerta. La puerta se abrió de par en par con solo tocarla, sin embargo, por lo que entró,
concluyendo que debió haberse olvidado de echarle llave antes de irse la noche anterior. La
escena que lo recibió lo hizo detenerse en su camino.
“Hola”.
La erección que Neil había tenido toda la mañana creció y se hizo mucho más pronunciada
cuando sus ojos se deleitaron con la reclinada forma de una muy desnuda Valentina Jason-
Elliot. Estaba recostada en el pequeño sofá de su oficina, el que estaba frente a su escritorio,
con las piernas bien abiertas, su concha pelada reluciente.
Sus pechos estaban levantados como invitándolo, sus pezones ya se erguían como cuchillas
sobre sus acolchonadas bases rosadas. Estaba simplemente recostada allí, sin nada puesto más
que una sonrisa traviesa, sus piernas sumisamente abiertas para sus embates.
“Hola”. Los ojos de Neil ardían posesivos en dirección a los de ella cuando cerró la puerta
detrás de él y comenzó a desabrocharse la camisa.
“Iba a esperar hasta esta noche”, admitió ella, sus ojos verde claro cubiertos de deseo,
“pero descubrí que no podía”. Miró expectante mientras su cuerpo musculoso emergía de la
ropa.
“Me alegro que no lo hicieras”, murmuró, “porque necesito cogerte ahora mismo”.
Y luego ella se estiró hasta alcanzarlo, jalándolo sobre ella mientras él se acomodaba entre
sus muslos y la embestía con un sólo poderoso embate. No pudo ofrecerle ningún juego
anticipatorio, ninguna palabra de cariño, porque su mente se había vuelto primitiva hacía ya un
tiempo y su cuerpo había tomado el control ante su necesidad de aparearse con el de ella.
Valentina se quedó sin aliento cuando él la penetró, agarrándose de atrás de sus hombros
mientras sus piernas envolvían su cintura. Su cabeza cayó hacia atrás con un gemido, mientras
el la embestía fuerte, llevándola al borde del orgasmo.
Podía oír cómo su carne hacía ruidos como si sorbiera de su verga, podía oírlo gemir
mientras la golpeteaba hasta la inconsciencia, sin importarle nada excepto el cuerpo que estaba
reclamando. Sus manos encontraron sus senos, levantándolos y juntándolos hacia arriba para
poder chupar sus pezones mientras la cogía.
“Neil”.
Valentina se acabó, con su espalda arqueada y sus pezones proyectados hacia su cálida
boca, más duros que antes. Él gimió, chupando los picos más vigorosamente, empujando dentro
de su pegajosa carne con golpes rápidos y profundos. Sus piernas seguían colgándose de su
cintura, permitiéndole una penetración profunda que los calentaba a los dos hasta altas
temperaturas.
Su boca aferrada a un pezón prominente, gimió contra su seno al acabarse. Con todo el
cuerpo convulsionándose, Neil eyaculó violentamente dentro de ella, largándole su leche
caliente bien adentro de su útero.
Podía sentir sus manos deslizándose por su espalda, masajeando su trasero mientras su
respiración se estabilizaba y su párpados le pesaban. Él no soltó su pezón, no quería soltar su
pezón. Su cabeza cayó sobre su seno, aún tirando de él.
Capítulo 13
*****
La noche siguiente, Neil estaba sentado en su Lexus mirando pensativamente al Balmoral.
Éste era el segundo día seguido que Valentina no venía a él. Toda la noche anterior y hoy
anduvo con pies de plomo, preguntándose qué situación erótica nueva habría ideado para que
él participe. La había esperado en su departamento esta noche hasta pasadas las diez, y luego,
incapaz de soportar más, subió a su auto y condujo hasta el hotel.
Así que ahora estaba aquí sentado, preguntándose si debía subir o no, preguntándose si a
ella le agradaría una movida así de su parte o no, o si estaría deseando que él la deje tranquila
de una maldita vez. Quizás no había aparecido para ningún encuentro estos últimos dos días
porque había decidido que no quería tener más nada con él. Planeaba irse en una semana.
Quizás quería una ruptura limpia.
Y quizás él no la dejaría irse tan fácilmente.
Los dedos de Neil se aferraron al volante tan fuertemente que se le pusieron blancos los
nudillos. Estaba cansado de jugar a ser el Sr. Agradable, cansado hasta la coronilla de dejar que
la vida le suceda en lugar de tomar lo que quería de ella, al carajo con las consecuencias. Había
sido criado para ser un caballero considerado, para que no le trajera nada a cambio. Bueno, no
más.
Deseaba a Valentina, incluso la necesitaba. Nada era lo mismo ya. Mierda, ni siquiera se
vestía como solía. Los anteojos dorados se fueron, la vestimenta de profesor sensato fuera de la
universidad se fue, todo lo que alguna vez llamó normal se fue.
Mirando los ajustados jeans negros y la chomba que llevaba puesta, Neil llegó a una
irrevocable conclusión. Si Valentina no había decidido hasta ahora que no volvería nunca a
Atlanta, entonces estaba por decidirlo esta noche.
Abrió la puerta del auto con fuerza, y salió suavemente de él, con pasos decididos. Entró al
Balmoral y pasó de largo el vestíbulo completamente, dirigiéndose directamente arriba a su
suite.
Cuando salió del ascensor en el quinto piso, leyó atentamente los números de las
habitaciones hasta que encontró el que pertenecía a ella. Golpeó abruptamente, y esperó
impaciente que ella abra la puerta, mirando su reloj cuando no apareció inmediatamente.
Ella no estaba allí.
Los ojos de Neil se achicaron, y su ánimo se volvió sombrío. Si no estaba en su habitación
del hotel y no estaba con él, entonces dónde exactamente…
El sonido de una risa femenina familiar llegó a sus oídos y siguió su camino por su espina
dorsal. Neil se dio vuelta lentamente, cautamente, con todos los sentidos en alerta. Los ojos se
le achicaron posesivos, y las manos se le cerraron en puños cuando vio que Valentina salía de
una suite que no era la suya. Venía riéndose, pero sus ojos se abrieron grandes con… ¿estupor?
¿miedo?… al detenerse frente a él.
“Neil”, dijo en voz baja, “¿qué estás haciendo aquí?”.
Sus ojos echaron un vistazo a sus senos antes de posarse en su cara. “Creo”, dijo
claramente, con palabras entrecortadas, “que la pregunta apropiada es dónde carajo has estado
y con quién”.
Los ojos de Valentina se agrandaron. Acababa de volver de ayudar a Cynthia a instalarse al
otro lado del corredor y por eso no tuvo tiempo de ir a él hoy como lo había planeado. Y ayer…
suspiró… ayer estuvo tan angustiada con la idea de irse de Escocia, de dejar a Neil, que no pudo
desarrollar un apetito sexual de ningún tipo. La seducción fue lo último en su cabeza en ese
momento.
Supuso que lo mejor sería poner las cartas sobre la mesa y decirle lo que sentía. Después
de todo, sólo quedaban seis días más. “Creo que lo mejor será entrar en mi habitación y hablar”.
Sus orificios nasales se agrandaron. “Ni mierda”.
Valentina giró sobre sus talones, pensando que Neil estaba a punto de dejarla, con el
corazón palpitando por ese motivo. Pero no caminó hacia los ascensores. En lugar de dejarla
para siempre, como pensó que haría, se detuvo frente a la habitación de Cynthia y empezó a
golpear fuertemente la puerta como si estuviera poseído.
“¡Abre la puerta, maldito bastardo!”.
A Valentina se le cayó la quijada cuando se dio cuenta de que Neil pensaba que había
estado en la habitación del hotel de Cynthia con otro hombre. Si no hubiera estado tan
encantada por el hecho de que él estaba celoso, que no quería que esté con nadie más, le habría
arrojado algo para hacer que deje de humillarla frente a su mejor amiga. Estaba golpeando la
puerta con violencia, después de todo.
“Neil”, dijo Valentina, cuando finalmente le salió la voz mientras corría a su lado, “por favor
deja de golpear esa puerta. ¡Te vas a arrepentir de esto!”.
“Ah, me voy a arrepentir, ¿no?”, dijo entre dientes, las venas de sus antebrazos hinchadas y
los músculos contraídos visiblemente . “Lo veo bastante dudoso”. Golpeó más fuerte, y su voz
enloqueció. “¡Abre, maldita sea! Abre la puerta antes de que la abra…ahhhh… de una patada”,
finalizó más suavemente.
Neil miró hacia abajo para ver la pequeña estructura de… una hermosísima mujer afro-
americana. Estaba tan abrumado por su error, tan agradecido de que de hecho fue un error,
que todo lo que pudo hacer fue seguir mirándola.
Las manos de Cynthia volaron hasta sus caderas. Lo miró frunciendo el entrecejo. “La
puerta está abierta, Rambo. Ahora, ¿en qué te puedo ayudar?”.
Valentina intercedió rápidamente. “Cynthia”, dijo, aclarando su garganta, “quiero
presentarte a Neil. Neil, ésta es mi mejor amiga, Cynthia”.
“Cynthia”, repitió Neil, sus ojos oscuros encendiéndose, sus labios dibujando rápidamente
una sonrisa. Sentía simplemente demasiado alivio como para avergonzarse. “¿Cómo te va?”.
Ella le dio la mano y rió por lo bajo, lo que lo ayudó eficazmente a salir del aprieto. “Me va
bastante bien, considerando que casi me patean el culo por tener una aventura con mi mejor
amiga”.
Neil tuvo el buen tino de mirarla avergonzado. “Yo, eh, no fue mi intención patearte el culo
tan así como tú lo pones. Sólo que yo, eh… yo estaba terriblemente ansioso por conocerte”.
“A-há”.
“Es cierto. Tina me ha hablado mucho de ti”.
“A-há”. Cynthia sonrió. “Las puertas no son a prueba de ruidos, sabes. Escuché todo lo que
le dijiste a Tina antes de amenazar con abrir la puerta a patadas”.
Valentina se mordió el labio, reprimiendo una sonrisa. La alegró notar que Neil se
recuperaba rápidamente.
“Bueno”, dijo con un marcado acento escocés, “quizás me permitas el privilegio de
compensarte por este encuentro tan engorroso mañana. ¿Quizás podría llevarlas a las dos a
tomar algo por ahí o algo así?”.
Cynthia rió por lo bajo, asintiendo con la cabeza a modo de aceptación. “Suena bien”. Miró
rápidamente a Valentina. “Ustedes dos vayan a hablar. Tengo que hacer algunos llamados
telefónicos”. Le sonrió a Neil. “Gusto en conocerte, Rambo. Tina, te veré en el desayuno”.
Valentina rió por lo bajo mientras veía cómo Cynthia volvía a su habitación. Meneó su
cabeza a Neil y sonrió. “Te dije que lo lamentarías”, murmuró.
Él sonrió sumiso. “Supongo que sí lo hiciste”.
Ella hizo un gesto con su mano hacia su propia habitación. “¿Quieres pasar?”.
Sus miradas se cruzaron. “Sí, de verdad lo quiero”.
Unos minutos más tarde, estaban sentados a la mesa en su habitación compartiendo una
botella de vino. Valentina no estaba segura de cómo debía decirle lo que sentía, pero
intuitivamente percibía que éste era el momento para decírselo. “Neil”, dijo de repente con un
suspiró de resignación, “realmente necesitamos hablar”.
Neil la miró a la cara, y no estuvo seguro si le gustaba la expresión en ella. Se veía muy
abatida, deprimida, quizás ya contemplando su planeada partida… una partida que haría
cualquier cosa por impedir. “Adelante”.
Ella suspiró, acomodando hacia atrás un mechón de cabello dorado. Sus miradas se
cruzaron. “Hay algo que he sentido la necesidad de decirte hace días, sólo que no he podido
juntar el coraje para decirlo. Yo…”. Ella respiró hondo y exhaló, mirando para otro lado.
El estómago de él se anudó. “¿Son malas noticias?”, preguntó. “Porque si es así, no estoy
seguro de querer oírlas. Déjame decirlo de otra manera. Sé que no quiero oírlas”.
La sonrisa de Valentina fue confusa. “Supongo que la definición de ‘malo’ depende de tu
punto de vista”. Apoyó los dientes sobre su labio y lo mordisqueó por un momento. “Y si yo
supiera cuál es tu punto de vista sería muchísimo más fácil decir lo que hay que decir”.
Los ojos de Neil rastrillaron su cuerpo, hasta su cara. No quería escuchar más, no quería
arriesgarse a que sean malas noticias. En ese momento, su única preocupación era ligarla a él,
mantenerla con él para siempre. A pesar de las dudas, las preocupaciones que a veces
albergaba desde que la conoció, siempre supo que cuando estaban unidos sexualmente eran
como uno sólo para todo. Decidió sacar provecho de ese conocimiento.
“Ven aquí”; murmuró, estirándole la mano, “quiero jugar contigo”.
Valentina levantó la cabeza rápidamente. Una parte de ella quería decir que no, insistir
para que hablen sin ningún tipo de contacto sexual, pero otra parte de ella, la parte insegura,
quería estar con él una última vez antes de estar obligada a decirle que estaba enamorada de él.
Si él no sentía lo mismo, después de todo, nunca podría volver a estar con él y disfrutarlo.
Y entonces se puso de pie y se quitó el traje de playa por sobre su cabeza, exponiéndose a
él con un par de pequeños tirones. Ella estaba desnuda, él estaba vestido, y por primera vez
desde que lo conoció, se sintió total y completamente vulnerable a él.
“Ven aquí”, le rogó con lisonjas, con los ojos ardiendo sobre su carne, “lo que tengas que
decir puedes decirlo mientras te sientas sobre mi falda”.
Valentina caminó la corta distancia que los separaba y se paró frente a Neil. Antes de que
pudiera sentarse sobre su falda como él le había dicho, él enterró su cara contra su pecho y
metió un pezón en su boca. Tiró de él, endureciéndolo y alargándolo, haciendo que sus ojos se
cierren y su cabeza caiga hacia atrás con un gemido.
Las manos de Neil se pasearon por todo su cuerpo, instalándose sobre su bronceado
trasero agarrándolo y amasándolo mientras continuaba tirando de su seno. Estaba perdiendo
el control, como siempre lo hacía cuando la tenía sexualmente, todo nivel de pensamiento
superior siendo descartado para reemplazarlo por necesidad primitiva. Empujó su mano hacia
abajo para cubrir su erección y gimió cuando ella comenzó a frotarlo a través del material de
los jeans.
“Sácalo y siéntate sobre él”, dijo él con voz profunda, soltando su pezón. “Necesito sentirte
envolviéndome”.
Valentina hizo como se le dijo, bajando el cierre de sus jeans y liberando su rígida erección.
Neil se tomó la libertad de quitarse la camisa mientras ella pasaba sus manos por toda la
extensión de su pecho, adorando la dureza y musculatura de él.
“¿Todavía piensas que no somos el uno para el otro?”, preguntó ella descaradamente
mientras bajaba y se sentaba sobre su falda con una pierna a cada lado, su vagina suspendida
delante de la cabeza de su verga.
Los dedos de Neil se hundieron en sus caderas mientras la embestía hacia arriba, gimiendo
al entrar en ella, apretando los dientes al sentir su carne cálida y húmeda envolviéndolo,
llevándolo todo adentro. “Nunca pensé…”. Era tan difícil hablar, tan difícil pensar. Él embistió
hacia arriba nuevamente, quitándole el aliento. “Nunca pensé eso”.
“¿Entonces por qué esperaste hasta esta noche para venir a mí?”. Valentina se mantuvo
quieta, rehusando cabalgarlo hacia el orgasmo hasta que le respondiera. Sabía que estaba
jugando con él, sabía que él no podría soportarlo mucho más.
“Porque”, dijo, mientras se le achicaban los ojos, la parte primitiva de su cerebro
registrando enteramente el hecho de que su pareja sexual se estaba refrenando de él. Sus
dedos se hundieron más profundamente en sus caderas mientras la embestía con un
movimiento suave y poderoso que ambos encontraron altamente estimulante. “Porque”, dijo
entre dientes, “quería estar seguro de que tú me querías aquí”. La embistió nuevamente,
ganándose otro jadeo femenino. “Pero he decidido que me quedaré contigo, sin importarme
nada más”.
Valentina sonrió lentamente. Recompensó su inesperada respuesta con una cabalgata dura
y enérgica. Él gimió, su lengua salió instintivamente para enrollarse en su pezón, tirando de él,
haciéndolo girar con sus labios y lengua.
