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ESPONTANEIDAD
Eugenio Barba1

Pinocho, un muñeco de madera que hablaba y andaba a solas, decide


buscarse a sí mismo: todas las partes del árbol de las que procedía. Con otras
palabras: lo que era cuando era “natural”. Se puso a buscar y, efectivamente,
encontró algo. Las otras partes de su naturaleza eran una culata de fusil, la
puertecita de un tabernáculo, la mesa de cocina de un burdel, una parte de un bote
salvavidas…
Reencontrarse a sí mismo no tiene sentido. Pinocho —como cada uno de
nosotros— tenía una sola verdadera posibilidad: aceptar lo que era; es decir, lo que
había llegado a ser; no intentar volver atrás a causa de la nostalgia por una
“unidad” perdida, ni intentar sofocar lo que él consideraba sus lados negativos,
sino intentar dominarlos, transformándolos en una forma de energía.
Es como si nuestras energías fueran amorfas: podemos dominarlas o
dejarnos dominar. Es el contexto lo que decide su valor. Lo que en nuestro
iluminado siglo es tan sólo una crisis de histeria, en otros contextos sociales y
culturales es el signo de una capacidad excepcional por la que una persona
consigue entrar en contacto con otra realidad.

El mito de la espontaneidad deriva de la no aceptación de sí mismo. De este


modo mitificamos una imagen distinta de nosotros mismos, una imagen que, en
realidad, nos resulta difícil concretar. De esto deriva una violencia contra lo que
somos y que no queremos ser. Buscando esta imagen nos dejamos guiar por lo que
caracteriza a nuestra cultura y a nuestra sociedad: la violencia como condición para
obtener resultados. Esta mentalidad —que nos hace concebir la mutación como
una ruptura, una laceración, y no como un proceso natural y orgánico— empuja al
actor a un desencadenamiento caótico, a tender y forzar artificialmente su cuerpo.
A menudo ante nuestros ojos, la imagen de la espontaneidad se concreta en
personas de otras culturas que parecen moverse o bailar, más libres, más ligeros
que nosotros, más presentes en su totalidad. En realidad ellos también se
encuentran guiados por las riendas de las normas de la cultura que los ha
plasmado, de los conocimientos que los han formado. Lo que creemos que es
espontaneo y a partir de lo cual nos orientamos, es tan sólo algo que nos sorprende
por su diferencia, que, justamente, nos parece opuesto a lo que somos. Nuestro
comportamiento cotidiano es “razonable”, guiado por la funcionalidad, limitado,
desde la infancia, que nunca exige ni nos da a conocer el máximo de nuestras
capacidades físicas, psíquicas y mentales: un aurea mediocritas nunca cruzada por
grandes descargas físicas, emotivas. Pensamos entonces que la explosión es
espontaneidad y tratamos de romper en mil pedazos la campana de cristal de las

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Barba Eugenio, Más allá de las Islas Flotantes, Firpo & Dobal Editores, Argentina, 1987, págs. 137-141.
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normas cotidianas de comportamiento. El resultado, justamente, no es más que


pedazos de cristal.
Pero la raíz del término “espontaneidad” se encuentra implícito en el
concepto de libre elección. El problema de la espontaneidad concierne tanto a la
libertad como a la seguridad: la libertad de elegir frente a distintas alternativas sin
estar obligados a una elección impuesta por el exterior; la seguridad de ser capaz
de realizar lo que se ha escogido, sin tropezar con bloqueos materiales o psíquicos,
sin encontrarse impedidos por una falta de conocimientos técnicos o por el miedo,
por ejemplo, de lo que los otros dirán de nosotros.
La espontaneidad no es algo que se oponga al “virtuosismo”, es algo que
viene después. Solamente si un pianista es algo más que un “virtuoso” conseguirá
hacer pasar algo personal a través de su manera de tocar. Éste puede expresarse —
echar fuera— mediante el muy delimitado campo musical del instrumento y de las
reglas que él mismo se ha impuesto. La situación de la espontaneidad —que puede
ser asociada a aquella del “revelarse a sí mismo”— no es un fin en sí misma. Es la
sombra de un proceso muy determinado, claro, controlado por reglas precisas,
durante el que uno se siente seguro.
Como cuando uno habla o escribe: no se puede usar cualquier signo o
cualquier sonido, debe pasar a través de las reglas y las palabras de la lengua.
Puede inventar neologismos, pero siguiendo la lógica impuesta por raíces
lingüísticas preexistentes.

