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HABÍAN cenado en el gran comedor familiar, bajo las miradas severas de los
Bannister inmortalizados en los cuadros que colgaban de las paredes.
Agnes Balka paseó su mirada brillante por las caras de todos cuantos estaban allí,
silenciosos, como concentrados en profundos pensamientos. Ella casi podía adivinar esos
pensamientos.
De pronto, con voz burlona, preguntó:
—¿Alguien cayó en la cuenta de que había que llamar al abogado Highsmith? Era el
abogado de Fred, por consiguiente tendrá una copia del testamento.
Todos la miraron asombrados. Ciertamente, nadie había atinado a llamar al
abogado. Triunfante, ella añadió:
—¡Yo sí pensé en eso, querida familia! Fue lo primero que hice cuando el médico
certificó que Fred estaba muerto. Lo tendremos aquí mañana por la mañana.
Hubo un murmullo de aprobación. Su hermano George murmuró:
—Me parece que tanto daba mañana como pasado… No hay más herederos que
nosotros.
—Ya lo sé, pero las cosas hay que hacerlas bien desde un principio. De todos modos
supongo que habrá dejado algunos legados para los criados, aunque eso también deberemos
comprobarlo muy bien.
George dirigió sus ojos cansados hacia su hermana. A veces se asombraba de su
voracidad. Pareció que se disponía a decir algo más, pero Charles Monod, el marido de la
otra hija de Agnes, dijo:
—Yo siempre supe que usted tenía un cerebro de primer orden. ¿No es cierto que lo
hemos comentado algunas veces, Evelyn?
Su esposa asintió, pero la que habló fue Patricia, una prima lejana de los dos
hermanos.
Dijo con voz burlona:
—Es la primera vez que oigo elogiar a una suegra.
La mirada que recibió de la aludida hubiera podido fundir un bloque de hielo. Su
hijo terció para romper la tensión:
—¿Qué actitud vamos a adoptar cuando llegue la frustrada Julieta? Esa mosquita
muerta debía estar convencida de que iba a ser la propietaria de Bannister House y de todo
lo demás. ¿Qué hacemos cuando llegue?
—Despedirla con cajas destempladas —estalló su madre.
—No hay ninguna necesidad de eso —dijo Friedmann hablando por primera vez—.
En primer lugar, ella iba a casarse con Fred dentro de una semana. En segundo lugar,
querida Agnes, no veo qué ventaja obtendremos creando antagonismos y poniendo en
evidencia nuestra voracidad, para llamar las cosas por su nombre.
—Mira, Harold, esas zorras de Londres todas son iguales. No puedes tratarlas con
guante blanco. Ella iba detrás de los millones de Fred y punto.
—Lo mismo que todos nosotros —rió su hijo.
—¡Pero nosotros somos de la familia!
—Pero no llevamos el apellido Bannister. Ninguno de nosotros.
—¿Y qué con eso? Somos los únicos familiares que tenía. Esa tontería del apellido
únicamente impide que nos entierren en el panteón, pero déjame decirte que eso me
importa un comino si a cambio de renunciar a ese honor me convierto en una mujer
inmensamente rica.
—Madre, a veces me asustas. Yo seré un botarate, pero tú eres una máquina de
calcular. —Bob, acabas de decir una gran verdad. Eres un botarate…, a pesar de que eres
mi hijo y ése es otro honor al que no me habría importado renunciar.
Él se echó a reír. Estaba habituado a los estallidos de su madre.
Harold Friedmann insistió:
—Mi opinión es que a esa joven hay que tratarla con corrección. Después de todo se
marchará en cuanto haya rezado una oración por el alma del hombre que amó.
Agnes emitió un sonido despectivo, pero no quiso discutir con su primo Harold.
Cuando llegara el momento sabía bien que sería ella quien ordenara y dispusiera.
Unos leves golpes en la puerta les obligaron a callar.
Grierson asomó la cabeza.
—Hemos dispuesto café y licores en el salón —anunció.
Todos se levantaron.
En el salón ardía un crepitante fuego en la chimenea. El ambiente estaba caldeado y
acogedor y se alegraron del cambio.
El mayordomo vigiló la tarea de la joven doncella mientras ésta sirvió el café.
Después, él escanció los licores que los caballeros le pidieron y tras esto ambos se retiraron.
Había confortables butacas ante la chimenea. Pronto el aroma del tabaco llenó el
aire, mientras contra los cristales del ventanal seguía crepitando la lluvia y fuera todo eran
tinieblas.
Al cabo de unos instantes Robert comentó:
—Me gustaría saber cuánto nos tocará a cada uno…
—¿Tanta prisa tienes por gastarte el dinero?
La voz de su tío estaba cargada de desprecio.
Él se echó a reír.
—El dinero no sirve para otra cosa, querido tío, si no es para gastarlo.
Harold Friedmann refunfuñó con el mismo tono:
—Algunas personas incluso trabajan para ganarlo. ¿Lo sabías?
—Touché! Olvidaba tu corrosivo sentido del humor, tío Harold. Pero ya que
hablamos de eso, tú tampoco te has matado excesivamente a lo largo de tu vida para ganar
dinero.
—¡He trabajado y lo sabes! Pero la suerte nunca estuvo de mi lado. Jamás me
dieron una oportunidad a pesar de estar capacitado para altos cargos, que Fred se negó
siempre a confiarme —terminó con rencor.
—¡Oh, dejad estas tonterías! —estalló Agnes, fastidiada—. ¿A qué viene discutir
eso ahora?
Hubo un silencio mientras saboreaban el café y los licores, y el humo de los
costosos cigarros se enroscaba en el aire quieto del salón.
Bob se entretuvo en revolver los troncos de la chimenea. Una erupción de chispas
culebreó elevándose como fuegos fatuos.
Patricia encendió un cigarrillo. Sus ojos profundos estaban fijos en la nuca de Bob y
cuando éste se irguió, apartándose del fuego, quedaron mirándose un instante. Después, él
desvió los suyos y fue a hundirse en una butaca.
Patricia se levantó. Exhaló una nube de humo mirando distraídamente el agua que
escurría en los cristales semejante a una catarata.
—Vaya noche más desagradable —comentó.
Nadie le hizo caso. Quien más quien menos tenía el pensamiento ocupado por otros
temas más importantes. Temas en los que bailaban cifras millonarias.
Iba a llevarse el cigarrillo a los labios, cuando desorbitó los ojos y lanzó un alarido
agudo como un clarín que les hizo levantarse a todos de un brinco.
—¿Qué diablos…?
Bob se interrumpió al ver la aterrorizada expresión de la muchacha. Sus ojos
parecían a punto de salirle de las órbitas, fijos en la ventana. Temblaba y su rostro
desencajado semejaba una máscara.
Harold Friedmann llegó junto a ella de un salto y la zarandeó.
—¡Pat! ¿Qué te pasa? ¡Pat, nena, reacciona!
Ella boqueaba sin que ningún sonido brotara de su garganta.
Bob la miró un instante, volteó la mano y la abofeteó.
Ella volvió a chillar. Un alarido ronco, agónico.
—¡Bueno, di algo, maldita sea! ¿Qué te pasa, viste al diablo o qué? —barbotó
Agnes, furiosa.
—No sé…, no sé qué era…
—¿Qué?
Ella levantó el brazo y señaló los cristales por los que se escurría la lluvia.
—Estaba allí… mirándome. ¡Me miraba…!
—¿Quién?
—No sé…
—¡Estupendo! No sabes qué era. ¿O era un fantasma?
Ella clavó los ojos en la cara de Bob. Parecía desamparada, llena de terror.
—Una cara —balbuceó—. O no… parecía descarnada… y tenía los ojos rojos,
como si hubiera fuego en las pupilas. Y cabellos blancos larguísimos… ¡Dios, era
espeluznante, Bob, créeme!
—No digas tonterías. Viste algún reflejo de la luz en el cristal, y el agua hizo lo
demás. —¡No, no…!
Él sacudió la cabeza. Fue hacia el ventanal y lo abrió de par en par. El viento arrojó
el agua contra su cara, pero sacó el torso fuera y dijo:
—No hay nadie aquí fuera, Pat, convéncete de eso. ¿Quién diablos iba a andar bajo
ese diluvio?
Volvió a cerrar sacudiéndose el agua de la cabeza.
—Además —añadió—, el perro debe haber quedado fuera. Haría pedazos a
cualquier intruso que merodeara por el parque.
La muchacha sacudió la cabeza obstinadamente.
—¡Te juro que lo vi! Y me miraba con aquellos ojos infernales. ¡Por un instante
sentí como si me quemaran la piel!
—¡Ya basta! —gritó Agnes—. Estás nerviosa. Quizá por tu estancia en la cripta o
vete a saber por qué. Siéntate y trata de comportarte, querida.
Ella se dejó caer en una butaca. Bob se frotaba la cara con el pañuelo.
—Ahora que pienso en ello, no hemos vuelto a oír al perro…
Su madre gruñó:
—Y ojalá no volvamos a oírlo nunca más. Hay que eliminar a esa maldita bestia
cuanto antes.
—Eso no le hubiera gustado a Fred…
Se volvió iracunda hacia su hermano.
—¡Y a quién le importa lo que le hubiera gustado o no!
Métete en la cabeza que está muerto y que ahora los amos somos nosotros. No
quiero a esa bestia merodeando por aquí y eso es todo.
Bob insistió con su idea:
—De todos modos, madre, es muy extraño que no le hayamos oído desde que
entramos en la casa.
—Se habrá refugiado en los establos. No creo que con ese aguacero ande dando
vueltas ahí fuera.
Como al desgaire, Bob fue a apoyarse descuidadamente en el respaldo de la butaca
donde se sentaba Patricia. Los demás iniciaron una discusión respecto a lo que habría que
hacer en el futuro con los sirvientes. Agnes opinaba que exceptuando la doncella eran
demasiado viejos para seguir trabajando en Bannister House.
Bob inclinó un poco la cabeza. Apenas si movió los labios cuando musitó:
—Esta noche.
Pat levantó un instante la mirada. Seguía aleteando en ella el terror, pero asintió en
silencio.
Él sonrió y siguió apurando su cigarro, contemplando a los demás, escuchando su
absurda discusión.
Y entonces, en medio del crepitar de la lluvia, retumbaron los ladridos del perro,
broncos, poderosos y alborozados.
No eran aquellos aullidos de muerte.
Eran los alegres ladridos de bienvenida a alguien querido por el animal.
Unos minutos después, el mayordomo llamó a la puerta, entró y con voz neutra dijo:
—La señorita Haines acaba de llegar.
Se hizo un silencio de tumba. Agnes enrojeció de ira.
Casi rechinando los dientes ordenó:
—Tráigala aquí.
Grierson asintió con un gesto, cerró la puerta y desapareció.
Capítulo III
EL día amaneció tan sombrío que aún parecían reinar las sombras cuando Robert
entró en el reducido comedor donde solían desayunar cuando, en vida de Frederick
Bannister, la familia pasaba algún fin de semana en la inmensa residencia.
Ya estaban allí su madre, su tío George y Evelyn.
La joven doncella se ocupaba de servirles con cara inexpresiva.
—Buenos días a todo el mundo —exclamó, sentándose sin más cumplidos—.
Confieso que apenas he pegado ojo esta noche.
Su hermana le dirigió una mirada colérica. Robert le hizo una mueca despectiva.
Evelyn «sabía», pero eso no le preocupaba demasiado.
Agnes dijo:
—¿Por qué, tuviste pesadillas?
Evelyn se le anticipó en la respuesta.
—Bob es de los que no tienen pesadillas, mamá. Él sólo tiene bonitos sueños…
Su madre arrugó el ceño.
—¿Bonitos sueños? Oh, ya entiendo. Quieres decir que soñó con la herencia.
Él asintió, apresurado.
—Acertaste, madre.
George paseó la mirada del uno al otro. No dijo una palabra y se dedicó a saborear
el exquisito desayuno.
Mientras la doncella le servía a él, Robert la recorrió con la mirada descaradamente.
Era una joven muy bonita y tenía unas piernas largas, bien torneadas. Si advirtió la
impertinente mirada no dio señales de ello.
Cuando hubo abandonado el comedor, Robert chascó la lengua.
—Esta chica habrá que conservarla en la casa, madre… es muy eficiente me parece
a mí. Despectiva, Agnes barbotó:
—No me sorprendería que fueras capaz de complicarte con una sirvienta…
Él se encogió de hombros.
Hubo un largo silencio y entretanto el marido de Evelyn llegó, reclamando el
desayuno como si tuviera prisa por ir a alguna parte.
Agnes dijo al cabo de unos minutos:
—Dentro de unas horas llegará el abogado. Hemos de ponernos de acuerdo respecto
a nuestra actitud si resulta que Freddy dejó legados para los sirvientes.
George se llevó la servilleta a los labios.
—No hay ninguna excusa me parece a mí. Si les dejó algo habrá que dárselo. Un
testamento no puede variarse una vez legalizado e inscrito.
—Pero puede impugnarse.
—Agnes, me parece que no te das cuenta de nuestra posición. ¿Cómo pretendes
impugnar un testamento para negarles los legados a unos empleados que han pasado toda su
vida al lado del testador?
—Incluso así, si fueran cantidades importantes habría que intentarlo.
Robert enrojeció. Contra su costumbre, gruñó:
—Estás llegando demasiado lejos, madre.
—¿Por qué, por defender nuestros intereses?
—¡Maldita sea! Vamos a heredar una de las mayores fortunas de Inglaterra entre
unas cosas y otras, y tú te empeñas en discutirles unas cantidades a unos sirvientes. ¿No te
das cuenta de lo absurdo de tu posición? Por importantes que fueran habría que cedérselas
con buena cara.
Agnes le miró echando chispas. No estaba acostumbrada a que su hijo le discutiera
sus decisiones.
No pudo replicar, porque la sirvienta entró de nuevo, esta vez precediendo a Patricia
y a Harold Friedmann. Les sirvió sin que nadie dijera una palabra hasta que hubo salido
otra vez.
Entonces Friedmann preguntó de qué estaban hablando antes, y recibió un coro de
gruñidos como respuesta.
Sólo George le aclaró:
—Decíamos que el abogado vendrá esta mañana.
—Ya veo.
Evelyn se volvió hacia Patricia.
—¿Tampoco tú pudiste dormir esta noche, querida? Tienes mala cara…
Patricia ni le contestó. Robert se limitó a dirigirle una mirada asesina.
Friedmann estaba diciendo:
—… solía hablar siempre de él, por eso me sorprende que no estuviera presente en
el entierro.
—¿Qué, de quién estás hablando?
—De su administrador general, ese tal Sheckley. Para Fred no había nadie más
eficiente en el mundo. Sin embargo, ni siquiera asistió al entierro.
—No le conozco.
—Yo le vi una vez, no hace mucho —murmuró Friedmann entre dientes—. Un
sabelotodo, estirado y fatuo, eso es lo que me pareció.
—Tal vez estaba fuera de Londres y no pudieron avisarle a tiempo. Bueno —añadió
Agnes, aferrada a su idea—, ¿qué opinas de los legados a los sirvientes?
—¿Otra vez con lo mismo, madre?
—¡Cállate! ¿Qué dices tú, Harold?
—No sabemos si los hay. Pero yo creo que si les nombra en el testamento no habrá
más remedio que acatar su voluntad.
Agnes hizo una mueca de fastidio. Vio que casi todos estaban contra ella en este
asunto y decidió dejarlo de lado.
De modo que dijo:
—Otra cosa, George. No se te ocurra volver a hablarme como lo hiciste anoche, no
te lo permito. Y menos para defender a esa intrusa de Londres.
George se puso rojo.
—Te has habituado a hablarnos a todos como si fuésemos tus sirvientes, y me
parece que ya es hora de que alguien te ponga en tu lugar… En cuanto a esa muchacha, no
es ninguna intrusa. Es la mujer que iba a casarse con Freddy y merece por lo menos un
poco de respeto.
—¿Desde cuándo sabes lo que significa respetar a alguien, George?
—No quiero discutir contigo, Agnes. Sólo te ruego que cambies de proceder, por lo
menos en lo que a mi respecta.
A ella le relampagueaban los ojos.