“Te amo, Neil Macalister”, susurró ella mientras lo montaba, su carne pelada chupando su
verga una y otra vez, el sonido pegajoso de sus carnes uniéndose retumbando en la habitación.
“Te amo tanto”.
Pocas cosas podrían haber penetrado en el cerebro de Neil en medio de un intenso apareo,
pero esas palabras eran las primeras de la lista. Sus ojos oscuros se agrandaron al dejar su
pezón y mirarla directo a sus ojos verde claro. “Entonces cásate conmigo, Tina, porque yo
también te amo, corazón”.
Valentina sonrió ampliamente, doblándose hacia adelante para besarlo en los labios.
“Empezaba a pensar que nunca me lo pedirías”.
“No quiero que vuelvas a Atlanta”, dijo con acento dominante, mientras sus ojos buscaban
los de ella. “Ni ahora, ni nunca”.
“Lo sé. No me iré”.
Él gruñó arrogante. Era toda la conversación inteligente que un hombre muy caliente podía
mantener de una vez. Especialmente cuando dicho hombre estaba enterrado hasta el fondo
dentro de la mujer de sus sueños.
Con un sólo y fluido movimiento, se paró, envolviéndola con sus brazos, sus cuerpos aún
unidos, y la llevó hasta la cama. Subiéndose sobre ella, detuvo sus acciones amatorias lo
suficiente como para gruñir una última orden. “No más pastillas anticonceptivas”.
"¿Quieres que tenga un hijo tuyo?”, susurró ella.
Él sólo gruñó en respuesta.
Valentina rió nerviosamente, tomándolo como un sí. Abrió bien las piernas, dándole fácil
acceso a la carne que necesitaba. Neil la penetró profundamente, gimiendo al volver a entrar en
ella, y la montó hasta que los dos perdieron la consciencia.
Epílogo
Cinco años después
Neil se paró en la cima del monte en la luz púrpura de la mañana, reflexionando sobre la
gloriosa vida que llevaba. Cinco años de matrimonio con la mujer que amaba, carreras exitosas
para ambos, dos preciosas hijas, y ahora Valentina le dijo que estaban esperando su tercer hijo
que haría su aparición en este mundo cerca de Navidad.
La vida había sido decididamente buena con ellos, los había bendecido, y por suerte daba
toda la impresión de que seguiría haciéndolo. Aún sus amigos habían encontrado la suerte. La
mejor amiga de Valentina, Cynthia, y el mejor amigo de Neil, John, se enamoraron y se casaron
unas semanas después de conocerse. Cynthia había retenido la tenencia de Erica, John y ella
habían tenido otro hijo juntos, y su elegante departamento de familia de cuatro estaba a cinco
minutos a pie del de los Macalister.
La mirada de Neil vagó de la vista bajo la montaña hasta donde yacía el cuerpo desnudo de
su durmiente esposa. Sonrió lentamente, pensando para sí que la vida estaba llena de
mordaces ironías. Si alguien le hubiera dicho una semana o incluso un día antes de conocer a
Valentina que cinco años después estaría parado desnudo en la cima de una montaña escocesa
celebrando su quinto aniversario de casados con la mujer más sensual que había visto en su
vida, le hubiera dicho que estaba loco. Pero eso fue lo que pasó realmente.
Neil volvió donde dormía su mujer y se arrodilló a su lado. Sus ojos oscuros se arrugaron
en los rincones cuando ella se despertó lentamente y se estiró hasta alcanzarlo, queriendo que
sea parte de ella.
Se le subió encima, enterrándose en su calidez, sabiendo que no pasaría un día en el que no
le agradeciera al destino por traerle a Valentina.
Neil era, después de todo, un hombre de lo más sensato.
Desaparecido
Para David, por su infinita inspiración…
Capítulo 1
Ella daría cualquier cosa por un café. Una jarra enorme, llena hasta el borde, con el más
rico, más caliente, más oscuro elixir colombiano que haya agraciado una taza de café alguna vez
hubiera parecido un regalo de los dioses en este momento. Pero en este punto, pensó
tristemente, aún una taza a medio llenar de Dixie, que sabía más a agua que a granos, habría
sido suficiente para hacerle dar piruetas de alegría.
Lynne Temple suspiró mientras su camioneta roja subía plácidamente otra ruta de
montaña, nevada y serpenteante. Había estado siguiendo esa ruta temporaria por más de una
hora, y comenzaba a preocuparse de que alguien se hubiera olvidado de poner el muy
necesario cartel que habría prevenido que siguiera la dirección equivocada.
Un semirremolque había colisionado en la autopista alrededor de una hora antes de que
ella la tomara, dejando los carriles intransitables. La policía presentó rápidamente un desvío
temporal por un terreno montañoso, desviando el tráfico por un pequeño pueblo minero en las
tierras remotas de Virginia del Oeste. No es que hubiera demasiado tráfico para desviar a las
once de la noche de un martes en un área rural escasamente poblada. Realmente, Lynne
todavía no se había cruzado con otro par de faros.
Por primera vez, desde que comenzó la pequeña travesía por esa ruta inusual, empezó a
tener una sensación de alarma. Estaba totalmente oscuro afuera, no había más que las luces
altas de la camioneta para romper la desapacible oscuridad. Cuanto más conducía por el
empinado terreno, más espesos se ponían los bosques invernales a cada lado de la pequeña
ruta. Era escalofriante aquí afuera, pensó, y se le pararon los pequeños pelos de la nuca.
Oscuro, remoto y escalofriante.
No pertenecía a ese lugar, lo sabía. Lynne se sintió –y estaba– fuera de su ambiente natural.
Para una chica de ciudad de las llanuras de Clearwater, Florida, aun algo tan simple como
manejar por la autopista le ponía los nervios de punta. Las montañas nevadas por las que
pasaba la autopista eran las más empinadas que había visto. A esa altitud, los vientos eran
duros durante los meses de invierno, y golpeaban contra la camioneta haciéndole sentir que
iba a salir volando y caería del acantilado en cualquier momento. Se sentía menos protegida de
los elementos naturales de lo que se hubiera sentido conduciendo una lata con cuatro ruedas
pegadas con cola.
La autopista había sido lo suficientemente mala. Conducir por el extraño caminito
serpenteante enclavado en algún lugar de los Montes Apalaches era mil veces peor.
Lynne respiró hondo y exhaló lentamente, diciéndose a sí misma que no debía asustarse.
Así que estaba oscuro afuera. Así que el viento bramaba como un demonio de una película de
clase B. Así que el camino de ripio se había vuelto barro y nieve derretida hacía quince
minutos…
“Genial”, murmuró en voz baja. “Esto es simplemente genial”.
Se dio cuenta de que tenía que dar la vuelta y seguir el camino sinuoso para el otro lado
hasta llegar a alguna forma de civilización, pero no había precisamente ningún lugar para girar.
Podía detenerse en el medio de la “ruta”, supuso, y tratar de dar la vuelta, pero con su suerte
finalmente divisaría a otro vehículo mientras intentaba llevar a cabo la proeza, que saldría de la
nada y embestiría el costado de su auto nuevo.
Al principio, dio por sentado que estaba siguiendo el desvío correctamente, pero no podía
recordar la última vez que vio un cartel indicador. Peor aún, había girado varias veces en la
última hora y ahora no estaba del todo segura de poder encontrar el camino de vuelta en la
mitad de la noche. Especialmente, cuando consideró que la nevada había sido leve pero
constante, así que las huellas de la camioneta probablemente ya estaban cubiertas.
Qué manera más irónica de comenzar su nueva vida, pensó Lynne, frunciendo el ceño. Los
treinta y cuatro se suponía que serían la edad en que haría que la vida sucedería en lugar de
esperar que venga a ella. Podía diseñar bases de datos desde cualquier lugar, pero como su
cliente más importante estaba en la ciudad capital de Charleston, Virginia del Oeste, decidió
mudarse, después de divorciarse de Steve, e instalarse en la soñolienta casa sureña sobre el río,
donde las cuatro estaciones estaban bien diferenciadas.
Parecía casi idílico en comparación con el departamento sobre la playa, húmedo y siempre
caliente, lleno de malos recuerdos, que había dejado un día atrás. Y aún podía ser idílico, si
solamente pudiera encontrar el camino de vuelta a la ruta conocida.
La mirada de Lynne se dirigió distraída hacia el medidor de combustible. Su corazón se
aceleró al ver que tenía menos de un octavo del tanque. ¡Genial! Esto es simplemente genial.
Exhaló, mientras esa sensación de alarma crecía a pasos agigantados.
Estaba totalmente oscuro afuera, el viento bramaba ferozmente, estaba conduciendo por
un camino con barro y nieve derretida que llevaba Dios sabe dónde, estaba nevando más
fuerte, y ahora la camioneta andaba con los gases del combustible que quedaba. Se habría reído
si no hubiera estado tan aterrorizada.
Lynn se aferró al volante con tanta firmeza que los nudillos se le pusieron blancos, y sus
ojos marrón oscuro se agrandaron cuando el angosto camino que estaba transitando se volvía
imposiblemente angosto. “Mierda”, murmuró, decidiendo que ya era más que tiempo de dar la
vuelta. El bosque cubierto de nieve a cada lado del diminuto camino se estaba volviendo más
espeso… y de alguna manera, mucho más intimidante.
Sus dientes se hundieron en su labio inferior; gotas de transpiración brotaban de su frente.
Se acomodó distraídamente un mechón rebelde de cabello marrón oscuro detrás de la oreja
mientras sus cavilaciones se tornaban desagradables. Ridículo como sonaba, incluso a ella
misma, tenía miedo de detener la camioneta lo suficiente como para darle la vuelta. Detenerse
implicaba vulnerabilidad, dejándola desnuda ante un ataque externo, aun si se detenía por
unos pocos segundos.
Lynne exhaló, desviando la atención de esos pensamientos dramáticos. “Has mirado
demasiadas películas de terror, nena”, susurró mientras levantaba el pie del acelerador y
frenaba lentamente. No había visto otro vehículo, mucho menos otra persona, por millas, por
más de una hora ya. La posibilidad de que algún psicópata suelto la atrapara mientras daba
marcha atrás en un vehículo con las puertas trabadas era nula.
La camioneta se detuvo, la falta de movimiento acentuaba el sonido del viento invernal de
los Apalaches, que bramaba afuera de la barricada de las ventanas. Se dijo a sí misma que debía
ignorarlo, olvidarse de que estaba sola en medio del bosque sobre la cima de una montaña en
plena noche, y concentrarse en salir de allí de una buena vez.
Retrocedió lo suficiente como para dar vuelta el vehículo, y se quedó sin aliento cuando su
visión periférica se topó con una especie de movimiento. Su respiración se detuvo
inmediatamente. Parpadeó y volvió a mirar, incrédula.
“Maldición, maldición, maldición”, murmuró mientras seguía dando vuelta la camioneta.
Rogó que estuviera imaginando cosas, porque no vio nada ni nadie al mirar por segunda vez.
¡Simplemente sal de aquí!, se dijo a sí misma mientras el vehículo se enderezaba y ella pisaba el
acelerador. ¡Ahora!
Lynne pisó el acelerador hasta el fondo, sintiendo cómo los latidos de su corazón se
aceleraban exageradamente cuando apretaba de golpe el pedal. Probablemente, no fue el
reflejo más rápido que tuvo alguna vez, ya que la camioneta patinó de inmediato. Una mezcla
de barro y hielo derretido voló hacia todos los lados, golpeando con fuerza el parabrisas y
haciendo que su corazón golpee como si fuera una roca en su pecho.
Otro movimiento hacia la izquierda…
Lynne apenas tuvo tiempo de registrar que había visto algo cuando la sombra de un
hombre de gran tamaño apareció como de la nada. Gritó mientras clavaba los frenos y viraba
rápidamente hacia la derecha para no llevarlo por delante, luego volvió a gritar cuando por un
momento perdió el control de la camioneta e hizo un trompo.
Temblando como una hoja, trató de recuperarse del trompo, pero era demasiado tarde. Sus
ojos se abrieron grandes cuando el vehículo patinó fuera del camino y se dirigió directamente
hacia el tronco de un grueso roble. Incapaz de hacer nada más que enmudecer del susto, miró
con estupor y desconcierto cómo su vehículo nuevo color cereza colisionaba contra un fuerte
roble, haciendo pedazos todo el frente y quemando su cuerpo al mismo tiempo. Desesperada,
giró la cabeza hacia la izquierda para ver si el hombre todavía estaba por ahí, o si se lo había
imaginado completamente.
El airbag automático en la columna de dirección se activó, y, un segundo después, el
dispositivo salvavidas la golpeó en un costado de la cabeza y casi la mata. Boqueó cuando la
embistió, y sus ojos oscuros se le fueron para atrás.
Por favor no dejes que me desmaye, pensó aterrorizada mientras la sombra de un hombre
de gran tamaño y muy real emergía del bosque. Ay, Dios –ay, por favor– me debo haber golpeado
la cabeza…
Lynne comenzó a perder la visión en el preciso momento en que la figura del extraño
aparecía frente al faro que le quedó sano y comenzaba a caminar firmemente hacia su
camioneta. Era enorme –medía al menos un pie más que los cinco pies de altura de ella– y
llevaba puesto una especie de traje de faena de una pieza. Su cara era sombría; su penetrante
mirada, intensa.
Mientras se le empezaban a cerrar los ojos, consideró la posibilidad de que quizás el
extraño era un mecánico. Los mecánicos suelen usar ese tipo de overoles azules. Quizás hasta
podría ayudarle a arreglar la camioneta.
Su mirada desfalleciente se desvió rápidamente hacia las manos cubiertas de venas del
extraño. Hirvió de histeria cuando vio que sus manos estaban encadenadas. Y pensó, mientras
una sensación helada de horror atravesaba su cuerpo, que sus tobillos también lo estaban…
El corazón de Lynne latía con violencia en su pecho, aun mientras se deslizaba hacia el
vacío de la inconsciencia. Era un preso que se había escapado, gritaba en su mente, mientras
estaba inevitablemente a punto de desmayarse. Ay, Dios…
Ay, por favor, pensó mientras sus ojos se cerraban irrevocablemente, ¡por favor, que alguien
me ayude!
Capítulo 2
Lynne gimió suavemente al tratar de abrir sus pesados párpados. Arrugó la cara cuando un
dolor fuerte y constante le atravesó el lado derecho del cerebro. Gimió, levantando la mano
instintivamente para cubrir el área lastimada.
Lentamente, comenzó a tomar conciencia de los hechos que se sucedieron antes de
registrar el dolor. El divorcio de Steve luego de que se acostó con varias mujeres distintas,
cuando juntó sus cosas y se mudó a Charleston, el desvío de la autopista, el miedo que sintió al
estar en el medio de la nada sola…
La camioneta que patinó. El choque contra el árbol. El airbag que se activó…
El extraño.
Se paralizó. El extraño. El hombre de gran tamaño que llevaba puesto lo que ahora
comprendía que era un uniforme de prisión.
Ay, maldición, ¿dónde estaba ahora? ¿Estaría allí? ¿Él la habría llevado a alguna parte? ¿O
estaría aún en la camioneta, abandonada en el medio de un paisaje invernal de montaña, con
un vehículo destruido y heridas internas como únicas armas para defenderse? Mientras su
vientre se apretaba y se anudaba, deseó fervientemente que la última opción fuera cierta. Tenía
un teléfono celular, recordó. En algún lugar de su nuevo y destruido bebé había un medio para
llamar por ayuda.
Lynne trató de abrir los ojos una vez más, cuando un sonido extraño y cercano le hizo
arrugar la frente El ruido constante era extraño, pero a la vez, desconcertantemente familiar.
Aunque no podía ubicarlo, se dio cuenta de que debía poder hacerlo.
Árboles. Por alguna razón el sonido chirriante le trajo árboles a la mente. ¿Pero qué de
ellos? ¿Árboles que estaban talando, quizás? No, pensó, no era eso. Árboles que…
Árboles que estaban serruchando. Eso es lo que le vino a la mente. Árboles que estaban
serruchando…
Su respiración se detuvo.
Un serrucho, lo que escuchaba era un serrucho.
Tragó pesadamente, pudiendo aventurar la atinada suposición de que muy probablemente
no fuera un árbol lo que se estaba serruchando. Muy probablemente era metal, el metal de dos
grilletes que recordaba con creciente conciencia y claridad.
¡Ay, Dios!, pensó Lynne, con el corazón latiendo como loco en su pecho, Tengo que abrir los
ojos y largarme de aquí. ¡Largarme de aquí antes que termine de sacarse esos grilletes y yo no
pueda correr más rápido que él!
