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PABLO VICENTE CASAS CAÑAS (UOC)

JOHN SCHEID
LA RELIGION EN ROMA
Ediciones Clásicas Madrid, 1991

INTRODUCCIÓN
El autor es profesor de Historia de la Religión Romana en París. Modestamente
intentaré en primer lugar resumir el contenido de esta obra. A la hora de realizar dicho
resumen, se me planteó la duda de optar, bien por un resumen general, exponiendo las
distintas ideas del autor ordenadas según un criterio propio del que escribe estas líneas. La
otra opción era la de respetar el orden y la distribución en sus distintas partes, según lo
había hecho el autor J. Scheid. Me ha parecido más conveniente optar por esto último, ya
que refleja de manera más nítida lo que el autor ha querido comunicar sobre la religión
romana, y sobre todo como ha llegado a dichas conclusiones, que el mismo resume en una
frase de su libro: “estudiar la religión romana desde dentro, olvidando nuestros propios
prejuicios” (Introducción, pág.XII). Los grandes bloques en los que el autor ha dividido su
obra son: Piedad e Impiedad; La época arcaica. Cambios y problemas; ¿Una religión en
crisis?; La nueva religión; La religión subjetiva.
Acabada la exposición del contenido del libro, intentaré un comentario personal.

PIEDAD E IMPIEDAD
Comienza Scheid con la exposición de dos características básica de la religión romana:
- Por un lado, la religión romana, como tal, no existe más que en Roma. Las colonias
desarrollarán sus propios cultos.
- Por otro lado, hay que señalar que para practicar la religión romana hay que ser
ciudadano romano. Esto, que podría parecer algo obvio, lo que significa es que para
ser practicante de dicha religión había que ser romano, varón y adulto. Dicho de otro
modo, el papel de la mujer quedaba relegado a un segundo plano, caracterizado por
la pasividad (con algunas excepciones). Esto no es más que un reflejo del tipo de
sociedad, en el que la mujer tenía un papel pasivo. Los mismo ocurría con los niños
y esclavos, que quedaban relegados a un segundo plano, y por supuesto también
con los extranjeros, que quedaban excluídos del culto.

Una vez asentados estos dos hechos, Scheid pasa al estudio de la infracción en la
religión romana. Habría que distinguir en primer lugar la infracción cometida como error
(“error ritual”), de la infracción deliberada. Esta última no admitiría ningún tipo de reparación
por el hecho de haberse realizado de forma intencionada. La infracción cometida por error
se podía restaurar con la repetición de la ceremonia, pero considerando que no debía haber

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un lapso de tiempo demasiado grande entre el error y la reparación, ya que si ocurría así, el
error se transformaba en impiedad. Realmente para la reparación del error no se requería
ningún tipo de sentimiento íntimo como el arrepentimiento, sino la simple repetición ritual. En
caso de que no se produjera adecuadamente la reparación de la infracción, el castigo se
manifestaba como rechazo público.
Habría que mencionar brevemente el llamado “castigo religioso” ante una infracción
no reparada, que propiamente como tal solo lo podía cometer la comunidad, es decir, los
ciudadanos como grupo. El indivíduo podía ser el origen de la falta, pero el resentimiento de
los dioses sería contra la ciudad.
La religión romana no podría entenderse sin considerar a “los intermediadores de lo
sagrado”. Por un lado, hay que recordar que cada ciudadano, en su casa, en el ámbito
privado, actuaba a modo de sacerdote en lo referente a los ritos cultuales. Todo esto
cambiaba cuando el acto religioso trascendía el ámbito privado, y se producía en el ámbito
de la ciudad, en los barrios y en las asociaciones profesionales. En este caso, se hacían
imprescindibles las figuras de magistrados y sacerdotes. Por un lado, la actuación de los
magistrados estaba limitada a ciertos ritos:
• Formulación de votos
• Sacrificios regulares y excepcionales
• Toma de auspicios
• Triunfos
• Presidencia de los juegos
• Dedicatorias
Los sacerdotes, por su parte, eran los depositarios de la tradición religiosa y los
instrumentos de culto. Existía un auténtica jerarquía religiosa, llegando a existir en algunos
momentos históricos, cuatro colegios sacerdotales:
• Colegio pontificial
• Colegio augural
• Colegio decenviral
• Colegio de los septenviros
El sacerdote es un delegado de la ciudad para los actos religiosos. Existían dos tipos
de sacerdotes:
• Los sacerdotes-estatuas
• Los señores de los sacra