—Por lo visto, la idea de que ya no tendrás que venir a suplicarme que te dé dinero
te ha dado un valor que nunca demostraste…
Robert terció:
—¿Y si dejásemos esa estúpida discusión, madre? No conduce a nada y delata la
catadura de todos nosotros. He dicho catadura —repitió anticipándose a la protesta de su
madre—. A mí me gusta llamar a cada cosa por su nombre. Todos hemos vivido pidiendo
dinero. Hemos vivido a costa de primo Fred y no tenemos nada que echarnos en cara unos a
otros. Ahora vamos a ser inmensamente ricos, así que, ¿por qué no tratamos de
entendernos?
—Tú también empiezas a cambiar ante esa riqueza, hijo.
—Cierto, y sería bueno que también tú intentases cambiar.
De nuevo ella se engalló, irguiéndose enfurecida.
—¿Qué demonios quieres decir con eso?
—Olvídalo. Haced lo que queráis, pero sugiero que podríais empezar por tiraros los
platos a la cabeza. Platos de alcurnia, por supuesto, como éstos.
—¡Deja de decir tonterías, Bob, me cansas!
Él se encogió de hombros. Se dio por vencido y dedicó toda su atención a encender
un cigarrillo.
Los demás continuaron discutiendo, soñando por anticipado con la riqueza que
estaban a punto de tocar.
Patricia se había sentado al lado de Robert. Éste deslizó los dedos por su muslo, la
mano protegida por el velo del mantel. La mujer se estremeció.
Grierson apareció cuando ya todos habían terminado, interesándose por si deseaban
alguna otra cosa.
Agnes le espetó:
—¿Dónde está la forastera? No habrá desayunado en la cocina…
El mayordomo palideció:
—La señorita Haines ha desayunado en su habitación, señora.
—Llámela.
—Salió, señora Balka.
—¿Qué?
—Salió al parque muy temprano en compañía del perro.
—Está bien. Se me ocurre que sería una gran cosa que se llevara esa bestia a
Londres. Grierson abandonó el comedor y cerró la puerta.
Harold Friedmann, fastidiado, gruñó:
—Eres delicada como un tanque de treinta toneladas, querida prima. ¿Qué
necesidad tienes de demostrarles tus fobias a los criados?
—Me saca de quicio.
—¿Grierson?
—¡Ella, estúpido!
Quizá para evitar una airada réplica de Friedmann, Robert dijo:
—Hablando de cosas prácticas, pienso que será preciso hacer una selección de esas
montañas de documentos viejos que hay en la biblioteca. Limpiarlo todo, quiero decir. Que
Freddy lo guardase porque habían pertenecido a sus directos antepasados me parece bien,
pero para nosotros no tienen ningún valor, si no es como pergaminos viejos. No creo que
ningún coleccionista diera un penique por todos ellos.
—Tenemos mucho trabajo —replicó su madre—. Hay que cambiar muchas cosas en
esta casa. Y otra de las que haré muy pronto seré mandar derribar el panteón.
La miraron estupefactos. Ninguno atinó a replicar y ella añadió:
—Haré que lo derriben. No quiero verlo allí, como un recordatorio permanente de
que nosotros no somos Bannister de pura sangre, y por consiguiente no podemos ser
enterrados en él. Será la manera de que la leyenda, o lo que quiera que sea esa prohibición,
termine de una maldita vez.
—No es que yo sienta ningún respeto por las viejas tradiciones familiares de los
Bannister —intervino George—, pero de eso a derribar el panteón media un abismo.
Freddy ha sido enterrado allí, y todos los demás Bannister. Pero sólo por Freddy me parece
que debemos respetarlo.
—¿Por qué?
Patricia dijo, intrigada:
—Lo que no entiendo es eso de que sólo puedan enterrar allí a los descendientes
directos de los Bannister. ¿Alguien sabe la razón?
—Con claridad, no. Creo que data de hace cientos de años, cuando alguien mató a
un Bannister o algo así, no sé —dijo George—. De cualquier modo, leyenda o no, soy
partidario de respetarlo.
Hubo un largo silencio, y entonces, a lo lejos, oyeron ladrar al perro.
Agnes se estremeció, pero esta vez se abstuvo de todo comentario.
Poco después, uno tras otro, abandonaron el comedor y Robert quedó en compañía
de Patricia.
Ella susurró:
—Tu hermana lo sabe todo, Bob…
—¿Te importa?
—¡Claro que me importa! Es una víbora.
—Ya lo sé.
—Imagina que lo cuenta a tu madre…
—No me gustaría. Mi madre es el diablo cuando pierde los estribos… pero Evelyn
mantendrá la boca cerrada, cariño. Ella tiene mucho que callar.
—A veces pienso que incluso nos espía.
Él se echó a reír.
—No me sorprendería. Sobre todo si pudiera espiarnos cuando estamos acostados.
Tiene la libido muy retorcida.
—No me gusta tu manera de hablar.
—En cambio, a mí me gustan hasta el delirio. Anoche mismo…
Ella se levantó violentamente.
—A veces se me ocurre que algo no funciona bien en tu cabeza. ¿Por qué no te
ocupas de que los periódicos publiquen lo nuestro? Eso quizá te hiciera sentirte más
varonil…
—¡Pat, cariño…!
Ella se dirigió a la puerta, salió y al cerrarla lo hizo con tanta violencia que sonó
como una bomba.
Robert meneó la cabeza, disgustado. Había veces que las mujeres le desconcertaban.
Salió al jardín. El aire era frío, pero no desagradable. Las nubes plomizas, muy
bajas, velaban la luz de la mañana y el parque de árboles centenarios que rodeaba la casa
tenía tintes sombríos, fantasmales.
Del interior de la frondosidad del parque brotaron de nuevo los alborozados ladridos
del perro.
Robert prendió un cigarrillo. Pensó que el perro se había consolado muy pronto de
la pérdida de su amo. Claro que quizá la compañía de Marie fuera para él un sustituto.
Impaciente por que llegara el abogado, regresó al interior de la casa y fue a
encerrarse en la biblioteca. Realmente, habría mucho que hacer allí…
Capítulo V
CON «Tigre» saltando a su alrededor, alborozado, llegaron los dos cerca del
panteón. Marie contuvo el aliento y se quedó inmóvil. Allí habían enterrado al hombre que
había amado, y que la había adorado como una mujer sólo es amada una vez en su vida.
El perro dejó de enredar a su alrededor y caminó hacia la reja de hierro que cerraba
el mausoleo.
Le vio husmear el suelo, gruñir sordamente y al fin, alzando la cabeza, emitió un
largo aullido agudo y violento.
Marie fue a su encuentro y le acarició las orejas.
—Ya sé que lo sientes, «Tigre». Quizá tanto como yo. Anda, vamos…
Retrocedió para regresar a la casa.
El animal la observó unos instantes, como titubeando. Luego, bruscamente, giró y
echó a correr hacia la espesura sombría que se alzaba detrás del panteón.
Marie le siguió con la mirada, sorprendida, hasta que le vio desaparecer entre los
gigantescos árboles. Aguardó unos minutos, por si el perro regresaba, o le oía ladrar.
No le oyó, ni volvió a dar señales de vida, así que al fin se encaminó a la casa para
abandonarla definitivamente. La más bella y feliz etapa de su vida quedaba cerrada, y por
muy placentero que se mostrara el porvenir nunca más volvería a ser como la dicha que
dejaba atrás.
Encontró a Grierson en el vestíbulo. Los dos se miraron en silencio, hasta que ella
murmuró:
—Pida que traigan mi maletín, Grierson.
—Lo siento, señorita Haines…
—No tanto como yo misma. Pero he de irme. Usted tiene mis señas de Londres,
amigo mío. Nunca le perdonaré si cuando vaya a la ciudad no viene a verme.
—Lo haré, señorita.
Iba a retirarse cuando ella le preguntó:
—¿A quién vio anoche, Grierson, cuando se separó de mí?
Él titubeó.
—Cosas de viejo…
—Usted es viejo, pero tiene una vista de lince. ¿A quién? Sólo para satisfacer mi
curiosidad…
—No fue nadie de los que usted imagina.
—Entonces, ¿a quién?
—Si insiste… Pero le ruego que no se ría de mí, por favor.
—Por supuesto que no.
—Acompáñeme entonces…
La precedió hacia el gran comedor principal.
La luz sombría que penetraba por las ventanas no era suficiente para disipar las
sombras de una estancia tan grande. Grierson encendió las lámparas, avanzó hasta la mitad
del comedor y allí señaló un gran cuadro.
—Me pareció ver a alguien vestido así, señorita…
Ella se quedó boquiabierta, mirando a un hombre altivo, soberbio, vestido a la
usanza de doscientos años atrás. Llevaba daga y espada y sus ojos tenían una mirada
sombría y cruel. El anónimo pintor había realizado un excelente trabajo.
—Ya le digo que sólo un segundo…, una especie de alucinación, señorita.
—¡Pero ese hombre es el hijo del fundador de la casa Bannister! Fred me había
contado la historia de su familia.
—Ciertamente. Por eso digo que fue una alucinación, algo que sólo duró un
segundo porque se desvaneció antes de un abrir y cerrar de ojos.
—Comprendo. Perdóneme, Grierson.
—No tengo nada que perdonarle, señorita Haines. Iré a buscar su maleta.
La muchacha quedó sola, enfrentada al soberbio hombre de armas. De algún modo,
aquellos ojos crueles la subyugaban, y pensó si realmente el antepasado de Frederick había
tenido aquella mirada inquietante, o sólo había sido una impresión del pintor.
Al fin despegó la mirada del cuadro y regresó al vestíbulo.
El mayordomo descendía las escaleras cargado con su pequeño maletín de viaje. Lo
dejó en el suelo, delante de Marie. Ésta temió que el buen hombre se echase a llorar.
—Avisaré al chófer que traiga su coche…
De nuevo quedó sola. No pensaba dar un solo paso para despedirse de nadie. Tomó
la maleta y salió al exterior, bajo el monumental porche sostenido por gruesas columnas de
piedra tallada.
Minutos más tarde Grierson salió también, anunciándole que el chófer traería su
coche inmediatamente.
Marie murmuró:
—Despídame de todos sus compañeros, Grierson, por favor.
—Bien, señorita…
Su coche, un pequeño Austin de dos plazas, deportivo, apareció por la esquina en el
instante que por el centro del paseo veían llegar un pesado Bentley negro. Ambos coches se
estacionaron casi al mismo tiempo al pie del porche.
Un hombre regordete descendió del Bentley con una cartera negra en la mano. Miró
a todos lados antes de subir los peldaños.
Apresuradamente, del interior de la casa empezaron a llegar todos los familiares.
Grierson susurró al oído de Marie:
—Es el abogado Highsmith…
El abogado se vio rodeado por todos los demás en un instante.
Marie no prestó atención a sus voces. El chófer le tendió las llaves del Austin y dijo:
—Me tomé la libertad de revisar el aceite y el radiador, señorita Haines… Los dejé
a punto, como siempre.
Ella suspiró.
—Gracias, Benedict. Ya no tendrá que hacerlo nunca más.
Él pareció que iba a decir algo y su rostro se ensombreció. Luego miró al grupo
apelotonado ante la puerta y desistió. Sólo dijo:
—Buen viaje, señorita.
Tomó la maleta y la llevó al coche. Marie le siguió.
El chófer abrió la portezuela. Ella iba a entrar en el coche cuando una voz exclamó
desde el porche:
—¡Señorita Haines!
El abogado le hacía señas. Casi corrió a pesar de su volumen para impedirle entrar
en el coche.
—¡Usted no puede marcharse ahora, señorita! —jadeó.
—¿Por qué no? Tiene usted un auditorio mucho más interesado en escucharle que
yo. —Pero no puedo dar lectura al testamento sin su presencia, señorita Haines. Intenté
comunicar con usted a su domicilio de Londres pero al ver que nadie atendía su teléfono
pensé que estaría aquí. Celebro haberla encontrado, porque en caso contrario habría perdido
todo el día, esperando que usted viniera.
—Pero ¿por qué? Los parientes son ellos, y aguardan con las uñas afiladas, señor
abogado.
—Mire, yo me limito a cumplir las disposiciones testamentarias del señor Bannister.
Sin su presencia no puedo dar lectura al testamento.
Marie levantó la mirada hacia el porche. Sorprendió las miradas de todos fijas en
ella. Miradas de ira, de inquietud. Quizá hasta de odio.
—Está bien —accedió—. Pero por favor, no lo demore. Quiero marcharme de aquí
cuanto antes.
Le siguió al interior de la casa, mientras todos los parientes del difunto Frederick
Bannister se apresuraban hacia el salón donde la noche anterior pasaron la velada. Cuando
el mayordomo se disponía a cerrar las puertas detrás de todos ellos, el abogado dijo:
—Usted es Grierson, si no me equivoco…
—Sí, señor. John Grierson.
—Entonces debe estar presente en representación de todo el resto de empleados de
la casa. Por favor, siéntese ahí.
Agnes barbotó:
—No veo que sea necesario tanto protocolo. Ni comprendo qué hacen aquí el
mayordomo y la forastera, señor abogado.
—Me limito a seguir al pie de la letra las instrucciones de mi cliente, señora.
—¿De quién?
—Del señor Frederick Bannister, por supuesto.
Robert exclamó:
—¿Cuándo le dio esas instrucciones?
—Me las dio personalmente, y además están escritas en el preámbulo del
testamento.
—Pero ¿cuándo?
—En la misma fecha en que lo redactó, por supuesto… hace hoy exactamente
treinta y cinco días. Por primera vez un ramalazo de pánico se extendió entre los asistentes.
Todos habían creído que el testamento databa de mucho antes…, de años antes.
Se acomodaron en las butacas y el diván. Grierson se limitó a quedarse de pie junto
a la chimenea.
El abogado colocó una mesita baja delante de la butaca que había elegido. Extrajo
un grueso pliego de papel recio en el que resaltaban los variados sellos de los distintos
registros.
Marie, sentada al lado de la lumbre, paseó la mirada por todos aquellos rostros
codiciosos. Estuvo tentada de levantarse y abandonar la casa de una vez…
El abogado carraspeó para que todos prestaran atención.
Al fin empezó:
—Hay un breve preámbulo en el que se especifica quiénes deben asistir a este acto,
además de los parientes legales. En concreto, la señorita Marie Haines y el señor John
Grierson. La presencia de la señorita Haines es imprescindible caso de que el fallecimiento
del señor Bannister se produzca antes de su boda con la referida señorita, como así ha
sucedido, desgraciadamente. ¿Alguna pregunta?
Esperó, mirándoles con sus ojos de búho.
—Sin objeciones —dijo—. Sigamos entonces. Me permito advertir a todos los
presentes que el señor Bannister redactó el presente testamento en forma legal, ante
testigos, y el mencionado testamento ha sido debidamente registrado, legalizado y
autentificado como previene la ley.
Agnes saltó con voz desabrida:
—No perdamos más tiempo, abogado. No nos cabe ninguna duda de que mi sobrino
fue muy bien asesorado por usted.
—Bien, si lo desean prescindiremos de los preliminares acostumbrados y
entraremos en las mandas sin más dilaciones. Empiezan por la servidumbre. Al señor John
Grierson, un legado de cincuenta mil libras, más el derecho a continuar en su actual empleo
hasta el fin de sus días, o hasta que él decida rescindirlo. Para el resto de la servidumbre
cuyos nombres se reseñan al final de este documento, veinticinco mil libras y el mismo
derecho del señor Grierson en cuanto a sus empleos. ¿Alguna pregunta?
Hubo un sordo murmullo, pero nadie dijo una palabra. Agnes estaba lívida de ira.
—Muy bien, sigamos… ¿Dónde estaba…? Ah, aquí, eso es… Veamos, creo que
debo leerlo textualmente para mayor comprensión de cada interesado que aquí se
menciona… Dice así: «A mi tío George Balka lego la granja ganadera conocida por
Bannister Hill, cuyos límites catastrales se especifican en documento adjunto. En dicho
legado se incluyen las tierras, vehículos, aperos, máquinas y ganado, incluidos los valiosos
sementales, todo ello con la única condición de que no le está permitido fraccionarla,
venderla ni pignorarla en ningún caso ni circunstancia, y que es así mismo condición
primordial que deberá respetar las condiciones de trabajo de cuantos colonos están
empleados en dicha granja». ¿Alguna pregunta?
George le miraba asombrado, pero no abrió la boca.
El hombre de leyes prosiguió:
—Debo advertir que si por cualquier circunstancia no se cumplieran las distintas
disposiciones aquí especificadas el legado seria asumido por un consorcio de asesores
legales.