Esta resistencia permite el ejercicio de la libertad. Es una constatación obvia,


pero, frecuentemente, el actor corre el riesgo de obrar como si la olvidase. Para él,
en nuestra cultura, parece que no existieran reglas. Y se marchita.
La situación del actor es similar a la de la paloma que Kant hablaba en su
famoso ejemplo: la resistencia del aire cansa su vuelo, pero sin el aire caería a tierra
con la pesadez de un cuerpo muerto.
De este modo el actor trabaja como si empujara un muro, para derribarlo y
eliminar barreras y los condicionamientos que lo separan de los demás y de las
imágenes que querría tener de sí mismo. Pero es la manera de empujar el muro lo
que “revela” el actor, el modo de utilizar todas sus energías reaccionando al
obstáculo que está delante de él. Pero si derriba el muro, se encuentra sólo en el
vacío, no encuentra más resistencia y enmudece. El intento de derribar las
resistencias debe ser afrontado de otro modo; un intento de apropiárselas, de
introducirlas en otro contexto, dándoles un nuevo sentido, determinado por
nuestro modo de ver la vida.

El actor llega a conseguir el bios, la vida, como profesional y como ser social,
por medio de acciones y reacciones que siguen una lógica precisa, sin obrar cada
vez de manera arbitraria, sino forjando reglas tan precisas como las que en el
lenguaje hablado permiten el discurso personal.
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Es el actor mismo quien puede decidir cuál será la lógica de las propias
reglas. Pero cuando, una a la vez, las ha decidido, debe aceptarlas hasta el fondo.
Por ejemplo: un actor decide empezar a trabajar sobre el vuelo. Es evidente que no
puede volar. Prueba entonces ir lo más arriba posible, conseguir una ligereza
particular. A partir de esto, de su elección personal, individualiza una situación de
trabajo que después le impone reglas precisas para sus acciones: por ejemplo
decidirá andar sobre la punta de los pies y no apoyar los talones en el suelo. Nunca
los apoyará, y no por el efecto que haría en el espectador, sino por él mismo,
porque ésta se convierte en una regla con la cual se bate. Con otras palabras: se
expresa.
Cuando el actor llega a poseer todas las reglas que se ha impuesto y
consigue pasar a través de éstas sin casi pensar, componiéndolas y variándolas en
el ritmo de su trabajo, alcanza una forma de seguridad y de libertad que para el
que mira parece “espontaneidad”.
Pero, ¿qué hay detrás de esta palabra? Un condicionamiento libremente
escogido y absorbido por el actor, y que el espectador no percibe como artificial,
forzado. El comportamiento del hombre sigue siempre una lógica física, emotiva o
intelectual. Solamente en el teatro hay hombres que muestran gestos o fragmentos
de acciones por concluir, creyendo que un comportamiento caótico e impreciso
pueda representar la libertad.
A veces el actor que así hace se siente libre (siente algo que él mismo llama
“libertad”). Pero el espectador permanece encarcelado en una avalancha de gestos
en los que no consigue ver la lógica. La lógica del actor, cuando está presente, es
algo bien visible. Con este término no me refiero solamente a la lógica de un
discurso. El espectador puede perfectamente no reconocer la lógica de un discurso,
una historia, una presentación detrás de las acciones del actor. Sin embargo,
reconoce en éste la dinámica de acciones y reacciones, algo que vive, se desarrolla
y se distingue en un proceso dialéctico que regula la presencia física del actor, y
que no tiene nada que ver con el derramamiento inerte de un magma emotivo.

Existe otra imagen que puede guiarnos en nuestra búsqueda de la


espontaneidad: espontaneo es el comportamiento de un hombre o de una mujer
cuando está junto a alguien que ama, con quien se siente seguro y aceptado.
Entonces todas sus acciones modelan la incandescencia de su energía de forma
precisa, en el alzamiento de la mano al acariciar, o bien tirar de los cabellos, pero
sabiendo exactamente hasta dónde puede ir y dónde pararse, cuál es el punto a
partir del cual empieza a hacer daño, pierde el contacto con el otro y se cierra en
una forma de auto satisfacción. Nada en su comportamiento es casual. Un ritmo
“lógico” regula la sucesión de momentos de ternura y de grandes oleadas de
vitalidad que desde fuera pueden parecer incluso actos violentos y reacciones de
dolor.
Es pues fácil ver que un actor está mintiendo: ¿es así como se comporta
cuando es libre, espontáneo, cuando está junto a alguien que lo ama, que lo acepta?
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En la realidad no sucede casi nunca sentirse en una situación de semejante


seguridad entre más personas. Es por ello —podría decirse—que el teatro es
ficción. Pero ficción no es el equivalente de mentira. Mentir, para un actor, es
trasplantar sin mediaciones, de manera no dialéctica, algo que cree “auténtico” en
un contexto artificial: el círculo ficticio del teatro.

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