“Me preguntaba cuándo despertarías”, murmuró una voz masculina. El ruido de metal
golpeando contra un piso de madera estrelló inmediatamente todas sus esperanzas de correr
más rápido que él. Se había sacado los grilletes. “Ya podrías abrir los ojos. Sé que estás
despierta”.
El nudo en su vientre se hizo más tirante. Sus senos subían y bajaban con su respiración
dificultosa. No quería abrir los ojos. Ay, cielos, ver al dueño de la voz baja pero dominante haría
parecer demasiado real a esta pesadilla.
Pero es real. Es real y mejor que te hagas cargo. Piensa en una forma de escapar de él, Lynne.
¡Por una vez en tus patéticos treinta y cuatro años, usa tu maldito cerebro!
Desafortunadamente, su cerebro y su sistema nervioso estaban sintiendo las afecciones de
demasiada realidad. La realidad era que la habían secuestrado; no había forma de que un
convicto en fuga la deje ir así como así. La realidad también dictaba que el extraño no estuvo
preso por un crimen menor como una infracción de tránsito. Nadie se molestaría en escapar de
la cárcel si su falta fuera menor y tuviera derecho a la libertad condicional en unos pocos
meses.
Su respiración se volvió más pesada al analizar las posibilidades. Sólo podía esperar que
fuera un delito administrativo, aunque fuera uno serio. La idea de ser secuestrada por un
malversador de fondos era mucho más digerible que muchas otras situaciones que le
machacaban la cabeza.
Incendio provocado. Tráfico de drogas. Asesinato…
El ruido de pasos que se acercaban la dejó sin aliento. Sus ojos marrón oscuro se abrieron
rápidamente y chocaron con otros verdes, intensos y horrorosamente familiares. Ella se
paralizó.
“Ay, Dios mío”, susurró Lynne, sus ojos redondos como lunas llenas. Ella conocía esa cara,
aun cubierta de una barba incipiente como estaba. Todos en Florida conocían esa cara. El
estado entero la vio plasmada en todos los noticieros. ¿Pero qué hacía aquí un fugitivo buscado
que era conocido por acechar a su presa por el límite entre Florida y Georgia, a millas y millas,
en Virginia del Oeste?
El extraño que asomaba amenazadoramente sobre ella, el que se veía más siniestro a cada
minuto, no era ningún extraño. No exactamente. Lo reconoció sin problemas. Hasta sabía su
nombre.
“Usted es Jesse Redshaw”, susurró, con la voz que se le atoraba en el fondo de la garganta.
Tragó saliva al darse cuenta, tan pronto como las palabras salieron trastabillando de su boca,
que hubiera sido más atinado simular que no tenía idea de quién era.
Esos ojos suyos, intensos y sombríos, pasaron por su cara, luego bajaron hacia su pecho
jadeante. De repente recordó por qué era que lo habían condenado, por qué lo estaban
buscando. No era por malversación de fondos, o tráfico de drogas, o incluso asesinato, aunque
todos parecían delitos preferibles en ese momento.
El hombre enorme y musculoso que ahora tenía todo el poder sobre ella era lo que la
policía de Florida llamaba un predador sexual, pensó Lynne aterrorizada, sintiéndose como si
fuera a desmayarse por segunda vez. Era un violador serial, sádico…
Su cabeza color marrón claro apareció lentamente. Una cicatriz angulosa que zigzagueaba
por el costado derecho de su quijada se hizo visible. Esta cicatriz era básicamente lo que
terminó condenándolo en primer lugar. No muchos hombres pueden alegar tener una similar.
Se parecía a un rayo imperfecto.
El corte rapado de su cabello le daba un aspecto rígido, impiadoso. El tatuaje de serpiente
que rodeaba su brazo cubierto de venas le agregaba un toque más amenazador a toda la
situación. Era alto, muy musculoso, y de aspecto severo.
Su mirada verde indescifrable rastrilló sus senos nuevamente antes de pasar rápidamente
a su cara otra vez.
Ay, Dios, pensó Lynne, con la respiración tan pesada que ya sabía que estaba cerca del
desmayo. Su peor pesadilla se había vuelto escalofriantemente real. Había sido secuestrada, no
tenía dudas, desaparecida sin rastro alguno para el mundo exterior. Nunca se iría de aquí sin
ser tocada, quizás ni siquiera viva.
Jesse Redshaw era un violador serial de un pie y probablemente ciento cincuenta libras
más que Lynne. Era un violador serial que no pudo tocar una mujer en más de cinco años; no
hasta ahora, no hasta que se escapó.
La mirada horrorizada de Lynne chocó con la temible mirada de él. Recordó el más
reciente informe del noticiero que vio sobre él, el que afirmaba que sus dos últimas víctimas
habían sido encontradas acuchilladas brutalmente y abandonadas a su muerte.
Era un asesino también. Un violador y un asesino. La ironía de que iba a morir porque
alguien dejó de poner carteles que señalizaran el desvío con precisión no se le pasó por alto.
“¿Qué va a hacer conmigo?”, susurró.
Capítulo 3
Una de sus cejas se levantó lentamente mientras la miraba fijamente a la cara. “No lo he
decidido”, murmuró. “Te lo haré saber cuando lo haga”. Dio media vuelta y caminó al otro lado
de lo que ella ahora reconocía como una especie de cabaña de troncos.
Lynne cerró brevemente los ojos, lo suficiente como para respirar hondo en un esfuerzo
por no desmayarse nuevamente. Jesse Redshaw, pensó, mientras la bilis le subía por la
garganta. Allá en Florida era considerado más infame que Ted Bundy, y más despiadado
también. Ted Bundy, el hombre que el estado ejecutó en la silla eléctrica hace años,
supuestamente dejaba a sus víctimas inconscientes enseguida, y esperaba hasta que estuvieran
muertas para hacerles cosas espantosas. Según los rumores, Jesse Redshaw les hacía todo eso a
sus presas mientras aún vivían… y eran concientes de lo que les estaba haciendo.
La ráfaga de adrenalina que experimentó inicialmente al reconocerlo se esfumó, dejándola
entumecida y helada hasta los huesos. Sus dientes empezaron a castañetear mientras
observaba la cabaña a su alrededor, buscando posibles rutas de escape. Sólo había una… la
puerta de entrada. De alguna manera, darse cuenta de eso la hizo sentir más desesperanzada
aún, más hundida y deprimida.
La cabaña de troncos era pequeña, muy pequeña. Consistía en una única habitación
dividida en tres ambientes distintos. Pegado a la estufa a leña estaba el dormitorio, que
equivalía a la cama, sobre la que la habían recostado, y una nudosa cómoda de pino. Del lado
más “alejado” de la cabaña, donde estaba parado Jesse Redshaw ahora, estaba la cocina. La
conformaban una hornalla diminuta, una pequeña y nudosa mesa de pino, y dos aparadores. Y,
finalmente, había un baño en el centro. No ostentaba más que un inodoro.
Dios santo del cielo, se dijo a sí misma, no podía morir aquí, mientras sus dientes
castañeteaban como locos. Aquí no. Por favor, aquí no.
Lynne se irguió en la cama, mientras los cobertores de pluma de ganso en los que la habían
envuelto se amontonaban alrededor de su cintura. Sus senos quedaron a la vista en el helado
cuarto, sus pezones color rosa oscuro sobresalían como dagas por el frío. Se quedó sin aliento
al darse cuenta de que estaba desnuda, luego se quedó sin aliento nuevamente al sentir un
punzante dolor que le atravesaba el cráneo. Gritó mientras caía de espaldas sobre la cama; el
latido de su cabeza era demasiado insoportable como para ponerse a pensar en lo que
implicaba el hecho que sus senos desnudos estuvieran en exhibición.
“Deja de sacudirte”, gruñó una voz masculina en un tono bajo. Sintió que la cama se hundía
levemente y supo que él se había sentado a su lado. “El airbag te pegó fuerte en la cabeza. Debe
haber causado que algo en la camioneta te haga un corte en allí, además. Sacudirla de esa
manera no ayuda mucho”.
Lynne no podría haber abierto los ojos, aun si su vida hubiera dependido de ello. Toda su
cara estaba arrugada en una máscara congelada de dolor, el interminable golpeteo en su cabeza
era como una migraña amplificada mil veces. “Du-duele”, jadeó, agarrándose la cabeza. “A-
ayúdeme… duele”.
“Shh, bueno, cálmate. Te estas sobreexcitando”, dijo suavemente, con un notorio y
arrastrado acento sureño.
Estaba sobreexcitada por muchas razones. El dolor era sólo una de ellas. La más
importante era la pregunta de cuánto más dolor debería soportar, sólo que la próxima vez
vendría de mano del gigantesco hombre. Afortunadamente, el dolor que estaba
experimentando en ese momento era demasiado intenso como para ponerse a pensar en
alguna de las atroces posibilidades.
El le agarró la mano y la separó con fuerza de la herida. Jesse Redshaw, pensó ella… ¡Jesse
Redshaw! Esto era como despertarse y encontrar a Aníbal Lecter inclinado sobre ti con un
cuchillo para cortar carne y una botella de Chianti.
“Si sigues tocándola, tendré que atarte”, murmuró, haciendo que su cuerpo se paralice por
primera vez. “He atravesado muchas dificultades para que esta herida se cure –cinco días de
molestias, de hecho– y no dejaré que arruines los resultados”.
Lynne se preguntó, histérica, si la estaba curando sólo para poder divertirse volviendo a
cortarla en pedacitos, pero, atinadamente, se guardó el comentario. “Lo siento”, susurró,
agitando los párpados por un instante. Trató de enfocar su cara, pero no pudo. El dolor le había
nublado la visión. Todo lo que pudo registrar fueron esos ojos verdes y penetrantes clavándole
la mirada. “Perdón”, masculló, cerrando los ojos una vez más.
“Sólo mantén los ojos cerrados”, dijo con voz apagada y cavernosa. “Voy a tratar de
conseguirte más sopa después de que descanses un poco”.
Sus palabras activaron un recuerdo distante en Lynne, ¿una escena retrospectiva de los
cinco días que había pasado inconsciente, quizás? Pequeñas impresiones, raídos destellos de
consciencia.
Unas fuertes manos que la levantaban. Caldo de carne caliente bajando por su garganta. La
sensación de un trozo de tela fresco apretando contra su cabeza seguida del penetrante olor a
ungüento. Una respiración cálida susurrando palabras reconfortantes en su oído. Una lengua
áspera enrollándose en uno de sus duros pezones.
Lynne lloriqueó silenciosamente mientras caía en un pesado e inevitable sueño. Deseaba
haber imaginado la última parte, y que Jesse Redshaw no tuviera ningún interés en ella como
mujer, o fundamentalmente, como potencial presa. Podría haber jurado que le gustaban las
rubias. Pero por otra parte, quizás el período de abstinencia de víctimas de cinco años lo había
vuelto menos selectivo. Rogó que ese no fuera el caso.
“Duérmete”, murmuró su captor, mientras sus manos caían hacia los cobertores
amontonados bajo su ombligo. Las estiró lentamente sobre su cuerpo, mientras los callos de
sus dedos le generaban piel de gallina cuando rozaban su piel desnuda. “Y dicho sea de paso,
prefiero las castañas”.
Lynne habría boqueado si hubiera tenido la energía suficiente, pero como no la tenía, tuvo
que conformarse con encogerse mentalmente. No tuvo la intención de decir eso sobre sus
víctimas anteriores en voz alta, sólo quiso pensarlo.
El último destello de consciencia que recuerda, antes de que la venza un profundo y
pacífico sueño, fue la impresión de que la envolvían con cobertores para darle calor…
Y que la yema de un pulgar rozaba ligeramente uno de sus prominentes pezones antes de
que los cobertores la cubrieran hasta el cuello.
*****
Cuando Lynne se despertó de nuevo, fue con la sensación del caldo caliente cayendo
ligeramente por su garganta. Sus párpados se agitaron tentativamente, parpadeando para
deshacerse del atontamiento.
Él aún estaba allí, pensó al abrir los ojos. Jesse Redshaw era muy real, y estaba realmente
allí.
La mirada de Lynne chocó con la de él. El corazón comenzó a golpear en su pecho. Él no
dijo nada que diera respuesta a su ansiedad, sólo le mantuvo la mirada por un momento antes
de volver a mirar su boca y seguir alimentándola.
Así pasaron los siguientes veinte minutos. Sin palabras. Sin sustos. Nada alarmante. Sólo el
captor alimentando a su prisionera con líquido como si fuera un pichón indefenso, y la
prisionera estudiando cuidadosamente los sombríos rasgos del hombre que, por razones
desconocidas, le había salvado la vida.
Era difícil de creer. Era difícil de entender que un hombre para el que matar y torturar era
su razón de ser en la vida le demostrara una amabilidad y una gentileza tan grandes. Al menos,
por ahora.
Su mirada oscura se paseaba nerviosamente por su cara, por la cicatriz que desfiguraba su
cara; luego, hacia abajo, hasta sus manos y brazos cubiertos de venas. Era un hombre fuerte,
muy fuerte y muy musculoso, pensó mientras observaba el tatuaje de la serpiente que rodeaba
su brazo. Por otra parte, debía ser fuerte como para que haya pasado tanto tiempo sin que lo
recapturen las autoridades. Especialmente, teniendo en cuenta que estuvo encadenado hasta
que ella se despertó la última vez… no importa cuánto tiempo atrás haya sido.
Jesse Redshaw se las había arreglado para escapar de su custodia, cubrir el difícil tramo
entre Stark, Florida, cerca de la frontera con Georgia, hasta Virginia del Oeste, llevar el cuerpo
de Lynne hasta donde fuera que estaban escondidos ahora, alimentarla y curar sus heridas;
todo eso estando encadenado. Eso requería más paciencia sobrehumana, perseverancia,
astucia, y fortaleza de lo que estaba preparada para reconocerle.
Lynne mantuvo la boca abierta, el cálido líquido se sentía bien bajando por su dolorida
garganta, mientras levantaba lentamente la mirada hasta su cara. Recordó haber leído una
novela policial basada en hechos reales algunos años atrás, que describía el aspecto ordinario
que tenía el criminal sexual promedio. Tendía a ser muy poco distinguible, incluso a veces
guapo; no tenía para nada esa apariencia monstruosa que uno esperaría.
Eso era cierto en el caso de Ted Bundy. Ted Bundy era espectacularmente guapo, con unos
ojos conmovedores y una sonrisa extravagante. Jesse Redshaw llamaba aún más la atención, de
una forma más rústica y masculina. Lynne no pudo evitar preguntarse dónde exactamente salió
todo mal. ¿Habría sido su captor un sádico desde la niñez? ¿Habría nacido malvado, o se habría
vuelto así?
También se encontró preguntándose qué edad tendría, incapaz de recordar ese detalle en
particular. Podría haber jurado que los noticieros dijeron que tenía cuarenta, pero se veía como
de treinta y cinco. Por otra parte, las arrugas en los rincones de los ojos denotaban madurez.
No es que realmente importara. Con treinta y cinco o cuarenta años, Jesse Redshaw seguía
teniendo el control de la situación. Y de ella. Por ahora.
“¿Cómo te sientes?”, le preguntó con voz cavernosa, mientras su mirada buscaba la de ella.
Ella tragó. “Mejor”, respondió en voz baja. Sus ojos se agrandaron levemente. “¿Dónde
estamos? ¿Cuántos días han pasado?”.
Él se puso de pie, y los resortes de la cama crujieron ante la pérdida de peso. “Una semana”,
le informó él mientras caminaba con largos pasos hasta el otro lado de la cabaña, en dirección a
la cocina. Los músculos de su espalda se abultaban contra el overol un poco ajustado que
llevaba puesto. “La primera vez que te despertaste, habían pasado cinco días. Dormiste dos
más”:
Una semana.
Lynne se mordió fuertemente el labio inferior, y los músculos de su estómago se
contrajeron. Seguramente, su madre habría notificado su desaparición hace seis días, pero
todavía no la habían rescatado. Quizás nunca la rescatarían. Si la policía fuese inteligente, la
buscaría en la zona donde pusieron el desvío de la autopista. Pero, por otra parte, ella había
conducido durante una hora aproximadamente, alejándose de esa ruta temporaria antes de
chocar contra el roble. Y sólo Dios sabe dónde se encontraba ahora. Su captor no había
respondido esa pregunta aún. De alguna manera, admitió nerviosamente, dudaba de que
alguna vez lo hiciera.
“Me preguntaba…”.
