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Burton Hare

De entre los muertos

Bolsilibros: Selección Terror extra - 17


Título original: De entre los muertos

Burton Hare, 1983

Ilustraciones: Luis Almazán


En la negra noche del Universo, en el tenebroso azar de lo desconocido, los
hombres están solos porque de la noche de los tiempos han surgido y los terrores les han
forjado.
De entre los hombres, a lo largo de los tiempos, algunos han sido parte de ese azar
tenebroso y después de su muerte han vuelto.
Vuelven.
Ellos están envueltos en tinieblas.
Están envueltos en noche.
Son la noche.
Capítulo primero

SONABA un rumor de voces en el salón. George Balka dio un vistazo al reloj,


murmuró algo entre dientes y fue a servirse otra buena ración de whisky.
Había una mesa llena de botellas y vasos, y un recipiente de plata rebosante de
dados de hielo.
La mujer sentada en una confortable butaca masculló:
—Si quieres emborracharte deberías esperar a que termine la ceremonia.
Él la miró de reojo. Era su hermana, pero en aquella mirada de hombre viejo,
cansado y fracasado no había ni sombra de afecto.
—A ti te importa un comino la ceremonia —gruñó.
—Es cierto. Ya quisiera que estuviese enterrado de una maldita vez, pero eso no es
obstáculo para que piense en nuestra imagen ante los asistentes.
Él se encogió de hombros.
Por la puerta entornada que comunicaba con el salón continuaba entrando el
cuchicheo de varias voces. Voces de hombres y mujeres. La mujer dijo:
—El pastor ya debería estar aquí…, se retrasa.
—¿Qué prisa tienes? Fred ya no se levantará del ataúd.
—Tienes menos sesos que un mosquito. Ya sé que un muerto no puede levantarse.
Pero si tarda demasiado esa pequeña zorra de Londres llegará a tiempo… y se me ocurre
que cuanto menos figure en la ceremonia, más fácil será echarla a puntapiés de Bannister
House.
—Entiendo.
—Ya era hora. Acaba ese maldito whisky y trata de averiguar qué pasa con ese
condenado pastor.
—¿No podrías calmarte un poco? Van a darse cuenta de que sólo ansiamos
enterrarlo para repartirnos el pastel.
—¿Y no es eso en realidad por lo que estamos todos aquí?
Él volvió a mirarla de aquella manera fría y desapasionada. Se encogió de hombros
en un gesto habitual y refunfuñó:
—Aunque así sea… sólo hace unas horas que Fred murió.
—Unas horas… y años de esperarlo. ¿Por qué nadie tiene el valor de ser sincero?
George Balka se volvió de espaldas. Vació el vaso de un trago y hundió la mirada en
la frondosidad del jardín, en el que se alzaban majestuosos árboles centenarios. El día gris
oscurecía el follaje y sombrías nubes surcaban el aire.
Alguien llamó discretamente a la puerta entornada. La mujer se enderezó en la
butaca, recomponiendo su actitud y fijando una forzada expresión en su cara de ave de
rapiña.
—Entre…
Un hombre se deslizó por la abertura. Era viejo, pero erguido y ágil aún a pesar de
los años.
—El mayor Gannet ha llegado, señora…
—Oh, hágale pasar, Grierson.
El mayordomo desapareció. Instantes después, un hombre seco como un sarmiento,
con la piel curtida y arrugada como pergamino, entró con pasos marciales. Nadie sabía su
edad y es posible que hasta él mismo la hubiera olvidado. Pero solía vestir con cierto
deportivo descuido, aunque en esta ocasión lucía un terno oscuro y severo como
correspondía a la ocasión.
—Siéntese, mayor…
Él se inclinó ceremoniosamente para besar la mano de la mujer. Gruñó un saludo
dedicado al hombre que aún sostenía el vaso vacío en la mano y acabó sentándose muy
tieso en una butaca.
—No encuentro palabras con que expresarles mi condolencia… Apenas he
asimilado la noticia… ¡Fred muerto!
Ella asintió y ladeando la cabeza se llevó un diminuto pañuelo de encaje a los ojos.
George Balka murmuró:
—A todos nos dejó anonadados… Habíamos venido este fin de semana para pasarlo
en su compañía después que él insistiera. Y de pronto… Ya ve usted.
—Pero ¿cómo sucedió? Hablé con él ayer respecto a unos caballos…
—Según el doctor Linton, un ataque cardíaco. Fulminante…, el doctor tardó menos
de quince minutos en llegar porque también a él le había invitado. Ya sabe, Linton era el
médico de la familia desde los tiempos de los padres de Fred… Bueno, todos sus intentos
fueron inútiles.
El mayor Gannet sacudió la cabeza.
—Parece increíble, un joven tan enérgico, tan deportista, tan activo.
—Ahí le duele. Su actividad le ha matado sin ninguna duda. Ya sabe usted que
controlaba inmensos negocios, intereses colosales y eso provoca una tensión insostenible.
He oído decir que en los Estados Unidos ésa es la muerte de moda, la que causa más
fallecimientos.
—Sí, leí algo de eso. Bien, les repito mi más sincera condolencia.
Se levantó, dobló el espinazo en otro saludo casi versallesco y abandonó la
biblioteca que en vida Frederick Bannister había utilizado como estudio.
La mujer resopló con despecho.
—¡El maldito viejo! Nunca se dignó saludarnos cuando pasábamos cerca de sus
tierras… —Iré a ver si ha llegado el pastor.
Se quedó sola. Encendió un cigarrillo y dio unos pasos de un lado a otro, nerviosa.
Fuera, en alguna parte del profundo parque, se alzó un largo aullido. Fue un sonido
repentino que le hizo dar un respingo.
El bronco aullido del perro se repitió una y otra vez, largo, siniestro, angustioso
como una queja.
Luego calló y la mujer soltó un sordo juramento.
Tras ella, una voz dijo:
—El perro sabe que él ha muerto, madre. Debe oírse en una milla a la redonda.
Ella se volvió.
—Haré que se lleven a esa bestia de aquí. O que lo maten, tanto da. No quiero
volver a verlo.
—Vamos, vamos, tómalo con calma. «Tigre» es un ejemplar magnifico. Y es un
guardián al que nadie puede sobornar.
—Me crispa. Me ponía frenética verlo tan juguetón con su amo, y tan amenazador
con todos nosotros.
El joven se echó a reír.
—No nos amenazaba. ¿Sabes una cosa, madre? Más bien creo que nos despreciaba
a su modo. Ese animal es más inteligente que muchos seres humanos.
—¿Qué diablo quieres decir con todo eso?
—Que no me sorprendería que él supiera que sólo visitábamos a Fred para sacarle
dinero. Que sabe que siempre hemos vivido a su costa.
—Estás loco. ¿Cómo podría un animal…?
Se interrumpió cuando otro largo y lacerante aullido retumbó bajo la arboleda, esta
vez más próximo.
—Decididamente, nos desharemos de él tan pronto todo esto haya terminado.
El joven se encogió de hombros renunciando a seguir discutiendo con su madre. Por
otra parte sabía que era inútil la discusión. Ella jamás daba su brazo a torcer.
—¿Alguien sabe si la mosquita muerta va a venir o no?
Su madre dio un respingo.
—¡Claro que vendrá! No pude evitar que Grierson la llamara notificándole la
muerte de su gran amor… ¡La muy zorra! Un poco más y ella se hubiera quedado con
todo…
El joven esbozó un gesto de desagrado, pero no replicó.
Minutos más tarde anunciaron que el pastor había llegado y que todo estaba
preparado para la ceremonia.
Madre e hijo se reunieron con los restantes asistentes al entierro. No eran muchos,
sólo los familiares, el mayor Gannet, que era también el vecino más próximo, cinco o seis
granjeros y algunos altos directivos de las empresas del difunto, llegados apresuradamente
poco antes.
Y la servidumbre, por supuesto. Todos con muchos años encima excepto una
doncella contratada recientemente. Los demás habían servido a los Bannister desde su
juventud. Su vida había transcurrido en Bannister House, y allí incluso algunos se habían
casado, como Grierson, el mayordomo, y la cocinera…
En el gran salón se hizo un silencio solemne. El ataúd, lujoso, adornado con
artísticas y ricas tallas, estaba colocado sobre un improvisado catafalco cubierto de
terciopelo negro.
Dentro del ataúd reposaba el cadáver de un hombre joven y bien parecido, de
facciones a las que ni la muerte había podido borrar la energía. Parecía dormido.
Los presentes desfilaron en torno al catafalco en un último adiós al que fuera afable
propietario de la antigua e histórica mansión de los Bannister. Una mansión en la que se
habían alojado reyes y gentileshombres, nobles y ministros de la Corona en los tiempos no
tan lejanos en que toda esa pompa era habitual entre la aristocracia.
Los sepultureros colocaron al fin la tapa sobre el ataúd y procedieron a atornillarla.
El pastor inició un rezo funeral y al mismo tiempo precedió a todos hacia la salida.
Con el ataúd a hombros de los sepultureros, el cortejo se encaminó al panteón
familiar, un enorme mausoleo que se alzaba al norte del extenso parque, en la linde de éste
con los campos abiertos.
Era un monumento funerario tanto o más antiguo que la noble casona. Construido
con grandes bloques de piedra, semejaba una fortaleza en la que se refugiara la muerte.
Sobre el portón cerrado por una gruesa reja de hierro se erguía una escultura
maltratada por el tiempo representando un ángel con una rodilla en tierra, abatido.
El cortejo se detuvo. Agnes Balka buscó al mayordomo con la mirada y Grierson se
adelantó. Entregó una antigua y herrumbrosa llave al encargado de los sepultureros y éste
abrió la reja. Sonó un chirrido metálico cuando giró.
Al mismo tiempo, bronco, retumbante como un trueno, sonó un rugido y vieron
llegar como una flecha el gigantesco perro lobo que su ahora difunto amo bautizara con el
nombre de «Tigre».
Se detuvo con la lengua fuera al lado del ataúd, jadeando, en medio del asombrado
estupor de la mayoría, y del temor de algunos por su talante de fiereza.
Luego, estirando el cuello, levantó el hocico y dejó escapar un largo y lacerante
aullido, tan siniestro como lo que significaba.
Agnes Balka no pudo contenerse y chilló:
—¡Que alguien arroje esa bestia fuera de aquí! Échenla…
Su hijo Robert pareció dispuesto a protestar, pero no se atrevió.
El mayordomo avanzó hacia el perro y le acarició la gran cabeza. Le habló en voz
baja, calmándolo. El animal aulló otra vez y pareció que se disponía a saltar sobre el ataúd.
Grierson le sujetó por el recio collar, intentando apartarlo. Sólo consiguió que los
hombres entraran el ataúd sin que el perro se precipitara tras ellos, pero se vio incapaz de
obligarle a alejarse del panteón.
Al fin, «Tigre» gruñó y sentándose sobre sus cuartos traseros se quedó quieto,
jadeando con la lengua fuera, sus ojos rojizos y salvajes fijos en el portalón abierto.
El interior constaba de una pequeña capilla y una antesala de la que partían los
escalones de piedra que se hundían en la tierra, hacia la cripta, parte de la cual había sido
excavada en la roca viva.
Era de forma alargada y a ambos lados, también excavados en la roca unos, y
construidos de obra otros, se abrían los nichos en los que se colocaban los féretros
conteniendo los restos de los difuntos Bannister.
Sólo podían ser enterrados allí los descendientes directos del primer Bannister
fundador de la noble dinastía.
Había otros antiguos sarcófagos, sólidos y polvorientos, en otras sendas cavidades.
Una placa de metal en cada uno mostraba el nombre completo del cadáver y la fecha de su
muerte. En ninguno constaba la de su nacimiento.
El lujoso ataúd fue colocado en la cavidad correspondiente, mientras el pastor
rezaba un breve responso. El aire allí abajo era húmedo, frío y pegajoso, de modo que tan
pronto terminó todos se apresuraron a salir como si tuvieran necesidad de volver a respirar
el aire libre, no menos húmedo ahora por cuanto comenzaban a caer grandes gotas de
lluvia.
El perro no parecía haberse movido una pulgada.
La lluvia aligeró las despedidas. Los directivos se despidieron apresurados, inciertos
porque ignoraban la suerte que les aguardaba ahora que Frederick Bannister había muerto.
El doctor Linton, un hombrecillo encorvado, de mirar apagado detrás de sus gafas,
dijo:
—Yo también regresaré a Londres. No tiene objeto que me quede este fin de
semana…
Nadie le pidió que reconsiderara su decisión, así que se dirigió a su anticuado coche
y se fue.
Los granjeros se alejaron cada uno por su lado. Agnes Balka miró a su alrededor, en
el porche, comprobando que ya sólo quedaban los familiares. El mayor Gannet debía
haberse marchado al salir del panteón porque ya no había rastro de él.
Despidió a los sirvientes que aguardaban en la puerta y luego exclamó:
—Bien, queridos míos…, ahora nadie habrá de invitarnos jamás para venir a
Bannister House. Ahora estamos en nuestra casa.
Nadie le replicó.
La lluvia se hizo más intensa hasta convertirse en una cortina de agua que velaba la
visión de los árboles, los hermosos arriates de flores y el colorido del jardín.
Todos entraron en la casa apresurados. La lluvia torrencial repicaba en los tejados,
azotaba las ventanas como granizo ahogando todo otro sonido… incluso el rechinar de las
rejas del panteón.
Ahogó incluso el largo, lacerante, casi humano lamento del perro reprochándoles a
las crecientes sombras la muerte de su amor.
Capítulo II

