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Michel Foucault
ePub r1.0
turolero 23.05.15
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Título original: La ética del pensamiento
Michel Foucault, 1994
Traducción: Jorge Álvarez Yágüez
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LA ÉTICA DEL PENSAMIENTO
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Lista de abreviaturas[1]
A., L’archéologie du savoir, París, Gallimard, 1969.
C., Le courage de la verité. Le gouvernement de soi et des autres II. Cours au
Collège de France. 1984. París, Gallimard, Seuil, 2009.
D., Dits et Ecrits. 1954-1988. t. I, II, III, IV, París, Gallimard, 1994.
H., Histoire de la folie à l’âge classique, París, Gallimard, 1972.
LG., Le gouvernement de soi et des autres. Cours au Collège de France, 1982-83.
París, Gallimard, Seuil, 2008.
LH., L’hermeneutique de sujet. Cours au Collège de France, 1981-82., París,
Gallimard, Seuil, 2001.
MC, Les mots et les choses. Une archéologie des sciences humaines, París,
Gallimard, 1966.
MFD., Mal faire, dire vrai. Fonction de l’aveu en justice. Cours de Louvain 1981,
University of Chicago, Press U. de Louvain, 2012.
N., Naissance de la Biopolitique. Cours au Collège de France, 1978-79, París,
Gallimard, Seuil, 2004.
N., Naissance de la clinique. Une archéologie du regard médical, París, Presses
Universitaires de France, 1963.
S., Surveiller et punir, París, Gallimard, 1975.
S., Le souci de soi, histoire de la sexualité, París, Gallimard, 1984.
SE., Subjectivité et vérité. Cours au Collège de France, 1980-81, París, Gallimard,
Seuil, 201.
ST., Sécurité, territoire, population. Cours au Collège de France, 1977-78, París,
Gallimard, Seuil, 2004.
U., L’usage des plaisirs, histoire de la sexualité, París, Gallimard, 1984.
V., La volonté de savoir, histoire de la sexualité, París, Gallimard, 1976.
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Introducción. Una ética del pensamiento
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1. UNA RAÍZ ÉTICA. PENSAMIENTO Y BIOGRAFÍA
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la pregunta que suscita, que como pregunta misma será reelaborada. Por eso sus
libros revelan una escritura apasionada, que no siempre se ha sabido ver, en los que
está en juego algo incitante, vital, y que en la polémica que despiertan aparece una
toma de posiciones que desborda lo convencionalmente teórico; sus libros se postulan
a modo de respuesta a una situación, y su teoría, como bien definió Deleuze, podría
considerarse como «caja de herramientas»[3] que ha de servir en sus problemas a
otros. Si algo satisfacía a Foucault era el saber que algún libro suyo era utilizado por
gentes que se movían en el medio al que afectaba, fuera este el hospital psiquiátrico o
la prisión. De manera que de principio a fin todos sus trabajos son recorridos por ese
carácter práctico, si se quiere, de razón práctica. A esa unión de vida y quehacer
teórico se refirió su autor más de una vez:
no hay libro que yo haya escrito sin, al menos en parte, una experiencia
directa, personal. He tenido una relación personal, compleja, con la locura y
con la institución psiquiátrica. He tenido con la enfermedad y con la muerte
también una cierta relación. He escrito sobre el Nacimiento de la clínica y la
introducción de la muerte en el saber médico en un momento en que esas
cosas tenían una cierta importancia para mí. Lo mismo, por razones distintas,
con respecto a la prisión y a la sexualidad.[4]
Me parece que había quizá una manera más simple, yo diría más
inmediatamente práctica, de plantear correctamente la relación entre la teoría
y la práctica, que consistía en ponerla en obra en la propia práctica. En este
sentido, podría decir que siempre he tenido lo que fueran mis obras, en un
sentido, por fragmentos de autobiografía. Mis libros han sido siempre mis
problemas personales con la locura, la prisión, la sexualidad.[5]
A veces este carácter ético se expresaba sobre todo en los fines múltiples a los que la
obra respondía, como era el caso con La voluntad de saber, el primer volumen de su
Historia de la sexualidad. Una obra que en su momento se leyó exclusivamente
desde el punto de vista de una teoría o analítica del poder. Reparemos en esta
respuesta en una de la múltiples entrevistas concedidas por el autor:
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Respuesta: No. Si por ética entiende un código que nos diría cómo actuar,
entonces, claramente, la Historia de la sexualidad no es una ética. Pero si por
ética entiende la relación que usted tiene consigo mismo cuando actúa,
entonces diría que tiende a ser una ética, o al menos a mostrar qué podría ser
una ética del comportamiento sexual. Sería una que no estaría dominada por
el problema de la verdad profunda de nuestra vida sexual. La relación que
creo necesitamos tener con nosotros mismos cuando tenemos sexo es una
ética del placer, de la intensificación del placer[6].
Incluso en obras de carácter más distante y abstracto como puede ser la genial Las
palabras y las cosas, una de sus obras más difíciles, y sin embargo más difundidas, la
que le dio a conocer a un público amplio, la aparentemente más fría, la de su
momento más «estructuralista», ese que dio pie a algunos, como Sartre, a hablar de
«pensamiento tecnocrático», la que se situaba en una línea más formalista y anti-
hermenéutica… es una obra, en primer lugar en relación con sus trabajos anteriores,
pues aquí lo que se pretendía era hacer la arqueología de las ciencias humanas. De
una de ellas, de la psicología, ya había seguido su rastro antes, pero lo que a menudo
ha pasado desapercibido es la intención que iba unida a la crítica teórica de las
ciencias humanas, el deseo de abrir paso a otra experiencia fuera del sujeto, a otra
individualidad que la que aquellas habían contribuido a configurar. Se entiende
entonces la curiosa convergencia que allí veíamos de Nietzsche y aquellas
«contraciencias», opuestas al discurso de las ciencias humanas: el análisis lacaniano,
la etnología levi-straussiana y la neolinguística. A Nietzsche se le atribuía ser el
primero en pensar el ser del lenguaje, en el que se diluye el sujeto de las ciencias
humanas, como en otro tiempo se le atribuía ser el primero en pensar la locura,
aquello que había sido desterrado por Descartes del pensamiento moderno; Nietzsche
nos abría hacia una subjetividad nueva, la del fin del hombre, tal como las
contraciencias en su confrontación con aquellos límites o formas de la finitud que
representaban el deseo, la ley y la muerte. Mientras Marx, Hölderlin y Hegel se
habían denodado en pensar las condiciones del paraíso en la tierra para el hombre,
Nietzsche prescindía ya de esta premisa, y anunciaba su prometedor final.
Curiosamente algunos de los mismos autores que en Historia de la locura, esbozaban
una especie de alternativa o modo distinto de su apresamiento por el saber pretendido
ciencia, como además de Nietzsche era Antonin Artaud, retornaban aquí.
Subtendiendo todo el complejo entramado de Las palabras y las cosas latía esta
pasión foucaultiana, por un ser otro, un cambio de ethos, que será más claramente
explicitada en los años últimos. Los más despistados hablarán, entonces, de giro
eticista, sin ver cuan lejos habría que retrotraerlo.
Si esta raíz ética sustenta la ramificada temática e intereses de la obra
foucaultiana, el deseo de responder a lo que no puede aceptarse como natural o
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normal, otra raíz está en relación con su misma escritura y con el trabajo intelectual
en sí mismo. Es esta otra dimensión de la fusión de obra y vida. El último fin de su
dedicación a la escritura de un libro era el transformarse a sí mismo, obtener un
cambio de identidad, no ser el mismo al final que el que se era al principio. La
escritura tendría que convertirse en auténtico evenement, acontecimiento en el que ya
no se trata tanto de cambiar una situación, una institución, en suma, el mundo, sino a
aquel que aborda ese intento, un cambio del autor, del sujeto, a través de esa
intervención teórica en el objeto. La escritura tendría que coadyuvar a este cambio
del propio ethos; debería servir como aquellas técnicas de vida (technê tou biou) que
había descubierto en los griegos, una técnica de sí, de trabajo sobre sí, por el que se
rompen ciertos límites impuestos, se abre uno a otra manera de ser. Muchas veces, al
principio y en su período último, Foucault manifestó este compromiso vital.
Recordemos aquel diálogo imaginario con el que acaba la Introducción de su libro
aparentemente solo metodológico La arqueología del saber, en que Foucault
respondía de este modo tan literario a un hipotético crítico que le objetaba los
cambios que el autor hacía de un libro a otro:
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obra: el sujeto que escribe forma parte de la obra.[7]
Para mí, el trabajo intelectual está relacionado con lo que usted podría llamar
«esteticismo», lo que significa transformarse a sí mismo. Creo que mi
problema es esta extraña relación entre conocimiento, estudio, teoría e historia
real. […]
Sé que el conocimiento puede transformarnos, que la verdad no es solo un
modo de descifrar el mundo (y quizá lo que llamamos verdad no descifra
nada), sino que si conozco la verdad seré cambiado. […]
Ya ve, eso es por lo que trabajo como un animal. Y trabajé como un animal
toda mi vida. No estoy interesado en el estatuto académico de lo que estoy
haciendo porque mi problema es mi propia transformación. […] Esta
transformación de uno mismo por el propio conocimiento es, creo, algo más
cercano a la experiencia estética. ¿Por qué trabajaría un pintor si no es
transformado por su pintura?[8].
No hace falta multiplicar las citas, los textos abundan en observaciones como las
referidas hasta ahora. Quede así señalado el subsuelo vital ético desde el que el autor
trabaja y actúa. Han ido apareciendo algunos conceptos centrales, como experiencia,
problematización, fusión de teoría y práctica, técnicas de sí, etc., de los que
tendremos que dar cuenta, pues indicar solamente un talante ético de partida no es
entrar aún en la ética a la que pudo haber dado lugar.
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2. RAÍZ KANTIANA. UNA NUEVA FORMA DE FILOSOFÍA
CRÍTICA
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antiguos y modernos, de saber en qué medida el presente podría nutrirse
auténticamente de un pasado, el grecorromano que la época medieval había
abandonado, de si el período moderno podía alcanzar por sí la misma altura o
superior a la de aquel, de constatar su vigor o su decadencia, su grado cualitativo. El
género de la filosofía de la historia se remonta, evidentemente, muy atrás, y uno
puede encontrar reflexiones filosóficas sobre la propia época, sobre su lugar en un
proceso amplio que puede estar marcado por el ser origen de, o simple transición a, o
en fin, consumación, etc. De Platón a Vico, e incluso a algunas reflexiones del propio
Kant en otros textos concernientes a la historia, podría hallarse ese tipo de
cuestionamiento. También, nos recuerda Foucault, un hombre aparentemente alejado
de esas cuestiones como Descartes, se inquiere por su situación histórica, pero,
ciertamente, no más que como un contexto en el que definir mejor su quehacer
teórico. La pregunta del Was ist Aufklärung?, sin embargo, no era una pregunta por
una Modernidad que hubiera que saber situar en una proceso amplio de tiempo, en el
curso de la historia, en relación, por ejemplo, con una Antigüedad, respecto de la que
no se sabe si se está en diferencia o en mera repetición etc., sino que era una
interrogación por el presente mismo en su densidad autónoma. Podría decirse que en
todo aquel otro tipo de interrogaciones por el tiempo, la relación entre filosofía y
epocalidad es en cierto modo externa, o como dice Foucault respecto de la
contraposición modernidad/antigüedad, de carácter longitudinal, para contraponer a
ella la iniciada por Kant que sería de tipo sagital (LGS, 15) por cuanto en esta
interrogación, el tiempo penetra el pensamiento mismo, en el sentido de que
determina su tarea, le da una finalidad, que es, de manera circular, concerniente al
tiempo mismo interrogado, le confiere una naturaleza distinta puesto que en su
interior lo más propiamente universal, el estricto plano del pensar, del concepto, de la
teoría, de lo universal, se ve cruzado por la temporalidad, lo concreto, lo particular.
Lo que está en juego en ese cruce son las relaciones entre verdad e historia, que luego
Hegel tematizaría, y, en cierto modo, toda su filosofía está definida por esa
tematización. El enjeu [apuesta] de la pregunta por la propia época estaba en «la
cuestión de la historicidad del pensamiento de lo universal». Hay aquí, pues, algo
más que una simple toma de conciencia del momento, un saberse en donde se está, el
lugar dentro de una larga evolución, etc.
Pero esto resultará aun abstracto, poco definido y preciso, pues también hay en
esta interrogación por el presente algo de todo eso respecto de la que se lo quiere
delimitar. Intentemos avanzar, entonces, un poco más. La pregunta de Kant por el
propio tiempo adopta un perfil más concreto en cuanto que se dirige a un
acontecimiento determinado, que es el que define ese tiempo, la Aufklärung. Y ese
acontecimiento es complejo porque no solo implica un conjunto de actitudes, de
acciones, de disposiciones o de cambios institucionales, que se dan en, y constituyen,
unas circunstancias determinadas, sino que es un acontecimiento del pensamiento,
esto es, relativo a la historia de la razón, de la racionalidad; Foucault dice: «un cierto
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acontecimiento, el de la Aufklärung, que depende de una historia general del
pensamiento» (LGS, 16). Que afecta, pues, a lo que a los hombres les hace tales, toda
vez que supone una especial disposición del intelecto y una forma que adopta la
razón misma. No es separable el momento mismo de ese tipo de reflexión que acaba
por querer saber de ese momento. Historia y pensamiento se cruzan, pues, de manera
constitutiva como, polos que se interpenetran, como dimensiones de una misma
realidad. La Ilustración es algo que sucede en el tiempo, pero no hay que olvidar que
es también una permanente disposición del ser humano en cuanto ser de razón, en
cuanto volcado al conocimiento, que mejora con él su medio, etc. De manera que el
propio acontecimiento está marcado por esa doble naturaleza de universalidad y
particularidad.
La conocida respuesta que da Kant a la pregunta por ese acontecimiento es de una
sencillez solo aparente. Kant dice que la «Ilustración es la salida del hombre de su
culpable minoría de edad» [Aufklärung ist der Ausgang des Menschen aus seiner
selbst verschuldeten Unmündigkeit]. Resulta que lo que marca la época es algo que
atañe al sujeto, una «salida» (Ausgang). Algo que discurre, que es movimiento,
acción. Pero, como sabemos, una acción difícil, que puede significar todo un largo
proceso, por el que se deja atrás un estado, el de minoría de edad o inmadurez
[Unmündigkeit], definido no biológicamente sino por el no pensar por uno mismo
[sich seines Verstandes ohne Leitung eines anderen zu bedienen]. El acontecimiento
se refiere, pues, al pensamiento, a su autonomía o heteronomía. En definitiva el
acontecimiento afecta a la existencia misma del pensamiento, pues este no se da
propiamente, de manera plena, sino en la autonomía, y eso es lo que falta y se
pretende lograr, y parece estar ocurriendo ya, en ese momento epocal. Lo que se diría
condición universal y permanente del ser humano solo parece acaecer en un momento
determinado que justamente es el que caracteriza a una época determinada.
Cuando Kant quiere advertirnos acerca de qué impide esa salida, nos dice que no
es ninguna otra cosa que nosotros mismos, nuestra pereza y cobardía [Faulheit und
Feigheit], nuestro temor a los riesgos de aventurarse solos en el pensar, la comodidad
de limitarse a seguir lo que otros digan; por eso Kant habla de «culpable inmadurez»
[verschuldeten Unmündigkeit]. No sería, pues, una limitación de la capacidad
intelectual [nicht am Mangel des Verstandes]; Kant comparte la sentencia cartesiana
inauguradora de la modernidad, «el buen sentido es la cosa mejor repartida del
mundo»[14], todo el mundo la posee, no hay aquí limitación natural alguna. Tampoco
se trata de una especie de minoría jurídico-política, como la del súbdito, del
sometido, del que carece de derechos, pues la causa no está en los otros, no está en
algún poder institucional que se apodere de esta capacidad y nos mantenga en un
estado infantil. La causa es de otra índole, no afecta al entendimiento sino a la
voluntad, no remite a una situación jurídico-política, «no es debida» nos dice
Foucault, «a la violencia de una autoridad, es debida simplemente a nosotros mismos,
a una cierta relación con nosotros mismos» (LGS, 32). Somos nosotros los que
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renunciamos a la autonomía del pensamiento. Por eso preferimos abandonar nuestra
conducta moral en manos de un director espiritual (Seelsorger), y nuestra forma de
vida en las del médico, incluso de nuestro entendimiento en las de un libro. «Es tan
cómodo no pensar», dice el texto de Kant.
Tres planos en que está en juego la autonomía del pensamiento quedan indicados
de esta plástica manera: el moral (Seelsorger), el del juicio (el médico), el del
conocimiento (el libro). Y brillantemente Foucault señala cómo toda la obra crítica de
Kant remite a esos tres planos: La Crítica de la razón pura por lo que afecta a las
condiciones del conocimiento y sus límites; la Crítica de la razón práctica, por su
atención a la conciencia moral; y la Crítica del juicio por la relación con la facultad
paradigmáticamente vinculada al ejercicio del médico. De manera interna está
relacionada la labor que Kant realiza en las Críticas con la reflexión realizada sobre la
Ilustración. En una y otra lo que está en juego es la autonomía del sujeto. Como
sabemos, en la primera Crítica Kant establecía cuáles habían de ser los límites
irrebasables para la razón, si no quería descarriarse ilusoriamente, cómo debía
atenerse a lo marcado por la experiencia. Y esto exactamente es lo que el sujeto ha de
respetar si no quiere sustituir su entendimiento por el de un libro, si no quiere ponerse
en esa situación de dependencia, de heteronomía. Por lo que respecta a la razón
práctica, la heteronomía, representada en esa subordinación al director espiritual, está
en directa relación con el no atenerse a la estricta forma del imperativo categórico,
que es un modo de no respetar la estricta universalidad. Salir, pues, de la minoría de
edad, como nos exige la Ilustración y no traspasar los límites de la razón o atenerse a
la universalidad formal del imperativo categórico que nos exigían las Críticas no son
sino dos caras del mismo fenómeno. Hasta ese punto filosofía e Ilustración,
pensamiento y temporalidad, el lado crítico y el lado Aufklärer, estaban unidos.
Como dice Foucault, refiriéndose a la Crítica de la razón pura:
Se ve, entonces, aunque Foucault no nos alerte de este punto, cómo las dos formas de
filosofía, la analítica de la verdad y la ontología del presente no pueden ser
separadas. La sagitalidad del tiempo y la filosofía, de la que hablábamos hace unos
instantes, tiene aquí su expresión. Con esa doble dimensión: por una parte, su
problemática, la necesidad de revisión de la razón, de someter esta también al tribunal
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de la crítica (analítica de la verdad), y por otra, el papel que la filosofía misma puede
jugar como parte relevante del fenómeno que está en marcha, del acontecimiento
Ilustración (ontología del presente). Todo el sentido, pues, de la filosofía kantiana
está encerrado en ese atravesamiento por su presente[15]. Al final fue ese pequeño
escrito que respondía a la pregunta por la Ilustración el que vino a revelar su clave.
No es el único texto en el que Kant tematiza la propia época, la convierte en
objeto filosófico. Foucault cita también el texto que se suele incluir en El conflicto de
las facultades, en que Kant se pregunta acerca de la Revolución, la ocurrida en
Francia solo nueve años antes, pero cuyos efectos se prolongan en el tiempo hasta el
punto de que Kant se refiere a ella en presente. Kant se pregunta por su significado
último, el de ese acontecimiento, de «esta revolución de un pueblo lleno de espíritu,
que estamos presenciando en nuestros días», pues quiere saber si hay algo que pueda
asegurarnos que el género humano se halla en progreso hacia lo mejor. Y lo encuentra
justamente en la revolución. Ella es el signo de que en efecto hay una base para
pensar que ese progreso moral es no solo posible sino que se está dando. Ello no tanto
por la acción allí desarrollada, por la participación heroica de las gentes o por su
contenido, pues este incluso puede ser terrible y «puede acumular tal cantidad de
miseria y crueldad que un hombre honrado, si tuviera la posibilidad de llevarla a cabo
por segunda vez con éxito, jamás se decidiría a repetir un experimento tan costoso»;
no, pues, por esto sino por lo que sucede en los hombres que los observan,
distanciados de estos sucesos, no en los actores sino en sus espectadores, aquellos
«sin la menor intención de tomar parte», pues en ellos se despierta un sentimiento
favorable, un entusiasmo que es muestra de una actitud moral en los hombres: «esta
revolución encuentra en el ánimo de todos los espectadores [in den Gemüthern aller
Zuschauer] (que no están implicados en el juego) una participación de su deseo,
rayana en el entusiasmo [Enthusiasm], cuya manifestación, que lleva aparejada un
riesgo, no puede reconocer otra causa que una disposición moral del género humano
[eine moralische Anlage im Menschengeschlecht]». El entusiasmo, que es el signo de
una disposición moral no es despertado sino porque lo que se observa en la
revolución es la institución del derecho de un pueblo a darse la propia constitución,
que no es otra que la republicana [die republicanische Verfassung], una constitución
que es «en si misma justa y moralmente buena», que tiene como fin evitar «la guerra
agresiva», y con ello, acabar con todas las guerras, «fuente de todos los males y de
toda corrupción de las costumbres».
El entusiasmo es un afecto, y en tanto que tal no puede ser aprobado [nicht ganz
zu billigen ist], nos dice Kant, ya que solo podría serlo aquello que la razón práctica
misma dictase, en la medida en que es desinteresado, no está teñido por brizna de
egoísmo alguno, pero en este caso este afecto o sentimiento apunta directamente al
bien, es una «participación afectiva en el bien» [die Theilnehmung am Guten mit
Affect], se refiere «a lo ideal, a lo moral puro, esto es, al concepto del derecho» [aufs
Idealische und zwar rein Moralische geht, dergleichen der Rechtsbegriff ist].
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Dejemos aquí el texto de Kant; quedémonos con la idea de que la pregunta por el
acontecimiento central de la época de la Ilustración tiene un significado de naturaleza
moral, y que apunta al concepto puro de derecho, que para Kant es igualmente de
índole moral, que la constitución que lo encarna tiene tal carácter. No olvidemos que
una veta moral recorría también la contestación a la pregunta por la Ilustración, pues
la dificultad de su salida se debía a una actitud de falta de gobierno de sí del
individuo. Subrayamos esta idea, con independencia de lo dicho por el propio
Foucault en su comentario, que queda igualmente recogido, por el interés que tiene
para nosotros por cuanto que, como veremos, la conclusión que el pensador francés
extrae de todo ello, también es una lección en definitiva moral.
La lectura de Foucault del primer texto, el de la respuesta de Kant a la pregunta
¿qué es la Ilustración?, se detiene en señalar cierta vacilación e incongruencia por
parte de Kant en el planteamiento de la salida de la minoría de edad o heteronomía
del pensamiento, pues después de decir que no se debe a obstáculo alguno el que los
hombres permanezcan en la situación de menores de edad, sino a sí mismos, a su
pereza y cobardía en asumir la divisa ilustrada del sapere aude, menciona, sin
embargo, la existencia de obstáculos que impiden esa salida. Por otra parte, examina
la posibilidad de que algunos hombres libres, que sí han alcanzado el estadio de
madurez, de autonomía del pensar pudieran encargarse de liberar a los demás, de
guiarles en ese camino, pero tal vía sería impracticable toda vez que estos se
convertirían en los nuevos tutores, directores espirituales, poniendo en situación de
minoría de edad a los demás, anticipando ahí Kant el destino de las vanguardias
revolucionarias.
Para comprender mejor cómo puede darse una salida es preciso examinar la
estructura en que se desenvuelve la minoría de edad, que Kant caracteriza mediante la
distinción entre el uso privado de la razón y su uso público. Considera que esa
minoría se da por cuanto que la obediencia exigible y justificada en el uso privado,
esto es, cuando el sujeto pertenece a una comunidad determinada y se debe a ella
(como el sacerdote, el funcionario, el militar) y en consecuencia en el ámbito
delimitado por su institución ha de subordinarse a sus superiores, sacrifica también la
libertad de razonamiento, de pensamiento que ha de tener, sin ningún límite, en el uso
público de su razón, es decir, cuando ya no como miembro de una institución sino
como sujeto universal, como ciudadano del mundo, se dirige a todos, al público.
Mayoría de edad, por tanto, significaría que la obediencia delimitada primera no
comprometiese la libertad total segunda, que la obediencia no sacrificase el
pensamiento, que hubiera pues la perfecta delimitación de lo que es exigible al uso
privado y al uso público de la razón. La ilustración comportaría, pues, un especial
reparto entre, por un lado, lo que el individuo se exige a sí y a lo que se compromete
(pensar, obedecer, etc.) y, por otro, aquello que le es dable a la autoridad y a las
instituciones (respetar esa división, circunscribir su principio de obediencia, etc.); en
términos de Foucault: «He ahí en lo que ha de consistir el proceso de la Aufklärung,
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el nuevo reparto, la nueva distribución del gobierno de sí y el gobierno de los otros»
(LGS, 36); distribución entre las exigencias individuales y las institucionales, entre el
sujeto y la autoridad, entre lo ético y lo político.
Entonces, Kant acaba por determinar que el agente que podría dar paso a esa
estructura en la que se fragua la mayoría de edad sería la acción de un monarca
ilustrado, como el que representaba el «gran Federico», pues este sabía combinar la
libertad necesaria para el pensamiento en lo público, con la estabilidad que el Estado
requiere, con una exigencia de obediencia, guiado por el dictum «razonad todo lo que
queráis pero obedeced». Pero esta alternativa de salida entra en conflicto con la idea
sostenida de que no hay agentes individuales que puedan ser causa de la liberación.
Pero no acaba aquí la incongruencia, sino que Kant subraya los efectos benéficos que
la libertad en lo público conllevaría para la obediencia en todo el ámbito de la
sociedad civil, pues las gentes se convencerían de la necesidad de obedecer, lo que
vendría a comprometer la división de los dos usos establecida.
La incomodidad evidente que esta solución suponía para Kant le llevaría más
tarde a sustituir ese papel del monarca por el suceso-signo de la Revolución
despertadora de un entusiasmo en sus espectadores. El segundo texto que describimos
de Kant, la pregunta por la revolución, venía, pues, en rescate de cierto impasse del
primero, del de la pregunta por la Ilustración.
Sea como fuere, hasta donde hemos seguido la interpretación de estos textos
kantianos, queda esbozada esa nueva forma de filosofía que en ellos se abría. A las
conocidas preguntas en las que Kant resumía la reflexión filosófica: ¿qué puedo
conocer?, ¿qué puedo saber?, ¿qué me cabe esperar?, que a su vez se condensaban en
la pregunta, ¿qué es el hombre?, habría, entonces, que añadir una quinta pregunta:
¿qué somos nosotros, qué somos en este presente que vivimos? Esa es la pregunta
que Kant se habría hecho a través de su inquietud por la Ilustración y por la
Revolución. Esta es la pregunta que, a su modo, habría intentado responder la
filosofía posterior hasta hoy. Esa forma filosófica es, ciertamente, recorrible a lo largo
de los siglos XIX y XX, cómo el propio tiempo es tematizado, ya como imperio del
principio de subjetividad (Hegel), como era «de la venalidad total» (Marx), o del
nihilismo (Nietzsche), tiempo en que la racionalización nos ha encerrado en una
auténtica «jaula de hierro» (Weber), época de «la planetarización de la técnica»
(Heidegger), de la «administración total» (Adorno), de «la colonización del mundo de
la vida por los sistemas del poder y del dinero» (Habermas)… Hasta ahora, lo más
común era remitir este elevar la propia época a concepto a aquel que por ello definía
a la filosofía misma: Hegel. De hecho así lo hace Habermas en su estudio, pues
estima que Kant no llega a captar lo característico de la modernidad, él explora el
principio de subjetividad moderno, sus condiciones de autonomía, ante el que todo ha
de justificarse en el campo del conocimiento, de la moral o de la estética. Pero Kant
no habría captado que la diferenciación de esos mismos campos y, a la vez, su propia
autonomización rompía su totalización, su otrora armonía, que ahora ya no podía
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restaurar un principio que buscaba la raíz de la fundamentación en sí mismo. Kant no
habría penetrado en la escisión que define a la modernidad; supo analizar lo que era
su tejido, la subjetividad, pero no sus desgarros. Hegel sí haría frente a esta
fragmentación trágica, de aquí que el discurso filosófico de la modernidad se
inaugurase propiamente con él[16]. En cualquier caso, creo que la cuestión no es tanto
de contenido, de índole material relativa a qué se entiendiese por modernidad o a su
captación más adecuada, como de forma, de la manera de interrogarse, de la pregunta
por la modernidad misma más allá de cual fuere su interpretación, si la de una
racionalidad fragmentada o que mantenía sus nexos. Y si esto es así, ciertamente
tendríamos que retrotraernos a Kant, como Foucault plantea.
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3. LA ESTELA FRANCESA EN SU CONFRONTACIÓN CON EL
«WAS IST AUFKLÄRUNG?»
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vital que alguna vez Foucault contrapondría a los teóricos del engagement y de la
existencia. Lo interesante de ello no es tanto el dato biográfico, histórico, sino el nexo
que, a pesar de las apariencias, podría haber entre aquella problemática abstracta y la
decisión moral y política de tales filósofos. Ese es el punto que le interesó a Foucault:
qué lazo podría haber entre «la cuestión del fundamento de la racionalidad» y la
preocupación por «las condiciones actuales de la existencia», de manera que, más allá
de las apariencias, ese tipo de reflexión se encontrara, sin embargo, «profundamente
ligada al presente».
La indagación sobre ese nexo es la que le lleva a Foucault a entroncar esta
reflexión con la abierta por Kant en la pregunta por la Ilustración. Y compara, al
respecto, la tradición francesa con la alemana. En esta habría cobrado forma «sobre
todo en una reflexión histórica y política sobre la sociedad (con un problema central:
la experiencia religiosa en su relación con la economía y el Estado); lo testimonian
desde los posthegelianos hasta la Escuela de Fráncfort y Lukács, pasando por
Feuerbach, Marx, Nietzsche y Max Weber»[18]. Sin embargo en Francia su
concreción sería muy distinta, pues tendría lugar en el campo de una historia de las
ciencias. Tal es lo que podría observarse en el desarrollo del positivismo de un
Comte, en aquel sumergir la conformación del conocimiento científico, de la
racionalidad moderna, en una historia más amplia de las creencias, las ideas, los
mitos, para seguir su emergencia después de una larga evolución. Y cree Foucault que
fue justamente esta vía y los debates que le siguieron lo que facilitó la recepción de la
fenomenología de la que hablábamos, pues en las Meditaciones cartesianas y La
crisis de las ciencias europeas de Husserl se tematizaba una cuestión sobre la que de
algún modo también giraba la tradición francesa: «las relaciones entre el proyecto
occidental de un despliegue universal de la razón, la positividad de las ciencias y el
carácter radical de la filosofía».
Ese sería el camino en el que se acabaría por situar el tipo de historia de las
ciencias hecho en Francia por los Cavaillès, Koyré, Bachelard o Canguilhem. La
cuestión que de fondo era abordada por ellos no sería sino la misma sobre la que
recaería el pensamiento de la Escuela de Fráncfort, que es exactamente la que
registramos como significado de la interrogación de Kant por la Aufklärung: el cruce
que ella suponía entre, por un lado, el carácter universal de la verdad o de la
racionalidad, su unidad y la afirmación de su autonomía, y, por otro, su inmersión en
la historia, su dependencia de acontecimientos contingentes, su construcción parcial,
fragmentada. Y en ese cruce no se juega tan solo el modo de concebir la racionalidad,
el estatuto del conocimiento, sino sus efectos ético-políticos: «En el fondo, lo que se
trata de examinar tanto en la historia de las ciencias en Francia como en la teoría
crítica alemana es una razón cuya autonomía de estructura acarrea consigo la historia
de los dogmatismos y los despotismos: una razón, por consiguiente, que solo tendrá
un efecto emancipador a condición de liberarse de sí misma»[19]. Como en el caso de
Kant, de lo que se trataba era de analizar qué en la razón misma podía alimentar el
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dogmatismo, qué la heteronomía, qué poner al hombre en los brazos de otro, qué
hacer de él un siervo. Y Foucault señalaba tres acontecimientos en particular, que nos
obligaban a retornar a la pregunta kantiana: 1) El del imperio de la racionalidad
científico técnica, tanto su relevancia en el dominio económico como en el político.
Un campo del que, habría que decir, que Weber, Husserl, Heidegger y los
francfortianos, se habían ocupado especialmente, de distinta manera. 2) El del destino
fatal de las revoluciones, entendidas desde su inicio dieciochesco como realización de
la razón misma. 3) El de la erección de Occidente y su racionalidad frente a su
imperio colonial, frente al tercer mundo, cómo único y universal modelo y criterio. A
Foucault le preocupaban particularmente «los lazos entre racionalización y
poder»[20]. ¿No estaban ligadas a ella muy especialmente las «dos formas
patológicas» de poder que habían marcado el siglo XX: stalinismo y fascismo? Este
punto era el que había ahora que someter a análisis, este nuevo rebasamiento de sus
límites por parte de la razón, unos límites que ya no eran aquellos en los que Kant
había pensado. «Desde Kant, el papel de la filosofía ha sido impedir a la razón
superar los límites de lo que es dado en la experiencia; pero, desde esa época —es
decir, con el desarrollo de los Estados modernos y la organización política de la
sociedad— el papel de la filosofía ha sido también el de vigilar los abusos de poder
de la racionalidad política —lo que le concede una experiencia de vida bastante
prometedora»[21]. El problema no sería, pues, tanto el de la razón en sí misma, ni
siquiera el de la razón en el campo del conocimiento, sino el de la razón, mejor, su
especial configuración, la racionalidad, en el campo extenso de la política. Hoy los
límites que habrían de trazarse a la razón serían, pues, de otra naturaleza.
La epistemología francesa, en definitiva, había asumido la pregunta kantiana. Si
tenemos en cuenta la gran influencia que aquella ha tenido en Foucault, vemos cómo
al establecer este nexo con Kant, estaba también trazando, al menos parcialmente,
cual era también su propia trayectoria. Foucault no es un historiador de las ciencias
del estilo de los mencionados, a pesar de todo, no es un historiador epistemológico,
en él la historia de las ciencias adquiere un carácter singular, pues se sitúa en un
estadio previo al umbral de cientificidad del conocimiento; al tratar, por ejemplo de
las denominadas ciencias humanas atiende particularmente a un humus diverso
(compuesto por discursos y prácticas) del que aquellas emergieron. Si se repara en
esa perspectiva sí, creo, se puede ver el entronque con aquella línea que hacía
remontar a Comte. Sin olvidar que su objetivo central no eran tanto los sistemas
discursivos o de conocimiento, sino la singular genealogía del sujeto occidental
moderno; la historia de la ciencia jugaba un papel crucial en esa investigación, toda
vez que los discursos con los que aquella genealogía tenía que ver, tendían a
organizarse científicamente. Así lo señalaba en una conferencia en EE. UU.:
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un importante campo de pruebas para la teoría del conocimiento, así como
para el análisis de los sistemas de significación, es también un terreno fértil
para el estudio de la genealogía del sujeto. […] En consecuencia, yo no busco
hacer una historia de las ciencias en general, sino solamente de aquellas que
se han esforzado en construir un conocimiento científico del sujeto. […] yo
trabajo en una historia de la ciencia que es, en cierto modo, una historia
regresiva que se esfuerza en sacar a la luz las prácticas discursivas,
institucionales y sociales de donde esas ciencias surgen; sería una historia
arqueológica[22].
Por otra parte, no habría que olvidar que, particularmente, la influencia de Nietzsche
sirvió de enlace entre la historia de la ciencia francesa y la genealogía foucaultiana,
pues el filósofo alemán era el crítico más agudo en cuanto a una razón que se
substrayese a los alea de la contingencia, a la impredicibilidad de la historia, a su
penetración por elementos ajenos en su naturaleza a todo lo discursivo. En ese punto
de contacto entre historia y racionalidad con todo lo que suponía de cuestionamiento
de la concepción tradicional del conocimiento es en el que se encontraban Nietzsche
y la historia epistemológica de las ciencias. Ambos se preguntaban: «¿en qué medida
la historia de una ciencia puede poner en duda su racionalidad, limitarla, introducir en
ella elementos exteriores? ¿Cuáles son los efectos contingentes que penetran una
ciencia a partir del momento en que tiene una historia?»[23] Al fin, el historiador de la
ciencia más influyente sobre Foucault, el director de su tesis, Georges Canguilhem,
siempre estuvo muy interesado por el pensamiento nietzscheano[24].
En esa senda Foucault retomaba de forma nueva la cuestión de la Aufklärung, y lo
hacía en los términos de una pregunta por los límites de la racionalidad política, por
la intrincada relación entre racionalidad y poder, o, más ampliamente, entre
conocimiento y poder. Esta sería la configuración que hoy cobraría aquella nueva
forma de filosofía crítica que Kant había iniciado. La crítica hoy debía, por tanto,
afrontar otros límites, que ya no eran de carácter gnoseológico.
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4. CRÍTICA DE LOS LÍMITES
Límites de la racionalidad política. Si se quiere entender bien esto hay que darle la
amplitud que adquiere en Foucault, en quien el calificativo «política» nunca fue
realmente tematizado y tendía a verse simplemente como lo relativo al poder. Aquí la
referencia al stalinismo y al fascismo no es sino a dos formas emblemáticas de una
patología, pero en absoluto pretende limitar el alcance de la tarea crítica a ellas pues
en definitiva los mecanismos que en ellas se habían condensado estaban extendidos
en el conjunto de las sociedades modernas. Y es esto lo que verdaderamente importa.
