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LA INTELIGENCIA SOCIAL Y LA PRÓXIMA GENERACIÓN:

¿QUIÉN ENSEÑA A NUESTROS HIJOS?


ALBRECHT, Karl; (2006). Inteligencia social. Javier Vergara Editor, España. Págs 315 - 347.

Somos ovejas discretas; esperamos para ver adónde se dirige la manada, y luego
marchamos con la manada. Tenemos dos opiniones: una privada, que nos da
miedo expresar, y otra —la que utilizamos— que nos obligamos a vestir para
complacer a los mojigatos, hasta que el hábito nos la vuelve cómoda y la
costumbre de defenderla llega a hacernos amarla, adorarla y olvidar el
lamentable aspecto que nos confiere.
MARK TWAIN

Podemos criar una generación de niños socialmente inteligentes? ¿Qué pasa


si no? ¿Es demasiado tarde para hacer algo acerca del secuestro psicológico de
nuestros hijos por parte de mensajes comerciales manipuladores y los valores
cínicos y narcisistas proyectados por los medios de entretenimiento popular?
¿Hemos perdido ya la guerra para salvar a nuestros hijos de lo peor de la cultura
popular estadounidense moderna? Por último, ¿crean problemas con nuestra
cultura los problemas con nuestros medios de comunicación?
Este capítulo es desvergonzadamente «político» en su orientación: está
escrito con una actitud reconocida. Proyecta ciertos juicios de valor sobre el estado
actual de la cultura estadounidense en el momento de escribirlo y esboza ciertas
opiniones que tengo sobre «el modo en que tendrían que ser las cosas». Me
imagino que esta visión tendrá eco en una gran cantidad de lectores —es posible
que la mayoría—, pero reconozco que algunos pueden interpretarlo como
antiempresa e incluso «poco americano». Solicito la indulgencia de los lectores de
otros países y culturas, y espero que lo perciban como algo más que el consabido
ensimismamiento narcisista estadounidense. Las patologías sociales que se antojan
acusadamente estadounidenses tienen por costumbre migrar a otros países y
culturas con el tiempo.
Vivimos en tiempos extraños, y creo que necesitamos mirar a nuestro
alrededor para ver lo que pasa y decidir —individual y colectivamente— si eso es lo
que queremos que pase.

NUESTROS HIJOS NO SON NUESTROS HIJOS


En la actualidad, el concepto de la inteligencia social no goza ni de una amplia
aceptación ni de un auténtico modelo en la cultura popular estadounidense. La
nuestra se está convirtiendo a marchas forzadas en una sociedad amnésica,
centrada en el ahora, temporal, de usar y tirar, basada en la McDonaldización de
las ideas y los comportamientos; no es sólo el «¿Quieres patatas fritas con eso?»,
sino un frenesí más cercano al «Quiero las mías... ¡ya! » y un apetito crónico de
estimulación.
Cuanto más rápido, mejor; y si se rompe, tíralo y cómprate otro. Refunfuñe la
gente sobre velocidades de Internet lentas, sobre que no logran que sus teléfonos
móviles (con cámara de vídeo incluida) funcionen o sobre sus matrimonios
desechables (conocidos ahora como «matrimonios aperitivo»), el presente clima
social y cultural en Estados Unidos no es lo que se dice la envidia del resto del
llamado mundo moderno. El filósofo y estadista francés Georges Clemenceau
comentó hace muchos años: «Estados Unidos es la única nación de la historia que
ha pasado de la barbarie a la decadencia sin el intervalo habitual de civilización.»
Hay días en los que me parece que me costaría discutírselo si viviera.
Si pretendemos tener alguna esperanza de lanzar al mundo una próxima
generación de ciudadanos dotados de algo parecido a un sentido de la consciencia
social y cultural, un sentido de la comunidad, un sentido de conexión con la
comunidad extensa de los humanos de todo el mundo y un sentido de altruismo y
servicio, tenemos mucho que superar en el modo en que hoy en día se los
programa para la madurez.
Los seres humanos nos hemos convertido en una especie tanto agraciada
como maldecida con una exoconsciencia: un entorno compartido de imágenes,
iconos, ideas, ideologías e impulsos estimuladores. La mayoría estamos
empapados, a casi todas horas, en los mensajes de la cultura popular, que ya ha
evolucionado plenamente en un modelo comercial de entretenimiento continuo. El
implacable desfile de imágenes comerciales y tecnología de imagen está
convirtiendo poco a poco una experiencia cultural compartida tras otra en un
formato de entretenimiento. Las guerras, el hambre, las tragedias, el terrorismo y
el padecimiento humano son ahora la materia prima de los productos mediáticos.
Los juicios por asesinato crean héroes, antihéroes y villanos de la noche a la
mañana. Los reality shows de la televisión celebran las variedades más groseras de
comportamiento humano. Las series de risa se han visto obligadas a abandonar
todo asomo de sutileza en una desesperada competición por la audiencia a base
de emisiones de contenido sexual cada vez más explícito. Los canales de noticias
por cable o antena han devenido ruedos para el combate político en lugar del
pensamiento político, en última instancia porque el conflicto personal es de por sí
más entretenido que el contraste de ideas. Hasta la educación debe ser ahora una
experiencia entretenida.
El poeta beat Allen Ginsberg comentó hace dos décadas: «Ya vivimos en la
ciencia ficción, tío; quien controle las imágenes —los medios— controla la cultura.»
Probablemente tenía razón. Shakespeare dijo: «El mundo entero es un escenario.»
Hoy en día la frase es una verdad como un templo.
Muchos padres bienintencionados y diligentes prefieren engañarse creyendo
que ellos «sacarán adelante» a sus hijos, que les impartirán valores, actitudes y
estándares de comportamiento importantes mediante lo que dicen y lo que hacen.
Sin embargo, esa influencia paterna compite a todas horas con otras fuentes de
orientación, y en algunos casos es la más débil de todas. Para la mayoría de niños,
el repertorio de influencias consiste en:
 Sus padres (si provienen de familias intactas).
 Sus compañeros (otros niños, por lo general de su edad y más
mayores).
 Maestros, escuelas y otras figuras de autoridad fuera del hogar.
Figuras mediáticas: estrellas de cine, personajes de televisión,
celebridades del rock y delincuentes mediáticos.
 Miscelánea adicional: familiares, vecinos, figuras religiosas, y más.
Constatamos cada vez más que la influencia de los compañeros, tal y como la
modulan la influencia de los ídolos del entretenimiento, la música popular, los
programas de televisión y las películas, se impone a la influencia paterna en la
horquilla de edades comprendida entre los 7 y los 10 años, aproximadamente.
Hasta ese momento los padres pueden ejercer una influencia significativa en la
configuración del acercamiento de un hijo a la vida; después, el resto de
influencias tienden a pesar mucho más.
Si aspiramos a proporcionar a los niños influencias positivas y estrategias
vitales socialmente inteligentes, necesitamos empezar temprano, para
contrarrestar y contradecir con denuedo la influencia de los mensajes narcisistas
que los bombardean todos los días. Un buen punto de partida, sobre todo con
niños de 7 años para arriba, es enseñarles cómo funciona la televisión. Eso
significa que tenemos que entender por nuestra parte cómo funciona. Empecemos
por lo que muchos todavía denominan eufemísticamente «las noticias».