Volvió a mirarles. Nadie replicó. Casi contenían el aliento.
—Prosigo: «A mi tía Agnes Balka, lego cien mil libras y un diez por ciento de las
rentas de los edificios de apartamentos de Magalón Place, en Londres. A Harold Friedmann,
a Charles Monod, a Evelyn Monod, a Patricia Beale, todos ellos mis próximos parientes,
lego la cantidad de cincuenta mil libras y el diez por ciento igualmente de las rentas de los
edificios de Magalón Place antes mencionados».
Ahora estaban sobre ascuas. Eran conscientes de que entre todos aquellos legados
no sumaban ni una ínfima cantidad de la fortuna de Frederick Bannister. Al mismo tiempo
advertían que Robert aún no había sido mencionado y eso comenzaba a inquietarles
también.
El abogado esperó y en vista del silencio volvió a ajustarse los lentes y prosiguió:
—Leo textualmente: «A mi primo Robert Shane, sinvergüenza y holgazán
empedernido, simpático y bon vivant, a quien aprecio sinceramente, lego en propiedad
exclusiva las fábricas y laboratorios denominados Lady Cosmetics Inc. con todas sus
patentes, marcas y redes de distribución, en el bien entendido que no le está permitido
fraccionarlas, pignorarlas ni venderlas ni ninguna acción que tienda a disminuir su actual
rendimiento y producción. Robert Shane deberá regirlas y administrarlas personalmente
porque tengo la esperanza de que así se decida a trabajar de firme, dejando aflorar a la
superficie todo lo que de bueno oculta en el fondo».
La mirada del abogado se dirigió a Robert como si esperase una réplica de éste.
En vista del silencio prosiguió:
—Queda igualmente especificado que en caso de intento de desmantelamiento o
mala administración, dichas industrias y laboratorios pasarán a poder de un consorcio
administrativo cuyos componentes se mencionan al final de este documento, sin que el
susodicho Robert Shane pueda ejercer ninguna acción en contra.
Calló y el silencio hubiera podido cortarse con un cuchillo.
Y entonces cayeron en la cuenta de que se había nombrado a todos cuantos tenían
derechos legales sobre los bienes de Frederick Bannister, sin que se hubiera mencionado
aún la incalculable fortuna y bienes de todo tipo, ni Bannister House y sus extensas tierras,
parques y propiedades.
Evelyn no pudo contenerse por más tiempo y exigió:
—¡Termine de una vez, abogado!
—Sí, veamos lo demás, porque hasta ahora parece que esté usted dando rodeos para
eludir el grueso de la fortuna —rechinó Agnes.
—Señora, leo el testamento por el orden en que está redactado. Lo que sigue está
precedido por una serie de disposiciones legales destinadas a evitar impugnaciones de
ningún tipo, de todo lo cual prescindiré en este acto, puesto que se les facilitará una copia a
cada uno de ustedes. El último párrafo dice lo siguiente: «Toda la fortuna restante en el
momento de mi muerte, exceptuados los legados anteriores, tanto en capital efectivo,
cuentas bancarias, depósitos de acciones y obligaciones, participaciones mayoritarias en
industrias reseñadas en documento anexo; propiedades inmobiliarias igualmente reseñadas
en dicho documento, explotaciones agrarias y sobre todo ello, la propiedad única y
exclusiva de Bannister House, sus tierras, bosques, cotos de caza, construcciones anexas,
obras de arte, muebles, vehículos y todo lo perteneciente a la residencia, lo lego en
propiedad única, exclusiva e indivisible a mi amada Marie Haines si mi fallecimiento
ocurriera antes de mi matrimonio con ella. Y a instancia de mis asesores legales hago
constar aquí que cualquiera de mis parientes antes mencionados, o cualquier otra persona
actuando por sí o en su cumplimiento, perdería automáticamente su derecho a heredar lo
que hubiere sido testado a su favor quedando excluido por tanto de este mi testamento.
Todo lo cual firmo y rubrico…».
Highsmith calló y paseó su irónica mirada por encima de las caras lívidas y
crispadas que le taladraban como haciéndole responsable de lo que acababa de leer.
Sin embargo, la cara más lívida de todas era la de Marie. Estaba igual que
paralizada.
El silencio se prolongó por espacio de varios minutos. Grierson miraba a la
muchacha y sus ojos tenían un sospechoso brillo emocionado.
Al fin, como un disparo, la voz estallante de ira de Agnes barbotó:
—Imagino que uno de esos asesores legales que menciona fue usted, ¿no es cierto?
—Tuve ese honor, señora.
—Un honor muy dudoso en cualquier caso. ¡Y la mosquita muerta que no quería
quedarse a oír la lectura de esta obra de arte!
Los ojos de Agnes despedían llamas cuando los clavó en Marie deseando fundirla.
La muchacha se levantó ahogando un sollozo. Acercándose al abogado dijo:
—Renuncio a la herencia, señor. No quiero nada de todo esto… No lo quiero…
—No puede renunciar, señorita Haines. El señor Bannister lo dispuso todo
perfectamente para que no pudiera renunciar a nada de cuanto le lega.
—Pero yo…
—Tranquilícese. Si la atemoriza la magnitud de cuanto pasa a su propiedad déjeme
decirle que no debe preocuparse en absoluto. Todo ello será administrado por los mismos
cuadros que lo rigen en la actualidad, más un consorcio de supervisión del que yo mismo
formo parte, junto con el señor Sheckley, el administrador general.
—Pero, señor Highsmith… yo no tengo ningún derecho…
—¡Ésta es una gran verdad! —gritó Agnes salvajemente.
Evelyn rechinó los dientes. Dijo:
—Y a lo mejor ni siquiera se había acostado contigo.
Marie estalló en sollozos y salió de la estancia casi corriendo. Grierson titubeó un
instante y luego se fue tras ella, cerrando la puerta que la muchacha había dejado abierta.
El abogado guardaba el documento en su cartera y con voz irónica dijo:
—Me parece que su actitud hacia esa hermosa joven es Un error, teniendo en cuenta
que ahora es ella la propietaria de este palacio…
—Habrá que comprobar eso —gruñó Harold Friedmann, pálido y agitado—. Hay
otros abogados en Londres.
—Están en su derecho, por supuesto. Pero si yo estuviera en su lugar ni siquiera lo
intentaría, a menos de renunciar por anticipado a su parte de la herencia. Piénsenlo…
Robert se volvió hacia Friedmann y dijo riendo forzadamente:
—En lugar de jugarte tu parte, querido Harold, ¿por qué no te casas con la mosquita
muerta? ¡Maldita sea! ¿Qué estoy diciendo? Eso es lo que debería hacer yo ahora que se me
ocurre.
Patricia le dirigió una mirada asesina.
Estaban todos enzarzados en una viva discusión, cuando el abogado les entregó las
copias legalizadas del testamento, cerró su cartera y salió del salón como si le persiguieran.
En el vestíbulo, Grierson corrió a abrirle la puerta.
Así vieron llegar el gran coche oscuro que se detuvo al lado del Bentley, y del que
se apearon tres hombres.
Uno de ellos lucía el uniforme de sargento de la policía del condado.
Avanzaron, y el legado salió a su encuentro.
—¡Me alegro de verte, Sheckley! Me dijeron que estabas en París…
Entraron en la casa. Aquellos hombres eran el segundo trago amargo para la
codiciosa y frustrada familia del difunto…
Capítulo VI
LAS sombras del crepúsculo daban un tinte melancólico al parque que rodeaba la
residencia. En ese silencio, el canto de los pájaros y el susurro del viento entre el follaje
eran la sinfonía del fin de un día repleto de extrañas emociones y sobresaltos.
Parado junto a la balaustrada del porche, Robert apuraba un cigarrillo con el ceño
fruncido. A pesar de su acérrima despreocupación que había conformado su carácter, estaba
endiabladamente preocupado.
Tal vez por eso no oyó los pasos de su tío George hasta que éste se paró a su lado y
le espetó:
—¿Qué piensas de todo esto, Bob?
Él dio un respingo.
—¿De qué? Porque han sido multitud los temas surgidos y sobre los que
preocuparse. —Bueno…, la herencia, el cadáver desaparecido, la absurda acusación del
administrador…
—Lo de la herencia, después que uno ha pensado en ello, era de prever.
—¿Tú crees?
—Frederick no era tonto, querido George. Sabía dónde nos apretaba el zapato a
cada uno de nosotros y debía estar harto de mantener una familia de vagos, ineptos y
abusones. Y que conste que yo me incluyo en cabeza. Sin embargo, tú has salido
beneficiado en comparación con los demás. Siempre te gustó la vida en el campo.
George se encogió de hombros.
—No me quejo, naturalmente.
—En cuanto al cadáver de Fred es algo que no tiene nombre. Y que le hace a uno
pensar si Sheckley no estará acertado en sus sospechas.
—¿Es posible que tú puedas creer que uno de nosotros le asesinó? Bob, tú no eres
un extraño, perteneces a la familia…
—¡Maldita sea, tío! No es un timbre de gloria ser miembro de ella y lo sabes tan
bien como yo. Alguien robó el cadáver, lo hizo desaparecer. Los tiempos de las novelas
góticas han pasado a la historia y ya no hay nadie que robe cadáveres para realizar
siniestros experimentos. Desengáñate, quienquiera que cometió esta profanación lo hizo por
un motivo muy concreto.
—¿Ocultar las huellas de su crimen?
—Trata de imaginar otra razón.
—Ya veo… Pero si fuera así, ¿por qué profanó también los otros sarcófagos? No
pudo confundirlos.
—Eso no lo entiendo tampoco. Quizá pretendió dar la sensación de que era obra de
un loco o algo así, vete a saber. Pero desde la muerte de Frederick están sucediendo cosas
muy extrañas, tío.
—Y tan extrañas. No se roban cadáveres todos los días.
—No me refería sólo a eso, sino a lo que Patricia vio en la ventana. Estuve hablando
con ella y me convencí de que no fue una alucinación… Me describió con todo detalle
aquella cara, o lo que diablos fuera y créeme, le pone a uno los pelos de punta.
George meneó la cabeza lleno de dudas.
—Bob, no quieras hacerme creer en aparecidos a estas alturas. Además, los muertos
no salen de sus tumbas. Si un cadáver desaparece, es que alguien lo saca del ataúd. Ya viste
los tornillos, habían sido casi arrancados desde el exterior por alguien muy torpe, o que
tenía mucha prisa.
—Yo nunca dije que Frederick hubiera salido del ataúd por su propio pie. ¿Crees
que he perdido la chaveta? Pero lo otro, lo que Patricia vio… Pienso en el cadáver en
descomposición del sarcófago que destapó el intendente…
—¡Pero hombre! ¿Qué te pasa, crees que salió a dar una vuelta bajo la lluvia, y que
luego regresó al sarcófago tranquilamente? Vamos, vamos, Bob, un poco de seriedad.
Robert se encogió de hombros.
—Discutir eso no nos lleva a ninguna parte —refunfuñó de mal talante—. ¿Qué
piensas hacer en cuanto a quedarte aquí?
—No lo sé. Con esa sospecha del administrador, y la intervención de la policía,
opino que la ejecución de la herencia quedará en suspenso de momento. Además, el
intendente dijo que volvería mañana para una segunda sesión de interrogatorios, una vez
hubiera efectuado unas averiguaciones en Londres. Debemos estar aquí.
—Se suspenda o no la ejecución de la herencia, nada podrá cambiar el hecho de que
Bannister House es propiedad de Marie. No me seduce la idea de esperar que me eche a
puntapiés, eso es lo que quería decir.
—Entiendo.
—Opino que en cuanto terminemos mañana con el polizonte debemos marcharnos
con viento fresco.
—Creo que tienes razón, Bob.
Éste suspiró. Tendió la mirada por el sombrío parque que estaba siendo invadido por
las primeras sombras de la noche y murmuró:
—Lamentaré no volver a este paraíso. Fuimos un puñado de imbéciles, tío.
George no discutió semejante opinión. Él también miró con melancolía los jardines
y el parque. Más allá de los primeros árboles del lado este brillaban algunas luces, opacas
por la primera bruma, que correspondían a las instalaciones del garaje. Más lejos aún
quedaban los establos, con excelentes caballos de silla. Todo aquello se les había escapado
de las manos…
De pronto gruñó:
—Voy a buscar a Harold. Quiero que me cuente qué le pasó con Frederick para que
el administrador casi le acusara de asesinato.
—Dile que baje al salón. Yo también quiero aclarar eso.
George entró en la casa. Instantes después, Robert se disponía a seguirle cuando vio
llegar a Marie procedente del lado de los establos.
La muchacha se detuvo junto a él y murmuró:
—Creí que ibas a apartarte de mí como los demás, Bob.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Por despecho, por rencor… ¡Qué sé yo!
Él sacudió la cabeza.
—No voy a decirte que estoy lleno de gratitud hacia ti, pero tampoco lo he tomado
tan a pecho como mi madre, por ejemplo… Quizá porque de cualquier modo yo he salido
mejor parado que ellos en el reparto.
—Frederick te quería, Robert.
—¿Te lo dijo alguna vez?
—Lo comentó muchas veces, aunque no era necesario, bastaba con oírle hablar de
ti. Le divertía en cierto modo tu manera de ser, pero estaba seguro de que cambiarías y
entonces podría asociarte a alguna de sus muchas empresas.
—Lo idiotas que hemos sido todos nosotros, y yo en particular.
—Ahora tendrás la oportunidad de demostrar que él no estaba equivocado respecto
a ti…
—Sí, seguro, trabajando como un esclavo lo que me quede de vida —se echó a reír
de aquel modo entre cínico e infantil—. No sé si agradecérselo o no, querida Marie.
Ella le sonrió y se dirigió a la entrada. Él la siguió con la mirada y de pronto la
muchacha se detuvo y preguntó:
—¿Has visto a «Tigre» por alguna parte, Bob?
—No. Yo también me he dado cuenta de que ha desaparecido… sobre todo porque
no oigo refunfuñar a mi madre cada vez que oye sus ladridos.
—No comprendo adónde puede haber ido. Grierson asegura que nunca se alejaba.
Nunca antes había hecho una cosa así.
—Tal vez porque antes estaba Frederick aquí. El perro le adoraba.
—Lo sé… Bien, supongo que volverá. Nos veremos después, en la mesa, Robert.
Desapareció dentro de la casa. Él aún permaneció unos minutos parado allí, pensativo.
Había cerrado la noche cuando entró también, cerró la puerta y se encaminó al salón.
Sentados delante de la lumbre, George Balka y Harold hablaban con voz contenida. Robert
gruñó:
—Bueno, Harold, ¿qué infiernos hiciste para que el administrador haya venido aquí
poco menos que acusándote de asesinato?
—¡Ese maldito sabelotodo…! Le demandaré, justo que le demandaré…
—De acuerdo, pero ahora veamos si puedes explicar lo sucedido.
—Fui a ver a Frederick a su despacho de la City. Hace algún tiempo ya le pedí que
me diera algún cargo…, un trabajo de responsabilidad. Bueno, insistí. Yo sé que puedo
desempeñar cualquier trabajo importante. ¡Lo sé! ¿Comprendes? No soy un inútil ni un
fracasado…
Su voz se ahogó de indignación.
—Al grano, por favor.
—Sí… Fui a verle. Estaba Sheckley allí enfrascado en un montón de documentos.
Hablamos tranquilamente Frederick y yo y le expuse mis pretensiones. Bueno… se negó.
Dijo que los cargos de responsabilidad y de puestos directivos los ganaban sus empleados
demostrando su valía con años de trabajo, o con títulos de sus especialidades, y que incluso
con sus títulos habían de demostrar que tenían capacidad… Algo así fue lo que me tiró en
cara para negarse a darme un empleo. Creo…, creo que me enfurecí, me ofusqué, sobre
todo porque ese metomentodo de Sheckley estaba escuchando disimuladamente, fingiendo
que trabajaba en sus papeles.
—Ya le amenazaste…
—No sé qué dije.
—Si perdiste el control y le amenazaste ya no me sorprende que Sheckley sospeche
de ti. ¿Cómo infiernos se te ocurrió una cosa tan estúpida como ésa, Harold?
—¡Maldita sea! Estaba harto de vivir como un parásito. Quería ese trabajo.