Los sacerdotes-estatuas eran una especie de lugartenientes divinos. Era en su


propio ser donde estaban sus potencias místicas. Se podría decir que eran una especie de
símbolos vivientes de lo sagrado.
Los señores de lo sagrado tenían dos tipos de funciones principalmente. Por un lado
eran directores de rito. La mayor parte de los colegios sacerdotales se encuadrarían en esta
función. Los colegios eran presididos por el pontífice máximo, quien conservaba y

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controlaba el conjunto de la tradición religiosa. Convendría recordar que existían diversos
colegios y diversas categorías, pero en resumen, su función era la de controlar, vigilar y
preservar el conjunto de la vida y la tradición religiosa. En suma, eran los agentes de los
sagrado. Por otro lado estaban los garantes de la legitimidad. Se trataría de los llamados
“augures”, expertos en la toma de auspicios. Éstos eran un medio de control global de las
relaciones entre la ciudad y sus dioses. Como decíamos eran los garantes de la legitimidad
político-religiosa.
Hemos visto que las funciones religiosas no estaban solo asignadas a los
sacerdotes, sino que los magistrados tenían también cierta relación con lo sagrado.
Ciertamente existía una cierta solidaridad entre la figura del magistrado y la del sacerdote,
tanto a nivel teórico como en lo práctico. En la civilización romana lo sagrado prima sobre lo
político, lo precede y fundamenta. Las instituciones sagradas se encuentran por encima de
las restantes instituciones públicas.
Es en el plano comunitario donde practica el conjunto de los ciudadanos, y sólo en
función de los intereses de esta colectividad cívica se organiza el culto. Los agentes de esta
vida religiosa son los que realizan la comunión de los ciudadanos: los magistrados y los
sacerdotes. Los sacerdotes prevalecen sobre los magistrados, ya que lo sagrado es anterior
y superior a lo político. Pero a su vez, los sacerdotes y los diosses se encuentran sometidos
al poder de los magistrados. Para resumirlo brevemente, la política no era completamente
autónoma de la religión.
Hagamos referencia ahora a otro de los elementos imprescindibles de la religión
romana: los dioses ciudadanos. Los dioses de la ciudad habían sido instalados por los
magistrados. Es decir, los dioses y cultos nacionales habían tenido como fundador conocido
a un magistrado, que había escogido al dios, le había dado un templo y un terreno, había
provisto su mantenimiento y había dictado la ley relativa a su culto. Vemos de nuevo la
importancia que tenía el magistrado en la religión romana. Su mediación era importante. Por
ejemplo, para la “expresión” de los “enfados” de los dioses, el magistrado era una figura
imprescindible. Asimismo para la consagración a los dioses, siempre debía hacerse por
orden del pueblo y a manos de los magistrados, eso sí, asistidos por un pontífice (o por el
propio pontífice máximo).
Resumiendo lo visto hasta ahora, en la ciudad romana hay 3 elementos. Por un lado
estarían los dioses. En segundo lugar, los magistrados y sacerdotes. Y por último, los
ciudadanos. Los magistrados y sacerdotes se encargarían de la actividad común de dioses y
ciudadanos. Los magistrados actuarían en nombre de los ciudadanos y los sacerdotes se
expresarían en nombre de los dioses.

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Entre dioses, sacerdotes y ciudadanos hay un consenso prudente, por el que se
someten a los magistrados pero con la paradoja de que los controlan, son superiores a ellos
pero les obedecen.
Una de las características de la función sacerdotal es que era vitalicia. En ciertas
épocas, los sacerdotes son elegidos, pero hay largos períodos en los cuales se utiliza la
cooptación o son escogidos por el pontífice máximo. Los dioses “hablan” a través de los
sacerdotes, y no a través de los magistrados (excepto en el caso de los auspicios). Durante
la república, se trata de que haya una separación de lo sagrado y de lo laico. De esta
manera, los magistrados se encuentran, en dicho período histórico, más alejados del plano
sagrado.