Cuando Foucault se plantea los límites de la racionalidad política, lo que está
poniendo en juego, en realidad, son los límites de los sujetos mismos, la restricción
de su ámbito de libertades, el cierre de sus posibilidades. No se olvide aquella, en su
momento tan polémica expresión por parte de Foucault, cuando afirmaba «que no es
el poder, sino el sujeto, el tema general de mi investigación»[25].
La ontología de nosotros mismos en que se perfilaba esta nueva forma de filosofía
comprendía, entonces, una indagación sobre nuestros límites, sobre las barreras
impuestas a los sujetos. A eso debiera responder la pregunta por lo que somos. De esa
manera amplia es como tendríamos que entender el carácter político de esta tarea
crítica, su «dimensión política».
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acontecimientos, particular; de donde la actitud práctica de emprender la tarea de
eliminarlos para transformarnos, para ser de otra manera.
Límites que desafían, pues, nuestra autonomía, nuestra libertad. De lo que se trata en
última instancia es de la práctica de la libertad, eso que define a la ética misma. Por
eso, si bien hablamos de dimensión política, también debemos hablar de dimensión
ética, estamos ante una posición ético-política. Esa sería para Foucault la verdadera
herencia de la Ilustración.
Foucault habla de «actitud», «actitud crítica», y emplea muy significativamente el
término griego ethos, al que añade el calificativo de filosófico. Resulta que en el
nuevo modo de interrogarse por el presente, en esa nueva forma de filosofía, la
ontología de nosotros mismos, hay inserto un ethos, un determinado talante, una
relación de carácter práctico. El atravesamiento del pensamiento por la temporalidad
comporta esta otra dimensión, un compromiso del propio sujeto de pensamiento con
ella. Es el tiempo el que le suscita un cuestionamiento determinado, es su respuesta a
él lo que le apela a una tarea en él. Hay en esa forma filosófica una cara teórica,
ciertamente, pero toda ella está atravesada por un motivo práctico. Ambos elementos
están recogidos en el concepto de actitud o ethos filosófico, es un ethos, pero ethos de
pensamiento. No es desligable en él, como esperamos se vea mejor más adelante, una
vez que incorporemos otros elementos, el lado teórico y el lado práctico; la
interrogación y la crítica son dimensiones del mismo fenómeno. Recordemos que en
la pregunta kantiana por la propia época se quería saber acerca de algo, se juzgaba la
situación y se observaba cómo, en definitiva, la autonomía del sujeto es lo que en
todo ello se estaba ventilando, —que venía a ser lo mismo que se jugaba en la labor
de las Críticas. Al emplear la expresión «ontología del presente», toda esta
implicación no queda tan clara, pero si lo cambiamos por otra igualmente usada por
Foucault, el de «diagnóstico», «diagnosis de lo que somos»[28], salta inmediatamente
a la vista la implicación del sujeto, un malestar, una incomodidad con el propio ser
histórico, con la propia época, cuya etiología, quiere conocer, evidentemente para
curarse, para remediar el mal.
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He tratado, por un lado, de enfatizar el arraigo en la Ilustración de un tipo de
interrogación filosófica que problematiza simultáneamente la relación del
hombre con el presente, el modo histórico del ser del hombre, y la
constitución de sí como un sujeto autónomo. Por otro lado, he tratado de
subrayar que el hilo que puede conectarnos con la Ilustración no es la
fidelidad a elementos doctrinales, sino más bien la reactivación permanente de
una actitud, esto es, de un ethos filosófico que podría describirse como una
crítica permanente de nuestra época histórica[29].
Ahora bien, ¿de qué manera es posible realizar esta tarea? ¿Cómo ser fieles a este
ethos filosófico? ¿Habrá que emprender una especie de nueva crítica de la razón,
pues de algún modo se apunta a una determinada racionalidad como base de nuestros
males, de nuestros límites? Foucault piensa que este planteamiento sería totalmente
erróneo pues no existe una Razón que en su globalidad fuera plasmándose
hegelianamente en la historia, o que, fenomenológicamente, el hombre hubiese ido
proyectando en un espacio crecientemente más amplio, como quería el proyecto
ilustrado. Por lo mismo también carecería de sentido oponer ese polo benéfico a una
no menos unitaria sin-Razón. Este es el absurdo juego del racionalismo e
irracionalismo al que Foucault se resistía, por mucho que se le acusara de jugar en el
segundo polo. Probablemente, aguijoneado por estos abusivos reproches, varias veces
insistió en el «chantaje» que suponía este juego, que terminaba por declarar contrario
a la Ilustración, y, en consecuencia, a la racionalidad misma, a cualquier crítica a ella
dirigida, y no eran pocas las que podían encontrarse en la obra foucaultiana[31].
Foucault rechazaba lo que podríamos denominar el modelo de la gran bifurcación,
ese momento en el que la marcha benéfica de la Razón se desviaba de su camino y su
luz se extinguía, por lo que, en consecuencia, habría que retrotraerse a aquel punto
para retomar la buena senda, y esa recuperación adquiría a menudo la forma de la
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memoria, de su lucha frente al gran olvido. Tanto la fenomenología como el
marxismo serían dos variantes del mismo[32]. El modelo weberiano, tan influyente en
algunas de estas formas, no nos pondría tanto en la perspectiva de una bifurcación, de
un alejamiento de la razón a partir de un momento dado como en la de su conversión
en algo negativo por su consumación progresiva, por su extensión. La fenomenología
partiría de la idea de un sujeto fundante, instaurador de la razón, de su proyecto
esencial, que en un momento del proceso adquiere una bizarra configuración
(naturalismo, objetivismo, matematicismo) que se sustrae al Lebenswelt (mundo de la
vida) al que permanecía unida, del que adquiría su sentido pleno y fines, y se
autonomizaba fatalmente. Se requeriría, por tanto, devolverla a su suelo natal para
retomar el buen camino abandonado. En el caso del marxismo, ya en su variante
luckasiana o en la francfortiana, más allá de la cuestión de un sujeto fundacional, se
cifraría la causa del momento de la gran bifurcación, el momento del irracionalismo y
de la desustanciación de la razón en mera razón formal o instrumental, en un conjunto
diverso de causas sociales, que remitirían, en el extremo, a un cambio en el modo de
producción capitalista o que, incluso, podrían retrotraerse hasta el comienzo mismo
de la civilización occidental.
Foucault era demasiado nietzscheano como para compartir este modelo que
esquematizamos. Ni había que partir de sujeto fundante ni unificador alguno, ni de
una especie de razón unitaria sobre la que la historia apenas ejerce otro efecto que el
de su facilitación u obstáculo, de un macroprocreso de racionalización —término que
en sí debiera ser metodológicamente evitado[33]; frente a todo ello: sumersión del
sujeto mismo en la historia y constitución contingente y plural de diversas formas de
racionalidad, la razón en su pluralidad como «acontecimiento», como tal sometido a
la multiplicidad heterogénea de las causas, de las relaciones y de las prácticas[34].
Con ese bagaje de fondo —hay que recordar que Nietzsche fue el operador en el
panorama filosófico francés para el distanciamiento respecto de las tendencias
dominantes de la fenomenología y el marxismo—, Foucault prefiere plantear el
problema de la Ilustración, el del cuestionamiento de los límites fijados
innecesariamente, el del nexo de racionalidad y poder o dominación, abordando
campos diversos de nuestra cultura, experiencias claves de ella en que una
determinada racionalidad se ha constituido, sean estas la locura, la enfermedad, los
modos discursivos en que se ha definido un sujeto vivo, hablante, de producción,
experiencia de la delincuencia, de la sexualidad, de la constitución de sí mismo, por
señalar los diversos espacios del trabajo foucaultiano. La fidelidad al ethos ilustrado
debiera, pues, conducir a un conjunto diverso de investigaciones históricas, de
arqueo-genealogía del sujeto occidental en diversos campos de experiencia. Esto es
exactamente lo que nos exigiría la ontología del presente. Esto es lo que Foucault
trató de hacer.
La elección de los diversos campos de investigación sobre las racionalidades
guarda un hilo que los une, dentro de las diferencias de objeto y de su tratamiento,
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pues todos ellos tratan del sujeto, del hombre, de su conversión en objeto de saber de
pretensión científica, por tanto de un objeto que entra en un juego discursivo regido
por la cesura verdad/falsedad. Se trata en todos ellos de cómo se ha intentado
establecer una verdad, acerca de la locura, del sexo, de la enfermedad, del
delincuente… Evidentemente esto se ha hecho con una metodología y con un
propósito que nada tiene que ver con una especie de historia del conocimiento, pues
nada tenía que ver esto con la progresión lenta de un análisis que logra esquivar
censuras, ideologías, y mistificaciones para desvelar finalmente la verdad ansiada de
su objeto, sino que la constitución del ser humano en objeto de distintos regímenes
discursivos, significaba su unión a prácticas múltiples, no-discursivas, mecanismos
de poder, etc. por lo que el proceso de conocimiento al mismo tiempo que desvelaba
su objeto lo configuraba. El sujeto no era un referente ajeno a los mecanismos de
saber, sino moldeado por la producción misma de un saber sobre él. La locura del
loco no era ajena a su verdad, a la fabricación de un conocimiento sobre el sujeto del
asilo psiquiátrico. Producción de saber, prácticas de poder, verdad y configuración
subjetiva, o más precisamente, procesos de subjetivación, mantenían relaciones
inextricables. Todos estos elementos componían un sistema de racionalidad
determinado en un ámbito definido. Foucault mediante esas investigaciones parciales
habría ido conformando toda una genealogía del sujeto moderno. Muy atinadamente,
pienso, podía también calificarse todo ese intento, como él mismo tímidamente
sugerió alguna vez, de «nueva genealogía de la moral»[35]. Solamente conociendo
cómo nos hemos ido constituyendo podríamos estar en condiciones de hacer la crítica
de los límites que nos alejan de la autonomía, podríamos ejercer la crítica, que
exigiría entonces el cuestionamiento de ese eje que vemos cruzar cada uno de los
dominios de nuestra cultura: el eje verdad, poder, sujeto.
De las dos formas de filosofía crítica referidas a Kant por Foucault, una de ellas
era denominada «analítica de la verdad», con ello se apuntaba a la indagación por la
legitimidad del conocimiento, por las condiciones de su validez. Foucault no trata la
verdad desde este ángulo, pues a él nunca le interesó el problema estricto de su
justificación, objetividad o validez. La crítica hecha por él a determinado «régimen
de verdad» o «juego de verdad», la crítica, a las ciencias humanas, por ejemplo, no se
refiere a esto, a sus deficiencias en cuanto a cientificidad, a sus errores, a su falta de
veracidad, etc. Foucault toma la verdad desde su exterior, en su positividad, como
elemento, para observar cómo se produce, cómo se accede, que éfectos se derivan de
su obtención, etc. Se trata de enfocarla al igual que haría un etnólogo, como elemento
de cultura, como cosa, sin entrar a juzgar su contenido en función de su
contrastabilidad. Foucault quiere saber qué lugar ocupa en nuestra cultura, por qué es
tan importante para nosotros el saber la verdad acerca del sexo, por ejemplo, por qué
es más importante que el simple saber cómo hacer con él; por qué, y qué
consecuencias se derivan de ello, la verdad del sujeto delincuente ha llegado a ocupar
un lugar tan central en nuestro sistema penal, por qué es tan relevante para el poder
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conocer la verdad de los sujetos, etc. esa mediación omniubicua de todas nuestras
instituciones sociales por discursos de verdad, de los que se ocuparán especialistas, a
los que se someterán los sujetos, y que estos aplicarán a sí mismos. Desde este punto
de vista, yerran aquellos que califican a Foucault de escéptico o de relativista, pues
simplemente no entra en el campo en que esa cuestión puede dirimirse; el problema
de la psiquiatría no es que no diga la verdad acerca del loco, o que su verdad sea tan
válida como otra, el problema desde el enfoque exteriorista es que su producción
implica la puesta en juego de múltiples mecanismos de poder (encierro, autoridad,
culpabilización, régimen de observación, disciplinamiento, objetivación, etc.), el
problema son los efectos conformadores de una determinada subjetividad. Esto es lo
que llevó a Foucault a hablar de una «política de la verdad», en cuanto que la verdad
no es separable de esos otros dos elementos que constituían el eje que
mencionábamos: poder y sujeto. Cuando se ha tratado la relación entre política y
verdad, generalmente se ha hecho desde el enfoque de su validez, para observar cómo
el poder la manipula, la falsea, la envuelve en ideología, la disimula, etc. El
presupuesto subyacente a ese enfoque es la contraposición entre poder y verdad,
premisa que Foucault pone radicalmente en cuestión, pues el poder también es
productor de verdad. En cualquier caso a Foucault lo que le interesa de esa relación
es su simbiosis: el poder, efectivamente es generador de verdad, de todo un saber
acerca del individuo; como se mostraba en Vigilar y castigar, las múltiples técnicas
disciplinarias que se valen de registros de bajo perfil epistémico (fichas, examen,
cronometraciones, expedientes, etc.) han sido enormemente fértiles en la génesis de
un diverso saber sobre el que se han eregido luego conocimientos más sistemáticos
con umbrales epistémicos más altos. Al mismo tiempo ese saber, la verdad obtenida,
alimenta el poder, a través de la fijación de relaciones (experto/dirigido), del impacto
sobre la propia subjetividad, de sus efectos sobre la individuación, la definición de
una identidad, etc. La pregunta nietzscheana no por la certeza, sino por el precio de la
verdad es lo que está en el fondo de esa indagación llevada a cabo por Foucault, y
que bien puede, desde esta perspectiva, denominarse, efectivamente, «política de la
verdad».
Podría decirse que si Kant consideraba la verdad dentro del marco de lo que se
denominaba «analítica de la verdad», Foucault lo hace desde la perspectiva de la
«ontología del presente», de nosotros mismos. El elemento central de aquella primera
forma de filosofía es enfocado desde esta segunda forma, la que el propio Kant habría
inaugurado. Al hacer esto, Foucault viene a sumergir en la historia las condiciones
trascendentales del conocimiento, por lo que en él se enlazarían de esta especial
manera las dos formas de filosofía crítica, la analítica de la verdad y la ontología del
presente.
Dos formas que en Kant también se daban, como señalamos, concatenadas, pues
el análisis de la razón era necesario para la obtención del fin ilustrado de la
autonomía, cuyo proceso de realización era lo característico de la época ilustrada; la
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interna articulación entre el estudio de las condiciones de posibilidad del
conocimiento legítimo y el que tomaba como objeto la propia época en que aquellas
cuestiones se formulaban. Pero en Kant tiende a prevalecer la primera, que es desde
donde se enfoca la segunda, tiende a ver los problemas desde la perspectiva del
conocimiento y de sus desviaciones; y, le parece a Foucault, que ese planteamiento,
digamos gnoseologista, es el que de algún modo estaría presente en el modelo de la
gran bifurcación, en al menos algunas de sus variantes, toda vez que el problema se
hace residir en la razón y su defectividad a partir de un momento crucial[36]. Debido a
esta primacía de la analítica de la verdad, Foucault habla de un «desajuste entre
Aufklärung y crítica», por la reducción de la crítica, que exigiría la conquista ilustrada
de la autonomía, a un problema de respeto a los límites del conocimiento, al
problema de la legitimidad o no legitimidad de este.
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después de La palabras y las cosas, en el mismo año en que publicaba la Arqueología
del saber, caracterizaba su obra como «una etnología de la cultura a la que
pertenecemos […] o al menos, de nuestra racionalidad, de nuestro razonar», y
sostenía: «desde Nietzsche, la filosofía tiene la misión de diagnosticar, y ya no se
dedica solamente a proclamar verdades que puedan valer para todos y para siempre.
Yo también intento diagnosticar y diagnosticar el presente, decir lo que hoy
somos»[38].
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5. RACIONALIDADES, EXPERIENCIAS,
PROBLEMATIZACIONES
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empiezan a hacerse importantes para nuestra conducta, son motivo de preocupación,
se quiere saber más acerca de ellos, se teme por ciertos efectos que se le suponen, se
considera que el sujeto ha de mantener una determinada actitud, prevención, cuidados
respecto de ellos, en suma, se convierten en algo de relevancia moral, en problema
moral. Que esto ocurra supone un plexo heterogéneo de factores, un complejo
multifactorial. Así Foucault nos muestra en El uso de los placeres y en La inquietud
de sí cómo desde diversos planos, el de la dietética, el de la erótica, el de la economía
—en el sentido originario de relaciones en el seno de la casa, de gobierno del oíkos—
se va destacando con cualidades diversas ese objeto de placeres, que tiene una
repercusión biológica, en la energía vital del individuo, en su capacidad reproductiva,
en su descendencia, en su salud (dietética), o que puede ser decisivo en la relación
social, en los roles que en el futuro vaya a desempeñar el muchacho, en su posición
de autoridad (erótica), o tener consecuencias en la relación de los cónyuges
(economía), o no ser aconsejable para el hombre de meditación (filosofía). La
diversidad de aspectos, de discursos, de prácticas en los que un conjunto de
fenómenos pertenecientes a un campo más o menos común se va haciendo ingresar
irá definiendo esa misma realidad, se irá homogeneizando, irá apareciendo más
fácilmente en la realidad cotidiana de los sujetos, se hará más perceptible. Todo eso
es lo que implica un proceso de problematización. Hay que subrayar, por tanto, que
cuando se habla en estos términos no quiere decirse que haya una realidad ya
perfectamente definida, con sus propiedades, que hasta el momento en que no ha
despertado una determinada atención ahí se mantenía igual a sí misma, ni tampoco,
obviamente, de una especie de creación de objeto, esto es de una especie de
invención a partir del proceso de problematización. Es una especie de situación
intermedia, en la que se parte de algo dado, ciertamente, pero que el proceso
heterogéneo teórico-práctico de problematización no deja incólume, le hace cobrar
una presencia unos contornos, una realidad que no tenía. En este sentido hay una
constitución de objeto, que tiene una naturaleza diversa: gnoseológica: se conforma
como objeto de conocimiento, de tratamiento discursivo, entra a formar parte de un
entramado conceptual, de ideas, en relación con teorías, etc.; objeto moral, por cuanto
reclama del sujeto una determinada conducta considerada prescribible o prohibible,
aceptable o condenable; objeto de cuidados prácticos diversos: médicos, estéticos,
institucionales. Y si el objeto es constituido en ese proceso, otro tanto cabe decir
respecto del sujeto, del sujeto de conocimiento, del sujeto moral, del sujeto de tales
prácticas específicas. La subjetividad es modificada, adquiere una profundidad, se
torna más o menos transparente o por el contrario densa y laberíntica, etc. En el caso
del sexo con mayor motivo, en cuanto que la constitución de objeto implica el ingreso
del propio cuerpo en ese mismo campo de conocimiento y de tratamiento, pero
también de la propia psique, de los deseos, sentimientos, etc., por lo que el sujeto no
simplemente descubre una realidad dentro de sí que hasta ahora le pasaba
desapercibida, sino que la va formando, va proyectando sobre sí, peligros, miedos,
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sospechas, por ejemplo, que a su vez, modelan lo peligroso, lo sospechado… El
sujeto es transformado, tanto como el objeto, en ese proceso. Y no será el mismo el
sujeto griego de los aphrodisia, que el cristiano de la carne, se trata de dos
subjetividades distintas.
La problematización supone, entonces, una radicalización de la perspectiva
histórica, el hacer que lo que se presenta como dado, permanente, natural se torne
como resultado, fruto de un polimorfo conjunto de prácticas y discursos. No habría,
pues, una especie de problemas perennes, como por ejemplo el del sexo, que el
hombre a lo largo del tiempo y según las culturas habría ido tratando de distinta
manera, conociendo desde enfoques diferentes, míticos unos, científicos otros,
manteniendo actitudes diversas favorables o desfavorables, permitiendo o
prohibiendo; no ocurre que se den respuestas históricas variadas a problemas
constantes. No se trata de historización de las respuestas, sino de los problemas,
también éstos están sujetos al proceso de transformación y construcción histórica.
Historización de objeto y de sujeto, comprensión pues de los procesos de objetivación
y de los procesos de subjetivación. ¿No era esto lo que exigía la genealogía
nietzscheana, no dejar nada fuera de la historia, especialmente aquellas realidades que
la tradición filosófica había considerado permanentes: sujeto, sentimientos, alma,
cuerpo…?
Si examinamos ahora el concepto de experiencia, cuando aparece en expresiones
como la experiencia de la locura, de la criminalidad, de la sexualidad, etc.,
tendríamos que recorrer el mismo campo de realidad, como ha quedado dicho, que
con el concepto de problematización, y otro tanto ocurriría con el de racionalidad. Y
si la obra de Foucault se ha totalizado como el estudio histórico de determinadas
problematizaciones, lo mismo podría decirse sustituyendo el término por
«experiencias». ¿Qué aporta entonces este término? Foucault lo ha usado con
profusión, sobre todo en Historia de la locura y en Nacimiento de la clínica, en la
primera se habla de una «experiencia médica» y una «experiencia social» de la locura
en el clasicismo, de «experiencia lírica», de la «experiencia de la sin-razón», de
«experiencia moderna de la locura», etc. El concepto nos remitiría a la
fenomenología, y ecos de ella aun se conservan en la primera obra citada,
especialmente cuando habla de «experiencia fundamental», o cuando apuntaba a una
posibilidad de un acceso prístino, puro a la locura, aspecto luego rechazado por
Foucault, pero reconociendo su lazo fenomenológico. Con todo, aun teniendo
presente ese lazo, el concepto en Foucault ya en esa obra se distancia radicalmente de
sus orígenes, particularmente por la des-subjetivación e historización a la que es
sometido. La experiencia, entonces, si bien remite a un sujeto, que vive, experimenta,
tiene una experiencia de la locura o del sexo, sin embargo, no es algo que sea
primordialmente dado en función de las condiciones del sujeto, de su sensibilidad o
conciencia, sino que es resultado de un heterogéneo conjunto de vectores, de carácter
social, institucional, de conocimiento, normativo, económico, gubernativo, etc. El
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sujeto es siempre para Foucault un constructo. Ese heteróclito conjunto, formado, en
suma, por prácticas discursivas y no discursivas, es el que hace que en un
determinado momento el fenómeno locura aparezca con unas propiedades
determinadas, se le perciba de una manera, se le imagine o se le atribuyan tales o
cuales efectos, se tenga de él una experiencia concreta. Y lo mismo sucede en cuanto
a su historización, ya que todos esos vectores o mecanismos de los que decimos que
una determinada experiencia es resultado, varían, como puede suponerse, totalmente
a lo largo del tiempo, y no es el mismo entorno institucional el que acoge al loco en el
siglo XVII, el hospital general, en el que convivirá sin mayores distinciones con
vagabundos, prostitutas, enfermos, pobres, gentes de malvivir, que el que lo acoge a
principios del siglo XIX, el medicalizado asilo psiquiátrico, ni serán los mismos
discursos, ni las mismas atribuciones imaginarias o miedos que genere… Cuando en
Nacimiento de la clínica se nos hablaba de experiencia médica de la enfermedad
igualmente asistíamos a una multiplicidad de mecanismos que determinaban el
espacio de lo visible y lo invisible, lo que se muestra y lo oculto, en que la
enfermedad podría denotarse; e igualmente asistíamos a su transformación histórica,
de modo que la percepción del cuerpo regida por una pureza clasificatoria o por las
nuevas ideas fisiológicas de la anatomía patológica de Bichat no podía ser la misma.
Cuando entre la multiplicidad de mecanismos de los que la experiencia era función la
naturaleza de algunos era dominante, ya fuese lo relativo a las leyes o a las
distinciones manejadas simplemente por los agentes sociales, Foucault, entonces, se
permitía hablar de experiencia jurídica o experiencia social, pero es, por lo general, el
entramado diverso de unos y otros mecanismos lo que configuraría globalmente un
dominio (locura, enfermedad, criminalidad, etc.) lo que justificaría el hablar de la
experiencia correspondiente.
Respecto a la experiencia fenomenológica se da, pues, una ruptura radical por
cuanto que el sujeto es entendido de otra manera, no como dado, sino como
construido, todo lo que en ella aparecía como trascendental experimenta un proceso
de inmanentización y de inmersión en la historia.
En dos de sus últimos textos, que Foucault preparó para que sirvieran de prefacio
a su nuevo proyecto de Historia de la sexualidad, uno de los cuales solamente se
publicaría como introducción a El uso de los placeres, volvía sobre este concepto tan
recurrente:
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10).
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sobre algo que se estima permanente, pero que en función de factores diversos
cambia en el modo de ser entendido; ni una historia de las sensibilidades, reacciones,
comportamientos sociales hacia ella, vinculados a valores e ideas, como sería una
historia de las mentalidades. No se trataría de ninguno de esos modos de historiar la
locura.
Y sintetiza, con el estilo pedagógico habitual en sus cursos: «Son esos tres aspectos,
esas tres dimensiones de la experiencia de la locura (forma de saber, matriz de
comportamientos, constitución de modos de ser del sujeto) los que yo he intentado,
con más o menos éxito y eficacia, unir» (LGS, 5)[42]. Y nos dice que en Las palabras
y las cosas y en La arqueología del saber habría atendido especialmente el primero
de esos ejes, el de la materia de conocimientos, mientras que en Vigilar y castigar era
el eje de las materia normativa de comportamientos el que ocupaba el lugar central; y
en la Historia de la sexualidad sería el eje de constitución de los modos de ser del
sujeto el eje relevante, «las diferentes formas por las cuales el individuo es llevado a
constituirse a sí mismo como sujeto (LGS, 6)».
Bien, como vemos, el concepto de experiencia puede englobar la obra
foucaultiana como lo hacía igualmente el de problematización. Y otro tanto podría
decirse respecto del de racionalidad, de las racionalidades: «me esfuerzo en analizar
la racionalidad propia del encarcelamiento penal, o de la psiquiatrización de la locura
o de la organización del dominio de la sexualidad»[43]. Como más atrás vimos,
Foucault no creía que pudiera hablarse de la Razón, en singular, ni mucho menos de
ver los distintos campos como plasmaciones de la misma, y, entonces, emprender una
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crítica de sus, digamos, lados malos. Lo que nos proponía era un estudio histórico de
racionalidades específicas que en determinados dominios hubieran sido relevantes en
nuestra cultura. Según esto, podríamos estudiar una racionalidad del poder en un
momento determinado, o de la prisión, o de la sexualidad. El término «racionalidad»
es introducido porque se piensa que el conjunto de prácticas (discursivas y no
discursivas) que configuran un dominio, una experiencia determinada componen una
lógica, un entramado coherente que sigue un orden específico. Cada uno de los
dominios objeto de análisis han sido sometidos a un proceso de racionalización que
los singulariza; cada uno de los ejes antes señalados respecto de la figura experiencia
sigue un proceso de racionalización e igualmente su articulación. Y es la lógica que
componen la que importa desentrañar, sacar a la luz. Hemos antes apuntado el peligro
de la palabra racionalización. Y ello, porque suele conducir a una idea de unidad
tanto en el sentido mencionado de Razón una, como en el sentido de plan del que se
sigue el lugar de cada elemento y sus relaciones, en fin, su más o menos disimulada
referencia a una conciencia. Sin embargo, aquí no hay nada de eso, la coherencia, la
lógica en la que fragua una experiencia se va construyendo en la integración de sus
diversos ejes, y de los elementos que los componen. Si hay racionalización es porque
cada eje, cada uno de sus componentes es sometido a elaboraciones parciales, es
acompañado de reflexividad, de pensamiento. A veces, en vez de usar la expresión
formas de racionalidad, prefiere la de sistemas de pensamiento. En cualquier caso con
ambas pretende subrayar el mismo aspecto. Al fin este elemento va unido
indisolublemente a la condición del hombre de ser pensante, que reflexiona, cubre de
razón todo lo que hace. Importa destacar, por lo que más adelante veremos, este
punto que en un principio se diría casi evidente o incluso banal; «somos seres
pensantes. En otras palabras, ya sea que matemos o que nos maten, que hagamos la
guerra o pidamos una ayuda como desempleados […], no dejamos de ser seres
pensantes y hacemos todo eso en nombre, sin duda, de reglas de conducta
universales, pero también en virtud de una racionalidad histórica muy precisa»[44]. Si
a pesar de los peligros Foucault habla de racionalidades y a veces también de
racionalización es porque apunta a un aspecto capital de importantes consecuencias.
En una entrevista, se comparaba su trabajo, sobre el asilo psiquiátrico, sobre la
prisión, con el que realizara el gran sociólogo americano Erving Goffman, Foucault
disentía de esa similitud señalando el aspecto central que les diferenciaba: «El
problema al que se dedica Goffman es el de la institución misma. El mío es el de la
racionalización de la gestión del individuo. Mi trabajo no tiene por objetivo una
historia de las instituciones o una historia de las ideas, sino la historia de la
racionalidad tal como opera en las instituciones y en la conducta de las personas»[45].
La institución solo constituye un punto de adensamiento de una trama de relaciones,
pero que no se limita a ella, por eso el estudio de la locura no se circunscribía al
Hospital general (siglo XVII) o al hospital psiquiátrico (siglo XIX), y el de la prisión se
extendía por el variado campo de las disciplinas que tenían a muchas otras
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instituciones por fragmentarios centros de elaboración (fábrica, cuarteles, escuelas).
La importancia de esto es que, si lo que pretendemos es una crítica de las coacciones
del poder sobre el sujeto —antes hablábamos de crítica de los excesos de la
racionalidad política—, esto no puede limitarse a tal institución, a tal aparato de
Estado, pues mientras no se desvele la lógica que subyace a la institución misma y
que la desborda esta se reproduciría y con ello el sistema de dominación se
mantendría por encima de los cambios que hubiere. «En consecuencia, aquellos que
se rebelan contra una forma de poder no podrían contentarse con denunciar la
violencia o con criticar una institución. No basta con hacer el proceso de la razón en
general. Lo que hay que poner en cuestión es la forma de racionalidad en presencia
[…] La cuestión es cómo son racionalizadas las relaciones de poder?»[46]. Tarea de la
crítica, pues, es el análisis de la racionalidad específica que impera en un dominio
concreto. Así, respecto de Vigilar y castigar nos decía: «Yo he intentado plantear otro
problema: descubrir el sistema de pensamiento, la forma de racionalidad que, desde
finales del siglo XVIII, subyacía a la idea de que la prisión es en suma el mejor medio,
uno de los más eficaces y más racionales para castigar las infracciones en una
sociedad […] Desgajando el sistema de racionalidad subyacente a las prácticas
punitivas, querría indicar cuáles eran los postulados de pensamiento que había que
reexaminar si se quería transformar el sistema penal»[47]. Mientras tal tarea no se
acometiese, pensaba Foucault, las propuestas supuestamente críticas de reforma del
sistema punitivo correrían el riesgo de compartir el mismo sistema de pensamiento y,
en consecuencia, no ser realmente transformadoras. Todo ello sin obviar dos rasgos,
no menos importantes, ligados al aspecto «racional»: a) que este opera
frecuentemente como organizador, maximizador o intensificador, de la violencia;
lejos, pues, de haber una oposición entre razón y violencia, como determinadas
concepciones sustantivas de la razón sostienen. «Hay una racionalidad incluso en las
formas más violentas. Lo más peligroso, en la violencia, es su racionalidad. Por
supuesto, la violencia es en sí misma terrible. Pero la violencia encuentra su anclaje
más profundo y extrae su permanencia de la forma de racionalidad que
utilizamos»[48]; b) el carácter «racional» a menudo es asociado con el de «necesario»,
con el de justificado, y es justamente misión de la crítica mostrar cómo entre razón e
historia no hay incompatibilidad, cómo la razón, el aspecto de racionalidad está
sometido a los acontecimientos, cómo se ha construido una racionalidad pero podría
haberse configurado otra. Esta sería la aportación del recurso a la historia para la
crítica:
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como su existencia necesaria, se puede perfectamente hacer su historia y
encontrar la red de contingencias de donde ha emergido[49].
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de ser también, y de manera capital, del juego de verdad que envuelve cada uno de
esos sistemas de pensamiento o dominios. Demos ahora un paso más y veamos cómo
esa crítica no es sino del pensamiento mismo, crítica del pensamiento sobre el
pensamiento.
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6. EN EL DOMINIO DEL PENSAMIENTO. HISTORIA CRÍTICA
DEL PENSAMIENTO
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de pensamiento dentro de la que se piensa, en la que el pensamiento actúa y modifica
esos mismos elementos que apoyan su discurrir. El sacar a la luz esa estructura es
toda una labor arqueológica por la que se intenta indagar en cierto modo el
pensamiento dentro del cual pensamos. Sucede ahí una interacción, pues el
pensamiento aparece en la medida en que están dadas ya unas condiciones que el
mismo modifica. Con frecuencia, sin embargo, el pensamiento es considerado mero
elemento derivado, sin consistencia, sin fuerza propia, sin impacto real, ante lo que
Foucault se rebela:
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las cosas que permite al sujeto la reflexión es lo que, en unas condiciones dadas
posibilita la problematización. Por eso, si había una noción que definiera un Historia
del pensamiento, esta era la de problematización. «Me pareció que había un elemento
que era apropiado para caracterizar la historia del pensamiento: era lo que se podría
llamar los problemas o, más exactamente, las problematizaciones»[53].
Como vemos, hay una cierta circularidad entre el concepto de pensamiento y los
tres arriba tratados. Debemos tener eso presente para entender la especie de
definición dada de pensamiento, pues ella implicaba la constitución del estatuto de
sujeto, sujeto de conocimiento, sujeto jurídico, sujeto ético, y sería un error
interpretar esto al modo fenomenológico como siendo el agente individual mediante
su conciencia el que establece esa triple constitución, pues tal constitución no tiene
lugar sin una multiplicidad de elementos de todo tipo (materiales e ideales,
institucionales y de acción, etc.). Lo que sostiene Foucault es que no hay pensamiento
si no se da esa constitución, y que ella exige una posición activa en cuanto ser
pensante del individuo. En consecuencia, hay que des-subjetivar también el
pensamiento, pues este supone una red de prácticas y mecanismos, pero a la vez no se
da sin un determinado concurso del individuo. Dicho de otra manera, el pensamiento
existe porque hay seres individuales pensantes, estos elaboran fragmentariamente
determinados elementos de una red de objetos, sin esa actividad la existencia
simplemente de la red no sería suficiente, pero ninguna conciencia en particular
planifica la red, y ninguna existe al margen de ella ni se da sin ella. Cuando Foucault
se propone, entonces, historiar esta cosa que llamamos pensamiento, lo que intenta es
ver a través de qué condiciones contingentes, temporales se forman las distintas
constituciones de sujeto en un dominio concreto.
Foucault intenta aclarar la relación entre el pensamiento y los restantes elementos
mediante el concepto de problematización, que es para él lo que mejor define al
pensamiento. Esos elementos influyen, cooperan para que un objeto pueda ser
incorporado al pensamiento, forme parte de él, sea problematizado haciendo que se
destaque del resto, que aparezca como anómalo en un orden, generando una cierta
grieta en una superficie, y con ello rompa el encaje con los sujetos, facilitando la
toma de distancia que requiere el pensamiento:
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Y al proceder a la problematización, cuando el pensamiento entra realmente en
actividad, digamos, y da una respuesta, que puede cobrar la forma de un conjunto
discursivo, o de medidas regulativas, formas diversas, no debe ser tomado como mero
derivado, expresión, reflejo, «es una respuesta original y específica». Foucault nos
previene frente a la reducción del pensamiento a ideología, a la aniquilación de su
realidad propia.
En el intento de depurar lo más propio de este tipo de historia, Foucault establece
tres principios:
1) Principio de irreductibilidad del pensamiento, referido a la especificidad de
este elemento, su sustancialidad o consistencia; una experiencia, definida según los
tres ejes arriba mencionados, no sería posible «si no es a través del pensamiento. No
hay experiencia que no sea una manera de pensar y no pueda ser analizada desde el
punto de vista de una historia del pensamiento»[55]. La experiencia es posible en la
medida en que hay pensamiento, sus elementos estarían muertos, no llegarían a
componer un entramado sistemático de saberes, reglas, y subjetividades, sin esa
acción del pensamiento.
2) Principio de la singularidad de la historia del pensamiento, que sostiene que el
pensamiento «tienen una historicidad que le es propia», lo que no significa ni que no
pueda acoger estructuras universales; hegelianamente Foucault no ve
incompatibilidad entre universalidad e historia; ni tampoco quiere decir que disfrute
de plena autonomía, pues admite dependencias, relaciones, condicionamientos de
otros factores de diversa índole, política, económica, social. El pensamiento juega un
papel en medio de ello, genera efectos relevantes, es también condicionante, y puede
seguirse su trayectoria específica. Foucault afirma la realidad ontológica del
pensamiento, «hay acontecimientos de pensamiento»[56].