HABÍAN cenado en el gran comedor familiar, bajo las miradas severas de los
Bannister inmortalizados en los cuadros que colgaban de las paredes.
Agnes Balka paseó su mirada brillante por las caras de todos cuantos estaban allí,
silenciosos, como concentrados en profundos pensamientos. Ella casi podía adivinar esos
pensamientos.
De pronto, con voz burlona, preguntó:
—¿Alguien cayó en la cuenta de que había que llamar al abogado Highsmith? Era el
abogado de Fred, por consiguiente tendrá una copia del testamento.
Todos la miraron asombrados. Ciertamente, nadie había atinado a llamar al
abogado. Triunfante, ella añadió:
—¡Yo sí pensé en eso, querida familia! Fue lo primero que hice cuando el médico
certificó que Fred estaba muerto. Lo tendremos aquí mañana por la mañana.
Hubo un murmullo de aprobación. Su hermano George murmuró:
—Me parece que tanto daba mañana como pasado… No hay más herederos que
nosotros.
—Ya lo sé, pero las cosas hay que hacerlas bien desde un principio. De todos modos
supongo que habrá dejado algunos legados para los criados, aunque eso también deberemos
comprobarlo muy bien.
George dirigió sus ojos cansados hacia su hermana. A veces se asombraba de su
voracidad. Pareció que se disponía a decir algo más, pero Charles Monod, el marido de la
otra hija de Agnes, dijo:
—Yo siempre supe que usted tenía un cerebro de primer orden. ¿No es cierto que lo
hemos comentado algunas veces, Evelyn?
Su esposa asintió, pero la que habló fue Patricia, una prima lejana de los dos
hermanos.
Dijo con voz burlona:
—Es la primera vez que oigo elogiar a una suegra.
La mirada que recibió de la aludida hubiera podido fundir un bloque de hielo. Su
hijo terció para romper la tensión:
—¿Qué actitud vamos a adoptar cuando llegue la frustrada Julieta? Esa mosquita
muerta debía estar convencida de que iba a ser la propietaria de Bannister House y de todo
lo demás. ¿Qué hacemos cuando llegue?
—Despedirla con cajas destempladas —estalló su madre.
—No hay ninguna necesidad de eso —dijo Friedmann hablando por primera vez—.
En primer lugar, ella iba a casarse con Fred dentro de una semana. En segundo lugar,
querida Agnes, no veo qué ventaja obtendremos creando antagonismos y poniendo en
evidencia nuestra voracidad, para llamar las cosas por su nombre.
—Mira, Harold, esas zorras de Londres todas son iguales. No puedes tratarlas con
guante blanco. Ella iba detrás de los millones de Fred y punto.
—Lo mismo que todos nosotros —rió su hijo.
—¡Pero nosotros somos de la familia!
—Pero no llevamos el apellido Bannister. Ninguno de nosotros.
—¿Y qué con eso? Somos los únicos familiares que tenía. Esa tontería del apellido
únicamente impide que nos entierren en el panteón, pero déjame decirte que eso me
importa un comino si a cambio de renunciar a ese honor me convierto en una mujer
inmensamente rica.
—Madre, a veces me asustas. Yo seré un botarate, pero tú eres una máquina de
calcular. —Bob, acabas de decir una gran verdad. Eres un botarate…, a pesar de que eres
mi hijo y ése es otro honor al que no me habría importado renunciar.
Él se echó a reír. Estaba habituado a los estallidos de su madre.
Harold Friedmann insistió:
—Mi opinión es que a esa joven hay que tratarla con corrección. Después de todo se
marchará en cuanto haya rezado una oración por el alma del hombre que amó.
Agnes emitió un sonido despectivo, pero no quiso discutir con su primo Harold.
Cuando llegara el momento sabía bien que sería ella quien ordenara y dispusiera.
Unos leves golpes en la puerta les obligaron a callar.
Grierson asomó la cabeza.
—Hemos dispuesto café y licores en el salón —anunció.
Todos se levantaron.
En el salón ardía un crepitante fuego en la chimenea. El ambiente estaba caldeado y
acogedor y se alegraron del cambio.
El mayordomo vigiló la tarea de la joven doncella mientras ésta sirvió el café.
Después, él escanció los licores que los caballeros le pidieron y tras esto ambos se retiraron.
Había confortables butacas ante la chimenea. Pronto el aroma del tabaco llenó el
aire, mientras contra los cristales del ventanal seguía crepitando la lluvia y fuera todo eran
tinieblas.
Al cabo de unos instantes Robert comentó:
—Me gustaría saber cuánto nos tocará a cada uno…
—¿Tanta prisa tienes por gastarte el dinero?
La voz de su tío estaba cargada de desprecio.
Él se echó a reír.
—El dinero no sirve para otra cosa, querido tío, si no es para gastarlo.
Harold Friedmann refunfuñó con el mismo tono:
—Algunas personas incluso trabajan para ganarlo. ¿Lo sabías?
—Touché! Olvidaba tu corrosivo sentido del humor, tío Harold. Pero ya que
hablamos de eso, tú tampoco te has matado excesivamente a lo largo de tu vida para ganar
dinero.
—¡He trabajado y lo sabes! Pero la suerte nunca estuvo de mi lado. Jamás me
dieron una oportunidad a pesar de estar capacitado para altos cargos, que Fred se negó
siempre a confiarme —terminó con rencor.
—¡Oh, dejad estas tonterías! —estalló Agnes, fastidiada—. ¿A qué viene discutir
eso ahora?
Hubo un silencio mientras saboreaban el café y los licores, y el humo de los
costosos cigarros se enroscaba en el aire quieto del salón.
Bob se entretuvo en revolver los troncos de la chimenea. Una erupción de chispas
culebreó elevándose como fuegos fatuos.
Patricia encendió un cigarrillo. Sus ojos profundos estaban fijos en la nuca de Bob y
cuando éste se irguió, apartándose del fuego, quedaron mirándose un instante. Después, él
desvió los suyos y fue a hundirse en una butaca.
Patricia se levantó. Exhaló una nube de humo mirando distraídamente el agua que
escurría en los cristales semejante a una catarata.
—Vaya noche más desagradable —comentó.
Nadie le hizo caso. Quien más quien menos tenía el pensamiento ocupado por otros
temas más importantes. Temas en los que bailaban cifras millonarias.
Iba a llevarse el cigarrillo a los labios, cuando desorbitó los ojos y lanzó un alarido
agudo como un clarín que les hizo levantarse a todos de un brinco.
—¿Qué diablos…?
Bob se interrumpió al ver la aterrorizada expresión de la muchacha. Sus ojos
parecían a punto de salirle de las órbitas, fijos en la ventana. Temblaba y su rostro
desencajado semejaba una máscara.
Harold Friedmann llegó junto a ella de un salto y la zarandeó.
—¡Pat! ¿Qué te pasa? ¡Pat, nena, reacciona!
Ella boqueaba sin que ningún sonido brotara de su garganta.
Bob la miró un instante, volteó la mano y la abofeteó.
Ella volvió a chillar. Un alarido ronco, agónico.
—¡Bueno, di algo, maldita sea! ¿Qué te pasa, viste al diablo o qué? —barbotó
Agnes, furiosa.
—No sé…, no sé qué era…
—¿Qué?
Ella levantó el brazo y señaló los cristales por los que se escurría la lluvia.
—Estaba allí… mirándome. ¡Me miraba…!
—¿Quién?
—No sé…
—¡Estupendo! No sabes qué era. ¿O era un fantasma?
Ella clavó los ojos en la cara de Bob. Parecía desamparada, llena de terror.
—Una cara —balbuceó—. O no… parecía descarnada… y tenía los ojos rojos,
como si hubiera fuego en las pupilas. Y cabellos blancos larguísimos… ¡Dios, era
espeluznante, Bob, créeme!
—No digas tonterías. Viste algún reflejo de la luz en el cristal, y el agua hizo lo
demás. —¡No, no…!
Él sacudió la cabeza. Fue hacia el ventanal y lo abrió de par en par. El viento arrojó
el agua contra su cara, pero sacó el torso fuera y dijo:
—No hay nadie aquí fuera, Pat, convéncete de eso. ¿Quién diablos iba a andar bajo
ese diluvio?
Volvió a cerrar sacudiéndose el agua de la cabeza.
—Además —añadió—, el perro debe haber quedado fuera. Haría pedazos a
cualquier intruso que merodeara por el parque.
La muchacha sacudió la cabeza obstinadamente.
—¡Te juro que lo vi! Y me miraba con aquellos ojos infernales. ¡Por un instante
sentí como si me quemaran la piel!
—¡Ya basta! —gritó Agnes—. Estás nerviosa. Quizá por tu estancia en la cripta o
vete a saber por qué. Siéntate y trata de comportarte, querida.
Ella se dejó caer en una butaca. Bob se frotaba la cara con el pañuelo.
—Ahora que pienso en ello, no hemos vuelto a oír al perro…
Su madre gruñó:
—Y ojalá no volvamos a oírlo nunca más. Hay que eliminar a esa maldita bestia
cuanto antes.
—Eso no le hubiera gustado a Fred…
Se volvió iracunda hacia su hermano.
—¡Y a quién le importa lo que le hubiera gustado o no!
Métete en la cabeza que está muerto y que ahora los amos somos nosotros. No
quiero a esa bestia merodeando por aquí y eso es todo.
Bob insistió con su idea:
—De todos modos, madre, es muy extraño que no le hayamos oído desde que
entramos en la casa.
—Se habrá refugiado en los establos. No creo que con ese aguacero ande dando
vueltas ahí fuera.
Como al desgaire, Bob fue a apoyarse descuidadamente en el respaldo de la butaca
donde se sentaba Patricia. Los demás iniciaron una discusión respecto a lo que habría que
hacer en el futuro con los sirvientes. Agnes opinaba que exceptuando la doncella eran
demasiado viejos para seguir trabajando en Bannister House.
Bob inclinó un poco la cabeza. Apenas si movió los labios cuando musitó:
—Esta noche.
Pat levantó un instante la mirada. Seguía aleteando en ella el terror, pero asintió en
silencio.
Él sonrió y siguió apurando su cigarro, contemplando a los demás, escuchando su
absurda discusión.
Y entonces, en medio del crepitar de la lluvia, retumbaron los ladridos del perro,
broncos, poderosos y alborozados.
No eran aquellos aullidos de muerte.
Eran los alegres ladridos de bienvenida a alguien querido por el animal.
Unos minutos después, el mayordomo llamó a la puerta, entró y con voz neutra dijo:
—La señorita Haines acaba de llegar.
Se hizo un silencio de tumba. Agnes enrojeció de ira.
Casi rechinando los dientes ordenó:
—Tráigala aquí.
Grierson asintió con un gesto, cerró la puerta y desapareció.
Capítulo III