LA ÉPOCA ARCAICA. CAMBIOS Y PROBLEMAS


A finales del siglo VII a.C., existe un espacio cultual público, reemplazado pronto por
la “regia”, asociada, a su vez, al culto de Vesta. El culto era público y comunitario, y el rey se
encontraba integrado en un contexto religioso. Ya hacia el 580 a.C., en el centro de la
ciudad estaba el fuego circular de Vesta. Dentro del espacio público se encontraban los
altares de culto público y en los márgenes de este espacio estaba el fuego de Vulcano. Es
decir, entre el fuego de Vulcano y el fuego Vestal se encontraba el espacio público por
excelencia, donde se incluían los cultos. Existía un culto comunitario, en el que la figura del
rey era uno de los elementos principales, ya que era considerado señor de lo sagrado. El rey
dicta los reglamentos religiosos en nombre propio. También hay que recordar que existen
indicios de un culto instalado en el Capitolio.
De todo esto se pueden extaer dos conclusiones:
1) Se instituye un culto público. A finales de la época monárquica, los principios
del culto romano son análogos a los del culto público posterior.
2) Las relaciones entre lo político y lo sagrado son parecidas a la época
republicana (a excepción de la figura del rey vinculado a lo sagrado)
Con la instauración de la República, las funciones religiosas del rey se transfieren a
los pontífices y sacerdotes. El sacerdote está sometido a la autoridad laica, pero conserva
su independencia y cierta superioridad espiritual. El poder político se va secularizando. En
suma, los poderes religioso y político se separan de manera más clara. Realmente, se trata
de que haya un equilibrio de poderes.
Veamos con más detalle algunos hechos que reflejan la evolución de la función
sacerdotal. En el siglo III a.C. el máximo pontífice era elegido por una asamblea especial de
diecisiete tribus. Había un cierto control relativo por parte del pueblo, que puede
considerarse como excepcional considerando que hasta finales del siglo II a.C. los cargos
sacerdotales se renovaban por cooptación. Con la lex Domitia (104-103 a.C.) se intenta

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democratizar el proceso de nombramiento de los sacerdotes. En el 63 a.C. la Ley Labiena
devuelve a las tribus el derecho a elegir los sacerdotes de los cuatro colegios. Poco a poco,
se observa cómo el reclutamiento de los sacerdotes queda equiparado al de los
magistrados.
A partir de César y Augusto, el resto de sacerdotes se ven rebajados a la categoría
de consejeros en derecho sagrado o asistentes litúrgicos. El magistrado supremo (el
Emperador) ha recuperado la plenitud del poder monárquico. De nuevo se pierde la
independencia sacerdotal, y por tanto desaparece el principio de separación del poder (lo
sagrado y lo público; y dentro de lo sagrado, entre los diferentes colegios sacerdotales).
En resumen, la posición del sacerdote en la sociedad depende en gran medida de la
evolución política. Los sacerdotes se van convirtiendo progresivamente en magistrados; la
distinción entre unos y otros se va haciendo cada vez más difícil.
No podemos olvidar la mención que el autor hace del investigador Georges Dumézil.
Supuso un auténtico cambio cualitativo en el estudio de la religión romana, rompiendo con
los métodos de investigación de la historia de la religión romana. Los primeros trabajos de
G. Dumézil son de los años 40. Anteriormente, los historiadores habían tenido el
convecimiento de que los romanos no tenían una verdadera religión. Dumézil rompe con
estos esquemas al considerar que la religión romana era una auténtico sistema, con sus
jerarquías, con sus elementos y con sus relaciones de oposición y complementariedad. La
religión es un sistema de pensamiento puesto en función de una concepción del mundo.
Siguiendo este postulado, la religión romana hunde sus raíces en una concepción del
mundo en la que existen tres funciones jerarquizadas y bien diferenciadas entre sí, y que
deben colaborar entre ellas de forma armónica:
1) La soberanía, con aspectos tanto mágicos como jurídicos
2) La fuerza guerrera
3) La fecundidad, la prosperidad y la producción de alimentos

¿UNA RELIGIÓN EN CRISIS?