3) Principio de la historia del pensamiento como actividad crítica. Si en Kant la
crítica se ejercía a través del análisis de la razón, aquí se hace a través del análisis
histórico de la formación de una experiencia, que en cuanto dependiente del
pensamiento, quiere decir análisis de la constitución de un saber, o mejor, de un juego
de verdad, de un código de reglas, de una determinada relación a sí, todo ello en
referencia a un dominio definido (enfermedad, locura, etc.). Pero a diferencia de
Kant, aquí, lo que muestra el análisis histórico no son unos límites infranqueables,
pues lo que vemos es una formación contingente, que emerge en un momento en el
tiempo en función de numerosísimos y variados factores, y en consecuencia, el
análisis nos abre a la posibilidad de su transformación, de transgresión de esos
límites. Y, entonces, se nos señala, «esas transformaciones no pueden efectuarse mas
que por un trabajo del pensamiento sobre sí mismo»[57]. Esta noción, trabajo del
pensamiento sobre sí, aparece solamente en los últimos textos de Foucault, y acaba
por constituir lo que es el núcleo de lo que entiende por crítica. Volveremos, pues,
sobre ella, baste ahora indicar que si lo que pretende sacar a la luz el análisis histórico
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es, en definitiva, un sistema de pensamiento, una forma de racionalidad, una
reflexionada posición del sujeto respecto de saberes, reglas y sobre sí mismo como
sujeto, pues de eso depende nuestra relación con la locura, con la criminalidad, con la
sexualidad, etc., con un determinado dominio de experiencia, solo transformando ese
sistema de pensamiento, esto es, la trama compuesta por los tres ejes mencionados,
será posible el cambio, y no simples variantes, solo aparentemente distintas, de lo
mismo. Cambiar eso es un cambio en el pensamiento, es un cambio en la constitución
de objetos u objetivaciones, en la constitución de sujeto o subjetivaciones, un cambio
en aquello que determina cada experiencia. No se trata de un cambio en las
condiciones sociales o económicas, ni un cambio en las ideas y representaciones,
esperando que de él se derive un cambio de pensamiento. Esto significaría atentar
contra el primer principio, y no conceder sustancialidad, una realidad propia al
pensamiento. Distintas condiciones sociales y distintas ideas pueden en el fondo
servir al mismo sistema de pensamiento, pues este rige incluso posiciones doctrinales
contrapuestas; bien es cierto que esos cambios también pueden favorecerlo, pero el
punto clave está en otra parte, y es la atención que el pensamiento presta a algo que
se desestabiliza, que crea una fisura o una disfunción, que adquiere un perfil
diferenciador, etc. lo que puede iniciar el cambio, es, por ejemplo, la atención que el
propio estudio histórico dirige hacia los ejes constitutivos de una experiencia, de un
sistema de pensamiento, lo que capacitaría para introducir una modificación en las
condiciones materiales y las prácticas. Por eso de lo que se trata, ciertamente, es de
un trabajo del pensamiento sobre el pensamiento, del pensamiento consigo mismo.
Una historia crítica del pensamiento es la forma, entonces, que tomaba en Foucault,
en su quehacer, aquella actitud heredada de la Ilustración, y que más concretamente
acabamos por definir como un «trabajo del pensamiento sobre sí mismo». No otro,
visto ahora desde un ángulo más amplio, debía ser el trabajo del intelectual. Si, por
otra parte, decíamos que la herencia de la Ilustración se concretaba en un ethos,
veremos cómo la ética foucaultiana se recorta exactamente en ese punto.
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7. EL TRABAJO DEL PENSAMIENTO SOBRE SÍ. ÉTICA Y
POLÍTICA
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si el pensamiento permanece igual. «Si no ha habido en la base el trabajo del
pensamiento sobre sí mismo y si efectivamente los modos de pensamiento, es decir,
los modos de acción, no han sido modificados, cualquiera que sea el proyecto de
reforma, se sabe que va a ser fagocitado, digerido por tipos de comportamiento y por
instituciones que serán siempre los mismos»[65].
No hay, pues, solución de continuidad entre la labor intelectual, el trabajo del
pensamiento, y la acción política. En la medida en que el intelectual es fiel a su
propio trabajo en el terreno del pensamiento la acción se desprenderá de ello; «a
partir del momento en que se comienza a no poder pensar ya las cosas como se las
piensa, la transformación se hace a la vez muy urgente, muy difícil y perfectamente
posible. Por tanto, no hay un tiempo para la crítica y un tiempo para la
transformación»[66]. La acción del intelectual no es otra que su propio trabajo, el
pensamiento es ya la acción. Foucault no comparte el hiato clásico entre teoría y
praxis. El pensamiento tiene un impacto en lo real, modifica de la manera más honda
nuestros campos de experiencia, por eso es ya acción; y del pensador o filósofo no
cabe esperar otra cosa. Que, además, a esa acción una otras, vote, redacte un
manifiesto, convoque o se sume a una manifestación, esto no forma ya parte
necesariamente de su trabajo, lo que no quiere decir que esté, obviamente, desligado
de él, sino que son acciones en calidad sencillamente de ciudadano.
Una dimensión distinta del trabajo en el pensamiento, del pensamiento sobre sí,
afecta al modo de concebir la actividad filosófica, la actividad crítica, que Foucault
no disociaba del modo de vivir. En contra de la tradición que emblemáticamente
arranca de Descartes, en que el sujeto de pensamiento se desliga de toda una forma de
trabajo del individuo sobre sí mismo, de toda una serie de técnicas de vida que son
necesarias, lo eran en la filosofía griega, para lograr una mejor disposición del sujeto
en su tarea de acceso a la verdad, todo lo que se denominaba un trabajo de ascesis,
que como tal es un trabajo moral, de conformación del sujeto en su totalidad. Ese
trabajo de reelaboración de sí mismo, a través de múltiples técnicas (de escritura, de
memoria, de escucha, etc.) era un tipo de trabajo del pensamiento sobre el
pensamiento. La filosofía desde esta óptica no es método sino paideia [educación,
formación]. No sería entonces separable una forma de vida y la tarea propia del
pensamiento.
Esto es también lo que Foucault quería mostrar cuando se refería a sus trabajos
como «fragmentos de autobiografía»; como más arriba apuntamos, la labor de
problematización no se daba sino en la medida en que una situación vital había sido
afectada; y era el intento de responder a esa quiebra vital a lo que obedecía su tarea,
lo que ella pretendía resolver. Su teoría era mera continuidad con las prácticas que le
afectaban. Por esto decía que su objetivo era, en suma, transformarse a sí mismo, esto
es, acometer la tarea moral por excelencia. Una transformación que venía a dar en la
labor arqueo-genealógica de descubrir los ejes constitutivos de una determinada
experiencia, y esa acción inducía a un cambio de calado… No hay corte pues entre el
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impacto sobre la propia vida, la labor de pensamiento, y la transformación a la que
contribuye. ¿Donde situar ahí el momento de la teoría y el momento de la praxis?
Pero vemos ahí algo más, y es que así como no encontramos corte entre
pensamiento y acción, entre vida y teoría, tampoco lo encontramos entre el intento de
transformarse a sí mismo, que calificamos de moral y el cambio político de toda una
forma de racionalidad, de toda una estructura de experiencia. Lo que nos viene a
poner sobre la tesis de negación también de un corte entre ética y política. Numerosas
veces en su período último Foucault declaró que su objetivo era transformarse a sí
mismo, tratar de ser de otra manera, franquear los límites impuestos. A esto a veces lo
denominaba estética de la existencia, arte de la existencia, recuperando un ideal
central de la moral antigua, de la subjetividad moral antigua. Y aquí y allá se refería a
algunos de los motivos que moverían a esta ética, que sintéticamente cabría fijar:
1) Principio de la libertad. Rechazo a las limitaciones impuestas. Fidelidad a la
libertad, desconfianza hacia lo que se presenta como evidente, natural, necesario.
2) Rechazo a una fundamentación en algún principio de conocimiento del yo, del
sujeto, de la naturaleza. Esto estaría en continuidad con una cultura que tiende a
someter todo a un juego de verdad, que ha tenido efectos restrictivos que justamente
una ética trataría de cambiar. Foucault criticaba los intentos de algunos de los
denominados movimientos de liberación en querer asentar sus propuestas en la
verdad del sujeto, del deseo, en una identidad, el verdadero homosexual, por ejemplo.
Un intento tal coartaría las posibilidades sin número de transformación, de
consecución de maneras distintas de ser. «Quizá el objetivo hoy no sea descubrir lo
que somos, sino rechazar lo que somos»[67]. Queda excluida toda moral identitaria, o
de autenticidad, de llamada a una plena adecuación a un sí mismo ya dado. En cierta
manera, el excluir un principio de verdad en la base de la moral es proteger el campo
de la misma, es evitar que aquel determine ya de antemano, algorítmicamente, el
juicio, la norma, la acción. A una especie de ciencia de la vida se opondría, entonces,
un arte de la existencia. Para Foucault es un modo de reubicar el lugar de la verdad en
nuestra cultura.
No es una positividad dada, sino más bien una negatividad lo que justifica la
acción, no es lo indudable de un conocimiento sino lo insoportable de un sufrimiento.
Esto sería tan válido en moral como en política, indisociables para nuestro autor. Al
fin porque todos somos víctima, de algún modo, del poder es por lo que nuestra
rebelión se justifica. «Después de todo, todos somos gobernados y, por ello,
solidarios». «La desgracia de los hombres no debe ser jamás un resto mudo de la
política. Funda un derecho absoluto a levantarse y dirigirse a los que detentan el
poder».[68]
3) Innovación, pensar que no se trata de ser fieles a lo que se es, sino de construir,
crear generar otros modos de ser. Como el principio anterior, al evitar fundar la ética
en una especie de conocimiento científico, este al subrayar el lado creativo, ambos
acercan la ética a la estética.
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4) No homogeneización. En cuanto que la moral es proyecto se vuelca totalmente
hacia el futuro, no pretende que lo determine de antemano una naturaleza, un pasado,
está por inventar, y cada uno buscará, entonces, su singularidad; en este sentido la
universalidad es solo formal, en el sentido de que todos tienen derecho a ello, como
punto de partida, a la diferencia, a no ser como los otros.
La expresión «estética de la existencia» y su fin, la transformación de uno mismo, si
no se repara en todo el amplio marco de aspectos y cuestiones en el que se inscribe,
tiende a interpretarse en un sentido de indiferencia moral, contraponiendo ética a
estética, y en un sentido individualista, contraponiendo política a estética. Foucault
tuvo que salir al paso de tales interpretaciones en distintas ocasiones. Estas
expresiones surgieron al hilo de sus investigaciones en torno al mundo antiguo,
dentro de su proyecto de una historia de la sexualidad, y de su especial atención a las
técnicas de sí de la cultura helenística y de los primeros siglos del imperio romano. Y
ni siquiera en el planteamiento que hacía de esa idea en el contexto de la Antigüedad,
trazaba las disociaciones apuntadas. En primer lugar, la idea de una estética de la
existencia era una idea eminentemente moral, se puede decir que con ello nació la
ética clásica griega. El individuo aspiraba a poner su propia vida bajo su dirección, a
darle una determinada orientación, estilo, pretendía alcanzar la autonomía, el perfecto
dominio de sí, eso haría de ello una vida bella, llena de excelencia (aretê), esto es de
virtudes. Como es bien sabido, la ética griega es una ética del êthos, del carácter, de
la modelación de la personalidad, que, a través de determinados hábitos (ethos) o
técnicas, se iría esculpiendo. La ética griega hace al individuo hasta cierto punto
responsable de su manera de ser, y apela a esa asunción de la tarea de construcción
del propio ser. En eso consiste una estética de la existencia, que busca conducir a esta
al más alto grado de plenitud. Que ese objetivo no era separable de la política, que
ese gobierno de sí no era separable del gobierno de los otros, que el individuo no
podía desentenderse de la comunidad, es algo que casi no hacía falta explicitar.
Foucault, no lo enfatizó, aunque sí lo trató, en cierto modo porque era
suficientemente conocido. En primer lugar porque la ética no es sino «la práctica de
la libertad, la práctica reflexiva de la libertad»[69], y la concepción de la libertad
partía de un modelo político en el sentido de que libre era el no esclavo, libre era el
que no vivía bajo una tiranía, lo que se entendía que debía ser trasladado al ámbito
interno, la autonomía de la pólis debía tener su parangón en la autonomía del
individuo, el vivir sin tiranía era un ideal político y moral al mismo tiempo. No ser
esclavo era tanto la condición de la ética, «un esclavo no tiene ética»[70], no puede
practicar la libertad, como la condición de la política, actividad de hombres libres. La
articulación de los dos ámbitos, política y ética está, pues, en la misma raíz del
planteamiento ético. Desde el primer momento el cuidado de sí nos lleva a los otros,
es perfeccionando lo primero como puedo atender mejor a los demás. «Para los
griegos no es porque uno se cuide de los otros que se es ético. El cuidado de sí es
ético en sí mismo; pero implica relaciones complejas con los otros, en la medida en
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que este ethos de la libertad es también una manera de cuidarse de los demás»[71]. No
hay buen ciudadano ocupado en los otros sin el trabajo sobre sí; «el postulado de toda
esta moral era que el que se cuidaba como era preciso de sí mismo se encontraba por
ese hecho mismo en condiciones de conducirse como era preciso en relación con los
otros y para los otros»[72]. No hay tampoco buen gobernante si es esclavo de sus
pasiones o deseos, si no ha sabido modelarse a sí mismo, si no ha hecho de sí una
bella obra. Se es tirano si se vive dentro de sí bajo la tiranía, si no se ha sabido
combatir esta dentro de sí. La propia tarea política exigía unas determinadas actitudes
éticas, no se podía cumplir con la pólis en el desentendimiento del cuidado de sí, del
gnothi heautou, de la cura sui: la articulación de ambos ejes era clave[73]. El
tratamiento de la parrêsía, del hablar franco, esta técnica de sí, es paradigmático,
pues nace con la democracia misma, y es clave en su existencia, no hay democracia
sin parrêsía, sin individuos capaces de este especial dominio de sí. Los ejemplos
pueden prolongarse, reparemos tan solo en el estudio del cinismo, en aquella especie
de militante de la filosofía, cuyos ecos Foucault persiguió también en el mundo
moderno, cuya perfección ética o estética, pues van de consuno, era condición de sus
intempestivas intervenciones públicas, su extrema transformación de sí como medio
de transformación del mundo. En el cínico Foucault encontraba un ejemplo de ese
ascetismo filosófico, de vida ético-estético-política, del que es difícil resistirse a
pensar en el atractivo que representaba para él[74].
Esta articulación le parecía, si cabe, mucho más necesaria en el mundo moderno
por el desarrollo de los mecanismos de poder, por la mediación de las instituciones en
la vida de los individuos, por los procesos de estatalización. Y ¿no era precisamente
la lección extraída de la Ilustración more kantiano entendida, la de una determinada
distribución del gobierno de sí y el gobierno de los otros, de ethos individual y
política? Señalamos cómo en el mundo griego el concepto de libertad estaba en la
base de esta articulación, y ese mismo nexo está en la base del planteamiento
foucaultiano. Notemos que en lo que constituye su segunda teorización del concepto
de poder[75], la que se opera en torno a la idea de gobierno, entendido como un
conducir la conducta de otros sujetos, la idea de libertad juega un papel crucial. No
hay, en definitiva, relación de poder, de gobierno, si no hay cierto margen de libertad,
si no cabe más que una conducta posible; para que haya poder el sujeto tiene que
tener la posibilidad de decir «no», de hacer otra cosa, tienen que abrírsele varias vías
no una sola. Si no, la relación es de mera violencia o de fuerza no de poder; el
hombre encadenado, el esclavo no es más que instrumento, objeto, no mantiene una
relación de poder, no hay en él libertad alguna, no es sujeto. La relación de poder
mantiene, paradójicamente, no excluye la libertad; «el poder no se ejerce más que
sobre sujetos libres, y en tanto que son libres»; por eso podía decir Foucault que la
resistencia siempre era posible, el rechazo del sometido. Es justamente en ese punto,
en el de la libertad, entonces, donde el engarce entre ética y política tiene lugar,
donde «la relación de poder y la insumisión de la libertad no pueden, pues, ser
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separadas»[76]. Es a través de esa vía que un individuo en un momento determinado,
frente a todo condicionamiento social, económico, frente a toda la carga de la
historia, de pronto dice «no obedezco más», irrumpe en lo público, combate el poder;
ese momento es para Foucault «irreductible», es el momento de la libertad, no
plegable a ningún encadenamiento causal, «interrumpe el hilo de la historia»; y
resulta «finalmente sin explicación»[77].
La libertad es la ocasión de que haya ética y política, de que haya historia,
Foucault la concibe estrictamente como una práctica, nada puede, entonces,
asegurarla o garantizarla, y solo se puede anular en la aniquilación del sujeto, donde
hay sujeto existe, pues, y solo de su decisión depende su realidad[78]. Y en esa
responsabilidad individual es en donde se inserta la importancia de una especial
relación consigo mismo pues acaso «es verdad después de todo que no hay otro
punto, primero y último, de resistencia al poder político que en la relación de sí
consigo» (LHS, 241).
Foucault decía que todo su trabajo, todos sus libros eran un intento de
transformarse a sí mismo, y eran al mismo tiempo un modo de señalar a los otros,
como quedó indicado, que la libertad es más amplia de lo que pensamos, que la
transformación de lo que parece inamovible es posible. ¿No era esta la finalidad
ético-política del trabajo filosófico en la historia? Ética y política eran dos caras de un
mismo fenómeno. Si queremos cambiarnos a nosotros mismos, sabiendo la red en la
que hemos sido moldeados, tenemos que cambiar no solo el mal gobierno de sí, sino
también el mal gobierno de la comunidad, por eso el problema ético es político.
«Quizá nuestro problema es ahora descubrir que el yo no es otra cosa que el correlato
histórico de la tecnología construida en nuestra historia. Quizá el problema es
cambiar esas tecnologías. Y, en este caso, uno de los problemas políticos principales
sería actualmente, en el estricto sentido de la palabra, la política de nosotros
mismos»[79]. Del individuo y su trabajo sobre sí a la comunidad y la transformación
del medio colectivo no había sino continuidad: «Lo que quiero decir muy
simplemente es que, en el tipo de análisis que intento proponerles desde un cierto
tiempo, ven que: relaciones de poder-gubernamentalidad-gobierno de sí y de los
otros-relación de uno consigo, todo esto constituye una cadena, una trama, y que es
ahí, en torno a estas nociones que se debe, creo, poder articular la cuestión de la
política y la cuestión de la ética» (LHS, 24).
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8. ÉTICA DEL PENSAMIENTO
Bueno, solo nos queda que recoger los cabos lanzados en las aproximaciones
reflexivas hechas para dar cuerpo a la tesis que sostenemos de que la ética que recorre
los trabajos foucaultianos es una ética del pensamiento. Si estamos en lo cierto, la
primera vez en que se refiere a una ética del pensamiento es en Las palabras y las
cosas, con un enfoque distinto, ciertamente. Allí aparece como un resultado del
cambio epistémico por el que con el surgimiento del hombre queda atrás
definitivamente la episteme clásica. Surge entonces una tensión por la que el sujeto,
su pensamiento, el cogito es constantemente rebasado por algo previo, el lenguaje, la
vida, la historia. De forma natural se desprende la tarea, una especie de prescripción,
de imperativo que insta al sujeto a dar cobro a eso que lo rebasa, a tratar de captar lo
impensado, lo que constantemente apunta a un más allá del sujeto. Esta es la ética del
pensamiento, la impulsión a traer a conciencia lo que le rebasa, pensar lo impensado,
tome las formas que tome (psíquicas, antropológicas, cognitivas, lingüísticas, etc.),
inconsciente (Schopenhauer), alienación (Marx), lo inactual e implícito (Husserl).
«Todo el pensamiento moderno está atravesado por la ley de pensar lo impensado —
de reflexionar en la forma del para-sí los contenidos del en-sí, de desalienar al
hombre reconciliándole con su propia esencia, de explicitar el horizonte que da a las
experiencias su transfondo de evidencia inmediata y desarmada, de levantar el velo
del Inconsciente, de absorberse en su silencio o de disponer el oído hacia su
murmullo indefinido» (MC, 338). En esa captura sin fin, el sujeto se transforma toda
vez que la reflexión modifica lo reflexionado. El pensamiento, entonces, es acción al
mismo tiempo. No cabe una llamada a la acción, como aquello que se sigue de la
idea, una llamada a una salida de sí, todo esto queda replegado en el propio
pensamiento. La ética moderna, en el sentido de esa apelación a otra acción quedaría
entonces imposibilitada; en ella «todo imperativo está alojado en el interior del
pensamiento y de su movimiento para retomar lo impensado; es la reflexión, es la
toma de conciencia, es la elucidación de lo silencioso […] lo que constituye por sí
solo el contenido y la forma de la ética» (MC, 338-339). No es posible formular una
moral porque el pensamiento es ya en sí la acción, «es desde el principio, y en su
propio espesor, un cierto modo de acción». Como tal «el pensamiento es ya salida de
sí mismo en su ser propio, no es ya teoría; desde el momento en que piensa, hiere o
reconcilia, aproxima o aleja […] es en sí mismo una acción» (MC, 339).
Pues bien, ¿no es esta ética del pensamiento, que allí describía Foucault como un
resultado de la episteme moderna, la que finalmente él nos proponía? Claro es que la
gran diferencia en el caso de Foucault es que él desplaza la figura del hombre, el ser
de la finitud, en torno a la que se recortaba ese planteamiento, lo que sucedía
ciertamente por el cambio en la concepción del sujeto y de la subjetividad, al
someterlo a una completa historización, sino también por el cambio en la propia
concepción del pensamiento al no delimitarse por el paradigma de la conciencia; al
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fin, Foucault venía a situarse en la estela de la ruptura que con esta episteme, con ese
constante referirse a eso Otro que rebasa el cogito en los términos de este, del sujeto,
y no de manera autónoma, planteaban las obras de un Levi-Strauss o un Lacan y toda
la neolingüística.
Foucault en sus formulaciones de la carga crítica vinculada intrínsecamente a una
historia del pensamiento nunca se refirió a este particular enlace —con los
desplazamientos señalados—, que su concepción venía a establecer con lo referido en
Las palabras y las cosas. Sea como fuere, la base de esta ética la encontramos en la
formulación ya mencionada de que la ética no es otra cosa que la práctica de la
libertad, que esta es la condición del sujeto, la condición de posibilidad para
introducir una impronta en su situación, en el discurrir de la historia. Una libertad que
se abre en el seno de relaciones de poder, como indicamos, que no puede ser
concebida como mera antítesis con él. En la noción de gobierno hallábamos que el
poder solo se daba en relación a sujetos, no a seres a los que esa cualidad se le
hubiera robado por su reducción a instrumento, a objeto. Que en esa fisura,
posibilitante a la vez del poder y de su contestación, se abre paso la acción. ¿Pero de
qué acción se trata? Para Foucault la acción clave no es otra que la acción del
pensamiento. En primer lugar, porque la libertad misma, esa fisura en que la acción
humana irrumpe, en que la historia se hace posible y a la vez la contra-historia, el
cambio de su marcha, lo no determinado por ella, solo surge en la medida en que hay
pensamiento, pues es la labor de este la que rompe el eslabón de la determinación
histórica, de lo que encadena al sujeto a un sistema de dominación, pues lo que hace
el pensamiento es establecer una distancia, romper el vínculo con las cosas que no
deja verlas de otro modo que el que está ya por ellas como un a priori perceptivo
prescrito, el pensamiento se deshace de esa familiaridad, de esa naturalidad con la
que se presenta algo, con la que nuestro medio nos es dado, toma distancia y somete a
problematización lo que se manifiesta como evidente. En esa distancia, en esa
problematización se abre la libertad, esa es la verdadera acción, pues la libertad no es
un estatuto sino una práctica, y en esa labor del pensamiento aparece. «El
pensamiento es la libertad en relación con lo que se hace, el movimiento por el cual
uno se desapega de ello, lo constituye como objeto y lo reflexiona como
problema»[80].
Si en Kant la ética era algo instituido en la razón misma, imperativo de la razón
práctica, cuya primacía sobre la teórica era estructural, Foucault la hace residir en el
pensamiento. La forma filosófica por aquel inaugurada, la ontología de nosotros
mismos, bajo cuyo proyecto situaba Foucault todo sus trabajos, era en sí misma de
naturaleza ética, o ético-política, pues suponía una labor de diagnóstico, de detección
de un mal que era preciso remediar. Y apuntaban igualmente a una solución ético-
política, finalmente, aquellas dos interrogaciones en las que Kant había plasmado la
pregunta por su tiempo, la Ilustración y la Revolución, en las que Kant cifraba el
ideal de la autonomía, que era el de la libertad, que era el del pensar por uno mismo,
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libertad también encarnada en la constitución republicana, la autonomía colectiva; y
en el entusiasmo despertado por ella se tenía el signo de que podría confiarse en el
progreso moral del hombre. En la lectura que Foucault hacía de esa interpretación
kantiana venía a extraer como concreción de su propuesta, la que los hijos de la
ilustración vendríamos a heredar, no un conjunto de ideas, no una concepción u otra
de la razón, ni una posición respecto de la misma, sino un ethos, una actitud crítica
que se formulaba como un intento de cambiarnos a nosotros mismos. La ontología
del presente comprendía ese imperativo. El sapere aude, adoptaba otra formulación,
rompe tus límites, atrévete a ser de otra manera. El cumplimiento con ese imperativo
lo observaba Foucault en una tenaz labor de análisis y en su caso crítica no de la
razón, sino de las formas de racionalidad, de los dominios relevantes en que se fragua
una cultura. Eso es lo que él habría contribuido a hacer para cambiar la relación que
mantenemos en esos dominios, con la locura, con la delincuencia, con la enfermedad,
etc. Cumplir con ese requisito exigía, en una tarea de excavación arqueológica, de
penetración genealógica, sacar a la luz el sistema de pensamiento que gobierna cada
experiencia, cada uno de los dominios. Tarea absolutamente necesaria para la
transformación de aquellos límites mencionados, de la manera de ser, que ellos
configuran. Y el pensamiento era, decía Foucault, lo más difícil de cambiar, lo que
tendía a mantenerse a través de los cambios aparentes. Nuestra objetivo de
cambiarnos, exigía un cambio en el pensamiento, lo que solo a través del
pensamiento podría lograrse. En esto venía a concretarse el ethos ilustrado, en una
labor de trabajo del pensamiento sobre sí mismo.
Que esto no suponía ninguna escisión entre teoría y praxis, lo hemos visto, pues
la propia praxis del pensamiento, la problematización traía consigo multitud de otras
prácticas en una continuidad sin solución, como en el mismo Foucault el trabajo
sobre la prisión, la tarea de desvelar el sistema de pensamiento que le subyacía iba
unida al trabajo en el Grupo de Información de Prisiones, y era una especie de
respuesta a otras prácticas en esa línea, esto es, se daba en una red de prácticas. Ni
tampoco el pensamiento suponía una especie de aislamiento en la conciencia, en
primer lugar porque el propio pensamiento requería una ascesis, una práctica sobre sí
mismo, un modo de vida; además el pensamiento se daba en una estructura de
elementos múltiples en los que se conforma, unas relaciones de sujeto y objeto, y que
el cambio en estas ayuda a aquella tarea de problematización, el pensamiento se da
dentro de un sistema de pensamiento; en fin, que esa práctica tenía lugar en medio de
prácticas, como continuidad de otras y continuada por otras. La relación múltiple y
las consecuencias de esta ética del pensamiento pudieran merecer igualmente la
calificación de política del pensamiento, o como alguna vez señalaba Foucault: la
política como una ética. En el caso foucaultiano, su objetivo se centró en los juegos
de verdad que terminaban por imponerse en cada ámbito de nuestra cultura, por lo
que la transformación de nosotros mismos pasaba por un cambio en el régimen de
verdad, por una política de la verdad. Este cambio en el lugar de la verdad en nuestra
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cultura estaba en consonancia con su opción por una forma de filosofía como
ontología del presente, estaba en intrínseca relación con la actitud ética inserta en la
misma, pues uno de los aspectos centrales de aquel cambio debería ser una cierta
recuperación de una idea griega, la que tomaba el mundo como lugar de prueba de
los sujetos, como lugar de mejora de sí mismos, y no tanto como lugar de
conocimiento. «Yo caracterizaría el ethos filosófico propio a la ontología crítica de
nosotros mismos como una prueba histórico-práctica de los límites que podemos
franquear, y por tanto como trabajo de nosotros mismos sobre nosotros mismos en
tanto que seres libres»[81].
Esa misma era la tarea de la filosofía un trabajo del pensamiento sobre sí, «un
trabajo por conseguir liberar el pensamiento de lo que él piensa silenciosamente y le
permita pensar de otra manera». (UP, 15); pues el pensar de otra manera iba de
consuno con el intento de ser de otra manera. «¿Pero qué es la filosofía hoy —quiero
decir la actividad filosófica— si no es el trabajo crítico del pensamiento sobre sí
mismo? ¿Y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender saber
cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?» (UP, 14-15). «De la
filosofía depende el desplazamiento de los marcos de pensamiento […] todo lo que se
hace para pensar de otro modo, para devenir otra cosa que lo que se es». Y por lo
mismo, si hemos señalado que la verdad juega un papel primordial en ese intento, a la
filosofía no le queda otra función que confrontarse con esta cuestión: «¿Qué es la
filosofía sino una manera de reflexionar, no sobre lo que es verdadero y lo que es
falso, sino sobre nuestra relación a la verdad?»[82]
Toda ética tiene un fin, una ética del pensamiento, que nace de la propia
naturaleza de este no puede tener otro que el pensamiento mismo, que es otra manera
de decir la libertad. Sí entre ética y libertad hay un reenvío mutuo, pues «la libertad
es la condición ontológica de la ética; pero la ética es la forma reflexiva que toma la
libertad»[83], así también entre pensamiento y libertad. El trabajo del pensamiento
sobre el pensamiento era el trabajo de cambiar nuestros límites, «es decir una labor
paciente que da forma a la impaciencia de la libertad»[84].
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Nota sobre esta edición
El criterio de selección de los textos presentados aquí responde principalmente a dos
rasgos: a) Su novedad, en la medida en que son textos desconocidos, o textos no
editados hasta ahora en español —esto ocurre con la gran mayoría de los aquí
incluidos. b) Textos relevantes, que aclaran algunos puntos importantes del
pensamiento foucaultiano. Ambos rasgos han sido tomados a la vez, no bastaba
cumplir con el primero sin el segundo. De cada uno de los textos se da cumplida
referencia al comienzo, y se indica brevemente su significación en la obra
foucaultiana. La relación de los textos con el título que hemos elegido es la propia de
toda la obra de Foucault, pues, creemos que bien puede ser catalogada bajo ese
epígrafe. Las notas a pie de página pretenden ayudar al lector en la interpretación de
los textos, por eso no son solo relativas a datos, cronología, nombres citados,
referencias bibliográficas, sino también a perspectivas de lectura; lógicamente cuando
la nota es del mismo texto original así se hace constar. Nos hemos ocupado de la
traducción— con la revisión de Isabel Sobrino Mosteyrín—, de todos los textos,
menos cuatro de ellos cedidos por Siglo Veintiuno Editores, de Argentina, en una
excelente traducción de Horacio Pons. Siempre se ha procurado verter de la fuente
original, que en ocasiones no ha sido el francés, sino el inglés, como en cada caso se
indica.
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Textos de Foucault
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prohibiciones, forclusiones[86] y disimulos en una estrategia más compleja y más
global que no esté ordenada sobre el rechazo como fin principal y fundamental.
4. Los conceptos de «sexo» y «sexualidad» son conceptos intensos, sobrecargados,
«ardientes», que ensombrecen fácilmente los conceptos vecinos. Por eso me
gustaría subrayar que la sexualidad no es aquí más que un ejemplo de un
problema general que persigo desde hace quince años y que me persigue desde
hace más de quince años. Es el problema que determina casi todos mis libros:
¿cómo, en las sociedades occidentales, la producción de discursos cargados (al
menos por un tiempo determinado) de un valor de verdad está ligada a los
diferentes mecanismos e instituciones de poder?[87]
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2. Sobre el poder[88]
(Entrevista con P. Boncennes)
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acuerdo en mencionar semejante libro sobre semejante tema —como puede imaginar,
Les Temps Modernes y Esprit no iban a ocuparse de ello[91].
P. B.: Porque tras la Historia de la locura está el problema de la Europa del Este.
—Foucault: Por supuesto. Acabé de escribir ese libro en Polonia[92] y no podía
dejar de pensar, mientras escribía, en lo que veía a mi alrededor. Aún a pesar de que,
por una suerte de relación analógica, no genealógica, captaba un parentesco, una
semejanza, no podía ver exactamente cómo funcionaban el mecanismo de
confinamiento y el disciplinamiento general de la sociedad. En otras palabras, no
podía ver cómo mi investigación sobre la historia de la locura y lo que percibía a mi
alrededor podían integrarse en un análisis general que se extendiese desde la
formación de las sociedades capitalistas de Europa en el siglo XVII hasta las
sociedades socialistas del XX. Por otro lado, estaban ¡los que sabían! Y yo no supe lo
que ellos sabían hasta mucho más tarde… El más comunista de todos los psiquiatras
franceses fue a Moscú en los 50 y vio cómo eran tratados allí los pacientes
«mentales». Pero, cuando volvió, ¡no dijo nada! ¡Nada! No por cobardía, sino, creo
yo, por un sentido del horror. Rehusó hablar de ello y murió algunos años más tarde
sin siquiera haber abierto la boca sobre lo que había visto, tan traumatizado había
quedado… Estoy convencido, por lo tanto, de que por razones políticas no era posible
plantear el problema de la práctica real del confinamiento, de la naturaleza real de la
práctica psiquiátrica que, desde el siglo XVII hasta nuestros días, se había extendido
por Europa.
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para condenar ese libro. Pero, mientras tanto, había tenido lugar mayo del 68 y la
corriente profunda de la «anti-psiquiatría» asociada a Laing y Cooper[93] estaba
hablando mucho de ello y ahora llegaba a la conciencia del público general. En 1968
los psiquiatras más jóvenes o aquellos que, de un modo u otro, estaban comenzando a
familiarizarse con las ideas de la anti-psiquiatría comenzaron a denunciar, de manera
absolutamente abierta, algunos métodos usados por la psiquiatría. De repente, mi
libro fue visto como un libro de «anti-psiquiatría» e, incluso hoy, todavía no he sido
perdonado por ello, por esos motivos, lo que es realmente bastante hilarante. Conozco
a varios psiquiatras que, cuando se refieren al libro, hablando conmigo, lo llaman, por
una especie de lapsus linguae que es a la vez halagador y chocante, «El elogio de la
locura». Conozco a algunos que lo ven como una apología de los valores positivos de
la locura frente al conocimiento psiquiátrico… Por supuesto, en absoluto se trata de
eso en Historia de la locura —solo tiene usted que leer el libro para verlo[94].
P. B.: En 1966 usted saca a la luz un libro, Las palabras y las cosas[95], que ha
sido famoso desde entonces. Este difícil libro…
—Foucault: Sí, y permítame hacer una observación rápida: es el libro más difícil,
el más tedioso que yo haya escrito, y fue pensado concienzudamente para ser leído
por aproximadamente dos mil académicos que estaban interesados en algunos
problemas referentes a la historia de las ideas. ¿Por qué se convirtió en un éxito? Es
un completo misterio. Mi editor y yo hemos pensado mucho sobre ello, pues hubo
tres reimpresiones sucesivas de Las palabras y las cosas antes de que apareciese en la
prensa una sola reseña…
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inadecuadas, o aproximadas, forman parte, sin embargo, del mismo tipo de
conocimiento que el nuestro. En Las palabras y las cosas yo parto, por tanto, de esta
evidente discontinuidad e intento plantearme a mí mismo la cuestión: ¿es esta
discontinuidad realmente una discontinuidad? O, para ser precisos, ¿qué
transformación hizo falta para pasar de un tipo de conocimiento a otro? Para mí, esto
no es en absoluto un modo de declarar la discontinuidad de la Historia; por el
contrario, es un modo de plantear la discontinuidad como un problema y ante todo
como un problema que ha de ser resuelto. Mi enfoque, por tanto, era enteramente el
opuesto a una «filosofía de la discontinuidad». Pero, como este libro es ciertamente
difícil y como lo que más impacta es obviamente la muy enfatizada —y, si usted
quiere, a veces exagerada, con propósitos pedagógicos—, indicación de las
discontinuidades vistas en superficie, muchos lectores no vieron más allá. No vieron
que todo el trabajo del libro consistía precisamente en partir de esta discontinuidad
aparente —en la que los historiadores ocupados en la biología, medicina o gramática
están, creo, de acuerdo— e intentar, de alguna manera, disolverla.
P. B.: Tras Las palabras y las cosas (que usted complementó con La arqueología
del saber[96]), publicó, en 1975, Vigilar y castigar[97]. Si Las palabras y las cosas era
un libro difícil, Vigilar y castigar estaba dirigido a un público mucho más amplio.
—Foucault: En Vigilar y castigar, mi idea era intentar escribir un libro que
estuviera directamente conectado con una actividad concreta que estaba teniendo
lugar sobre el problema de las prisiones. En la época había llegado a la mayoría de
edad todo un movimiento que desafiaba el sistema de prisiones y cuestionaba las
prácticas implicadas en el confinamiento de los delincuentes. Yo mismo me
encontraba inmerso en este movimiento, trabajando, por ejemplo, con exprisioneros,
y por eso quería escribir un libro de historia sobre las prisiones[98]. Lo que quería
hacer no era contar una historia, ni siquiera analizar la situación contemporánea; ello
habría precisado una experiencia mucho mayor y una conexión con las instituciones
penitenciarias mucho más profunda que las que yo tenía. No, lo que yo quería escribir
era un libro de historia que hiciera la situación presente comprensible y,
posiblemente, condujera a la acción. Si usted quiere, intenté escribir un «tratado de
inteligibilidad» sobre la situación penitenciaria, quería hacerla inteligible y, por
consiguiente, criticable.