MARIE HAINES entró y se detuvo justo después de cruzar la puerta, que el


mayordomo cerró silenciosamente tras ella.
Era una mujer de unos veintiocho años, alta, esbelta, con la soberbia belleza de su
juventud que se manifestaba en todos y cada uno de los detalles de su cuerpo.
Se quedó mirando a los reunidos con sus grandes ojos oscuros llenos de dolor, pero
quizá también chispeantes de ira.
Sus pechos agudos delataban la agitación que la dominaba.
El silencio se volvió de pronto tenso, opresivo.
Al fin, Harold Friedmann balbuceó:
—No pensábamos que…, que tardases tanto en llegar, querida…
—Por eso se dieron tanta prisa en enterrarlo. No pudieron esperar que llegara para
verlo por última vez.
Agnes esbozó un gesto despectivo con la mano. Con voz chirriante masculló:
—Hicimos lo que pensamos que era mejor.
—¿Mejor para quién?
Avanzó, alta, majestuosa de belleza, para aproximarse a las llamas de la chimenea
hacia las que tendió las manos.
Sobre ella, las cínicas miradas de casi todos los presentes semejaban dardos.
Marie Haines lo notaba. Lo sabía porque les conocía perfectamente. Sin volverse
dijo:
—Supongo que si el buen Grierson no me hubiese llamado hubiera debido
enterarme de la muerte de Frederick por los periódicos…
Las lágrimas se desprendieron al fin de sus ojos y rodaron por la seda de sus
mejillas. Luchaba por dominar el dolor y la amargura y no quería que la vieran llorar.
Tras ella, Bob comentó con sarcasmo:
—Comprendemos tu pena, querida, ya lo creo que la comprendemos… Sólo que
primo Freddy hubiera muerto unos días más tarde, ¿eh? Sólo diez días más que hubiese
vivido y serías una de las mujeres más ricas de Inglaterra.
Esta vez Marie se volvió en redondo. La cólera crispó un instante sus facciones y no
le importó que la vieran llorar. No le importó que descubrieran su inmensa pena.
Pero su voz fue firme cuando replicó:
—Siempre fuiste un miserable, Robert. Un egoísta holgazán bueno para nada, a
pesar de que Fred te apreciara. Pero nunca pensé que pudieras llevar dentro tanto veneno.
¿No temes morderte la lengua y emponzoñarte tú mismo?
Se quedaron helados. Robert palideció y aún luchó por sostener la salvaje mirada de
la muchacha. No pudo y abatió la cabeza. Entre dientes masculló con voz ronca:
—Lo siento, no quise…
Agnes se irguió como un gallo de pelea.
—¡No tienes que pedirle disculpas a una extraña, Bob! Es ella la que te ha
insultado.
Los ojos brillantes de lágrimas cayeron sobre ella llenos de rencor.
—Señora, si algo bueno ha de proporcionarme la muerte de Fred, será el placer de
no volver a verla nunca más. Usted es peor que todos los demás, porque ni siquiera
agradeció nunca haber vivido a sus expensas durante veinte años. Y si todos ustedes tienen
todavía un resto de dignidad, de comprensión y humanidad, dejarán de aguijonearme.
Siento tanto dolor por la muerte del hombre que amé que su descamado egoísmo me hiere
como una cuchillada.
Les dio la espalda otra vez y se enfrentó a las danzantes llamas. Ya no lloraba, quizá
porque la ira había sido como un revulsivo a su dolor.
Patricia murmuró:
—Tienes razón en sentirte herida, Marie, pero eso no es excusa para que nos
insultes. Nadie pone en duda que amases a Frederick sinceramente.
—Entonces, ¿por qué no me dejaron verlo antes de sepultarlo?
Nadie replicó.
Sólo Harold Friedmann indagó al cabo de unos instantes:
—¿Qué piensas hacer ahora, Marie?
—Regresar a Londres, naturalmente.
—¿Cuándo? —refunfuñó Agnes.
De nuevo la muchacha se enfrentó con ella.
—Por la mañana —dijo—. ¿Por qué me odia usted, porque estuvo a punto de perder
una fortuna por mi culpa?
—¡No te consiento…!
—¡Basta ya! —estalló su hermano George, con una energía que no le conocían—.
Marie tiene razón al calificarnos a todos por el mismo rasero. Estamos comportándonos
como miserables. Dejadla en paz.
—¡George!
—No me grites, Agnes. Marie puede quedarse todo el tiempo que desee y advierto a
todos que no admitiré que nadie la maltrate. Creo que ya va siendo hora de que yo saque un
poco de la agresividad que por lo visto caracteriza a nuestra familia.
Se quedaron mirándole estupefactos. Robert incluso se rascó la coronilla,
alborotando su largo cabello en un gesto de perplejidad.
Marie esbozó una leve sonrisa.
—Gracias, señor. Pero me iré por la mañana. Les aseguro que su compañía es para
mí tan ingrata como la mía para ustedes.
Agnes se levantó lívida de ira mal contenida. Ni siquiera murmuró una despedida.
Se dirigió a la puerta y salió a grandes zancadas.
Su hija Evelyn la siguió. En el umbral se volvió, alta y huesuda, y ordenó:
—¡Charles! ¿Qué esperas?
Su marido la siguió apresurado.
La puerta se cerró tras él. Marie paseó la mirada por encima de los que quedaban en
el salón.
Una mirada que era un reproche.
George Balka se le aproximó. Deslizó la mano por su brazo y murmuró:
—Tómalo con calma, querida. No somos tan malos como, parecemos. ¿Sabe
Grierson que vas a pasar la noche aquí?
—Sí, naturalmente.
—Bien… Buenas noches.
Friedmann le siguió y al fin sólo quedaron en el salón Marie, Robert y Patricia.
Marie dijo:
—Puedo quedarme sola perfectamente, Robert, no necesitas violentarte por mí.
Buenas noches.
Patricia iba a replicar, pero Bob se le anticipó.
—Admito que me porté groseramente antes, Marie, pero tú tampoco has realizado
ningún alarde de amabilidad me parece a mí.
—¿Cómo podía ser amable? Creí morir de angustia y dolor cuando Grierson me
dijo por teléfono que Frederick había muerto de un colapso cardíaco. Vine llorando casi
todo el camino, entre la tormenta… para llegar aquí y encontrarme con que ni siquiera me
habéis concedido el consuelo de despedirme de él…, de verlo por última vez…
Su voz se quebró con un amargo sollozo. Robert carraspeó, apurado. Miró a Patricia
como pidiéndole que dijera algo, pero la muchacha se encogió de hombros.
Él murmuró:
—Lo siento…, ya sabes cómo es mi madre. Buenas noches…, te veré por la
mañana, Marie…
Salieron apresurados.
La muchacha miró en torno desolada. Al fin se hundió en una butaca, ante la
chimenea y estalló en un llanto amargo que ya no intentó reprimir.
Silenciosamente, la puerta se abrió y el mayordomo se deslizó en la estancia
cautelosamente. Miró a todos lados para asegurarse de que no quedaba nadie más que
Marie y sólo entonces carraspeó para llamar su atención.
La muchacha levantó la cabeza.
Murmuró:
—Entre, Grierson, y acérquese.
El hombre viejo cerró la puerta y atravesó el salón. Se detuvo junto a ella.
—Todo el personal de servicio me ha rogado que le hiciera llegar su condolencia,
señorita Haines. Todos lloramos la muerte del señor Bannister…
—Lo sé, Grierson.
—Personalmente, le ruego que acepte también mi sincera condolencia.
—Gracias…, estoy segura que ustedes son los únicos que han llorado su muerte. Él
les quería…
—Nosotros, y usted, señorita.
—Sí, yo también. No podré olvidarle nunca.
En aquel instante, en las tinieblas del parque estallaron los ladridos del perro,
broncos, poderosos.
Grierson meneó la cabeza.
—«Tigre» pareció volverse loco cuando el señor murió…
Marie se volvió hacia la ventana. Los ladridos no cesaban.
Dijo resueltamente:
—Déjale entrar, Grierson, por favor.
—Sí, señorita. ¿Desea que le sirva la cena aquí mismo?
—Sólo café.
El mayordomo se encaminó a la puerta. Antes de salir se volvió para anunciarle:
—La doncella ha preparado su habitación, señorita Haines, la misma que ocupó
siempre que se quedaba en Bannister House…
Salió al fin dejando la puerta abierta.
Apenas unos segundos después el perro dejó de escandalizar allá fuera. Marie se
volvió hacia la puerta a tiempo de verlo entrar como una tromba.
«Tigre» saltó y colocándole las patas delanteras sobre los hombros intentó lamerle
la cara.
Conmovida, la muchacha le acarició la gran cabeza.
—Tú también le querías, ¿no es cierto? Mi pobre «Tigre», estás empapado…
Tiéndete ahí…, al suelo te digo. Te mojaste como un tonto…
El animal dio un par de vueltas sobre sí mismo. Ella señaló el suelo
perentoriamente, delante del fuego, y al fin el perro se tendió cuan largo era.
Fue entonces que Marie descubrió el pequeño envoltorio sujeto a su collar metálico.
Intrigada, lo desprendió. Era un papel doblado en cuatro, y protegido por un pequeño
pedazo de plástico.
El animal la miraba como si se sintiera satisfecho de que al fin ella hubiese
encontrado el mensaje.
Y sin ninguna duda era un mensaje.
Marie desdobló el papel y leyó:
NO DESESPERES. ÉL VOLVERÁ.

Eso era todo.


Sintió el hielo del pánico culebrear por su espalda. Lo leyó otra vez, como para
convencerse de que las palabras estaban allí, escritas con tinta negra por una mano firme.
Después, la indignación la dominó, al pensar que el extraño mensaje era otra burla
de alguno de los miembros de aquella familia egoísta y odiosa.
Pero eso tampoco tenía sentido. Si era un sarcasmo resultaba infantil, estúpido y
absurdo.
Volvió a acariciar la cabeza del perro y murmuró:
—Si tú pudieras hablar, mi pobre amigo…
Arrojó el papel y el plástico al fuego y recostándose contra la butaca cerró los ojos.
Los recuerdos fluían como un torrente. Recuerdos de aquellos días felices vividos
junto al hombre que era todo su mundo. Remembranzas de horas dulces donde el amor lo
llenaba todo en el torbellino de su vida. En medio de la desolación, le quedaba el consuelo
de haber conocido por lo menos las cimas de la ternura, de dulces horas compartidas y de
silencios que eran voz.
Cuando Grierson entró con el café «Tigre» levantó la cabeza y dejó escapar un
bronco sonido que no era más que la expresión de su poderío.
—Tranquilo. «Tigre» —exclamó el mayordomo—. Ya alborotaste demasiado
durante todo el día.
Marie esperó a que el hombre sirviera el café y luego preguntó:
—¿No entró en la casa hasta ahora, Grierson?
—¿Quién, señorita?
—El perro.
—Por supuesto que no. Si me permite decirlo, todos ellos la detestan. Creo que lo
temen también… No sé qué será de él ahora. Bueno, en realidad no sé qué será de todos
nosotros.
—¿Piensa que prescindirán de sus servicios, Grierson?
El mayordomo titubeó.
Meneó la cabeza antes de decidirse, pero finalmente se sinceró:
—No sé qué harán con el servicio, pero posiblemente todos nosotros nos iremos de
Bannister House.
—Pero, Grierson, ¿adónde irán? Siempre han vivido aquí… Frederick me dijo una
vez que todos ustedes estaban más unidos a él que su propia familia…
—Ciertamente, así era, señorita. Pero ahora él ya no está.
—Comprendo.
—Si no… Si se hubiesen casado ustedes… Disculpe, creo que no debo hablar de
ese modo.
Ella sonrió.
—Usted puede hablarme de lo que quiera, Grierson.
—Únicamente quería decir que si el señor no hubiera muerto, y se hubieran casado
como pensaban hacer, todo habría sido muy distinto.
Ella abatió la mirada. De nuevo el dolor inundó de lágrimas sus ojos.
Grierson murmuró una despedida y retrocedió.
Inesperadamente, el perro se levantó de un brinco. Un sordo gruñido brotó de su
poderosa garganta y Marie le miró sobresaltada.
—¿Qué te pasa, «Tigre»?
El mayordomo se disponía a cerrar la puerta. Marie le vio pararse en seco y
quedarse allí, como paralizado.
Grierson exclamó:
—Pero ¿qué diablos…?
—¿Grierson?
El hombre salió precipitadamente. Un instante después la muchacha vio que
encendía las luces del inmenso vestíbulo. Sin dejar de emitir su espeluznante gruñido, el
perro descubrió sus afilados colmillos y saltó hacia la puerta.
Ahora asustada, Marie corrió tras él.
—¡Grierson! ¿Qué ocurre, quién está ahí?
Vio al perro pararse al lado del estático mayordomo, gruñendo de aquella manera
que ponía los pelos de punta. La expresión de Grierson era de desconcierto, mientras
miraba en todas direcciones con ojos asustados.
—No lo comprendo —le oyó mascullar entre dientes.
—¿Grierson?
—Oh, no se inquiete, debo haber sufrido una alucinación o algo así, señorita. Me
pareció que alguien atravesaba el vestíbulo…, alguien muy extraño.
—El perro se enfureció también, y no creo que los perros sufran alucinaciones.
¿Quién era, Grierson, alguien que estuvo escuchando lo que hablábamos?
—No comprende…, era alguien que no podía estar aquí. Bueno, me parece que
desvarío… Alguien que «no puede estar aquí».
—¿Por qué?
Grierson sacudió la cabeza.
—No vale la pena hablar de eso —decidió, disgustado consigo mismo—.
Reconozco que nunca me había pasado nada igual, debo estar haciéndome viejo.
Dio las buenas noches, apagó las luces y se fue. Marie pensó que hacía muchos años
que ya era viejo el fiel mayordomo, y llamando al perro regresó junto a la lumbre.
Saboreó el café ensimismada en sus pensamientos, en sus recuerdos.
Encendió un cigarrillo. El tiempo se deslizó y la noche avanzó sin que sintiera
ningún deseo de acostarse. Le relajaba la compañía del fiero animal tumbado a sus pies, y
el calor de la lumbre y el incesante danzar de las llamas.
Pero al fin acarició las tiesas orejas del perro, abandonó el salón y subió pensativa la
gran escalera que conducía a la planta donde estaban los dormitorios.
El perro la siguió hasta el vestíbulo, pero sabía que le estaba vedado enredar en el
piso superior, de modo que girando sobre los pies regresó lentamente a la lumbre y se
quedó allí, solo, mientras en alguna parte comenzaba a agitarse el infierno.
Capítulo IV