—Pudiste buscarlo en cualquier empresa. Habrías demostrado que realmente valías
consiguiéndolo sin la recomendación de nadie. Pero sólo se te ocurrió amenazar a un
hombre como Fred… Harold, metiste la pata hasta el muslo. Somos una familia sin
desperdicio.
Friedmann estaba rojo.
—¿Te vas a poner del lado de ese entrometido de Sheckley?
—No necesito ponerme al lado de él. Ese hombre no necesita la ayuda de nadie me
parece a mí.
—Pues lo parece, Robert. Parece que estés en el bando contrario.
—¿Contrario a quién?
George les interrumpió.
—¡Ya basta! ¿De qué sirve todo eso ahora? Que discutamos entre nosotros no
disipará las sospechas del administrador, ni hará que la policía deje de investigar, habiendo
desaparecido el cadáver. Si el cuerpo hubiera estado en el ataúd, una vez practicada la
autopsia todo habría terminado y podríamos vivir en paz, cada uno con lo que le ha tocado.
Pero ahora, enzarzarnos entre nosotros en discusiones inútiles me parece totalmente
absurdo.
Robert murmuró suavemente:
—¿Y si en la autopsia hubiesen hallado veneno? Nadie habría podido vivir en paz,
tío George.
Harold se levantó de un salto.
—¡Sólo falta que tú también me acuses de asesinato!
—Siéntate y no dramatices. No te acuso, nadie te acusa de nada. Pero te guste o no
el cadáver se ha esfumado y la policía no soltará este caso sin llegar al final.
Harold rechinó los dientes, pero acabó sentándose de nuevo.
Apenas acababa de hacerlo cuando llamaron discretamente a la puerta. Grierson
entró anunciando que la cena estaba a punto y la mesa dispuesta.
Se retiró como si flotara. George murmuró:
—Ese viejo parece muy satisfecho de cómo han ido las cosas.
—Es lógico. Grierson es viejo, George, pero no tonto.
Riéndose entre dientes, Robert se encaminó a la puerta.
Tras una vacilación, los otros dos le siguieron.
Ninguno de ellos vio la horrenda carátula que durante unos instantes se reflejó en
los cristales del ventanal. Una aparición que era como un jirón de noche, una parte
descarnada de las tinieblas del infierno.
Capítulo VIII
GRIERSON apagó las luces del salón después de comprobar que el ventanal
estuviera cerrado.
En el gran vestíbulo hizo la misma comprobación con la puerta y también apagó las
luces de la lámpara central que colgaba del altísimo techo.
Quedó una lámpara de pie junto al inicio de las escaleras, bajo una hermosa
panoplia adornada con antiguas armas. Miró en torno asegurándose de que todo estaba en
orden y al fin, apagando también aquella lámpara, sumió el vestíbulo en tinieblas.
Rodeó la base de la escalera, hacia el débil resplandor que señalaba el pasillo de
servicio y cuando cerró la puerta a sus espaldas el resplandor desapareció y la noche
pareció haber penetrado a la casa.
Más tarde, de la oscuridad se desgajó una sombra que descendió los peldaños con
extremada cautela, sin un rumor, cual un jirón de las tinieblas.
La sombra llegó abajo y se detuvo un instante. Luego, un brazo oscuro subió
tanteando con cuidado las armas de la panoplia, recorriéndolas con cuidado una a una hasta
que los dedos reconocieron lo que buscaban…
Un viejo puñal de hierro negro, con empuñadura dorada en la que había dos
esmeraldas incrustadas.
El puñal pareció fundirse dentro de la negra sombra y luego ésta volvió a subir la
escalera peldaño a peldaño, lenta, informe y silenciosa como la muerte.
En su dormitorio, Marie desvió la mirada del libro que intentaba leer en espera de
que el sueño acudiera a su llamada.
Nada de cuanto había leído quedaba en su mente, porque todos sus pensamientos,
todas sus facultades, se centraban en el hombre que había amado, y en el misterio de su
desaparición y en la sospecha de asesinato que el administrador había sembrado en su
ánimo.
Intuía que algo había cambiado con la muerte de Frederick. No sólo en lo afectivo;
el dolor estaba allí por su pérdida, sino en otras cosas que no tenían explicación:
La desaparición del fiel perro, por ejemplo.
Y los antiguos sarcófagos profanados de una manera tan burda e inútil. Quienquiera
que se hubiera llevado el cadáver de Frederick no pudo confundirse de un modo tan burdo.
Y por último la sensación que no la abandonaba de estar sumergida en una
atmósfera irreal, envolvente y dominante. No era nada concreto ni identificable con la
razón. Era eso: una sensación.
Pero que estaba allí, y a pesar de eso, intocable fuera de su alcance material.
Se estremeció.
Dejó el libro sobre la mesita de noche y apagó la luz.
Justo en aquel instante le pareció oír, muy quedo, el rumor de una puerta. Después,
de nuevo el absoluto y envolvente silencio.
***
La puerta giró apenas sin un rumor cuando Robert apuraba un cigarrillo antes de
apagar la luz.
Vio deslizarse a Patricia por la rendija y cerrar con cuidado tras ella. La muchacha
llevaba una larga bata azul que la cubría del cuello a los tobillos y durante unos instantes se
quedó inmóvil, apoyada de espaldas en la puerta, mirándole con ojos brillantes.
Él sonrió.
—Tú y yo no tenemos arreglo —dijo en un murmullo—. Somos tal para cual.
—¿Y eso te disgusta?
—¡Caray, no! Pero pensaba que después del bofetón habrías decidido condenarme a
la castidad más absoluta.
Patricia se despegó de la puerta y susurró:
—Me juré a mí misma no volver a tu cuarto… Incluso me acosté. Intenté dormir y
no pude. Tú estabas allí, junto a mí, en mi piel, en mi cuerpo… ¡Maldito seas! Me levanté y
vine.
—Lo dices como si lamentaras haberlo hecho.
—No sé si lo lamento, lo que sí sé es que te necesito.
Él se incorporó sobre un codo, mirándola acercarse poco a poco.
—¿Sabes? —murmuró—. A mí me pasa algo parecido. No creo que pudiera vivir
sin ti, sin tu audacia, sin tus arrebatos y sin tus caricias.
—Entonces, ¿por qué no venías a mí?
—Por el bofetón. Me disponía a dormir cuando has entrado.
—Y no me deseabas, ¿eh?
Él se encogió de hombros. Una lenta sonrisa asomó a su cara.
La muchacha llegó a la cama, agarró la sábana y de un tirón la arrojó al suelo.
—¡Eres un maldito farsante! —exclamó con voz queda—. Lo deseas más que yo…
—Grita un poco más y tendremos a todos los otros aquí para ver qué pasa…
Ella se arrancó la bata a zarpazos. La bata fue a caer sobre la sábana.
Su hermoso cuerpo surgió pletórico de belleza, erguido y firme en la agresiva curva
de los pechos juveniles, y la firmeza de sus caderas y muslos y largas piernas sobre las que
él deslizó la mirada.
Subió a la cama y por unos instantes se quedó arrodillada, mirándole con ojos en los
que brillaba la fiebre del deseo. Luego, dejándose caer sobre él, se besaron vorazmente, con
frenética urgencia.
Robert la abrazó, inmovilizándola pegada a su cuerpo, mientras sus bocas
entablaban un combate en el que crecían las llamas de una pasión que les aislaba del mundo
y de la vida.
La mantuvo sujeta hasta que la sintió relajarse lentamente en sus manos.
Entonces susurró:
—El día que mi madre nos descubra pedirá nuestras cabezas a gritos. Ella abriga
grandes esperanzas sobre una boda de alta alcurnia para mí…
—¿Y tú, piensas obedecerla?
Él sonrió.
—No si te tengo a ti, pero no hay necesidad de desengañarla hasta que sea el
momento. Soñar no le hace daño a nadie.
—Tu madre no es precisamente una soñadora.
—Olvídalo.
Se besaron otra vez, enlazados, con el creciente frenesí apoderándose de todos sus
sentidos, acercándoles a la cima del placer como un huracán de ansias desenfrenadas.
Ella jadeó sin apartar los labios de su boca:
—¡Ámame… ahora, Bob!
Sus sentidos parecieron estallar, desbordados, arrastrándoles a un mundo irreal
donde sólo existía el amor, el placer hecho caricia y carne, y vida y muerte en un torbellino
que cuando estalló en el último arrebato hizo que de la garganta de la muchacha brotara un
largo quejido de felicidad y plenitud.
En el denso silencio de la mansión, el quejido llenó el cuarto y atravesó la puerta, y
en las tinieblas del pasillo la sombre cuya mano sujetaba el puñal lo oyó y quedó inmóvil,
agazapada, escuchando.
Se deslizó al fin hacia aquella puerta y escuchó, un pedazo de tiniebla quieto y
tenso. Luego, retrocedió hacia el otro lado del pasillo, hacia otra puerta ante la que volvió a
detenerse como la encarnación negra del mal.
Escuchó allí, incluso pegando la cabeza a la puerta.
Todo era silencio.
La sombra se irguió poco a poco. La mano armada del puñal apareció desgajándose
a un lado.
La otra mano, cauta, lenta, se acercó al tirador de la puerta.
Lo probó con infinito cuidado, sin un rumor.
Entonces, por el extremo del oscuro pasillo, surgió la aparición.
Parecía flotar en el aire, con los harapos de lo que parecía una túnica blanca y sucia
arrastrándose por el suelo.
Desde donde estaba, la sombra lo vio y dio un salto atrás, alejándose de la puerta.
La aparición blanca avanzó sin prisas. Una larguísima cabellera blancuzca flotaba
hasta la mitad de su espalda y se movía a la cadencia lenta de sus pasos.
Cuando estuvo más próxima, la sombra agazapada, esgrimiendo el puñal, descubrió
el rostro de aquella cosa.
Emitió tal alarido que resonó en todo el caserón como el lacerante aullido de alguien
condenado a los horrores del infierno.
El puñal escapó de sus dedos y cuando echó a correr a trompicones sus pasos
retumbaron, sonoros, por todo el pasillo.
Fue el alarido lo que despertó primero a todos los demás.
A Marie no, porque ella estaba despierta, con el corazón golpeándole en la garganta
desde el instante en que viera moverse lenta y cautelosamente el tirador de la puerta,
delatando la presencia de alguien que intentaba entrar…
Entonces resonó el aullido y ella saltó fuera de la cama, ajena a que el leve camisón
dejaba sus altivos pechos al descubierto y que todo su hermoso cuerpo se transparentaba a
través de la seda.
Corrió hacia la puerta y gritó:
—¿Quién está ahí?
Siguió oyendo por unos segundos los pasos frenéticos que huían, hasta extinguirse
en alguna parte.
Entonces abrió la puerta de golpe y asomándose fuera aún vio una forma blanca,
extraña, con una larga cabellera flotando tras ella, que desaparecía en el recodo más lejano.
Al otro lado se abrió la puerta de la habitación de Robert y éste se asomó
precavidamente. Por un fugaz instante, Marie descubrió a Patricia, desnuda, incorporándose
sobre la cama.
Robert cerró casi por completo la puerta y exclamó:
—¿Fuiste tú quien gritó?
—No…, había alguien aquí fuera.
Estaban abriéndose puertas por todas partes. Robert sonrió irónico.
—Con la luz a tus espaldas era un espectáculo fascinante, Marie, pero dudo que los
demás sepan apreciarlo en lo que vale…
—¡Oh!
Retrocedió para envolverse en una bata. Cuando salió, George y Harold llegaban
trotando.
Más atrás, Agnes llamaba a gritos a su hija Evelyn.
—¿Qué es ese alboroto? —exclamó George—. ¿Quién ha gritado?
Marie les miró y ahora sus ojos eran duros y acusadores.
—No sé quién gritó ni por qué… pero sea quien sea ha perdido eso.
Señalaba el puñal caído ante su puerta.
Robert atravesó el pasillo en dos saltos y se agachó.
—¡Es uno de los que estaban en la panoplia, abajo! —dijo, asustado—. ¿Cómo
demonios…?
Marie añadió, implacable:
—Alguien intentaba abrir mi puerta, Robert. Con muchas precauciones, pero lo
intentaba. Entonces ha sonado ese grito y el golpe del puñal al caer al suelo, y los pasos de
alguien que se alejaba corriendo.
—¡Marie!
—Suma dos y dos… si te atreves.
Él se irguió, pálido.
—¡Condenación! ¿Piensas que alguien intentaba matarte?
De nuevo, Marie señaló el puñal.
—No venía a darme las buenas noche, Robert. Estaba despierta y vi moverse muy
despacio el tirador de la puerta. Iba a gritar cuando quien quiera que fuese lo hizo él… o
ella. Fue un alarido que desfiguró la voz.
—Ya veo…
Agnes barbotó:
—¡Es lo único que nos faltaba, que una intrusa nos acusara de criminales, después
de robarnos lo que es nuestro!
Robert se volvió violentamente.
—¡Basta, madre!
—¡Y tú…!
—¡Basta he dicho! ¿No te das cuenta de la realidad o qué infiernos pasa contigo?
Alguien intentó asesinar a Marie. Ese puñal no subió aquí solo.
Harold se inclinó para recogerlo. La zarpa de Robert le sujetó la muñeca y gruñó:
—¡No lo toques! Puede que conserve huellas y los policías las encontrarán.
Por un instante pareció que su madre iba a abofetearle. Luego, Harold se desprendió
de un tirón y retrocedió unos pasos.
George gruñó:
—Estamos portándonos como dementes…
Evelyn estaba al lado de su marido, abrazados por la cintura. Ella murmuró:
—A saber si todo esto no será una argucia de esa mosquita muerta para librarse
antes de nosotros…
Marie iba a replicar, cuando Agnes dijo sobresaltada:
—¡Patricia! ¿Dónde está Patricia?
Robert perdió hasta la última gota de calor. Marie le miró, apurada, mientras los
otros, tras el primer instante de desconcierto, echaban a correr hacia el extremo del pasillo.
Marie dijo con voz perentoria:
—¡Tráela a mi cuarto, deprisa!
—¿Tú sabías…?
—¡Date prisa!
Robert entró en su dormitorio. Un instante después volvía a salir, casi empujando a
Patricia que tenía dificultades para envolverse en la bata.
Marie cerró la puerta.
—Entra ahí, en mi cuarto de baño.
—Pero…
—Hay otra puerta que comunica con el recodo. Diles que el tuyo se obstruyó, o está
estropeado, lo que quieras. Apresúrate, que vuelven.
Por un instante, los ojos grandes y profundos de Patricia se llenaron de gratitud.
Luego, girando velozmente, se coló en el baño y Marie cerró la puerta con llave.
Se oían pasos presurosos por el pasillo.
Robert balbuceó:
—¿Cómo sabías que ella y yo…?
—Hace mucho tiempo que Frederick y yo lo descubrimos por puro azar, en
Londres.
Él tragó saliva.
—Comprendo… Gracias, Marie. Otra vez haces que me sienta como una basura.
—¿Por qué? Cada uno es libre de vivir como desee.
—No entiendes… Yo llegué a odiarte. Y a Frederick le envidiaba ferozmente. Ahora
sé lo equivocado que estuve.
—Olvídalo y vete a echarle una mano a Patricia. Ya debe haber salido.
—Espera un momento…
Salió y volvió a entrar al instante, con el puñal envuelto en un pañuelo.
—Guárdalo. Debemos entregarlo a la policía tan pronto lleguen por la mañana.
Ella asintió. Cuando Robert abandonó el dormitorio cerró la puerta con llave.
Luego, con un escalofrío de temor, se quedó mirando el siniestro puñal, al que la luz
arrancaba destellos de las esmeraldas, verdes, brillantes, como los ojos malignos de la
muerte.
Pensó que ese intento contra ella era mucho más que un simple intento de asesinato.
Era la confesión de que el criminal sin duda había matado a Frederick para heredarle.
Ahora quería asesinarla a ella para recuperar la fortuna perdida.
Y era alguien que estaba en la casa, bajo su mismo techo.
Alguien perteneciente a aquella familia de rapaces ambiciosos.
Se acercó a la ventana, dejando volar la mirada por las sombras que envolvían el
parque, los jardines, aquel hermoso paraíso que ahora le pertenecía. Aún le costaba
admitirlo, asimilar la idea de que Bannister House era suyo, total y absolutamente suyo,
junto con la ingente fortuna de Frederick que la convertía de la noche a la mañana en una
de las mujeres más ricas de Inglaterra.