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sentido parisino del término han leído este libro. Sé que gente relacionada con las
prisiones, abogados, educadores, visitantes de prisiones, por no mencionar a los
prisioneros mismos, lo han leído; y era precisamente a gente de ese tipo a la que en
un principio me dirigía. Pues lo que realmente me interesaba en Vigilar y castigar era
ser leído por un público más amplio que el compuesto por estudiantes, filósofos o
historiadores. Si un abogado puede leer Vigilar y castigar como un tratado sobre la
historia del procedimiento penal, yo simplemente estoy encantadísimo. O, si prefiere
otro ejemplo, estoy encantado con que los historiadores no descubran ningún error
importante en Vigilar y castigar y que, al mismo tiempo, los prisioneros lo lean en
sus celdas. Hacer posible esos dos tipos de lectura es algo importante, incluso si no es
fácil para mí mantener a las dos juntas.
P. B.: Para analizar el poder, uno no tiene que vincularlo a priori con la
represión…
—Foucault: Exactamente…
P. B.: Por esto, en Vigilar y castigar, usted muestra con el ejemplo de las
prisiones que era más útil para el poder, en un momento particular, observar que
castigar. En La voluntad de saber, con el ejemplo de la sexualidad, usted quería
mostrar, entonces, que era más útil para el poder admitir el sexo que prohibirlo. ¿Es
así?
—Foucault: Se dice con frecuencia que la sexualidad es algo de lo que la gente
en nuestras sociedades no se atreve a hablar. Es cierto que la gente no se atreve a
decir ciertas cosas. Sin embargo, me llamaba la atención lo siguiente: cuando se
piensa que desde el siglo XII, todos los católicos occidentales han sido obligados a
admitir su sexualidad, sus pecados contra la carne y todos sus pecados en esta área,
cometidos de pensamiento o de hecho, difícilmente se puede decir que el discurso
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sobre la sexualidad ha sido simplemente prohibido o reprimido. El discurso sobre la
sexualidad fue organizado de una particular manera, según diversos códigos, y yo iría
incluso tan lejos como para decir que, en Occidente, ha habido una incitación muy
fuerte a hablar de la sexualidad. En el momento me sorprendió mucho ver que esta
tesis más o menos evidente era muy mal recibida. Pienso que una vez más nos vemos
enfrentados a un fenómeno de valoración exclusiva de un tema: el poder tiene que ser
represivo; puesto que el poder es malo, solo puede ser negativo, etc. En esas
circunstancias, hablar de la sexualidad de uno significaría necesariamente una
liberación. Sin embargo, a mí me parecía que la cosa era mucho más complicada que
eso.
P. B.: En una entrevista que usted tuvo con Gilles Deleuze en 1972[100], usted dijo
esto: «Es el gran desconocido en el presente: ¿quién ejerce el poder? y ¿dónde lo
ejerce? Hoy en día sabemos más o menos quién explota, a dónde va la ganancia, por
qué manos pasa y dónde es reinvertida. Pero el poder… sabemos muy bien que no
son los que gobiernan quienes lo tienen. La noción de “clase dominante” ni está muy
clara ni muy desarrollada». ¿Podría explicarme este análisis del poder con mayor
detalle?
—Foucault: Sería atrevido por mi parte si le dijera que mis ideas sobre este tema
son más claras ahora que entonces. Todavía creo, pues, que el modo en que el poder
es ejercido y funciona en una sociedad como la nuestra está poco entendido. Por
supuesto, hay estudios sociológicos que nos muestran quiénes son los jefes de la
industria en el presente, cómo se forman los políticos y de dónde vienen; hay también
estudios más generales, habitualmente inspirados por el marxismo, que se ocupan de
la dominación de la clase burguesa en nuestras sociedades. Pero, bajo este paraguas
general, las cosas me parecen mucho más complejas. En las sociedades
industrializadas de Occidente, las preguntas «¿Quién ejerce el poder? ¿Cómo? ¿Sobre
quién?» son ciertamente las que la gente siente con más fuerza. El problema de la
pobreza, que obsesionó al siglo XIX, ya no es, para nuestras sociedades occidentales,
de primera importancia. Por otro lado: ¿Quién toma decisiones por mí? ¿Quién me
impide hacer esto y me dice que haga aquello? ¿Quién está programando mis
movimientos y actividades?, ¿Quién me está forzando a vivir en un lugar
determinado cuando yo trabajo en otro? ¿Cómo se toman esas decisiones a las que mi
vida está completamente unida? Todas esas cuestiones me parece que son
fundamentales hoy. Y no creo que esta pregunta “¿quién ejerce el poder?” pueda
responderse a menos que otra pregunta “¿cómo ocurre?” se responda al mismo
tiempo. Por supuesto, tenemos que mostrar quienes son los responsables, sabemos
que tenemos que recurrir, digamos, a diputados, ministros, destacados secretarios
privados, etc. Pero esta no es la cuestión importante, pues sabemos perfectamente
bien que incluso si llegásemos a designar exactamente a toda esa gente, a todos esos
“decision-makers”, todavía no sabríamos realmente por qué y cómo se toma la
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decisión, cómo llega a ser aceptada por todos, y cómo es que perjudica a una
particular categoría de personas, etc.
P. B.: Entonces, no podemos estudiar el poder sin lo que usted llama «estrategias
de poder»…
—Foucault: Sí, las estrategias, las redes, los mecanismos, todas esas técnicas por
las que una decisión es aceptada y por las que esa decisión no podía haber sido
tomada sino en la manera en que lo fue.
P. B.: Todos sus análisis tienden a mostrar que hay poder por todas partes,
incluso en las fibras de nuestros cuerpos, por ejemplo, en la sexualidad. El marxismo
ha sido criticado por analizar todo en términos económicos e incluso reducir todo, en
último análisis, a un problema económico. ¿No puede, también, ser usted criticado
por ver el poder en todas partes y, en último análisis, de reducir todo a poder?
—Foucault: Esa es una cuestión importante. Para mí, el poder es el problema que
ha de ser resuelto. Tome un ejemplo como la prisión. Quiero estudiar el modo en que
la gente terminó por establecer el uso —tardío en la historia— del encarcelamiento,
antes que el destierro o la tortura, como un método punitivo. Este es el problema. Ha
habido excelentes historiadores alemanes y sociólogos de la Escuela de Fráncfort[101]
que después de estudiarlo, han extraído la siguiente conclusión: en una sociedad
burguesa, capitalista, industrial, en la que el trabajo es el valor esencial, se
consideraba que la gente hallada culpable de crímenes no podía ser condenada a un
castigo más útil que el de ser forzada a trabajar. ¿Y cómo eran forzados a trabajar?
Encerrándolos en una prisión y obligándoles a trabajar tantas horas al día. Esta, en
suma, es la explicación del problema planteado por aquellos historiadores y
sociólogos alemanes. Es una explicación de carácter económico. Aunque yo no estoy
convencido de este razonamiento, por la excelente razón de que ¡la gente en las
prisiones nunca trabajó! La rentabilidad del trabajo hecho en las prisiones ha sido
siempre insignificante —era el trabajo por el trabajo. Pero veamos el problema más
de cerca. En realidad, cuando examinamos cómo, al final del siglo XVIII, se decidió
elegir el encarcelamiento como el modo esencial de castigo, uno ve que fue después
de una larga elaboración de varias técnicas que hacían posible ubicar a la gente,
fijarla en lugares precisos, constreñirlas a un cierto número de gestos y hábitos— en
suma, era una forma de «adiestramiento». Así vemos la aparición de guarniciones de
un tipo que no existía antes de finales del siglo XVII; vemos la aparición de los
internados, de tipo jesuita, que aún no existían en el siglo XVII; en el siglo XVIII vemos
la aparición de los grandes talleres que emplean a cientos de trabajadores. Lo que se
desarrolló, entonces, fue toda una técnica del adiestramiento humano mediante la
ubicación, confinamiento, vigilancia, supervisión perpetua de conducta y tareas, en
resumen, toda una técnica de «management», de la que la prisión fue simplemente
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una manifestación o su transposición al dominio penal. Ahora bien, ¿qué significan
esas nuevas técnicas usadas para entrenar individuos? Lo afirmo muy claramente en
Vigilar y castigar: en el caso de los talleres, esas nuevas técnicas respondían por
supuesto a las necesidades económicas de la producción; en el caso de los cuarteles,
están ligadas a problemas a la vez de tipo práctico y político, al desarrollo de un
ejército profesional que tenía que realizar bien tareas difíciles (saber cómo disparar
un cañón, por ejemplo); y en el caso de las escuelas, a problemas de carácter político
y económico: digo todo esto en mi libro. Pero lo que también intentaba sacar a la luz
es que, desde el siglo XVIII en adelante, ha habido una reflexión específica sobre el
modo en que esos procedimientos de entrenamiento y ejercicio de poder sobre los
individuos podía ser extendido, generalizado, y mejorado. En otras palabras, yo
muestro constantemente el origen económico o político de esos métodos; aunque,
evitando ver el poder en todas partes, también pienso que hay una especificidad en
esas nuevas técnicas de adiestramiento. Creo que los métodos dedicados enteramente
a la forma de condicionar la conducta de los individuos, tienen una lógica, obedecen
a un tipo de racionalidad, y todos se basan unos en otros formando una especie de
stratum específico.
P. B.: Una de sus tesis es que las estrategias de poder producen realmente
conocimiento. En contra de la idea tradicional, parece no haber incompatibilidad
entre poder y saber.
—Foucault: Los filósofos o incluso, más generalmente, los intelectuales
justifican y señalan su identidad intentando establecer una línea casi intraspasable
entre el dominio del saber, visto como el de la verdad y la libertad, y el dominio del
ejercicio del poder. Lo que me llamaba la atención, al observar las ciencias humanas,
era que el desarrollo de todas esas ramas del conocimiento de ningún modo podía ser
disociado del ejercicio del poder. Por supuesto, usted siempre encontrará teorías
psicológicas o sociológicas que son independientes del poder. Pero, hablando en
general, el hecho de que las sociedades puedan convertirse en objeto de observación
científica, de que la conducta humana se convirtiera, a partir de un cierto punto, en un
problema que debía ser analizado y resuelto, todo eso está ligado, creo, a mecanismos
de poder —que, en un momento dado, analizaron ese objeto (la sociedad, el hombre,
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etc.) y lo presentaron como un problema a resolver. De este modo, el nacimiento de
las ciencias humanas va de la mano con la instalación de nuevos mecanismos de
poder.
P. B.: Su análisis de las relaciones entre saber y poder tiene lugar en el área de
las ciencias humanas. Esto no afecta a las ciencias exactas, ¿o sí?
—Foucault: ¡Oh no, en absoluto! No haría una tal afirmación por mi parte. Y, en
cualquier caso, usted sabe, yo soy un empirista: no intento avanzar cosas sin ver si
son aplicables. Dicho esto, para responder a su pregunta, diría lo siguiente: se ha
subrayado a menudo que el desarrollo de la química, por ejemplo, no se entendería
sin el desarrollo de las necesidades industriales. Esto es verdad y se ha demostrado.
Pero lo que me parece ser más interesante para analizar es cómo la ciencia, en
Europa, ha llegado a ser institucionalizada como un poder. No es suficiente decir que
la ciencia es un conjunto de procedimientos por los que las proposiciones pueden ser
falsadas, los errores demostrados, los mitos desmitificados, etc. La ciencia también
ejerce el poder: es, literalmente, un poder que te fuerza a decir ciertas cosas, si no
quieres ser descalificado no solo como alguien equivocado, sino, más gravemente que
eso, como un charlatán. La ciencia ha llegado a ser institucionalizada como un poder
a través de un sistema universitario y de su propio aparato constrictivo de laboratorios
y experimentos.
P. B.: Usted traza una distinción entre «el intelectual universal» de una época
anterior, que se pronunciaba sobre todo lo existente bajo el sol, y un nuevo tipo de
intelectual, el «intelectual específico». ¿Podría decir algo sobre esta distinción?[102]
—Foucault: Uno de los rasgos sociológicos esenciales de la reciente evolución
de nuestras sociedades es el desarrollo de lo que podría ser diversamente llamado
tecnología, trabajadores de cuello blanco, el sector servicios, etc. En esas diferentes
formas de actividad, creo que es muy posible, por un lado, saber cómo funciona y
trabajar en ello, es decir, hacer el trabajo de uno como psiquiatra, abogado, ingeniero,
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o técnico, y, por otro lado, acometer, en esa área específica, trabajo que puede ser
propiamente llamado intelectual, un trabajo esencialmente crítico. Cuando digo
«crítico», no me refiero a un trabajo de demolición, de rechazo o de negación, sino a
un trabajo de examen que consiste en suspender, en la medida de lo posible, el
sistema de valores al que uno se remite cuando se lo prueba y evalúa. En otras
palabras: ¿qué estoy haciendo en el momento en que lo hago? En el momento
presente, y esto ha llegado a ser cada vez más evidente en los últimos quince años o
así, psiquiatras, doctores, abogados, jueces realizan un examen crítico, un
cuestionamiento crítico de su propio trabajo que es un elemento esencial de la vida
intelectual. Y creo que un intelectual, un intelectual «profesional», digamos —un
profesor o alguien que escribe libros— tendrá más fácil encontrar su campo de
actividad, la realidad que está buscando, en una de las áreas que acabo de mencionar.
P. B.: Cuando fue invitado por Bernard Pivot a tomar parte en uno de sus
programas televisivos, « Apostrophes», sobre la publicación de La voluntad de saber,
usted sacrificó, en cierto sentido, el tiempo a su disposición para llamar la atención
sobre el caso del doctor Stern, entonces encarcelado por las autoridades
soviéticas[103].
—Foucault: No me gustaría incurrir en ninguna ambigüedad sobre la cuestión de
los mass media. Veo como completamente normal que alguien que no tiene muchas
oportunidades de ser oído o leído aparezca en televisión. Entiendo perfectamente bien
por qué escritores, incluso los famosos, deban tomar parte en emisiones, algunas de
ellas son excelentes, y en ese contexto decir algo diferente de lo que normalmente
pueden decir, porque es verdad que en la relación con la televisión, con la pantalla,
con el entrevistador, o el espectador surgen cosas que, de otro modo, no se dirían.
Pero, personalmente, creo que he tenido bastantes oportunidades de expresarme y
bastantes oportunidades de ser oído como para no cargar a los mass media con una
presentación de mis propios libros. Si quiero decir algo en televisión, haré o
propondré un film para televisión. Pero para alguien como yo, alguien que ha tenido
abundantes oportunidades de autoexpresión, me parece indecente ir y hablar de mi
libro. Tanto es así que, cuando voy a televisión, no es para sustituir o duplicar lo que
he dicho en otros lugares, sino para hacer algo que pueda ser útil y decir algo que los
espectadores no saben. Y al decirlo, repito, no estoy criticando ni programas de libros
ni a la gente que toma parte en ellos. Si son jóvenes, por ejemplo, puedo entender
perfectamente bien que quieran luchar por sus libros y por ser escuchados. Yo podría
muy bien haber hecho lo mismo alguna vez. Pero ahora prefiero dejarles espacio a
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ellos.
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3. Metodología para el conocimiento del mundo: Cómo
deshacerse del marxismo, 1978[105]
(Conversación con el filósofo japonés R. Yoshimoto)
—Al leer sus obras, en particular Las palabras y las cosas, procuré encontrar un
punto de contacto, algo que me interesara en este momento y que abarcara un
conjunto. He pensado en el siguiente tema, aun cuando se lo pueda formular de
diferentes maneras: ¿cómo deshacerse del marxismo? O: ¿cómo no deshacerse de
él? Se trata de una cuestión sobre la cual reflexiono y que me cuesta un tanto
dilucidar, en este mismo momento. Usted mencionó el marxismo en un pasaje de su
libro Las palabras y las cosas. Y dice más o menos esto: el marxismo propuso, en el
marco del pensamiento del siglo XIX, una problemática que se opone a la economía
burguesa o clásica; ahora bien, esa problemática está inmersa por completo en el
modelo intelectual totalizador de aquel siglo; el marxismo se mueve en el
pensamiento del siglo XIX como un pez en el agua, y en otros lugares deja de
respirar; el marxismo hace profesión de cambiar el mundo, pero carece de las
disposiciones necesarias para ello; en suma, el marxismo está perfectamente
integrado al pensamiento del siglo XIX[106]. Este pasaje me resultó de sumo interés.
Paralelamente, usted menciona los aportes más importantes del pensamiento del
siglo XIX, incluido el marxismo. Ante todo, ese pensamiento destacó la historicidad
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de la economía. A continuación —no estoy seguro de haber comprendido bien—
planteó el problema de los límites del valor del trabajo humano. Y por último,
inscribió el plazo de un fin de la historia. Usted afirma que estos son problemas que,
planteados por el siglo XIX, siguen ocupando a la posteridad.
En este momento, yo mismo me hago la siguiente pregunta: ¿podemos o no
deshacernos del marxismo? He entendido su manera de proceder. En mi caso es un
poco diferente. Y me gustaría que intercambiáramos algunas ideas al respecto.
Hay otra cosa que me interesó: el marxismo, según sus palabras, está
perfectamente inmerso en la disposición arqueológica de un pensamiento totalizador
y no lo desborda en modo alguno. Este punto de vista es muy estimulante y yo
coincido por completo con él. Pero, en mi opinión, esto no constituye un defecto del
marxismo o del pensamiento de Marx, sino una cualidad. El hecho de que el
marxismo o el pensamiento de Marx estén en una continuidad con la economía
clásica, sin haberse librado de ella, ¿no es más bien positivo? En otras palabras, me
parece que si aún hoy el pensamiento de Marx brinda posibilidades, es porque no se
deshizo de la economía clásica.
Creo que hay ciertos matices que diferencian el pensamiento de Marx del
pensamiento de su colega Engels. Para resumir esquemáticamente el primero, en la
base hay una filosofía de la naturaleza; por encima de ella, un análisis histórico (en
términos de historia de la naturaleza) de la estructura económica y social y, para
terminar, en la cumbre tiene su trono todo un dominio de la teoría hegeliana de la
voluntad. Hegel entendía por ello todo un conjunto, ya se tratara del derecho, del
Estado, de la religión, de la sociedad civil y, por supuesto, de la moral, la persona y
la conciencia de sí. Ahora bien, me parece que Marx consideró que ese dominio de la
teoría hegeliana de la voluntad se apoyaba en un análisis de la sociedad realizado
desde el punto de vista de la historia de la naturaleza. Ese tratamiento significa que
Marx no se deshizo de Hegel: no lo liquidó ni lo excluyó, sino que lo preservó
íntegramente como objeto de análisis. A mi criterio, en Engels las cosas son un poco
distintas. En él encontramos, en la base, el concepto de historia de la naturaleza y,
por encima, la historia de la sociedad. Creo que Engels consideraba que el conjunto
de los dominios abarcados por la teoría hegeliana de la voluntad podía darse por
añadidura. Al proceder de ese modo, Engels se deshizo hábilmente de Hegel. Es
decir que estimó que todos esos problemas —voluntad individual, conciencia de sí,
ética o moral individual— eran desdeñables en cuanto motores de la historia. Para
él, la historia era movida por un pueblo entero o por las voluntades de las clases que
lo componen. Debió de decirse que las voluntades individuales no merecían ser
atendidas y que bien podía prescindir de ellas.
Así, a diferencia de Marx, Engels reorganizó con habilidad la Fenomenología del
espíritu, distinguiendo entre lo que concierne a los individuos y lo que concierne a la
comunidad. Y en cuanto al factor determinante de la Historia, estimó que se podía
pasar por alto la voluntad o la moral individual, es decir la moral personal, bajo el
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pretexto de que era un factor totalmente aleatorio. A mi modo de ver, el hecho de que
Marx no se deshiciera de Hegel y mantuviera intacto el sistema de la teoría de la
voluntad que había tentado a este constituyó siempre un problema importante.
No he dejado de preguntarme: ¿la tabla rasa que Engels hace de Hegel no
entraña en alguna parte un defecto? ¿Y cómo se puede superar ese defecto y
aplicarlo a nuestra época? Me pareció importante separar el dominio de la teoría de
la voluntad en tres niveles: en primer lugar lo que llamaré dominio del fantasma
individual; a continuación, el dominio —sociológico y etnológico— de la familia, el
parentesco y el sexo, es decir el fantasma dual, y por último el que engloba el
fantasma colectivo. Con la idea de que al separarlos de tal modo se podía sacar
partido de lo que Marx no había querido liquidar de Hegel, traté de profundizar la
cuestión.
Ese es el tema sobre el que querría interrogarlo. Cuando se trata de saber qué
problema queda una vez que uno se ha librado de Marx, creo comprender que usted
excluyó por completo de la consideración general o, en otras palabras, de la
metodología para el conocimiento del mundo, todo el territorio abarcado por la
teoría hegeliana de la voluntad. Y, una vez que lo suprimió de la concepción general,
juzgó que se trataba de problemas particulares y orientó sus investigaciones hacia la
historia del castigo o la historia de la locura. Me parece que de ese modo usted
excluyó de su concepción general la teoría hegeliana de la voluntad, al transformar
íntegramente ese dominio, que para Hegel constituía una gran interrogación, en
temas individuales.
Por otra parte, hay algo que me pareció característico al leer Las palabras y las
cosas: me preguntaba si usted no había negado por completo el método consistente
en buscar detrás de una expresión de cosas o de palabras el núcleo del sentido, y si
no planteó como problema esa actitud negadora. Supongo que esta problemática
viene de Nietzsche.
Con referencia a la cuestión de si la historia tiene una causa y un efecto y si la
voluntad humana es realizable, Nietzsche explica que la concepción de que una
causa produce un efecto solo es posible en un nivel semiológico, que la historia
misma no tiene ni causa ni efecto y que no hay vínculo de una a otro. Creo que con
ello Nietzsche propone la idea de que la historia no se debe sino al azar, que es una
concatenación de acontecimientos producidos por azar y que no hay en ello ni
concepto de progreso ni regularidad. Me parece que el proceder que usted sigue es
similar. Por mi parte, intento preservar el dominio de la teoría hegeliana de la
voluntad y, de tal modo, aproximarme más a Marx, es decir, a las leyes históricas de
la sociedad, en tanto que usted parece haberse librado completamente de eso. Tras lo
cual, entre las innumerables series de problemas que se producen por azar, sin causa,
ni efecto, ni vínculo, usted distingue una que podría darle un enfoque de la historia.
Supongo que esa es su idea. Me gustaría mucho escuchar un análisis más profundo
sobre el tema, y creo que me resultaría muy instructivo.
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—En vez de responderle globalmente, y como ha abordado varias cuestiones, me
parece preferible considerarlas una tras otra. Ante todo, estoy extremadamente
contento y agradecido al comprobar que mis libros han sido leídos y comprendidos de
manera tan profunda. Lo que usted acaba de decir muestra a la perfección la
profundidad de esa lectura. Por otra parte, es indudable que cuando vuelvo a Las
palabras y las cosas siento una especie de disgusto. Si lo escribiera hoy, el libro
adoptaría otra forma. Hoy, mi manera de razonar es otra. Ese libro es un ensayo más
bien abstracto y limitado a consideraciones lógicas. Visto que en lo personal me
atraen mucho los problemas concretos como, por ejemplo, la psiquiatría o la prisión,
hoy juzgo conveniente partir de ellos para provocar algo. Pues bien, ¿qué hay que
poner en evidencia sobre la base de esos problemas concretos? Lo que deberíamos
llamar un «nuevo imaginario político». Mi interés radica en suscitar esa nueva
imaginación política. Lo característico de nuestra generación —probablemente sea lo
mismo para la que nos precede y para la que nos sigue— es, a no dudar, la falta de
imaginación política. ¿Qué significa eso? Por ejemplo, los hombres del siglo XVIII y
los del siglo XIX tenían al menos la facultad de soñar el porvenir de la sociedad
humana. No les faltaba imaginación a la hora de responder a este tipo de preguntas:
¿qué es vivir como miembro de esta comunidad? O: ¿cuáles son las relaciones
sociales y humanas? En efecto, de Rousseau a Locke o a los que llamamos socialistas
utópicos, puede decirse que la humanidad, o más bien la sociedad occidental,
abundaba en productos fértiles de la imaginación sociopolítica.
Ahora bien, hoy, entre nosotros, ¡qué aridez de imaginación política! No podemos
sino sorprendernos ante esta pobreza. En ese sentido, estamos en las antípodas de los
hombres de los siglos XVIII y XIX. Con todo, es posible comprender el pasado
analizando el presente. Aunque en materia de imaginación política es menester
reconocer que vivimos en un mundo muy pobre. Cuando se trata de saber de dónde
viene esa pobreza de imaginación del siglo XX en el plano sociopolítico, me parece,
de uno u otro modo, que el marxismo tiene un papel importante. Por eso me ocupo de
él. Comprenderá entonces que el tema: «Cómo terminar con el marxismo», que de
alguna manera actuaba de hilo conductor en la pregunta que usted hizo, es igualmente
fundamental para mi reflexión. Hay algo determinante: nuestro punto de partida es el
hecho de que el marxismo haya contribuido y siga contribuyendo al empobrecimiento
de la imaginación política.
Su razonamiento parte de la idea de que hay que distinguir a Marx, por un lado, y
el marxismo, por otro, como objeto del que es preciso deshacerse. Estoy en un todo
de acuerdo con usted. No me parece muy pertinente terminar con el propio Marx.
Este es un ser indubitable, un personaje que ha expresado sin error ciertas cosas, es
decir, un ser innegable en cuanto acontecimiento histórico: un acontecimiento que,
por definición, no se puede suprimir. Así como, por ejemplo, la batalla naval del mar
del Japón, frente a las costas de Tsushima, es un acontecimiento que se produjo
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realmente, Marx es un hecho que ya no puede suprimirse: trascenderlo sería algo tan
carente de sentido como negar la batalla naval del mar del Japón.
En lo que incumbe al marxismo, la situación, en cambio, es completamente
diferente. Ocurre que el marxismo existe como la causa del empobrecimiento, el
vaciamiento de la imaginación política del que le hablé hace un momento; para
reflexionar bien al respecto, hay que tener presente que el marxismo no es otra cosa
que una modalidad de poder en un sentido elemental. En otras palabras, es una suma
de relaciones de poder o una suma de mecanismos y dinámicas de poder. Con
referencia a este punto debemos analizar cómo funciona el marxismo en la sociedad
moderna. Es necesario hacerlo, así como, en las sociedades pasadas, se podía analizar
el papel que habían cumplido la filosofía escolástica o el confucianismo. De todas
maneras, en este caso, la diferencia estriba en que el marxismo no nació de una moral
o un principio moral como la filosofía escolástica o el confucianismo. Su caso es más
complejo. En efecto, es algo que surgió, dentro de un pensamiento racional, como
ciencia. En cuanto a saber qué tipos de relaciones de poder asigna a la ciencia una
sociedad calificada de «racional», como la sociedad occidental, la cuestión no se
reduce a la idea de que la ciencia solo funciona como una suma de proposiciones
tomadas como la verdad. Al mismo tiempo, es algo intrínsecamente ligado a toda una
serie de proposiciones coercitivas. Es decir, que el marxismo en cuanto ciencia —en
la medida en que se trata de una ciencia de la historia, de la historia de la humanidad
— es una dinámica de efectos coercitivos, con referencia a cierta verdad. Su discurso
es una ciencia profética que difunde una fuerza coercitiva sobre cierta verdad, no solo
en dirección al pasado sino hacia el futuro de la humanidad. En otras palabras, lo
importante es que la historicidad y el carácter profético funcionan como fuerzas
coercitivas en lo concerniente a la verdad.
Y además, otra característica: el marxismo no pudo existir sin el movimiento
político, fuera en Europa o en otros lugares. Digo movimiento político, pero para ser
más exacto el marxismo no pudo funcionar sin la existencia de un partido político. El
hecho de que no haya podido funcionar sin la existencia de un Estado que lo
necesitaba en su carácter de filosofía es un fenómeno inusual, que nunca se había
visto antes ni en la sociedad occidental ni en el mundo. En nuestros días, algunos
países solo funcionan como Estados porque se valen de esa filosofía, pero no había
precedentes en Occidente. Los Estados anteriores a la Revolución Francesa siempre
se fundaban en la religión. Pero los posteriores a la Revolución se fundaron en lo que
damos en llamar filosofía, y esto es una forma radicalmente nueva, sorprendente, que
jamás había existido antes, al menos en Occidente. Como es natural, con anterioridad
al siglo XVIII nunca hubo Estados ateos. El Estado se fundaba necesariamente en la
religión. Por consiguiente, no podía haber un Estado filosófico. Después, más o
menos a partir de la Revolución Francesa, diferentes sistemas políticos se lanzaron a
la búsqueda, explícita o implícita, de una filosofía. Creo que este es un fenómeno
realmente importante. Va de suyo que una filosofía semejante se desdobla y que sus
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relaciones de poder se dejan arrastrar a la dinámica de los mecanismos de Estado.
Para resumir, los tres aspectos del marxismo, es decir, el marxismo como discurso
científico, el marxismo como profecía y el marxismo como filosofía de Estado o
ideología de clase, están ligados inevitable e intrínsecamente al conjunto de las
relaciones de poder. De plantearse el problema de si hay que terminar, sí o no, con el
marxismo, ¿no es en el plano de la dinámica de poder constituida por esos tres
aspectos? Visto desde esta perspectiva, el marxismo va a ser hoy puesto en tela de
juicio. El problema no consiste tanto en suponer que es necesario liberarse de ese tipo
de marxismo, como en deshacerse de la dinámica de las relaciones de poder
vinculadas a un marxismo que ejerce esas funciones.
Agregaré, si usted me permite, dos o tres cosas a modo de conclusión a estos
problemas. Si el verdadero problema es el que acabo de enunciar, la cuestión del
método que le corresponde es de igual importancia. Para delimitar el problema,
esencial para mí, de saber cómo superar el marxismo, traté de no caer en la trampa de
las soluciones tradicionales. Hay dos maneras tradicionales de enfrentar este
problema. Una, académica, y otra, política. Pero, ya sea desde un punto de vista
académico o político, en Francia el problema se despliega en general del siguiente
modo.
O bien se critican las proposiciones del propio Marx, con este cuestionamiento:
«Marx hizo tal proposición. ¿Es justa o no? ¿Contradictoria o no? ¿Es premonitoria o
no?», o bien se elabora la crítica bajo la siguiente forma: «¿De qué manera traiciona
hoy el marxismo lo que habría sido la realidad para Marx?». Estas críticas
tradicionales me parecen inoperantes. A fin de cuentas, son puntos de vista
prisioneros de lo que podemos llamar fuerza de la verdad y sus efectos: ¿qué es lo
justo y qué lo injusto? En otras palabras, la pregunta: «¿cuál es el verdadero y
auténtico Marx?», ese tipo de punto de vista consistente en preguntarse cuál era el
vínculo entre los efectos de verdad y la filosofía estatal que es el marxismo,
empobrece nuestro pensamiento.
En comparación con esos puntos de vista tradicionales, la posición que me
gustaría adoptar es muy distinta. A ese respecto, querría decir sucintamente tres
cosas.
En primer lugar, como le dije hace un rato, Marx es una existencia histórica y,
desde ese punto de vista, no es más que un rostro portador de la misma historicidad
que las otras existencias históricas. Y ese rostro de Marx pertenece a las claras al
siglo XIX. Marx tuvo un papel particular, casi determinante, en el siglo XIX. Pero
dicho papel es claramente típico de ese siglo y solo funciona en él. Al poner este
hecho en evidencia, habrá que atenuar las relaciones de poder ligadas al carácter
profético de Marx. Al mismo tiempo, este enunció por cierto un tipo determinado de
verdad; nos preguntamos con ello si sus palabras son universalmente justas o no, qué
tipo de verdad poseía él y si, a fuerza de hacer absoluta esa verdad, sentó o no las
bases de una historiología determinista: convendrá desarticular ese tipo de debate. Al
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demostrar que no debe considerarse a Marx como un poseedor decisivo de verdad,
parece necesario mitigar o reducir el efecto ejercido por el marxismo en cuanto
modalidad de poder.
Un segundo problema que querría plantear es que también habrá que mitigar y
reducir las relaciones de poder que el marxismo manifiesta en conexión con un
partido, es decir, en cuanto expresión de una toma política de partido. Este aspecto
implica la siguiente exigencia. Como el marxismo solo funcionó como expresión de
un partido político, el resultado es que diferentes problemas importantes que se
suscitan en la sociedad real quedan barridos de los horizontes políticos. Se hace sentir
la necesidad traer de nuevo a la superficie todos esos problemas excluidos. Tanto los
partidos marxistas como los discursos marxistas tradicionales carecían de la facultad
de tomar en consideración todos esos problemas que son, por ejemplo, los de la
medicina, la sexualidad, la razón y la locura.
Por otra parte, para reducir las modalidades de poder ligadas al marxismo en
cuanto expresión de un partido político, habrá que vincular todos esos nuevos
problemas que acabo de mencionar, esto es, medicina, sexualidad, razón, locura, a
diversos movimientos sociales, ya se trate de protestas o revueltas. Los partidos
políticos tienden a ignorar esos movimientos sociales e incluso a debilitar su fuerza.
Desde esa óptica, la importancia de todos estos movimientos me parece clara. Todos
ellos se manifiestan entre los intelectuales, entre los estudiantes, entre los presos, en
lo que se denomina Lumpenproletariat. No es que yo conceda un valor absoluto a su
movimiento, pero creo no obstante que es posible, en el plano tanto lógico como
político, recuperar lo que monopolizaron el marxismo y los partidos marxistas.
Además, cuando se piensa en las actividades críticas que se desenvuelven de manera
cotidiana en los países de Europa Oriental, la necesidad de terminar con el marxismo
me parece obvia, sea en la Unión Soviética o en otros lugares. En otras palabras,
vemos allí el elemento que permite superar el marxismo en cuanto filosofía de
Estado.
Ya está: creo haber bosquejado el horizonte que me es propio. Ahora me gustaría
preguntarle en qué dirección se orienta usted, con prescindencia de cualquier
dirección tradicional, académica, política, en lo concerniente a esta pregunta: ¿cómo
terminar con el marxismo, cómo superarlo?
Pero tal vez no haya respondido lo suficiente a su pregunta. Los problemas que
usted expuso contenían puntos importantes como, por ejemplo, Nietzsche, el núcleo
del sentido, y además la cuestión de si todo se produce sin causa o no, así como el
problema del fantasma y la voluntad individual en el marco del siglo XIX; creo
entender que este es un aspecto esencial de su propia problemática. Al referirse a la
diferencia entre Marx y Engels con respecto a Hegel, usted habló de voluntad
individual. Y hace una pregunta importante: ¿no queda justamente una posibilidad en
el hecho de que, en el plano de la voluntad individual, Marx no haya demolido a
Hegel de manera tan radical como Engels? No estoy seguro de estar en condiciones
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de darle una respuesta cabal. Pero voy a intentarlo. Se trata de un problema de gran
dificultad para nosotros, los occidentales. Puesto que en el pasado la filosofía
occidental casi no habló de voluntad. Es cierto, habló de conciencia, de deseo, de
pasiones, pero la voluntad que usted menciona debía ser, me parece, la mayor
debilidad de la filosofía occidental.
En mi opinión, si la filosofía occidental se ocupó hasta aquí de la voluntad, solo
lo hizo de dos maneras. Por un lado, según el modelo de la filosofía natural, y por
otro, según el modelo de la filosofía del derecho. En otras palabras, la voluntad es la
fuerza, conforme al modelo de la filosofía natural. Lo cual puede representarse a
través del tipo leibniziano. Si seguimos el modelo de la filosofía del derecho, la
voluntad no es más que una cuestión moral, a saber, la conciencia individual del bien
y del mal, lo cual se representa a través de Kant. O bien se razona en términos de
voluntad-naturaleza-fuerza, o bien se razona en términos de voluntad-ley-bien y mal.
Comoquiera que sea, la reflexión de la filosofía occidental sobre la cuestión de la
voluntad se reducía a esos dos esquemas.
Ahora bien, el esquema de pensamiento referido a la verdad, es decir, el esquema
tradicional sobre la naturaleza y el derecho, experimentó una ruptura. Creo que
podemos situarla a comienzos del siglo XIX. Bastante antes de Marx se produjo una
ruptura manifiesta con la tradición. Hoy ese acontecimiento ha caído un poco en el
olvido en Occidente, pero no se deja de temerlo y, cuanto más pienso en él, más
importancia le atribuyo: se trata de Schopenhauer. Marx, naturalmente, no podía leer
a Schopenhauer. Pero fue este mismo quien pudo introducir la cuestión de la voluntad
en la filosofía occidental, por medio de diversas comparaciones con la filosofía
oriental. Para que la filosofía occidental repensara la cuestión de la voluntad
independientemente de los puntos de vista de la naturaleza y el derecho, fue preciso
un choque intelectual entre Occidente y Oriente. Pero estamos lejos de poder decir
que el problema se haya profundizado en esa dirección. Ni falta hace decir que el
punto de vista de Schopenhauer fue retomado por Nietzsche, de quien nos ocupamos
hace un rato. En ese sentido, para Nietzsche la voluntad era, de alguna forma, un
principio de desciframiento intelectual, un principio de comprensión —si bien no
absoluto— para circunscribir la realidad. Vea, él pensaba que sobre la base de la
voluntad se podían aprehender los pares voluntad-pasiones y voluntad-fantasma.