EL día amaneció tan sombrío que aún parecían reinar las sombras cuando Robert
entró en el reducido comedor donde solían desayunar cuando, en vida de Frederick
Bannister, la familia pasaba algún fin de semana en la inmensa residencia.
Ya estaban allí su madre, su tío George y Evelyn.
La joven doncella se ocupaba de servirles con cara inexpresiva.
—Buenos días a todo el mundo —exclamó, sentándose sin más cumplidos—.
Confieso que apenas he pegado ojo esta noche.
Su hermana le dirigió una mirada colérica. Robert le hizo una mueca despectiva.
Evelyn «sabía», pero eso no le preocupaba demasiado.
Agnes dijo:
—¿Por qué, tuviste pesadillas?
Evelyn se le anticipó en la respuesta.
—Bob es de los que no tienen pesadillas, mamá. Él sólo tiene bonitos sueños…
Su madre arrugó el ceño.
—¿Bonitos sueños? Oh, ya entiendo. Quieres decir que soñó con la herencia.
Él asintió, apresurado.
—Acertaste, madre.
George paseó la mirada del uno al otro. No dijo una palabra y se dedicó a saborear
el exquisito desayuno.
Mientras la doncella le servía a él, Robert la recorrió con la mirada descaradamente.
Era una joven muy bonita y tenía unas piernas largas, bien torneadas. Si advirtió la
impertinente mirada no dio señales de ello.
Cuando hubo abandonado el comedor, Robert chascó la lengua.
—Esta chica habrá que conservarla en la casa, madre… es muy eficiente me parece
a mí. Despectiva, Agnes barbotó:
—No me sorprendería que fueras capaz de complicarte con una sirvienta…
Él se encogió de hombros.
Hubo un largo silencio y entretanto el marido de Evelyn llegó, reclamando el
desayuno como si tuviera prisa por ir a alguna parte.
Agnes dijo al cabo de unos minutos:
—Dentro de unas horas llegará el abogado. Hemos de ponernos de acuerdo respecto
a nuestra actitud si resulta que Freddy dejó legados para los sirvientes.
George se llevó la servilleta a los labios.
—No hay ninguna excusa me parece a mí. Si les dejó algo habrá que dárselo. Un
testamento no puede variarse una vez legalizado e inscrito.
—Pero puede impugnarse.
—Agnes, me parece que no te das cuenta de nuestra posición. ¿Cómo pretendes
impugnar un testamento para negarles los legados a unos empleados que han pasado toda su
vida al lado del testador?
—Incluso así, si fueran cantidades importantes habría que intentarlo.
Robert enrojeció. Contra su costumbre, gruñó:
—Estás llegando demasiado lejos, madre.
—¿Por qué, por defender nuestros intereses?
—¡Maldita sea! Vamos a heredar una de las mayores fortunas de Inglaterra entre
unas cosas y otras, y tú te empeñas en discutirles unas cantidades a unos sirvientes. ¿No te
das cuenta de lo absurdo de tu posición? Por importantes que fueran habría que cedérselas
con buena cara.
Agnes le miró echando chispas. No estaba acostumbrada a que su hijo le discutiera
sus decisiones.
No pudo replicar, porque la sirvienta entró de nuevo, esta vez precediendo a Patricia
y a Harold Friedmann. Les sirvió sin que nadie dijera una palabra hasta que hubo salido
otra vez.
Entonces Friedmann preguntó de qué estaban hablando antes, y recibió un coro de
gruñidos como respuesta.
Sólo George le aclaró:
—Decíamos que el abogado vendrá esta mañana.
—Ya veo.
Evelyn se volvió hacia Patricia.
—¿Tampoco tú pudiste dormir esta noche, querida? Tienes mala cara…
Patricia ni le contestó. Robert se limitó a dirigirle una mirada asesina.
Friedmann estaba diciendo:
—… solía hablar siempre de él, por eso me sorprende que no estuviera presente en
el entierro.
—¿Qué, de quién estás hablando?
—De su administrador general, ese tal Sheckley. Para Fred no había nadie más
eficiente en el mundo. Sin embargo, ni siquiera asistió al entierro.
—No le conozco.
—Yo le vi una vez, no hace mucho —murmuró Friedmann entre dientes—. Un
sabelotodo, estirado y fatuo, eso es lo que me pareció.
—Tal vez estaba fuera de Londres y no pudieron avisarle a tiempo. Bueno —añadió
Agnes, aferrada a su idea—, ¿qué opinas de los legados a los sirvientes?
—¿Otra vez con lo mismo, madre?
—¡Cállate! ¿Qué dices tú, Harold?
—No sabemos si los hay. Pero yo creo que si les nombra en el testamento no habrá
más remedio que acatar su voluntad.
Agnes hizo una mueca de fastidio. Vio que casi todos estaban contra ella en este
asunto y decidió dejarlo de lado.
De modo que dijo:
—Otra cosa, George. No se te ocurra volver a hablarme como lo hiciste anoche, no
te lo permito. Y menos para defender a esa intrusa de Londres.
George se puso rojo.
—Te has habituado a hablarnos a todos como si fuésemos tus sirvientes, y me
parece que ya es hora de que alguien te ponga en tu lugar… En cuanto a esa muchacha, no
es ninguna intrusa. Es la mujer que iba a casarse con Freddy y merece por lo menos un
poco de respeto.
—¿Desde cuándo sabes lo que significa respetar a alguien, George?
—No quiero discutir contigo, Agnes. Sólo te ruego que cambies de proceder, por lo
menos en lo que a mi respecta.
A ella le relampagueaban los ojos.
—Por lo visto, la idea de que ya no tendrás que venir a suplicarme que te dé dinero
te ha dado un valor que nunca demostraste…
Robert terció:
—¿Y si dejásemos esa estúpida discusión, madre? No conduce a nada y delata la
catadura de todos nosotros. He dicho catadura —repitió anticipándose a la protesta de su
madre—. A mí me gusta llamar a cada cosa por su nombre. Todos hemos vivido pidiendo
dinero. Hemos vivido a costa de primo Fred y no tenemos nada que echarnos en cara unos a
otros. Ahora vamos a ser inmensamente ricos, así que, ¿por qué no tratamos de
entendernos?
—Tú también empiezas a cambiar ante esa riqueza, hijo.
—Cierto, y sería bueno que también tú intentases cambiar.
De nuevo ella se engalló, irguiéndose enfurecida.
—¿Qué demonios quieres decir con eso?
—Olvídalo. Haced lo que queráis, pero sugiero que podríais empezar por tiraros los
platos a la cabeza. Platos de alcurnia, por supuesto, como éstos.
—¡Deja de decir tonterías, Bob, me cansas!
Él se encogió de hombros. Se dio por vencido y dedicó toda su atención a encender
un cigarrillo.
Los demás continuaron discutiendo, soñando por anticipado con la riqueza que
estaban a punto de tocar.
Patricia se había sentado al lado de Robert. Éste deslizó los dedos por su muslo, la
mano protegida por el velo del mantel. La mujer se estremeció.
Grierson apareció cuando ya todos habían terminado, interesándose por si deseaban
alguna otra cosa.
Agnes le espetó:
—¿Dónde está la forastera? No habrá desayunado en la cocina…
El mayordomo palideció:
—La señorita Haines ha desayunado en su habitación, señora.
—Llámela.
—Salió, señora Balka.
—¿Qué?
—Salió al parque muy temprano en compañía del perro.
—Está bien. Se me ocurre que sería una gran cosa que se llevara esa bestia a
Londres. Grierson abandonó el comedor y cerró la puerta.
Harold Friedmann, fastidiado, gruñó:
—Eres delicada como un tanque de treinta toneladas, querida prima. ¿Qué
necesidad tienes de demostrarles tus fobias a los criados?
—Me saca de quicio.
—¿Grierson?
—¡Ella, estúpido!
Quizá para evitar una airada réplica de Friedmann, Robert dijo:
—Hablando de cosas prácticas, pienso que será preciso hacer una selección de esas
montañas de documentos viejos que hay en la biblioteca. Limpiarlo todo, quiero decir. Que
Freddy lo guardase porque habían pertenecido a sus directos antepasados me parece bien,
pero para nosotros no tienen ningún valor, si no es como pergaminos viejos. No creo que
ningún coleccionista diera un penique por todos ellos.
—Tenemos mucho trabajo —replicó su madre—. Hay que cambiar muchas cosas en
esta casa. Y otra de las que haré muy pronto seré mandar derribar el panteón.
La miraron estupefactos. Ninguno atinó a replicar y ella añadió:
—Haré que lo derriben. No quiero verlo allí, como un recordatorio permanente de
que nosotros no somos Bannister de pura sangre, y por consiguiente no podemos ser
enterrados en él. Será la manera de que la leyenda, o lo que quiera que sea esa prohibición,
termine de una maldita vez.
—No es que yo sienta ningún respeto por las viejas tradiciones familiares de los
Bannister —intervino George—, pero de eso a derribar el panteón media un abismo.
Freddy ha sido enterrado allí, y todos los demás Bannister. Pero sólo por Freddy me parece
que debemos respetarlo.
—¿Por qué?
Patricia dijo, intrigada:
—Lo que no entiendo es eso de que sólo puedan enterrar allí a los descendientes
directos de los Bannister. ¿Alguien sabe la razón?
—Con claridad, no. Creo que data de hace cientos de años, cuando alguien mató a
un Bannister o algo así, no sé —dijo George—. De cualquier modo, leyenda o no, soy
partidario de respetarlo.
Hubo un largo silencio, y entonces, a lo lejos, oyeron ladrar al perro.
Agnes se estremeció, pero esta vez se abstuvo de todo comentario.
Poco después, uno tras otro, abandonaron el comedor y Robert quedó en compañía
de Patricia.
Ella susurró:
—Tu hermana lo sabe todo, Bob…
—¿Te importa?
—¡Claro que me importa! Es una víbora.
—Ya lo sé.
—Imagina que lo cuenta a tu madre…
—No me gustaría. Mi madre es el diablo cuando pierde los estribos… pero Evelyn
mantendrá la boca cerrada, cariño. Ella tiene mucho que callar.
—A veces pienso que incluso nos espía.
Él se echó a reír.
—No me sorprendería. Sobre todo si pudiera espiarnos cuando estamos acostados.
Tiene la libido muy retorcida.
—No me gusta tu manera de hablar.
—En cambio, a mí me gustan hasta el delirio. Anoche mismo…
Ella se levantó violentamente.
—A veces se me ocurre que algo no funciona bien en tu cabeza. ¿Por qué no te
ocupas de que los periódicos publiquen lo nuestro? Eso quizá te hiciera sentirte más
varonil…
—¡Pat, cariño…!
Ella se dirigió a la puerta, salió y al cerrarla lo hizo con tanta violencia que sonó
como una bomba.
Robert meneó la cabeza, disgustado. Había veces que las mujeres le desconcertaban.
Salió al jardín. El aire era frío, pero no desagradable. Las nubes plomizas, muy
bajas, velaban la luz de la mañana y el parque de árboles centenarios que rodeaba la casa
tenía tintes sombríos, fantasmales.
Del interior de la frondosidad del parque brotaron de nuevo los alborozados ladridos
del perro.
Robert prendió un cigarrillo. Pensó que el perro se había consolado muy pronto de
la pérdida de su amo. Claro que quizá la compañía de Marie fuera para él un sustituto.
Impaciente por que llegara el abogado, regresó al interior de la casa y fue a
encerrarse en la biblioteca. Realmente, habría mucho que hacer allí…
Capítulo V