Él levantó la cabeza y la miró por sobre su hombro. Su cabello marrón claro había crecido
un poco desde que se despertó la última vez. No mucho, un poco. El corte rapado se veía un
poco más tupido. Sin embargo, su cara era aún tan sombría e impasible como siempre. Al
comprender esto, el corazón le latió más rápido por la ansiedad.
La boca de Lynne se movía hacia arriba y hacia abajo, pero no le salía nada. Hacía lo posible
por calmarse, pero no estaba saliendo bien. “Yo… yo… ”.
“¿Sí?”.
Él parecía estar un poco impaciente ahora. O enojado. Dios santo, lo último que quería era
hacerlo enojar. Mientras reprimía firmemente su miedo más primitivo, hizo su pregunta sin
pensar, antes de que la valentía la abandonara como para preguntar una vez más. “¿Ha
decidido qué hacer conmigo?”.
Su captor se detuvo donde estaba parado, frente al diminuto fregadero. La miró fijamente
por un largo rato, rastrillándola toda, antes de pasar a mirar la pequeña ventana frente a él.
“Sí”, dijo suavemente con su acento arrastrado, “ya lo he decidido”.
Ay, maldición, pensó ella, mientras la respiración se le volvía dificultosa. Casi deseó no
haber preguntado. Eso era todo. El momento en el que se resumían sus últimos siete días de
recuperación. Su decisión final. “¿Me dirá de qué se trata?”, preguntó ella.
Los ojos de Lynne se agrandaron lentamente cuando Jesse Redshaw comenzó a quitarse el
overol. La adrenalina comenzó a bombear como de una represa rota, empeorando con cada
pulgada de piel desnuda y duro músculo que se le revelaba. Primero su espalda, una espalda
ancha y bien contorneada, con un tatuaje de marcas tribales celtas. Luego sus brazos, brazos
fuertes y cubiertos de venas que parecían tener el poder de matarla sin siquiera esforzarse.
Luego sus calzoncillos, de algodón y, sin duda alguna, provistos por la cárcel.
Su frente comenzó a transpirar al ver a su captor salir de su overol hasta qudarse
sólamente en esos calzoncillos blancos. Sus piernas eran tan poderosas como todo lo demás en
él, notó histéricamente.
“He decidido quedarme contigo”, murmuró, aún dándole la espalda. Hizo una pausa llena
de suspenso, luego se dio vuelta lentamente. “Por ahora”.
Con la respiración entrecortada, ella se sentó rápidamente, sin importarle que sus senos
estuvieran desnudos. Comprendió que iba a violarla, y sus ojos se agrandaron con terror.
Violarla y luego matarla cuando se aburriera de ella.
“Quiero vivir”, dijo en voz baja, con el pecho subiendo y bajando dramáticamente, y los
pezones ahora duros por demasiada adrenalina, y no por el frío.
Las cejas del hombre se levantaron. Abrió la boca para hablar, pero lo que fuera que estaba
por decir, se le olvidó al descubrir sus senos. Los párpados se le cayeron, el pene comenzó a
hincharse contra los calzoncillos.
Lynne le siguió la corriente. Estaba histérica. Casi fuera de sí del miedo y la emoción. Era
fácil imaginar cuán heroicamente se comportaría uno si la situación no le estuviera sucediendo,
una cuestión completamente distinta que si le estaba sucediendo en verdad. “Yo… yo haré lo
que usted diga”, imploró. “Por favor, yo…yo sé que puedo satisfacerlo”, dijo temblorosa.
Se forzó a sí misma y le sonrió nerviosamente, lanzó los cobertores que la cubrían, y abrió
bien las piernas para él mientras giraba su cuerpo para enfrentarlo. Su corazón golpeaba tan
fuerte que sintió que estaba lista para desmayarse otra vez más. La reconfortó darse cuenta de
que se estaba poniendo muy duro al mirarle la expuesta vulva.
Lo que le daba más esperanzas era que él prefería a sus presas vivas. Necesitaba ganar
tiempo. De alguna manera, podría escapar antes de que la matara, se prometió a sí misma
fervientemente.
“Ya ve”, dijo nerviosamente y en voz baja. “No… no voy a resistirme”.
Él le frunció el ceño. Apretó la quijada. “Mire, señora…”.
“¡Ay, por favor!”. Lynne gritó mientras se ponía de pie rápidamente. Al hacerlo, se mareó y
le dio un poco de nauseas, pero se recuperó rápidamente. No tenía idea de qué había hecho
mal, pero admitió que la mente de un inadaptado social no era precisamente normal.
Necesitaba hacerle ver las cosas desde su punto de vista, pensó histérica.
Sin saber qué más hacer, cayó de rodillas ante él, le bajó frenéticamente los calzoncillos, y
envolvió su largo y grueso pene con las manos. “Puedo aprender a complacerlo”, dijo en voz
baja. “Si me diera una oportunidad…”. Dejo de parlotear lo suficiente para pasarle la lengua por
la cabeza de la verga. Él emitió un pequeño silbido, mientras se le anudaban los músculos del
estómago. Un buen signo, se aseguró a sí misma frenéticamente. “Puedo intentar mantenerlo
muy satisfecho”, reiteró temblorosa.
“Escucha”, gruñó su captor. “Yo voy a decidir…”.
Ella se llevó sus apretadas pelotas a la boca, con la esperanza de que escucharlo contener la
respiración significara algo bueno. Se las chupó como si su vida dependiera de ello, lo cual era
realmente así, mientras sus manos masturbaban su enorme cañón, hacia arriba y hacia abajo.
“Mierda”, masculló él con voz ronca.
Ella notó que su respiración se volvía dificultosa. A él le gustaba cómo le chupaba las bolas
y lo masturbaba. Una oleada de esperanza la invadió al soltar sus bolas y llevarse su verga a la
boca sin dudar un instante. Inmediatamente, lo mamó hasta que le llegó a la garganta,
chupando hasta meterla entera y sacarla una vez más, una y otra vez.
Él comenzó a gemir. Enredó los dedos entre su cabello. La esperanza crecía a pasos
agigantados.
“Más rápido”, dijo con voz profunda.
Lynne chupó más rápido. Chupaba como si no hubiera un mañana, sólo pensaba en
complacerlo. Subía y bajaba la cabeza frenéticamente mientras lo mamaba repetidamente
hasta el fondo. Los dedos del hombre se aferraron de su cabello largo y oscuro mientras gemía
y gruñía.
Cuando la quijada comenzó a dolerle, simplemente, lo ignoró. Lo llevó más profundo en su
garganta en cambio, chupando su verga más rápido y con más intensidad. Tenía que olvidarse
del dolor. Tenía que probarle que sus deseos estaban primero para ella. Era la única manera de
ganar su confianza, razonó. Era la única manera de ganar tiempo.
“Justo así”, dijo su captor entre dientes. Acarició ambos lados de su cara con sus dedos
callosos, y lanzó sus caderas hacia ella, como cogiendo su boca. Gimió largo y fuerte mientras
bombeaba en su cara. “La puta –ay mierda– me acabo”.
La repentina contracción de todo su cuerpo subrayó sus palabras. Se aferró a la parte de
atrás de la cabeza de ella mientras su verga embestía y salía de sus labios succionadores. Se
acabó con un fuerte gruñido; su cuerpo se estremecía mientras le eyaculaba su leche tibia en la
boca.
Lynne se la bebió toda, cuidadosa de no dejar ni una gotita salada. No tenía idea si rechazar
su leche lo enojaría, por lo tanto, la idea de no tragársela ni se le cruzó por la cabeza.
Aun cuando ya había vaciado todo su semen y su dificultosa respiración se comenzaba a
estabilizar, ella no dejaba de chupar del pequeño orificio en la cabeza de su verga. Esperó hasta
que le empujó suavemente la cara alejándola de él para detenerse, luego observó con grandes
ojos marrones que él la ponía de pie para mirarla a la cara.
“Necesito dormir”, dijo con la respiración entrecortada. Su cara sombría y seria se puso
más dura que lo normal. “No he dormido durante días”, dijo con voz rasposa.
Lynne no estaba segura de cómo responder. “Vaya a dormir, entonces”, susurró
nerviosamente. Aclaró su garganta. “No intentaré escapar”.
Jesse le clavó los ojos por un largo rato, mientras se le normalizaba la respiración.
“Lamento mucho tener que hacer esto, pero no puedo confiar…”.
“Ah, por favor, no lo haga”, dijo Lynne en voz baja. Se dio cuenta con horror y con histeria
que nada bueno podía venir después de una oración semejante. “Yo… ¡ay, por Dios, le prometo
que no intentaré huir! ¡Se lo prometo!”.
“Sé que no lo harás”, respondió él con tono firme mientras la tomaba de la mano y la
llevaba hasta la cama. “Porque me aseguraré de que no lo hagas".
A Lynne le empezó a subir la bilis lentamente por la garganta. Quería llorar, pero,
perversamente, no le querían salir las lágrimas. “Por favor, no, señor… Señor Redshaw. Yo…
¡ay, por favor!”.
Él no respondió.
Para cuando llegó hasta la cama, a ella le castañeteaban los dientes y su cuerpo se sacudía.
Miró al vacío sin pestañear, mientras la mente se separaba del cuerpo. Él dijo unas palabras
que ella no escuchó. Lynne no sentía nada. Estaba perdida en esta escena surrealista, sin poder
creer que le estaba pasando a ella.
“¡Dije que me mires!”. Jesse dijo bruscamente, sacudiéndola del brazo. “¿Me escuchas? Dije
que así estás bien”.
Lynne parpadeó. Las palabras “así estás bien” la trajeron de vuelta de alguna manera a la
tierra, y a la cordura… al menos por un momento.
“Así estás bien”, murmuró, con un tono un poco más amable. Sus intensos ojos verdes
rastrillaron su cara descolorida. “Sólo te puse esto en el cuello, es todo. Así no puedes
escaparte”. Levantó una cadena, mostrándole lo que le había hecho mientras su mente estaba
en un lugar muy, muy lejano.
Lynn parpadeó otra vez, comenzando a reconocer. Era una cadena, tal como él lo dijo,
pensó, algo aliviada. Una cadena sujeta a…
Su manó se elevó, tocando su cuello. Arrugó el ceño.
Un collar de perro. Dios Santo, estaba desnuda y con un collar de perro. Una semana atrás,
que le hicieran algo así la habría hecho berrear como un bebé. Hoy hizo que deje caer los
hombros con alivio.
“Gracias, Sr. Redshaw”, dijo en voz baja, agachando la cabeza. Él no era el único cansado.
Estas emociones extremas a las que estuvo expuesta constantemente fueron agotadoras.
“Mi nombre es Jesse”, murmuró pasándose una mano por la quijada cubierta de barba
incipiente. “Y sé que el tuyo es Lynne porque revisé tu bolso".
Ella levantó lentamente la cabeza. Lo observó desplomarse en la cama y desparramarse.
“Ven a dormir a mi lado”, le instruyó su captor sin abrir los ojos”. “El collar va a prevenir
que te vayas, pero aún quiero que descanses”.
Lynne obedeció inmediatamente, a fin de no darle motivos para que se enoje con ella.
Mientras trepaba bajo los cobertores al lado de Jesse Redshaw, el trasero desnudo apretando
su igualmente descubierto pero fláccido pene, la mujer se encontró preguntándose por qué se
preocuparía por su salud. Finalmente, decidió no cuestionar lo que supuestamente era su
buena suerte.
Mientras estuviera viva, habría esperanza.
Capítulo 4
*****
Lynne salió arrastrándose de la cama después de que su captor se quedó dormido, y llegó
hasta donde se lo permitió su cadena, hasta la cocina. Se paró delante de la pequeña ventana,
con el cuerpo temblando como una hoja, y miró hacia fuera al vacío de nieve, árboles y la nada.
No tenía idea de dónde estaban, pero admitió que dondequiera que fuera, estaba bien
escondido del resto del mundo.
Hasta donde podía ver, había sólo bosques invernales sobre la cima de la montaña. No
había otras cabañas, no había caminos que sugirieran la existencia de rutas, no había gente, no
había nada. Ni siquiera veía ningún animal escabulléndose, aunque supuso que probablemente
habría algunos por allí.
Es asombroso, qué rápido que la vida puede dar un giro de ciento ochenta grados, pensó,
suspirando. Levantó la mano hasta el cuello y acarició distraídamente el collar que tenía
puesto; el collar que hacía más difícil, si no completamente imposible, que pudiera escapar.
Una semana atrás se había decidido a comenzar una nueva vida. Y ya había conseguido
una, reconoció Lynne deprimida. Sin duda alguna.
No debía suceder eso, pensó tristemente. Se suponía que la vida sería mejor, no peor,
después de divorciarse de Steve. Le había dado a su ex-marido diez años de su vida –diez años
que no recuperaría– todo para terminar como una prisionera desnuda, con un collar de perro y
una cadena. Estaba cansada y totalmente harta de que los hombres la victimizaran.
Lynne había sido criada como una buena chica que seguía las reglas. Nunca había sido muy
sociable, siempre fue del tipo tímida, y se había enamorado de Steve muy probablemente
porque fue el primer hombre que intentó ayudarla a salir del cascarón.
Fue una esposa muy devota. Fue fiel, trabajadora, y tan sumisa que el sólo recordarlo le
hacía apretar los dientes. Todo lo que recibió a cambio fue un marido engañador que abusó de
su naturaleza tímida para sacarle lo que quería. La vida en la casa de los Temple siempre giró
en torno a Steve, nunca a Lynne.
Cumplir treinta y cuatro años hizo que algo despertara dentro suyo, como un oso
durmiente que estuvo hibernando por más de tres décadas. Por qué a los treinta y cuatro, no lo
sabía. La mayoría de la gente tenía un despertar alrededor de los treinta o los cuarenta. De
cualquier manera, presentó los papeles para el divorcio, le dijo a Steve que se vaya del
departamento, y partió a Charleston el día que salió el divorcio.
La vida parecía genial. Lynne se sentía genial. Manejar por la ruta interestatal a un nuevo
destino había despertado una esperanza dentro de ella que no sabía que existía. Y luego vino el
choque. Y Jesse Redshaw. Suspiró.
No sabía qué pensar de su captor. Jesse Redshaw era un violador serial, sí, pero de acuerdo
con las noticias, también era un sádico. ¿Un sádico no habría disfrutado de su sufrimiento? ¿Un
sádico no habría querido verla morir, o al menos infligirle más degradación y sufrimiento en el
acto sexual después de salvarla?
Respiró hondo y exhaló lentamente. Quizás se estaba reservando ese “gustito” para más
tarde. Quizás disfrutaba del tiempo que pasaban juntos, conformándose con la tortura
psicológica por ahora, para hacer tiempo. Pero entonces, ¿por qué pasaría siete días
cuidándola, alimentándola y curándola?
Su captor era un enigma. Seis pies y algo, y doscientas cincuenta libras de musculoso
misterio.
El estómago le hizo ruido, resaltando el hecho de que no había comido nada desde ayer.
Abrió los dos pequeños aparadores de la cocina y suspiró de alivio al ver que todavía estaban
llenos de provisiones hasta la mitad. Dudó por un corto instante, preguntándose si comer sin
permiso lo haría enojar.
Finalmente, la vencieron las puntadas de hambre. Buscó desesperadamente detrás de las
puertas, decidiendo hacer frente a cualquier repercusión posible más tarde.
Lynne necesitaba energía, lo que significaba que necesitaba comida. De otra manera, era
imposible formular algún plan de escape.
*****
Cuando Jesse se despertó más tarde esa noche, fue con la intención de aclarar las cosas con
Lynne. No quería que se preocupe porque iba a morir cuando él sabía que no podría hacerle
nada semejante. Dudó que le creyera, pero al menos la culpa dejaría de morderlo por dentro
por no habérselo dicho.
Había pasado siete días atendiéndola hasta que se recuperó. Los primeros cinco días
fueron los más penosos. Cuidar a una mujer afiebrada que había sufrido un traumatismo en la
cabeza requería muchísima energía. Hacerlo mientras todavía tenía los grilletes puestos lo
había extenuado totalmente.
Pero durante esos días en los que Lynne se recuperaba, había comenzado a importarle a
Jesse de una forma que no estaba seguro de poder entender. Era la primera vez que una
persona dependía de él para todo, desde alimentarla hasta limpiar sus heridas y bañarla.
Parecía una muñequita indefensa, y su pequeña estructura de cinco pies de altura
exacerbaba esta imagen. Lo único que se veía como de una mujer madura en Lynne eran sus
senos pulposos y bien desarrollados, y su figura curvilínea. Eso era bien de mujer. Y lo había
mantenido más duro que una llave de hierro por una semana entera.