Voluntad de saber, voluntad de poderío. Todo esto trastrocó por completo el concepto
tradicional de la voluntad en Occidente. Y Nietzsche no se conformó con trastrocar el
concepto de voluntad: podemos decir que trastrocó las relaciones entre el saber, las
pasiones y la voluntad.
Pero, para ser franco, el trastrueque de la situación no fue total. Es posible que
esta haya quedado como antes. Después de Nietzsche, la filosofía husserliana, los
filósofos existencialistas, Heidegger, toda esa gente, en especial Heidegger, quisieron
esclarecer el problema de la voluntad, pero no lograron definir con claridad el método
capaz de permitir analizar el fenómeno desde el punto de vista de la voluntad. En
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resumen, la filosofía occidental siempre ha sido incapaz de pensar la cuestión de la
voluntad de manera pertinente.
Ahora hay que preguntarse bajo qué forma se puede pensar el problema de la
voluntad. Hace un momento le dije que Occidente, para abordar las relaciones entre
las acciones humanas y la voluntad, solo tenía hasta aquí dos métodos. Para ser breve,
y en otras palabras, desde un punto de vista tanto metodológico como conceptual, el
problema solo se planteó bajo sus formas tradicionales: naturaleza-fuerza o ley-bien y
mal. Pero, curiosamente, para pensar la voluntad no se recurrió a la estrategia militar
en busca de un método. Me parece que la cuestión de la voluntad puede plantearse en
cuanto lucha, es decir, desde un punto de vista estratégico para analizar un conflicto
cuando se despliegan diversos antagonismos.
Por ejemplo, no es que todo se produzca sin razón, y tampoco que todo se
produzca en función de una causalidad, cuando sucede algo en el dominio de la
naturaleza. Pero al afirmar que lo que hace descifrables los acontecimientos
históricos de la humanidad o las acciones humanas es un punto de vista estratégico,
como principio de conflicto y de lucha, se puede hacer frente a un punto de vista
racional de un tipo que todavía no hemos definido. Cuando se pueda dar firmeza a
ese punto de vista, los conceptos fundamentales que convendrá utilizar serán
estrategia, conflicto, lucha, incidentes. Lo que puede esclarecer el uso de esos
conceptos es el antagonismo existente cuando se presenta una situación en la que los
adversarios se enfrentan, una situación en la cual uno gana y otro pierde, a saber, el
incidente. Ahora bien, cuando se tiene un panorama general de la filosofía occidental,
se ve que ni el concepto de incidente, ni el método de análisis tomado de la estrategia,
ni las nociones de antagonismo, lucha y conflicto se dilucidaron en la medida
suficiente. Por consiguiente, la nueva oportunidad de desciframiento intelectual que
debe ofrecer la filosofía en nuestros días es el conjunto de los conceptos y métodos
del punto de vista estratégico. Dije «debe», pero esto significa simplemente que hay
que tratar de ir en ese sentido, aunque el fracaso sea una posibilidad. Sea como fuere,
hay que tratar.
Podríamos decir que esta tentativa participa de la genealogía nietzscheana. Pero
hay que encontrar un contenido retocado y teóricamente profundizado por el
concepto solemne y misterioso de «voluntad de poderío», y habrá que hallar al
mismo tiempo un contenido que corresponda mejor a la realidad que en el caso de
Nietzsche.
Me gustaría agregar una mera nota a lo que acabo de decir. Hay una expresión
que Marx sin duda utilizó, pero que hoy pasa por ser casi obsoleta. Me refiero a
«lucha de clases». Cuando uno se sitúa en el punto de vista que acabo de indicar, ¿no
se torna posible repensar esta expresión? Por ejemplo, Marx dice, en efecto, que el
motor de la historia se encuentra en la lucha de clases. Y después de él muchos
repitieron esta tesis. Se trata, por cierto, de un hecho innegable. Los sociólogos
reaniman el debate a más no poder, para saber qué es una clase y quiénes pertenecen
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a ella. Pero hasta aquí nadie ha examinado ni profundizado la cuestión de saber qué
es la lucha. ¿Qué es la lucha, cuando se dice lucha de clases? Y puesto que se dice
lucha, se trata de conflicto y de guerra. Pero ¿cómo se desarrolla esa guerra? ¿Cuál es
su objetivo? ¿Cuáles son sus medios? ¿En qué cualidades racionales se apoya? Lo
que me gustaría debatir, a partir de Marx, no es el problema de la sociología de las
clases, sino el método estratégico concerniente a la lucha. Ese es el punto en que tiene
anclaje mi interés por Marx, y desde él me gustaría plantear los problemas.
Ahora bien, a mi alrededor las luchas se producen y se desarrollan como
movimientos múltiples. Por ejemplo, el problema de Narita[107],y luego la lucha que
ustedes libraron en la plaza frente al Parlamento a propósito del tratado de seguridad
entre el Japón y los Estados Unidos, en 1960. Hay asimismo luchas en Francia e
Italia. Esas luchas, en la medida en que son batallas, entran en mi perspectiva de
análisis. Por ejemplo, para reflexionar sobre los problemas que ellas suscitan, el
Partido Comunista no se ocupa de la lucha misma. Todo lo que pregunta es: «¿A qué
clase pertenece usted? ¿Libra esta lucha como representante de la clase proletaria?».
No se aborda en absoluto el aspecto estratégico, a saber: ¿qué es la lucha? Mi interés
se centra en la incidencia de los propios antagonismos: ¿quién se incorpora a la
lucha? ¿Con qué y cómo? ¿Por qué existe esta lucha? ¿En qué se apoya? No tuve la
suerte de leer sus libros, pero a menudo oí hablar de sus actividades prácticas y su
obra. En consecuencia, me alegraría mucho escuchar su opinión sobre lo que acabo
de decir.
—Dentro de lo que usted acaba de decir hay algunos puntos en los que me siento
en condiciones de profundizar la cuestión. Con ello quiero decir que podría proponer
otras interpretaciones. Por otro lado, usted ha mencionado el problema de la
voluntad con referencia a Nietzsche y Marx y después lo ha definido en lo tocante a
las luchas, en el sentido en que se dice «lucha de clases», y para terminar ha
propuesto una serie de problemas que son de actualidad. Me gustaría profundizar
todos esos aspectos. Podría considerar otros puntos de vista, tras lo cual me gustaría
volver a hacerle alguna pregunta.
Al principio usted dijo que había que distinguir entre el pensamiento del propio
Marx y el marxismo, habida cuenta de que Marx es un ser que existió en un pasado
histórico y clásico. Yo también dije siempre que Marx, el hombre, era diferente del
marxismo. En ese aspecto, en consecuencia, estoy completamente de acuerdo con
usted. Comprendo muy bien ese punto de vista.
En lo que se refiere al tono profético de Marx, su profecía podría resumirse de
esta manera: las clases desaparecerán, lo mismo que el Estado. En ese aspecto, hay
Estados que tienen por filosofía el marxismo. Los hay en Europa, así como en China
y la Rusia soviética. Esos países no procuran de ningún modo desmantelar el Estado
filosófico y, por lo demás, ejercen el poder justamente al no desmantelarlo. Para
tomar la expresión que usted acaba de utilizar, esto lleva a empobrecer
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considerablemente la imaginación política actual. Al respecto, si en vez de decir:
«¡Por eso, justamente, se puede liquidar el marxismo!», uno procura hacerse cargo
de su defensa, esto es lo que puede decir: el Estado desaparecerá algún día, al igual
que las clases. Ahora bien, en nuestros días uno y otras existen en forma temporaria,
antes de desaparecer. En el fondo se trata de un problema temporario, y cabe admitir
la situación como una forma temporaria. Simplemente, lo que no es admisible es el
tipo de poder consistente en sustantivar el Estado, que no es más que una forma
provisoria, perder el tiempo con él y erigirlo en un modo de dominación. Los Estados
socialistas parecen efectivamente incluirse en esta categoría y quedar más fijados
que nunca en ese sentido. Sin embargo, me parece que la filosofía de Estado —o el
Estado filosófico— que existe en los hechos bajo una forma temporaria y la negación
del principio mismo de esa filosofía no son de la misma naturaleza.
Siempre pensé que se puede distinguir el hecho de que una filosofía se realice en
un Estado provisorio y el de negar una filosofía que domina efectivamente el Estado,
que ya no es más que una modalidad de poder y que se autojustifica. Por otra parte,
lo que usted enunció globalmente sobre este punto me parece equivaler a lo
siguiente: el hecho mismo de preguntarse cuál es la manera adecuada de
comprender a Marx participa ya del empobrecimiento de la imaginación política
actual, y es un problema completamente zanjado desde hace tiempo. Al respecto,
tengo mis reservas y no puedo seguirlo. Creo que hay que distinguir de manera
tajante lo que corresponde al principio y las modalidades de poder que existen
realmente en los Estados marxistas; me parece que son dos cosas diferentes. El
problema no es el hecho de que el marxismo haya construido su poder sobre una
filosofía de Estado o sobre un Estado filosófico; es ante todo un problema de ideas.
En la historia, la suma de las voluntades individuales y las realizaciones prácticas no
aparece necesariamente como motor de la sociedad. ¿Por qué la historia parece
siempre fundada en el azar y aparece como un fracaso de las ideas? A mi juicio, se
debe profundizar, más allá del marxismo, el problema de que la historia no parezca
tener ninguna relación con las voluntades individuales. Ahora bien, la suma de las
voluntades individuales incluye, para hablar como Hegel, la moral y la ética
práctica. La completa eliminación de ese problema, reducido a la voluntad general o
la voluntad de las clases, ¿no ha generado una inadecuación filosófica? ¿El
problema no se debería al hecho de que la suma de las voluntades individuales
instaladas en el poder y la voluntad que se manifiesta como un poder total se
presentan como totalmente diferentes? ¿No se podría ahondar en ese punto, en
cuanto principio? Para ir un poco más lejos en mis ideas, creo que la concepción de
que el desarrollo de la historia solo está dominado por el azar debe ponerse en tela
de juicio.
Me explico. Esto querría decir que un encadenamiento infinito de azares crea una
necesidad. Y, si se admite que el azar entraña siempre la necesidad, la cuestión de si
la historia está dominada por uno o por otra equivale a definir el límite a partir del
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cual un encadenamiento de azares se transforma en necesidad. Me parece entonces
que, en lugar de liquidarla como usted hace, en razón de que empobrece la política,
la profecía filosófica e histórica de Marx sigue siendo valedera.
Así, me costó aceptar con facilidad la idea de Nietzsche de que la historia solo
está dominada por el azar y no hay ni necesidad ni causalidad. A mi entender,
Nietzsche tenía una visión sumaria sobre la relación entre el azar y la necesidad. Se
dejaba guiar por su intuición o, mejor, por cuestiones de sensibilidad. Habrá que
profundizar en este problema, a saber, el de la relación entre el azar y la necesidad. Y
en ese concepto, el pensamiento de Marx puede seguir siendo un modelo político,
vivo y real. Usted, con su obra, me hace pensar que habría que ahondar un poco más
en el problema del azar y la necesidad, el del límite a partir del cual un
encadenamiento de azares se transforma en necesidad, así como el problema de la
extensión y el territorio de esa transformación. Esos son los puntos sobre los que
querría interrogarlo.
En lo que atañe a la teoría de la voluntad, temo que, si no le resumo el historial
del marxismo en el Japón desde la Segunda Guerra Mundial, le costará comprender
cómo puede la teoría de la voluntad incluir problemas que van de la filosofía del
Estado a la religión, la ética, la conciencia de sí. El marxismo japonés de la
posguerra procuró resucitar el armazón idealista de Hegel, que Marx no había
rechazado —se lo llama «materialismo subjetivo»—, a la vez que lo vació en el
molde del materialismo marxista que se había desarrollado en Rusia. Creo que es
una actitud diametralmente opuesta al proceder del marxismo francés. El marxismo
subjetivo japonés intentó resucitar todo un territorio hegeliano —la filosofía del
Estado, la teoría de la religión, la moral individual y hasta la conciencia de sí—
incluyéndolo íntegramente en el marxismo. En ese movimiento se busca sintetizar
todo el sistema hegeliano bajo la forma de una teoría de la voluntad.
Si yo desarrollara esta cuestión en la dirección que usted ha indicado,
correríamos el riesgo de extraviarnos. Prefiero, pues, explicarme con un poco más de
precisión. En la evolución del materialismo en el Japón después de la guerra o,
mejor dicho, más allá de esa evolución, aspiré a considerar el dominio de la teoría
de la voluntad como la determinación interior de la conciencia práctica a la manera
de Hegel. Y para tratar de escapar al tema ético que aparece como si estuviera en
suspenso, dividí la totalidad de ese territorio en tres: el de la voluntad común, el de
la voluntad dual y el de la voluntad individual.
Hace un rato usted dijo que, cuando se menciona la lucha de clases en Marx,
sería preciso no poner el acento en las clases, sino resolver el problema de la lucha
desde el punto de vista de la voluntad. Y se preguntó: ¿quién pelea contra quién?
¿Cómo? O: ¿con quién es justo pelear? Agregó que estas preguntas se imponían en
nuestros días. Me parece que puedo elaborar todo eso a mi manera, pero me digo
que, antes de llegar allí, el marxismo tendría que preguntarse en primer lugar cómo
se deshizo de los problemas de la voluntad dual y la voluntad individual, desplazando
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la significación de la lucha de clases hacia la voluntad común en cuanto motor de la
historia. Por otra parte, en el marxismo japonés y el proceso de su desarrollo y su
tratamiento, la definición del concepto de clase no es igual a la de, por ejemplo,
Althusser en Francia o Lukács en Alemania. Cuando nosotros decimos clase estamos
convencidos de que debe definírsela sobre una base socioeconómica y en cuanto
idea. Siempre estimé que la clase comportaba un doble problema: el de la idea y el
que es real y social.
Consideré por tanto que había que examinar ante todo el concepto de clase.
Supongo que la cuestión evolucionó de otro modo en el marxismo europeo. En lo que
toca a los problemas concretos, me gustaría referirme a los diez años previos a la
Segunda Guerra Mundial, a la propia guerra y a los diez años que le siguieron, es
decir, a toda la historia de la posguerra. Me pregunto entonces si la determinación
de la naturaleza por medio de la voluntad de poderío en Nietzsche y la determinación
del estado natural, en el sentido vulgarizado por Engels, están tan lejos una de otra.
Nietzsche consideró la historia como un proceso en cuyo transcurso los hombres se
mueven en virtud de una voluntad de poderío que los sobrepasa. En el estado
natural, los hombres sufren la guerra, la violencia, el desorden, la muerte, etc., y
Nietzsche estima que todo eso está en la naturaleza humana. A su entender, la
conciencia y la moral humana aparecen cuando se sofoca toda esa naturaleza.
Prueba de que veía la naturaleza humana desde el prisma del Leben [vida]
biológico. Engels situaba el estado ideal un poco más arriba que la determinación de
la naturaleza. A saber, en la vida gregaria que constituye el comunismo primitivo.
Creo que ese estado no existió. En mi opinión, Engels consideraba que ese ideal
constituía a la vez el origen y el fin. Si me remito a mi experiencia intelectual en
torno de la Segunda Guerra Mundial, esas dos maneras de pensar están
representadas en el militarismo imperial japonés y en las manifestaciones
intelectuales, que no tienen diferencias fundamentales entre sí, del fascismo y el
stalinismo. Nuestra problemática se situaba en la constatación de que esos dos
pensamientos no eran verdaderamente diferentes y había que rechazarlos en
conjunto.
Si se sitúa en los hechos el objetivo de la lucha a la que usted se refiere, en el
sentido en que se dice «lucha de clases», será inevitable, me temo, que esa lucha se
encuentre aislada por completo. Creo que es así en el Japón y probablemente en todo
el mundo. Cuando uno se pregunta contra qué lucha, no es solo contra el capitalismo
sino también contra el socialismo. De tal manera, el problema persigue por doquier
a la realidad y la cosa termina por ser necesariamente una lucha aislada en el
mundo. No se puede contar con nada y uno queda ineluctablemente arrinconado.
Pero si se busca elaborar esta situación como un problema intelectual o filosófico, el
resultado también es una completa separación del mundo. Me pregunto, en síntesis,
si estar así arrinconados no es el destino que nos ha tocado. Elaboro mis ideas sobre
este tema con gran pesimismo.
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Ese es el punto sobre el que querría interrogarlo. Nietzsche rechazó todo el
dominio abarcado por la teoría hegeliana de la voluntad, tachada por él de concepto
vil que sofoca la naturaleza humana, y tengo la sensación de que, del mismo modo,
usted desarrolla su método luego de haber hecho, con habilidad, tabla rasa del
aislamiento, la soledad, las pasiones o la negrura que Nietzsche rechazaba, o de todo
lo que usted quiera: por ejemplo, la rigidez. Al contrario, parece ocuparse con
destreza de las relaciones entre las cosas en un nivel próximo a los conceptos
estructuralmente similares del álgebra, es decir, las cosas, los hechos virtuales. Y al
hacerlo, me da la impresión de que usted conjura esa suerte de sensación de
aislamiento en el mundo que personalmente yo siento. Me gustaría interrogarlo al
respecto.
—Según creo entender, usted acaba de plantear un nuevo problema con algunas
reservas acerca de lo que yo enuncié. Pero en lo fundamental estoy de acuerdo con
usted. Más que con sus ideas, siento plena coincidencia con sus reservas. Entre las
preguntas, la primera era más o menos esta: ¿se puede terminar con el marxismo por
la sencilla razón de que ha estado íntimamente ligado a las relaciones de poder
estatal? ¿No podemos ahondar un poco más en la cuestión? Me gustaría responder lo
siguiente: es, además, menos una respuesta que una proposición, pero me gustaría
exponerla de manera un poco brutal.
Una vez que se considera el marxismo como el conjunto de los modos de
manifestación del poder ligados, de una manera u otra, a la palabra de Marx, creo que
el menor de los deberes de un hombre que vive en la segunda mitad del siglo XX es
examinar en forma sistemática cada uno de esos modos de manifestación. Sufrimos
hoy ese poder sea con pasividad, sea con irrisión, sea con temor, sea por interés, pero
hay que liberarse por completo de él. Hay que hacer un examen sistemático de esta
cuestión, con la sensación real de ser totalmente libres con respecto a Marx.
Está claro que ser libre con respecto al marxismo no significa remontarse hasta la
fuente para saber lo que Marx efectivamente dijo, aprehender su palabra en estado
puro y considerarla como la única ley. Tampoco significa revelar, por ejemplo con el
método althusseriano, cómo se malinterpretó la verdadera palabra del profeta Marx.
Lo importante no está en ese tipo de cuestión de forma. Pero, como le he dicho,
volver a verificar una tras otra la totalidad de las funciones de los modos de
manifestación del poder que están ligados a la palabra misma de Marx constituye a
mi parecer una tentativa valedera. Se plantea entonces, desde luego, el problema de
cómo considerar la profecía.
Personalmente, lo que me atrae en la obra de Marx son las obras históricas, como
sus ensayos sobre el golpe de Estado de Luis Napoleón Bonaparte, la lucha de clases
en Francia o la Comuna[108]. La lectura de estas obras históricas llama vigorosamente
la atención sobre dos cosas: los análisis realizados aquí por Marx, aun cuando no
pueda estimarse que son del todo exactos, ya se refieran a la situación, las relaciones
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de antagonismo, la estrategia, los lazos de interés, superan con mucho —es innegable
— los de sus contemporáneos, por su perspicacia, su eficacia, sus cualidades
analíticas y, en todo caso, muestran una superioridad radical sobre las investigaciones
posteriores.
Ahora bien, esos análisis, en las obras históricas, terminan siempre con palabras
proféticas. Eran profecías sobre un futuro muy cercano, profecías a corto plazo: el
año siguiente e incluso el mes siguiente. Pero puede decirse que casi todas las
profecías de Marx eran falsas. Al analizar la situación de 1851-1852, justo después
del golpe de Estado, dice que el hundimiento del Imperio está cerca; habla del fin del
sistema capitalista y se equivoca con respecto al término de la dictadura burguesa.
¿Qué significa todo eso? Análisis de una rara inteligencia, y la realidad desmiente al
punto los hechos que ellos anuncian. ¿Por qué?
Esto es lo que pienso. Me parece que lo que se produce en la obra de Marx es, en
cierto modo, un juego entre la formación de una profecía y la definición de un blanco.
El discurso socialista de la época estaba compuesto de dos conceptos, pero no
conseguía disociarlos lo suficiente. Por una parte, una conciencia histórica o la
conciencia de una necesidad histórica; en todo caso, la idea de que, en el futuro, tal
cosa debería suceder proféticamente. Por otra, un discurso de lucha —un discurso,
podríamos decir, que corresponde a la teoría de la voluntad—, que tiene por objetivo
la determinación de un blanco a atacar. En los hechos, la caída de Napoleón III
constituía menos una profecía que un objetivo a alcanzar a través de la lucha del
proletariado. Pero los dos discursos —la conciencia de una necesidad histórica, a
saber, el aspecto profético, y el objetivo de la lucha— no pudieron llevar a buen
término su juego. Esto puede aplicarse a las profecías a largo plazo. Por ejemplo, la
noción de la desaparición del Estado es una profecía errónea. Por mi parte, no creo
que lo que pasa concretamente en los países socialistas permita presagiar la
realización de esa profecía. Pero, desde el momento en que se define la desaparición
del Estado como un objetivo, la palabra de Marx cobra una realidad jamás alcanzada.
Se observa innegablemente una hipertrofia del poder o un exceso de poder tanto en
los países socialistas como en los países capitalistas. Y creo que la realidad de esos
mecanismos de poder, de una complejidad gigantesca, justifica, desde el punto de
vista estratégico de una lucha de resistencia, la desaparición del Estado como
objetivo.
Y bien, volvamos a sus dos preguntas, que se refieren por un lado a la relación
entre la necesidad y el azar en la historia y, por otro, a la teoría de la voluntad. Con
referencia a la necesidad histórica, ya expresé rápidamente mi opinión, pero lo que
me interesa en primer lugar es lo que usted contó acerca de la evolución del
marxismo japonés después de la guerra, su especificidad y la posición que en él
ocupa la teoría de la voluntad.
Creo que se trata de un problema fundamental. Me gustaría abundar en el sentido
de sus dichos, al menos en la medida en que los he comprendido. La manera de
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pensar que consiste en abordar la voluntad en esta perspectiva es esencial: no existía
en absoluto en la mente de un francés medio como yo. Comoquiera que sea, está
claro, en efecto, que la tradición del marxismo francés ignoró el análisis de los
diferentes niveles de la voluntad y el punto de vista sobre las especificidades de sus
tres fundamentos. Lo cierto es que ese ámbito está totalmente inexplorado en
Occidente. Al respecto, me parece necesario exponer la razón por la cual la
importancia del problema de la voluntad no se ha comprendido ni analizado.
Para ello, habría que pensar en la existencia de una organización que lleva el
nombre de Partido Comunista. Es un hecho que ha sido determinante en la historia
del marxismo occidental. Pero jamás ha sido objeto de un análisis profundo. Esa
organización carece de precedentes: no se la puede comparar con nada, no funciona
en la sociedad moderna conforme al modelo del Partido Radical o del Partido
Demócrata Cristiano. No es simplemente un grupo de individuos que comparten la
misma opinión y participan en una misma lucha en procura de un mismo objetivo. Se
trata, antes bien, de una organización más compleja. Hay una metáfora trillada y no la
traigo a colación con malicia, pero su organización hace pensar infaliblemente en un
orden monástico. No se ha dejado de discutir la naturaleza del partido: con respecto a
la lucha de clases, a la revolución, ¿cuál es su objetivo, cuáles deben ser su papel y su
función? Cualquiera sabe que todos esos problemas estaban en el centro de sus
debates. La polémica se funda en lo que distingue a Rosa Luxemburgo de Lenin[109],
lo que separa a la dirección socialdemócrata de Lenin. Por lo demás, la «Crítica del
programa de Gotha»[110] ya planteaba el problema del funcionamiento del partido.
Ahora bien, creo que, cuando se pusieron en primer plano la existencia del partido y
sus diferentes problemas, la cuestión de la voluntad cayó en un completo abandono.
En efecto, si se sigue el concepto del partido leninista —no fue Lenin, con todo, el
primero en imaginarlo, pero se le da ese nombre porque se lo concibió en su torno—,
esto es lo que debe ser el partido.
Primero, es una organización gracias a cuya existencia el proletariado accede a
una conciencia de clase. En otras palabras, a través del partido las voluntades
individuales y subjetivas se convierten en una especie de voluntad colectiva. Pero
esta última debe ser, sin falta, monolítica como si fuera una voluntad individual. El
partido transforma la multiplicidad de las voluntades individuales en una voluntad
colectiva. Y en virtud de esta transformación, constituye a una clase como sujeto.
Para decirlo de otro modo, hace de ella una suerte de sujeto individual. Así se torna
posible la idea misma de proletario. «El proletariado existe porque existe el partido».
El proletariado puede existir por la existencia del partido, y a través de ella. El partido
es, por consiguiente, la conciencia del proletariado, al mismo tiempo que, para este en
cuanto único sujeto individual, su condición de existencia. ¿No es esa la primera
razón por la cual no pudieron analizarse en sus justos valores los diferentes niveles de
la voluntad?
Otra razón procede del hecho de que el partido es una organización dotada de una
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jerarquía estratificada. Y funcionó sin duda dentro de ese orden sólidamente
jerarquizado —mucho antes de la teoría leninista, la socialdemocracia alemana ya se
desenvolvía así—, excluyendo y prohibiendo esto o aquello. No era otra cosa que una
organización que excluía a los elementos heréticos y que, al proceder de esa manera,
procuraba concentrar las voluntades individuales de los militantes en una suerte de
voluntad monolítica. Esta voluntad monolítica era precisamente la voluntad
burocrática de los dirigentes. Como las cosas discurrieron de ese modo, esta segunda
razón hizo que el problema de la voluntad, tan importante, no fuera verdaderamente
abordado. En otras palabras, el partido siempre podía autojustificarse de una manera
u otra en lo referido a sus actividades, sus decisiones y su papel. Cualquiera que fuera
la situación, podía invocar la teoría de Marx como la única verdad. Marx era la única
autoridad y, debido a ello, se consideraba que las actividades del partido encontraban
en él su fundamento racional. En consecuencia, el partido absorbía las múltiples
voluntades individuales y, a su vez, la voluntad del partido desaparecía bajo la
máscara de un cálculo racional conforme a la teoría que hacía las veces de verdad.
Así, los diferentes niveles de la voluntad no podían sino escapar al análisis. El
problema de la articulación de las voluntades individuales con los otros niveles de
voluntad en la revolución y la lucha me parece a mí también un tema esencial que nos
incumbe. Y hoy, justamente, esas múltiples voluntades comienzan a asomar en la
brecha de la hegemonía de la que era dueña la izquierda tradicional. Para serle
sincero, en mis obras este problema no se expone en la medida en que debería, y
apenas lo mencioné en La voluntad de saber, bajo la forma de la estrategia del punto
de vista del poder de Estado. Puede ser que esta teoría de la voluntad, o el análisis de
sus niveles heterogéneos, funcionen con mayor eficacia en el Japón que en cualquier
otra parte. Hay quizás una especificidad del Partido Comunista japonés o una relación
con la filosofía oriental. Pues bien, a ese respecto, me gustaría hablar del otro
problema que usted abordó: a saber, la tonalidad muy sombría y solitaria que revisten
necesariamente las luchas.
Este aspecto de la lucha apenas ha sido objeto de atención en Europa o en
Francia. Podemos decir, en todo caso, que se le ha prestado demasiado poca. ¿Por
qué? Rocé uno de los motivos al responder a la pregunta anterior. El primero es el
hecho de que en las luchas el objetivo siempre queda oculto tras la profecía. Así, los
aspectos solitarios se borraron igualmente bajo la máscara de la profecía. El segundo
motivo es el siguiente. Como se consideraba que solo el partido era el auténtico
dueño de la lucha, y ese partido era una organización jerárquica capaz de una
decisión racional, las zonas teñidas de una umbrosa locura, a saber, la parte de
sombra de las actividades humanas e incluso las zonas de una oscura desolación —
aunque esa fuese la suerte infalible de todas las luchas—, tropezaban con dificultades
para surgir a la plena luz del día. Probablemente solo obras no teóricas sino literarias
—como no sea, tal vez, la obra de Nietzsche— hablaron de ellas. No me parece
pertinente insistir aquí en la diferencia entre la literatura y la filosofía, pero es
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indudable que, en el plano de la teoría, no se llegó a hacer justicia a ese aspecto
sombrío y solitario de las luchas.
Precisamente por eso es menester echar plena luz sobre este aspecto insuficiente
de la teoría. Habrá que destruir la idea de que la filosofía es el único pensamiento
normativo. Es preciso que las voces de una cantidad incalculable de sujetos hablantes
resuenen, y hay que hacer hablar a una experiencia innumerable. El sujeto hablante
no debe ser siempre el mismo. No deben resonar únicamente las palabras normativas
de la filosofía. Hay que hacer hablar a toda clase de experiencias, prestar oídos a los
afásicos, los excluidos, los moribundos. Puesto que nosotros estamos afuera, en tanto
que ellos hacen efectivamente frente al aspecto sombrío y solitario de las luchas.
Creo que la tarea de un practicante de la filosofía que viva en Occidente es prestar
oídos a todas esas voces.
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porque, probablemente, se identificaban desde el inicio la voluntad del Estado y el
órgano del Estado, en la referencia inmediata a la represión de las clases.
Esta es una crítica que formulé, en relación con la concepción del Estado en
Lenin, en el plano de las ideas. Al escucharlo hablar a usted, me dije que, al menos
sobre ese punto, debía expresar mi opinión. En lo que concierne a los problemas
específicos que usted desarrolla, hay muchos sobre los cuales querría interrogarlo.
En varios puntos, además, creí notar que compartíamos una serie de temas sobre los
cuales también me gustaría hacerle preguntas. Pero en cuanto a los problemas
esenciales, sobre los cuales reflexiono en este momento y que me cuesta un tanto
dilucidar, creo que en mayor o menor medida usted me ha respondido.
Le ruego que me perdone por haberlo aburrido con preguntas difíciles. Le estoy
infinitamente agradecido por su paciencia. Ya me expresé lo suficiente y me gustaría
mucho que usted pudiese poner fin a nuestra conversación.
—Estoy muy contento de haberlo escuchado y le agradezco de todo corazón.
Todo lo que usted me dijo me habrá de ser muy útil. Puesto que, por una parte,
gracias a su manera de plantear los problemas, me ha señalado a la perfección los
límites del trabajo que he realizado hasta aquí y lo que todavía le falta, por carencia
de ideas claras. Y, sobre todo, me interesó muy en particular el problema que usted
plantea en términos de teoría de la voluntad, y tengo la convicción de que puede ser
un punto de partida pertinente para toda una serie de problemáticas.
Cuando veo el simple resumen de su trabajo y la lista de sus obras, compruebo
que los temas son el fantasma individual y el problema del Estado. Por otra parte,
como acaba de mencionar, usted ha dedicado un ensayo a la voluntad colectiva como
matriz de la formación de un Estado. Para mí, ese problema es apasionante. Este año
doy un curso sobre la formación del Estado y analizo, digamos, las bases de los
medios de realización estatal en un período que va del siglo XVI al XVII en Occidente,
o, mejor, el proceso en cuyo transcurso se forma lo que se da en llamar razón de
Estado[111]. Pero choqué contra una parte enigmática que ya no puede resolverse con
el mero análisis de las relaciones económicas, institucionales o culturales. Hay en ella
una especie de sed gigantesca e irreprimible que fuerza a volverse hacia el Estado.
Podríamos hablar de deseo de Estado. O, para utilizar los términos de los que nos
hemos valido hasta aquí, podríamos reformularlo como voluntad de Estado. De uno u
otro modo, es obvio que ya no se puede escapar a este tipo de cosa.
Cuando se trata de la formación de un Estado ya no es cuestión de personajes
como el déspota o de su manipulación por hombres pertenecientes a la casta superior.
Pero no puede dejar de decirse que había en ello una suerte de gran amor, de voluntad
inasible. Como ya era plenamente consciente de eso, tuve mucho que aprender de lo
que usted me contó hoy y siento mucha curiosidad por conocer sus otros trabajos, en
los que usted se ocupa del Estado desde la perspectiva de la teoría de la voluntad.
Deseo vivamente que sus libros se traduzcan al francés o el inglés. Si no, me
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encantaría poder, sea en Tokio o en París, o a través de una correspondencia,
intercambiar ideas con usted, porque al parecer abordamos los mismos temas. Para
nosotros, los occidentales, poder escuchar un discurso semejante es, en efecto, una
experiencia muy valiosa e indispensable. En particular, discutir un problema como el
de la experiencia política, en nuestra época, no solo prolongará mis ideas sino que
también será, creo, un estímulo extremadamente enriquecedor para diversas
reflexiones futuras.
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4. Foucault estudia la razón de estado, 1979[112]
(Entrevista con M. Dillon)
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una paradoja. Es en el momento mismo en que el Estado comenzaba a practicar sus
mayores masacres cuando comenzó a preocuparse por la salud física y mental de los
individuos. El primer gran libro consagrado al tema de la salud pública, en Francia, se
escribió en 1784, cinco años antes de la Revolución y diez años antes de las guerras
napoleónicas. Ese juego entre la vida y la muerte es una de las principales paradojas
del Estado moderno.
—Hay algunas críticas, en los Estados Unidos, que se preocupan también del
problema de la manipulación de los individuos por el Estado y por otras
instituciones. Pienso en Thomas Szasz[114], por ejemplo ¿Qué lazos ve entre su
trabajo y el de él?
—Los problemas de los que trato en mis libros no son problemas nuevos. Yo no
los he inventado. Una cosa me ha llamado la atención en las reseñas que se han hecho
de mis libros en los Estados Unidos, en particular en lo que se ha escrito sobre el
libro que he consagrado a las prisiones. Se ha dicho que yo intentaba hacer lo mismo
que Erving Goffman en su obra sobre los internados[115] —lo mismo, pero peor. Yo
no soy un investigador en ciencias sociales. Yo no intento hacer lo mismo que
Goffman. Él se interesa en el funcionamiento de un cierto tipo de institución: la
institución total— el hospital psiquiátrico, la escuela, la prisión. Yo, por mi parte,
intento mostrar y analizar la relación que existe entre un conjunto de técnicas de
poder y de formas: formas políticas como el Estado y formas sociales. El problema al
que se dedica Goffman es el de la institución misma. El mío es el de la
racionalización de la gestión del individuo. Mi trabajo no tiene por objetivo una
historia de las instituciones o una historia de las ideas, sino la historia de la
racionalidad tal como opera en las instituciones y en la conducta de las personas[116].
La racionalidad es lo que programa y orienta el conjunto de la conducta humana.
Hay una lógica tanto en las instituciones como en la conducta de los individuos y en
las relaciones políticas. Hay una racionalidad incluso en las formas más violentas. Lo
más peligroso, en la violencia, es su racionalidad. Por supuesto, la violencia es en sí
misma terrible. Pero la violencia encuentra su anclaje más profundo y extrae su
permanencia de la forma de racionalidad que utilizamos. Se ha pretendido que, si
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viviésemos en un mundo de razón, podríamos desembarazarnos de la violencia. Esto
es completamente falso. Entre la violencia y la racionalidad no hay incompatibilidad.
Mi problema no es atacar la razón, sino determinar la naturaleza de esta racionalidad
que es tan compatible con la violencia. No es la razón en general lo que combato. Yo
no podría combatir a la razón.
—Cuando usted dice que la conducta de la gente es modelada, ¿se debe entender
que es un fenómeno inevitable o cree que hay algo, en los seres humanos, que se
resiste a esa modulación?
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—En las sociedades humanas no hay poder político sin dominación. Pero nadie
quiere ser mandado —incluso si son numerosos los ejemplos de situaciones en las
que la gente acepta la dominación. Si examinamos, desde un punto de vista histórico
la mayor parte de las sociedades que conocemos, constatamos que la estructura
política es inestable. No hablo de las sociedades no históricas— de sociedades
primitivas. Su historia no se asemeja en nada a la nuestra. Pero todas las sociedades
que pertenecen a nuestra tradición han conocido la inestabilidad y la revolución.
—Su tesis referente al poder pastoral[118] se basa en la idea, desarrollada en el
Antiguo Testamento, de un Dios que vigila y protege a un pueblo que obedece. ¿Pero
que hace usted con la época en que los israelistas no obedecían?
—El hecho de que el rebaño no siga al pastor es bastante normal. El problema es
saber cómo las personas viven su relación con Dios. En el Antiguo Testamento, la
relación de los judíos con Dios se traduce por la metáfora del Dios-pastor. En la
ciudad griega la relación de los individuos con la divinidad se asemeja más bien a la
relación que existe entre el capitán de un navío y sus pasajeros.
—Es un fenómeno muy extraño —y esto que le digo quizá vaya a sorprenderle—,
pero me parece que, aunque buen número de sus hipótesis parezcan contradictorias,
hay algo muy convincente en su posición y en sus convicciones.
—Yo no soy estrictamente un historiador. Y no soy novelista. Yo practico una
especie de ficción histórica. En cierta manera, sé muy bien que lo que digo no es
verdad. Un historiador podría muy bien decir sobre lo que he escrito: «Eso no es la
verdad». Para decir las cosas de otro modo: yo he escrito mucho sobre la locura, al
comienzo de los años 60 —he hecho una historia del nacimiento de la psiquiatría. Sé
muy bien que lo que he hecho es, desde un punto de vista histórico, parcial,
exagerado. Puede que haya ignorado algunos elementos que me contradirían. Pero mi
libro ha tenido un efecto sobre la manera en que la gente percibe la locura. Y, por
tanto, mi libro y la tesis que en él desarrollo tienen una verdad en la realidad de hoy.