Lo hubiera dado todo si a cambio Frederick pudiera volver a vivir, hasta el último
penique.
Se disponía a volver a la cama cuando descubrió la mancha blanca deslizándose allá
abajo, próxima a los árboles que formaban una barrera al norte del jardín.
No supo qué era. Le pareció un jirón de niebla flotando a ras de suelo. Sólo que no
había jirones de niebla blancos. Ni con largas cabelleras flotando sobre la espalda.
Ahogó un grito y abrió la ventana para ver mejor.
La blancuzca aparición llegó a los árboles y se detuvo, volviendo la cabeza. A esa
distancia Marie no pudo ver nada de ella, sólo los contornos de la túnica, o lo que fuera que
llevaba encima.
Pero era semejante a la fugaz visión que viera desaparecer al extremo del pasillo,
cuando abrió la puerta después del grito.
Al fin, la extraña silueta se internó en la arboleda y desapareció.
Sobrecogida de espanto, Marie cayó en la cuenta de que la aparición llevaba el
camino del panteón… se dirigía al sombrío mausoleo donde eran enterrados los
Bannister…
Cerró la ventana con el cuerpo helado y estremecido. Se libró de la bata, y estaba
arrebujándose entre las sábanas cuando, en algún lugar, lejano, se alzó el poderoso aullido
del perro.
Era la primera vez que lo oía desde que lo viera correr entre la arboleda y
desaparecer.
Capítulo IX
BRADY dejó a uno de los recién llegados en la biblioteca con el puñal, para que
buscara huellas dactilares si las había, y luego volvió al exterior.
El sargento, inquieto, murmuró:
—Así que ahora han intentado matar a la heredera…
—Eso es sólo una parte de lo que está pasando aquí. Todo el mundo intenta
convencerme de que el cadáver que vimos en el panteón anda dando vueltas por ahí,
incluso la lluvia.
Griffin soltó un taco.
—¿Es una broma? —Gruñó.
—No lo sé. ¿Ésos son los sepultureros?
—Los mismos que enterraron a Frederick Bannister.
Brady se acercó a los hombres, que esperaban no sin cierta inquietud.
—Quiero que recuerden lo que hicieron después de depositar el ataúd en la urna
correspondiente. ¿De acuerdo?
Asintieron en silencio.
—Bien, ¿cuál de ustedes era el encargado de abrir y cerrar la reja de hierro?
—Yo, señor. El mayordomo me entregó la llave.
—Y usted la utilizó, claro…
—Naturalmente.
—¿Estaba cerrada con llave la reja cuando llegaron con el ataúd?
—Por supuesto. Y me costó un poco dar vuelta a la llave…
—Cuando salieron todos, después de la ceremonia, usted conservaba la llave…
—Claro.
—Todos salieron fuera. Usted debió ser el último. ¿Es así?
El hombre asintió con un cabezazo.
—¿Qué hizo usted?
—Bueno, cerré la reja y le devolví la llave al mayordomo. Estaba empezando a
llover y todo el mundo tenía prisa.
—¿Cerró la reja con llave?
—Sí, señor.
—¿Seguro? Usted también debía tener prisa si empezaba a llover.
—Oh, seguro que tenía prisa, pero di vuelta a la llave. Lo recuerdo muy bien.
—¿Y quedó la reja asegurada, lo comprobó?
—Bueno…, no, pero si la llave giró debió quedar cerrada, digo yo.
—Eso es todo, gracias. Ahora nos acompañarán al panteón para clavar las tapas de
dos ataúdes que fueron violentados por alguien.
Se encogieron de hombros, indiferentes. Sabían que alguien había robado el cadáver
que ellos enterraron, de modo que el hecho de que dos ataúdes más hubieran sido
violentados no era nada que les preocupara demasiado.
Se dirigieron al panteón. Grierson les seguía muy inquieto por todo cuanto estaba
sucediendo.
Sheckley gruñó:
—¿Sabe una cosa, Brady? Creo que no me costaría nada creer en aparecidos. Esas
dos mujeres vieron más o menos lo mismo, y cada una ignoraba la experiencia de la otra.
¿Cómo explica usted eso?
—No tengo explicación alguna.
—¿Alguien con una máscara?
Brady le miró de reojo.
—Si es así, ese alguien se ha tomado muchas molestias.
Ante el panteón se detuvieron asombrados. Las rejas estaban abiertas de par en par.
—Bueno, alguien ha metido las narices ahí dentro —refunfuñó el intendente—.
¿Quién tiene la llave de esas rejas?
Grierson se la tendió sin una palabra. Él la insertó en la cerradura y forcejeó.
No consiguió moverla ni media pulgada.
Rezongando, se agachó para examinarla. Soltó un juramento muy poco académico
antes de exclamar:
—La forzaron con algún instrumento muy duro… quienquiera que lo hizo no tenía
ni idea de…
Griffin intervino, estupefacto.
—¿Para qué iban a forzarla? Eso no es una caja fuerte.
—Una chapuza —dijo Brady—. Pero dio resultado, aunque la inutilizaron. Vamos,
terminemos eso de una vez.
Entraron al frío y húmedo interior. Inexplicablemente, Sheckley sintió un ramalazo
de pánico. Nunca había sido aprensivo, pero ahora se sentía víctima de una extraña
zozobra.
Desde el interior, el intendente le llamó y acabó por sumergirse en la desagradable
atmósfera.
Tan pronto se asomaron a las escaleras, un hedor increíble les azotó como una masa
sólida. En el primer momento se echaron atrás, y Sheckley gruñó:
—Me quedo fuera, Brady, soy incapaz de soportarlo…
—Está bien.
Tapándose la cara con pañuelos, los hombres descendieron a la cripta seguidos por
Brady.
Brady señaló el ataúd.
—Ése es. Coloquen otra vez la tapa en su sitio y clávenla, pero antes permítanme…
Se asomó por encima. Sintió que los pelos se le ponían de punta. El cadáver que él
viera con las manos cruzadas sobre el pecho, las tenía ahora caídas a ambos lados del
cuerpo. Llevaba una mortaja que en algún tiempo remoto debió ser blanca, pero que ahora
amarilleaba. Sus cabellos se desparramaban por el ataúd, larguísimas guedejas sucias y
polvorientas.
Pero lo que le dejó helado fueron sus ojos. Los tenía abiertos y semejaban globos de
cristal fijos en la pequeña bóveda de piedra que formaba el nicho.
Se echó atrás dominando las náuseas y un oscuro temor que nunca hubiera
confesado. Iba a dar la orden de que lo cubrieran cuando dio un salto hacia el extremo
inferior del ataúd, allí donde estaban los pies del cadáver.
Eran pies con una piel como pergamino sucio.
Pero el barro húmedo que había en ellos no tenía nada que ver con la piel ni con su
color.
Espantado, Brady retrocedió a trompicones.
—¡Tápenlo! —boqueó—. Y después hagan lo mismo con el otro.
Los sepultureros le miraron, asombrados de que todo un intendente de Scotland
Yard sufriera semejante trastorno por ver un cadáver viejo de tantos años.
Pero miraron en torno y el que se encargara de la llave indagó:
—¿Qué otro, señor?
Brady estaba junto a las escaleras y se volvió en redondo.
No se desplomó de espaldas de milagro.
El segundo ataúd que también vieran profanado la vez anterior estaba ahora
perfectamente tapado, con la tapa firmemente colocada en su lugar.
—¡Terminen cuanto antes!
Subió casi corriendo. Le pareció oír las risitas de burla de los hombres que
quedaban allá abajo, pero maldito si eso le importó.
Salió al exterior y Sheckley se quedó petrificado al ver su expresión.
—¿Qué pasó, Brady?
—No lo sé…
—¡Eso es grande!
—El cadáver estaba allí… y en cada uno de sus detalles es como lo describen esas
mujeres…
—Así que vieron algo después de todo. ¿Quizá un hombre disfrazado?
Él sacudió la cabeza.
—Esa carroña —rechinó entre dientes—, pertenece a una mujer, no a un hombre.
Además…
—¿Sí? ¡Maldita sea, hombre! Acabe, me tiene sobre ascuas.
—Tiene las manos como si las hubiera movido… y hay barro aún húmedo en sus
pies y el borde del sudario.
Sheckley se tambaleó.
—¡No habla en serio, Brady!
—Acabo de verlo con mis propios ojos.
—No perdamos la cabeza, amigo mío. El cadáver no puede haberse levantado… eso
es seguro. Entonces, alguien se ha tomado la molestia de ensuciarle los pies y la mortaja
con barro húmedo.
—¿Por qué, Sheckley, para asustar a las mujeres?
Sheckley enarcó las cejas.
—Usted no es una mujer, Brady, y a juzgar por su cara está asustado.
—¡Cristo! Es lo incomprensible de todo esto lo que me asusta.
Dentro del panteón sonó un grito ahogado. Se volvieron sobresaltados, para ver
aparecer unos instantes después a dos de los hombres que quedaran dentro.
Brady exclamó:
—¡Bueno! ¿Qué pasa ahora?
Los dos cambiaron una mirada.
Antes que pudieran replicar, el tercero salió trotando.
—¡Se movió, señor! —jadeó castañeteándole los dientes.
—¡Qué!
Sacudió la cabeza, obstinado, lívido.
—¡Le digo que le vi moverse!
Grierson, que había aguardado un tanto separado, se santiguó.
Brady dio una mirada incrédula a la penumbra del panteón.
—Cálmese… ¿Quieren decir que el cadáver del ataúd se movió?
Asintieron con enérgicos cabezazos, incapaces de hablar.
Sheckley gruñó:
—Bien, Brady, eso ya no es la alucinación de dos mujeres asustadas…
—¡Maldita sea, no puede haberse movido! ¿Clavaron la tapa?
El que saliera el último balbuceó:
—La coloqué encima, señor…, a pesar de haber visto moverse los dedos de las
manos. —¿Y…?
—No pude clavarlo.
—¿Por qué no?
—No lo sé…, el martillo escapó de mis manos y allí se quedó en el suelo, con los
clavos. Entonces yo también salí corriendo.
—Me pregunto qué clase de enterradores son todos ustedes. Es su trabajo
entendérselas con cadáveres. Deberían estar habituados a ellos.
Ni siquiera replicaron.
El sargento Griffin aventuró:
—Quizá fue una simple contracción. Ya saben…, el cambio de temperatura al estar
descubierto, o algo así…
El sepulturero dijo:
—¡Qué contracción ni qué…! Miren, primero engarfió los dedos…, parecían garras.
Luego los distendió otra vez. Y aquellos ojos, señor… Le digo que esto es cosa del diablo.
—¡Deje en paz al diablo! Tiene bastante trabajo con lo suyo. Hay que asegurar esa
tapa. Volvieron a mirarse entre ellos, desbordados, inquietos.
Luego, casi a la vez, dijeron con voz ronca:
—No cuente con nosotros, señor. Lo siento…
Brady suspiró.
Griffin volvió a hablar, ahora furioso:
—¡Ustedes trabajan para el señor Barton! Le informaré de su desidia, le…
—Hágalo, sargento, pero nosotros nos vamos de aquí.
Se alejaron apresurados antes de que pudieran detenerlos.
Grierson dudaba entre hablar o no. Pensaba que le tomarían por loco…
Sheckley suspiró.
—¿Lo hacemos nosotros, Brady?
Éste tampoco parecía muy decidido.
—Alguien tiene que hacerlo —gruñó al fin.
Grierson se decidió.
Dijo:
—Si me permiten…
Los tres se volvieron hacia él. Habían olvidado que el anciano mayordomo estaba
allí.
—¿Sí, Grierson?
—Se trata de la maldición, señor.
—¿Qué…?
—No recuerdo bien los términos…, pero debe haber un pergamino en el archivo del
señor Bannister…
—No entiendo nada.
—Es algo referente a la muerte por asesinato del primogénito o el heredero de
apellido Bannister, del último descendiente directo. Si es asesinado, sus antepasados
tomarán venganza o algo semejante. Sé que es así, pero hace decenas de años que no he
vuelto a ver el pergamino.
—Lo que nos faltaba. Leyendas y supersticiones… ¿Dónde cree usted que está ese
pergamino?
—Supongo que en la caja fuerte, señor.
—¿Sabe cómo abrirla?
—¿Yo, señor? Naturalmente que no. Sólo el señor Bannister podía abrirla.
Hubo un silencio prolongado, hasta que Brady decidió:
—Vamos a ver esa caja. Y revisaremos los pergaminos que hemos visto antes,
encuadernados.
Grierson meneó la cabeza.
—Ése no estaba encuadernado, señor. Era largo, resquebrajado en algunos puntos, y
tenía unos extraños sellos de lacre. Se guardaba enrollado.
—Bueno, vamos a verlo de todos modos.
Regresaron a la casa.
Se habían alejado apenas una docena de pasos, cuando tras ellos sonó un bronco
ladrido. Dieron un brinco, sobresaltados, sólo para ver acercarse al enorme perro lobo
trotando y gruñendo.
Grierson exclamó:
—¡«Tigre»! ¿Dónde diablo estuviste?
El perro se dejó acariciar por él, pero sus ojos rojizos miraron a los demás sin
ninguna simpatía.
Luego siguió a Grierson hacia la residencia.
El hombre que dejaron ocupado con el puñal les salió al encuentro, decepcionado.
—No hay huellas, sargento. Quien fuera que lo descolgó de la panoplia debía llevar
guantes.
—Está bien, Henry, dáselo al intendente.
El perro se coló tras ellos cuando entraron en la casa. Dio un par de vueltas en torno
al vestíbulo y acabó parándose ante la puerta del salón.
Grierson fue hacia él y tras una ligera llamada la abrió.
Marie dio un grito de alegría al ver al animal entrar de un salto.
Robert y Patricia estaban también allí y les observaron intrigados.
Nadie habló en los primeros instantes.
Marie intentaba evitar que el perro le colocara las patas sobre los hombros,
sonriendo y acariciándole.
Robert gruñó finalmente:
—Bien, que alguien diga algo. Traen unas caras como si acabaran de ver al diablo
en persona.
Sheckley, sombrío, ironizó:
—Bien pudiera ser.
—¿Qué?
—Olvídelo —cortó Brady—. ¿Van a quedarse todos aquí esta noche?
Robert ladeó la cabeza para ver a Marie.
—¿Qué decides tú? —dijo—. ¿Vas a echarnos de una vez o no?
Ella le miró disgustada.
—Sabes muy bien que nunca haré eso, Robert. Además, tal como van las cosas,
nada de todo esto me pertenece aún.
—Oh bueno, ése es sólo un legalismo testamentario, pero de hecho eres la
propietaria de Bannister House.
—Por lo que a mí respecta podéis quedaros tanto tiempo como queráis, Bob.
Éste se encogió de hombros.
El intendente no parecía muy satisfecho. Volviéndose, se dirigió al mayordomo que
esperaba junto a la puerta.
—¿Dónde está la caja fuerte, Grierson?
—En la biblioteca, señor.
—¿Nos autoriza usted a examinarla, señorita Haines?
—Por supuesto.
—¿Y daría su permiso para abrirla si lo considero necesario?
—¡Naturalmente! Alguien habrá de abrirla alguna vez.
—Entonces acompáñenos, por favor.
Fueron todos tras él, incluso el joven policía que había examinado el puñal.
La caja acorazada era de buen tamaño, casi tan alta como Brady, y apareció cuando
un lienzo de librería giró en silencio, accionada por el oculto mecanismo que Grierson
había manejado.
Brady estudió los tres diales unos instantes. Luego miró melancólicamente la
cerradura y echándose atrás gruñó:
—Sin la combinación, y careciendo de la llave, no hay quien la abra, a no ser un
ladrón muy experto… y con mucho tiempo.
—Algo habrá que hacer.
Miró a la muchacha. Arrugó el ceño.
—Intentaré localizar a la persona adecuada. De momento nos limitaremos a
examinar esos otros pergaminos. Y usted, Grierson, intente recordar algo más de esa
leyenda. ¿Conforme?
El viejo asintió.
Minutos más tarde, el intendente, Sheckley, el sargento y el joven policía eran los
únicos que quedaban en la biblioteca.
El enorme volumen encuadernado en cuero les esperaba sobre la mesa en que había
muerto Frederick Bannister…
Capítulo XI
Robert estaba llenando otra vez su taza con café cuando se enderezó, tenso.