LAS (ÚNICAS) DIEZ NOTICIAS BÁSICAS


Aunque muchos artículos, libros y documentales retratan la industria de las
noticias como un sector cínico y consagrado a la satisfacción del mínimo común
denominador intelectual, pocos han reparado en la curiosa ironía que reside en el
núcleo mismo del paradigma de las noticias. Esa ironía quizás ofrezca una
explicación de por qué las noticias son como son mejor que cualquier especulación
sobre la ética y motivaciones de sus productores.
La curiosa ironía es que, en la llamada era de la información de la Tercera
Ola, por usar el nombre que le puso el futurista Alvin Toffler, el proceso comercial
de las noticias en realidad está aprisionado en un modelo de Segunda Ola, es
decir, un modelo industrial de «producción» de noticias.
Cualquier experto en algún tema al que llamen periódicamente para aparecer
en las entrevistas de información (como lo soy yo, en mi calidad de consultor
empresarial) pronto discierne el inconfundible murmullo fabril del funcionamiento
noticioso. El proceso por el que los montadores de vídeo entrelazan las lecturas en
directo de los presentadores, los cortes a remotas unidades en el escenario del
crimen o el jardín de la Casa Blanca, el obligatorio «plano preparatorio» del
profesor cruzando el campus hacia el laboratorio y las imágenes de archivo (la
paliza a Rodney King, el abrazo Clinton-Lewinsky o el técnico de laboratorio
examinando las muestras de ADN) rinde un magro tributo al concepto de la
Tercera Ola de Toffler. Es, al contrario, un vestigio directo de la Era Industrial.
Es probable que el producto análogo más cercano a las noticias sea la comida
rápida, algo del estilo de preparar hamburguesas u hornear pastelitos. Cada
pequeño fragmento de noticia circula por la cadena como una minúscula PopTart®
de producción controlada (con el debido respeto al popular producto de Kellogg’s):
aromatizado, azucarado, glaseado y horneado hasta la perfección. Por grande que
sea el sacrificio en profundidad o penetración, el modelo de las noticias de comida
rápida es indiscutiblemente eficiente y notablemente rentable.
Lo que vuelve eficiente y rentable cualquier proceso de producción industrial
es el uso de productos estandarizados. En la industria de las noticias eso se
traduce en un puñado de estructuras informativas contrastadas y fiables. Un
repertorio básico de unas diez informaciones estándar hace que el proceso de
hornear las noticias sea fácil de gestionar.
Uno puede hacer zapping entre la práctica totalidad de telediarios, desde las
primicias de la CNN hasta las noticias financieras, pasando por las cadenas locales,
y presenciar una mezcla de esas diez figuradas PopTarts circulando en diferentes
secuencias. Este paradigma del producto estándar probablemente hace más por
explicar la universal identidad de la programación de noticias, en todo el mundo,
que cualquier supuesta ideología o plan maléfico.
Quizá quienes critican a los productores de noticias por cínicos, explotadores
y superficiales tienen razón, pero por los motivos erróneos. Tal vez sean menos
proveedores conscientes de combustible intelectual que impotentes prisioneros
encerrados en sus fábricas de PopTarts. Cuesta renunciar aun modo tan cómodo
de hacer negocios, y es fácil de racionalizar: «A la gente le gustan nuestras
PopTarts.»
¿Cuáles son las diez básicas PopTarts... esto, perdón, noticias? Cualquiera las
podría identificar, con un mínimo de empeño. Aquí las enumero:
1. Pasmo y horror. Como dicen en el negocio de las noticias: «Si hay sangre,
es líder.» Los asesinatos, en especial los múltiples, los actos de violencia
desmedida, brutalidad o sadismo, los ataques de tiburones y la carnicería dejada a
su paso por explosiones son imanes infalibles para la atención de un país de
embobados.
2. Tragedia. Mejorada a ser posible con el factor del horror, como en los
atentados suicidas, la categoría de Tragedia incluye crónicas del estilo de desastres
naturales, accidentes de avión e incendios de hotel. Cuantas más vidas queden
destrozadas, mejor será el material para las viñetas de micro en la cara de las
víctimas y las historias de interés humano sobre cómo las valerosas víctimas
«intentan recomponer los retazos de sus vidas».
3. Sexo tórrido. Ésta es una línea de producto abundante, prácticamente
adictiva para los productores. Va desde la vida íntima de los famosos a las historias
«socialmente responsables» sobre adolescentes que practican el sexo oral.
También incluye pornografía derivada, del estilo de las crónicas sobre las exóticas
bailarinas del club local que luchan por sindicarse. La historia no estaría completa
sin las tomas de fondo de bailarinas de barra y entrevistas con muchachas
pechugonas.
4. Escándalo. A ser posible combinadas con la historia de Sexo tórrido, por el
efecto doble, las fechorías de los funcionarios, políticos y peces gordos de las
empresas nos permiten a todos chasquear la lengua y disfrutar viendo a los
pecadores avergonzados y castigados como corresponde.
5. La caída de los poderosos. Ver caer de su pedestal a personas poderosas
tiene un atractivo especial, y podría casi calificarse de pasatiempo nacional.
Combinad una Caída de los poderosos con un buen Escándalo, añadid una gran
historia de Sexo tórrido, y tendréis un bombazo. Un jefe de Estado acaba en la
calle por practicar el sexo con la persona equivocada y tratar de encubrirlo: «El no
va más.»
6. Conflicto. Del mismo modo en que la gente siempre se parará a mirar
embobada una pelea a puñetazos, sea en el patio del colegio o en el Parlamento
taiwanés, el conflicto y la inminencia de violencia física siempre cautivarán la
atención. La guerra es probablemente el producto de noticias más fiable de todos;
siempre lo ha sido, En una sociedad educada, la violencia es sustituida por el
conflicto entre partidos políticos o colectivos que buscan fines distintos. Los
productores de noticias casi siempre introducirán un elemento de conflicto en una
historia si se les ocurre una manera. Es una especie de ingrediente básico, como el
azúcar o la sal.
7. Preocupación. Los periodistas parecen sufrir una aversión intrínseca a
quelos perciban como inocentes o demasiado optimistas. Como resultado, parecen
obligados a encontrar el lado malo de cualquier asunto; el móvil cínico, los motivos
por los que es demasiado bueno para ser cierto y la inquietante posibilidad de que
algo salga mal, pero que muy mal. Algunos economistas han afirmado que las
advertencias de los periodistas sobre recesiones han causado más recesiones que
el ciclo económico. Están juramentados para ayudarnos a preocuparnos por cosas
como la posibilidad de que la Tierra choque con un asteroide en los próximos mil
años.
8. Voyeurisrno. Lo estrafalario, lo perverso, lo malvado, lo enfermo y
retorcido, lo desviado... Todo entretenimiento del bueno para los embobados. El
suicida que salta, el asalto con rehenes de por medio, la ejecución y la anciana
demente que vive con 300 gatos... Todo proporciona un elemento de curiosidad o
emoción que al parecer muchos necesitan en su vida. En algunos casos, como en
los programas de televisión del género «catetos depauperados», mucha gente
parece disfrutar espiando a otras personas cuyas vidas están a todas luces más
fastidiadas que las suyas.
9. Dilemas. A los productores de noticias les encantan las historias sobre
conflictos irresolubles. Los temas del aborto, la donación, la pena capital, la
eutanasia y el derecho a vivir suscitan sentimientos fuertes y polarizan la opinión.
El ingrediente de conflicto es un complemento natural, y es fácil proclamar que se
ha hecho una «cobertura imparcial». El uso frecuente de historias de dilema moral
con dos bandos ayuda a perpetuar el mito del «periodismo objetivo».
10. Historias bobas. Por último, necesitamos un producto de cambio de ritmo,
para que no nos hagamos a la idea de que a todas horas nos regodeamos en
nuestros aspectos más siniestros. Puede adoptar muchas formas, pero por lo
general debe ser un segmento de novedades, una curiosidad o algo entrañable. El
concurso infantil de deletrear palabras, el perro que rescata al bebé, astronautas
en el espacio, la mamá del atleta olímpico derramando lágrimas de alegría y las
hemorroides del presidente son cosas todas que ayudan a redondear la oferta del
producto y nos dan a conocer que la gente de las noticias en realidad son tipos
normales como el resto de nosotros.
De modo que, antes de llevarnos las manos a la cabeza hablando de la
calidad del periodismo, recordemos que todos los productos tienen que encontrar
puntos receptores en las neuronas de sus pretendidos clientes, o no sobrevivirán
en el mercado. Del mismo modo en que los productos de comida rápida
encuentran una respuesta fuerte y fiable, los productos de noticias rápidas captan
la atención de suficiente gente durante el tiempo suficiente para venderles la
comida rápida. Quienes percibimos las noticias como un tipo mediocre de producto
informativo, en realidad no somos los pretendidos clientes… ni de las noticias ni de
la comida rápida.