Yo intento provocar una interferencia entre nuestra realidad y lo que sabemos de
nuestra historia pasada. Si lo consigo, esta interferencia producirá efectos reales sobre
nuestra historia presente. Mi esperanza está en que mis libros adquieran su verdad
una vez escritos —y no antes.
Como no me expreso muy bien en inglés, el género de propuesta que mantengo
aquí va a hacer decir a la gente: «Veis, miente». Pero permítame formular esta idea de
otra manera. Yo he escrito un libro sobre las prisiones. He intentado poner en
evidencia algunas tendencias en la historia de las prisiones. «Una sola tendencia», se
me podría reprochar. «Entonces, lo que usted dice no es completamente verdadero».
Pero hace dos años, en Francia, hubo agitación en varias prisiones, los detenidos
se rebelaron. En dos de esas prisiones los prisioneros leían mi libro. Desde su celda,
algunos detenidos gritaban el texto de mi libro a sus compañeros. Sé que lo que voy a
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decir es pretencioso, pero eso es una prueba de verdad —de verdad política, tangible,
una verdad que comenzó una vez escrito el libro.
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5. El verdadero sexo[119]
¿Tenemos verdaderamente necesidad de un verdadero sexo? Con una constancia que
raya en la testarudez, las sociedades del Occidente moderno han respondido
afirmativamente. Han hecho funcionar obstinadamente esta cuestión del «verdadero
sexo» en un orden de cosas en el que se podía imaginar que lo único que cuenta es la
realidad de los cuerpos y la intensidad de los placeres.
Durante largo tiempo, sin embargo, no ha habido tales exigencias. Lo prueba la
historia del estatus que la medicina y la justicia han asignado a los hermafroditas. Se
ha pasado mucho tiempo postulando que un hermafrodita debía tener un solo, un
verdadero sexo. Durante siglos se ha admitido simplemente que había dos.
¿Monstruosidad que suscitaba pavor y apelaba a los suplicios? Las cosas, en realidad,
han sido mucho más complicadas. Tenemos, es verdad, varios testimonios de
condenas de muerte, sea en la Antigüedad, sea en la Edad Media. Pero tenemos
también una abundante correspondencia y de un tipo muy distinto. En la Edad Media,
las reglas del derecho —canónico y civil— eran muy claras en este punto: eran
llamados hermafroditas aquellos en quienes se yuxtaponían, según proporciones que
podían ser variables, los dos sexos. En ese caso, era papel del padre o del padrino (de
aquellos, pues, que ponían el nombre al niño), fijar, en el momento del bautismo, el
sexo que iba a constar. Llegado el caso, se aconsejaba elegir aquel de los dos sexos
que parecía primar, por tener «mayor vigor» o «mayor ardor». Pero más tarde, en el
umbral de la edad adulta, cuando llegaba para él el momento de casarse, el
hermafrodita era libre de decidir por sí mismo si quería seguir siendo del sexo que se
le había atribuído, o si prefería el otro. Único imperativo: no volver a cambiarlo,
mantener hasta el fin de sus días el que había declarado entonces, bajo pena de ser
considerado sodomita. Son estos cambios de opción y no la mezcla anatómica de los
sexos los que acarrearon la mayor parte de las condenas de hermafroditas de las que
se conserva huella, en Francia, para el período de la Edad Media y del Renacimiento.
[A partir del siglo XVIII][120], las teorías biológicas de la sexualidad, las
condiciones jurídicas del individuo, las formas de control administrativo en los
Estados modernos condujeron poco a poco a rechazar la idea de una mezcla de los
dos sexos en un solo cuerpo y a restringir por consiguiente la libre elección de los
individuos dudosos.
De ahí en adelante, a cada uno un sexo, y uno solo. A cada uno su identidad
sexual primera, profunda, determinada y determinante; en cuanto a los elementos del
otro sexo que eventualmente aparecen, no pueden ser más que accidentales,
superficiales o incluso simplemente ilusorios. Desde el punto de vista médico, eso
quiere decir que en presencia de un hermafrodita no se tratará ya de reconocer la
presencia de dos sexos yuxtapuestos o entremezclados, ni de saber cuál de los dos
prevalece sobre el otro; sino de descifrar cuál es el verdadero sexo que se esconde
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bajo apariencias confusas; el médico tendrá que, en cierto modo, desvestir las
anatomías engañosas y volver a encontrar, tras los órganos que pueden haber
revestido las formas del sexo opuesto, el único sexo verdadero. Para quien sabe
observar y examinar, las mezclas de los sexos no son más que disfraces de la
naturaleza: los hermafroditas son siempre «seudohermafroditas». Tal es al menos la
tesis que tendió a acreditarse, en el siglo XVIII, a través de un cierto número de casos
importantes y apasionadamente discutidos.
Desde el punto de vista del derecho, esto implicaba evidentemente la desaparición
de la libre elección. No corresponde ya al individuo decidir de qué sexo quiere ser,
jurídicamente o socialmente; sino que es al experto al que corresponde decir qué sexo
la naturaleza ha elegido para él, y a cual, por consiguiente, la sociedad debe exigirle
atenerse. La justicia, si es preciso apelar a ella (cuando, por ejemplo, alguien es
sospechoso de no vivir bajo su verdadero sexo y de haberse casado abusivamente),
tendrá que establecer o restablecer la legitimidad de una naturaleza que no se ha
reconocido suficientemente bien. Pero si la naturaleza, por sus fantasías o accidentes,
puede «engañar» al observador y esconder durante un tiempo el verdadero sexo, se
puede ciertamente sospechar también que los individuos disimulen la conciencia
profunda de su verdadero sexo y aprovechen algunas rarezas anatómicas para servirse
de su propio cuerpo como si fuera de otro sexo. En suma, las fantasmagorías de la
naturaleza pueden servir a las mañas del libertinaje. De ahí el interés moral del
diagnóstico médico del verdadero sexo.
Sé bien que la medicina del siglo XIX y del siglo XX ha corregido muchas cosas en
este simplismo reductor. Nadie diría ya hoy en día que todos los hermafroditas son
«seudo», incluso si se restringe considerablemente un dominio en el que otrora se
hacía entrar, en confusión, muchas anomalías anatómicas distintas. Se admite
también, con muchas dificultades, por lo demás, la posibilidad para un individuo de
adoptar un sexo que no es biológicamente el suyo.
Sin embargo, la idea de que uno debe tener finalmente un verdadero sexo está
lejos de haberse disipado por completo. Cualquiera que sea la opinión de los biólogos
sobre este punto, encontramos al menos en estado difuso, no solo en la psiquiatría, el
psicoanálisis, la psicología, sino también en la opinión corriente, la idea de que entre
sexo y verdad existen relaciones complejas, oscuras y esenciales. Se es, eso es cierto,
más tolerante con respecto a las prácticas que transgreden las leyes. Pero se sigue
pensando que algunas de ellas insultan a «la verdad»: un hombre «pasivo», una mujer
«viril», personas del mismo sexo que se aman entre sí: se está dispuesto quizá a
admitir que eso no es un grave atentado al orden establecido; pero se está bastante
dispuesto a creer que hay ahí algo así como un «error». Un «error» entendido en el
sentido más tradicionalmente filosófico: una manera de hacer que no es adecuada a la
realidad; la irregularidad sexual es percibida más o menos como perteneciente al
mundo de las quimeras. Es por lo que uno se deshace bastante difícilmente de la idea
de que no son crímenes; y menos fácilmente aún de la sospecha de que son
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«invenciones» complacientes, pero inútiles de todos modos y que sería mejor disipar.
Despertad, jóvenes, de vuestros goces ilusorios; despojaos de vuestros disfraces y
recordad que tenéis un sexo, uno verdadero.
Y, por otra parte, se admite también que es por el lado del sexo donde hay que
buscar las verdades más secretas y las más profundas del individuo; que es ahí donde
se puede descubrir mejor lo que es y lo que le determina; y si durante siglos se ha
creído que era necesario ocultar las cosas del sexo porque eran vergonzosas, se sabe
ahora que es el sexo mismo el que oculta las partes más secretas del individuo: la
estructura de sus fantasmas, las raíces de su yo, las formas de su relación con lo real.
En el fondo del sexo, la verdad.
En el punto de cruce de estas dos ideas —que no debemos equivocarnos en lo que
concierne a nuestro sexo, y que nuestro sexo abriga lo que hay de más verdadero en
nosotros— el psicoanálisis ha enraizado su vigor cultural. Él nos promete a la vez
nuestro sexo, el verdadero, y toda esa verdad sobre nosotros mismos que vela
secretamente en él.
* * *
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Con ese estilo elegante, sazonado, alusivo, un poco enfático y desusado que era
para los pensionados de entonces no solo una manera de escribir, sino una manera de
vivir, el relato escapa a todas las capturas posibles de la identificación. El duro juego
de la verdad que los médicos impusieron más tarde a la anatomía dudosa de Alexina,
nadie había consentido en jugarlo en el medio de mujeres en el que ella había vivido,
hasta un descubrimiento que cada uno retrasaba lo más posible y que dos hombres, un
cura y un médico, finalmente precipitaron. Ese cuerpo un poco desmadejado, poco
agraciado, cada vez más aberrante en medio de esas jóvenes entre las cuales crecía,
parece que nadie, mirándolo, lo había percibido; pero que ejercía sobre todos, o más
bien sobre todas, un cierto poder de hechizo que nublaba los ojos y detenía en los
labios toda pregunta. El calor que esta presencia extraña daba a los contactos, a las
caricias, a los besos que corrían a través de los ojos de esas adolescentes era acogido
por todo el mundo con tanta mayor ternura cuanto que ninguna curiosidad se
mezclaba en ello. Jóvenes, falsamente ingenuas, o viejas institutrices que se creían
avisadas, todas estaban tan ciegas como se puede estar en una fábula griega cuando
veían sin verlo a este Aquiles enclenque escondido en el pensionado. Se tiene la
impresión —al menos si se da crédito al relato de Alexina— de que todo pasaba en
un mundo de impulsos, de placeres, de penas, de tibieza, de dulzuras, de amargura,
donde la identidad de los compañeros y sobre todo la del enigmático personaje en
torno al cual todo se urdía carecía de importancia.
[En el arte de dirigir las conciencias[121], se utiliza frecuentemente el término de
«discreción». Palabra singular que designa la capacidad de percibir las diferencias, de
discriminar los sentimientos y hasta los menores movimientos del alma, de desvelar
lo impuro bajo lo que parecía puro y de separar en los impulsos del corazón lo que
viene de Dios y lo que es insuflado por el Seductor. La discreción distingue, al
infinito si hace falta; ha de ser «indiscreta», puesto que ha de excavar en los arcanos
de la conciencia. Pero, por esa misma palabra, los directores de conciencia entendían
también la aptitud para guardar la medida, para saber hasta dónde llegar, para callarse
sobre lo que no hay que decir, para dejar a beneficio de la sombra lo que sería
peligroso sacar a la luz del día. Se puede decir que Alexina pudo vivir durante mucho
tiempo en el claroscuro del régimen de la «discreción», que era el de los conventos, el
de los pensionados, y de la monosexualidad femenina y cristiana. Y luego —ese fue
su drama—, pasó a un muy distinto régimen de «discreción». El de la administración,
de la justicia y de la medicina. Los matices, las diferencias sutiles que se reconocían
en el primero, ya no tenían vigencia allí. Sino que lo que se podía callar en el
primero, debía ser, en el segundo, manifestado y abiertamente compartido. No es ya
de discreción, a decir verdad, de lo que hay que hablar, sino de análisis].
Los recuerdos de esa vida, Alexina los escribió una vez descubierta y establecida
su nueva identidad. Su «verdadera» y «definitiva» identidad. Pero está claro que no
es desde el punto de vista de ese sexo finalmente encontrado o reencontrado desde
donde ella escribe. No es el hombre quien habla al fin, intentando recordar sus
¿Qué puede haber más bello que preguntarse por la jornada de uno? ¿Qué
mejor sueño que el que sigue a esa revisión de las propias acciones? Cuán
tranquilo, profundo y libre es cuando el alma ha recibido su porción de elogio
y condena, y se ha sometido al propio examen, a la propia censura. El proceso
a la propia conducta tiene lugar en secreto. Ejerzo esta autoridad sobre mí
mismo, y cada día me tomo como testigo de mí mismo. Cuando mi luz se
atenúa y mi esposa por fin está en silencio, yo razono conmigo mismo y tomo
la medida de mis actos y de mis palabras. Nada oculto de mí mismo; nada me
ahorro. ¿Por qué debiera temer alguno de mis errores mientras pueda decir
«Vigila para no empezar de nuevo; hoy te perdonaré. En cierta discusión
hablaste agresivamente o no lo hiciste correctamente a la persona a la que
reprendías, la ofendiste»?[138], etc.
Hay algo paradójico en ver a estoicos como Séneca y Sextius, Epicteto, Marco
Aurelio, etc., conceder tanta importancia al examen de conciencia, cuando, de
acuerdo con su doctrina, todas las faltas se suponía que eran iguales. No debería ser
necesario, por lo tanto, interrogarse a sí mismo por cada una de ellas.
Veamos, sin embargo, más de cerca este texto. En primer lugar, Séneca emplea un
vocabulario que a primera vista parece, ante todo, judicial. Usa expresiones como
cognoscere de moribus suis, y meam causam dico —todo esto es vocabulario judicial.
Parece, por tanto, que el sujeto es, con respecto a sí mismo, a la vez el juez y el
acusado. En este examen de conciencia parece que el sujeto se divide en dos y
organiza una escena judicial, donde representa ambos papeles simultáneamente.
Séneca es como un acusado confesando su crimen al juez, y el juez es Séneca mismo.
Pero, si miramos más de cerca, vemos que el vocabulario usado por Séneca es más
administrativo que judicial. Es el vocabulario de la gestión de bienes o del territorio.
Séneca dice, por ejemplo, que el es speculator sui, que él se inspecciona a sí mismo,
que él examina consigo mismo el día pasado, totum diem meum scrutor; o que toma
la medida de las cosas dichas y hechas; usa la palabra remetior. Con la mirada puesta
—¿Se puede decir que la relación con el deseo y con el placer, y con la relación
—Usted decía hace un momento: «Más que llorar por los placeres marchitos me
interesa lo que podemos hacer con nosotros mismos». ¿Podría ser más preciso?
—El ascetismo como renuncia al placer tiene mala reputación. Pero la ascesis es
otra cosa: es el trabajo que uno hace sobre sí mismo para transformarse o para hacer
aparecer ese sí mismo que, afortunadamente, uno no alcanza jamás. ¿No sería este
nuestro problema hoy? El ascetismo se ha abandonado. Nos corresponde a nosotros
avanzar en una ascesis homosexual que nos haga trabajar sobre nosotros mismos e
inventar, no digo descubrir, una manera de ser todavía improbable.
—Eso quiere decir que un muchacho homosexual debería ser muy prudente en
relación con la imaginería homosexual y trabajar en otra cosa?
En lo que debemos trabajar, me parece, no es exactamente en liberar nuestros
—¿No es una mitología decir: “Henos aquí, quizá en las primicias de una
socialización entre seres que es inter-clases, inter-edades, inter-naciones”?
—Sí, un gran mito, el de decir: ya no habrá diferencia entre la homosexualidad y
la heterosexualidad. Pienso además que es una de las razones por las que la
homosexualidad constituye un problema actualmente. Ahora bien, la afirmación de
que ser homosexual es ser un hombre y amarse entre sí, esta investigación de un
modo de vida sale al encuentro de esta ideología de los movimientos de liberación
sexual de los años 60. Es en este sentido que los “clones” bigotudos tienen una
significación. Es una manera de responder: “No teman nada, cuanto más liberados
estemos, menos nos gustarán las mujeres, menos nos fundiremos en esta
polisexualidad en que no hay ya diferencia entre los unos y los otros”. Y esto no es en
absoluto la idea de una gran fusión comunitaria.
La homosexualidad es una ocasión histórica de reabrir virtualidades relacionales
y afectivas, no tanto por las cualidades intrínsecas del homosexual, sino porque su
posición en cierto modo “al bies”, las líneas diagonales que puede trazar en el tejido
social, permiten hacer aparecer esas virtualidades.
—Las mujeres podrán objetar: “¿Qué es lo que los hombres entre sí ganan con
—En efecto se trata de una manera de gobernar muy distinta la que parece
entrar en juego.
—Sí, es un punto importante, y que ha podido aparecer desde la victoria electoral
de Mitterrand. Me parece que esta elección ha sido vivida por muchos como una
especie de victoria-acontecimiento, es decir, una modificación de la relación entre
gobernantes y gobernados. No que los gobernados hayan tomado el lugar de los
gobernantes. Después de todo, se ha tratado de un desplazamiento en la clase política.
Se entra en un gobierno de partido con los peligros que eso comporta, y eso no hay
que olvidarlo nunca.
Pero lo que está en juego a partir de esta modificación es saber si es posible
establecer entre gobernantes y gobernados una relación que no sea una relación de
obediencia, sino una relación en la que el trabajo tenga un papel importante.
—Pero ¿piensa usted que el intelectual debe tener un papel programador en esta
transformación?
—Una reforma nunca es sino el resultado de un proceso en el que hay conflicto,
enfrentamiento, lucha, resistencia…
Decirse de entrada: ¿cuál es la reforma que voy a poder hacer? Ese no es, creo,
para el intelectual un objetivo a perseguir. Su papel, puesto que trabaja precisamente
en el orden del pensamiento, es ver hasta qué punto la liberación del pensamiento
puede conseguir volver estas transformaciones lo suficientemente urgentes como para
que haya ganas de acometerlas, y lo suficientemente difíciles de acometer como para
que se inscriban hondamente en lo real.
Se trata de volver los conflictos más visibles, de tornarlos más esenciales que los
simples enfrentamientos de interés o simples bloqueos institucionales. De esos
conflictos, de esos enfrentamientos debe salir una nueva relación de fuerzas cuyo
perfil provisional será una reforma.
Si no ha habido en la base el trabajo del pensamiento sobre sí mismo y si
—En Las palabras y las cosas, habla de la muerte del hombre. ¿Quiere decir que
el humanismo no puede ser el punto de referencia de sus actividades políticas?
—Hay que recordar el contexto en el que escribí esa frase. Usted no puede
imaginarse en qué poza moralizante de sermones humanistas estábamos sumergidos
en la postguerra. Todo el mundo era humanista[194]. Camus, Sartre, Garaudy eran
humanistas. Stalin también era humanista. No tendré la grosería de recordar que los
discípulos de Hitler se denominaban humanistas. Eso no compromete al humanismo,
pero permite simplemente comprender que en la época yo no podía ya pensar en los
términos de esta categoría. Estábamos en plena confusión intelectual. En la época, el
yo se comprendía como categoría de fundamento. Las determinaciones inconscientes
no podían ser aceptadas. Tome por ejemplo el caso del psicoanálisis. En el nombre
del humanismo, en el nombre del yo humano en su soberanía, numerosos
fenomenólogos, al menos en Francia, tales como Sartre y Merleau-Ponty, no podían
aceptar la categoría del inconsciente. No se la admitía más que como una especie de
sombra, algo marginal, un excedente; la conciencia no debía perder sus derechos
soberanos.
Vale lo mismo para la lingüística. Ella permite afirmar que es demasiado simple,
incluso inadecuado, explicar los dichos del hombre remitiendo todo simplemente a
las intenciones del sujeto. La idea del inconsciente y la de la estructura de la lengua
permiten responder, por así decirlo, desde fuera al problema del yo. Yo intenté aplicar
esta misma práctica a la historia.
¿No se trata de una historicidad del yo? ¿Puede comprenderse el yo como una
especie de invariante meta- o transhistórica?
—¿Qué coherencia existe entre las diferentes formas de lucha política en las que
usted ha estado comprometido?
—Yo diría que en última instancia no hago ningún esfuerzo por desarrollar la
menor forma de coherencia. La coherencia es la de mi vida. He luchado en diferentes
dominios, eso es exacto.
Son fragmentos autobiográficos[195]. He conocido algunas experiencias con los
hospitales psiquiátricos, con la policía y sobre el terreno de la sexualidad. He
intentado luchar en todas esas situaciones, pero yo no me presento como el
combatiente universal contra los sufrimientos de la humanidad bajo todas sus
—Sin embargo, lo que usted dice al respecto en Gai Pied[199] y esto de lo que
habla ahora me parece problemático en esto: estudiar los agrupamientos
monosexuales femeninos sin plantear la cuestión de la sexualidad me parece
continuar con la actitud de confinar a las mujeres en el dominio del sentimiento con
los eternos estereotipos: su libertad de contactos, su afectividad libre, sus amistades,
—En una entrevista en la revista Gai Pied, usted dice que hay que «empeñarse en
llegar a ser homosexual» y al final usted habla de «relaciones variadas,
polimórficas»[209]. ¿No hay una contradicción?
—Quería decir «hay que empeñarse en ser gay», situarse en una dimensión en
que las opciones sexuales que se toman están presentes y tienen sus efectos sobre el
conjunto de nuestra vida. Quería decir que esas opciones sexuales deben ser al mismo
tiempo creadoras de modos de vida. Ser gay significa que esas opciones se difundan a
través de toda la vida, es también una cierta manera de rechazar los modos de vida
propuestos, es hacer de la opción sexual el operador de un cambio de existencia. No
ser gay es decir: «¿Cómo voy a poder limitar los efectos de mi opción sexual de tal
manera que mi vida no sea modificada en nada?».
Yo diría, hay que hacer uso de la sexualidad de uno para descubrir, inventar
nuevas relaciones. Ser gay es estar en devenir y, para responder a su pregunta,
añadiría que no hay que ser homosexual sino empeñarse en ser gay.
—¿Es por eso que usted afirma que «la homosexualidad no es una forma de
deseo, sino algo deseable»?
—Sí, y creo que ese es el punto central de la cuestión. Preguntarse por nuestra
relación con la homosexualidad, es más desear un mundo donde esas relaciones son
posibles que simplemente tener el deseo de una relación sexual con una persona del
mismo sexo, incluso si ello es importante[210].
—Así que era menos un tema de arquitectura que anteriormente. Son una especie
de técnicas del espacio…
—De hecho, a partir del siglo XIX, los grandes problemas del espacio eran de un
tipo diferente. Lo que no quiere decir que se olvidaran los problemas de orden
arquitectónico. En lo que atañe a los primeros a los que he hecho referencia —la
enfermedad y los problemas políticos— la arquitectura tiene un papel muy
importante que jugar. Las reflexiones sobre el urbanismo y sobre el diseño de los
alojamientos de los obreros, todas esas cuestiones forman parte de la reflexión sobre
la arquitectura.
—¿Así pues, los arquitectos no son ya necesariamente los amos del espacio que
una vez fueron o creyeron ser?
—En efecto. Ellos no son ni los técnicos ni los ingenieros de las tres grandes
variables: territorio, comunicación y velocidad. Eso escapa al dominio de los
arquitectos.
—Dicho todo esto, sería justo decir que usted teme menos el historicismo y el
juego de las referencias históricas que alguien como Habermas; también que esta
cuestión ha sido planteada en arquitectura casi como una crisis de civilización por
los defensores del modernismo, que sostienen que si abandonamos la arquitectura
moderna por un frívolo retorno a la decoración y los motivos, estamos de algún
modo abandonando la civilización. Por otra parte, algunos posmodernos han
defendido que las referencias históricas per se son de alguna manera significativas y
nos están protegiendo de los peligros de un mundo excesivamente racionalizado.
—Aunque pueda no responder a su pregunta, yo diría esto: debería sospecharse
completa y absolutamente de cualquier cosa que proclame ser un retorno. Una razón
es de tipo lógico: de hecho, no existe tal cosa como un retorno. La historia, y el
meticuloso interés aplicado a la historia, es ciertamente una de las mejores defensas
contra el tema del retorno. Para mí, la historia de la locura o los estudios de la
prisión… fueron hechos de esa precisa manera porque yo sabía muy bien —esto es,
de hecho, lo que irritó a mucha gente— que estaba realizando un análisis histórico de
una manera tal que la gente podía criticar el presente, pero era imposible para ellos
decir: «Volvamos a los buenos viejos días cuando los locos en el siglo XVIII…» o,
«Volvamos a los días cuando la prisión no era uno de los principales
instrumentos…». No, pienso que la historia nos preserva de esa suerte de ideología
del retorno.
—De ahí que la simple oposición entre razón e historia sea más bien ridícula…
escoger una de las dos…
—Sí, bien, el problema para Habermas es, después de todo, elaborar un modo
trascendental de pensamiento que salte por encima de cualquier historicismo. Yo soy,
efectivamente, mucho más historicista y nietzscheano. Y no creo que haya un uso
específico de la historia o un uso específico del análisis intrahistórico —que resulta
muy lúcido, por lo demás— que funcione precisamente contra esa ideología del
retorno. Un buen estudio de la arquitectura campesina en Europa, por ejemplo,
mostraría la completa vanidad de querer retornar a las casitas individuales de tejado
—También nos recuerda que hay siempre una historia; que aquellos modernistas
que querían suprimir cualquier referencia al pasado estaban cometiendo un error.
—Por supuesto.
—Sus dos próximos libros tratan de la sexualidad entre los griegos y los
primeros cristianos. ¿Hay alguna particular dimensión arquitectónica en las
cuestiones que trata?
—No encontré ninguna: absolutamente ninguna. Pero lo que es interesante es que
en el imperio romano había, de hecho, burdeles, barrios de placer, áreas criminales,
etc. y había también una especie de lugar casi público de placer: los baños, las
termas. Los baños eran un lugar de placer y de encuentro muy importante, que
lentamente desapareció en Europa. En la Edad Media, los baños eran todavía un lugar
de encuentro entre hombres y mujeres así como de hombres con hombres y de
mujeres con mujeres, aunque raramente se habla de ello. De lo que se habló y que fue
condenado, así como practicado, fueron los encuentros entre hombres y mujeres, que
desaparecieron en el curso de los siglos XVI y XVII.
—Así que el sexo no estaba separado de los demás placeres. Estaba inscrito en el
centro de las ciudades… Era público, servía a un propósito…
—Exacto. La sexualidad era obviamente considerada un placer social por los
griegos y los romanos. Lo que es interesante de la homosexualidad masculina hoy —
este ha sido aparentemente el caso de las mujeres homosexuales por algún tiempo—
es que sus relaciones sexuales son inmediatamente traducidas en relaciones sociales y
las relaciones sociales son entendidas como relaciones sexuales. Para los griegos y
los romanos, de un modo diferente, las relaciones sexuales se ubicaban dentro de las
—En su libro El orden de las cosas usted construía ciertas metáforas espaciales
impactantes para describir estructuras de pensamiento. ¿Por qué piensa que las
imágenes espaciales son tan evocadoras de esas referencias? ¿Cuál es la relación
entre esas metáforas espaciales que describen las disciplinas y las más concretas
descripciones de los espacios institucionales?
—Es muy posible que puesto que estaba interesado en los problemas del espacio,
usara un gran número de metáforas espaciales en El orden de las cosas, pero
frecuentemente no eran unas metáforas que yo propusiera, sino unas que estaba
estudiando como objetos. Lo que es llamativo en las mutaciones epistémicas y las
transformaciones del siglo XVII es ver cómo la espacialización del conocimiento fue
uno de los factores en la constitución de ese conocimiento como ciencia. Si la historia
natural y la clasificación de Linneo fueron posibles, es por un cierto número de
razones: por una parte, hubo literalmente una espacialización del objeto mismo de sus
análisis, puesto que se daban a sí mismos el papel de estudiar y clasificar una planta
—¿El plan real de una construcción —el diseño preciso que se transforma en
muros y ventanas— tiene la misma forma que el discurso en cuanto, digamos,
pirámide jerárquica que describe con toda precisión relaciones entre la gente, no
solo en el espacio, sino también en la vida social?
—Bien, creo que hay unos pocos ejemplos, simples y excepcionales, en los que el
sentido arquitectónico reproduce, con mayor o menor énfasis, las jerarquías sociales.
Está el modelo del campo militar, donde la jerarquía militar se deja leer en la misma
planta, por el lugar ocupado por las tiendas y los edificios reservados a cada rango. Se
reproduce a través precisamente de la arquitectura una pirámide de poder; pero esto
es un ejemplo excepcional, como lo es todo lo militar —privilegiado en la sociedad y
de una extrema simplicidad.
—La arquitectura no es, por supuesto, una constante: tiene una larga tradición
de preocupaciones cambiantes, de sistemas cambiantes, de reglas diferentes. El saber
de la arquitectura es parcialmente la historia de la profesión, parcialmente la
evolución de una ciencia de la construcción, y parcialmente una reescritura de
teorías estéticas. ¿Qué piensa usted que es propio de esta forma de saber? ¿Es más
semejante a una ciencia natural, o a lo que usted ha llamado una «ciencia dudosa»?
—No puedo decir realmente que esa distinción entre ciencias ciertas e inciertas
no sea de interés —eso sería evitar la cuestión— pero debo decir que lo que me
interesa más es dirigir el foco hacia lo que los griegos llamaban technê, es decir, una
racionalidad práctica gobernada por una meta consciente. No estoy siquiera seguro de
si merece la pena plantearse constantemente la cuestión de si el gobierno puede ser
objeto de una ciencia exacta. Por otra parte, si la arquitectura, como la práctica de
gobierno y la práctica de otras formas de organización social, es considerada como
una technê, posiblemente usando elementos de ciencias como la física, por ejemplo, o
—Parece estar fascinado con otras culturas, y no solo del pasado; durante los
primeros diez años de su carrera usted vivió en Suecia, Alemania occidental, y
—Y ha subrayado que se identificaba más con los pacientes que con el personal.
Seguramente es una experiencia atípica para alguien que es psicólogo o psiquiatra.
¿Por qué sintió, en parte debido a esa experiencia, la necesidad de cuestionar
radicalmente la psiquiatría cuando mucha otra gente se contentaba con intentar
refinar los conceptos establecidos?
—En realidad, no estaba oficialmente empleado. Estaba estudiando psicología en
el Hospital de Sainte Anne[272]. Era a principios de los 50. No existía un estatus
profesional claro para psicólogos en un Hospital de salud mental. De modo que,
como estudiante de psicología (estudié primero filosofía y después psicología), tenía
un estatus muy extraño allí. El jefe de servicio era muy amable conmigo y me dejaba
hacer lo que quisiera. Pero nadie se preocupaba de lo que estuviera haciendo; era
libre de hacer lo que fuera. Estaba realmente en una posición entre el personal y los
pacientes, y no era mérito mío, no era porque yo tuviera una actitud especial —era la
consecuencia de esta ambigüedad de mi estatus que me forzaba a mantenerme a
distancia del personal. Estoy seguro que no fue mi mérito personal, porque sentía
todo eso, entonces, como una especie de malestar. Fue solo unos pocos años más
tarde cuando comencé a escribir un libro sobre la historia de la psiquiatría[273] cuando
este malestar, esta experiencia personal, cobró la forma de una crítica histórica o de
un análisis estructural.
—Quedó fascinado por ese período aunque no haya escrito sobre él.
—Sí, ciertamente.
—¿Podría contarme algo de sus estudios en París? ¿Hay alguien que haya
tenido una influencia especial sobre el trabajo que usted hace hoy o algunos
profesores a los que esté agradecido por razones personales?
—No, yo era alumno de Althusser, y en esa época las corrientes filosóficas
principales en Francia eran el marxismo, el hegelianismo y la fenomenología. Tengo
que decir que las estudié pero lo que me despertó por vez primera el deseo de realizar
un trabajo personal fue la lectura de Nietzsche[277].
—¿En su opinión, cuáles son algunos de los ejemplos más destacados que
apoyan su hipótesis?
—Uno de ellos es la masturbación de los niños. Otro es la histeria y todo los
—No parecería ya que el sexo pudiera ser llamado el secreto de la vida. ¿Ha
sido sustituido por algo al respecto?
—Por supuesto, no es el secreto de la vida hoy, pues la gente puede mostrar al
menos ciertas formas generales de sus preferencias sexuales sin ser molestada o
condenada. Pero creo que la gente aún considera, y es invitada a considerar, que el
deseo sexual es capaz de revelar su profunda identidad. La sexualidad no es el
secreto, pero es aún un síntoma, una manifestación de lo más secreto de nuestra
individualidad.
—¿Hay alguna especial afinidad entre su tipo de filosofía y las artes en general?
—Bueno, creo que no estoy en posición de responder. Mire, odio decirlo, pero es
verdad que no soy un académico realmente bueno. Para mí, el trabajo intelectual está
relacionado con lo que usted podría llamar «esteticismo», lo que significa
transformarse a sí mismo. Creo que mi problema es esta extraña relación entre
conocimiento, estudio, teoría e historia real. Sé muy bien, y creo que lo supe desde
que era niño, que el conocimiento no puede hacer nada para transformar el mundo.
Quizá esté equivocado. Estoy seguro que estoy equivocado desde un punto de vista
teórico, pues sé muy bien que el conocimiento ha transformado el mundo.
Pero me refiero a mi propia experiencia personal, tengo la sensación de que el
conocimiento no puede hacer nada por nosotros, y que el poder político puede
destruirnos. Todo el conocimiento del mundo no puede hacer nada frente a eso. Todo
eso está relacionado no con lo que pienso teóricamente (sé que estoy equivocado),
pero hablo desde mi experiencia personal. Sé que el conocimiento puede
—Muchos le ven como alguien capaz de decirles la verdad profunda acerca del
mundo y acerca de ellos mismos. ¿Cómo siente esta responsabilidad? Como
intelectual, ¿se siente responsable respecto de sus funciones de visionario, de
modelador de mentalidades?
—Estoy seguro de que no soy capaz de proporcionar a esa gente lo que espera
[risas]. Nunca me comporto como un profeta —mis libros no dicen a la gente qué
hacer. Y a menudo me reprochan no hacerlo (y quizá tengan razón), y al mismo
tiempo me reprochan conducirme como un profeta. Escribí un libro sobre la historia
de la psiquiatría desde el siglo XVII hasta comienzos del siglo XIX[294]. En este libro
no digo casi nada sobre la situación contemporánea, pero la gente lo ha leído aún así
como una posición antipsiquiátrica. Una vez fui invitado a Montreal a asistir a un
simposium sobre psiquiatría. Al principio rehusé ir, pues no soy un psiquiatra, aun si
tengo alguna experiencia— una muy breve experiencia como le dije antes. Pero me
aseguraron que me invitaban como un historiador de la psiquiatría para dar un
discurso introductorio. Puesto que me gusta Quebec, fui. Y quedé realmente pillado
porque fui presentado por el presidente como representante en Francia de la
—Para un filósofo ocupar las páginas del magazine Time[295], como ocurrió en
noviembre de 1981, es indicativo de una cierta clase de popularidad. ¿Cómo se
siente al respecto?
—Cuando un periodista me pide información sobre mi trabajo, considero que
tengo que aceptar. La sociedad, los contribuyentes nos pagan para trabajar [risas]. Y
creo sinceramente que la mayor parte de nosotros intenta hacer el trabajo lo mejor
que puede. Creo que es completamente normal que este trabajo, en la medida de lo
posible, sea presentado y hecho accesible a todo el mundo. Naturalmente una parte de
nuestro trabajo no puede ser accesible a todos porque es demasiado difícil. La
institución a la que pertenezco en Francia (no pertenezco a la Universidad sino al
Collège de France) obliga a sus miembros a hacer conferencias públicas, abiertas a
cualquiera que quiera asistir, en que tenemos que exponer nuestro trabajo. Somos a la
vez investigadores y gente que tenemos que exponer públicamente nuestra
investigación. Creo que hay en esta viejísima institución —data del siglo XVI— algo
muy interesante. El significado profundo es, creo, muy importante. Cuando un
periodista viene y me pide información sobre mi trabajo, intento proporcionársela de
la manera más clara que puedo.
De todos modos, mi vida personal no es en absoluto interesante. Si alguien piensa
que mi trabajo no puede ser entendido sin referencia a tal o cual parte de mi vida,
acepto considerar la cuestión [risas], estoy dispuesto a responder si me parece
acertada. Hasta tal punto mi vida personal carece de interés, que no vale la pena hacer
de ella un secreto [risas]. Por la misma razón, puede no merecer la pena hacerla
pública.
Una pregunta surgida a fines del siglo XVIII define el marco general de lo que llamo
«técnicas de sí». Esa pregunta se ha convertido en uno de los polos de la filosofía
moderna, y contrasta a las claras con las preguntas filosóficas calificadas de
tradicionales: ¿qué es el mundo?, ¿qué es el hombre?, ¿qué pasa con la verdad?, ¿qué
pasa con el conocimiento?, ¿cómo es posible el saber?, y así sucesivamente. En mi
opinión, la pregunta que aparece a fines del siglo XVIII es la siguiente: ¿qué somos en
este tiempo que es el nuestro? Encontraremos la formulación de esta pregunta en un
texto de Kant. No es que haya que dejar de lado las preguntas anteriores en cuanto a
la verdad o el conocimiento, etc. Al contrario, ellas constituyen un campo de análisis
tan sólido como consistente al que yo daría de buena gana el nombre de «ontología
formal de la verdad». Pero creo que la actividad filosófica concibió un nuevo polo, y
que ese polo se caracteriza por la pregunta, permanente y perpetuamente renovada:
«¿qué somos hoy?». Y ese es, a mi juicio, el campo de la reflexión histórica sobre
nosotros mismos. Kant, Fichte, Hegel, Nietzsche, Max Weber, Husserl, Heidegger y
la Escuela de Fráncfort intentaron responder a esta pregunta[297]. Al inscribirme en
esa tradición, mi intención es pues aportar respuestas muy parciales y provisorias a la
pregunta a través de la historia del pensamiento o, más precisamente, a través del
análisis histórico de las relaciones entre nuestras reflexiones y nuestras prácticas en la
sociedad occidental.