En el siglo III. a.C. hay una cierta armonía social, económica y política en Roma. Esta
armonía se ve también reflejada en el plano religioso. Se van introduciendo nuevos cultos,
normalmente procedentes de otras ciudades. Los principales cultos que se introducen en
ese siglo son los de Esculapio y la pareja Dis-Proserpina. Es un ejemplo de cómo el
pensamiento religioso romano se va reordenando de acuerdo con los sucesos internos que
se van produciendo y con la expansión del Imperio. La apertura religiosa romana tenía un
valor político y diplomático. A medida que el imperio se expandía, iba recogiendo esos
nuevos cultos. De esta forma, Roma iba enriqueciendo su patrimonio político y religioso

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Veamos algunos acontecimientos más en detalle, que se suceden en este siglo III a.
C. El estado lleva a cabo una severa represión de lo que no es compatible con el culto. La
crisis política había llevado a la disolución momentánea de la religión comunitaria. El “nuevo
culto” pasa a estar en manos de mujeres y la plebe del campo. Es una religión más centrada
en el indivíduo y no en la comunidad. Desde el 217, esa armonía relativa parecía estar en
peligro por “culpa” de la ciudad. Se buscaba la expiación comunitaria de algún error
cometido. Se intentaba así calmar a los espíritus y cohesionar la unidad romana. En 205-
204, se instala en Roma la diosa Cibeles, agregándose así al panteón nacional. Se puede
decir que realmente no existía esa llamada crisis religiosa. Por el contrario, la religión
romana se mostraba como un sistema firme y flexible a la vez.
La segunda guerra púnica va a tener unas consecuencias socio-económicas
importantes. Al lado de la pequeña propiedad agrícola, había una élite que basaba su
poderío económico en los latifundios. A la vez, se fue produciendo una ruptura cultural en el
interior de la cultura romano-itálica. En el plano religioso, y siguiendo a Mucio Escévola,
podemos decir que existía una triple teología. La teología poética, la teología filosófica y la
teología civil. En suma, se van poniendo de manifiesto las separaciones sociales y culturales
existentes en Roma.
La gente practicaba la religión, no porque creyera tanto en las verdades religiosas,
sino porque así debía hacerlo y porque todos lo habían hecho siempre de este modo.
Durante el siglo II a.C., se suceden una serie de hechos:
a) El sistema religioso funcionaba a la perfección. El pueblo, en su conjunto,
participaba activa y espontáneamente.
b) No obstante, se produjo una ruptura en el plano religioso. Una ruptura entre el
pueblo y la élite.
c) La problemática de los tres géneros teológicos pone de manifiesto la escisión
entre los defensores de la fidelidad a la tradición religiosa, y aquellos que
preferían reactivar el contenido de la religión con arreglo a las categorías
filosóficas “modernas”. Los primeros estaban representados por Catón el Censor.
Los segundos, por la nueva élite imperialista en torno a los Escipiones, que surge
a partir de la segunda Guerra Púnica.
Esta contradicción entre dos concepciones opuestas de la ciudad se agravará hasta
explotar en el siglo I. Esta crisis que se produce en el siglo I tiene unas consecuencias
importantes en el plano religioso. Por una parte, existe una manipulación del culto público
desde la política. Así se explica como la lucha de distintos partidos produjo la ruptura y
desgarramiento de la religión romana. Se dividió en tantas religiones como partidos había en
lucha. Por otro lado hay que mencionar la evolución de la mentalidad romana. Siguiendo a

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Verrón, la élite, instruída por sus intelectuales, practica el antiguo culto con pleno
conocimiento de causa; y el pueblo se adhiere, en la ignorancia, a la vieja tradición.