LA ANSIEDAD GENERA ATENCIÓN


Un componente crucial en la estrategia de diseño para presentar «noticias»
es encontrar un modo de inducir ansiedad en el espectador. El principio rector de
los productores parece ser: «Si puedo sembrar en vosotros la duda y la
inseguridad —sobre vuestros hijos, vuestra casa, vuestro trabajo, vuestra comida o
vuestra seguridad (abejas asesinas, hormigas fantasmas, la gripe, el SIRA, el sida,
la enfermedad de las vacas locas o el virus del Nilo Occidental)— puedo captar y
mantener vuestra atención.»
Caso ejemplar: tras un período especialmente difícil de escuchas de «charlas»
terroristas, el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos (DHS)
aumentó su «Nivel de Evaluación de Amenaza» por colores de «Elevado»
(amarillo) a «Alto» (naranja). Los medios informativos estadounidenses tomaron
un puñado de fragmentos de comunicados del DHS y sugirieron que grupos
terroristas (extranjeros) podrían estar planeando introducir algún tipo de arma
biológica en el aire de ciertas ciudades todavía por determinar. Esos peligrosos
agentes de transmisión aérea, sugerían los portavoces del DHS, podían
mantenerse a raya utilizando láminas de plástico y cinta aislante para cubrir las
ventanas y salidas de aire de hogares y puestos de trabajo.
Cuando esta historia cobró cuerpo, las tiendas de artículos para el hogar
presenciaron una auténtica carrera por las láminas de plástico y la cinta aislante.
Ferreterías que tenían sobradas reservas de ambos artículos empezaron a
quedarse sin existencias. La fiebre alcanzó su punto culminante cuando los
periódicos publicaron la foto de un propietario de Bend, Oregón (población de unos
57.000 habitantes, más o menos) subido a una escalera y forrando de plástico las
ventanas de su casa.
Siempre es bueno estar preparado, «más vale prevenir» no es un mal lema y
siempre resulta útil tener láminas de plástico y cinta aislante por la casa. Pero
seamos realistas: ¿empezaría un ataque químico a Estados Unidos por tomar como
blanco la casa de Bubba allá en Bend, Oregón?
No todo el mundo tiene recursos para calibrar con realismo el tipo de noticias
generadoras de ansiedad que salen por los telediarios. Cuando mi nieta de 11 años
veía en las noticias una crónica violenta relativa a alguna tragedia en un lugar
ignoto del mundo, a menudo le preguntaba a mi hijo (su padre): «¿Cómo de cerca
está eso de nosotros?» Lo que preguntaba no era la distancia geográfica en
kilómetros, sino la proximidad de la amenaza; si tenía que preocuparse o no
porque el suceso estuviera peligrosamente cerca de ella y de su familia.
Los niños que ven un cadáver en la tele, mostrado como parte de una crónica
en Oriente Medio, Miami o Malta, quizá no tengan la madurez o presencia de
ánimo para contemplar la muerte que les presentan como un concepto abstracto,
algo sucedido muy lejos de sus hogares y/o que no tiene nada en absoluto que ver
con la calidad o seguridad de sus vidas en ese momento. Sin el apoyo de un adulto
cercano que lo ayude a entender las imágenes que está viendo, el niño no puede
formarse una perspectiva eficaz para interpretar su significado. Sumado a los
millares de escenas perturbadoras que los niños presencian al ver la televisión una
media de tres a cuatro horas al día, el flujo de imaginería descontextualizada cala
en su cerebro y sistema nervioso y puede sentar los cimientos de una visión
atemorizada de la vida.
No deja de ser irónico que la despersonalización de la experiencia informativa
pueda conducir a la larga a la desaparición de los famosos presentadores de
telediario. Algunos expertos en tecnología digital ya especulan con que, dentro de
cinco o diez años, las técnicas de animación se habrán vuelto tan avanzadas que el
presentador que veis en la pantalla de vuestro televisor será un avatar, un
personaje sintético indistinguible de un auténtico ser humano. No hará falta
pagarle un salario multimillonario, no se pondrá nunca enfermo, no tendrá rabietas
de estrellona y no lo sorprenderán en un escándalo sexual que destruya su
carrera. Algunos de los superfrikis prevén incluso que, con el «vídeo a la carta»,
seremos capaces de elegir nuestro propio avatar, que será diferente del que
aparece en la pantalla de nuestro vecino o incluso en el cuarto de nuestros hijos.
Podréis elegir que os presente las noticias vuestra estrella de rock favorita, el
último rompecorazones de Hollywood o incluso vuestra madre. ¡Ah, el progreso!