—¿Qué ha sido eso? —masculló.
—Algo ha caído al suelo… arriba —dijo Marie.
Se miraron, y una vez más el miedo les agarrotó.
Robert abrió la puerta del salón y escuchó.
La voz de su tío indagó sobre su mesa:
—¿Qué pasa?
Robert corrió hacia las escaleras.
—¿Tú también lo has oído?
—Un golpe… o algo pesado al golpear el suelo —dijo George Balka—. Lo que no
sé dónde.
Robert subió a saltos. Llamó a la habitación de su madre.
Agnes gruñó:
—¿Y ahora qué sucede, quién es?
—Robert, madre. ¿Estás bien?
—¡Claro que estoy bien! ¿Qué tontería se te ha ocurrido ahora?
Él no le respondió.
—Enciende las luces, tío…
George Balka había regresado a su cuarto en busca de la bata y no le oyó. Intrigado,
Robert se asomó a la puerta abierta y gruñó de mal talante:
—¡Déjate de perder tiempo, tío!
Encendieron las luces del pasillo. Vieron abrirse la puerta del cuarto de Evelyn y
ésta se asomó al lado de Charles.
—¿Es que no vamos a pegar ojo esta noche? —barbotó ella—. ¿Qué estás haciendo,
Bob?
—¿No has oído nada?
—Estábamos dormidos cuando tú has empezado a escandalizar.
Intrigado, Robert murmuró:
—Si sólo lo hubiese oído yo creería que había soñado despierto, pero George lo
oyó, y Pat y Marie también, desde abajo.
—Pero ¿qué oíste?
Él no replicó. George dijo:
—Quizá a Harold se le cayó algo.
Robert contuvo el aliento. Luego echó a correr hacia el extremo del pasillo.
Antes de llegar a la puerta se detuvo como si hubiera tropezado con un muro.
—¡George! —jadeó.
Su tío se le unió, intrigado.
Robert señalaba unas rojas manchas en el suelo, delante de la puerta cerrada.
—¡Dios bendito…, sangre…!
Las manchas se extendían, irregulares, por el recodo y se perdían en la oscuridad de
aquel tramo.
No se atrevían a moverse, helados de espanto.
Al fin, Evelyn, desde su puerta, barbotó:
—¿Y bien, qué hay ahí, Bob?
—¡Entra en tu habitación, y tú, Charles, ven aquí!
En la escalera aparecieron Marie y Patricia. Agnes abrió la puerta de su dormitorio y
ladró:
—¡Bob, por Dios! ¿No puedes dejar de…?
—¡Cállate!
—¿Cómo te atreves…? ¡No voy a consentir que me hables en ese tono!
—¡Cállate, maldita sea! George, no las dejes acercarse…
Pegó la oreja a la puerta y escuchó. Todo era silencio.
La abrió de golpe, el corazón latiéndole en la garganta como un martillo.
Vio la oscuridad interior de la habitación. Le parecía vivir en una dimensión irreal,
fuera de este mundo. Las voces de los demás le llegaban confusas, como si vinieran de muy
lejos. Sabía que allí dentro le esperaba algo horrendo, estaba tan seguro como si ya lo
hubiera visto.
Tanteó en busca de la llave de la luz. La encendió.
El mar de sangre se extendía poco a poco en torno al cuerpo sin cabeza. Sus pies
casi lo pisaban.
Despavorido, con la sensación de que iba a desplomarse, vio la cabeza caída al pie
de la pared. Estaba torcida en un extraño ángulo, como si quisiera seguir viendo su propio
cuerpo derribado en medio del cuarto.
Castañeteándole los dientes, temblando, Robert retrocedió y cerró la puerta
violentamente. Sentía ganas de vomitar, de no haber abierto la puerta, de hallarse en el otro
extremo del mundo…
—¿Bob?
Se apoyó contra el ángulo de la pared.
George repitió:
—¿Está Harold ahí…? ¡Bob!
—Llévate a… a las mujeres, tío… ¡Sácalas de aquí!
—Pero ¿y Harold?
—Muerto… ¡Está muerto!
Hubo un coro de voces espantadas pero él apenas las oyó. No oía más que el loco
golpear de su corazón. Cada latido retumbaba en sus sienes estruendosamente, mareándole.
Oyó que bajaban las escaleras. Luego, su tío le sujetó obligándole a volverse.
—Bob, ¿qué ha pasado ahí dentro?
—No sé…
George vaciló. Quería saber, pero aquella puerta cerrada y la actitud de Robert le
llenaban de espanto.
Al fin, Robert buscó el interruptor y encendió las luces de aquel tramo de pasillo.
Las huellas de sangre seguían unos pasos más y luego se desvanecían.
—Ha salido por atrás —balbuceó—. ¿Recuerdas esa salida?
—Sí…, pero ¿quién?
—No sé. Alguien que no es siquiera humano, George.
—¿Qué diablos…?
—Entra ahí si quieres ver lo que ha hecho. Debe estar loco, o Dios sabe quién ha
cometido esta salvajada.
Una vez más George miró la puerta cerrada.
No se decidió.
—Vayamos abajo, con los demás. ¿Habéis llamado a la policía?
—Marie habló con el sargento. Debe estar en camino. —Menos mal. Vamos,
Bob…, tienes un aspecto horrible. Casi le arrastró con él porque el joven sentía las piernas
flojas como si fueran de algodón.
Desde la escalera vieron a Grierson envuelto en su bata oscura, que les esperaba
intrigado y desconcertado.
Robert murmuró:
—Vuélvase a su cuarto, Grierson…
—¿Qué ha sucedido allá arriba?
—Mejor que lo ignore. Váyase.
—Está bien.
George murmuró:
—¿Te sientes mejor?
—Creo que sí.
—Ahora dime qué viste.
Bob levantó la mirada hacia su tío. Rechinando los dientes balbuceó:
—Le han cortado la cabeza, tío.
Éste dio un brinco.
—¿A Harold?
—¡Claro que a él! Dios…, toda aquella sangre…
—No deberías decírselo a las mujeres. Ya están bastante asustadas.
—Habrán de enterarse cuando llegue la policía.
—Hasta entonces…
Se encogió de hombros. De repente pensó que ya no le importaba nada, que iba a
largarse de Bannister House y que obligaría a las muchachas a acompañarle. No las dejaría
allí…, tenía que imponerse, alejarlas de semejante pesadilla…
Al entrar en el salón le asaetearon a preguntas.
Él se limitó a gruñir:
—Harold está muerto. Asesinado.
El estupor y el pánico las dominó durante unos instantes. Después, Agnes barbotó:
—Ahora veremos a quién acusarán esos estúpidos policías.
Patricia dijo casi sin voz:
—Eso no lo hizo nadie de nosotros, Bob. Ahora sí que estoy segura…
—Es alguien que salió por la escalera de piedra, esa salida que da a la fachada
trasera. Debió entrar también por allí… Pero ¿por qué, condenación, por qué?
George susurró:
—¿Y por qué a Harold? Ahora, el intendente y Sheckley se han quedado sin
sospechoso. Robert se hundió en una butaca y cubriéndose la cara con las manos
permaneció inmóvil, angustiado, pero intentando pensar con cierta lógica.
Agnes seguía con lo suyo:
—Les obligaré a pedirnos disculpas, eso es lo que haré antes de presentar una
demanda. ¡Malditos sean! Les hundiré.
—Agnes, me parece que en lugar de pensar en lo que harás deberías pensar que
acaban de asesinar a tu primo.
Ella se volvió hacia su hermano echando chispas.
—¡No necesito que me digas qué he de pensar ni qué he de hacer, George, lo sé
muy bien!
Robert levantó la cabeza. Estaba tan pálido que daba grima.
—Me gustaría que, aunque sólo fuera por una vez, cerraras la boca, madre —dijo
con cansancio—. Por lo visto eres incapaz de comprender la gravedad de lo que está
sucediendo… y cómo sucede.
—Vuelve a hablarme en ese tono y…
Él se levantó de un salto, fuera de sí.
—¡Maldita sea, madre! A Harold le han decapitado. ¿Entiendes lo que digo? Le han
cortado la cabeza limpiamente y ahora dime con qué clase de asesino nos enfrentamos, si es
un loco, o un ser de otro mundo, o qué. Y luego, podrás decirnos todo lo que piensas hacer
contra los policías.
Su madre estaba roja. Temblaba de ira, pero al mismo tiempo la brutalidad con que
Robert le había espetado los detalles de la muerte de Harold la acababa de dejar muda.
Aunque no a ella solamente. Todos los demás se quedaron sin habla durante unos
instantes, incapaces de asimilar un crimen tan horrendo.
Cuando más tarde llegó el sargento Griffin les encontró atenazados aún por el
espantado desconcierto de una sangrienta pesadilla.
Luego, el alba, con la primera luz y con el descubrimiento del cadáver del joven
policía, quien más quien menos pensó que sobre Bannister House se había desatado el
infierno.
En cierta forma no les faltaba razón.
Capítulo XIV
MARIE salió de la casa ansiando respirar aire libre, llenarse los pulmones y el alma
de aire y consuelo, y paz de espíritu después de las horas dentro de la casa, con los policías,
con todos aquellos hombres y mujeres de ahora, además de odiarla, tenían miedo y su
miedo semejaba una cosa viscosa y repelente.
Se quedó parada en el porche. Sus ojos angustiados recorrieron el jardín, la espesura
del parque y se alzaron hacia el cielo plomizo.
Desde que llegaran los policías de Londres todo había sido aún más desagradable,
porque tanto el intendente Brady como su ayudante no habían mostrado el respetuoso tono
del sargento. Eran hombres profesionales y ahora tenían dos asesinatos salvajes y brutales
entre manos, de modo que habían dejado de lado las cortesías.
Marie pensó que desde la muerte de Frederick todo se había degradado rápidamente
hasta convertirse en esta pesadilla sangrienta, sin explicación y sin nombre.
Frederick…
Se estremeció. Si por lo menos él no hubiera muerto, si estuviera allí, a su lado…
Oyó los pasos de alguien y se volvió atemorizada. Se avergonzó de este mismo
temor, pero los nervios la dominaban.
Vio llegar al chófer y suspiró con alivio. El hombre, ceñudo, se detuvo a su lado y
tras un saludo dijo:
—Estuvimos hablando Grierson y yo, señorita, sobre todo lo que sucede…
—Lo imagino. Nadie puede dejar de hablar de una cosa tan horrible.
—Ciertamente, pero yo decidí hacer algo concreto y por eso estoy aquí. Si me lo
permite…
—Claro que sí, Benedict. ¿De qué se trata?
—He pensado que… Bien, no voy a andarme con rodeos. Mientras todas estas
personas continúen aquí me gustaría que me diera permiso para quedarme en la casa, cada
noche.
—No comprendo…
—Armado, señorita, cerca de su cuarto.
Marie se sintió invadida por una profunda gratitud.
—Pero, Benedict, eso sería otra provocación para toda la familia…
—Eso no debería preocuparla. A mí no me preocuparía en absoluto, y por lo menos
estaríamos seguros de que a usted no le sucedía nada.
—No creo que deba usted… ¿Qué opina Grierson?
—El cree que yo exagero y que usted no corre ningún peligro. Si no ha de tomarlo
usted a mal, creo que Grierson chochea, señorita.
—¿Por qué? Me parece muy equilibrado.
—Con eso de la maldición, ya sabe.
Ella enarcó las cejas, sorprendida.
—¿Qué maldición?
Benedict esbozó un gesto de inquietud.
—Creí que estaba enterada. Grierson piensa que lo que pasa es algo sobrenatural,
relacionado con la muerte del señor Bannister. Una venganza de sus antepasados o algo así,
no lo sé muy bien, porque él tampoco es muy concreto al hablar de eso. Pero cree en
aparecidos.
—Eso es absurdo.
Pero su voz sonó débil, insegura. El chófer la miró frunciendo las cejas, intrigado.
Añadió:
—El habla de un pergamino que se guarda en la caja fuerte y que lo explica todo.
Lo vio una vez, hace muchos años, y cree en todo esto. Pero yo pienso de otra manera y me
gustaría hacer algo para evitarle a usted el menor daño.
—Y se lo agradezco profundamente, Benedict… Dios mío, no sabe cómo le
agradezco lo que acaba de decirme. Estoy rodeada de odio y rencor a todas horas, y oírle a
usted hablar de ese modo me llena de gratitud y esperanza.
Él se irguió.
—¿Me permitirá vigilar por las noches entonces? Hay rifles de caza en el armero,
además de las escopetas. Nadie podrá…
—Lo decidiré antes de esta noche. Benedict…, déjeme pensarlo con calma.
—Está bien.
—Cuando haya decidido le mandaré aviso por medio de Grierson.
—Gracias, señorita Haines.
Se alejó por donde había venido, seguido por la mirada de la muchacha que no se
apartó de él hasta verle desaparecer más allá de la esquina.
Abandonó el porche, internándose por entre los arriates de flores, cabizbaja,
abstraída. Quizá por eso se sobresaltó tanto al ver aparecer al perro entre los árboles.
—¡«Tigre»! —exclamó—. ¿Dónde te metes cuando desapareces de ese modo?
El animal llegó hasta ella y frotó el lomo contra sus piernas dejándose acariciar las
tiesas orejas.
Siguió a la muchacha correteando a su alrededor, pero cuando ella se desvió para no
internarse entre la arboleda se detuvo y ladró, como impaciente.
Marie le observó, más intrigada cada vez. Comenzó a reflexionar sobre la extraña
conducta del perro y al fin cayó en la cuenta de que si se alejaba lo hacía partiendo del
panteón.
—Veamos qué juego es éste, amiguito —murmuró.
Echó a andar hacia el panteón. «Tigre» saltó hacia ella y ahora parecía muy
satisfecho.
El panteón se alzaba, lúgubre, recortándose contra la barrera de árboles. Marie
siguió hacia él sin perder de vista al animal.
Pero al llegar a las inmediaciones del mausoleo se detuvo sobrecogida de espanto.
La reja volvía a estar abierta de par en par.
Recordó la cadena, el candado. Al chófer…
La cadena colgaba de la reja y había sido rota como si los eslabones de hierro
hubieran sido de cartón. El candado seguía uniendo los dos extremos, intacto.
Apenas podía creerlo y contra su voluntad miró el oscuro interior sintiendo un
miedo supersticioso, algo que ponía hielo en cada poro de su piel.
El perro ladró, impacientándose. Luego siguió su camino hacia los árboles. Marie le
siguió apresurada.
Bajo las inmensas copas de los árboles reinaba una penumbra húmeda y el silencio
era más denso. Sus pies arrancaban crujidos de la hojarasca del suelo y tenía que caminar
velozmente para no perder de vista al perro, que ahora llevaba una dirección precisa y
concreta, no se limitaba a corretear de un lado a otro.
Al fin salieron de la espesura. Más allá se extendían unos verdes prados
pertenecientes a Bannister House, y al fondo había un camino de tierra que marcaba la linde
con las propiedades del mayor Gannet.
«Tigre» se internó por ellas resueltamente. Marie titubeó. Sabía que el viejo militar
era un cascarrabias, que le gustaba que le dejaran vivir en paz y apenas si se mostraba un
poco sociable con Frederick porque compartía con él la pasión por los buenos caballos.
Pensó que si la sorprendía merodeando por sus tierras iba a gruñir como de
costumbre. Lo había tratado en un par de ocasiones y no le había resultado agradable.
Pero el perro seguía adelante y estaba muy lejos. Marie echó a correr tras él.
La casa del mayor Gannet era una típica construcción de estilo rural inglés, rústica y
confortable. El hombre estaba sentado en un sillón de madera, leyendo un periódico,
cuando el perro y la muchacha aparecieron.
A Marie le pareció que se levantaba demasiado precipitadamente, como sorprendido
desagradablemente por la intrusión.
Ella jadeaba cuando se detuvo al fin.
—Buenas tardes, mayor…, no quisiera importunarle…
—Usted es la novia de Frederick, ¿me equivoco?
Ella sacudió la cabeza.
—Soy Marie Haines. Íbamos a casarnos dentro de tan sólo unos días.
—La recuerdo, a pesar de que sólo la vi una o dos veces. Tengo muy buena
memoria.
—No pensaba llegar hasta aquí, mayor. Vine siguiendo al perro, porque desde hace
unos días desaparece y nadie sabe adónde va. Sería lamentable que le hiciera daño a alguien
y quise saber a qué obedecían sus escapadas.