CON «Tigre» saltando a su alrededor, alborozado, llegaron los dos cerca del
panteón. Marie contuvo el aliento y se quedó inmóvil. Allí habían enterrado al hombre que
había amado, y que la había adorado como una mujer sólo es amada una vez en su vida.
El perro dejó de enredar a su alrededor y caminó hacia la reja de hierro que cerraba
el mausoleo.
Le vio husmear el suelo, gruñir sordamente y al fin, alzando la cabeza, emitió un
largo aullido agudo y violento.
Marie fue a su encuentro y le acarició las orejas.
—Ya sé que lo sientes, «Tigre». Quizá tanto como yo. Anda, vamos…
Retrocedió para regresar a la casa.
El animal la observó unos instantes, como titubeando. Luego, bruscamente, giró y
echó a correr hacia la espesura sombría que se alzaba detrás del panteón.
Marie le siguió con la mirada, sorprendida, hasta que le vio desaparecer entre los
gigantescos árboles. Aguardó unos minutos, por si el perro regresaba, o le oía ladrar.
No le oyó, ni volvió a dar señales de vida, así que al fin se encaminó a la casa para
abandonarla definitivamente. La más bella y feliz etapa de su vida quedaba cerrada, y por
muy placentero que se mostrara el porvenir nunca más volvería a ser como la dicha que
dejaba atrás.
Encontró a Grierson en el vestíbulo. Los dos se miraron en silencio, hasta que ella
murmuró:
—Pida que traigan mi maletín, Grierson.
—Lo siento, señorita Haines…
—No tanto como yo misma. Pero he de irme. Usted tiene mis señas de Londres,
amigo mío. Nunca le perdonaré si cuando vaya a la ciudad no viene a verme.
—Lo haré, señorita.
Iba a retirarse cuando ella le preguntó:
—¿A quién vio anoche, Grierson, cuando se separó de mí?
Él titubeó.
—Cosas de viejo…
—Usted es viejo, pero tiene una vista de lince. ¿A quién? Sólo para satisfacer mi
curiosidad…
—No fue nadie de los que usted imagina.
—Entonces, ¿a quién?
—Si insiste… Pero le ruego que no se ría de mí, por favor.
—Por supuesto que no.
—Acompáñeme entonces…
La precedió hacia el gran comedor principal.
La luz sombría que penetraba por las ventanas no era suficiente para disipar las
sombras de una estancia tan grande. Grierson encendió las lámparas, avanzó hasta la mitad
del comedor y allí señaló un gran cuadro.
—Me pareció ver a alguien vestido así, señorita…
Ella se quedó boquiabierta, mirando a un hombre altivo, soberbio, vestido a la
usanza de doscientos años atrás. Llevaba daga y espada y sus ojos tenían una mirada
sombría y cruel. El anónimo pintor había realizado un excelente trabajo.
—Ya le digo que sólo un segundo…, una especie de alucinación, señorita.
—¡Pero ese hombre es el hijo del fundador de la casa Bannister! Fred me había
contado la historia de su familia.
—Ciertamente. Por eso digo que fue una alucinación, algo que sólo duró un
segundo porque se desvaneció antes de un abrir y cerrar de ojos.
—Comprendo. Perdóneme, Grierson.
—No tengo nada que perdonarle, señorita Haines. Iré a buscar su maleta.
La muchacha quedó sola, enfrentada al soberbio hombre de armas. De algún modo,
aquellos ojos crueles la subyugaban, y pensó si realmente el antepasado de Frederick había
tenido aquella mirada inquietante, o sólo había sido una impresión del pintor.
Al fin despegó la mirada del cuadro y regresó al vestíbulo.
El mayordomo descendía las escaleras cargado con su pequeño maletín de viaje. Lo
dejó en el suelo, delante de Marie. Ésta temió que el buen hombre se echase a llorar.
—Avisaré al chófer que traiga su coche…
De nuevo quedó sola. No pensaba dar un solo paso para despedirse de nadie. Tomó
la maleta y salió al exterior, bajo el monumental porche sostenido por gruesas columnas de
piedra tallada.
Minutos más tarde Grierson salió también, anunciándole que el chófer traería su
coche inmediatamente.
Marie murmuró:
—Despídame de todos sus compañeros, Grierson, por favor.
—Bien, señorita…
Su coche, un pequeño Austin de dos plazas, deportivo, apareció por la esquina en el
instante que por el centro del paseo veían llegar un pesado Bentley negro. Ambos coches se
estacionaron casi al mismo tiempo al pie del porche.
Un hombre regordete descendió del Bentley con una cartera negra en la mano. Miró
a todos lados antes de subir los peldaños.
Apresuradamente, del interior de la casa empezaron a llegar todos los familiares.
Grierson susurró al oído de Marie:
—Es el abogado Highsmith…
El abogado se vio rodeado por todos los demás en un instante.
Marie no prestó atención a sus voces. El chófer le tendió las llaves del Austin y dijo:
—Me tomé la libertad de revisar el aceite y el radiador, señorita Haines… Los dejé
a punto, como siempre.
Ella suspiró.
—Gracias, Benedict. Ya no tendrá que hacerlo nunca más.
Él pareció que iba a decir algo y su rostro se ensombreció. Luego miró al grupo
apelotonado ante la puerta y desistió. Sólo dijo:
—Buen viaje, señorita.
Tomó la maleta y la llevó al coche. Marie le siguió.
El chófer abrió la portezuela. Ella iba a entrar en el coche cuando una voz exclamó
desde el porche:
—¡Señorita Haines!
El abogado le hacía señas. Casi corrió a pesar de su volumen para impedirle entrar
en el coche.
—¡Usted no puede marcharse ahora, señorita! —jadeó.
—¿Por qué no? Tiene usted un auditorio mucho más interesado en escucharle que
yo. —Pero no puedo dar lectura al testamento sin su presencia, señorita Haines. Intenté
comunicar con usted a su domicilio de Londres pero al ver que nadie atendía su teléfono
pensé que estaría aquí. Celebro haberla encontrado, porque en caso contrario habría perdido
todo el día, esperando que usted viniera.
—Pero ¿por qué? Los parientes son ellos, y aguardan con las uñas afiladas, señor
abogado.
—Mire, yo me limito a cumplir las disposiciones testamentarias del señor Bannister.
Sin su presencia no puedo dar lectura al testamento.
Marie levantó la mirada hacia el porche. Sorprendió las miradas de todos fijas en
ella. Miradas de ira, de inquietud. Quizá hasta de odio.
—Está bien —accedió—. Pero por favor, no lo demore. Quiero marcharme de aquí
cuanto antes.
Le siguió al interior de la casa, mientras todos los parientes del difunto Frederick
Bannister se apresuraban hacia el salón donde la noche anterior pasaron la velada. Cuando
el mayordomo se disponía a cerrar las puertas detrás de todos ellos, el abogado dijo:
—Usted es Grierson, si no me equivoco…
—Sí, señor. John Grierson.
—Entonces debe estar presente en representación de todo el resto de empleados de
la casa. Por favor, siéntese ahí.
Agnes barbotó:
—No veo que sea necesario tanto protocolo. Ni comprendo qué hacen aquí el
mayordomo y la forastera, señor abogado.
—Me limito a seguir al pie de la letra las instrucciones de mi cliente, señora.
—¿De quién?
—Del señor Frederick Bannister, por supuesto.
Robert exclamó:
—¿Cuándo le dio esas instrucciones?
—Me las dio personalmente, y además están escritas en el preámbulo del
testamento.
—Pero ¿cuándo?
—En la misma fecha en que lo redactó, por supuesto… hace hoy exactamente
treinta y cinco días. Por primera vez un ramalazo de pánico se extendió entre los asistentes.
Todos habían creído que el testamento databa de mucho antes…, de años antes.
Se acomodaron en las butacas y el diván. Grierson se limitó a quedarse de pie junto
a la chimenea.
El abogado colocó una mesita baja delante de la butaca que había elegido. Extrajo
un grueso pliego de papel recio en el que resaltaban los variados sellos de los distintos
registros.
Marie, sentada al lado de la lumbre, paseó la mirada por todos aquellos rostros
codiciosos. Estuvo tentada de levantarse y abandonar la casa de una vez…
El abogado carraspeó para que todos prestaran atención.
Al fin empezó:
—Hay un breve preámbulo en el que se especifica quiénes deben asistir a este acto,
además de los parientes legales. En concreto, la señorita Marie Haines y el señor John
Grierson. La presencia de la señorita Haines es imprescindible caso de que el fallecimiento
del señor Bannister se produzca antes de su boda con la referida señorita, como así ha
sucedido, desgraciadamente. ¿Alguna pregunta?
Esperó, mirándoles con sus ojos de búho.
—Sin objeciones —dijo—. Sigamos entonces. Me permito advertir a todos los
presentes que el señor Bannister redactó el presente testamento en forma legal, ante
testigos, y el mencionado testamento ha sido debidamente registrado, legalizado y
autentificado como previene la ley.
Agnes saltó con voz desabrida:
—No perdamos más tiempo, abogado. No nos cabe ninguna duda de que mi sobrino
fue muy bien asesorado por usted.
—Bien, si lo desean prescindiremos de los preliminares acostumbrados y
entraremos en las mandas sin más dilaciones. Empiezan por la servidumbre. Al señor John
Grierson, un legado de cincuenta mil libras, más el derecho a continuar en su actual empleo
hasta el fin de sus días, o hasta que él decida rescindirlo. Para el resto de la servidumbre
cuyos nombres se reseñan al final de este documento, veinticinco mil libras y el mismo
derecho del señor Grierson en cuanto a sus empleos. ¿Alguna pregunta?
Hubo un sordo murmullo, pero nadie dijo una palabra. Agnes estaba lívida de ira.
—Muy bien, sigamos… ¿Dónde estaba…? Ah, aquí, eso es… Veamos, creo que
debo leerlo textualmente para mayor comprensión de cada interesado que aquí se
menciona… Dice así: «A mi tío George Balka lego la granja ganadera conocida por
Bannister Hill, cuyos límites catastrales se especifican en documento adjunto. En dicho
legado se incluyen las tierras, vehículos, aperos, máquinas y ganado, incluidos los valiosos
sementales, todo ello con la única condición de que no le está permitido fraccionarla,
venderla ni pignorarla en ningún caso ni circunstancia, y que es así mismo condición
primordial que deberá respetar las condiciones de trabajo de cuantos colonos están
empleados en dicha granja». ¿Alguna pregunta?
George le miraba asombrado, pero no abrió la boca.
El hombre de leyes prosiguió:
—Debo advertir que si por cualquier circunstancia no se cumplieran las distintas
disposiciones aquí especificadas el legado seria asumido por un consorcio de asesores
legales.
Volvió a mirarles. Nadie replicó. Casi contenían el aliento.
—Prosigo: «A mi tía Agnes Balka, lego cien mil libras y un diez por ciento de las
rentas de los edificios de apartamentos de Magalón Place, en Londres. A Harold Friedmann,
a Charles Monod, a Evelyn Monod, a Patricia Beale, todos ellos mis próximos parientes,
lego la cantidad de cincuenta mil libras y el diez por ciento igualmente de las rentas de los
edificios de Magalón Place antes mencionados».
Ahora estaban sobre ascuas. Eran conscientes de que entre todos aquellos legados
no sumaban ni una ínfima cantidad de la fortuna de Frederick Bannister. Al mismo tiempo
advertían que Robert aún no había sido mencionado y eso comenzaba a inquietarles
también.
El abogado esperó y en vista del silencio volvió a ajustarse los lentes y prosiguió:
—Leo textualmente: «A mi primo Robert Shane, sinvergüenza y holgazán
empedernido, simpático y bon vivant, a quien aprecio sinceramente, lego en propiedad
exclusiva las fábricas y laboratorios denominados Lady Cosmetics Inc. con todas sus
patentes, marcas y redes de distribución, en el bien entendido que no le está permitido
fraccionarlas, pignorarlas ni venderlas ni ninguna acción que tienda a disminuir su actual
rendimiento y producción. Robert Shane deberá regirlas y administrarlas personalmente
porque tengo la esperanza de que así se decida a trabajar de firme, dejando aflorar a la
superficie todo lo que de bueno oculta en el fondo».
La mirada del abogado se dirigió a Robert como si esperase una réplica de éste.
En vista del silencio prosiguió:
—Queda igualmente especificado que en caso de intento de desmantelamiento o
mala administración, dichas industrias y laboratorios pasarán a poder de un consorcio
administrativo cuyos componentes se mencionan al final de este documento, sin que el
susodicho Robert Shane pueda ejercer ninguna acción en contra.
Calló y el silencio hubiera podido cortarse con un cuchillo.
Y entonces cayeron en la cuenta de que se había nombrado a todos cuantos tenían
derechos legales sobre los bienes de Frederick Bannister, sin que se hubiera mencionado
aún la incalculable fortuna y bienes de todo tipo, ni Bannister House y sus extensas tierras,
parques y propiedades.
Evelyn no pudo contenerse por más tiempo y exigió:
—¡Termine de una vez, abogado!
—Sí, veamos lo demás, porque hasta ahora parece que esté usted dando rodeos para
eludir el grueso de la fortuna —rechinó Agnes.
—Señora, leo el testamento por el orden en que está redactado. Lo que sigue está
precedido por una serie de disposiciones legales destinadas a evitar impugnaciones de
ningún tipo, de todo lo cual prescindiré en este acto, puesto que se les facilitará una copia a
cada uno de ustedes. El último párrafo dice lo siguiente: «Toda la fortuna restante en el
momento de mi muerte, exceptuados los legados anteriores, tanto en capital efectivo,
cuentas bancarias, depósitos de acciones y obligaciones, participaciones mayoritarias en
industrias reseñadas en documento anexo; propiedades inmobiliarias igualmente reseñadas
en dicho documento, explotaciones agrarias y sobre todo ello, la propiedad única y
exclusiva de Bannister House, sus tierras, bosques, cotos de caza, construcciones anexas,
obras de arte, muebles, vehículos y todo lo perteneciente a la residencia, lo lego en
propiedad única, exclusiva e indivisible a mi amada Marie Haines si mi fallecimiento
ocurriera antes de mi matrimonio con ella. Y a instancia de mis asesores legales hago
constar aquí que cualquiera de mis parientes antes mencionados, o cualquier otra persona
actuando por sí o en su cumplimiento, perdería automáticamente su derecho a heredar lo
que hubiere sido testado a su favor quedando excluido por tanto de este mi testamento.
Todo lo cual firmo y rubrico…».
Highsmith calló y paseó su irónica mirada por encima de las caras lívidas y
crispadas que le taladraban como haciéndole responsable de lo que acababa de leer.
Sin embargo, la cara más lívida de todas era la de Marie. Estaba igual que
paralizada.
El silencio se prolongó por espacio de varios minutos. Grierson miraba a la
muchacha y sus ojos tenían un sospechoso brillo emocionado.
Al fin, como un disparo, la voz estallante de ira de Agnes barbotó:
—Imagino que uno de esos asesores legales que menciona fue usted, ¿no es cierto?
—Tuve ese honor, señora.
—Un honor muy dudoso en cualquier caso. ¡Y la mosquita muerta que no quería
quedarse a oír la lectura de esta obra de arte!
Los ojos de Agnes despedían llamas cuando los clavó en Marie deseando fundirla.
La muchacha se levantó ahogando un sollozo. Acercándose al abogado dijo:
—Renuncio a la herencia, señor. No quiero nada de todo esto… No lo quiero…
—No puede renunciar, señorita Haines. El señor Bannister lo dispuso todo
perfectamente para que no pudiera renunciar a nada de cuanto le lega.
—Pero yo…
—Tranquilícese. Si la atemoriza la magnitud de cuanto pasa a su propiedad déjeme
decirle que no debe preocuparse en absoluto. Todo ello será administrado por los mismos
cuadros que lo rigen en la actualidad, más un consorcio de supervisión del que yo mismo
formo parte, junto con el señor Sheckley, el administrador general.
—Pero, señor Highsmith… yo no tengo ningún derecho…
—¡Ésta es una gran verdad! —gritó Agnes salvajemente.
Evelyn rechinó los dientes. Dijo:
—Y a lo mejor ni siquiera se había acostado contigo.
Marie estalló en sollozos y salió de la estancia casi corriendo. Grierson titubeó un
instante y luego se fue tras ella, cerrando la puerta que la muchacha había dejado abierta.
El abogado guardaba el documento en su cartera y con voz irónica dijo:
—Me parece que su actitud hacia esa hermosa joven es Un error, teniendo en cuenta
que ahora es ella la propietaria de este palacio…
—Habrá que comprobar eso —gruñó Harold Friedmann, pálido y agitado—. Hay
otros abogados en Londres.
—Están en su derecho, por supuesto. Pero si yo estuviera en su lugar ni siquiera lo
intentaría, a menos de renunciar por anticipado a su parte de la herencia. Piénsenlo…
Robert se volvió hacia Friedmann y dijo riendo forzadamente:
—En lugar de jugarte tu parte, querido Harold, ¿por qué no te casas con la mosquita
muerta? ¡Maldita sea! ¿Qué estoy diciendo? Eso es lo que debería hacer yo ahora que se me
ocurre.
Patricia le dirigió una mirada asesina.
Estaban todos enzarzados en una viva discusión, cuando el abogado les entregó las
copias legalizadas del testamento, cerró su cartera y salió del salón como si le persiguieran.
En el vestíbulo, Grierson corrió a abrirle la puerta.
Así vieron llegar el gran coche oscuro que se detuvo al lado del Bentley, y del que
se apearon tres hombres.
Uno de ellos lucía el uniforme de sargento de la policía del condado.
Avanzaron, y el legado salió a su encuentro.
—¡Me alegro de verte, Sheckley! Me dijeron que estabas en París…
Entraron en la casa. Aquellos hombres eran el segundo trago amargo para la
codiciosa y frustrada familia del difunto…
Capítulo VI