ACABAR CON LA ADICCIÓN A LA TELEVISIÓN


De acuerdo con las definiciones más aceptadas de adicción, la experiencia de
ver la televisión de manera regular es adictiva, no en un sentido figurado o irónico,
sino por criterios reales, literales y clínicos. La definición clínica de adicción es un
apego malsano a algo sin lo cual se es incapaz de funcionar. Si tenéis un televisor
en casa y está conectado para recibir programación comercial o canales de cable,
es casi una certeza que estaréis en desacuerdo con la primera frase de este
párrafo. También es poco menos que una certeza que tendréis una adicción clínica
a ver la televisión. La negación forma parte de la adicción.
Los estudios de ondas cerebrales demuestran de manera concluyente que la
experiencia de ver la televisión durante más de tres a cinco minutos induce un
estado cerebral que es prácticamente indistinguible de la hipnosis: actividad «alfa»
de ondas cerebrales, un semiestupor, capacidad reducida de procesamiento de
información, capacidad reducida para el pensamiento abstracto o crítico y un
elevado nivel de sugestionabilidad. Si queréis poner a prueba esa teoría por
vuestra cuenta, intentad el siguiente experimento: mirad de pie un típico programa
popular de televisión. Resistíos al impulso de sentaros en el borde del sofá, poner
un pie sobre la mesa o incluso apoyaros contra la pared. Aguantad a pie firme.
Estando derechos, vuestro sistema nervioso permanecerá activo mientras el
cerebro y los músculos interactúan para mantener vuestro equilibrio. Pronto
descubriréis dos cosas: 1) un deseo acuciante de sentaros (y dejaros arrastrar por
el trance) y 2) el programa en sí se os antojará notablemente inane. La
programación televisiva está específicamente diseñada para el estado de trance.
Si queréis demostraros que sois adictos a la televisión —o evaluar vuestra
afirmación de que no lo sois— he aquí una sencilla prueba: dejad apagado el
televisor de vuestro hogar durante una semana entera. Apuesto a que no podéis.
Ahora mismo, lo más probable es que os estéis diciendo: «Seguro que podría, lo
que pasa es que no me apetece en especial.» O: «Dan unos cuantos programas
muy buenos; no quiero renunciar a ellos sólo para demostrar que no estoy
enganchado.» Ésa es la irónica paradoja: el único modo de demostrar que podéis
aguantar una semana sin ver la televisión es aguantar una semana sin ver la
televisión (¿atenéis la impresión de que os hostigo?).
Veréis, fui adicto a la televisión durante muchos años, al igual que lo son
ahora centenares de millones de personas. De repente superé mi adicción gracias
a un solo acontecimiento memorable. Desterré la televisión comercial de mi casa
hace varios años; es una de las decisiones más importantes y satisfactorias de mi
vida. Estaba una noche sentado en mi comedor, saltando de canal en canal como
había hecho en tantas otras ocasiones. A menudo observaba que las horas iban
transcurriendo mientras yo cambiaba de una cadena a otra, rara vez encontrando
algo que mereciera la pena o me interesara de verdad, pero en apariencia incapaz
de apagar el aparato de una vez y dedicarme a otra cosa.
Esa noche en concreto fui emocionalmente violado: sentado en mi estupor de
inducción televisiva, el presentador de un programa de variedades, un tal Maury
Povich, dio paso a una escena en la que aparecía un deportista que se lesionaba,
del modo más gráfico y horripilante imaginable. Personalmente consternado y
ofendido hasta extremos inconcebibles, salí de sopetón del trance televisivo. Me
enfureció tanto la injusticia e insensibilidad de presentar el sufrimiento
insoportable de aquel hombre como variedad de entretenimiento para las masas —
Povich mostró el mismo corte varias veces— que apagué el televisor, lo
desenchufé y me lo llevé al coche. Al día siguiente se lo regalé a uno de mis
trabajadores y no lo volví a ver. Cancelé mi suscripción a la televisión por cable y
di gracias de que en mi casa sólo pudieran recibirse dos emisoras locales.
Empecé a pasar las noches de otra manera: leyendo, practicando la guitarra,
trabajando en varios proyectos que llevaba atrasados y saliendo más a menudo
con mis amigos. Empecé a reparar en que mi estado de ánimo general se volvía
más animado, más alegre y más abierto a nuevas experiencias. Me daba la
impresión de haber limpiado mi cerebro de algún modo, como si hubiera tirado por
el desagüe la contaminación acumulada. Más adelante me llevé un equipo de vídeo
de calidad de estudio del trabajo a mi casa y empecé a ver películas clásicas y
comedias en videocasete y más tarde en formato DVD.
Si algún conocido descubre en la conversación que no miro la televisión (por
lo general no lo comento porque sí), la primera pregunta suele ser: «Bueno, ¿y
cómo te enteras de lo que pasa en el mundo?» Mi respuesta habitual es: «¿Me
estás dando a entender que los programas de televisión representan lo que está
pasando en el mundo?» La segunda pregunta generalmente es: «Pero ¿qué pasa
con los sucesos importantes? ¿Y si pasa algo gordo de verdad?» A eso suelo
responder: «La mayoría de mis amigos saben que no tengo televisión. Si pasa algo
gordo, seguro que alguien me llama.»
Por supuesto, esto no es más que el punto de vista de un hombre. Sin
embargo, como éste es mi libro, aprovecho la oportunidad para promocionar la
idea, por si un puñado de lectores se animan a desechar el hábito de la televisión.
Ah, por cierto: gracias, Maury Povich. Muy agradecido.

LA COMPRA DE NUESTROS BEBÉS


En su libro sobre la comercialización de la cultura de consumo para niños,
Born to Buy: The Commercialized Child and the New Consumer Culture, la autora,
Juliet B. Schor, realiza varias afirmaciones francas y atrevidas: un típico niño de 10
años ya ha memorizado 400 marcas y puede identificar 300 logos; cuanto más
sumergido está un niño en la cultura de consumo (ante todo a través de los
anuncios de la tele, la publicidad de las revistas y las muestras gratuitas de
productos), más probable es que padezca problemas emocionales o psicológicos.
Su libro presenta un estudio de 300 niños, con edades comprendidas entre los 10
y los 13, y extrae una correlación entre los chicos con firme implantación en el
consumismo y su mayor propensión a los síntomas de depresión, ansiedad y
problemas parecidos.
Su tesis es que el mensaje publicitario comercial incesante dirigido a nuestros
hijos dice una sola cosa: «Tienes que comprar esto si quieres molar, tener estilo o
que no te vean como un infeliz que no se entera.»
El efecto de la publicidad de marcas es que muchos niños ven su autoestima
vinculada a su posesión de las etiquetas más cotizadas, la ropa más cara y los
accesorios de rigor (algunos chavales de 10 años tienen teléfonos móviles con más
prestaciones que los modelos de sus padres). Dado que la cultura popular
comercializada nunca deja de decirle a los niños qué comprar, qué llevar y cómo y
dónde gastarse el dinero, no tener el artículo indispensable del momento en sus
hogares o mochilas puede provocar una crisis de ego en esos consumidores
impresionables e inmaduros.
Quizás eso explique por qué los niños de los barrios más pobres pueden
suplicar y gimotear hasta que uno de sus padres mal pagados afloja 130 dólares
para unas zapatillas de baloncesto (que pronto les quedarán pequeñas). Quizás
eso explique por qué Ronald McDonald y Mickey Mouse son más reconocibles para
los niños estadounidenses que cualquier presidente presente o pasado. Y quizás
eso explique por qué la mayoría de niños estadounidenses que serían incapaces de
encontrar Irak en un mapamundi aunque les dieran un premio en metálico pueden
recitar letras, palabra por palabra, de las últimas canciones de la lista de éxitos.
Puede que un progenitor que quiera ayudar a su hijo a desarrollarse para ser
un adolescente socialmente inteligente necesite administrarle más dosis de
vitamina N (de «NO»). O qué tal suena un poco menos de retirada económica
(«¡Ya vale! ¡Te doy el dinero si paras de lloriquear y me dejas en paz! ») y un poco
más de defensa de los privilegios paternos, del tipo «No, no te voy a comprar eso»
o «No, no vas a usar mi dinero para comprar la ropa cara y de mala calidad que
dices que todos los niños que conoces ya tienen» o «No, porque te he dicho que
no y porque yo soy el adulto y tú el niño».

Los anuncios están por todas partes


La publicidad omnipresente es una tendencia que empezó hace una o dos décadas y que está
cobrando fuerza a ojos vista. El único factor limitador es la capacidad de los diseñadores
publicitarios para encontrar nuevos modos de insertarla en nuestra consciencia.
La publicidad encubierta es una tendencia fuerte y en auge, consistente en mostrar
productos comerciales en momentos estratégicos de películas y programas de televisión, se supone
que como elementos naturales del medio cultural de la historia. La compañía responsable del
producto paga parte de los costes de producción del rodaje. Se trata de un arreglo gana-gana lo
mires como lo mires, salvo para los espectadores, que quizá pensarán que ya han apoquinado los
costes de producción al comprar la entrada o «chuparse» el resto de anuncios.
En el programa de mal gusto por antonomasia The Apprendice, construido en torno al
magnate financiero Donald Trump, los çandidatos a aprendiz tuvieron que diseñar un nuevo
juguete para Mattel y lanzar una nueva variedad de pasta de dientes Crest, Tanto Mattel como
Procter & Gamble vieron crecer las ventas de inmediato a resultas del programa. La práctica se ha
vuelto tan habitual que algunos observatorios de los medios han reclamado a la Comisión Federal
de Comercio de Estados Unidos que exija a los productores identificar con claridad la publicidad
encubierta como anuncio comercial.
Otra empresa instala pantallas de vídeo en los ascensores de los rascacielos y cobra a los
anunciantes por segundos para que impongan sus mensajes a los indefensos pasajeros. La «charla
de ascensor» a lo bestia, quizá.
En un alarde insuperable de entrometimiento, una compañía ha inventado el WizMark, para
reproducir anuncios de audio en lavabos de caballeros. El aparato, del tamaño de una pastilla de
hockey, se instala dentro de un urinario vertical y se activa en presencia de un determinado… eh…
fluido.