LA NUEVA RELIGIÓN
Uno de las características del imperio es su aspecto triunfal. La religión, influída por
esto, contribuye a la celebración de la victoria. En suma, subsiste el sentimiento y la
creencia en una legitimidad histórica lograda gracias a la sumisión piadosa a los dioses, y
corroborada por las extraordinarias victorias del poder romano. Esta creencia se relaciona
con el sistema auspicial, que legitima la actuación de los magistrados. La prueba última de
la legitimación es la victoria. “Para el emperador, triunfar significa demostrar de forma
incontestable la potencia casi mística que detenta, derivada de sus auspicios” (pag. 130). El
cambio es radical. No es un magistrado ni la “respública” quien aparece legitimado. Es un
solo hombre (el emperador) el que va sustituyendo a la República. A partir del 29 a.C., el
César recibe poderes especiales en relación con las instituciones sacerdotales, en otras
palabras, el “príncipe” controla el poder sagrado. El emperador será señor absoluto de lo
sagrado y de lo profano: recobra así todos los poderes monárquicos. También se hace
depositario de los asupicios plenos. Por último, hay que señalar que el emperador encarna
también la piedad romana. Deja de tener sentido la separación tradicional entre los sagrado
y lo público, ya que el emperador se ha convertido en fuente única de la legitimidad tanto
sagrada como pública. Como consecuencia de ello, la posición de los sacerdotes también
cambia. Pasan a ser simples asistentes del emperador, que reúne en su persona el poder
sagrado y el poder profano. Los cambios en los cultos dependen directamente del
emperador. Por su parte, los ciudadanos siguen practicando los viejos cultos, sin grandes
cambios en la liturgia. Es decir, es una continuidad en las relaciones religiosas. Pero existe
un cambio importante: la religión tradicional se ve enriquecida por el culto imperial, que se
caracteriza básicamente por:
1) Se venera a los emperadores difuntos.
2) Los sacrificios se ofrecen al espíritu divino del emperador o a la divinización de su
personalidad.
3) Numerosos actos litúrgicos se cumplimentan a los dioses por la salud del
príncipe reinante.
4) Nunca se dirige claramente un culto al emperador en vida. Se invoca a los dioses
en pro del emperador.
En resumen, la nueva religión del Imperio gira por completo en torno al estatuto
excepcional del emperador. El ciudadano tiene que anteponer el interés del emperador al
del grupo social o de la comunidad, en cualquier acto litúrgico.

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Esta evolución de la piedad de todos (a través de los magistrados) hacia la piedad de
uno solo (el emperador) se produce por una serie de hechos (siglos III y IV más o menos):
• El culto público, que se basa en el éxito de la ciudad de Roma, no podría evitar el
resquebrajamiento de sus cimientos ante el fracaso, la derrota y el desorden.
• Una religión unida a una fe política ha de resentirse profundamente cuando las
estructuras del Estado se transforman.
Así, Roma se procurará una nueva religión pública, cuyo estudio trasciende el
contenido del libro de Scheid (“no en el ámbito de este libro”,- pag.138-).

LA RELIGIÓN SUBJETIVA
Este apartado lo dedica el autor a la religiosidad íntima del indivíduo. Por un lado
había cultos (normalmente extranjeros) que se practicaban a nivel privado y que poco a
poco adquirían carácter público. Así tenemos el culto a Isis, el cristianismo o la astrología.
Los cultos extranjeros, junto con enseñanzas filosóficas y esotéricas, pululan sin
problemas por Roma. Los ciudadanos que se entregan a estas prácticas, lo hacen sin
ningún problema de contradicción con los otros cultos públicos. Los problemas comienzan
cuando un culto reclama una posición que no le corresponde según la élite senatorial (como
ocurrió con el culto a Isis), o bien cuando un culto se opone a los otros (como en el
cistianismo).
La naturaleza profunda de la mentalidad romana es que el ciudadano debía practicar
la religión pública en su integridad.
Hay que hacer mención al apartado referente a las relaciones de la religión y la
superstición. Los estudios tradicionales explicaban dicha relación como oposición entre la
buena y la mala teología. El autor (Scheid) no está de acuerdo con este criterio. La auténtica
contraposición es que una es pública y la otra se practica en el ámbito privado. La
superstición concierne al ciudadano en tanto que indivíduo, se apodera de él en su vida
privada. Por ello es particularmente interesante para los que solo pueden practicar rituales
en la dimensión no pública: mujeres, esclavos y extranjeros.
Es una contraposición entre el interés público y el privado. La superstición al
celebrarse en el ámbito privado, en el interior de la casa, no supone un “peligro” para el
estado, excepto cuando dicho comportamiento pone en contacto a muchos ciudadanos. En
realidad, no tiene por qué existir ninguna incompatibilidad entre la práctica del culto público y
su comportamiento “religioso” privado. Las crisis suelen estallar cuando se producen
fricciones entre los público y lo privado.
Además de lo dicho anteriormente, y siguiendo a Plutarco, el término superstición se
ve asociado a una serie de connotaciones negativas.