EL administrador Sheckley comprobó que la puerta del salón se hubiera cerrado


después de su entrada y entonces dijo a guisa de presentación:
—Este caballero es el intendente Brady, de Scotland Yard. El sargento Griffin es el
jefe de policía local. El intendente Brady y yo hemos venido juntos desde Londres.
Les miraban desconcertados. Incluso el abogado parecía tan intrigado que había
olvidado ajustarse las gafas y éstas le cabalgaban en la punta de la nariz.
Al fin, George Balka dijo:
—Nos gustaría saber qué significa la presencia de la policía aquí, señor…
—Mi nombre es Sheckley. Soy el administrador general de los intereses del difunto
Frederick Bannister. El abogado aquí presente puede certificar mi identidad.
—¡Nadie pone en duda su identidad! —estalló Agnes—. Lo que queremos saber es
por qué ha traído a la policía de Londres con usted.
—Su presencia aquí se debe a mi solicitud, señora. El intendente trae una orden de
exhumación del cadáver de Frederick Bannister, para que le sea practicada la autopsia.
Si hubiera estallado una bomba a sus pies no habrían quedado más petrificados.
El abogado estuvo a punto de perder las gafas. Boquiabierto, miró al administrador
y exclamó:
—¿Y eso por qué, Sheckley?
—Quiero estar seguro de que su muerte se debió a causas naturales, Owen. No supe
que había muerto hasta anoche porque me encontraba en París, y el cablegrama de la
gerencia me esperaba en el hotel. Quise llegar a tiempo para el entierro, pero al hablar con
algunos de los directivos que asistieron al sepelio supe que se habían dado mucha prisa por
enterrarlo.
—Pero eso no me parece motivo suficiente para…
Agnes, lívida de ira, no le dejó terminar.
—¡Va a saber lo que le cuesta este insulto, señor administrador general! Le
demandaré… haré que…, que…
La cólera cortó su voz y la cara le adquirió un tono rojizo.
Los demás estallaron en protestas, y George barbotó también:
—Voy a demandarle por tal cantidad que habrá de pedir limosna el resto de sus días,
sólo por expresar esa insultante sospecha.
Sin alterarse en absoluto, Sheckley replicó:
—Está en su derecho.
El sombrío intendente preguntó:
—¿Dónde está enterrado el señor Bannister?
—En el panteón, naturalmente.
—Eso facilitará el trabajo de los hombres que están a punto de llegar.
Sacó un sobre grande del bolsillo, lo abrió y de él extrajo una hoja de papel.
—Ésta es la orden judicial en regla —dijo—. Si lo desean pueden consultarlo al
abogado aquí presente…
La entregó a Highsmith, el cual asintió en silencio después de darle un vistazo.
Robert Balbuceó:
—Eso me parece absurdo. No se puede ir por ahí desenterrando cadáveres sólo
porque usted sospeche… Por cierto, ¿qué es lo que sospecha concretamente?
El administrador se encaró con él.
—Me han dicho los directivos que la muerte se debió a un colapso cardíaco. Tal vez
sea cierto, pero deseo asegurarme de que Frederick no fue envenenado.
Se alzó un coro de gritos. Él no se alteró, limitándose a esperar que volvieran a
callarse. Entonces añadió:
—Hace poco menos de un mes, un hombre se encolerizó con Frederick… llegó
incluso a amenazarle. Cuando quedamos solos él y yo, Frederick comentó que no le
sorprendería que aquel hombre, llevado de su despecho, intentara alguna violencia contra
él. Estaba verdaderamente apenado… pero sabía que su actitud había sido la correcta.
—Bueno, ¿y qué tiene que ver eso con nosotros?
—El hombre en cuestión está aquí. ¿No es cierto, señor Friedmann?
Harold estaba lívido.
Pero se puso rojo cuando todas las miradas cayeron sobre él.
—¡Maldito sea usted, Sheckley! —Gruñó—. Aquello fue una discusión sin más
trascendencia…
—Frederick no lo creía así. Usted le amenazó.
—¡No recuerdo exactamente qué le dije! En cualquier caso estaba ofuscado. ¡Y
ahora viene aquí y me acusa de haberlo asesinado!
—No le acuso absolutamente de nada. Digo tan sólo que quiero cerciorarme de que
Frederick murió realmente de un colapso, eso es todo.
—¡Pero el doctor Linton certificó su defunción por esta causa!
—Hay tóxicos que sin un examen a fondo pueden inducir a error. El intendente
puede decirles mucho al respecto.
Fuera se oyó el motor de un coche. El policía de Londres dijo:
—Los hombres que esperábamos. ¿Quién de ustedes quiere acompañarnos a ese
panteón?
Todos se dirigieron a la puerta. Le pidieron a Grierson que trajera la llave, y tan
pronto hubieron salido, el viejo reunió todas sus fuerzas y echó a correr escaleras arriba
para advertir a Marie de lo que estaba sucediendo.
La muchacha alcanzó a la comitiva cuando ya llegaban al panteón familiar de los
Bannister. Allí exclamó:
—¡Un momento, por favor!
Se volvieron. Highsmith la presentó y Sheckley, al estrecharle la mano, murmuró:
—Lamento mucho ser el causante de un nuevo dolor para usted, señorita Haines.
Espero que me comprenda y sepa disculparme.
—Me parece absurdo todo esto. No creo que nadie haya…
El hombre de Scotland Yard gruñó:
—Abran la reja.
El individuo que traía la llave la insertó en la enorme cerradura. Trató de hacerla
girar y exclamó:
—¡Ni siquiera está cerrada con llave!
La abrió, intrigados por aquel descuido.
Grierson encendió las luces de la cripta y precedidos por los policías descendieron a
ella en compacto grupo.
Allí se detuvieron paralizados de estupor e indignación. La tapa del ataúd de
Frederick Bannister estaba corrida a un lado. Alguien había sacado los tornillos sin ningún
cuidado. Marie contuvo un grito de dolor.
George, con voz ronca, barbotó:
—¡Esto es una profanación incalificable!
El intendente Brady agarró la sólida tapa y acabó de sacarla, dejándola a un lado,
apoyada en el muro de piedra.
Todos se agolparon a su alrededor.
El ataúd estaba vado.
Marie lanzó un grito y se tambaleó. Hubo de apoyarse en Grierson para no
desplomarse al suelo.
Alguien más emitió un chillido de espanto, y otro gruñó una maldición.
El administrador dijo enfurecido:
—¡Sin cadáver no hay evidencia de veneno!
—De todos modos me parece una conducta estúpida, hacer desaparecer el cadáver
—murmuró el hombre del Yard—. Ahora, hasta el más escéptico pensará que ese hombre
fue asesinado.
—¡Malditos sean todos! Yo no maté a Freddy, nunca me pasó por la imaginación
causarle el menor daño…
De nuevo todas las miradas cayeron sobre Harold, quien giró sobre los pies y se
lanzó escaleras arriba a trompicones.
Iban a salir tras él, desbordados por la desaparición del cadáver, cuando George
exclamó:
—¡Eh, miren eso…!
Se volvieron, para descubrir que las pesadas tapas de otros dos antiguos sarcófagos
habían sido removidas. El policía gruñó:
—¿Quién está enterrado ahí?
—Antepasados de la familia Bannister… —balbuceó Grierson tembloroso—. Las
placas lo especifican…
—Entonces, ¿qué demonios buscaban en ellos?
Brady apartó una de las tapas. Se echó atrás de golpe, pálido. Una mareante
vaharada inundó la cripta con un insoportable hedor.
Brady balbuceó:
—¡Ese cadáver…!
Nadie esperó para escucharle. Se apretujaron en las escaleras para huir del hedor
que les ahogaba, de modo que el policía acabó por seguirles y una vez arriba, al aire libre,
se miraron unos a otros como extraños, desbordados por un misterio que no comprendían.
El intendente insistió:
—Según la inscripción, ese cadáver fue sepultado en mil setecientos setenta y
nueve… y está en un primer estadio de descomposición.
Sheckley no estaba para discutir ese fenómeno.
—Quizá las condiciones de la cripta lo hayan preservado. Eso no nos incumbe,
Brady. Es la desaparición del cadáver de Frederick lo que debe preocuparnos…
—Por supuesto, voy a ocuparme de eso. Un cuerpo humano no puede hacerse
desaparecer fácilmente así que alguien va a verse metido en un buen lío. Volvamos a la
casa, deseo interrogarles a todos por separado.
George Balka barbotó:
—¡Habrán de responder por este atropello, señor!
—Se me ocurre que el atropello lo cometió quien quiera que haya profanado la
cripta robando un cadáver —refunfuñó el policía, más sombría que nunca.
Se encaminaron a la casa. Marie les dejó adelantarse. Estaba sobrecogida, no sabía
si de dolor o de inquietud. Porque ahora recordaba una vez más el extraño mensaje
prendido en el collar del perro.
Pensó que debiera haberlo guardado.
Y entonces cayó en la cuenta de que «Tigre» no había reaparecido desde que echara
a correr hacia la fronda del parque…
Extrañamente inquieta, les siguió. Cuando llegó a la entrada sólo Grierson la había
esperado. La expresión del viejo mayordomo era de desolación.
—Señorita Haines…
—¿Qué piensa usted que ha sucedido, Grierson?
—No puedo ni imaginarlo. Es inaudito. Pero yo quería decirle que nos alegramos de
que el señor le haya legado Bannister House. Si alguien es digno de ello sin duda es usted.
—Gracias, pero aún no he asimilado la idea de que… Bueno, no era de eso de lo que quería
hablarle.
—Entonces, ¿de qué, señorita?
—De la muerta de Fred…
—Entiendo.
—Ahora que su cadáver ha desaparecido… ¡Dios, es horrible! Pero ahora ya no me
parecen tan descabelladas las palabras del administrador… ¿cómo murió exactamente,
Grierson?
—Estaba en la biblioteca. Habían empezado a llegar los parientes, que él había
invitado, y estábamos muy atareados acompañándoles a sus aposentos. Más tarde nos
extrañó que el señor Bannister no saliera a recibir a su tío, como solía hacer, y fui a llamarle
para que supiera que ya estaba en casa. Lo encontré caído de bruces sobre la mesa.
—¡Dios mío!
—Ya no respiraba, pero di la alarma y el señor George intentó reanimarlo mientras
alguien llamaba al médico. El doctor Linton llegó minutos más tarde, porque, como de
costumbre, también había sido invitado. Sólo pudo certificar su muerte, señorita. —
Comprendo…
—Fue entonces que le llamé, aunque no pude comunicar con usted hasta mucho
más tarde.
—No estaba en casa entonces. Si por lo menos hubiera podido verle por última vez,
estar a su lado… Bien, gracias, Grierson.
Se dirigió al salón. Todos estaban reunidos allí, excepto el intendente, el sargento y
Harold Friedmann.
Marie titubeó ante la muralla de miradas cargadas de rencor que cayeron sobre ella.
Sin embargo, Sheckley, aparentemente tan flemático como siempre, dijo:
—Venga a sentarse aquí, señorita Haines, por favor.
Acudió a su lado. El abogado se apartó para dejarle espacio en el diván.
El administrador dijo con voz contenida:
—No necesito expresarle mis sentimientos, usted puede comprender cómo me
siento sabiendo que, además de nuestra relación profesional, Frederick y yo éramos amigos
íntimos desde los tiempos de universidad.
—Lo sé…, Fred me había hablado de usted algunas veces.
—Bien, quiero que sepa que tanto yo como los directivos que regentan los intereses
que ahora son suyos haremos todo lo posible para ahorrarle problemas y preocupaciones.
—Estoy segura de que puedo confiar en todos ustedes…
Oía el cuchicheo de las voces de los demás a su alrededor.
Sus nervios amenazaban con estallarle y ansiaba encontrarse sola, lejos de tanto
odio, de tanto rencor.
Cuando se abrió la puerta y apareció Harold Friedmann, lívido y furioso, se hizo un
silencio cargado de malos augurios.
Friedmann señaló a George.
—Quieren hablar contigo ahora, George.
Éste se levantó refunfuñando. Friedmann se dejó caer en la misma butaca que
quedaba libre y refunfuñó:
—Hijos de perra…, acusarme a mí…
Nadie dijo nada.
Durante las horas siguientes, todos fueron saliendo y regresando, sometidos al
interrogatorio del intendente de Scotland Yard.
Cuando terminó parecía desconcertante. No había sacado nada en claro de tantas
preguntas y respuestas como había formulado.
Al fin, los policías, el abogado y el administrador se marcharon y tras ellos pareció
quedar una estela de inquietud y sospechas, de incertidumbre y malos presagios.
Luego, aún todos encerrados en el salón, Grierson asomó por la puerta y, a su modo,
se tomó el desquite.
Dijo:
—Señorita Haines, por favor…
—¿Sí, Grierson?
—¿Dónde desea que dispongamos la mesa para el almuerzo?
—En el comedor grande, naturalmente.
—Muy bien. La cocinera desearía que revisara usted también el menú para la
cena… Marie enarcó las cejas. Creyó comprender al astuto viejo y disimuló una sonrisa.
Sólo murmuró:
—Lo que ella disponga estará bien, Grierson, gracias.
Él inclinó la cabeza, cerró la puerta y se fue.
Agnes, roja de ira, se levantó de un salto y gruñó:
—Que me sirvan en mi cuarto.
Y salió como una furia.
Instantes después, Marie abandonó también el salón.
Pareció como si hubiera corrido una secreta contraseña, porque uno tras otro fueron
saliendo también, hasta que sólo quedaron, sentados ante la chimenea, Robert y Patricia.
Él revolvió los troncos y murmuró:
—Me fascina el fuego… debo tener alma de pirómano…
—¿Eso es todo lo que se te ocurre después de haber perdido todos los millones con
los que soñábamos?
—Bueno, lo creas o no, yo nunca los vi tan seguros como vosotros. Nuestro querido
bastardo tenía un gran sentido del humor. Y si lo dudas, fíjate en lo que ha hecho conmigo.
Si quiero entrar en el reparto me condena de por vida a trabajar como un esclavo. ¡A mí!
¿Te das cuenta de hasta dónde llegaba su sadismo?
—Me doy cuenta de otras muchas cosas. Él no tenía derecho a humillarnos de ese
modo en favor de una cualquiera.
—¿Cómo que no? Seamos sinceros, querida. Nunca hicimos nada para ganarnos su
afecto, nunca disimulamos nuestra vida a un nivel que no nos correspondía. Lo admitas o
no, cariño, somos una familia de elegantes snobs, refinados parásitos buenos para nada.
—Ese acto de humilde contrición —rechinó la muchacha—, se me ocurre que quizá
se deba a que empiezas a tener ideas respecto a la mosquita muerta…
—Ojalá pudiera tenerlas, pero fui lo bastante idiota para ganarme su ira desde el
principio. No creo que me concediese ni una oportunidad.
—Lo cual quiere decir que en caso contrario…
—Oh, bueno, casarse con una montaña de millones sería la cima de mis ambiciones
personales.
—Ya veo… ¿Y cómo quedaría yo en ese caso?
Él sonrió de aquella manera cínica y despreocupada que le caracterizaba.
—En el lugar de siempre, querida mía. Nada me obligaría a ser fiel a unos
millones…
Patricia enrojeció de ira y despecho. Volteó la mano y le abofeteó enfurecida. Tras
esto echó a correr hacia la puerta y desapareció.
Robert se acarició la mejilla. Esbozó una mueca de irónica resignación y sentándose
delante de la lumbre empezó a preocuparse por su próximo, y atareado, porvenir.
Capítulo VII