VIDEOJUEGOS: EL NUEVO DESCAMPADO


Un videojuego de Microsoft titulado «Halo 2» vendió ejemplares por valor de
125 millones de dólares el primer día de su lanzamiento en noviembre de 2004.
Eso supone unos 2,38 millones de unidades, según las personas que siguen estas
cosas. Los analistas de bolsa que estudian la industria multimillonaria de los
videojuegos estimaron unas ventas de 250 millones de dólares en los tres meses
que siguieron a su lanzamiento.
En comparación, el estreno cinematográfico más exitoso de la historia (en el
momento de escribir estas líneas) fue el de Spiderman 2, que recaudó en su
primer día unos míseros 116 millones de dólares en taquilla (cabe recordar que los
índices del Producto Interior Bruto y el Producto Nacional Bruto de muchos países
del Tercer Mundo no superan los 100 millones de dólares en un buen año; las
compañías mediáticas estadounidenses pueden alcanzarlo con un solo producto y
una buena dosis de marketing pesado).
En su libro de 2004 Got Game; How The Gamer Generation Is Reshaping
Business Forever, los autores, John Beck y Mitchell Wade, afirman que unos 90
millones de personas forman los Echo Boomers o «Generación de los juegos». En
su análisis de 2.500 de esos entusiastas (que ven los videojuegos como variedad
primaria de entretenimiento y punto central de sus vidas), Beck y Wade sostienen,
entre otras conclusiones, que los videojuegos en realidad hacen más listos a los
niños. Es más, todas aquellas maneras de jugar al aire libre de los viejos tiempos
—correr, trepar a los árboles, montar en bicicleta, lanzar una pelota— no son
necesarias, una vez que se dispone de esos buenos amigos tan intelectualmente
estimulantes: el monitor del ordenador, el disco del juego y el joystick.
En declaraciones de noviembre de 2004 al redactor jefe de Tecnología del
USA Today, Kevin Maney, Wade dijo (puede que sin perder la compostura y todo):
«Los niños no juegan a la pelota en los descampados ni corren entre los árboles
como hacíamos nosotros. Todo lo que hacen está estructurado. Se trata de un
sustituto para ese tiempo desestructurado, y resulta mucho más estimulante para
el intelecto.»
Por bien que nos maraville toda esa estimulación intelectual que reciben
nuestros niños, tengamos presente que la serie de videojuegos violentos más
vendidos de la historia (en el momento de escribir estas líneas), «Grand Theft
Auto», ofrece modos para que los jugadores roben coches, disparen a policías y
asesinen a prostitutas, mientras ganan puntos por uno de esos actos «divertidos»
«otro juego, titulado «Grand Theft Auto: San Andreas», al que no hay que
confundir con su producto hermano «GTA: Vice City», fue nombrado peor y más
violento videojuego de 2004 por el grupo defensor de los valores familiares
National Institute on Media and the Family). Supuestamente, eso es el progreso.
¿Y es mejor que jugar a la pelota o nadar?
Otro juego popular permitía a los niños recrear el asesinato del presidente
John F Kennedy, poniéndose en la piel del tirador, Lee Harvey Oswald, y
compitiendo por puntos que se conseguían matando al presidente en el menor
espacio de tiempo posible. Los promotores del juego señalaron con mucho sentido
práctico que podía hacer que los niños se interesaran por la historia. Los
videojuegos no son malos de por sí, y no existen pruebas prima facie de que
puedan convertir a cualquier niño que los con- suma en un asesino. Sin embargo,
tampoco son tan inofensivos como aparentan. La imaginería violenta de muchos
de los juegos de artes marciales, combate, guerra, vuelo y espada y fantasía es
tan pasmosamente realista que las Fuerzas Armadas estadounidenses utilizan
algunos de los más sofisticados para adiestrar a los soldados de combate en
simuladores ultramodernos.
No son sólo los videojuegos; es lo que hace la exposición a una violencia
constante, una y otra vez, durante los muchos centenares (o incluso millares) de
horas que algunos niños dedican a jugar, jugar y jugar a esos juegos. Algunos
críticos lo tildan de variedad de «lavado de cerebro» violento; otros (que a
menudo ganan dinero con esos productos) lo califican de «entretenimiento».
Una de las solitarias voces en la guerra contra los videojuegos violentos es
David Grossman, teniente coronel y ranger retirado del Ejército de Estados Unidos,
que imparte clases en la Universidad de Arkansas y ofrece conferencias
internacionales sobre el impacto social de los videojuegos violentos. Grossman,
brioso orador profesional y ex soldado reflexivo y apasionado, pasa gran parte de
su tiempo en la carretera, adiestrando a agentes de policía, administradores de
escuelas, padres, administradores de justicia juvenil y profesionales de la salud
física y mental sobre la creciente marea de violencia juvenil en Estados Unidos.
Culpa a los videojuegos violentos de gran parte de ese auge.
La página web del coronel Grossman, www.killology.com, ofrece
investigaciones e información sobre cómo enseñan a matar las sociedades a sus
soldados, policías e incluso niños. Su enfoque de los videojuegos no es un dechado
de cortesía. Los tacha de «simuladores de asesinato», porque cree que
insensibilizan con mucha eficacia a los niños respecto de la violencia y el
derramamiento de sangre.
Grossman llevó a cabo varios experimentos que indicaban que esos
videojuegos pueden ser excelentes instructores en el manejo de armas de fuego.
Empezando con adultos sin adiestramiento alguno en tiro, les hizo tirar con una
pistola en un campo de prácticas. Como era de esperar, todos dispararon muy mal
y en puntos al azar del blanco, si es que llegaban a acertarlo. Después les pidió a
adolescentes sin experiencia con armas de fuego pero con muchas horas de
«tiempo de gatillo» con joysticks y pistolas de plástico a sus espaldas, que
dispararan un arma real en el mismo campo. Sus resultados fueron
significativamente mejores que los de los adultos, y casi tan buenos como los de
quienes practicaban allí con regularidad.
A continuación, Grossman hizo que los adultos practicaran en casa con
videojuegos basados en las habilidades de disparo y después se los llevó de vuelta
al campo de tiro. Exacto: dispararon mucho mejor la segunda vez, aunque no
hubieran tenido ninguna práctica real con armas de verdad.
Grossman no afirma que los videojuegos violentos conviertan al chaval medio
en un maníaco homicida. Reconoce que el tema es mucho más complejo que el
simple análisis de la exposición a un único medio. Sin embargo, sí la emprende con
los creadores y distribuidores de esos juegos por su capacidad de insensibilización,
pues cree que la exposición intensa a ese tipo de pasatiempos violentos (a
diferencia del golf, el esquí o el ciclismo de montaña, por ejemplo) hace mucho
más fácil que esos niños dejen de establecer la crucial conexión divisoria entre la
violencia real y la falsa.
En sus conferencias, Grossman cita escáneres cerebrales realizados por la
facultad de Medicina de la Universidad de Indiana que sugieren que la exposición a
medios violentos puede ejercer un efecto diferente en el cerebro de los niños con
tendencias agresivas que en el de los chicos no agresivos.
Los más bienintencionados y diligentes de los padres a menudo no tienen ni
idea de cómo ayudar a sus hijos a afrontar la abrumadora dieta de violencia
sintética que reciben en su vida como consumidores mediáticos. En realidad,
algunos incluso agravan sin querer los efectos de las imágenes violentas de los
medios.
Caso ejemplar: El marzo de 2001 fue un período especialmente violento para
las escuelas de San Diego, California. En espacio de diecisiete días, dos estudiantes
de diferentes institutos llevaron armas de fuego a sus respectivos campus y
abrieron fuego; mataron a dos niños e hirieron a otros diecisiete. Después de
aquellos incidentes, un colega me contó que él y su esposa habían sentado a sus
hijos para tener «una charla sobre lo sucedido en esos institutos».
Puesto que sus hijos oscilaban entre los 5 y los 8 años, el efecto fue
confundirlos y aterrorizarlos. «Ahora tienen miedo de ir al colegio», se lamentó.
Esos progenitores bienintencionados, de repente habían inyectado el miedo y la
duda en el mundo de sus hijos. ¿Era necesario hablar de esos incidentes con unos
niños que no se habían enterado de que se habían producido? Por supuesto que
no. La decisión de si comentar estos temas depende de la edad. ¿Son lo bastante
maduros para encajar la información? ¿Tiene relevancia para su situación? ¿O se
trata de un ejemplo de padres que carecen de la inteligencia social necesaria para
decirse el uno al otro: «¿Vamos a comentarlo con ellos, con calma y sin asustarlos,
sólo si ellos sacan el tema»?