Si hubiera sido más inteligente, no la habría traído aquí. Habría alertado de alguna manera
a la policía sobre una mujer inconsciente que yacía en su vehículo y necesitaba atención. Pero
el hospital más cercano estaba a por lo menos tres horas de distancia. Diablos, el pueblo más
cercano, si se lo podía llamar así, estaba a más de una hora y media de distancia. Sólo Dios sabe
cuánto tiempo habría pasado hasta que alguien la encontrara, si lo lograba. Podría haber
muerto para ese entonces.
La decisión de traer a Lynne a la cabaña, que nadie sabía que existía, no fue difícil. Él era su
única esperanza de sobrevivir. Algunos lo considerarían una ironía.
Ahora Lynne estaba viva y bien. Y Jesse quería que se dé cuenta de que no tenía ningún
deseo de cambiar eso.
Cuando se despertó, tenía las mejores intenciones. Cuando se bajó de la cama desnudo y
duro como una piedra, y vio a su prisionera desnuda doblada sobre una pequeña mesa de
cocina, limpiándola, mandó sus intenciones al demonio en un abrir y cerrar de ojos.
Mierda, qué bien se veía. Los recuerdos se apoderaron de él. Vivos recuerdos de sus concha
estrecha y caliente apretando su verga hasta que se acabó. Recuerdos de sus muslos
acolchonados abiertos sobre su falda, sus sensuales tetas zarandeándose mientras lo montaba.
“¿Qué estás haciendo?”, murmuró Jesse.
Lynne se congeló de espaldas a él. Se dio cuenta de que la pregunta le salió un poco hosca,
pero así hablaba él. Esperaba que ella se acostumbrara rápido a eso.
“Sólo estaba limpiando…”. Aclaró su garganta y habló un poco más alto. “Preparé algo de
cenar y estaba limpiando el lío que dejé”.
Se dio vuelta lentamente, con su sensual cuerpo desnudo a la vista de él. Él quería pasarle
la lengua por ese manchón de vello púbico negro. “Dejé un poco de guiso de lata en la hornalla
para ti…”. Su voz se apagó y sus ojos se agrandaron cuando su mirada se desvió hacia su
erección. “Ah”, susurró.
Jesse la rastrilló con la mirada mientras se acercaba hasta donde ella estaba.
“¿Qué te gustaría?”, preguntó en voz baja. “¿Quieres que vaya a la cama o me ponga de
rodillas?”.
Maldición, pensó, exhalando. ¿Qué hombre no querría escuchar a la mujer por la que se
sentía atraído haciendo una pregunta como esa? Desafortunadamente, hacía difícil
concentrarse en la tarea a la que estaba abocado…
¿Cuál era la tarea a la que estaba abocado?
Cuando él no le contestó enseguida, ella debió tomarlo como un mal signo. Sus ojos marrón
chocolate volvieron a tener esa mirada de preocupación. Aunque, por suerte, no tan seria como
antes. Quizás Lynne se sentía menos nerviosa en su presencia ahora… esperaba él.
“Creo que no es lo suficientemente creativo”, susurró. Hundió los dientes en su labio
inferior de una manera adorable. “Creo que no soy muy buena para esto. Puedo esforzarme
más…”.
“Lynne”, la interrumpió Jesse, mientras se pasaba la mano distraídamente por la barbilla
cubierta por la cicatriz. Tenía un asunto que atender aquí. Quizás si se daba vuelta y dejaba de
desear su cuerpo desnudo podría recordar qué diablos era. Suspiró mientras cerraba los ojos.
“Eres muy buena para esto”, gruñó. “Muy, muy buena. Pero necesitamos hablar…”.
Su voz comenzó a apagarse al tener la clara impresión de que era el único que mantenía la
conversación. Sus ojos se abrieron rápidamente. Gruñó al darse cuenta de que Lynne se había
movido de lugar. Frunciendo el ceño, dio media vuelta para buscarla. “Dije que tenemos que …”.
Jesse tragó bruscamente cuando su mirada encontró a Lynne. Se había subido a la cama y
se había puesto en la posición del perrito. Culo para arriba, cabeza para abajo. A la mierda. “…
hablar”, terminó suavemente.
Apretó la quijada mientras caminaba hasta la cama. Era demasiada tentación para un
hombre, mucho más para uno con un gran apetito sexual que había estado dentro de una mujer
solamente dos veces en siete años, y una de esas dos ocasiones había sido esta mañana. Jesse
había sido completamente célibe durante los últimos cinco años, simplemente porque no tuvo
otra opción en la cárcel, o mejor dicho ninguna opción que quisiera experimentar. Los dos años
anteriores a eso los pasó con una oscura nube de sospecha colgando sobre su cabeza, lo que
hacía que toda mujer disponible de Florida, Georgia y probablemente todos los Estados Unidos
estuviera demasiado alerta con él como para considerar una cita, mucho menos tener sexo.
Excepto por su ex-novia Jeannie. Durmió con ella una vez.
“Espero que esto sea lo suficientemente creativo”, susurró Lynne, captando la atención de
Jesse. “Mi ex-marido es el único hombre con el que he estado, además de ti”, admitió, “y él
prefería tener sexo con otras mujeres y no conmigo. Por eso, no soy muy buena para esto”.
Su voz suave, unida a su contundente honestidad, hizo que algo dentro de él se retorciera.
“Tu marido era un cretino”, gruñó. “Se merece que le arranquen las pelotas…”.
Jesse se detuvo en la mitad de la oración cuando vio que el cuerpo de Lynne se ponía tenso.
Probablemente supuso que quería cortarle las pelotas él mismo. Mierda. Seguía empeorando
las cosas más y más.
“Bueno”, dijo en voz baja, como reflexionando. “Creo que probablemente sí se lo merece”.
Él levantó las cejas. Le resultó divertido, a pesar de lo que Lynne pensaba de él. La pequeña
Señora Dócil le había dado permiso al enorme y malvado violador serial para que le arranque
las bolas a su ex. La pequeña Lynne tenía una veta malvada. ¿Quién lo hubiera dicho?
“Escucha”, suspiró Jesse, finalmente recordando cuál era la tarea a la que estaba abocado
inicialmente. “Hay algunas cosas sobre mí que realmente necesitas saber. Te afectan. Y a tu
futuro…”.
“Ay, Dios mío”, dijo Lynne en voz baja. Comenzó a menear el culo de una manera tan
provocativa que hizo que su verga se endureciera más de lo que era posible. “¿Podemos hablar
de mi futuro, o la ausencia de él, más tarde?”.
Él frunció el ceño. Eso no era lo que había querido decir.
Con su cabeza aún baja hacia la cama, ella levantó la mano y usó sus dedos para abrir los
labios de su conchita. A él se le anudaron los músculos. “Quizás aún está estrecha”, dijo con voz
esperanzada. Levantó su culo más alto, con esa sensual y caliente concha completamente a la
vista.
Se olvidó por completo de la tarea a la que estaba abocado. Otra vez.
“Me estás matando”, dijo con voz rasposa mientras caminaba hasta la cama y tomaba los
globos de su culo redondo y exquisito con las manos abiertas. “No es joda, me estás matando”.
“Ay, no sería tan estúpida como para intentar eso”, dijo ella con dolorosa honestidad. No es
porque no lo quisiera, pensó él. Porque tenía miedo de que viviera y se vengara.
Ella soltó los labios de su concha. Jesse perdió el hilo de sus pensamientos, hipnotizado al
mirar los pequeños y suaves pliegues cerrarse lentamente. El los tomó con las manos, volvió a
abrirlos, y simplemente la observó. Maldición, le encantaba su concha.
Lynne volvió a poner las manos sobre la cama para poder reclinarse sobre los codos. Tiró
de la cadena sujeta a su collar para darse más espacio, luego meneó el culo nuevamente,
haciendo que él apriete los dientes. “¿Te gusta hacerlo de esta forma?”, preguntó. “Lo vi en una
película que mi esposo me hizo ver y yo…”.
“No”, dijo, quizás con demasiada brusquedad, “no hables de tu ex-marido”.
Ella se paralizó. “Perdón”.
Jesse volvió a agarrar los globos de su culo, respirando con dificultad. “Me encanta tu
cuerpo, Lynne. Diablos, cómo me encanta”.
Quizás ella no supo que decir a eso, pero daba lo mismo. El pensamiento racional lo había
abandonado otra vez. Colocó la punta de su inflamada verga en la entrada de su conchita. Con
los orificios nasales agrandados, Jesse se hundió en su estrecha concha con un gemido,
colocándosela hasta el fondo.
“Te sientes tan buena”, la elogió roncamente mientras comenzaba a zambullirse en ella.
Cerró los ojos y disfrutó la sensación de estar dentro de ella. “Tan húmeda y sensual. Eres la
mujer más sensual que he conocido”.
“Gracias”, susurró ella.
“Levanta tus caderas hacia mí”, dijo él entre dientes. “Apriétame la verga con tu estrecha
conchita”.
Así lo hizo ella, Dios santo, y cómo lo hizo. Nunca había sentido una conchita así de buena.
Nadie tenía una concha húmeda, succionadora y estrecha como la de Lynne.
Levantó sus caderas hacia atrás para él con movimientos frenéticos, sin poder evitar lanzar
un pequeño gemido. Pero él tampoco quería que se detenga. Apretó la quijada mientras
golpeaba dentro de ella, apretando su verga tan adentro de su concha como podía meterla.
El sonido de carne chocando con carne retumbó en la pequeña cabaña. El aire se impregnó
de olor a sexo. Los dedos de Jesse encontraron su clítoris y la frotaron con energía. Ella
reaccionó con un gemido, más alto y más largo esta vez. Siguió con movimientos continuos de
frotación mientras la cogía, buscando que se acabe.
“Por favor”, jadeó Lynne mientras levantaba las caderas para él. “Creo que estoy a punto de
hacer algo y no sé qué… ay… ¡esto no me gusta!”.
Los ojos de Jesse se agrandaron levemente mientras la seguía bombeando. ¿No podía
reconocer un orgasmo cuando se acercaba? Si no, su esposo era un perdedor peor de lo que
había pensado. Le frotó el clítoris con más energía, la cogió más intensamente, y el sonido de
sus gemidos lo hizo gruñir como un animal.
“Nunca te haré daño”, dijo él con voz ronca mientras seguía hundiéndose en su concha.
“Está bien permitirte sentir. Estás a salvo”.
“Yo… ay Dios esto se siente extraño”, jadeó.
“Déjate llevar”, dijo él entre dientes. Su yugular se abultaba mientras se zambullía en su
conchita con embates rápidos como un rayo. Frotó su clítoris más rápido, arrogantemente
satisfecho cuando sintió que su concha se contraía de manera reveladora.
“Yo… ahhhhhh,” gimió Lynne. “Ahhhhh”. Lanzó sus caderas hacia atrás para él al acabarse,
su conchita aferrándose y contrayéndose alrededor de su dura verga.
“Mierda”, murmuró Jesse mientras la cogía más duro. Su concha se sentía tan
endemoniadamente bien, tan estrecha y tentadora. No quería que terminara ese momento,
pero se dio cuenta que no podía aplazar lo inevitable por más de unos segundos. No con su
concha ordeñándolo así.
Gruñendo desde el fondo de su garganta, la tomó más rápido, más violentamente,
bombeando como loco dentro de ella. El sonido de su concha succionadora envolviéndolo
repetidamente fue lo que lo deshizo. “Me acabo”, jadeó, hundiendo y sacando su verga. “Ahora
me acabo…”.
Eyaculó con un bramido, sus músculos estaban tensos y brillosos de transpiración
mientras su cuerpo se estremecía. Gimió al eyacular, y la leche caliente salió disparada a su
estrecha concha mientras continuaba embistiéndola. “Lynne”, gruñó, adorando la manera en
que echaba sus caderas para atrás para extraer toda su leche. “Lynne… mierda”.
Cuando terminó, cuando Jesse había colapsado en la cama, agotado y exhausto, los dos ahí
recostados se quedaron extrañamente callados, la espalda de ella apretada contra el pecho de
él. Pasaron veinte minutos hasta que alguno de ellos movió un músculo, y más hasta que
hablaron.
“¿Jesse?”, susurró Lynne.
A él se le estrujaron las tripas. Era la primera vez que ella lo llamaba por el nombre. “¿Sí?”.
“¿Quisiste decir lo que dijiste? ¿Sobre no lastimarme, digo?”.
“Sí”, respondió él al instante. Suspiró. “Lynne, no voy a lastimar a nadie, mucho menos a ti”.
Ella se quedó callada por un momento. “Gracias”, dijo suavemente.
Él gruñó. “Descansemos un rato”. La apretó suavemente por la cintura con su musculoso
brazo envuelto alrededor de ella. “Luego hablaremos”.
Capítulo 5
Lynne observó cómo Jesse se devoraba lo que quedaba del guiso de carne antes de pararse
para calentar otra lata. Ella se sentía pasmada desde su encuentro sexual anterior, con los
pensamientos y las emociones revueltas.
Su primer orgasmo. Finalmente supo cómo se sentía. Era bastante vergonzoso tener
treinta y cuatro años y admitir que nunca habías experimentado el clímax. Había sido criada
tan endemoniadamente protegida mientras crecía, que la masturbación nunca formó parte de
su repertorio sexual. Ella había decidido que eso cambiaría, junto con todo lo demás, al llegar a
Charleston. Debió haber tenido su primer orgasmo allí… no aquí.
Su primer clímax, pensó. Esta debió haber sido una de las mejores noches de su vida, pero
en cambio se sintió confundida y avergonzada. Nunca tuvo un orgasmo con su marido. Pero sí,
en cambio, con un asesino y violador serial. No sería fácil vivir con eso.
En consecuencia, Lynne se debatía entre el enojo y el descreimiento. Enojo porque su
primer orgasmo haya tenido lugar en circunstancias horribles. Descreimiento de que haya
ocurrido. Steve le había dicho que era frígida. Aparentemente, no lo era. Aun así, hubiera
preferido descubrir ese dato sobre sí misma en particular en otras circunstancias que en las
que se encontraba en este momento.
Con los orificios nasales agrandados, Lynne llevó la olla con guiso de carne hasta la mesa
de la cocina donde estaba sentado Jesse. Le sirvió una porción abundante, rehusando
establecer contacto visual mientras lo hacía.
Las cejas de Jesse se juntaron lentamente. “Gracias”, murmuró.
“Por nada”, respondió claramente mientras volvía a llevar la olla hasta la hornalla y la
apoyaba con un fuerte ruido.
Su captor estuvo callado por un largo rato, aunque ella podía sentir sus ojos penetrando su
espalda. “¿Quieres decirme qué sucede?”, le preguntó con su acento arrastrado.
Su espalda se endureció allí donde estaba, frente a la cocina. “Como si realmente te
importara”, replicó. Lynne supuso que hablarle de esa manera no era lo más inteligente que
había hecho, pero estaba demasiado molesta para preocuparse. Más tarde, quizás cuando la
estuviera estrangulando, lo lamentaría. Por ahora se sentía endemoniadamente bien.
Él gruñó. “Dime qué sucede, Lynne. No juegues conmigo”.
Ella se dio vuelta para mirarlo, su largo y oscuro cabello le caía en cascada sobre el
hombro. Estaba cansada de tener miedo. Estaba harta de ser una víctima. Toda su vida –
absolutamente, toda– si no era un hombre que la lastimaba, era otro. “¿Por qué me hiciste
eso?”, se desahogó. “¿Por qué?”.
Los ojos de Jesse se agrandaron casi imperceptiblemente. No simuló no saber de qué
estaba hablando. “Lo siento”, murmuró. “Tú merecías que eso te suceda por primera vez con
cualquier otro hombre, no conmigo”. Suspiró, desviando la mirada. “Lo siento. Sea por lo que
sea”.
Lynne parpadeó, sorprendida. Esperaba que se enojara, no que se disculpara.
Francamente, no sabía qué pensar de la situación. Y a pesar de que nunca lo diría en voz alta,
esas palabras tenían mucho valor. “Gracias”, susurró ella, confundida. Se dio vuelta lentamente,
sin parpadear, para mirar hacia la hornalla.
No estaba segura de querer seguir con la conversación, pero no podía evitar preguntarse si
este no sería el momento ideal para hacer las preguntas que necesitaba que le responda. Ahora,
que él parecía estar de suficiente buen humor. Por su mente pasaban un millón de ideas
compitiendo por su atención. La más prominente, sin embargo, era si él planeaba dejarla ir de
la cabaña, alguna vez. Quería preguntar, pero tenía miedo. Extraño como era, no estaba tan
asustada de que Jesse la lastimara por hacer la pregunta en principio como lo estaba de la
respuesta.