LAS sombras del crepúsculo daban un tinte melancólico al parque que rodeaba la
residencia. En ese silencio, el canto de los pájaros y el susurro del viento entre el follaje
eran la sinfonía del fin de un día repleto de extrañas emociones y sobresaltos.
Parado junto a la balaustrada del porche, Robert apuraba un cigarrillo con el ceño
fruncido. A pesar de su acérrima despreocupación que había conformado su carácter, estaba
endiabladamente preocupado.
Tal vez por eso no oyó los pasos de su tío George hasta que éste se paró a su lado y
le espetó:
—¿Qué piensas de todo esto, Bob?
Él dio un respingo.
—¿De qué? Porque han sido multitud los temas surgidos y sobre los que
preocuparse. —Bueno…, la herencia, el cadáver desaparecido, la absurda acusación del
administrador…
—Lo de la herencia, después que uno ha pensado en ello, era de prever.
—¿Tú crees?
—Frederick no era tonto, querido George. Sabía dónde nos apretaba el zapato a
cada uno de nosotros y debía estar harto de mantener una familia de vagos, ineptos y
abusones. Y que conste que yo me incluyo en cabeza. Sin embargo, tú has salido
beneficiado en comparación con los demás. Siempre te gustó la vida en el campo.
George se encogió de hombros.
—No me quejo, naturalmente.
—En cuanto al cadáver de Fred es algo que no tiene nombre. Y que le hace a uno
pensar si Sheckley no estará acertado en sus sospechas.
—¿Es posible que tú puedas creer que uno de nosotros le asesinó? Bob, tú no eres
un extraño, perteneces a la familia…
—¡Maldita sea, tío! No es un timbre de gloria ser miembro de ella y lo sabes tan
bien como yo. Alguien robó el cadáver, lo hizo desaparecer. Los tiempos de las novelas
góticas han pasado a la historia y ya no hay nadie que robe cadáveres para realizar
siniestros experimentos. Desengáñate, quienquiera que cometió esta profanación lo hizo por
un motivo muy concreto.
—¿Ocultar las huellas de su crimen?
—Trata de imaginar otra razón.
—Ya veo… Pero si fuera así, ¿por qué profanó también los otros sarcófagos? No
pudo confundirlos.
—Eso no lo entiendo tampoco. Quizá pretendió dar la sensación de que era obra de
un loco o algo así, vete a saber. Pero desde la muerte de Frederick están sucediendo cosas
muy extrañas, tío.
—Y tan extrañas. No se roban cadáveres todos los días.
—No me refería sólo a eso, sino a lo que Patricia vio en la ventana. Estuve hablando
con ella y me convencí de que no fue una alucinación… Me describió con todo detalle
aquella cara, o lo que diablos fuera y créeme, le pone a uno los pelos de punta.
George meneó la cabeza lleno de dudas.
—Bob, no quieras hacerme creer en aparecidos a estas alturas. Además, los muertos
no salen de sus tumbas. Si un cadáver desaparece, es que alguien lo saca del ataúd. Ya viste
los tornillos, habían sido casi arrancados desde el exterior por alguien muy torpe, o que
tenía mucha prisa.
—Yo nunca dije que Frederick hubiera salido del ataúd por su propio pie. ¿Crees
que he perdido la chaveta? Pero lo otro, lo que Patricia vio… Pienso en el cadáver en
descomposición del sarcófago que destapó el intendente…
—¡Pero hombre! ¿Qué te pasa, crees que salió a dar una vuelta bajo la lluvia, y que
luego regresó al sarcófago tranquilamente? Vamos, vamos, Bob, un poco de seriedad.
Robert se encogió de hombros.
—Discutir eso no nos lleva a ninguna parte —refunfuñó de mal talante—. ¿Qué
piensas hacer en cuanto a quedarte aquí?
—No lo sé. Con esa sospecha del administrador, y la intervención de la policía,
opino que la ejecución de la herencia quedará en suspenso de momento. Además, el
intendente dijo que volvería mañana para una segunda sesión de interrogatorios, una vez
hubiera efectuado unas averiguaciones en Londres. Debemos estar aquí.
—Se suspenda o no la ejecución de la herencia, nada podrá cambiar el hecho de que
Bannister House es propiedad de Marie. No me seduce la idea de esperar que me eche a
puntapiés, eso es lo que quería decir.
—Entiendo.
—Opino que en cuanto terminemos mañana con el polizonte debemos marcharnos
con viento fresco.
—Creo que tienes razón, Bob.
Éste suspiró. Tendió la mirada por el sombrío parque que estaba siendo invadido por
las primeras sombras de la noche y murmuró:
—Lamentaré no volver a este paraíso. Fuimos un puñado de imbéciles, tío.
George no discutió semejante opinión. Él también miró con melancolía los jardines
y el parque. Más allá de los primeros árboles del lado este brillaban algunas luces, opacas
por la primera bruma, que correspondían a las instalaciones del garaje. Más lejos aún
quedaban los establos, con excelentes caballos de silla. Todo aquello se les había escapado
de las manos…
De pronto gruñó:
—Voy a buscar a Harold. Quiero que me cuente qué le pasó con Frederick para que
el administrador casi le acusara de asesinato.
—Dile que baje al salón. Yo también quiero aclarar eso.
George entró en la casa. Instantes después, Robert se disponía a seguirle cuando vio
llegar a Marie procedente del lado de los establos.
La muchacha se detuvo junto a él y murmuró:
—Creí que ibas a apartarte de mí como los demás, Bob.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Por despecho, por rencor… ¡Qué sé yo!
Él sacudió la cabeza.
—No voy a decirte que estoy lleno de gratitud hacia ti, pero tampoco lo he tomado
tan a pecho como mi madre, por ejemplo… Quizá porque de cualquier modo yo he salido
mejor parado que ellos en el reparto.
—Frederick te quería, Robert.
—¿Te lo dijo alguna vez?
—Lo comentó muchas veces, aunque no era necesario, bastaba con oírle hablar de
ti. Le divertía en cierto modo tu manera de ser, pero estaba seguro de que cambiarías y
entonces podría asociarte a alguna de sus muchas empresas.
—Lo idiotas que hemos sido todos nosotros, y yo en particular.
—Ahora tendrás la oportunidad de demostrar que él no estaba equivocado respecto
a ti…
—Sí, seguro, trabajando como un esclavo lo que me quede de vida —se echó a reír
de aquel modo entre cínico e infantil—. No sé si agradecérselo o no, querida Marie.
Ella le sonrió y se dirigió a la entrada. Él la siguió con la mirada y de pronto la
muchacha se detuvo y preguntó:
—¿Has visto a «Tigre» por alguna parte, Bob?
—No. Yo también me he dado cuenta de que ha desaparecido… sobre todo porque
no oigo refunfuñar a mi madre cada vez que oye sus ladridos.
—No comprendo adónde puede haber ido. Grierson asegura que nunca se alejaba.
Nunca antes había hecho una cosa así.
—Tal vez porque antes estaba Frederick aquí. El perro le adoraba.
—Lo sé… Bien, supongo que volverá. Nos veremos después, en la mesa, Robert.
Desapareció dentro de la casa. Él aún permaneció unos minutos parado allí, pensativo.
Había cerrado la noche cuando entró también, cerró la puerta y se encaminó al salón.
Sentados delante de la lumbre, George Balka y Harold hablaban con voz contenida. Robert
gruñó:
—Bueno, Harold, ¿qué infiernos hiciste para que el administrador haya venido aquí
poco menos que acusándote de asesinato?
—¡Ese maldito sabelotodo…! Le demandaré, justo que le demandaré…
—De acuerdo, pero ahora veamos si puedes explicar lo sucedido.
—Fui a ver a Frederick a su despacho de la City. Hace algún tiempo ya le pedí que
me diera algún cargo…, un trabajo de responsabilidad. Bueno, insistí. Yo sé que puedo
desempeñar cualquier trabajo importante. ¡Lo sé! ¿Comprendes? No soy un inútil ni un
fracasado…
Su voz se ahogó de indignación.
—Al grano, por favor.
—Sí… Fui a verle. Estaba Sheckley allí enfrascado en un montón de documentos.
Hablamos tranquilamente Frederick y yo y le expuse mis pretensiones. Bueno… se negó.
Dijo que los cargos de responsabilidad y de puestos directivos los ganaban sus empleados
demostrando su valía con años de trabajo, o con títulos de sus especialidades, y que incluso
con sus títulos habían de demostrar que tenían capacidad… Algo así fue lo que me tiró en
cara para negarse a darme un empleo. Creo…, creo que me enfurecí, me ofusqué, sobre
todo porque ese metomentodo de Sheckley estaba escuchando disimuladamente, fingiendo
que trabajaba en sus papeles.
—Ya le amenazaste…
—No sé qué dije.
—Si perdiste el control y le amenazaste ya no me sorprende que Sheckley sospeche
de ti. ¿Cómo infiernos se te ocurrió una cosa tan estúpida como ésa, Harold?
—¡Maldita sea! Estaba harto de vivir como un parásito. Quería ese trabajo.
—Pudiste buscarlo en cualquier empresa. Habrías demostrado que realmente valías
consiguiéndolo sin la recomendación de nadie. Pero sólo se te ocurrió amenazar a un
hombre como Fred… Harold, metiste la pata hasta el muslo. Somos una familia sin
desperdicio.
Friedmann estaba rojo.
—¿Te vas a poner del lado de ese entrometido de Sheckley?
—No necesito ponerme al lado de él. Ese hombre no necesita la ayuda de nadie me
parece a mí.
—Pues lo parece, Robert. Parece que estés en el bando contrario.
—¿Contrario a quién?
George les interrumpió.
—¡Ya basta! ¿De qué sirve todo eso ahora? Que discutamos entre nosotros no
disipará las sospechas del administrador, ni hará que la policía deje de investigar, habiendo
desaparecido el cadáver. Si el cuerpo hubiera estado en el ataúd, una vez practicada la
autopsia todo habría terminado y podríamos vivir en paz, cada uno con lo que le ha tocado.
Pero ahora, enzarzarnos entre nosotros en discusiones inútiles me parece totalmente
absurdo.
Robert murmuró suavemente:
—¿Y si en la autopsia hubiesen hallado veneno? Nadie habría podido vivir en paz,
tío George.
Harold se levantó de un salto.
—¡Sólo falta que tú también me acuses de asesinato!
—Siéntate y no dramatices. No te acuso, nadie te acusa de nada. Pero te guste o no
el cadáver se ha esfumado y la policía no soltará este caso sin llegar al final.
Harold rechinó los dientes, pero acabó sentándose de nuevo.
Apenas acababa de hacerlo cuando llamaron discretamente a la puerta. Grierson
entró anunciando que la cena estaba a punto y la mesa dispuesta.
Se retiró como si flotara. George murmuró:
—Ese viejo parece muy satisfecho de cómo han ido las cosas.
—Es lógico. Grierson es viejo, George, pero no tonto.
Riéndose entre dientes, Robert se encaminó a la puerta.
Tras una vacilación, los otros dos le siguieron.
Ninguno de ellos vio la horrenda carátula que durante unos instantes se reflejó en
los cristales del ventanal. Una aparición que era como un jirón de noche, una parte
descarnada de las tinieblas del infierno.
Capítulo VIII