¿PROFESORES, PADRES O NINGUNO DE LOS DOS?


He aquí un estupendo punto de partida (o punto final) para una conversación
en una fiesta: ¿por qué no animar vuestro próximo encuentro social sugiriendo a
los padres presentes que sus habilidades paternas tienen un impacto a largo plazo
muy escaso en el desarrollo de sus hijos? Decid: «Vuestro estilo como padres es
uno de los factores menos significativos de cara a cómo saldrán vuestros hijos.
Cuenta más la influencia de sus compañeros que cualquier cosa que hagáis
vosotros»; luego esperad a ver qué pasa. Las respuestas probablemente oscilen
entre la curiosidad y la indignación, sin descontar alguna retirada intempestiva.
Como prueba de la consternación que puede suscitar ese tema, pensad que
en su libro de 1998, El mito de la educación, la escritora e investigadora Judith
Rich Harris dijo exactamente eso, en pocas palabras: «El modo en que los padres
eduquen a sus hijos no ejerce ningún efecto a largo plazo en la personalidad, la
inteligencia o la salud mental de los niños.»
Harris, cuyas ideas al respecto son, como no es de extrañar, menos que
populares entre muchos padres que se hacen oír, dijo lo siguiente en respuesta a
una mordaz reseña de su libro aparecida en la edición del 16 de diciembre de 2002
de The New Yorker:
Los científicos han demostrado, por ejemplo, que los padres tienen poca o
ninguna capacidad (al margen de la transmisión de sus genes) para hacer que sus
hijos vayan a misa, aunque pueden influir en la iglesia que escojan, si es que
deciden ir. Los padres pueden intentar criar un niño bilingüe usando un idioma
extranjero en casa, pero a menos que los chicos tengan una oportunidad de usar
esa lengua fuera del hogar, por lo general fracasarán. Los niños terminan con la
lengua y el acento de sus compañeros, no de sus padres. Los padres pueden influir
en algunas cosas, pero en otras no. Los efectos de la educación paterna, y del
entorno en un plano más general, no tienen por qué seguir siendo un misterio o
un dogma; se pueden estudiar de manera empírica. Los resultados, sin embargo,
quizá perturben a quienes tienen su propia visión personal de cómo debería
funcionar la mente humana.
Aunque lo que parece describir (que tenéis muy poca o ninguna influencia)
dista mucho de ser una perspectiva popular, Harris no hace sino señalar lo que ya
sabemos sobre las subculturas (a las que pertenecen todos los niños): crean sus
propias reglas, fronteras y comportamientos, y si uno quiere permanecer en ese
grupo, se adapta a esos usos y valores.
La teoría de Harris se parece a la comentada en el capítulo 2: el
comportamiento de los seres humanos (niños incluidos) existe dentro de un
contexto, influido por cualquier situación en la que se encuentren. Harris sostiene
que, pese a las mejores intenciones que tengáis con vuestros hijos (clases de
música, fútbol, boy scouts, girl scouts, acceso limitado a Internet, cursos
dominicales, etc.), la verdad es que importa más cómo interactúen con sus
compañeros que con vosotros. De acuerdo con esa lógica, vuestra mejor
contribución a su crecimiento saludable y su desarrollo es ayudarlos a elegir unos
amigos adecuados.
La lógica de Harris es difícil de refutar. En el mejor de los casos, si vosotros y
vuestro cónyuge o pareja trabajáis a jornada completa y vuestro hijo va a la
escuela, es decir, no pasáis todo el día con él porque no os podéis permitir
quedaros en casa y educarlo allí, estará fuera del alcance de vuestra influencia
durante la mayor parte del día. En muchas familias con dos sueldos, no es nada
raro que un progenitor o pareja parta hacia su trabajo antes incluso de que el niño
se levante, en ocasiones para no regresar a casa hasta que ya está acostado de
nuevo.
Aceptéis o no la teoría de Harris, no todo está perdido todavía. Podéis ejercer
algún control sobre el crecimiento y desarrollo de vuestros hijos; lo que pasa es
que debéis tomaros un interés activo y agresivo en su elección de amigos.
Eso significa saber con quién comen, con quién hablan por teléfono (o
mensajería instantánea vía Internet) y qué planean hacer juntos los fines de
semana. Si vuestro hijo conecta con otro niño lo bastante para que surja una
relación de amistad más profunda, conviene que lleguéis a conocerlo y también a
sus padres o cuidadores. Antes de que dejéis siquiera jugar a vuestro hijo en casa
de otro, podéis conocer a sus padres y realizar un recorrido breve de su casa. No
se trata de ser cotillas o entrometidos, sino razonables. Os interesa que ese
entorno social apruebe vuestro examen intuitivo: ¿es éste un lugar seguro para
dejar a mi hijo a solas durante cualquier período de tiempo?