—Enreda por aquí, eso es todo.
—Lamento si le ha molestado.
El viejo se encogió de hombros.
—No me gustan los perros.
—Lo siento.
—Puede llevárselo. Sería bueno que lo sujetaran si tiene esa manía.
«Tigre» les observaba a corta distancia, como esperando.
Marie arrugó el ceño.
—Nunca ha estado sujeto. Frederick lo tenía prohibido —dijo con voz resuelta—. Si
ha sido causa de molestias para usted le repito que lo lamento. Le vigilaré de más cerca.
—Bueno, creo que hará usted muy bien.
Eso sonó como una despedida. El viejo militar dio una mirada impaciente a su
periódico abandonado sobre el sillón.
Marie se dio por aludida.
Dijo:
—Buenas tardes, mayor. Me llevaré a «Tigre».
—Adiós.
Ella pensó con desagrado que ni siquiera había tenido la delicadeza de darle el
pésame, o sus condolencias por la muerte de Frederick. ¡Qué viejo más desagradable…!
—Vamos, «Tigre».
El perro se plantó en la esquina de la casa en dos saltos.
Marie insistió:
—¡Vámonos te digo!
El mayor Gannet soltó un bufido. Había una mirada inquieta ahora en sus ojos
bordeados de arrugas.
Marie se acercó al perro y le sujetó por el collar.
—¿Qué te pasa? —masculló, impaciente—. No puedes quedarte aquí.
Tiró y «Tigre» clavó las patas en el suelo y no se movió una pulgada.
Incrédula, Marie volvió a tirar de él.
—¿Pero qué haces? Vámonos a casa… nunca te habías comportado de este modo…
El mayor abandonó definitivamente su periódico y se en caminó a la puerta.
Refunfuñó en voz alta:
—Debería enseñarle modales con un buen palo… por eso nunca me gustaron los
perros…
Abrió la puerta sin más despedidas.
«Tigre» dio un salvaje tirón para soltarse y voló material mente hacia la puerta
abierta. Marie lanzó un grito de espanto. Pensó que el perro se disponía a atacar de nuevo…
le vio llegar, saltar dentro de la casa a despecho de que el viejo intentó cerrarle el paso…
Hombre y perro desaparecieron de su vista con estrépito y ella corrió atemorizada.
Vio al mayor sentado en el suelo de la entrada sacudiendo la cabeza mientras se
acariciaba la nuca.
El perro estaba plantado como una figura de piedra delante de una puerta cerrada.
Marie se arrodilló al lado del viejo:
—¿Está usted herido, mayor?
—¡Maldita bestia del demonio…!
—¡Por favor! ¿Se encuentra usted bien?
—Hubiera podido ser peor… pudo haberme desnucado. ¡Ayúdeme a levantarme…!
—Sí, claro…
Lo hizo. El hombre estaba rojo.
Ella balbuceó:
—No lo comprendo… Nunca había hecho nada semejante… Lo siento mucho.
—Más lo siento yo. Lléveselo de una maldita vez y no deje que vuelva.
Resuelta, Marie intentó sujetar de nuevo al animal, pero esta vez «Tigre» se levantó
sobre sus patas traseras y con las delanteras golpeó una y otra vez la puerta cerrada
mientras la muchacha aún intentaba apartarlo de allí.
Oyó la furiosa exclamación del mayor a sus espaldas. Ella tiró con todas sus fuerzas
del collar mientras el perro gruñía, amenazador.
Finalmente, con un tirón, se soltó. Golpeó la puerta con el impulso y Marie
trastabilló casi perdido el equilibrio.
La puerta se abrió hacia adentro con el golpe del animal. Marie aún luchaba por
recobrar el equilibrio cuando vio el lecho y al hombre tendido en él.
Lanzó un alarido y se desmayó.
Maldiciendo en todos los tonos, el mayor se inclinó junto a ella. Luego, irguiéndose,
entró en aquella habitación.
El perro había colocado las patas sobre el borde de la cama y frotaba el hocico
contra la cara pálida del hombre.
El hombre era Frederick Bannister.
Su pecho subía y bajaba suavemente a impulsos de su respiración tranquila, como
dormido profundamente.
El mayor barbotó:
—¡Maldito animal! Supe desde el principio que me traerías complicaciones…
¡Fuera de aquí!
Su vozarrón obligó al perro a saltar al suelo. Como a regañadientes abandonó el
cuarto y el viejo cerró la puerta después de dar un inquieto vistazo al hombre sumido en el
extraño sueño.
Se quedó mirando a la muchacha tendida en el suelo.
—¿Y ahora qué hago con ella, eh, condenado bicho?
Sabía que levantarla a pulso estaba casi fuera de sus posibilidades, pero logró
incorporarla lo suficiente para dejarla desmadejada sobre una silla.
«Tigre» dio un par de vueltas en torno a Marie y acabó tendiéndose a sus pies. Con
otra maldición sonora, el mayor Gannet se dispuso a esperar a que la mujer recobrara el
conocimiento por sus propios medios. No sentía ninguna simpatía por ninguno de los dos.
Capítulo XV
MARIE abrió los ojos y en los primeros instantes no reaccionó. Vio al mayor
sentado en una butaca, delante de ella, sombrío y rojo de cólera, y entonces recordó.
Se levantó de un salto, la mirada fija en aquella puerta cerrada. Desde el suelo, el
perro soltó un largo gruñido.
El mayor masculló con una voz semejante al gruñido del animal:
—Siéntese y no haga ninguna tontería. Ya han hecho bastantes usted y el perro. —
¡Usted robó el cadáver…!
—Creo que no puedo negarlo.
—¿Por qué? ¡Dios santo, es monstruoso!
—¡Siéntese!
—Quiero verle.
—Tendrá tiempo para eso. ¡Siéntese, maldita sea!
Marie dobló las piernas y se dejó caer en la silla rígida como una tabla. Sus ojos no
se apartaban de la cara enrojecida del viejo.
Hubo un largo silencio. Marie se retorcía las manos de angustia.
—No debería haberlo visto hasta dentro de un día o dos…
—¿Por qué? Usted tiene el cuerpo ahí después de profanar su tumba. ¿Qué le pasa,
está usted loco, mayor?
—Mucha gente piensa que sí —rezongó entre dientes.
—No puede ser de otro modo. Robar el cadáver de Frederick…, profanar los otros
viejos sarcófagos…
El mayor Gannet se enderezó de golpe.
—¿Qué sarcófagos? —estalló—. No quiera complicarme la vida más de lo que ya lo
ha hecho viniendo aquí. Yo no toqué ningún sarcófago más que el de Frederick.
—Pero…, pero…
—Afortunadamente, se habían dado una prisa endemoniada para enterrarlo. A
propósito, no la vi a usted en el entierro.
—No pude llegar hasta la noche, y para entonces todo había terminado. No
quisieron que llegara a tiempo para ver lo por última vez. Sólo pensaban en librarse de mí.
—Eso ya lo sé. Lo querían todo para ellos, supongo, pero se habrán llevado un buen
chasco.
—¿Cómo lo sabe, mayor?
El viejo esbozó una mueca que quería ser una sonrisa.
En lugar de responder murmuró:
—Ahora me gustaría saber cómo decirle a usted…
—¿Qué?
—Temo que vuelva a desmayarse. No he comprendido nunca esa manía de las
mujeres de desmayarse en los momentos más inoportunos.
—¿Por qué habría de desmayarme? Ya sufrí el choque de verlo ahí, en ese lecho.
Ahora por lo menos podré rezar junto a él y acompañarle de vuelta al panteón.
El mayor enarcó las cejas.
—Me parece que no —gruñó.
—¿No qué?
—Ni habrá de rezarle ni llevarlo de vuelta al panteón. Frederick Bannister está vivo.
Marie se bamboleó en la silla. Sintió que todo daba vueltas a su alrededor y por un instante
pareció que iba a darle la razón al viejo cascarrabias desmayándose una vez más. Luego,
dominándose, se levantó con las piernas temblándole.
—Voy a verle…
—Ya que está aquí… pero no escandalice más de lo que ya lo ha hecho.
Ella se acercó a la puerta cerrada como si flotara, aturdida y con un extraño temor
culebreándole por todos sus nervios.
Cuando el perro vio la dirección que tomaba brincó hacia ella y la adelantó,
parándose delante de la habitación, esperando.
Marie tendió la mano hacia el tirador. Lo agarró y no encontró fuerzas con que
hacerlo girar. Miró al viejo por encima del hombro y murmuró:
—Es una burla cruel, mayor. Casi un escarnio, porque yo amaba a Frederick más
que a mi propia vida.
—Entonces, entre y dígaselo a él.
Marie giró el tirador. Lo soltó como si quemara una vez la puerta se movió. Pero
«Tigre» no era partidario de sutilezas y empujándola con el hocico la abrió colándose
dentro sin titubear.
Frederick Bannister yacía de cara al techo. Su cara sin afeitar tenía una palidez
enfermiza, pero por lo demás no parecía haber sufrido todavía ninguno de los trágicos
estigmas de la muerte.
Porque Marie no dudaba que estaba muerto. También estaba segura que el mayor
Gannet era un desequilibrado al que no podía hacerse caso.
El perro volvía a estar encaramado con las patas delanteras sobre la cama y su
aliento movía casi imperceptiblemente los largos cabellos de su amo.
Y de repente, como un sueño, sin creérselo aún, vio el lento y rítmico movimiento
de su torso.
¡RESPIRABA!
Dio un grito ahogado y corrió hacia la cama. Casi apartó al perro a empujones y se
inclinó sobre el hombre que fuera su mundo.
¡Y ESTABA VIVO!
—¡Oh, Dios…!
Deslizó los dedos por su frente. Estaba tibia, tenía el calor de la vida, y sus ásperas
mejillas igual, y al rozarle los labios con las puntas de los dedos los encontró suaves y
calientes, como cuando la besaban con todo su amor, con la pasión que les hacía elevarse
por encima del mundo, de los convencionalismos y de la misma vida.
—¡Freddy…!
—Déjele en paz. No despertará hasta dentro de una media hora.
Se volvió hacia el mayor, que se había plantado en el umbral.
—¡Está vivo! —Y estalló en sollozos.
—Ya se lo dije. Salga de aquí, y saque al perro.
Ella obedeció como en trance. El mayor volvió a cerrar la puerta. Consultó su reloj
y gruñó entre dientes.
—Siéntese y espere.
—Temo que voy a volverme loca. ¿Qué ha sucedido, cómo…?
—Es un tanto complicado de explicar.
—¡Pero Frederick estaba muerto! El doctor certificó su defunción sin ninguna duda.
—Ese médico tampoco se tomó mucho trabajo… pero sí, Frederick estaba muerto,
aunque no vaya a creer en milagros ahora.
—¡Pero si estuvo muerto y ahora vive es un milagro!
—En ese caso yo debo ser un brujo, y los viejos faquires de la India milagreros
infalibles. —No le comprendo…
—Se lo explicaré, hasta donde yo mismo conozco lo sucedido. Viví en la India
muchos años, incluso después de su independencia como asesor del ejército en formación.
Allí me hice viejo y me interesé por los fenómenos inexplicables que se sucedían ante mis
ojos asombrados. Vi hombres que caminaban descalzos sobre piedras al rojo vivo sin
lastimarse lo más mínimo. Vi ancianos centenarios, increíblemente viejos y sucios hasta la
náusea y que, no obstante, eran capaces de un poder de concentración tan potente que
movían objetos a distancia sólo con la fuerza de su mente. Fui testigo de hechos que no
puedo explicarme aún hoy, entre ellos el de que hombres aparentemente muertos volvieran
a la vida.
—No puedo creerlo.
El mayor señaló la puerta cerrada.
—Ahí tiene la prueba. Frederick vive.
—Quizá sufrió algún extraño colapso… Tal vez se trata de catalepsia…
Gannet sacudió la cabeza y barbotó iracundo:
—Se trata de veneno.
Ella contuvo el aliento.
—¿Quiere decir que le envenenaron?
—Sin ninguna duda.
—Entonces el administrador tenía razón… ¡Envenenado!
—Utilizaron una dosis ligera, supongo que para no despertar sospechas, pero
suficiente para provocar la parálisis del corazón. Aunque yo lo ignoraba cuando lo saqué
del ataúd, puede creerme. Lo único que pretendía era probar suerte con él, como había visto
hacer a los santones hindúes, aunque añadiendo algunos medios más científicos, como
drogas y el masaje cardíaco. Si hubiese transcurrido más tiempo desde la hora de su muerte
no hubiera valido la pena intentarlo.
—Pero lo hizo…
—Y sigue siendo un misterio incluso para mí. Yo había visto estrujar el pecho de un
cadáver recién fallecido, mientras le introducían una pócima con una especie de cánula en
la boca. Cantaban y danzaban a su alrededor al mismo tiempo, pero eso era pura tramoya,
folklore dedicado a sus dioses y divinidades. El hecho es que aquel hombre volvió a la vida.
—Increíble…
—Estudié el asunto durante años y años tratando de comprender el misterio. Al fin
resolví hacer una prueba y entonces murió Frederick y se dieron tanta prisa en meterlo en el
mausoleo que casi estaba aún caliente cuando le saqué. Cuando lo tuve aquí le sometí a las
pruebas que había estudiado durante tantos años. Utilicé, como le he dicho, drogas
derivadas de las raíces y plantas que empleaban en la India, y cuando le apliqué electrodos
para someterle a un electromasaje cardíaco, el corazón empezó a golpear de un modo
terrible y una sucia espuma brotó de su boca, y con ella el inconfundible hedor del veneno.
Marie escuchaba con el alma en vilo, porque todo cuanto oía era la confirmación de
que Frederick vivía, alentaba aún para ella.
El viejo sacudió la cabeza, al añadir:
—Me asusté al comprobar la existencia de veneno, porque a pesar de todos mis
esfuerzos el corazón amenazaba con detenerse de nuevo, pero había que efectuar lavados de
estómago… y le aseguro que fue toda una hazaña.
—¡Pero lo consiguió! —dijo Marie ahogando un sollozo.
—Quizá no todo haya sido obra mía. Pienso que tal vez el destino jugara también en
este caso, ya que Bannister no había muerto porque hubiera llegado al final del camino,
sino a manos de un asesino que debía pagar su crimen por atreverse a quebrar
violentamente la línea de su vida.
—¿Ha podido hablar después de su…?
—Resurrección, ¿es eso lo que iba a decir?
—No me atrevía a emplear ese término.
—Digamos de su vuelta a la vida. Sí, hablamos un buen rato, antes de que le
obligara a ingerir tranquilizantes y somníferos para que se recobrase cuanto antes.
—¿Sospecha él quién le envenenó?
—Ni remotamente. Naturalmente, estaba más bien confuso cuando se recobró. No
es fácil para ningún hombre adaptarse a la idea de que ha atravesado la barrera de la muerte
y vive para contarlo. Pero incluso así, en semejante estado, pensó en usted. Quería que lo
supiera de un modo o de otro, sin que los demás sospecharan nada. La idea de utilizar al
perro como mensajero fue de él.
Marie casi se levantó de un brinco.
—¡El mensaje sujeto al collar de «Tigre»…!
—Exactamente. Frederick dijo que ninguno de sus parientes se acercaba jamás al
animal, únicamente usted y los sirvientes.
Aturdida, la muchacha se frotó los ojos con su pañuelo. No lograba adaptarse
todavía a la idea de que el hombre que dormía en la habitación con aquel profundo sueño
artificial había cruzado el negro reino de la muerte, para regresar al mundo de los vivos y
averiguar que le habían asesinado…
Al otro lado de la puerta cerrada sonó un quejido, un sonido que era vida y era
testigo de esa vida para quienes lo oyeron.
El perro pegó un brinco y se plantó delante del cuarto con las orejas tiesas, agitando
alegremente la cola.
El mayor rezongó:
—Le dije la verdad, no me gustan los perros…, pero ése es una excepción.
Marie se había levantado. Las piernas le temblaban.
—¿Cree que…, que despierta?
—Posiblemente.
Paso a paso se dirigió a donde estaba el animal, tenso, esperando como un centinela.
El mayor Gannet gruñó:
—Bueno, abra la puerta.
Ella obedeció. La cabeza del hombre tendido en la cama giró despacio. Sus ojos se
agrandaron al descubrir a la muchacha y, con evidente esfuerzo, logró sentarse en el lecho.
