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Octavio Colmenares 22 Agosto de 2015

Cenando en una ratonera.

Hace dos días mí esposa y yo fuimos invitados a cenar a la casa de una persona
pobre que se cambió a una “ratonera” del noveno piso de uno de esos edificios
de la colonia Guadalupe Inn que construyeron y se siguen construyendo sobre
Avenida Revolución. Entre la calle de Sagredo y el centro cultural helénico
ubicado en la esquina de la misma avenida con Manuel M. Ponce.
Corrompiendo autoridades y cambiando todo reglamento de construcción se
han edificado más de 18 edificios sellando la muerte de la zona con una “mega
centro” llamado Patio Barranca centro comercial y habitacional de la
desarrolladora MRP.
Los desarrollos en esa Avenida Revolución, otrora una colonia y avenida de
casas con sentido humano, con pequeños jardines que generaban aire puro han
dado al traste con la zona en todo sentido urbanístico.
Llegamos a las 8:00 pm, logrando ubicar un cajón de estacionamiento a cinco
cuadras de distancia. Ante la cursi puerta del edificio y fachada ecológica con
plantas de plástico hay una columna de cantera gris con un interfono y unos 30
botoncitos. Tras la puerta de cristal enjambrada con unos fierros atravesados
haciendo una pobre imitación de escultura colonial y unas cuantas jardinera con
plantas de plástico pero ahora con flores, sustitutos de los geranios o
enredaderas sensuales que adornaban las rejas y bardas de algunos años, se
aprecia una silla y una barra de madera con un perro vestido de guardián con
gorra puesta. Uniforme desalineado y por supuesto una televisión pequeña
donde ve seguramente el partido del América. Me recordó que en México las
pantallas han invadido nuestro espacio de convivencia o trámite: vas al
restaurante de todo tipo fino o del camellón, y pantalla, al estanquillo, en los
puestos ambulantes, en oficinas de gobierno, y se encuentran todos adheridos a
la pantalla del televisor. Están “apantallados” diría mi compadre Alberto.
Como el guardia no hace ningún gesto de abrir tocamos en el botón, en la
columna gris, del número de la casa señalada por el anfitrión en la invitación. Se
prende una luz inquisidora al mismo tiempo que se activa una cámara ¿Quién?
Pregunta una voz de acento pueblerino, debe ser la “muchacha”, aditamento
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imprescindible a esas alturas. Venimos a la cena, y acto seguido suena una
chicharra y se entreabre la puerta. Eso es seguridad, dejar que cualquiera entre
para una cena.
Como desde lo alto fuimos aceptados al castillo, el perro guardián sonríe. Más
aun, se adelanta a llamar el elevador. Es todo muy brilloso adentro, los grabados
y detalles de la paredes y el piso de un tipo de mármol. Espejos, todo
resplandece y huele a desodorante ambiental. Estilo Pinesol-aromatizado.
En el ascensor, no sé de dónde salieron, del estacionamiento subterráneo
quizás, viene más gente, así que quedamos rozándonos en forzada
promiscuidad con esos seres. El elevador es pequeñito, pero está rodeado de
espejos para verse más grande, y tiene un reloj digital e indicador de
temperatura. Claro, sin ver el sol pierden la noción del tiempo, y el termómetro
debe ser para que tengan una idea de lo que pasa afuera, en la superficie
terrestre.
Tienen otro olor los humanoides que vienen del subterráneo, distinto aspecto,
algo en la piel y en su actitud general que nos hace sospechar. Durante la cena –
a cortina cerrada para no ser espiados desde los edificios contiguos- lo descubrí.
Ya no son los mismos. El gris cemento, su vida entre toneladas de concreto y
fierro, los han transformado; son ahora de esos que viven en departamento. Su
desapego a la tierra, propensión a meterse en recovecos y detrás de cualquier
mueble sucio, facilidad a enconcharse en huecos chicos, prescindencia del aire
libre, gusto por los quesos secos y olorosos, los huevos de gallina procesados,
desatada relación con los de su clase en forma selectiva e implacable consumo
de cuanto hay, son características propias del roedor.
Los nuevos tiempos y los gobernantes de la ciudad de México, en especial el
Maximato en Álvaro Obregón del cacique Leonel Luna, hoy coordinador del PRD
en la ALDF, han creado un nuevo ser a su semejanza: el Homo Ratus, un
depredador feroz híper activo, en celo durante invierno y verano, que se adapta
fácilmente a la cementación en altura de cuanto edificio construyan. No
necesita ambiente, ni él, ni su pareja, ni sus hijos, arboles ni espacio para
multiplicarse, vivir y morir; solo electricidad.
Tiene la ventaja sobre el díscolo homo sapiens, ese resabio de la primera
creación, de ser programable. Como se le maneja por pantalla, compra lo
ordenado y opina como le mandan. Lo aleccionan con los medios de

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comunicación o publicidad pagada en las redes sociales. Lo acondiciona a su
nueva especie. Al no leer libros ni tener ideas propias forma una especie muy
uniforme que anda siempre en grupo. A la playa, a los restaurantes de moda,
van todos en tropel por las calles o carreteras con idénticos autos, los vuelos a
los mismos lugares, los mismo estilos de vestir, el mismo estilo de mujeres e
iguales niños. Para los niños un cuartito dentro de la ratonera es suficiente. Su
diversión no es el parque al aire libre de antaño ni la práctica del deporte en
canchas comunales donde corre el peligro de depredadores, sino en la otra
pantalla del “Tablet” para conectarse con el “mundo” facebuqueando o
tuitereando, pero lo “máximo” es el videojuego.

El problema es que su agresividad va en aumento por las condiciones de stress y


estrechez en que vive. Densidad, aumentar la densidad, dicen los
desarrolladores inmobiliarios y los especuladores, que el futuro son viviendas
verticales. ¿Y para qué? Experimentos ya han demostrado que precisamente
mientras más apretado esta el ratón, más pendenciero y ladrón se torna.
En todo caso, basta otra campaña publicitaria para convencerlo de que vamos
bien, mañana mejor. Salvo, claro está, que aparezca el descontento social que
en este caso se llama gato…

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