¿DENTRO O FUERA?
En su best seller, Queen Bees and Wannabes: Helping Your Daughter Survive
Claques, Gosszp, Boyfriends, and Other Realities of Adolescente, Rosalind
Wiseman aboga de manera convincente por saber cómo y por qué ayudar a las
adolescentes a afrontar esa edad difícil. Si bien su texto cubre en profundidad los
últimos años de primaria y toda la secundaria, el verdadero objeto de estudio es la
transición entre escuela e instituto. Gran parte de sus consejos valen también para
los chicos.
Escribe sobre niñas que se ven a sí mismas o son vistas por las demás en
función de si están «en la caja» o «fuera de la caja». Como tal vez recordéis de
vuestras experiencias en el instituto o las de vuestros hijos, estar dentro de la
figurada caja social es mucho mejor que estar fuera. La caja, por supuesto, es
donde se afanan por estar la mayoría de adolescentes y, para Wiseman, las reglas
de entrada en ese capullo social son duras y exigentes.
Para los niños, estar en la caja significa ser guapo, tener el pelo bonito y una
constitución atlética. Eres listo sin ser «demasiado listo», manipulas a los
profesores y demás adultos, eres machote, atraes a las chicas y ellas te atraen y
puedes presumir de coche bonito y acceso a dinero para tus gastos.
Para las niñas, las características del interior de la caja son parecidas a las
masculinas: eres físicamente atractiva, con el pelo largo y un cuerpo atlético ni
demasiado musculoso ni demasiado enclenque. Eres popular, con montones de
amigas y acceso a cositas buenas (dinero para comprar en el centro comercial,
permiso de conducir, novio). Te va bien en la escuela sin tampoco esforzarte
demasiado y sabes conseguir cosas de tus padres.
Todo niño de este estrato social sabe (o aprende con rapidez) qué
características de fuera de la caja los mantienen al otro lado del espejo.
Para los niños, se trata de cualquier atisbo de «empollonería» (habilidad en
los juegos de ordenador, las matemáticas, el ajedrez o las ciencias), torpeza física
o desinterés por el deporte o cualquier «tara», desde un pelo chungo hasta las
gafas, pasando por estar regordete o tener voz o risa de chica. Este último rasgo,
condimentado con el menor indicio de homosexualidad (real o no), convertirá los
años del instituto en un mal trago o un auténtico calvario.
Para las niñas, los rasgos de fuera de la caja empiezan con estar gordas, ser
las damnificadas de una piel/pelo/ropa feos, mostrarse excesivamente listas o ser
«demasiado buenas» en deporte (lo que puede sugerir tendencias lesbianas, como
de modo parecido revela el ostracismo paralelo de los niños afeminados).
Irónicamente, el mismo comportamiento que sirve de barómetro para la
popularidad de los chicos, una conducta sexual o de flirteo con una serie de chicas
del campus, resulta terminal para las hembras. En el caso de las chicas un
comportamiento demasiado sexual o provocador puede dejarlas fuera, en gran
medida porque se ve como una amenaza territorial a las relaciones con chicos que
las jóvenes de «dentro» tanto se afanan por crear o nutrir.
Al recordad esa época de vuestra propia vida, los criterios tácitos para el
«éxito» social quizás os resulten dolorosamente familiares, aun después de
pasadas tantas décadas. La mayoría de personas, que habitaron dentro de la caja,
rememoran esas colisiones sociales entre los ricos (en estatus) y los pobres (en
aceptación) con alivio por no tener que repetir aquella experiencia de sus patios y
situarse «dentro» o «fuera».
Puede que lo único más duro que ser un estudiante en ese entorno sea ser
padre o responsable de uno de ellos. Uno siempre quiere lo mejor para su hijo, y a
cualquier padre o cuidador le duele ver sufrir a su niño emocional además de
físicamente. El impulso es cabalgar al rescate y salvar al niño del mismo tormento
que ellos padecieron a manos de sus compañeros de similar talante. Ese deseo de
resolverlos problemas de los hijos ofreciendo carretadas de consejos
bienintencionados, llamando al director del centro o sermoneando a los padres de
los niños de «dentro de la caja» suele ser un enfoque erróneo, según Wiseman.
La solución al problema de un grupo de niños que le hace la vida imposible a
otro no es tan fácil como quejarse ante otros adultos (que quizás en sus años
mozos llevaran «puntuaciones» como ésas). Wiseman sostiene que los padres
deben permitir que los niños libren sus propias batallas sociales, apoyándolos,
callando sus juicios todo el tiempo que sea posible y limitándose a escucharlos
despotricar sobre lo difícil que es su situación en el momento en que los envuelva.
Se trata de un comportamiento antiintuitivo para la mayoría de padres, sobre
todo los que consideran que deben resolver problemas, tomar decisiones e
implicarse en la vida de sus hijos. Sin embargo, lo que puede ser un buen consejo
en un entorno empresarial (afrontar un rendimiento pobre, ofrecer feedback y
soluciones, etc.) quizá no funcione como intervención en el microcosmos social de
los adolescentes.
En estos casos inciden dos factores: las respuestas emocionales excesivas de
los adolescentes a los posicionamientos sociales (malo, sobre todo si vuestro hijo
se considera «fuera de la caja») y la intuición adolescente (buena, aunque todavía
no esté plenamente des arrollada). Los chicos a menudo no oyen a sus padres
cuando llegan las sesiones de consejos, porque están demasiado absortos en el
drama del momento. Sus sentimientos de ansiedad, baja autoestima y poca
madurez les dirán que sus padres no los entienden ni a ellos, ni el tema ni su
crítica importancia. Oyen las palabras, pero son incapaces de aplicarlas, sobre todo
si les parecen irrelevantes para entrar en la caja.
Los padres por lo general se acostumbran al papel de Eterno Protector y
Sermoneador, con un repertorio que construyen en gran medida durante las
etapas de supervisión de seguridad del bebé cuando crece, es decir, «¡No toques
eso! ¡Quema! 1Baja de ahí! ¡No te metas eso en la boca!», etc. Cuesta romper
esos hábitos una vez que el niño es lo bastante mayor para razonar por su cuenta.
Lo que al padre le suena razonable al hijo se le antoja una reprimenda, a la que
suele hacer oídos sordos.
Según Wiseman, la expresión «Ayúdame no ayudándome» resulta más
apropiada, aun cuando estéis tratando con un ser querido, vuestro hijo. La
estrategia consiste en escuchar con atención y paciencia, ser una fuente empática
de información (sólo cuando os la pidan) y, por último, apoyar los procesos de
pensamiento de vuestro hijo, aun cuando difieran de los vuestros. Con este
enfoque, la clave es permitir que salga a la superficie, con algo de ayuda de los
padres, la comprensión intuitiva que tiene el niño de la situación.
Por ejemplo, vuestro hijo os cuenta que acaban de detener por robar en una
tienda a un chico al que admira (uno que está en la caja). Para muchos padres, el
primer intento de hallar una solución pasaría por soltar un discurso-granada:
«¡Sabía que no era trigo limpio! ¡No te quiero ver más con ese matón! ¡Te va a
meter en líos!»
La estrategia alternativa de Wiseman consiste en empezar con un enfoque no
valorativo y unas cuantas preguntas cuidadosas:
Padre: «Sé que te debe de haber costado contarme eso. Gracias por
decírmelo. Ya sabes que hace mucho hablamos de que robar en una tienda estaba
mal. Con que sé que eso ya lo sabes. ¿Qué te parece lo que hizo?»
Hijo: «Sí, sé que robar está mal, ¡y por eso no puedo creerme que lo hiciera!
Quiero ser su amigo, pero no quiero que me meta en líos.»
Padre: «Me imagino que ahora mismo desearía no haberlo hecho. ¿Has
pensado en qué le dirás cuando lo vuelvas a ver?»
Hijo: «Bueno, si me cuenta lo que pasó, como si fuera lo más gracioso del
mundo, le diré que fue una estupidez. Si me dice que hizo una tontería, es
probable que siga siendo su amigo.»
Padre: «Son ideas bastante buenas. Me parece que has optado por ver con
qué te sale antes de decidirte.»
La diferencia entre este último enfoque y la típica Sesión de Gritos Paternos
es que el joven del ejemplo llega a la solución, su verdad (que de paso es cercana
a la vuestra), por su propio proceso intuitivo. Hablarle «a» los niños rara vez
cosecha mejores resultados que escucharlos o hablar «con» ellos.