—¡Marie! —balbuceó.
—¡Freddy, amor mío…!
La joven corrió hacia él y le abrazó, casi histérica. Frederick Bannister permaneció
inmóvil, mirando al mayor por encima del hombro de Marie.
Con voz ahogada murmuró:
—¿Le ha contado usted…?
—No tuve más remedio, amigo mío. Ella lo descubrió todo antes de tiempo, gracias
a ese condenado perro.
Él tendió la mano para dejarla descansar sobre la gran cabeza del animal. Las
lágrimas de la muchacha le humedecían la cara.
—¡Freddy…!
—¡Deseaba tanto verte, Marie!
Se apartó de ella, mirándola inquieto como nunca lo estuviera en su vida.
Inopinadamente le preguntó:
—Dime… ¿No te doy miedo?
—¡Fred!
—Contesta. ¿No sientes temor de mí?
—¿Temor? Te amo igual que antes. ¡Más que antes si eso es posible!
—Dios mío, Marie. Cuando me sentí morir, sentado ante mi mesa, sólo pensé en
ti…, en que te perdía…
—Tú no has muerto. Todo ha sido un mal sueño que nos ha torturado a los dos pero
del que hemos despertado a tiempo.
—Ojalá fuera tan sencillo, pero alguien me envenenó y eso es irrefutable. Tenemos
tanto de que hablar tú y yo…
—Habrá tiempo cuando te recobres. Ahora debes descansar, piensa sólo en eso. —
Imposible. Quiero saber… y tú vas a ayudarme.
—Por supuesto.
Quedaron mirándose larga y fijamente. Gannet carraspeó, enarcó sus cejas como
cepillos y cuando vio que las dos cabezas se juntaban soltó un gruñido y salió de la
habitación.
Por un fugaz instante, Marie pensó si besar a ese hombre ahora sería una sensación
distinta de la que fuera antes de su extraña experiencia. Pero la boca de él ardió en sus
labios, y aquél era el mismo fuego que ella había ansiado y creído no saborear jamás.
Siguieron abrazados hasta que el perro, impaciente, comenzó a ladrar. Rompió el encanto
del instante y ellos realmente tenían mucho de que hablar.
Capítulo XVI
Estaban todos reunidos en el salón cuando los policías entraron para despedirse.
El intendente les advirtió:
—Mi ayudante y yo vamos a pasar la noche en el pueblo, para volver aquí mañana a
primera hora.
—Cualquiera pensaría que se quedarán a vigilar en torno a la casa.
Brady se encogió de hombros.
—No creo que el asesino repita su aventura. De cualquier modo, los hombres del
sargento han presentado la renuncia.
Parece como si creyeran en monstruos o aparecidos de otro mundo…
Hubo algunas expresiones despectivas que no lograron alterar al intendente, quien
añadió:
—Hemos vuelto a cerrar el panteón con otra cadena. Espero que no volvamos a
encontrarlo abierto…
Se fueron como si tuvieran prisa por llegar a alguna parte.
Charles cambió una mirada de inteligencia con su mujer. Para él, la marcha de los
policías no podía ser más satisfactoria. No obstante dijo:
—¡Valientes autoridades! Habría que presentar una queja en alguna parte…
Evelyn esbozó una sonrisa irónica. Nadie replicó a la sugerencia de su marido, así
que dijo:
—Tal vez esos inteligentes policías de Londres han creído esa historia de que es una
venganza de los antepasados de Frederick… ¿Nadie ha averiguado quién es el autor de esa
patraña?
Robert gruñó:
—El único que parece saber algo de eso es Grierson. Pero no me parece a mí que
esos policías se preocupen por las leyendas locales.
—Grierson, ¿eh?
—Dice que hay un pergamino en la caja fuerte que lo explica todo —intervino
George—. Lo malo es que no hay modo de abrir la caja sin la llave y desconociendo la
combinación.
—Si fuera posible abrirla me parece que habría cosas más importantes en ella, y no
esos pergaminos viejos —murmuró Agnes, iracunda.
—¿Crees que Frederick guardaba mucho dinero en la caja fuerte?
—No lo sé, pero siempre disponía de fuertes sumas. No me sorprendería que lo
hubiera. Y joyas… Los Bannister atesoraron una buena colección.
Agnes rechinó entre dientes:
—¡Que ahora irán a manos de esa perra!
—¡Madre, ya basta de eso!
—Digo lo que estáis pensando todos, sólo que la única que tiene valor para decirlo
con todas las letras soy yo. Y por última vez, Bob, no vuelvas a hablarme en ese tono.
Él se encogió de hombros, fastidiado.
Unos golpes en la puerta anunciaron la entrada del estirado mayordomo. Estaba
pálido y sus ojos ya no parecían tan amistosos como de costumbre.
Dijo:
—¿Alguien de ustedes sabe quién ha abierto la caja fuerte?
Se quedaron mirándole estupefactos, incrédulos.
Robert balbuceó:
—¿Quiere decir que la caja fuerte de la biblioteca está abierta, Grierson? —
Completamente. Y que yo sepa, el señor intendente no consiguió abrirla.
Cambiaron miradas perplejas mientras se levantaban uno tras otro. El mayordomo
aún añadió:
—Le preguntaré a la señorita Haines…, aunque dudo que ella poseyera la llave y la
combinación.
—Por lo menos, negó conocerla cuando el intendente probó a abrirla —dijo George.
Se dirigieron apresurados hacia la biblioteca.
La librería había sido desplazada, y la enorme y pesada puerta de la cámara
acorazada estaba abierta de par en par.
—Sólo faltaría que se hubiera cometido un robo —exclamó Robert.
Patricia dijo, asombrada:
—Pero si nadie conocía la combinación, ni nadie tenía la llave, ¿cómo la han
abierto?
—Mejor será no tocar nada —respondió Robert, ceñudo—. Los policías buscarán
huellas dactilares cuando sepan lo sucedido.
Agnes se adelantó. Grierson iba a decir algo cuando Robert casi gritó:
—¿No me has oído?
—Sólo quiero dar un vistazo al interior…
Casi se metió dentro.
Había unos compartimentos repletos de antiguos documentos y pergaminos. Dos
estantes con gruesos libros de cuentas, y unos compartimentos de acero, cerrados con llave
al parecer, aunque las llaves no estaban en las cerraduras.
Como tampoco estaba allí la de la puerta.
La mujer retrocedió tan intrigada como todos los demás.
—Habría que saber lo que había ahí dentro. Aunque supongo que el dinero y las
joyas estarán en esos compartimentos cerrados…
Grierson decidió:
—Cerraré la puerta para poder colocar la librería en su lugar.
Empujó la pesada puerta con sus manos calzadas con guantes blancos. Después, el
mecanismo devolvió la estantería a su sitio.
Robert masculló:
—Maldito si entiendo nada de lo que está pasando. ¿Quién demonios la abrió, y por
qué, si no se llevó nada?
—Eso es algo que no sabes…
—Mira, George, Frederick no era idiota. Si guardaba dinero y joyas en cantidad
debía tenerlo en esos compartimentos cerrados con llave, y ninguno parecía violentado.
¿No es cierto, madre?
—Están intactos, seguro.
—Ahí tienes, tío.
Éste sacudió la cabeza.
—Hay otra cosa a considerar… ¿Quién la ha abierto en pleno día, con la casa llena
de gente, y policías enredando por todas partes?
—No me lo preguntes. Tal vez Marie… ¿Sabe dónde está la señorita Haines,
Grierson? —le espetó Robert.
—Creo que en su habitación.
—Habría que llamarla y preguntárselo.
—Me ocuparé de eso, señor. A propósito, la mesa está preparada para la cena.
Se retiró, cejijunto. Con una mirada acusadora en sus ojos viejos y experimentados.
Agnes barbotó colérica:
—¡Ese maldito vejestorio sospecha de nosotros! Si estuviera en mi mano le echaría
de aquí a puntapiés.
Evelyn dijo:
—Sólo que no está en tu mano, mamá.
Se encaminaron al comedor. En el vestíbulo, plantado al pie de las escaleras,
«Tigre» ladeó la cabeza y les observó silencioso.
—Espera a la nueva dueña —refunfuñó Evelyn—. Ese perro es más listo de lo que
imaginaba…
Se acomodaron en torno a la mesa. Poco después oyeron la voz de Marie hablándole
al perro, y luego el ruido de la puerta principal al cerrarse.
Todas las cabezas se volvieron hacia ella cuando entró.
Ella dijo:
—Grierson acaba de decirme que alguien abrió la caja fuerte… ¿No habrán sido los
policías? Yo les autoricé a hacerlo.
Robert se anticipó al furioso comentario de su madre.
—Nos habrían hablado de eso. No, ellos no la han abierto.
—Entonces, ¿quién, y por qué?
Agnes gruñó:
—Eso pensábamos preguntarte a ti.
Marie esbozó un gesto de perplejidad.
—No lo comprendo, desde luego.
Fue a ocupar su sitio en la mesa.
Patricia encendió un cigarrillo. Su mirada buscó la de Robert, pero éste parecía muy
preocupado.
Murmuró, como hablando para sí misma:
—Esta noche cerraré la puerta con llave…
Evelyn le espetó:
—Eso irá contra tus costumbres, Pat, querida.
Patricia enrojeció de ira.
La joven camarera entró precedida por el mayordomo y se hizo el silencio más
absoluto mientras les servían la cena.
Más tarde, en un momento determinado, las miradas de Robert y Marie se cruzaron.
La muchacha le sonrió instintivamente y él comentó:
—La vuelta del perro parece haberte alegrado…
—Así es.
Agnes saltó:
—¡Vaya estupidez! Por un simple animal…
—Es mucho más que eso —replicó Marie plácidamente—. Temo que usted no lo
comprenda, pero «Tigre» es algo entrañable en esta casa.
George, temiendo que su madre dijera alguna de sus acostumbradas impertinencias,
se le anticipó.
Dijo:
—Entiendo, Marie. El perro era el amigo de Frederick…
—Su más fiel amigo, George.
Agnes rezongó:
—Pues lo ha disimulado bastante bien me parece a mí. Hasta ahora no veo que haya
dado muestras de sentir la muerte de su amo.
—Quizá para «Tigre» Frederick aún esté vivo.
—No digas tonterías.
Marie se limitó a sonreír y Robert pensó que en aquella sonrisa había una alegría
oculta pronta a desbordarse. No comprendía ese estado de ánimo y por unos instantes pensó
si Marie no estaría pensando más en la herencia que en el hombre que se la había legado.
Poco después abandonaron el comedor para reunirse en el salón donde acostumbraban a
tomar café.
Cuando el mayordomo y la camarera acabaron de servirlo y se encaminaron a la
puerta, George dijo de pronto:
—Un momento, Grierson.
—¿Sí, señor?
—Ahora la caja está abierta y usted dijo que el famoso pergamino se guardaba en
ella. ¿Cree que podría encontrarlo?
—No sé…
—Sólo por curiosidad, me gustaría verlo.
Apurado, el mayordomo miró a Marie, como pidiéndole su opinión:
La muchacha murmuró:
—Puede buscarlo si le parece, Grierson, aunque los policías quizá piensen que
hemos tocado lo que no debíamos.
—Como usted decida, señorita Haines…
—Vaya a buscarlo.
Asintió y se fue.
Agnes, como siempre que el mayordomo demostraba con su actitud quién era la
señora de la mansión, se puso roja de ira. Dejó el café sin tocar y levantándose masculló:
—Voy a mi cuarto…
La siguieron con la mirada, asombrados. Ella salió y cerró de golpe.
Esperaron impacientes el regreso de Grierson, pero cuando apareció no traía
documento alguno.
—Lo siento. No pude encontrarlo, señorita Haines. Sin embargo, siempre se
guardaba en la caja fuerte, con todos los demás.
—Qué extraño.
Grierson murmuró:
—No me sorprendería que quienquiera que haya abierto la caja se lo haya llevado.
—Vamos, Grierson, nadie violentaría una caja fuerte como ésa sólo para robar un
antiguo pergamino sin sentido —se mofó George.
—Yo no diría que sea tan sin sentido, señor.
Ahora todas las cabezas giraron hacia él.
Robert le espetó:
—¿A sus años y cree usted en una leyenda semejante, Grierson?
—Después de lo que sucedió anoche, señor, estoy más convencido que nunca de
que esa leyenda contiene algo de verdad.
Marie se estremeció.
—¿Recuerda usted qué hay escrito en el pergamino? —preguntó.
—Apenas nada, señorita. Sólo lo vi una vez, hace ya muchos años, cuando el señor
Bannister era mucho más joven…
—Pero mencionaba que la maldición se desencadenaría en caso de que el último
descendiente fuera asesinado, según dijo usted…
—Algo así, ciertamente. Sólo en caso de que el último Bannister muriera en manos
de un asesino, la venganza sería desatada. También en el pergamino creo que se especifica
la razón por la cual sólo los descendientes directos de los Bannister pueden ser enterrados
en el panteón. Pero ya no recuerdo los detalles… Lo lamento.
—No importa, Grierson, gracias de todos modos.
El viejo se retiró meneando la cabeza, muy preocupado.
George se levantó.
—Todas estas viejas tonterías podrían darle color local a este asunto si no hubieran
asesinado a Harold y al policía. Ahora no tienen ninguna gracia. Buenas noches a todos,
hasta mañana.
Robert y Patricia quedaron solos delante de la chimenea encendida, mientras Marie
seguía hundida en una butaca, un tanto apartada de ellos.
Cuando el silencio amenazaba con crear una desagradable sensación de tirantez,
Marie dijo suavemente, como si se tratara de un comentario banal:
—Robert…
—¿Sí?
—Frederick fue envenenado.
Él dio un brinco.
—¿Qué?
—Lo sé con seguridad. Alguien que está en esta casa le asesinó.
—¿Cómo puedes afirmar una cosa semejante?
—Aún no puedo explicarte cómo, pero lo sé. ¿Quién crees que lo hizo, Robert?
Patricia estaba lívida y sus ojos saltaban del uno al otro llenos de inquietud.
Él replicó:
—No creo que ninguno de nosotros lo hiciera, Marie. Somos una pandilla de
parásitos acostumbrados a vivir a costa de los Bannister, pero de eso a asesinar a Frederick
media un abismo.
Patricia balbuceó:
—¿Y los empleados de la casa? Les deja mucho dinero…
—Vamos, cariño, no convirtamos esto en una novela gótica con mayordomo asesino
y todo lo demás. Estoy seguro que todos ellos se dejarían cortar una mano por Frederick. —
Entonces, ¿quién?
Robert se encogió de hombros.
Marie remachó:
—Está en la casa, Bob. Anoche intentó matarme a mí…
—Y asesinó a Harold y al policía. ¿Es eso lo que quieres decir?
—No. Por lo menos esos crímenes no parecen cometidos por alguien más hábil con
el veneno… o con el puñal, protegido por la oscuridad.
—Entonces hemos de pensar que hay dos asesinos…, Marie, tengo la impresión de
que estamos perdiendo la chaveta todos nosotros. Es como si la muerte de Frederick
hubiera abierto las puertas del infierno.
Marie se levantó y dijo con voz fría:
—Quizá es eso lo que ha sucedido, Robert.
Éste enarcó las cejas. Otra vez la muchacha le desconcertaba.
Luego, ella se despidió y él dijo antes de que saliera:
—Si temes que atenten contra ti, Marie, puedes cambiar de habitación sin advertirlo
a nadie. O si lo prefieres puedo acompañarte, si eso ha de tranquilizarte.
—Gracias, Bob, pero cerraré la puerta con llave. Buenas noches a los dos.
Al cerrarse la puerta, Patricia murmuró:
—Yo también voy a subir.
—Cierra con llave —y al ver que ella le miraba sobresaltada y dolorida añadió
sonriendo—. Yo llamaré.
—A veces me gustaría arañarte.
—No sé si eso sería preferible a una de tus bofetadas.
—Haré la prueba esta noche si tardas demasiado.
Robert quedó solo. Estiró las piernas delante de la chimenea y encendió un
cigarrillo, preocupado.
Dejó que se deslizara el tiempo con la mirada perdida en las llamas, y a pesar de que
pensaba furiosamente en la situación, ni por un instante imaginó que el horror de las
tinieblas estuviera tan cerca.
Capítulo XVII