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- Son prácticas suscitadas por el temor y la angustia
- Es un exceso que provoca a la vez más angustia. Supone una ceguera, una traba a
la libertad.
- Ese miedo extremo a los dioses no forma parte de la verdadera piedad. En el fondo,
el supersticioso cree (a diferencia del hombre religioso) que los dioses son malvados.
La superstición convierte a los dioses en déspotas y a los hombres en esclavos. En
pocas palabras, se opone radicalmente a la ideología de la ciudad. En la superstición no
importa de que dios se trata, sino del tipo de relación con ese dios.

CONCLUSIONES PERSONALES
A través del libro de Scheid, el lector puede hacerse una clara idea de los aspectos
principales de la religión romana. Dicho esto, existen algunos puntos que reclaman nuestra
atención. En primer, estaría el papel pasivo de la mujer en el ámbito religioso. Dicha
pasividad está acorde con su papel secundario en los otros ámbitos sociales, dándose el
predominio del hombre.
También nos llama la atención la importancia dada al poder religioso. Así se
entienden los movimientos pendulares en la distribución de ese poder, y que van desde la
acumulación de cualquier tipo de poder (incluído el relacionado con lo sagrado) por parte del
rey o del Emperador; y esa otra tendencia en la que el poder sagrado se atribuye a un
determinado grupo social (sobre todo los sacerdotes, sin olvidar el papel de los
magistrados), produciéndose un equilibrio de poderes. No deben parecernos extraños este
tipo de hechos, aún viendolo desde nuestra perspectiva occidental del siglo XXI. El interés
del poder político por lo sagrado, es algo que se da incluso en la actualidad. Simplemente,
por poner un ejemplo, el rey o la reina de Inglaterra, es a la vez, Jefe de Estado y Jefe de la
Iglesia Anglicana. Incluso no hace falta irse fuera de nuestras fronteras para encontrar
ejemplos de la influencia de lo sagrado en el ámbito político. No hace muchos años, el Jefe
del Estado español se autoproclamaba “caudillo por la gracia de Dios”. En suma, política y
religión han sido dos ámbitos de la sociedad que siempre han estado relacionado de diversa
manera, en cualquier período de la historia de Occidente.
Por último, desearía hacer una breve reflexión en torno a la superstición. La idea que
obtenemos a partir del libro, siguiendo a Plutarco, es que la superstición está ligada a la idea
de un Dios vengativo. Sin embargo, recordemos que según lo visto de la religión romana,
cuando se produce un castigo de los dioses por un “error ritual”, ¿acaso no implica la idea
de un dios (o dioses) con cierto deseo de venganza? Es cierto que la angustia aparece
como origen de la superstición. Pero esta misma angustia también está en la base de
cualquier religión (incluída la romana). Recordemos, a propósito de esto, unas palabras de
Sigmund Freud en su obra “El porvenir de una ilusión”. A propósito de los dioses nos dice:

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“… los dioses, a los cuales se sigue atribuyendo una triple función: espantar los terrores de
la Naturaleza, conciliar al hombre con la crueldad del destino, especialmente tal y como se
muestra en la muerte, y compensarle de los dolores y las privaciones que la vida civilizada
en común le impone”1. Entendia así la figura de los dioses, basada en la angustia producida
por los avatares de la vida, no cabe esa diferenciación tan clara que nos quiere hacer ver
Plutarco, entre superstición y religión.

1
Sigmund Freud: “El porvenir de una ilusión”, en el volumen que incluye las obras Psicología de las
masas y Más allá del Principio del placer, Alianza Editorial (El libro de bolsillo). Madrid, 1984. pág.155

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