¿Y si decía que no podría salir nunca? ¿Entonces qué?
“Dije que hablaríamos más tarde”, protestó Jesse. “Ya es más tarde. Hablemos”.
Lynne cerró los ojos y respiró para estabilizarse. “¿De qué quieres hablar?”, preguntó ella,
dándole la espalda todavía.
“De ti”, dijo simplemente. “Sé que te estarás preguntando cuánto planeo quedarme
contigo”.
Aparentemente era psíquico, pensó ella con tristeza, mientras los latidos de su corazón se
aceleraban. Sí, quería saberlo. Pero si la respuesta era una que no quería escuchar…
Se dio vuelta para mirarlo, con ojos salvajes. “Por favor”, susurró. “Creo que aún no estoy
lista para hablar de esto”.
“Lynne…”.
“Se suponía que iba a empezar una nueva vida", interrumpió ella. Le dirigió una sonrisa
temblorosa. “Estaba conduciendo hacia mi nueva vida cuando choqué con ese árbol. Ahora mi
vida consiste en ser una prisionera desnuda que tiene puesto un collar de perro y una cadena”.
Cerró los ojos y se frotó las sienes. “No creo que pueda soportar escuchar nada más ya”.
Los ojos de él se achicaron. “Esta nueva vida. ¿Involucraba a algún hombre?”.
Sus ojos se abrieron rápidamente. ¿Qué tenía que ver eso con lo demás? “¿Un hombre?”,
preguntó perpleja, sin saber por qué la respuesta le parecía tan importante. “No”. Meneó
lentamente la cabeza. “Compré mi primera casa. En Charleston. Quería reconstruir mi vida en
algún otro lugar después del divorcio”.
Eso pareció apaciguarlo. “Ya veo”, dijo con voz cavernosa.
Silencio.
“Yo no maté a esas muchachas, Lynne”, dijo Jesse suavemente, tomándola por sorpresa. Los
ojos de ella se agrandaron. “Ni tampoco las violé. Sé que no me creerás, y por eso nunca me
molesté en decírtelo, peo ahora te lo digo igual”:
Había tanto silencio que se podría haber escuchado el ruido de un alfiler al caer. Estaba tan
aturdida que todo lo que pudo hacer fue quedarse parada y boquiabierta.
No sabía qué pensar de la confesión de Jesse. Quería creerle –¡por Dios, cómo quería
creerle!– porque le daba esperanzas donde había tan poca.
Esperanzas de que lo que dijo fuera cierto, que nunca la lastimaría. Esperanzas de que
podría salir viva de allí algún día.
Su mirada rastrilló sus rasgos sombríos y masculinos. Aun sentado, sin hacer ningún
movimiento para tocarla, Jesse Redshaw se veía como un dios gigante y vengador. Los
músculos de sus brazos se abultaban sin hacer más que moverlos. Era alto y enorme y sólido
y… bueno, estaba segura de que tenía la fuerza para quitar otra vida. Pero la verdadera
pregunta era si lo haría.
“Todos los hombres sentados detrás de las rejas son inocentes según ellos mismos”,
murmuró Jesse mientras se pasaba una mano distraídamente por su cabello rapado. “Diablos,
eso ya lo sé. Ese es uno de los motivos por los que sabía que nadie me creería jamás. Ni mi
propio maldito abogado me creía. Entonces tuve que hacerme cargo del tema por mí mismo”.
Su voz se apagó hasta ser un murmullo; su expresión era distante. “No pasaré el resto de mi
vida natural detrás de las rejas por cosas que nunca hice, Lynne. Nunca dije que fuera un
santo”. Sacudió un poco la cabeza. “¿Pero matar a una mujer? ¿Imponerme físicamente a otra
persona? No. Eso no lo puedo hacer”.
El corazón de ella golpeaba tan dramáticamente que parecía que se le iba a salir del pecho.
No sabía qué creer. Se sentía tironeada. Él le había salvado la vida, sí, pero también la estaba
reteniendo contra su voluntad. Una buena acción no hacía a un hombre inocente. Y sin
embargo…
¿Qué sucedió?”, Lynne se escuchó preguntar suavemente. “Si tú no lo hiciste, ¿entonces
quién fue?”.
Jesse frunció el ceño. Su penetrante mirada verde encontró la de ella. “No lo sé. Más
quisiera yo saberlo. Todo lo que sé es que yo no fui”.
Ella no dijo nada más. No sabía qué decir. Siguió un silencio que pareció interminable,
hasta que él habló de nuevo.
Jesse suspiró, poniéndose de pie y empujándose para alejarse de la mesa. “Tengo un fetiche
con la esclavitud”, admitió cortante. “Fetiche es una palabra desagradable que en realidad no
significa otra cosa que algo que excita a una persona. Lo que a mí me excita es dominar
sexualmente a la mujer con la que estoy. No, es más que excitarme con eso… me encanta, lo
ansío”.
Ella desvió nerviosamente la mirada.
“Desde el día en que le robé una revista porno a mi viejo y vi imágenes de mujeres atadas o
de rodillas sometiéndose a un hombre, supe que eso era lo que quería. No puedo explicarlo
mejor de lo que puedo explicar por qué me atraen las castañas. Es así, no sé si me entiendes”.
Lynne volvió a mirar hacia donde estaba parado. Sus ojos oscuros rastrillaron
distraídamente su poderoso cuerpo desnudo antes de buscar su cara.
Jesse se desplomó ruidosamente en la silla de la cocina. “Entonces, cuando crecí y
desarrollé relaciones con mujeres, busqué eso. No era discreto sobre el tema tampoco. Si a una
mujer con la que salía no le gustaba eso, no durábamos mucho. A mí también me gusta tener
sexo regular, pero hacerlo así todos los días no me resulta tan gratificante”.
Lynne arrugó la frente. No entendía exactamente qué tenía que ver esto con el tema que
estaban tratando. Sus próximas palabras, sin embargo, aclararon un poco más el panorama.
“Todos los detectives de delitos sexuales que existen saben que la mayoría de los
predadores sexuales se sienten atraídos por la esclavitud. Generalmente cuando arrestan a
estos sujetos, la policía confisca muchas revistas de esclavitud y porno de esclavitud de la casa
del delincuente.” Él frunció el ceño. “Practicaba la esclavitud. No lo ocultaba. Me parecía al
identikit que hizo el dibujante de la policía. No tenía una coartada para dos de las violaciones”.
Suspiró. “La policía sumó dos más dos pero le dio cinco”.
Lynne respiró hondo y exhaló lentamente, con un caos en la cabeza. Entendía por qué la
policía hizo una correlación como esa. También entendía por qué podía estar equivocada.
Como el helado y los robos domiciliarios.
Estadísticamente, uno podría aducir que los dos tienen una correlación directa porque los
robos domiciliarios aumentan los días que las ventas de helados suben. Están relacionadas, sí,
pero uno no es la causa del otro. Hay una tercera variable que entra en juego y explica a ambas:
el calor. Los robos suben en tanto el clima los permite, igual que las ventas de helado.
Usando esa lógica, las fantasías esclavistas y los crímenes sexuales estaban relacionados,
pero no se podría aducir que alguien que practica el esclavismo también cometería un delito
sexual, como tampoco se podría decir que todos los ladrones se detienen para tomar helado
después de robar un televisor.
Aun así, por mucho que ella quisiera que fuera diferente, esto no hacía inocente a Jesse
Redshaw.
“¿Cómo explicas el hecho de que no hubo más asesinatos relacionados desde que te
encarcelaron?”, susurró Lynne.
Jesse meneó lentamente la cabeza. “No lo puedo hacer”, murmuró, su mirada tropezando
con la de ella. “Y por eso no tenía posibilidades de que me dejen libre”. Él frunció el ceño.
“Quizás hubo más asesinatos y todavía no encontraron ningún cuerpo. A lo mejor, el sujeto se
fue cuando me arrestaron, dándose cuenta de que mejor se iba del estado antes de que la
policía se diera cuenta de que yo no fui. No lo sé, Lynne. La verdad que no lo sé”.
Silencio.
Volvió a ponerse de pie, empujándose en dirección contraria a la mesa. “Sé que no me
crees”, murmuró mientras caminaba hacia el pequeño dormitorio a unos pies de distancia. “Y
no tienes que hacerlo, porque no importa”.
A ella le parecía que sí importaba, pero no dijo nada. Su mirada lo siguió hasta la cómoda
vacía donde no había nada guardado más que el uniforme de prisión y lo que quedaba de la
ropa que él le cortó para revisar si estaba herida cuando estuvo inconsciente. Lo miró ponerse
el overol; los músculos de su espalda se abultaban al inclinarse.
“Sé que la gran pregunta para ti es cuándo diablos podrás irte de aquí. Tengo que
analizarlo todavía”, dijo mientras se ponía el descolorido overol azul. “Tú no sabes exactamente
dónde estamos, pero tienes bastante idea. Si te dejo ir, me arriesgo a volver a la cárcel, que es
un riesgo que no quiero correr”.
Lynne cerró los ojos y respiró hondo. “¿Y si te dijera que no te delataré?”, preguntó ella.
Abrió los ojos y lo vio levantar el hacha que usaría para cortar más leños para la estufa. “¿Si te
prometiera que no diré una palabra?”.
Jesse se detuvo frente a ella, con la enorme hacha apoyada sobre su hombro. “Diría que
sabes qué se siente ser yo”.
Ella negó con la cabeza. “No entiendo…”.
Su mirada encontró a la de ella y la mantuvo. “No importa lo que hagas”, dijo suavemente,
“y no importa lo que digas, nunca creerán en tus palabras”.
Sus ojos se agrandaron al verlo abrir la puerta de la cabaña y caminar hacia la fría noche
invernal.
Capítulo 6
La semana siguiente fue una de emociones tumultuosas para Lynne. Su captor comenzaba
a importarle, y eso no era nada bueno.
Jesse Redshaw era un hombre que había sido encarcelado por cometer actos horribles en
su vida. Actos tan terribles que su estómago no soportaba siquiera pensar en ellos. Sin
embargo, no podía negar que comenzaba a tener sentimientos hacia él. No podía detenerlos, no
importa cuánto lo intentara.
Él era bueno, amable con ella. Era el hombre que le salvó la vida. El hombre que le dio un
orgasmo por primera vez, y muchas otras veces después de eso.
Era difícil reconciliar su Jesse con el otro Jesse, el que se suponía que debía estar detrás de
las rejas condenado a muerte en Florida. Por supuesto, según el hombre en cuestión, no había
nada que reconciliar.
Lynne estaba parada en la cocina preparando la cena, y miraba por la ventana de tanto en
tanto a “su” Jesse que cortaba leños y ramitas. Aunque hacía frío afuera, la transpiración le
hacía brillar los músculos mientras levantaba repetidamente la enorme hacha sobre la cabeza y
la bajaba.
Jesse, suspiró ella. Un completo enigma.
Tres días atrás habían caminado hasta el lugar donde él había escondido su vehículo bajo
la nieve y la maleza. Sacaron sus maletas y varios objetos personales de allí, así que ahora, al
menos, tenía ropa abrigada. Pero seguía teniendo el collar y la cadena. De noche, a él le gustaba
que durmiera desnuda.
Encontró algunas cosas viejas de Steve que no se había dado cuenta que estaban en la
camioneta, así que Jesse no tuvo que elegir más entre estar desnudo o ponerse el overol de la
prisión. No es que le importara estar desnudo. De hecho, parecía ser su vestuario favorito, dado
el tiempo que pasaba así.
Una cosa era segura: le encantaba el sexo. Mucho, mucho sexo. Lynne lo había hecho más
veces en la última semana de lo que lo había hecho durante todo su matrimonio con Steve.
Cada vez que se daba vuelta, Jesse tenía esa mirada en los ojos. Esa mirada que decía que daría
cualquier cosa por estar dentro de ella. Supuso que parte de eso tenía que ver con recuperar el
tiempo perdido, pero sospechaba que más que nada era simplemente porque le gustaba
hacerlo.
Parecía deleitarse con todos los aspectos del sexo, pero podía afirmar que disfrutaba
especialmente de hacerla gozar oralmente. Al menos una vez al día, aunque casi siempre era
antes de ir a la cama, él la miraba como diciendo: ¿Puedo?. ¿Por favor? Inmediatamente estaba
de espaldas, jadeando y gimiendo mientras su boca chupaba su clítoris con entusiasmo.
Lynne nunca le dijo no al sexo, ni intentó decirle que no a él. Al principio, su motivo
principal fue el miedo, miedo de que él se enojara y la lastimara, o peor. Pero ahora ya no lo
sabía.
Quería creer que ella se desvestía inmediatamente y lo mamaba y tenían sexo cuando sus
ojos tenían esa mirada acalorada porque él tenía el control. Quería creerlo, pero no sabía si esa
visión de los hechos era precisa aún. A Lynne le chocaba pensar que podía enamorarse en dos
semanas –¡una de las cuales pasó inconsciente!– de un asesino y violador serial.
Pero, por otra parte, Jesse afirmaba ser inocente.
Ella no quería ser una de esas que se creen inocentemente todo lo que le dicen, pero
tampoco quería ser tan cerrada como para no abrirse a otras posibilidades.
Un jurado lo había condenado. Pero, ¿tenía razón el jurado?
Recordaba lo suficiente el caso Jesse Redshaw como para acordase de que habían
encontrado sangre en un de las escenas del crimen… y que no había coincidido el tipo ni con la
sangre de Jesse ni con la de la víctima. Como la pequeña mancha fue encontrada en el auto de la
víctima, el fiscal lo explicó como que podía pertenecer potencialmente a cualquiera que se
hubiera subido al auto y se hubiera pinchado con un alfiler; no implicaba que pertenecía al
asesino, dijeron.
Finalmente, el hombre parado afuera de la ventana de la cocina, cortando madera, había
sido condenado a muerte sobre la base de una cicatriz y una preferencia sexual por la
esclavitud. ¿Era eso suficiente para declararlo culpable?
Lynne recordó también el clima social en Florida en esa época. Las mujeres estaban
asustadas. Los padres tenían miedo de dejar que sus hijas salieran de la casa. El público quería
una condena, y la quería para ayer.
¿Encontrar culpable a Jesse Redshaw fue la consecuencia natural?
Lynne hundió los dientes en su labio inferior. Ya no sabía más nada. No quería creerle
simplemente porque la hacía sentir mejor hacerlo, pero tampoco quería descreerle
simplemente porque era más fácil que darle el beneficio de la duda.
Una cicatriz y un fetiche esclavista. Suspiró. Todo se reducía a una cicatriz y un fetiche
esclavista.
Lynne fue la receptora de la marca de esclavitud sexual de Jesse varias veces la última
semana. No le mintió cuando le dijo siete días atrás que las imágenes de sumisión femenina lo
excitaban muchísimo. Sospechaba que con sólo mirar el collar que llevaba, se calentaba.
Muchas veces le sostenía las manos sobre la cabeza mientras tenían sexo. Dos veces, le
preguntó si la podía atar. Cuando le dijo que no, aceptó su decisión de buena gana, nunca trató
de hacerle sentir culpa para que haga algo que no confiaba lo suficiente en él para hacer.
Anoche fue una de esas veces.
Con su pene erecto enterrado profundamente en ella, la miró con los párpados pesados.
“¿Confías en mí lo suficiente?”, murmuró Jesse. Hizo girar sus caderas y hundió su dura verga un
poco más.
Lynne se quedó sin aliento; luego buscó su mirada. “No estoy lista. Estoy confundida respecto
a lo que siento”, susurró. Sus ojos le imploraban comprensión. “Mi corazón te cree, pero mi
cabeza…”.
Jesse dobló el cuello para besarle la punta de la nariz antes de volver a mirarla. “Ey”, dijo
suavemente, “yo me conformaré con lo que tú quieras darme”. Los intensos ojos de él buscaron los
suyos. “Y de los dos, prefiero tu corazón, de todas formas”.
Algo en la proximidad del mencionado corazón se retorció. “Gracias por comprender…”.
Jesse se despertó en el medio de la noche con una dolorosa erección. Recostado sobre su
espalda, con las manos detrás de la cabeza, exhaló mientras él y su verga miraban al techo.
No había movido un dedo para tocar a Lynne en dos días. Era lo correcto, se consoló a sí
mismo. Era lo correcto, pero también lo más difícil. De sólo pensar en su estrecha y
succionadora concha, se ponía duro como una roca. Y esos pezones…
Frunció el ceño, diciéndose que no debía llegar a eso.