Precisemos brevemente que, por medio del estudio de la locura y la psiquiatría, el
crimen y el castigo, traté de mostrar que la exclusión de algunos otros: criminales,
locos, etc., nos constituye de manera indirecta. Y mi presente trabajo se ocupa en lo
sucesivo de esta pregunta: ¿cómo constituimos directamente nuestra identidad
mediante ciertas técnicas éticas de sí, que se desarrollaron desde la Antigüedad hasta
nuestros días? Ese fue el objeto del seminario[298].
Ahora querría estudiar otro dominio de cuestiones: el hecho de que, por conducto
de alguna tecnología política de los individuos, nos viéramos en la necesidad de
reconocernos en cuanto sociedad, elemento de una entidad social, parte de una nación
o un Estado. Querría presentarles aquí un panorama general, no de las técnicas de sí
sino de la tecnología política de los individuos.
Temo que los materiales de los que me ocupo sean demasiado técnicos e
históricos para una conferencia pública. No soy un conferenciante y sé que dichos
materiales serían más convenientes para un seminario. Pero, a pesar de su tecnicidad
acaso excesiva, tengo dos buenas razones para presentárselos. En primer lugar, es un
poco pretencioso, creo, exponer de manera más o menos profética lo que la gente
¿Aplicaría esto a su propio trabajo histórico? Me parece que usted es leído como
pensador político más de lo que quisiera, ¿o estoy yendo demasiado lejos? Llamarle
heredero anarquista de Nietzsche parece totalmente erróneo; significa situar su
trabajo en el contexto equivocado.
—Estaría más o menos de acuerdo con la idea de que en efecto me interesa más la
moral que la política, o en cualquier caso, la política como una ética.
—¿Pero, sería verdad eso de su trabajo de hace unos cinco o diez años; en otras
palabras, cuando era considerado más un filósofo o un historiador del poder que un
historiador del sí [self][310] o del sujeto? Esta es, ciertamente, la razón por la que
usted era percibido como defensor de una visión alternativa de la política más que
como sin visión política alguna. Esta es la razón por la que los marxistas o los
habermasianos o cualesquiera otros le veían como una figura con la que contender.
—Si usted quiere, lo que me llama la atención es el hecho de que desde el
principio he sido considerado como un enemigo por los marxistas, como un enemigo
por la derecha, como un enemigo por la gente de centro. Creo que si mi trabajo fuera
esencialmente político, terminaría, a la larga, por encontrar su lugar en algún sitio.
¿Dónde?
—No sé… si fuera político se ubicaría inevitablemente en la arena política. De
hecho, yo he buscado precisamente problematizar la política, y sacar a la luz en el
campo político, en el campo de la reflexión histórica y filosófica, algunos problemas
que no habían sido planteados antes. Quiero decir que las cuestiones que estoy
intentando plantear no están determinadas por una perspectiva política preestablecida
y no tienden a la realización de ningún proyecto político definido.
Y esto es difícil de situar en una lucha que está ya en marcha, porque las líneas
han sido trazadas por otros…
—Es difícil proyectar esas cuestiones, que tienen diversas dimensiones, diversas
caras, en un espacio político personal. Ha habido marxistas que decían que yo era un
peligro para la democracia occidental —esto ha sido escrito; hubo un socialista que
escribió que el pensador que más se me asemejaba era Adolf Hitler en Mein Kampf
[Mi lucha]. He sido considerado por los liberales como un tecnócrata, un agente del
gobierno gaullista; he sido considerado por la gente de la derecha, gaullistas u otros,
como un peligroso anarquista de izquierdas; hubo un profesor americano que
preguntaba por qué un cripto-marxista como yo, manifiestamente un agente del KGB,
era invitado a las universidades americanas; etc. Bien, no tiene ninguna importancia;
todos nosotros hemos estado expuestos a lo mismo; ustedes también, me imagino. No
es cuestión de hacer particular problema de mi propia situación; pero, si usted quiere,
creo que al preguntar por este tipo de cuestión ético-epistemológica-política uno no
está tomando posición sobre un tablero de ajedrez.
—El nivel ético me parece bien, muy interesante, pero hay que decir que usted no
es puramente contemplativo. Usted ha sido actor durante años en sectores muy
específicos de la sociedad francesa, y lo que es interesante y quizá también un
desafío mayor a los partidos políticos es el modo en que usted lo ha hecho, esto es,
vinculando un análisis con un tipo de acción que no es ideológica en sí misma, y que,
por tanto, es más difícil de denominar… y usted ayuda a otras gentes a llevar su
propia lucha adelante en áreas específicas; pero eso es ciertamente una ética, si
puedo decirlo así, de la interacción entre teoría y práctica; consiste en enlazar
ambas. Pensar y actuar están conectados en un sentido ético, pero de un tipo que
tiene resultados que han de ser llamados políticos.
—Sí, pero creo que la ética es una práctica; ethos es una manera de ser. Tomemos
un ejemplo que nos incumbe a todos, el de Polonia. Si planteamos la cuestión de
Polonia en términos estrictamente políticos, está claro que pronto llegamos al punto
Hay una visión de la política asociada en América con Hannah Arendt, y ahora
con Jürgen Habermas, que ve la posibilidad del poder como un actuar
concertadamente, actuar juntos, más que el poder como una relación de
dominación[311]. La idea de que el poder puede consistir en un consenso, un campo
de intersubjetividad, una acción común es algo que su trabajo parece socavar. Es
difícil encontrar una visión en ello de política alternativa. Quizá, en este sentido,
usted puede ser leído como antipolítico.
—Déjeme poner algunos ejemplos muy sencillos, pero que, creo, no caen fuera
del tema que ha elegido. Si tomamos el sistema penal, las cuestiones que están siendo
planteadas, somos muy conscientes de que en muchos países democráticos se están
haciendo esfuerzos para poner la justicia penal a funcionar de otra manera,
denominada «justicia informal» en los Estados Unidos, «forma societal» en Francia.
Esto significa en realidad que se les concede una cierta forma de autoridad a grupos,
a líderes de grupo. Esta autoridad obedece a otras reglas y requiere otros
instrumentos, pero también produce efectos de poder que no son necesariamente
válidos, admitiendo el simple hecho de que no son oficialmente sancionados, que no
pasan por la misma red de autoridad. Ahora volvamos a su cuestión, la idea de una
política consensual puede, por supuesto, en un momento dado, servir, o como
principio regulativo, o, mejor aún, como principio crítico con respecto a otras formas
políticas; pero no creo que eso liquide el problema de la relación de poder.
¿Puedo plantearle una cuestión sobre este punto, partiendo de Hannah Arendt?
Arendt reservaba la palabra poder solo para uno de los dos aspectos, pero vamos a
usar el término más ampliamente, vamos a decir que ella vio dos posibles caras del
poder. Hay relaciones entre la gente que les permiten realizar cosas que, de otro
modo, no habrían sido capaces de hacer; las personas están vinculadas por
relaciones de poder en el sentido de que juntos tienen una capacidad que no tendrían
de otra manera, y esto supone un cierto entendimiento común, etc., que puede
también incluir relaciones de subordinación, porque una de las condiciones
necesarias de esta acción común puede ser la de tener cabezas o líderes —pero, de
acuerdo con Arendt, estas no serían en modo alguno relaciones de dominación; y hay
Las ideas que me gustaría discutir aquí no representan ni una teoría ni una
metodología[315].
Me gustaría decir, antes de nada, cuál ha sido la meta de mis trabajos durante los
últimos veinte años[316]. No ha consistido en analizar los fenómenos del poder, ni en
elaborar los fundamentos para un tal análisis[317].
Mi objetivo, en cambio, ha sido producir una historia de los diferentes modos por
los cuales, en nuestra cultura, los seres humanos son constituidos como sujetos. Mi
trabajo ha tratado de tres modos de objetivación que transforman a los seres humanos
en sujetos. El primero está formado por los modos de investigación que intentan
darse a sí mismos el estatuto de ciencia[318]; por ejemplo, la objetivación del sujeto
hablante en la grammaire générale [gramática general], la filología y la lingüística.
O, dentro aún de este primer modo, la objetivación del sujeto productivo, el sujeto
que trabaja, en el análisis de la riqueza y en la economía. O, un tercer ejemplo, la
objetivación del puro hecho de ser vivo, en la historia natural o la biología.
En la segunda parte de mi trabajo, he estudiado la objetivación del sujeto a través
de lo que llamaré «prácticas divisorias»[319]. El sujeto es dividido en el interior de sí
mismo o respecto de los otros. Este proceso lo objetiva. Constituyen ejemplos de ello:
el loco y el cuerdo, el enfermo y el sano, los criminales y los «buenos muchachos».
Finalmente, he intentado estudiar —es mi trabajo actual— el modo en que un ser
humano se convierte a sí mismo o a sí misma en sujeto[320]. Por ejemplo, he elegido
el dominio de la sexualidad —cómo los hombres han aprendido a reconocerse a sí
mismos como sujetos de «sexualidad».
De modo que no es el poder, sino el sujeto, el tema general de mi
investigación[321].
Es verdad que he llegado a estar completamente involucrado en la cuestión del
poder. Pronto me di cuenta de que el ser humano al mismo tiempo que está situado en
relaciones de producción y de significación, también lo está en relaciones de poder
que son muy complejas. Ahora bien, me parecía que la teoría e historia económica
aportaban un buen instrumento para el estudio de las relaciones de producción; que la
lingüística y la semiótica ofrecían instrumentos para el estudio de las relaciones de
significación; pero para las relaciones de poder no teníamos herramientas de estudio.
Solo podíamos recurrir a formas de pensar el poder basadas en modelos jurídicos,
esto es: ¿Qué legitima el poder? O podíamos recurrir a formas de pensar el poder
basadas en modelos institucionales, esto es: ¿Qué es el Estado?
Era, por tanto, necesario ampliar las dimensiones de una definición del poder si
queríamos usar esa definición para estudiar la objetivación del sujeto.
Y esto implica que el poder de tipo pastoral que durante siglos —más de un milenio
— ha estado vinculado a instituciones religiosas definidas, se extendió rápidamente a
la totalidad del cuerpo social; encontró apoyo en una multitud de instituciones. Y, en
vez de un poder pastoral y un poder político más o menos vinculados uno al otro, más
o menos rivales, hubo una «táctica» individualizante que caracterizó a una serie de
poderes: los de la familia, medicina, psiquiatría, educación, empresa.
A finales del siglo XVIII, Kant escribió en una revista alemana —Berliner
Monatschrift [Revista mensual de Berlín]— un breve texto. El título era Was heisst
Aufklärung? [Qué significa Ilustración] Fue considerado durante mucho tiempo, y
todavía lo es, un trabajo de relativamente poca importancia. Pero yo no puedo evitar
encontrarlo muy interesante y sorprendente, porque fue la primera vez que un filósofo
proponía como tarea filosófica investigar no solo el sistema metafísico o los
fundamentos del conocimiento científico, sino un acontecimiento histórico —un
acontecimiento reciente, incluso contemporáneo.
Cuando en 1784, Kant preguntaba Was heisst Aufklärung?, quería decir, ¿Qué
está ocurriendo hoy? ¿Qué nos está pasando? ¿Cómo es este mundo, este período,
este preciso momento en el que estamos viviendo?
O, en otras palabras: ¿Qué somos nosotros como Aufklärer, como parte de la
Ilustración? Comparen esto con la pregunta cartesiana: ¿Quién soy yo? ¿Yo, como
sujeto único, pero universal y ahistórico? Yo, para Descartes, es cualquiera, en
cualquier lugar y en cualquier momento.
Pero Kant pregunta algo distinto: ¿Qué somos? En un muy preciso momento de la
historia. La pregunta de Kant aparece como un análisis a la vez de nosotros y de
nuestro tiempo.
Pienso que esta cuestión de la filosofía cobró cada vez más importancia, Hegel,
Nietzsche…
La otra cuestión de la «filosofía universal» no desapareció. Pero la tarea de la
filosofía como un análisis crítico de nuestro mundo es algo cada vez más importante.
Quizá el más importante de todos los problemas filosóficos es el problema del tiempo
Para algunos, interrogarse sobre el «cómo» del poder significaría limitarse a describir
sus efectos sin relacionarlos nunca ni con causas ni con una naturaleza. Eso sería
hacer de ese poder una sustancia misteriosa que no queremos investigar en sí misma,
sin duda porque preferimos no «poner en cuestión». En este proceder, del que no se
da razón, ellos sospechan un fatalismo. Pero su misma desconfianza ¿no muestra que
ellos suponen que el Poder es algo que existe con su origen de una parte, su
naturaleza de otra y, en fin, sus manifestaciones?
Si concedo un cierto privilegio provisional a la cuestión del «cómo», no es que
quiera eliminar la cuestión del «qué» y del «por qué». Es para plantearlas de otro
modo; mejor aún: para saber si es legítimo imaginar un «Poder» que une en sí un qué,
un por qué y un cómo. Hablando sin rodeos, diría que comenzar el análisis por el
«cómo» es introducir la sospecha de que el «Poder» como tal no existe; es
preguntarse en todo caso a qué contenidos asignables se puede apuntar cuando se
hace uso de ese término majestuoso, globalizante y sustantificador; es sospechar que
se deja escapar un conjunto de realidades muy complejas cuando se da vueltas
indefinidamente sobre la doble cuestión: ¿Qué es el Poder? y ¿de dónde viene? La
modesta cuestión, completamente llana y empírica: ¿Cómo ocurre?, enviada como
exploradora, no tiene por función hacer pasar de contrabando una «metafísica», o una
«ontología» del poder, sino intentar una investigación crítica en la temática del poder.
Lo que sigue es el producto de una serie de sesiones de trabajo que nos reunieron con
Michel Foucault en Berkeley, en abril de 1983. Si bien hemos conservado la forma de
la entrevista, el texto fue revisado y modificado con la ayuda del propio Foucault. Él
nos autorizó generosamente a publicar sus observaciones preliminares, que son el
fruto de entrevistas orales y de conversaciones libres en inglés, lo cual explica que en
ellas no se encuentren la precisión y el soporte académico a los que nos han
acostumbrado los escritos de Foucault. Hubert L. Dreyfus y Paul Rabinow.
—¿Y qué vendrá a continuación? ¿Habrá otros libros sobre los cristianos
cuando termine esos tres?
—¡Ah, ante todo voy a ocuparme de mí mismo![335] He escrito un esbozo, una
primera versión de un libro sobre la moral sexual en el siglo XVI, cuando el problema
de las técnicas de sí, el examen de sí mismo, el cuidado de las almas, son muy
importantes tanto en las iglesias protestantes como en las católicas. Lo que me
impresiona es que, en la moral de los griegos, la gente se preocupaba por su conducta
moral, su ética, las relaciones consigo misma y los otros, mucho más que por los
problemas religiosos. Tomemos estos ejemplos: ¿qué pasa después de la muerte?,
¿qué son los dioses?, ¿intervienen o no? Para los griegos estos problemas son muy,
muy insignificantes y no tienen una relación inmediata con la moral o la conducta
moral. Luego, esa moral no estaba ligada a ningún sistema institucional y social o, al
menos, a ningún sistema legal. Por ejemplo, las leyes contra las malas conductas
sexuales son muy raras y poco apremiantes. Para terminar, lo que más les
preocupaba, su gran tema, era constituir una suerte de moral que fuera una estética de
—Con referencia a este punto es muy pertinente la amistad. Parece ser sin duda
un aspecto de la cultura griega del que Aristóteles nos habla, pero al que usted no se
refiere y que tiene una gran importancia. En la literatura clásica la amistad es el
punto de encuentro, el lugar del reconocimiento mutuo. La tradición no ve en la
amistad la más grande virtud, pero, si se lee tanto a Aristóteles como a Cicerón,
podría concluirse que lo era, porque es estable y persistente, porque es
desinteresada, porque no se la puede comprar como uno quiera y porque no niega la
utilidad ni los placeres del mundo, aun cuando busque otra cosa.
—Es muy significativo que, cuando los griegos trataron de integrar el amor a los
muchachos y la amistad, se hayan visto obligados a hacer a un lado las relaciones
sexuales. A diferencia de estas, la amistad es una cosa recíproca: las relaciones
sexuales se percibían en términos del juego activo o pasivo de la penetración. Estoy
completamente de acuerdo con lo que usted acaba de decir sobre la amistad, pero veo
en eso la confirmación de lo que digo de la moral sexual de los griegos: si uno tiene
una amistad, es difícil tener relaciones sexuales. Para Platón, en el Fedro, hay
reciprocidad del deseo físico, pero esa reciprocidad debe llevar a una doble renuncia.
En Jenofonte, Sócrates dice que es evidente que, en una relación entre un muchacho y
un hombre, el primero no es más que el espectador del placer del segundo. Lo que los
griegos dicen de ese amor a los muchachos implica la necesidad de no tomar en
cuenta el placer de estos últimos. Más aún, para un muchacho es deshonroso sentir
algún placer físico en la relación con un hombre.
—De acuerdo, pero si las relaciones sexuales eran a la vez no recíprocas y causa
de tormento para los griegos, al menos el placer en sí no parece haber sido
problemático para ellos.
—Yo traté de mostrar que hay una tensión creciente entre el placer y la salud. La
idea de que el sexo comporta peligros es mucho más fuerte en el siglo II de nuestra
era que en el siglo IV a. C. Puede mostrarse, por ejemplo, que el acto sexual ya
conllevaba un peligro para Hipócrates, a cuyo juicio había que prestar mucha
atención, no tener relaciones sexuales todo el tiempo sino únicamente en algunas
estaciones, etc. Pero en los siglos I y II parece que, para un médico, el acto sexual
constituye un peligro más o menos grande. Y en este caso creo que la gran mutación
fue la siguiente: en el siglo IV a. C. el acto sexual era una actividad, en tanto que, para
los cristianos, es una pasividad. Hay un análisis muy interesante y característico de
San Agustín con respecto a la erección. Para el griego del siglo IV a. C., la erección
era un signo de actividad, el signo de la verdadera actividad. Pero después, para San
Agustín y los cristianos, la erección no es algo voluntario, sino que es un signo de
pasividad: un castigo por el pecado original[338].
—Digan lo que dijeren los helenistas alemanes, la Grecia clásica no era por lo
tanto la edad de oro. Y pese a ello podemos, seguramente, extraer lecciones de ese
período, ¿no?
—Creo que no hay un valor ejemplar en un período que no es el nuestro…, no se
trata de volver a un estado anterior. Pero estamos frente a una experiencia ética que
implicaba un énfasis muy fuerte en el placer y su uso. Si comparamos esa experiencia
con la nuestra, en la que todo el mundo —tanto el filósofo como el psicoanalista—
explica que lo importante es el deseo y el placer no es nada, podemos preguntarnos
entonces si esta separación no fue un acontecimiento histórico sin necesidad alguna, y
al que ningún vínculo ligaba con la naturaleza humana ni con una necesidad
antropológica cualquiera.
—¿Y qué decían de alguien que hacía tanto el amor que ponía en peligro su
salud?
—Que era orgullo y era excesivo. El problema no es el de la desviación y lo
normal, sino el del exceso y la moderación.
—Los griegos eran austeros porque buscaban tener una bella vida; nosotros,
hoy, buscamos realizarnos gracias al apoyo de la psicología.
—Exactamente. Me parece que no es para nada necesario unir los problemas
morales y el saber científico. Entre las invenciones culturales de la humanidad hay
todo un tesoro de procedimientos, técnicas, ideas y mecanismos que no pueden
verdaderamente reactivarse, pero que ayudan a constituir una especie de punto de
vista que puede ser muy útil para analizar y transformar lo que pasa hoy a nuestro
alrededor.
No tenemos que elegir entre nuestro mundo y el mundo griego. Pero como
podemos observar que algunos de los grandes principios de nuestra moral estuvieron
ligados en un momento dado a una estética de la existencia, me parece que ese tipo de
análisis histórico puede ser útil. Durante siglos tuvimos la convicción de que entre
nuestra moral —nuestra moral individual—, nuestra vida de todos los días y las
grandes estructuras políticas, sociales y económicas había vínculos analíticos, y que
no podíamos cambiar nada en nuestra vida sexual, por ejemplo, o en nuestra vida
familiar, sin poner en peligro nuestra economía o nuestra democracia. Creo que
debemos deshacernos de la idea de un vínculo analítico y necesario entre la moral y
las demás estructuras sociales, económicas o políticas.
—Pero ¿qué clase de moral podemos elaborar hoy en día, cuando se sabe que
entre la moral y las otras estructuras no hay más que conjunciones históricas y no un
vínculo de necesidad?
—Lo que me sorprende es que en nuestra sociedad el arte ya solo tenga relación
con los objetos y no con los individuos o la vida; y también que el arte sea un
dominio especializado, el dominio de los expertos que son los artistas. Pero ¿no
podría la vida de cualquier individuo ser una obra de arte? ¿Por qué un cuadro o una
—Está claro que ese tipo de proyecto es muy común en lugares como Berkeley,
donde hay gente que piensa que todo lo que hace —desde lo que toman en el
desayuno hasta el amor hecho de tal o cual manera, o el día mismo y el modo de
pasarlo— debería encontrar una forma consumada.
—Pero tengo miedo de que, en la mayor parte de esos ejemplos, la gente piense
mayoritariamente que si hace lo que hace, si vive como vive, es porque conoce la
verdad sobre el deseo, la vida, la naturaleza, el cuerpo, etc.
—Pero si uno debe crearse a sí mismo sin recurrir al conocimiento y las leyes
universales, ¿en qué difiere su concepción del existencialismo sartreano?
—En Sartre hay una tensión entre cierta concepción del sujeto y una moral de la
autenticidad. Y siempre me pregunto si esa moral de la autenticidad no impugna de
hecho lo que se dice en La trascendencia del ego. El tema de la autenticidad remite,
explícitamente o no, a un modo de ser del sujeto definido por su adecuación a sí
mismo. Ahora bien, me parece que la relación consigo mismo debe poder describirse
según las multiplicidades de formas de las que la «autenticidad» no es más que una
de las modalidades posibles; hay que concebir que la relación consigo mismo está
estructurada como una práctica que puede tener sus modelos, sus conformidades, sus
variantes, pero también sus creaciones. La práctica de sí es un dominio complejo y
múltiple[341].
—Hay tres dominios de genealogías posibles. Ante todo, una ontología histórica
de nosotros mismos en nuestras relaciones con la verdad que nos permite
constituirnos como sujetos de conocimiento; a continuación, una ontología histórica
de nosotros mismos en nuestras relaciones con un campo de poder donde nos
constituimos como sujetos que actúan sobre los otros, y, por último, una ontología
histórica de nuestras relaciones con la moral que nos permite constituirnos como
agentes éticos[342].
Por lo tanto, hay tres ejes posibles para una genealogía. Los tres estaban
presentes, aunque de manera un poco confusa, en Historia de la locura. Estudié el eje
de la verdad en El nacimiento de la clínica y La arqueología del saber[343].
Desarrollé el eje del poder en Vigilar y castigar y el eje moral en Historia de la
sexualidad.
La organización general del libro sobre la sexualidad se centra en la historia de la
moral. Creo que, en una historia de la moral, es preciso hacer una distinción entre el
código moral y los actos. Los actos o las conductas son la actitud real de la gente
frente a las prescripciones morales que se le imponen. Entre esos actos, hay que
distinguir el código que determina qué actos están autorizados o prohibidos y el valor
positivo o negativo de las diferentes actitudes posibles. Pero hay otro aspecto de las
prescripciones morales que, en general, no se aísla en cuanto tal pero que
aparentemente es muy importante: se trata de la relación consigo mismo que habría
que instaurar, una relación consigo mismo que determina cómo debe constituirse el
individuo en cuanto sujeto moral de sus propias acciones. En esa relación hay cuatro
aspectos principales. El primero concierne a la parte de uno mismo o el
comportamiento que está en relación con una conducta moral. Por ejemplo, se dirá
que en nuestra sociedad, en general, el principal campo de moralidad, la parte de
nosotros mismos más concernida por la moralidad, son los sentimientos. Está claro en
cambio que, desde el punto de vista kantiano, la intención es más importante que los
sentimientos. Pero, desde el punto de vista cristiano, la materia moral es
esencialmente la concupiscencia (lo cual no quiere decir que el acto carezca de
importancia).
—Pero, en términos generales, ¿para los cristianos es el deseo, para Kant era la
intención y para nosotros, hoy, son los sentimientos?
—Sí, las cosas pueden, en efecto, presentarse así. No siempre es la misma parte
de nosotros mismos o de nuestro comportamiento la relevante en la moral. Ese es el
—¿La sustancia ética es algo así como el material que la moral va a reelaborar?
—Sí, eso es. Para los griegos la sustancia ética consistía en actos ligados en su
unidad al placer y el deseo. Eran lo que ellos llamaban aphrodisia, que eran tan
diferentes de la «carne» cristiana como de la sexualidad.
—Cuando el rey dice: «Por ser rey», ¿es eso el signo y el índice de una bella
vida?
—Es el signo de una vida que es a la vez estética y política, dos aspectos que
están directamente ligados. Puesto que, si quiero que la gente me acepte como rey,
debo poseer algo así como una gloria que me sobreviva, y esa gloria no puede
desvincularse de su valor estético. En consecuencia, el poder político, la gloria, la
inmortalidad y la belleza son cosas que en un momento dado están ligadas unas a
otras. Es un modo de sujeción y el segundo aspecto de la moral. El tercer aspecto es
este: ¿cuáles son los medios gracias a los cuales podemos transformarnos a fin de
llegar a ser sujetos morales?[344].
—¿Cuál es el cuidado de sí que usted decidió tratar por separado en el libro del
mismo nombre?[348]
—Lo que me interesa en la cultura helénica, en la cultura grecorromana a partir
del siglo IV a. C. y hasta los siglos II y III d. C., es el precepto para el que los griegos
tenían una expresión específica, epimeleia heautou: el cuidado de sí. Esto no quiere
decir simplemente interesarse en sí mismo y tampoco implica una tendencia a excluir
cualquier forma de interés o atención que no estén dirigidos hacia uno mismo.
Epimeleia es una palabra muy fuerte en griego que designa el trabajo, la aplicación,
el celo por algo. Jenofonte, por ejemplo, la utiliza para describir el cuidado que
conviene prestar al patrimonio propio. La responsabilidad de un monarca con
respecto a sus conciudadanos era del orden de la epimeleia. Lo que hace un médico
cuando atiende a un enfermo también se designa como epimeleia. Se trata, pues, de
una palabra que se relaciona con una actividad, una atención, un conocimiento[349].
—Antes de ver cuál fue el papel de esas libretas a comienzos de la era cristiana,
¿puede decirnos en qué son diferentes la austeridad grecorromana y la austeridad
cristiana?
—Podemos marcar la diferencia en el siguiente aspecto: el hecho de que, en
muchas morales antiguas, la cuestión de la «pureza» era relativamente poco
importante. Lo era, es cierto, para los pitagóricos y también en el neoplatonismo, y lo
fue cada vez más para el cristianismo. En un momento dado, el problema de una
estética de la existencia queda encubierto por el problema de la pureza, que es una
cosa distinta y requiere otra técnica. En el ascetismo cristiano la cuestión de la pureza
es central. El tema de la virginidad, junto con el modelo de la integridad femenina,
tenía cierta importancia en algunos aspectos de la religión antigua, pero casi ninguna
en la moral, donde la cuestión no era la integridad de uno mismo con respecto a los
otros, sino el dominio de sí sobre sí mismo. Era un modelo viril de autodominio, y
una mujer que observaba cierta templanza era tan viril consigo misma como un
hombre. El paradigma de la autorrestricción sexual se convierte en un paradigma
femenino a través del tema de la pureza y la virginidad, fundado en el modelo de la
integridad física. El nuevo «yo» cristiano debía ser objeto de un examen constante
porque estaba ontológicamente marcado por la concupiscencia y los deseos de la
carne. A partir de ese momento, el problema no era establecer una relación
consumada consigo mismo sino, por el contrario, autodescifrarse y renunciar a sí.
Por consiguiente, entre el paganismo y el cristianismo la oposición no es la de la
tolerancia y la austeridad, sino la de una forma de austeridad que está ligada a una
estética de la existencia y otras formas de austeridad vinculadas a la necesidad de
renunciar a uno mismo mediante el desciframiento de su propia verdad.
—Uno de los lugares comunes de los estudios literarios consiste en decir que
Montaigne fue el escritor que inventó la autobiografía, pese a lo cual usted parece
remontar la escritura sobre sí mismo a fuentes mucho más remotas.
—Me parece que, en la crisis religiosa del siglo XVI —y con el cuestionamiento
de la pastoral católica—, se desarrollaron nuevos modos de relación consigo mismo.
Puede observarse la reactivación de unas cuantas prácticas de los estoicos de la
Antigüedad. Por ejemplo, la noción de prueba de sí mismo me parece cercana, desde
un punto de vista temático, a lo que podemos encontrar entre los estoicos, para
quienes la experiencia de sí no es el descubrimiento de una verdad sepultada en uno
mismo, sino un intento de determinar lo que se puede y lo que no se puede hacer con
la libertad de la que uno dispone. Tanto entre los católicos como entre los protestantes
puede constatarse la reactivación de esas antiguas técnicas que adoptan la forma de
prácticas espirituales cristianas.
—Si el autoanálisis es una invención cultural, ¿por qué nos parece tan natural y
agradable?
—Ante todo, no veo por qué una «invención cultural» no puede ser «agradable».
El placer que uno siente en sí mismo puede perfectamente adoptar una forma cultural,
como el placer experimentado con la música. Y hay que comprender con claridad que
en ello hay algo muy diferente de lo que llamamos interés o egoísmo. Sería
interesante ver cómo, en los siglos XVIII y XIX, se propuso e inculcó en la clase
burguesa toda una moral del «interés», en oposición, sin duda, a las otras artes de sí
mismo que podían constatarse en los medios artístico críticos; y la vida «de artista»,
el «dandismo», constituyeron otras estéticas de la existencia opuestas a las técnicas
de sí que eran características de la cultura burguesa.
—Pasemos a la historia del sujeto moderno. Ante todo, ¿el cultivo de sí clásico
se perdió por completo o, al contrario, las técnicas cristianas lo incorporaron y
—Siete años han pasado desde La voluntad de saber[356]. Sé que sus últimos
libros le han planteado problemas y que se ha encontrado con dificultades. Me
gustaría que me hablara de esas dificultades y de ese viaje al mundo grecorromano,
que le era, si no desconocido, al menos un poco extraño.
—Las dificultades venían del proyecto mismo, que pretendía precisamente
evitarlas.
Al programar mi trabajo en varios volúmenes sobre un plan preparado de
antemano[357], yo me había dicho que ahora había llegado el momento en que podría
escribirlos sin dificultad, y desarrollar simplemente lo que tenía en la cabeza,
confirmándolo con el trabajo de investigación empírica.
Estuve a punto de morir de aburrimiento escribiendo esos libros: se parecían
demasiado a los precedentes. Para algunos, escribir un libro supone siempre arriesgar
algo. Por ejemplo, no lograr escribirlo. Cuando se sabe de antemano a dónde se
quiere llegar, hay una dimensión de la experiencia que falta, la que consiste
precisamente en escribir un libro arriesgándose a no terminarlo[358]. De modo que
cambié el proyecto general: en lugar de estudiar la sexualidad en los confines del
saber y del poder, intenté investigar desde un plano más elevado cómo se había
constituido, para el propio sujeto, la experiencia de su sexualidad como deseo.
Despejar esta problemática me llevó a examinar de cerca textos muy antiguos, latinos
y griegos, que me han exigido mucha preparación, muchos esfuerzos, y que me han
dejado hasta el final sumido en no pocas dudas e incertidumbres.
—Hay siempre una cierta «intencionalidad» en sus obras, que a menudo escapa
a los lectores. La Historia de la locura era, en el fondo, la historia de la constitución
de ese saber que se llama psicología, Las palabras y las cosas era la arqueología de
las ciencias humanas; Vigilar y castigar, la implantación de las disciplinas del
cuerpo y del alma. Parece que lo que está en el centro de sus últimos libros es lo que
usted llama los «juegos de verdad».
—No creo que haya una gran diferencia entre estos libros y los precedentes.
Cuando uno escribe libros como esos, se desea intensamente cambiar por completo
todo lo que uno piensa y encontrarse al final muy distinto de lo que uno era al
principio. Luego uno se da cuenta de que en el fondo ha cambiado relativamente
poco. Quizá ha cambiado de perspectiva, ha girado alrededor del problema, que
siempre es el mismo, es decir, las relaciones entre el sujeto, la verdad y la
constitución de la experiencia. He intentado analizar cómo dominios como los de la
—Eso nos lleva a la actualidad política. Los tiempos son difíciles: en el plano
internacional está el chantaje de Yalta y el enfrentamiento de los bloques; en el plano
interior, está el espectro de la crisis. En relación con todo esto, parece que entre la
izquierda y la derecha ya no hay más que una diferencia de estilo. ¿Cómo decidir,
entonces, ante esta realidad y sus dictados, si aparentemente no tiene alternativa
posible?
—Me parece que su pregunta es al mismo tiempo atinada y un poco comprimida.
Habría que descomponerla en dos órdenes de cuestiones: en primer lugar, ¿hay que
aceptar o no aceptar? En segundo lugar, si se acepta, ¿qué se puede hacer? A la
—No hay, pues, que asumir una actitud, por así decirlo, hegeliana, consistente en
aceptar la realidad tal como es y como se nos la presenta. Queda una última
interrogante: «¿Hay una verdad en la política?».
—Creo demasiado en la verdad para no suponer que hay diferentes verdades y
diferentes maneras de decirla. Ciertamente, no se puede pedir a un gobierno que diga
la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. En cambio, es posible pedir a los
gobiernos una cierta verdad en cuanto a los proyectos finales, a las elecciones
generales de su táctica, a un cierto número de puntos particulares de su programa: es
la parrêsía (la palabra libre) del gobernado, la que puede, la que debe interpelar al
gobierno en nombre del saber, de la experiencia que tiene, del hecho de que es un
ciudadano, acerca de lo que hace, sobre el sentido de su acción, sobre las decisiones
que ha tomado.
Hay, con todo, que evitar una trampa en la que los gobiernos quieren hacer caer a
los intelectuales, y en la que estos caen a menudo: «Pónganse en nuestro lugar y
dígannos lo que harían ustedes». No es una cuestión a la que haya que responder.
Tomar una decisión en una materia cualquiera implica un conocimiento de los
dosieres que nos es negado, un análisis de la situación que no se ha tenido la
posibilidad de hacer. Eso es una trampa. No queda otra cosa sino que, en tanto que
gobernados, se tiene el perfecto derecho de plantear las cuestiones de verdad[365]:
«¿Qué es lo que hacen ustedes, por ejemplo, cuando son hostiles a los euromisiles, o
cuando, por el contrario, los apoyan, cuando reestructuran el acero de la Lorena,
cuando abren el dosier de la enseñanza libre?».
—En este descenso a los infiernos que es una larga meditación, una larga
búsqueda —un descenso en el que se va de algún modo a la búsqueda de una verdad
— ¿qué tipo de lector le gustaría encontrar? Es un hecho que, si quizá todavía hay
buenos autores, hay cada vez menos buenos lectores.
—Yo diría simplemente lectores. Es verdad que ya no se nos lee. El primer libro
que escribimos se lee, porque no somos conocidos, porque la gente no sabe quiénes
* * *
Una de las principales razones radican sin duda en esto: la historia de las ciencias
debe su dignidad filosófica al hecho de poner en juego uno de los temas que, a buen
seguro, se introdujo de manera un poco subrepticia en la filosofía a fines del
siglo XVIII. En esa época se hizo por primera vez al pensamiento racional la pregunta
no solo de su naturaleza, su fundamento, sus poderes y sus derechos, sino la de su
historia y su geografía; la de su pasado inmediato y sus condiciones de ejercicio, y la
de su momento, su lugar y su actualidad. De esa pregunta mediante la cual la filosofía
hizo de su forma presente y del vínculo con su contexto una interrogación esencial,
puede tomarse por símbolo el debate que se entabló en la Berlinische Monatsschrift,
y cuyo tema era: Was ist Aufklärung?[372] Pregunta a la que Mendelssohn y Kant,
cada uno por su lado, dieron una respuesta[373].
Es indudable que en un principio esa pregunta se escuchó como una interrogación
relativamente accesoria: se preguntaba a la filosofía la forma que podía adoptar, su
figura del momento y los efectos que debían esperarse de ella. Pero pronto resultó
claro que la respuesta que se le daba arriesgaba ir mucho más allá. Se hacía de la
Aufklärung el momento en que la filosofía encontraba la posibilidad de constituirse
como la figura determinante de una época, y cuando esta se convertía en la forma de
* * *
DE, II, 309; hay trad. español de Julia Varela y Fernando Álvarez en M. Foucault,
Estrategias de poder, Paidós, 1999. La expresión «tool-box» fue retomada por el
mismo Foucault más tarde, añadiendo: «escribo para utilizadores, no para lectores»
(DE, II, 523-524). <<
La inquietud por la verdad, Siglo XXI, 2013); en otro lugar: «Cada vez que he
intentado hacer un trabajo teórico, ha sido a partir de elementos de mi propia
experiencia: siempre en relación con procesos que veía desarrollarse alrededor de mí.