LA SOLUCIÓN S.P.A.C.E. PARA LAS ESCUELAS


Así pues, si combinamos las reflexiones y teorías de Judith Rich Harris,
Rosalind Wiseman y otros, y añadimos la idea de que la experiencia educativa para
muchos niños es su propio entorno compartido, con asistencia obligatoria a algún
campus (salvo para los niños que se educan en casa), ¿hay algo que podamos
mejorar en esa pequeña y especializada sociedad? ¿Qué deberíamos esperar de
nuestras escuelas?
En un esfuerzo por ayudar a los centros educativos a fomentar la inteligencia
social en los niños, podríamos plantearnos defender las siguientes iniciativas en
nuestras escuelas:
 Ofrecer más instrucción en habilidades de comunicación, sobre todo en
los niveles de los 12 a los 16 años. La mezcla de los elementos
químicos altamente volátiles de hormonas, pubertad, cultura popular y
presión de los compañeros puede crear un entorno escolar bastante
estresante. Todas esas toxinas están presentes en grandes
proporciones ene1 entorno de los últimos años de primaria. Para
cuando se llega al instituto, muchos niños empiezan a dar muestras de
cierta madurez real. Sin embargo, los que se encuentran en los cursos
que van de los 12 a los 14 años tienden a tener más problemas para
afrontar la vida, a sus padres y a sus compañeros, ante todo porque su
madurez es insuficiente. Es posible que tengan una mala comunicación
entre ellos, con sus maestros y con sus padres. Unos programas más
estructurados que enseñaran importantes habilidades de comunicación
quizás ayudaran. Como siempre hay problemas de presupuesto y
personal, el papel podrían cumplirlo voluntarios de la comunidad,
estudiantes internos mayores y profesores-estudiantes.
 Ofrecer e impartir más programas antiacoso escolar. La violencia
escolar es un problema nacional en Estados Unidos que ahora, en un
giro más preocupante todavía, también experimenta un auge
internacional. La violencia escolar que aparece en las noticias —los
tiroteos en institutos— es bastante infrecuente. El número de
incidentes de violencia escolar (psicológica, además de física) con
episodios de amenazas o comportamiento abusivo es tan elevado
como mayoritariamente desconocido. El impacto en los estudiantes
asustados es como una piedra que se tira a un estanque: muchas
ondas que se expanden con el tiempo. Muchas organizaciones
interesadas en las escuelas ofrecen programas, es decir, la PTA
(www.PTA.org), www.drspock.com, etc., que incluyen la implicación
paterna como parte del programa de estudios antiabusos.
 Ofrecer más programas de capacitación para ayudar a cimentar la
autoestima para los estudiantes de todos los niveles. Todo, desde la
depresión y el suicidio a la violencia y los índices de abandono escolar,
pasando por las tasas de graduados y futuras incorporaciones a la
universidad, puede remontarse a la autoestima del estudiante
individual, Si bien muchos niños con grados diversos de autoestima se
las apañan para superar la escuela relativamente indemnes, los que
carecen de habilidades o recursos de apoyo para hacer frente a esta
cuestión pueden encontrarse en una situación de gran desventaja
social y escolástica. Al igual que los programas de comunicación
citados con anterioridad, los programas de capacitación a menudo
tienen sus mejores maestros en unos profesores jóvenes, capaces de
conectar con las respectivas edades o sexos de la clase.
 Impartir más programas concernientes a las relaciones sentimentales
seguras (parecidos al programa «Empower» de Rosalind Wiseman)
para ayudar a los adolescentes a comprender los límites de sus
relaciones. Los incidentes de citas con violación, acoso y agresiones
sexuales (tocamientos no deseados) en el entorno escolar siguen
aumentando a un ritmo alarmante en Estados Unidos. Los programas
de educación y prevención en esos ámbitos a menudo hacen hincapié
en la necesidad de unas relaciones sanas, evitar el alcohol y las
drogas, establecer fronteras entre los sexos y crear sistemas de apoyo,
recursos y métodos de denuncia para ayudar a las víctimas existentes
y prevenir la creación de nuevas.
 Ofrecer formación en «uso seguro de Internet» para niños de
educación básica y media. Dado que Internet hoy en día forma parte
cotidiana de la vida de muchos niños, es hora de enseñarles cómo y
por qué necesitan actuar de manera segura en esa comunidad.
Organizaciones como www.ISAFE.org y el National Center for Missing
and Exploited Children (www.NCMEC.org) ofrecen programas de
seguridad y educación en Internet creativos y potentes.

UNA FÓRMULA PARA LA INTELIGENCIA SOCIAL EN TODAS LAS EDADES


Si alguien sabía del servicio a su país y comunidad era John Gardner (1912-
2002). Fue un hombre del Renacimiento tanto en el mundo académico como en el
Gobierno. Como profesor de Stanford, donde trabajó y enseñó hasta su muerte,
ganó el más alto galardón concedido por la universidad por sus méritos. En 1965
fue nombrado secretario de Salud, Educación y Bienestar, y trabajó de asesor
sobre derechos civiles y reformas sociales para el presidente Johnson. Fundó
Common Cause y ayudó a desarrollar la televisión pública gracias a su creación de
la Corporation for Public Broadcasting.
En su breve pero inspirado libro Self-Renewal: The Individual and the
innovative Society, Gardner escribió sobe la necesidad que tenía la gente de
asumir riesgos en su vida, romper con viejos hábitos y ver las cosas de un modo
nuevo en lugar de confiar siempre en lo que es cierto y cómodo:
A medida que maduramos estrechamos progresivamente la amplitud y
variedad de nuestras vidas. De todos los intereses que podríamos perseguir, nos
conformarnos con unos pocos. De todas las personas con las que podríamos
relacionarnos, seleccionamos un puñado. Quedamos atrapados en una telaraña de
relaciones fijas. Desarrollamos maneras inamovibles de hacer las cosas.
Con el paso de los años vemos nuestros entornos familiares con una frescura
de percepción cada vez menor. Ya no observamos con mirada despierta y
perspicaz la cara de las personas a las que vemos todos los días, ni cualquier otro
rasgo de nuestro mundo cotidiano.
No es infrecuente encontrarse con que los cambios cruciales de la vida —un
matrimonio, la mudanza a una nueva ciudad, un cambio de trabajo o una
emergencia nacional— nos rompen los esquemas y nos revelan de manera
totalmente repentina lo mucho que nos hemos dejado encorsetar por la cómoda
red que hemos tejido a nuestro alrededor.
Uno de los motivos por los que las personas maduras tienen propensión a
aprender menos que las jóvenes es que están dispuestas a arriesgarse menos.
Aprender es un asunto arriesgado, y no les gusta el fracaso. En la infancia, cuando
el niño aprende a un ritmo verdaderamente extraordinario —un ritmo que jamás
volverá a alcanzar—, también experimenta una demoledora serie de fracasos.
Observadio. Fijaos en el sinfín de cosas que intenta sin éxito. Fijaos en lo poco que
esos fracasos lo desaniman.
Con cada año que pase se tomará el fracaso con menor despreocupación.
Hacia la adolescencia la disposición de los jóvenes a arriesgarse al fracaso ha
disminuido en gran medida. Además, con excesiva frecuencia los padres los
espolean en esa dirección insuflándoles miedo, castigando el fracaso u otorgando
demasiado valor al éxito.
Hacia la mediana edad la mayoría llevamos en la cabeza un agobiante
catálogo de cosas que no tenemos intención de volver a probar porque las hemos
intentado una vez y hemos fracasado... o lo hemos hecho peor de lo que nuestra
autoestima exigía.
Hacia la mitad de la vida, la mayoría somos consumados fugitivos de nosotros
mismos. [La cursiva es mía.]
El tópico «nuestros hijos son nuestro futuro» nunca ha sido más cierto que en
la actualidad. Con el miedo y la duda en uno mismo tan integrados en la cultura
popular estadounidense (terrorismo, incertidumbre económica o simple miedo del
futuro), ¿crecerán nuestros hijos para ser consumados fugitivos, o para convertirse
en adultos eficaces y socialmente inteligentes?
En los próximos veinte años, nos las veremos con la sociedad que estamos
creando ahora. ¿Qué estáis haciendo ahora y qué haréis en el futuro inmediato
para que todos vivamos en un lugar más sano y socialmente inteligente?

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