Algo bueno había resultado de los dos últimos días sin sexo, sin embargo. Aun si ella no le
creía sobre las violaciones, estaba bastante seguro de que Lynne creía que él no la lastimaría a
ella en particular. Eso era bueno. Un buen comienzo.
La parte mala era que dudaba que la pequeña y sensual Lynne comenzara a anticiparse a
sus necesidades sexuales otra vez como solía hacerlo, especialmente ahora que no tenía más
miedo de que la corten en mil pedazos. Aceptó tristemente que casi deseaba haberla dejado
vivir con esa terrible fantasía.
Pero eso no habría estado bien. Mentalmente, había sufrido ya suficiente, y no quería
hacerle pasar nada más.
Jesse se dio cuenta de que Lynne tenía que resolver más que sólo las cuestiones sobre el
pasado de él y si le podía creer o no. También tenía que resolver la realidad del momento, la
realidad de su confinamiento. Él sabía que ella no quería ser forzada a quedarse en la cabaña
con él. Lo que ella no entendía era que él tampoco quería mantenerla aquí contra su voluntad.
Quería que se quede, es cierto, pero porque ella lo deseara, algo que sabía que no pasaría
jamás.
Cuidarla durante todos esos días, sin saber si viviría o moriría, había cambiado algo en su
interior. Por muchos años no se permitió sentir nada por nadie, no desde el día en que Jeannie
había aparecido durante el día de visita en la cárcel del condado para decirle que habían
terminado. Le había dicho que no le creía. Le había dicho que se parecía demasiado al sujeto
del identikit. No testificaría en favor suyo, no aceptaría sus llamadas, nada. Habían terminado.
Ver a Jeannie irse fue como una puñalada en las tripas. Si ella no le creía, tenía pocas
esperanzas de que alguien más lo hiciera. Y, por supuesto, tuvo razón. Nadie le creyó entonces
y nadie le creía ahora.
Después de eso, Jesse se cerró por completo. Como si importara ahora. En prisión no había
nadie a quién acercarse, a menos que a uno le gustara el pan con manteca por el culo, que a él
no. Cerrarse fue más fácil. Hasta que conoció a Lynne.
Para cuando la sacó de la camioneta destrozada, ella ya estaba inconsciente. Su cabeza
tenía un golpe bastante serio, y por el corte que tenía, sospechó que fue otra cosa además del
airbag. No pensó que sobreviviría esa noche, pero lo hizo. La cuidó bien, la observó tan
vigilantemente como un perro guardián, sólo se fue de su lado lo suficiente a bucas algo que
cazar para comer y cortar leños para la estufa.
Dos días más tarde, ella comenzó a volver en sí por breves lapsos de tiempo. Pensó que
Lynne no recordaría mucho de ello, o nada en absoluto, porque había estado delirando con
fiebre. No fue consciente de dónde estaba hasta el quinto día.
Jesse estaba agradecido de que ella no podía recordar esos primeros días, porque estaba
bastante seguro de que Lynne tendría una peor imagen de él –suponiendo que eso fuera
posible– si supiera que la había tocado íntimamente. No la había penetrado ni nada de eso,
pero le había chupado los pezones. Algo muy feo para hacérselo a una mujer inconsciente, notó.
No tenía excusa. Lo único que podía decir en defensa propia era que había sentido mucha
ternura hacia ella mientras la cuidaba, y hacía realmente mucho tiempo que no estaba cerca de
una mujer desnuda, y sus pezones eran tan duros y…
Suspiró. No tenía excusa. De todas las cosas que un violador convicto que proclamaba ser
inocente podía hacer, esa debió haber sido la elección más estúpida que había hecho jamás.
Jesse estaba recostado en la cama, su pene inflamado palpitaba pidiendo alivio, pero no se
tocó a sí mismo. No se masturbaría con Lynne acostada al lado de él porque parecería un poco
irrespetuoso. Además, pensó tristemente, él la deseaba a ella. No a su mano. Había tenido
suficiente de su mano en prisión para que le durara toda la vida.
Mierda, necesitaba descargar, pensó Jesse mientras se levantaba de la cama, apretando los
dientes. Estaba tan endemoniadamente duro que le dolía.
Tan silenciosamente como pudo, caminó con arrogancia hasta la pequeña cocina de la
cabaña y se sirvió un vaso de agua del fregadero. Se lo tragó rápidamente; el líquido fresco
alivió su garganta seca. Lamentablemente, no hizo nada para aplacar su furiosa erección.
“¿Jesse?”, escuchó a Lynne llamar suavemente. Su voz estaba atontada de sueño. “¿Todo
bien?”.
Él suspiró. “Sí. Vuelve a dormir”, murmuró. Cuando se dio vuelta, sin embargo, vio que ella
estaba sentada. Sus ojos se agrandaron un poco al ver su erección. Él frunció el ceño, volviendo
a darse vuelta para mirar al fregadero. “Vuelve a dormir, Lynne”.
Hubo silencio por un largo rato; tan largo que en realidad creyó que había hecho caso a su
consejo. Se sorprendió al escucharla aclarar su garganta delicadamente, anunciando que estaba
parada detrás de él sin decirlo. Jesse levantó la cabeza y la miró por sobre su hombro.
Ella se sonrojó un poco y miró para otro lado hasta que lentamente encontró su mirada.
“¿Qué te gustaría?”, preguntó en voz baja. “¿Quieres que vaya a la cama o me ponga de
rodillas?”.
Su erección comenzó a latir nuevamente. Exhaló, luego se dio vuelta para mirar por la
ventana. “Te dije que no te lastimaría, Lynne”, murmuró. “No tienes que tener sexo conmigo
para ganar mi aprobación. La tienes desde el primer momento en que te vi”.
Silencio.
“¿Qué te gustaría?”, susurró Lynne. “¿Quieres que vaya a la cama o me ponga de rodillas?”.
Jesse se paralizó. Su cabeza giró lentamente hasta poder mirarla fijamente. Su intensa
mirada verde rastrilló su cuerpo. “La cama”, dijo con voz ronca.
Lynne asintió con la cabeza. Dio media vuelta y caminó hasta la cama, luego se subió a ella
y se recostó sobre la espalda. Abrió bien sus piernas, esperándolo. “¿Crees que…?”. Ella sonrió
un poco nerviosa. “¿Quizás podrías hacerme, tú-sabes- qué, de nuevo?”.
Giró todo el cuerpo para mirarla, el pene duro contra el ombligo. Ella solía ser tan educada
en su lenguaje que hasta le resultaba difícil pedirle que se la coma. Nadie pero nadie lo ponía
tan duro como Lynne.
“Me estás matando”, dijo con voz profunda mientras caminaba lentamente hacia la cama.
“Demonios, me estás matando”.
Medio temeroso de que ella cambiara de opinión y medio deseoso de tocarla, Jesse se puso
de rodillas con un movimiento rápido como un rayo, luego se zambulló de cabeza en su
conchita para hacer tú-sabes-qué. Ella se quedó sin aliento, tal cual lo hacía siempre. Él gimió
desde las proximidades de su agujero, cubriéndolo con su boca y chupándolo vigorosamente.
“Ah, guau”, dijo Lynne en voz baja. Levantó un poco sus caderas, ofreciéndole un mejor
acceso a su carne. Sus orificios nasales se agrandaron mientras la chupaba más duro.
Jesse usó las manos para separar los labios de su conchita, luego envolvió su clítoris con su
cálida boca. Ella gimió fuerte mientras él se la chupaba, mientras sus piernas temblaban, ya casi
acabándose.
“Ah”, dijo sin aliento, y su cabeza cayó hacia atrás. Le agarró la cabeza y pasó los dedos por
su cabello, apretándole la cara contra su conchita. Ella gemía mientras él chupaba, y ese sonido
lo excitaba, haciéndolo gruñir contra su clítoris.
Su reacción al tocarla le dio esperanzas de que quisiera quedarse con él. Sabía que nunca
sucedería, pero nadie dijo que los sueños eran realistas.
“Jesse”, Lynne gimió guturalmente. Sus muslos temblaban reveladores a cada lado de su
cabeza. Gruñó en su conchita mientras chupaba impiadoso su clítoris.
“¡Ay, Dios mío!”, gimió, y su cuerpo se convulsionó al acabarse para él. “¡Ay, Dios mío! ¡Ay,
Dios mío!”.
Para cuando ella se acabó por completo, él respiraba con dificultad y se sentía mareado.
Qué diablos, si era la mujer más sensual sobre la que había puesto los ojos. Se paró lentamente,
imponente para Lynne desde donde estaba recostada en la cama, con su pene erecto y
deseándola. Lo miró cuestionadora, como si se preguntara por qué no la había montado aún.
Él la miraba intensamente con sus rasgos sombríos. “¿Estás segura de que me deseas?”,
preguntó con voz rasposa. “Dímelo ahora porque no podré detenerme una vez que me suba
arriba tuyo”.
Su voz desnudaba su emoción. Su esperanza. Su lujuria. Su… vulnerabilidad.
Lynne tragó saliva. Sabía que no hablaba solamente de sexo. Hablaba de todo.
“Te deseo”, susurró ella. “Estoy segura”.
Estaba segura. Nunca había estado más segura de algo. Conocía a Jesse. Es más, también le
creía. Otras personas podían pensar que era tonta, pero a ella no le importó. Ya había tomado
una decisión. Eligió tener fe en el único hombre que no le había demostrado más que
amabilidad, bondad, y cuidados: Jesse Redshaw.
Sus ojos verdes eran tan intensos que si ella no lo conociera, la habrían asustado. Se
recostó sobre ella, y su cuerpo grande y musculoso la cubrió. Se acomodó entre sus muslos
mientras usaba su mano callosa para dirigir la cabeza de su duro pene hacia su carne
expectante.
“Te he extrañado”, dijo con voz profunda y los párpados pesados.
“Yo también te he extrañado”. Ella sonrió suavemente, mientras pasaba sus manos por su
pecho duro y bien contorneado y rodeaba su cuello.
“¿Confías en mí, Lynne?”, murmuró.
Ella buscó su mirada. “Sí… de verdad, sí”. Ella sabía lo que él quería. Y estaba lista para
dárselo.
Un poco asustada, pero más que nada nerviosa por la emoción, Lynne le soltó el cuello y,
reveladora, puso los brazos sobre su cabeza.
Jesse se paralizó. “¿Estás segura, corazón?”, preguntó con voz ronca. Ella podía sentir su
pre-eyaculación humedeciendo los pliegues de sus labios, que su pene golpeaba.
Ella asintió con la cabeza. Su corazón golpeaba como loco, pero se dio cuenta de que quería
hacer esto para él. Era más que un acto sexual. Simbolizaba una fe total en la idea de que él
nunca la lastimaría… o a ninguna otra persona. “Completamente. Estoy lista, Jesse”.
Él exhaló. “Nunca la tuve tan dura en mi vida”.
Le llevó diez segundos sacar un poco de soga y dos camisetas. Enrolló una prenda
alrededor de cada muñeca, para acolchonarlas, y luego las ató con las sogas a dos postes de la
cama. La mirada en sus ojos cuando se subió sobre ella nuevamente era dominante, pero
amorosa. Lynne podía imaginarse muy bien cómo se veía ella para él; era la personificación de
todas las fantasías de sumisión femenina que había tenido desde que tuvo edad para pensar en
esas cosas…
Tenía un collar de perro con cadena alrededor del cuello, sus manos estaban atadas sobre
su cabeza a los postes para que no pueda moverse. La posición en la que estaba amarrada hacía
que sus senos sobresalieran como dos ofrendas, sus pezones rígidos por la excitación.
Jesse bajó la cara hasta su pecho con un gemido, y juntó sus senos con las manos para
poder chupar los dos pezones al mismo tiempo. Ella reaccionó gimiendo suavemente, sus
párpados cerrándose lentamente, el placer que sentía algo aumentado por el hecho de que
estaba inmóvil.
“Ah, guau”, dijo en voz baja. Quería que él chupe más duro. Levantó su pecho todo lo que
pudo para hacérselo saber sin hablar. “Jes… Amo… eso se siente tan bueno”, susurró.
Él chupó más duro, y emitió un gruñido bajo desde el fondo de su garganta mientras jugaba
con ellos. Chupó sin descanso hasta que estuvieron hinchados y duros, hasta que Lynne
comenzó a jadear y a gemir y quería que la cogiera.
Jesse levantó la cabeza; el ruido que hicieron sus pezones al salir de su boca hizo que ella
abra los ojos. Él le sonrió. “Recordaste la parte del Amo y todo eso de una de nuestras
conversaciones, ¿eh?”.
Ella le sonrió. “Como que me gusta”, admitió, sonrojándose un poco.
La expresión de él se volvió seria, y sus ojos tuvieron ese aspecto vidrioso y caliente otra
vez. “Me encanta”, murmuró. “Llámame así cuando quieras”.
Con los orificios nasales agrandados, se acomodó entre sus acolchonados muslos otra vez,
luego empujó la cabeza de su gruesa verga dentro de ella. La respiración se le atoró en el fondo
de la garganta. “Tu conchita está siempre tan estrecha”, dijo él con voz rasposa. “Cielos, te
sientes buena, Lynne”.
Jesse inspiró profundo y comenzó a hundirle la verga lentamente en el cuerpo. Ella gimió,
su cabeza cayó hacia atrás sobre las almohadas, y sus senos sobresalieron nuevamente. El
ruido de su carne húmeda succionándolo cada vez que la embestía la excitaba tanto como
siempre.
“Jesse”, susurró. “Mmmmm”.
“Mmmm está muy bien”, dijo él con voz profunda. Dobló el cuello y lamió sus pezones,
jugueteando con ellos con los dientes y la lengua. “Me encantan tus tetas”, murmuró desde una
de ellas.
Aceleró el ritmo de su bombeo, hundiendo su verga en ella con golpes más rápidos y más
profundos. Al levantar la cabeza de sus senos, tenía los dientes apretados y la frente cubierta de
transpiración. “Amo a tu concha”, dijo entre dientes, montándola más duro. “Te amo, Lynne”.
Los ojos de ella se agrandaron. “Ay, Jesse…”.
Pudo haber dicho algo más, pero en ese momento la tomó con fuerza, clavándola con
embestidas animales. Lynne gimió, y sus piernas rodearon instintivamente sus caderas para
aferrarse mientras la montaba.
“Te amo tanto, Lynne”, jadeó antes de que sus labios bajaran para encontrar los de ella.
“Tan endemoniadamente tanto”.
Jesse cubrió los labios de ella con los suyos en lo que sería su primer beso. Lanzó su lengua
adentro, frotando la de ella mientras torcía su boca hacia un lado y hacia el otro sobre la suya.
Ella lo besó con entusiasmo, gimiendo en su boca mientras él le hacía el amor. Tuvieron esa
intimidad por un largo rato, disfrutando el gusto y la sensación del otro.
“Cógeme”, dijo Lynne sin aliento, separando su boca de la de él, queriendo sentirlo
acabarse dentro de ella. Ella sabía que esas palabras lo excitarían. Conocía todo lo que lo
excitaba. “Por favor, Amo”, le rogó. “Me hace sentir cerca de ti”.
Los orificios nasales de Jesse se agrandaron. Dejó de embestirla lo suficiente para ponerse
de rodillas y poner las piernas de ella sobre sus hombros. Se hundió en ella con un movimiento
largo y fluido, y su cabeza cayó hacia atrás con un gemido.
“¿Así?”, dijo entre dientes, apretando su verga dentro de ella. Hizo girar las caderas,
pistoneando hacia atrás y hacia adelante con movimientos rápidos y profundos. Apretó la
quijada mientras la cogía con intensidad, hundiéndose en su conchita como si quisiera dejarle
una marca. El ruido de su carne succionándolo hacia adentro retumbó en la cabaña,
compitiendo con el ruido de sus gemidos. Incapaz de mover la parte superior de su cuerpo, ella
yacía allí y tomaba todo lo que él tenía para dar, esperando que se aparee con ella tan duro y
profundo como era humanamente posible.
“Maldición, me encanta tu concha”, dijo con voz ronca, cerrando los ojos mientras hundía
su dura verga dentro de ella, más y más, una y otra vez.
“Jesse”, dijo ella sin aliento. La fricción sobre su clítoris en esa posición era demasiado.
Gimió, cerrando los ojos mientras su cuerpo se preparaba para acabarse.
“Hazlo, nena”, dijo entre dientes, cogiéndola más rápido, más duro, más profundo. “Me
encanta hacerte acabar”.