Es porque pensaba reconocer en las cosas que veía, en las instituciones con las que
tenía que ver, en mis relaciones con los demás, grietas, sacudidas sordas, disfunciones
por lo que yo emprendía un trabajo, algunos fragmentos de autobiografía», «¿Es,
pues, importante pensar?», aquí en pág. 187. <<
une morale de l’inconfort», 1979; «Le sujet et le pouvoir», 1982 (véase aquí en págs.
317 y sigs.); «Structuralisme et poststructuralisme», 1983 (trad. cast. de Ángel
Gabilondo en M. Foucault, Estética, ética y hermenéutica, Barcelona, Paidós, 1999);
Lección del 5 de febrero del curso de 1982-83, Le gouvernement de soi et des autres
(ob. cit.); «What is Enlightenment?», 1984 (trad. en M. Foucault, Estética, ética… ob.
cit.). Todos estos textos, excepto el primero, están recogidos en DE (III y IV). Hay
una edición en español que con muy buen criterio reúne buena parte de estos textos:
Michel Foucault, Sobre la Ilustración, Madrid, Tecnos, 2006. <<
hacia mejor», 1798. Seguimos la traducción de don Eugenio Imaz en ob. cit., la
introducción del texto alemán es nuestra. <<
problematisations», DE, IV, 597-598, hay trad. cast. en M. Foucault, Estética…, ob.
cit. <<
<<
<<
significa, para los griegos, la no-esclavitud —lo que constituye, sin embargo, una
definición de libertad bastante diferente de la nuestra—, el problema es ya
enteramente político. Es político en la medida en que la no-esclavitud con respecto a
los otros es una condición: un esclavo no tiene ética. La libertad es pues en sí misma
política, en la medida en que ser libre significa no ser esclavo de sí y de sus apetitos,
lo que implica que se establezca consigo mismo una cierta relación de dominación,
de dominio, que se llamaba archê —poder, mando». Ibíd., DE, IV, 714. <<
directamente ligados. Puesto que, si quiero que la gente me acepte como rey, debo
poseer algo así como una gloria que me sobreviva, y esa gloria no puede
desvincularse de su valor estético. En consecuencia, el poder político, la gloria, la
inmortalidad y la belleza son cosas que en un momento dado están ligadas unas a
otras» (véase aquí, «Acerca de la genealogía de la ética», pág. 356). <<
edición alemana de La voluntad de saber (Der Wille zum Wissen), publicada en 1977,
un año después de la edición francesa. El texto ha sido recogido en DE, III, 136-137.
Tiene el interés de que en él Foucault sale al paso de dos equívocos interpretativos
que dieron lugar a una estruendosa polémica con motivo de la edición francesa: 1) La
idea de qué tipo de investigación era realmente, cómo no podía entenderse como una
especie de historia de los comportamientos sexuales, sino de la emergencia de un
determinado saber y sus efectos. 2) Contestar el malentendido de que la obra
significara una negación radical de la tesis del sexo reprimido, punto al que Foucault
se vería obligado a volver una y otra vez en años posteriores. La aclaración de tales
puntos capitales conduce al autor a definir una idea no menos interesante: el objetivo
de fondo que orientaba el conjunto de su obra más allá de la Historia de la
sexualidad. <<
central, el foco de todo su trabajo. Aquí vemos un ejemplo de ello; veremos algunos
más a lo largo de este compendio. <<
de esta entrevista apareció con el título «Du Pouvoir. Un entretien inédit avec Michel
Foucault; propos recueillis par P. Boncennes» en la revista L’Express, núm. 1722,
julio 6-12, 1984, págs. 56-68. Ha sido editada de forma completa en inglés en el
volumen Michel Foucault. Politics, Philosophy, Culture. Interviews and writings
1977-1984. Edited with an Introduction by Lawrence D. Kritzman, Nueva York,
Routledge, 1988, págs. 96-109. Todas las notas son nuestras. Esta desconocida
entrevista nos parece reseñable no ya solo por el recorrido que se hace por algunas de
las obras más importantes de Foucault sino porque se entra en la confrontación con
algunas de las interpretaciones más habituales de su obra, por ejemplo, el tema de la
discontinuidad en su concepción de la historia, o la interpretación del poder en su
dependencia o autonomía respecto de la economía, o, en fin, sobre la cuestión del
«intelectual específico» tratada por Foucault en muy pocos lugares. <<
había fundado con Simone de Beauvoir. Esprit, la revista que fundara el personalista
cristiano Emmanuel Mounier, era dirigida en esos años por Jean-Marie Domenach.
<<
hace Foucault en su entrevista del mismo año, 1978, con Trombadori, véase DE, IV.
59-61, hay trad. en M. Foucault, La inquietud por la verdad, Siglo XXI, 2013. <<
Nueva York, con un prefacio de Max Horkheimer, por Columbia U. Press, en 1939,
Punishment and Social Structure. Esta obra es considerada por Foucault en el primer
capítulo de Vigilar y castigar (SP, 29-30). Sobre este punto véase la entrevista de
Foucault con Trombadori, en M. Foucault, La inquietud por la verdad, Madrid,
Siglo XXI, 2013. Una traducción al español de la obra de los dos autores
francfortianos, Pena y estructura social, a cargo de Emilio García, puede leerse en:
http://archive.org/ <<
Pasquino, en junio de 1976, recogida en DE, III, 140-160, 154-160. En español, hay
una versión más breve de esta entrevista, con el título de «Verdad y poder»,
en M. Foucault, Microfísica del poder, ob. cit., y en M. Foucault, Estrategias de
poder, ob. cit. <<
diciembre de 1976 al célebre programa de Bernard Pivot, que esa vez tenía lugar en
el museo del Louvre, y en vez de hablar de su obra, en efecto, denunció el montaje
del proceso soviético contra el judío doctor Stern, un comunista desde los tiempos de
la guerra que se negó a la exigencia de las autoridades de impedir a sus dos hijos su
pretensión de emigrar a Israel. Stern fue acusado de un asunto de supuestas
comisiones ilegales, por el que, sin siquiera testimonios en contra, fue condenado a
ocho años de trabajos forzados. Véase Didier Eribon, Michel Foucault, París,
Flammarion, 1989, págs. 294-295. hay traducción de esta biografía en Gedisa. <<
una estancia de Foucault en Japón, en abril de 1978, donde dio diversas conferencias
en Universidades, pudo visitar algún hospital psiquiátrico y alguna prisión, tuvo
encuentros con psiquiatras y juristas, y debates múltiples. El texto apareció en la
revista japonesa Umi, julio, 1978 pags 302-328; traducida al francés y recogida en
DE, IV, 595-618. Tomamos la traducción del francés de Horacio Pons publicada
en M. Foucault, El poder, una bestia magnífica, Buenos Aires, Siglo XXI, 2012; las
notas a pie de página y lo introducido entre corchetes son nuestros, salvo cuando se
indique otra cosa. No se trata realmente de una entrevista, sino de una conversación
entre dos intelectuales, el poeta y filósofo japonés R. Yoshimoto y M. Foucault. El
primero, también conocido por Takaaki Yoshimoto, fue un escritor y filósofo japonés
(1924-2012), que sostenía un marxismo crítico, muy influyente entre los estudiantes
universitarios japoneses, en lo que se conoció como Nueva Izquierda, en los 60, muy
reconocido en su país, pero no así afuera debido a la falta de traducciones. Puede
verse un análisis del conjunto de su obra en Lawrence Olson, «Intellectuals and “The
People”; On Yoshimoto Takaaki» en Journal of Japanese Studies, vol. 4, núm. 2,
Summer, 1978, págs. 327-357. Toda la conversación aquí recogida versa, tal como
registra su título, sobre la admisibilidad teórica del marxismo, uno de los temas sobre
los que a menudo se le reclamaba a Foucault una definición, especialmente a partir de
las incitantes observaciones hechas en Las palabras y las cosas. Sobre este punto
polémico véase «Entrevista com Michel Foucault» J. G. Merquior,
S. P. Rouanet, 1971, recogida en DE, II, 157-174; «Conversazione con Michel
Foucault», D. Trombadori, 1978, recogida en DE, IV, 41-95, ob. cit.; M. Foucault,
«The Subject and the Power», véase más adelante págs. 317 y sigs. <<
período que va de 1903 hasta la muerte de la marxista polaca en 1918, sobre diversos
temas (sobre la plusvalía y la acumulación capitalista, sobre la cuestión nacional, el
papel de las elecciones democráticas, etc.), aquí se apunta el no menos importante de
la organización del movimiento social revolucionario sobre el que, mientras que
Lenin insistió en la necesidad de una organización partidista férrea que dirigiera el
movimiento obrero, Rosa Luxemburgo concedía un papel más relevante a la
espontaneidad de los movimientos y a la apertura de la organización política hacia
ellos. Varios son los textos en los que se aprecian estas diferencias; los más
significativos son: Rosa Luxemburgo, La huelga de masas; Problemas de
organización de la socialdemocracia rusa. Lenin, ¿Qué hacer?; Sobre los sindicatos
(hay varias ediciones en español de todos estos textos, y en abierto en la red). <<
núm. 6, 1979, con el título «Foucault Examines Reason in Service of State Power»,
recogida en DE, III, 801-805. Hay una versión más reducida de esta misma
entrevista, publicada en The Trhee Penny Review, núm. 1, 1980, véase DE, IV, 37-41.
Aquí seguimos la edición francesa de la primera versión, pues la primera edición es
hoy inencontrable; sí hemos podido manejar la segunda edición abreviada. Importa
destacar en esta entrevista la precisión que hace respecto a su forma de entender la
subjetividad, diferente de otras concepciones naturalizantes, psicologistas y
apolíticas, porque algunos intérprete criticarían a Foucault, al denominado «último
Foucault», de compartirlas. Igualmente destacable es la aclaración respecto al
específico punto de vista foucaultiano relativo a las instituciones y su relación crucial
con las ideas de poder y racionalidad. La observación sobre el nexo entre
racionalidad y violencia hecha aquí es fundamental para definir con claridad la
posición de Foucault respecto al problema de la razón, y, si se quiere, respecto a la
cuestión de la modernidad y de la Ilustración. <<
Trombadori, DE, IV, 78; aquí: la entrevista con Riggins, y «Foucault examina la
razón al servicio del poder estatal». <<
«Omnes et singulatim: vers une critique de la raison politique», DE, IV, 134-162,
recogido en español en M. Foucault, Las tecnologías del yo, trad. Mercedes
Allendesalazar, Barcelona, Paidós, 1990; y «Le sujet et le pouvoir», DE, IV, 222-243,
recogido en este compendio. <<
sido recogido en DE, IV, 115-123, donde aparece con este pie de página: «Este texto
es, con algunos añadidos, el texto francés del prefacio a la edición americana de
Herculine Barbin, dite Alexina B. Esta edición conlleva en apéndice la novela de
Panizza, Un scandale au convent, que está inspirada en la historia de Alexina;
Panizza debió de conocerla a través de la literatura médica de la época. En Francia,
las memorias de Herculine Barbin han sido publicadas en Gallimard y Un scandale
au convent (Un escándalo en el convento) se encuentra en un compendio de novelas
de Panizza, publicado bajo ese título general por Editions de la Difference. Fue René
de Céccaty quien me indicó la proximidad entre el relato de Panizza y la historia de
Alexina B.» Del texto francés Herculine Barbin, dite Alexina B (Herculine Barbin,
llamada Alexina B) hay traducción de A. Serrano y A. Canellas, en Madrid,
Talasa, 1985. De la novela del escritor y psiquiatra alemán Oskar Panizza, cuyo título
original, Ein skandalöser Fall (Un caso escandaloso), nada tiene que ver con el de la
edición francesa, hay una traducción de Raquel Capurro en México, Epeele, 2004.
El texto de Foucault, muy poco conocido, tiene la importancia de destacar una de sus
ideas claves, como es la de la búsqueda, característica de nuestra cultura occidental,
experimentada como absolutamente necesaria, de la verdadera identidad sexual del
individuo, que definirá totalizadoramente su verdad; la idea de que la verdad del
individuo se recoge, al fin, escondidamente en su sexo. Lo más interesante es que este
rasgo general es entresacado aquí a través de lo considerado en su momento como
hondamente patológico, y en consecuencia, necesitado de corrección. Una vez más, el
examen de lo patológico o negativo identifica un rasgo de lo normal y positivo. Por
otra parte, el caso sirve a Foucault para mostrar de nuevo las articulaciones
inextricables entre el discurso médico, jurídico, y moral, y sus vehiculaciones de
poder. Y tampoco hemos de pasar por alto la observación respecto del psicoanálisis,
del que Foucault se propusiera, más de una vez, hacer su arqueo-genealogía.
En relación con el tema del hermafroditismo Foucault publicó poco, y ello a pesar de
que, en nota al libro del que nuestro texto es prefacio, hablara de una futura obra, «un
volumen de la Historia de la sexualidad consagrado a los hermafroditas» (Herculin
Barbin…, París, Gallimard, 1978, pág. 131); posiblemente tal anuncio tuviera que ver
con el proyectado plan de la Historia de la sexualidad, que nunca llegaría a
cumplirse, en el que uno de los tomos se titularía Los perversos. En relación con
nuestro texto sería aconsejable la lectura del curso de 1974-75 de Foucault en el
Collège de France, Les anormaux (Los anormales), particularmente la lección del 22
de enero de 1975; hay trad. de Horacio Pons en FCE; también la breve entrevista «Le
mystérieux hermaphrodite» («El misterioso hermafrodita») (DE, III, 624-625). <<
francesa). <<
de l’amour; y también: Les invertis (le vice allemand), 1986; L’Hermaphrodite, 1897;
Couper de nattes, 1898; Les femmes eunuques, 1899; Le plaisir sanglante, 1901
[Nota del texto francés]. <<
Son numerosos los textos en que Foucault se refiere a las técnicas de Leuret:
Foucault, Maladie mentale et psychologie, 3.ª ed. (París, PUF, 1966), págs. 85-86;
DE. I, 298-299; DE, II, 987-988; PS, págs. 144-163; MFDV, págs. 1-3. <<
decir la verdad de sí mismo que se impone a todo el mundo e incluso a los locos si
quieren volverse razonables y normales?» <<
todo un experto por la mañana del lunes (monday morning) cuando todos los partidos
ya se han jugado. «Quarterback» es la denominación, debida a su posición, del
delantero ofensivo en el fútbol americano, el verdadero líder del equipo; así que el
lunes por la mañana todos somos como un auténtico «quarterback», en este caso,
capaces de saber todo lo que debiera haberse hecho. <<
verdad en tanto que fuerza, es fácil entender que el autoexamen tiene casi el mismo
papel. Hemos visto que si Séneca recuerda cada noche sus errores, es para memorizar
los preceptos morales de la conducta, y la memoria no es otra cosa que la fuerza de la
verdad cuando está permanentemente presente y activa en el alma. Un recuerdo
permanente en el individuo y en su discurso íntimo, una retórica persuasiva en el
consejo del maestro —esos son los aspectos de la verdad considerada como una
fuerza. Entonces podemos concluir que el autoexamen y confesión pueden ser
considerados en la filosofía antigua como juego-de-verdad, y un importante juego-de-
verdad, pero el objetivo de este juego-de-verdad no es descubrir una realidad secreta
en el interior del individuo. El objetivo de este juego-de-verdad es hacer del
individuo un lugar donde la verdad pueda aparecer y actuar como una fuerza real a
través de la presencia del recuerdo y la eficacia del discurso». <<
hombres divinos decían la verdad a los simples mortales a través de esta clase de
gnômê, a través de las gnomai; gnomai muy cortas, muy imperativas, y tan
profundamente iluminadas por la luz poética que era imposible olvidarlas y escapar a
su poder. Creo que pueden ver que el autoexamen y la confesión, tales como pueden
econtrarlos, por ejemplo, en Séneca, pero también en Marco Aurelio, Epicteto, etc., el
autoexamen y la confesión, incluso en tiempo tan tardío como el siglo I d. C., seguían
siendo una especie de desarrollo de esta gnômê». <<
resumen de lo que dije la noche pasada. Intentaré hacerlo como si se tratara de una
buena serie televisiva. Entonces, ¿qué pasó en el último episodio? Nada muy
importante, de hecho. He intentado explicar por qué me interesé en la práctica del
autoexamen y de la confesión. Esas dos prácticas me parecen ser buenos testigos de
un problema central, que es la genealogía del yo moderno. Esta genealogía, que ha
sido mi obsesión durante años porque es una de las vías posibles de desembarazarse
de la filosofía tradicional del sujeto, me gustaría presentarla en sus grandes líneas
desde el punto de vista de las técnicas, lo que yo llamo técnicas de sí. Y entre esas
técnicas de sí, las más importantes, en nuestras sociedades modernas, son, creo, las
que se refieren al análisis interpretativo del sujeto, a la hermenéutica de sí. ¿Cómo se
formó la hermenéutica de sí? Este es el tema de estas dos conferencias. Ayer tarde,
hablé de las técnicas de sí griegas y romanas, o al menos de dos de entre ellas, la
confesión y el autoexamen. Es un hecho que encontramos muy a menudo la
confesión y el autoexamen en las filosofías helenísticas y romanas tardías. ¿Son
arquetipos de la confesión y el autoexamen cristianos? ¿Son las primeras formas de la
hermenéutica de sí moderna? He intentado mostrarles que eran bastante diferentes.
Su objetivo no es, creo, descifrar una verdad oculta en las profundidades del
individuo. Su objetivo es algo distinto: es dar fuerza a la verdad en el individuo; su
objetivo es constituir el yo como unidad ideal de la voluntad y la verdad. Bien,
tornemos ahora al cristianismo en tanto que cuna de la hermenéutica de sí
occidental». <<
de mostrar que uno cree en ellas. Todo cristiano está obligado a manifestar su fe». <<
<<
la verdad sobre el pecado; tienen el papel de mostrar el ser verdadero del pecador, o
el verdadero ser de pecador del sujeto. La expresión de Tertuliano, publicatio sui, no
es un modo de decir que el pecador tiene que explicar sus pecados; la expresión
significa que él tiene que producirse a sí mismo en tanto que pecador, en su realidad
de pecador. Y ahora la cuestión es: ¿Por qué el hecho de manifestarse como pecador
debe revelarse eficaz para borrar los pecados?» <<
spiritual death to earthen life» (alguien que prefirió la muerte espiritual a la vida
terrenal). <<
elaboradas en gran parte en torno al problema de las recaídas. El mártir es aquel que
prefiere afrontar la muerte antes que renunciar a su fe. El reincidente renuncia a la fe
para conservar la vida de aquí abajo». <<
trad. en Madrid, Rialp, 1998, y de la primera una ed. de Mauro Matthei en Zamora,
Monte Casino, 2011. <<
manera bastante sistemática y clara este examen de sí y la confesión tal como eran
practicados entre los monjes egipcios que Juan Casiano visitó antes de regresar al sur
de Francia y de escribir esos dos libros que son como un relato de viaje entre los
monasterios de Egipto y de Palestina. Entonces, ¿cómo describe Juan Casiano el
examen de sí y la confesión que son practicados por esos monjes que visitó en
Oriente?» <<
polukinetos kai aeikinetos: lo que significa que el alma siempre está en movimiento y
en todas las direcciones». <<
menos, algo que está indirectamente relacionado con eso. Hay algo realmente
importante en el modo en que Casiano plantea el problema de la verdad acerca del
pensamiento. 1) Los pensamientos (no los deseos, ni las pasiones, ni las actitudes, ni
los actos) aparecen en la obra de Casiano y en toda la espiritualidad que representa
como un campo de datos subjetivos que deben ser considerados y analizados como
objetos. Y creo que es la primera vez en la historia que los pensamientos son
considerados como objetos posibles para el análisis. 2) Los pensamientos, en relación
con su objeto, no deben ser analizados de acuerdo con la experiencia objetiva, o de
acuerdo con las reglas lógicas, deben ser considerados sospechosos porque pueden
estar secretamente alterados, disfrazados en su propia sustancia. 3) Lo que el hombre
necesita si no quiere ser la víctima de sus propios pensamientos es un perpetuo
trabajo de interpretación, una perpetua hermenéutica. La función de esta
hermenéutica es descubrir la realidad oculta dentro del pensamiento. 4) Esta realidad
que es capaz de ocultarse en el interior de mis pensamientos, esta realidad es un
poder, un poder que no es de distinta naturaleza que mi alma, como lo es, por
ejemplo, el cuerpo. El poder que se oculta dentro de mis pensamientos, este poder es
de la misma naturaleza que mis pensamientos, y que mi alma; es el diablo. Es la
presencia en mí de alguien diferente. Esta constitución del pensamiento como campo
de datos subjetivos que requiere un análisis interpretativo para descubrir el poder del
otro en mí es, creo, si la comparamos con las tecnologías de sí estoicas, una manera
completamente nueva de organizar la relación entre verdad y subjetividad. Creo que
la hermenéutica de sí comienza aquí». <<
qué hemos heredado de los primeros siglos del cristianismo? ¿Tenemos necesidad de
un hombre positivo para que sirva de fundamento a esta hermenéutica de sí?» <<
núm. 25, abril, 1981, recogida en DE, IV, núm. 293, págs. 163-167. La entrevista es
un perfecto complemento de «El verdadero sexo». Si allí se planteaba la cuestión del
nexo identidad y verdad respecto a la cuestión del hermafrodita, aquí puede verse
algo semejante respecto de la homosexualidad. Es muy significativo de los temas que
Foucault ha empezado a trabajar en relación con el cristianismo y la filosofía antigua
—el curso de 1980-81 del Collège fue dedicado a Grecia—, cómo se modula la
crítica del nexo señalado, cómo aparece la cuestión de la ética, la del ascetismo como
trabajo sobre sí, para plantear un enfoque distinto de los movimientos gais,
postulando una tarea más de invención que de descubrimiento, en el que el concepto
de modo de vida —de relación inevitable con la techné tou biou griega— abre un
nuevo horizonte, impide todo reduccionismo, y toma distancia de la referencia a una
identidad. Tampoco habrá de pasarse por alto la idea del trabajo histórico, que abre
nuevas posibilidades, absolutamente insospechadas, al presente, con motivo de esta
cuestión de la homosexualidad, que muestra que las cosas han sido de otro modo que
como las hemos pensado, y que no hay necesidad tampoco de que sean como son,
pues la contingencia lo envuelve todo. <<
<<
Liberation, núm. 15, 30-31 de mayo de 1981, pág. 21; recogida en DE, IV, 178-182.
<<
mostraba el nexo íntimo entre sus trabajos y sus experiencias vitales. Por ejemplo, en
la entrevista hecha por las mismas fechas que la presente, «El intelectual y el poder»,
decía: «Mis libros han sido siempre mis problemas personales con la locura, la
prisión, la sexualidad». (DE, IV, 748); véase también DE, IV, 46. Véase aquí págs. 13
y 203. <<
Krisis, marzo de 1984, págs. 47-58. Recogida en DE, IV, 656-667. Hay que destacar
de este texto el que Foucault sitúe de forma resuelta en el centro de toda su obra el
problema de la verdad, desplegado a través de la locura, la enfermedad, el
delincuente o la sexualidad. Debe tenerse presente que Foucault dedica el curso del
Collège de France de 1980-1981 a la cuestión «subjetividad y verdad» (SEV, 14). La
cuestión de la identidad y su vínculación a la sexualidad, debe entenderse como una
derivación de aquel problema; la posición expresada aquí por Foucault al respecto, es
la clave de todas sus actitudes ante los movimientos de liberación sexual. <<
al curso «La sociedad punitiva», del año 1972-1973; fue objeto de una publicación
que reúne el dosier y documentos anexos del caso con los análisis de Foucault y sus
colaboradores: Peter, Favret, Moulin, Barret-Kriegel, Riot, Castel y Fontana: Moi,
Pierre Rivière, ayant egorgé ma mère, ma soeur et mon frère… París, Gallimard-
Julliard, 1973, hay traducción de J. Viñoly al español, sin los análisis, en Tusquets.
<<
período y dentro de esta problemática ética, ver más atrás: «De la amistad como
modo de vida». <<
Michel Foucault», del que una traducción al holandés había aparecido en Krisis, año
13, junio 1983, págs. 8-21 [Nota en la edición de DE]. <<
Masques, núm. 13, primavera de 1982, págs. 15-24, recogida en DE, IV, 286-295.
Las tesis que comenta aquí Foucault, son, en buena parte, resultado de sus trabajos
sobre Grecia expuestos en su curso de 1980-81, Subjectivité et verité, base, a su vez,
de lo que más tarde sería el tomo II de su Historia de la sexualidad: El uso de los
placeres. <<
Western Europe from the beginning of the Christian Era to the Fourteenth Century,
Chicago, U. Press, 1980; hay trad. de M. Aurelio Galmarini, en Barcelona, M.
Muchnik, 1992. Puede leerse en la red:
http://es.wikipedia.org/wiki/Cristianismo,_Tolerancia_Social_y_Homosexualidad. <<
el cristianismo, véase en particular el curso del año 1979-80, El gobierno de los vivos.
<<
Foucault, Paul Rabinow, fue publicada por primera vez en Skyline, marzo de 1982,
«Space, Knowledge and Power». Recogida por el mismo P. Rabinow en su magnífica
edición de textos del pensador francés: The Foucault Reader, Nueva York, Pantheon
Books, 1984, págs. 239-256; en francés fue traducida en DE, IV, 270-285.
Traducimos de la edición original inglesa, que fue traducción de la conversación oral
en francés. Hay cuando menos tres puntos muy importantes en esta entrevista, por lo
que la hemos seleccionado: El más manifiesto, de una reflexión sobre el espacio, una
categoría central en los trabajos de Foucault. En segundo lugar, sus consideraciones
acerca de la historia, la contraposición de tiempos (modernidad, posmodernidad, tema
de un pasado ideal, etc.); y, por último, la cuestión crucial de la crítica de la razón;
por primera vez Foucault toma en consideración explícitamente las posiciones de
Habermas. <<
1977-78, STP, véanse especialmente las lecciones del 29 de marzo y 25 de abril. <<
primer tratado clásico, romano sobre este campo De Architectura, cuyos diez libros
tienen intención de totalidad, abarcando desde el origen de la arquitectura misma a
sus órdenes, técnicas, hidráulica, materiales, instrumentos y máquinas. Después de su
edición medieval, fue recuperado en el Renacimiento, Petrarca, primero, y luego
destacados hombres como Batista Alberti o el mismo Da Vinci contribuyeron a su
difusión. De la primera edición latina de la obra en 1486 pronto siguieron
traducciones, al italiano, inglés, español y alemán. <<
de 1978. <<
125). <<
<<
Razón. A menudo se le quiso incluir en el grupo posmoderno que hacía una crítica a
la razón in toto, y que le valía la acusación de irracionalismo. Como se ve, las cosas
son mucho más complejas que lo que suponen esas divisiones dicotómicas:
modernidad/posmodernidad, racionalidad/irracionalidad. Es este un punto capital de
la tan estudiada relación entre Foucault y Habermas. <<
14 de marzo de 1967; ha sido recogida en DC, IV, 752-761: «Des espaces autres»;
Foucault no autorizó su publicación hasta el año de su muerte, en 1984. En diciembre
de 1966, Foucault hizo una exposición sobre el mismo tema, para la radio, en France-
Culture, de la que hay editado un CD, Utopies et hétérotopies, INA, 2004. Se ha
publicado un librito en el que se recoge la conferencia (con el título «Les
hétérotopies») junto con otra conferencia y un largo postfacio de Daniel Defert:
Foucault, Le corps utopique, Les hétérotopies, Lignes, 2009. <<
relación de Foucault con los griegos: «Retour aux Grecs: reflexions sur les “pratiques
de soi” dans L’usage des plaisirs», en Debats, 41, 1986, págs. 100-120. <<
Gredos, 1981-1983, 3 vols., vol. I, pág. 178. El pasaje ha sido analizado por Foucault
en El gobierno de sí y de los otros, véase la lección del 2 de febrero, 1983, primera
sesión, y la del 12 de enero; LGS, 69, 137 y sigs. <<
Actes du VII Congrés, Paris, 5-10 avril 1968, París, Les Belles Lettres, 1969, págs.
196-220. Véase más atrás la nota 7, pág. 242. <<
di Epicuro, Florencia, La Nuova Italia, 1936, 2 vols.; una segunda edición ampliada a
cargo de V. E. Alfieri se publicó en 1973; en Bompiani ha aparecido una nueva
edición a cargo de G. Girgenti en 2007. <<
marzo de 1982 del curso La hermenéutica del sujeto, LHS, 343 y sigs., véase: «
L’écriture de soi», 1983, en DE, IV, 415-430, hay trad. de A. Gabilondo, recogida
en M. Foucault, Obras esenciales, vol. III, Barcelona, Paidós, 1999. <<
del Peri euthymias, Plutarco, Sobre la tranquilidad del alma, trad. F. Navarro,
Madrid, Alianza, 2011, 464 E-F. Sobre este mismo paso, véase La hermenéutica del
sujeto, lección del 3 de marzo de 1982 (segunda sesión), LHS, 344. <<
en que), la frase es autos hopote elegen autous: cuando el mismo [Epicteto] los
pronunciaba [sus discursos] (Nota en la edición francesa). <<
marzo de 1982 (segunda sesión), LHS, 378 y sigs.; El gobierno de sí y de los otros,
lección del 12 de enero de 1983 (primera sesión), GS, 43 y sigs.; La inquietud de sí,
cap. II, SS, 68-69. <<
lección del 10 de marzo de 1982, del curso La hermenéutica del sujeto, LHS, 384 y
sigs. <<
psiquiatría. <<
de Lacan. <<
convirtió en una dictadura (austrofascismo); fue asesinado en 1934 por miembros del
partido nazi austríaco. <<
determinado momento de su obra, en el estructuralismo: DE, II, 296, DE, III, 80, DE,
IV, 52; véase aquí pág. 144. <<
con prefacio de Foucault, París, Les Formes du secret. El prefacio está recogido en
DE, III, 131-132. Véase también, «L’Occident et la vérité du sexe», DE, III, 101-106.
<<
negaba la idea de que hubiera represión de la sexualidad ha sido uno de los puntos
peor entendidos de esta obra. Foucault tuvo que salir al paso en sucesivas ocasiones
sobre ello. Véase aquí «Sexualidad y verdad». <<
muy difícil identificar a este amigo. Ninguno de sus biógrafos lo ha descubierto. <<
<<
por vez primera en Hutton (P.H.), Gutman (H.) et Martin (L. H.), éd., Technologies of
the Self A Seminar with Michel Foucault, Amherst, The University of
Massachusetts, 1988, págs. 145-162. Foucault no pudo llegar a corregir el texto
publicado. Recogido en francés en DE, IV, 813-828. Tomamos la traducción de la
edición francesa de Horacio Pons, contenida en M. Foucault, La inquietud por la
verdad, Buenos Aires, 2013; las notas son nuestras. El tema de esta conferencia es
capital en el conjunto de los trabajos del último período de la obra foucaultiana, pues
se nos muestra el nacimiento de nuestra racionalidad política nucleado en torno al
concepto de gobierno. Ahí es donde Foucault, en otros textos, verá el nacimiento del
liberalismo y de la lógica característica de la biopolítica. La conferencia usa partes de
la publicada bajo el título de «Omnes et singulatim: Towards a Criticism of Political
Reason», resultado de otras dos conferencias dadas en octubre de 1979 en la
Universidad de Stanford (hay trad. al español en Paidós); se relaciona también con su
curso de 1977-78, Sécurité, territoire, population, París, Gallimard, 2004 (hay trad.
en Akal). <<
una versión al español de Omar Guerrero, basada en la edición española de 1784, con
el título de Ciencia del Estado, Institutos de Administración Pública de
México, 1996. <<
10. <<
las conferencias que el alemán, por invitación de Paul Veyne, ofreció en el Collège de
France. Habermas habló de los temas de su libro en el curso «El discurso filosófico
de la maternidad», muy crítico con las posiciones de Foucault. <<
recoger el matiz de que no se trata simplemente del «yo», sino de la relación del yo
consigo mismo. <<
Barcelona, Paidós, 1993, págs. 222-226. La crítica a esta posición de Arendt por parte
de Habermas, «El concepto de poder de Hannah Arendt», en Habermas Perfiles
filsosófico-políticos, trad. M. Jiménez Redondo, Madrid, Taurus, 1975, págs. 205-222
. <<
voluntad de saber al oponer una «analítica del poder» a una teoría del poder: VS,
109. <<
1961. Como ha sido habitual en él deja fuera los textos anteriores, particularmente su
libro Enfermedad mental y personalidad, de 1955. <<
publicado Vigilar y castigar. Téngase en cuenta que aún no se habían editado los dos
últimos tomos de su Historia de la sexualidad, ambos aparecidos en 1984. El uso de
los placeres, y La inquietud de sí, ni ninguno de sus cursos en el Collège de France.
<<
semejantes: «La philosophie analytique de la politique», 1978, DE, III, 535. <<
en «Omnes et singulatim, Towards a criticism of Political Reason», 1979, ob. cit. <<
fines, no ve en ello, creo, tres dominios diferentes, sino tres «trascendentales». (Nota
del autor). <<
él. No al poder. Pero si se puede inducirle a hablar, cuando su último recurso sería
cerrar la boca prefiriendo la muerte, entonces se le ha empujado a comportarse de una
determinada manera. Su libertad ha sido sujeta al poder», «Omnes et singulatim», ob.
cit., DE, IV, 360. <<
hay varias traducciones al español, por ejemplo, la de Pedro Lomba en Trotta. <<
lugar en abril de 1983, en inglés, y apareció en el libro de los dos autores americanos,
Michel Foucault: Beyond Structuralism and Hermeneutics, 2.ª ed. 1983, The
University of Chicago Press, 1983. Cuando se hizo la traducción del libro al francés
Foucault reelaboró la entrevista introduciendo algunos cambios. En francés el libro
fue publicado por Gallimard, París, 1984, con el título Michel Foucault: un parcours
philosophique. La entrevista ha sido recogida en DE, IV, 383-411. Aquí tomamos la
traducción de la edición francesa de Horacio Pons publicada en M. Foucault, La
inquietud de la verdad, Buenos Aires, Siglo XXI, 2013. Las notas son nuestras. En
algún caso hemos creído conveniente citar fragmentos de la edición original inglesa,
que aunque no fueron recogidos por Foucault en la reescritura de la traducción
francesa, creemos que pueden aportar alguna luz. Esta entrevista supone la mejor
síntesis de lo que Foucault iba a plantear en sus dos tomos nuevos de la Historia de la
sexualidad, El uso de los placeres, y La inquietud de sí. Es un texto igualmente
capital para comprender el particular enfoque foucaultiano de la ética, esto es, la ética
entendida desde la constitución del sujeto moral. En definitiva, no se puede hablar del
denominado «último Foucault» sin examinar este texto. <<
de los placeres. Sobre las tesis de Plutarco: La inquietud de sí, cap. VI, 1. <<
de vista teórico, Sartre evita la idea del yo como algo que nos es dado, pero mediante
la noción moral de autenticidad, vuelve a la idea de que tenemos que ser nosotros
mismo —ser verdaderamente nuestro verdadero yo. Creo que la única consecuencia
práctica aceptable de lo que Sartre dijo es vincular su visión teórica a la práctica de
creatividad y no de autenticidad. A partir de la idea de que el yo no nos es dado, creo
que hay una única consecuencia práctica: tenemos que crearnos a nosotros mismos
como una obra de arte. En sus análisis de Baudelaire [Baudelaire, trad. en Alianza],
Flaubert [L¨Idiot de la famille. Gustave Flaubert de 1821 à 1857, trad. en Tiempo
Contemporáneo] etc., es interesante ver que Sartre refiere el trabajo de creación a una
cierta relación con uno mismo —el autor consigo mismo— que tiene la forma de la
autenticidad o de la inautenticidad. Me gustaría decir exactamente lo contrario: no
tendríamos que referir la actividad creativa de alguien a la clase de relación que él
tiene consigo mismo, sino que la clase de relación que uno tiene consigo mismo
debiéramos relacionarla con una actividad creativa». <<
XVIII. <<
por ejemplo, cuando le decía a Trombadori: «Una experiencia es algo de lo que uno
mismo sale transformado. Si yo tuviera que escribir un libro para comunicar lo que
pienso ya, antes de haber comenzado a escribirlo, no tendría nunca el coraje de
emprenderlo» (DE, IV, 41). Véase cita en pág. 16. <<
fondement des mathématiques, París, Hermann, 1937 [trad. cast.: Método axiomático
y formalismo, México, U.N.A.M, 1992], y Remarques sur la formation de la théorie
abstraite des ensembles: étude historique et critique, París, Hermann, 1937. [N. del
E.] <<
artículo de Kant sobre la Ilustración: véase referencia a los textos en nota 12, pág. 19.
<<
des sciences, en Œuvres de Fontenelle, vol. 6, París, J.-F. Bastien, 1790, págs. 73-74.
Georges Canguilhem cita este texto en Introduction à l’histoire des sciences, textos
escogidos por Suzanne Bachelard, Georges Canguilhem, Jean-Claude Cadieux y
otros, vol. 1, Éléments et instruments, París, Hachette, 1970, págs. 7-8. [Nota
de M. F.]. <<
Vrin, 1968, pág. 17 [trad. cast.: Estudios de historia y de filosofía de las ciencias,
Buenos Aires, Amorrortu, 2009]. [Nota de M. F.]. <<