Lynne gimió como un animal herido, sus pezones sobresaliendo en el aire mientras se
acababa. “Ay, Dios”, gimió, su cabeza vapuleándose hacia atrás y hacia delante. Sentía la cara
caliente, y los pezones dolorosamente hinchados. El no poder moverse sólo agregaba sensaciones.
“Jesse”.
Jesse bajó sus piernas de sus hombros y volvió a subirse sobre ella sin perder un instante.
Sus orificios nasales se agrandaban mientras la montaba duro, embistiendo su conchita con
golpes como para dejar marcas. “Mi concha”, gruñó él. “Toda mía”.
“¡Sí!”, gritó ella, contrayendo sus músculos mientras se acababa otra vez. “¡Ay, Dios!”.
Los músculos de él se tensaban mientras la cogía, posesivo. Cerró los ojos y apretó los
dientes al hundirse repetidamente en ella, haciéndole saber a Lynne que quería prolongar el
momento, pero no podía.
“Me acabo”, dijo con voz ronca, mientras una mano callosa envolvía un puñado de su largo
cabello oscuro. Se aferró fuertemente a él, su quijada apretada mientras se zambullía en su
conchita una, dos, tres veces más. “Lynne”, dijo sin aliento, con todo el cuerpo temblando sobre el
de ella. Gimió largo y fuerte al eyacular su leche caliente dentro de ella; su verga seguía
bombeando violentamente mientras la concha lo ordeñaba, extrayendo todo su semen.
“Mierda”, dijo con voz rasposa, desacelerando sus embestidas. Respiraba pesadamente, y
sus palabras salían como un largo balbuceo incomprensible. “Ese fue el mejor sexo en la
historia del mejor sexo”.
Lynne sonrió, satisfecha de haberlo hecho sentir de esa manera, pero no dijo nada.
Cuando terminó, Jesse no se movió por un largo rato. Simplemente se quedó recostado allí
sobre ella, abrazando su cuerpo fuertemente contra el de él. No parecía querer desatarla, pero
finalmente se levantó y deshizo los nudos con una mano.
Lynne sonrió satisfecha, ya no más asustada de admitirse a sí misma –o de admitirle a él–
lo que sentía. Te amo”, susurró ella, mientras pasaba sus manos desatadas por su espalda bien
torneada. “Mucho”.
Él se levantó con los codos y la miró, con su corazón en los ojos. “Ah Lynne. Yo también te
amo”. Cerró los ojos por un instante y suspiró; la expresión abatida de su cara hizo que la
sonrisa de ella se desvaneciera.
“¿Qué sucede?”, preguntó en voz baja, con la voz teñida de preocupación.
Silencio.
“¿Jesse?”, murmuró ella.
“No puedo hacer esto”, dijo él suavemente, levantándose con los codos. Se puso de pie y le
dio la espalda, con las manos en las caderas como un futbolista. “No puedo aceptar un regalo
como ese de ti, decir que te amo y hacer que te quedes aquí. No está bien”.
Lynne se sentó rápidamente. Sus ojos se abrieron grandes. “Jesse, no digas eso”, imploró
con voz pequeña. “No quiero irme de aquí sin ti”.
Él levantó la cabeza para mirarla. Sonrió con tristeza. “¿Sabes cuantas veces he fantaseado
que escucharía decirte esas mismas palabras?”, murmuró. Meneó la cabeza y miró hacia otro
lado. “Nunca pensé que te dejaría ir si me las dijeras, pero ahora que lo hiciste, sé que debo
hacerlo”.
Ella sintió que se iba a descomponer. “¿Ya no me quieres aquí?”.
Él se dio vuelta para mirarla, con su intensa mirada verde. “Señora, la quiero aquí más de lo
que he querido a nadie en toda mi vida”:
“¿Entonces por qué estás haciendo esto?”, preguntó temblorosa.
“Porque si alguna vez vuelves a mí, quiero que sea por el motivo correcto”. Jesse se obligó a
sonreír. “Vamos, Lynne. Te ayudaré a hacer andar esa camioneta tuya otra vez”. Respiró hondo,
luego le extendió una mano. “Tus familiares están preocupados. Hay cosas que necesitas
hacer”.
Lynne sintió que se le rompería el corazón. Extrañaba a su familia, y él tenía razón, sabía
que estarían locos de pena. Pero tampoco quería dejar a Jesse. Ella tomó su mano con recelo,
dudando aceptar su ayuda para levantarse de la cama.
Se paró delante de él, buscando su mirada. “¿Y si decido volver?”, preguntó con
entusiasmo.
Jesse se paralizó. Algo en su expresión le dijo que él sabía que eso no ocurriría nunca, que
una vez que ella volviera a la realidad, se olvidaría del hombre en la cabaña remota de Virginia
del Oeste. Y aun así, a pesar de eso, la dejaba ir de todas formas.
Porque la amaba.
“Me harías el hombre más feliz de la tierra”, murmuró.
Su mirada se suavizó; la expresión de su cara era resuelta y resignada. “Quiero que seas
feliz, Lynne. Te lo mereces”. Podría haber jurado que vio el rastro de una lágrima en el rincón
de su ojo, pero decidió que lo debió haber imaginado. “Ve a Charleston y comienza esa nueva
vida”, susurró él. “Nunca sabes adónde te puede llevar”.
Capítulo 8
Tres meses después…
Dejar la pequeña cabaña en la remota y nevada cima de la montaña de Virginia del Oeste
fue la decisión más difícil que Lynne tomó en su vida. Sin embargo, también fue la más
liberadora. Significó que ahora la vida dependía de ella; el futuro sería el que ella decidiera
crear.
Jesse la había dejado ir tres meses atrás. Sabía que él no lo quería, pero tampoco deseaba
que ella fuera infeliz. A diferencia de él, ella tenía una vida esperándola en otro lugar, amigos y
familiares que sabía que estaban locos de preocupación, sin saber si estaba viva o muerta.
Fueron tres meses buenos. Volver a ver a la gente que quería fue maravilloso. Lloró y lloró
cuando su madre lloriqueaba mientras la abrazaba. Dejó a todos satisfechos con su explicación
sobre su desaparición, alegando que tuvo amnesia por un par de semanas después de
despertarse del accidente.
Trabajar en casa era bueno. Su hogar en Charleston era un sueño hecho realidad. Su nueva
vida resultó tal como la había querido.
Excepto por una cosa. Extrañaba a Jesse. Mucho.
Lynne Temple cerró la puerta de su nueva camioneta negra y comenzó la larga caminata
que la llevaría a la pequeña y remota cabaña… y al hombre que amaba.
Volver a verlo la ponía nerviosa, más que nada porque temía que él hubiera usado estos
últimos tres meses para sacarla de su mente. No podía pensar en nada que le doliera más.
Especialmente, porque él había sido el centro de sus pensamientos noche y día.
Faltaba una hora más para llegar al escondido camino que la llevaba a la cabaña. Se veía un
poco diferente cubierto de pasto verde y pimpollos floreciendo en lugar de nieve y hielo, pero
reconocería el camino en cualquier lugar.
Lanzando su bolso sobre el hombro, Lynne subió sigilosamente la última pendiente que la
conduciría a la cabaña. Su corazón comenzó a golpear salvajemente en su pecho cuando la vio,
con una mezcla de nervios y emoción.
Y luego lo vio a él, a Jesse, y su corazón se aceleró a un ritmo imposible. Estaba más robusto
y más guapo de lo que era la última vez que lo vio, todo abultados músculos e imponente
postura. Su corte rapado había crecido un poco, notó. Su cabello marrón claro llegaba casi hasta
el cuello de su camisa ahora.
Se veía tan solo parado en el jardín, cuidando de sus primeros vegetales de primavera, que
se le estrujó dolorosamente el corazón. Ella sabía que él se merecía más que eso. Se merecía
tener una vida.
“Jesse”, susurró al acercarse por detrás.
La cabeza de él giró rápidamente. Sus ojos se agrandaron. “¿Lynne?”, preguntó en voz baja,
con expresión abrumada.
Los ojos de ella se suavizaron. Su cara se veía tan demacrada, tan cansada.
Tan solitaria.
Ella sonrió trémulamente. “Te he extrañado tanto”, dijo ella en voz baja, con lágrimas que
no salían y le picaban en los ojos. “No podía soportar estar alejada de ti un día más”.
Jesse buscó su mirada. Tenía una expresión de sorpresa, de esperanza. “Yo también te he
extrañado”, murmuró él. Sus ojos se encendieron. “No sé por cuánto tiempo piensas quedarte,
pero me alegro de que estés aquí”.
“No me quedaré mucho”, le informó ella.
Él asintió, con expresión triste pero resignada.
“Sólo lo suficiente”, susurró, “como para ayudarte a juntar tus cosas y llevarte a Charleston
conmigo. Si decides quedarte conmigo, eso es”.
Él estiró su mano para acariciarla. “Te amo, Lynne”, dijo suavemente. “Te amo más de lo
que he amado a alguien o algo, pero sabes que no puedo dejar esta montaña”.
“No estoy de acuerdo”, dijo ella temblorosa. “Hombre de poca fe”.
Él arrugó el ceño. “Lynne, confío en ti con todo mi corazón. Tú lo sabes”.
“¿Entonces qué piensas que he estado haciendo estos últimos tres meses?”. Ella sonrió ante
su confundida expresión, luego se quitó el bolso del hombro y comenzó a revolver su
contenido. “El infierno no tiene furia como la de una mujer desdeñada”. Levantó rápidamente
sus cejas al alcanzarle un periódico. “O la de una mujer injustamente separada del hombre que
ama”.
Jesse tomó lentamente el periódico de su mano. Su mirada pasó rápidamente de su cara al
titular. Se paralizó. Sus ojos se agrandaron con descreimiento. “¿Esto es real?”, preguntó en un
tono aturdido.
“Ah, sí”, susurró Lynne. Ella sonrió de oreja a oreja. “Muy real”.
Estaba demasiado conmocionado como para hacer otra cosa que mirarla fijamente. Ella no
lo culpaba. Jesse pasó de ser un buscado fugitivo condenado a muerte a un hombre libre en un
abrir y cerrar de ojos.
El periódico contaba todo sobre cómo había contratado a detectives privados y usado sus
conocimientos de computación para hacer un trabajo de investigación ella misma, todo con la
esperanza de encontrar suficientes “agujeros” en la evidencia como para al menos conseguir
que Jesse tenga un nuevo juicio con un abogado de verdad que lo represente. Tuvo que decirle
la verdad a su familia sobre lo que había ocurrido cuando la historia salió a la luz, por supuesto.
Conmocionó a todos, por decirlo suavemente. Estaban aturdidos, pero la entendieron. Su
madre fue la primera en alentarla para que vuelva a la cabaña, insistiéndole para que vaya a
buscar a Jesse y lo trajera de regreseo.
La ganancia por su trabajo duro y dinero invertido fue mejor de lo que anticipaba.
Atraparon al verdadero violador. Es más, su sangre coincidía positivamente con la mancha de
sangre que encontraron en el auto de la primera víctima. Ayer, el asesino con la cicatriz en la
quijada tan parecida a la de Jesse presentó un alegato de no culpable por demencia. Cualquiera
fuera el resultado, Jesse Redshaw era un hombre libre.
“¿Tú hiciste esto… por mí?”, murmuró.
Lynne asintió con la cabeza. “Quisiera poder decir que tu libertad se debe por completo a
mi brillantez y persistencia, pero…”. Suspiró, con una sonrisa triste. “Tenías razón respecto a
que él se iría, Jesse”, susurró. “La policía de Carolina del Sur encontró cuatro cuerpos más hace
dos meses”. Inicialmente, pensaron que eras tú porque estabas suelto, por decirlo así; pero el
forense volvió y dijo que no era posible, que las muertes habían ocurrido durante un período
de tiempo anterior a tu huída”.
“Siento que haya sucedido de esa manera”, se lamentó en voz baja.
“Yo también”. Su mirada oscura encontró la de él. “Pero estoy tan feliz de que seas libre”.
“Ah, Lynne”. Jesse la alzó y le dio un gran abrazo. Cerró los ojos mientras la abrazaba,
hamacándose lentamente hacia delante y atrás sobre sus talones. “Gracias”, dijo, un poco
tembloroso. “Esto es lo más increíble que alguien ha hecho por mí”.
Ella lo abrazó fuertemente, disfrutando la sensación de su duro cuerpo sosteniendo el de
ella, inhalando el perfume masculino que pertenecía solamente a él. “Por nada”, susurró ella.
Jesse pestañeó, luego exhaló. La apretó nuevamente antes de bajarla al suelo. “Esto se
siente… bueno, extraño, por lo menos”.
Lynne hundió los dientes en su labio inferior.
Él levantó una ceja. “¿Qué sucede?”.
“Me preguntaba…” Aclaró su garganta y habló un poco más alto. “Me preguntaba adónde
irías ahora que puedes ir donde quieras”. Se sonrojó y apartó la mirada.
Jesse la tomó de ambos lados de su cara y la obligó a mirarlo. Sus ojos verdes eran más
intensos de lo que los había visto antes. “Señora, usted no ya podría deshacerse de mí aunque
lo intentara".
Lynne respiró hondo para no llorar. “Promesas, promesas”, dijo con una sonrisa.
Él no le sonrió. Sus ojos brillaban, sin embargo. “Creo que Charleston suena como un gran
lugar para empezar de nuevo”.
“Lo es”, susurró ella. Ella buscó su mirada. “Entonces, ¿vas a besarme, o qué?”.
Jesse sonrió. “Besarte. Casarme contigo. Darte hijos”. Levantó las cejas al acercarla a su
lado, y comenzó a bajar con ella la colina. “Le dije, señora, ya no se deshará de mí ahora”.
Lynne le sonrió. La parte de los hijos, o al menos de uno, ya estaba encaminada. Reprimió
una sonrisa sagaz, y decidió decírselo más tarde. Dios sabe que ya tenía demasiadas emociones
fuertes para tratar de manejar en este momento.
Ella nunca se había sentido más feliz, o más en paz –o más segura sobre su futuro– en toda
su vida. Su destino estaba con Jesse Redshaw. El hombre al que amaba tanto hasta doler. “¿No
quieres juntar tus cosas antes de que caminemos hasta mi auto?”.
Él se paralizó. Ambos se detuvieron y se dieron vuelta para mirar una última vez la
pequeña y remota cabaña en lo alto de las montañas. La cabaña con recuerdos agridulces. Se
habían enamorado allí, pero ambos habían sido prisioneros, también.
Jesse disintió lentamente con la cabeza. Apretó a Lynne contra él y siguió bajando la
pendiente. “Tengo todo lo que necesito aquí”. Dobló su cuello y la besó sobre la cabeza. “Ahora
llévame a casa para que te pueda amarrar como corresponde”.
Lynne rió por lo bajo. “Sólo si me prometes hacerme tú-sabes-qué primero”.
“Corazón”, Jesse dijo con ese sensual acento arrastrado suyo, “te haré tú-sabes-qué todos
los días por el resto de tu vida”.
“Promesas, promesas”.
Otros títulos de Ellora´s Cave de Jaid Black (en rústica y libro electrónico)
Single titles
Breeding Ground
Death Row: The Trilogy
The Possession
The Hunger
Adam & Evil
Politically Incorrect: Stalked
The Obsession
Tremors
Vanished
Sobre la autora
Aclamada por la crítica y altamente prolífica, Jaid Black es una escritora de numerosas
historias erótico-románticas y thrillers eróticos de las más leídas. Su primer libro, The Empress’
New Clothes, fue reconocido como un favorito entre los lectores de literatura erótica femenina
por la revista Romantic Times, y continúa apareciendo con regularidad en las listas de los libros
más vendidos, aún años después de su publicación inicial.
Novelista de tiempo completo, Jaid se considera “una generadora de fantasías, no una
documentadora de realidades”. Conocida como una escritora “límite”, su trabajo explora
frecuentemente las áreas más oscuras de las fantasías sexuales femeninas y las saca a la luz.
Actualmente escribe para Ellora´s Cave, Pocketbooks (Simon & Schuster), y Berkley/Jove
(Penguin Group).
Jaid vive en un pequeño y acogedor pueblito del noreste de los Estados Unidos con sus dos
hijos. En su tiempo libre, le gusta viajar, ir de compras, y agrandar su colección de arte africano
y egipcio. Aprecia recibir correo de sus lectores.
Jaid agradece comentarios de los lectores. Usted puede encontrar su sitio Web y dirección
de correo electrónico en su autor página bio en www.ellorascave.com
Descubra usted mismo por qué los lectores no se cansan nunca de la editorial Ellora's Cave,
ganadora de muchos premios. Así prefiera los libros electrónicos o las publicaciones en rústica,
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