GRIERSON apagó las luces del salón después de comprobar que el ventanal
estuviera cerrado.
En el gran vestíbulo hizo la misma comprobación con la puerta y también apagó las
luces de la lámpara central que colgaba del altísimo techo.
Quedó una lámpara de pie junto al inicio de las escaleras, bajo una hermosa
panoplia adornada con antiguas armas. Miró en torno asegurándose de que todo estaba en
orden y al fin, apagando también aquella lámpara, sumió el vestíbulo en tinieblas.
Rodeó la base de la escalera, hacia el débil resplandor que señalaba el pasillo de
servicio y cuando cerró la puerta a sus espaldas el resplandor desapareció y la noche
pareció haber penetrado a la casa.
Más tarde, de la oscuridad se desgajó una sombra que descendió los peldaños con
extremada cautela, sin un rumor, cual un jirón de las tinieblas.
La sombra llegó abajo y se detuvo un instante. Luego, un brazo oscuro subió
tanteando con cuidado las armas de la panoplia, recorriéndolas con cuidado una a una hasta
que los dedos reconocieron lo que buscaban…
Un viejo puñal de hierro negro, con empuñadura dorada en la que había dos
esmeraldas incrustadas.
El puñal pareció fundirse dentro de la negra sombra y luego ésta volvió a subir la
escalera peldaño a peldaño, lenta, informe y silenciosa como la muerte.
En su dormitorio, Marie desvió la mirada del libro que intentaba leer en espera de
que el sueño acudiera a su llamada.
Nada de cuanto había leído quedaba en su mente, porque todos sus pensamientos,
todas sus facultades, se centraban en el hombre que había amado, y en el misterio de su
desaparición y en la sospecha de asesinato que el administrador había sembrado en su
ánimo.
Intuía que algo había cambiado con la muerte de Frederick. No sólo en lo afectivo;
el dolor estaba allí por su pérdida, sino en otras cosas que no tenían explicación:
La desaparición del fiel perro, por ejemplo.
Y los antiguos sarcófagos profanados de una manera tan burda e inútil. Quienquiera
que se hubiera llevado el cadáver de Frederick no pudo confundirse de un modo tan burdo.
Y por último la sensación que no la abandonaba de estar sumergida en una
atmósfera irreal, envolvente y dominante. No era nada concreto ni identificable con la
razón. Era eso: una sensación.
Pero que estaba allí, y a pesar de eso, intocable fuera de su alcance material.
Se estremeció.
Dejó el libro sobre la mesita de noche y apagó la luz.
Justo en aquel instante le pareció oír, muy quedo, el rumor de una puerta. Después,
de nuevo el absoluto y envolvente silencio.
***

La puerta giró apenas sin un rumor cuando Robert apuraba un cigarrillo antes de
apagar la luz.
Vio deslizarse a Patricia por la rendija y cerrar con cuidado tras ella. La muchacha
llevaba una larga bata azul que la cubría del cuello a los tobillos y durante unos instantes se
quedó inmóvil, apoyada de espaldas en la puerta, mirándole con ojos brillantes.
Él sonrió.
—Tú y yo no tenemos arreglo —dijo en un murmullo—. Somos tal para cual.
—¿Y eso te disgusta?
—¡Caray, no! Pero pensaba que después del bofetón habrías decidido condenarme a
la castidad más absoluta.
Patricia se despegó de la puerta y susurró:
—Me juré a mí misma no volver a tu cuarto… Incluso me acosté. Intenté dormir y
no pude. Tú estabas allí, junto a mí, en mi piel, en mi cuerpo… ¡Maldito seas! Me levanté y
vine.
—Lo dices como si lamentaras haberlo hecho.
—No sé si lo lamento, lo que sí sé es que te necesito.
Él se incorporó sobre un codo, mirándola acercarse poco a poco.
—¿Sabes? —murmuró—. A mí me pasa algo parecido. No creo que pudiera vivir
sin ti, sin tu audacia, sin tus arrebatos y sin tus caricias.
—Entonces, ¿por qué no venías a mí?
—Por el bofetón. Me disponía a dormir cuando has entrado.
—Y no me deseabas, ¿eh?
Él se encogió de hombros. Una lenta sonrisa asomó a su cara.
La muchacha llegó a la cama, agarró la sábana y de un tirón la arrojó al suelo.
—¡Eres un maldito farsante! —exclamó con voz queda—. Lo deseas más que yo…
—Grita un poco más y tendremos a todos los otros aquí para ver qué pasa…
Ella se arrancó la bata a zarpazos. La bata fue a caer sobre la sábana.
Su hermoso cuerpo surgió pletórico de belleza, erguido y firme en la agresiva curva
de los pechos juveniles, y la firmeza de sus caderas y muslos y largas piernas sobre las que
él deslizó la mirada.
Subió a la cama y por unos instantes se quedó arrodillada, mirándole con ojos en los
que brillaba la fiebre del deseo. Luego, dejándose caer sobre él, se besaron vorazmente, con
frenética urgencia.
Robert la abrazó, inmovilizándola pegada a su cuerpo, mientras sus bocas
entablaban un combate en el que crecían las llamas de una pasión que les aislaba del mundo
y de la vida.
La mantuvo sujeta hasta que la sintió relajarse lentamente en sus manos.
Entonces susurró:
—El día que mi madre nos descubra pedirá nuestras cabezas a gritos. Ella abriga
grandes esperanzas sobre una boda de alta alcurnia para mí…
—¿Y tú, piensas obedecerla?
Él sonrió.
—No si te tengo a ti, pero no hay necesidad de desengañarla hasta que sea el
momento. Soñar no le hace daño a nadie.
—Tu madre no es precisamente una soñadora.
—Olvídalo.
Se besaron otra vez, enlazados, con el creciente frenesí apoderándose de todos sus
sentidos, acercándoles a la cima del placer como un huracán de ansias desenfrenadas.
Ella jadeó sin apartar los labios de su boca:
—¡Ámame… ahora, Bob!
Sus sentidos parecieron estallar, desbordados, arrastrándoles a un mundo irreal
donde sólo existía el amor, el placer hecho caricia y carne, y vida y muerte en un torbellino
que cuando estalló en el último arrebato hizo que de la garganta de la muchacha brotara un
largo quejido de felicidad y plenitud.
En el denso silencio de la mansión, el quejido llenó el cuarto y atravesó la puerta, y
en las tinieblas del pasillo la sombre cuya mano sujetaba el puñal lo oyó y quedó inmóvil,
agazapada, escuchando.
Se deslizó al fin hacia aquella puerta y escuchó, un pedazo de tiniebla quieto y
tenso. Luego, retrocedió hacia el otro lado del pasillo, hacia otra puerta ante la que volvió a
detenerse como la encarnación negra del mal.
Escuchó allí, incluso pegando la cabeza a la puerta.
Todo era silencio.
La sombra se irguió poco a poco. La mano armada del puñal apareció desgajándose
a un lado.
La otra mano, cauta, lenta, se acercó al tirador de la puerta.
Lo probó con infinito cuidado, sin un rumor.
Entonces, por el extremo del oscuro pasillo, surgió la aparición.
Parecía flotar en el aire, con los harapos de lo que parecía una túnica blanca y sucia
arrastrándose por el suelo.
Desde donde estaba, la sombra lo vio y dio un salto atrás, alejándose de la puerta.
La aparición blanca avanzó sin prisas. Una larguísima cabellera blancuzca flotaba
hasta la mitad de su espalda y se movía a la cadencia lenta de sus pasos.
Cuando estuvo más próxima, la sombra agazapada, esgrimiendo el puñal, descubrió
el rostro de aquella cosa.
Emitió tal alarido que resonó en todo el caserón como el lacerante aullido de alguien
condenado a los horrores del infierno.
El puñal escapó de sus dedos y cuando echó a correr a trompicones sus pasos
retumbaron, sonoros, por todo el pasillo.
Fue el alarido lo que despertó primero a todos los demás.
A Marie no, porque ella estaba despierta, con el corazón golpeándole en la garganta
desde el instante en que viera moverse lenta y cautelosamente el tirador de la puerta,
delatando la presencia de alguien que intentaba entrar…
Entonces resonó el aullido y ella saltó fuera de la cama, ajena a que el leve camisón
dejaba sus altivos pechos al descubierto y que todo su hermoso cuerpo se transparentaba a
través de la seda.
Corrió hacia la puerta y gritó:
—¿Quién está ahí?
Siguió oyendo por unos segundos los pasos frenéticos que huían, hasta extinguirse
en alguna parte.
Entonces abrió la puerta de golpe y asomándose fuera aún vio una forma blanca,
extraña, con una larga cabellera flotando tras ella, que desaparecía en el recodo más lejano.
Al otro lado se abrió la puerta de la habitación de Robert y éste se asomó
precavidamente. Por un fugaz instante, Marie descubrió a Patricia, desnuda, incorporándose
sobre la cama.
Robert cerró casi por completo la puerta y exclamó:
—¿Fuiste tú quien gritó?
—No…, había alguien aquí fuera.
Estaban abriéndose puertas por todas partes. Robert sonrió irónico.
—Con la luz a tus espaldas era un espectáculo fascinante, Marie, pero dudo que los
demás sepan apreciarlo en lo que vale…
—¡Oh!
Retrocedió para envolverse en una bata. Cuando salió, George y Harold llegaban
trotando.
Más atrás, Agnes llamaba a gritos a su hija Evelyn.
—¿Qué es ese alboroto? —exclamó George—. ¿Quién ha gritado?
Marie les miró y ahora sus ojos eran duros y acusadores.
—No sé quién gritó ni por qué… pero sea quien sea ha perdido eso.
Señalaba el puñal caído ante su puerta.
Robert atravesó el pasillo en dos saltos y se agachó.
—¡Es uno de los que estaban en la panoplia, abajo! —dijo, asustado—. ¿Cómo
demonios…?
Marie añadió, implacable:
—Alguien intentaba abrir mi puerta, Robert. Con muchas precauciones, pero lo
intentaba. Entonces ha sonado ese grito y el golpe del puñal al caer al suelo, y los pasos de
alguien que se alejaba corriendo.
—¡Marie!
—Suma dos y dos… si te atreves.
Él se irguió, pálido.
—¡Condenación! ¿Piensas que alguien intentaba matarte?
De nuevo, Marie señaló el puñal.
—No venía a darme las buenas noche, Robert. Estaba despierta y vi moverse muy
despacio el tirador de la puerta. Iba a gritar cuando quien quiera que fuese lo hizo él… o
ella. Fue un alarido que desfiguró la voz.
—Ya veo…
Agnes barbotó:
—¡Es lo único que nos faltaba, que una intrusa nos acusara de criminales, después
de robarnos lo que es nuestro!
Robert se volvió violentamente.
—¡Basta, madre!
—¡Y tú…!
—¡Basta he dicho! ¿No te das cuenta de la realidad o qué infiernos pasa contigo?
Alguien intentó asesinar a Marie. Ese puñal no subió aquí solo.
Harold se inclinó para recogerlo. La zarpa de Robert le sujetó la muñeca y gruñó:
—¡No lo toques! Puede que conserve huellas y los policías las encontrarán.
Por un instante pareció que su madre iba a abofetearle. Luego, Harold se desprendió
de un tirón y retrocedió unos pasos.
George gruñó:
—Estamos portándonos como dementes…
Evelyn estaba al lado de su marido, abrazados por la cintura. Ella murmuró:
—A saber si todo esto no será una argucia de esa mosquita muerta para librarse
antes de nosotros…
Marie iba a replicar, cuando Agnes dijo sobresaltada:
—¡Patricia! ¿Dónde está Patricia?
Robert perdió hasta la última gota de calor. Marie le miró, apurada, mientras los
otros, tras el primer instante de desconcierto, echaban a correr hacia el extremo del pasillo.
Marie dijo con voz perentoria:
—¡Tráela a mi cuarto, deprisa!
—¿Tú sabías…?
—¡Date prisa!
Robert entró en su dormitorio. Un instante después volvía a salir, casi empujando a
Patricia que tenía dificultades para envolverse en la bata.
Marie cerró la puerta.
—Entra ahí, en mi cuarto de baño.
—Pero…
—Hay otra puerta que comunica con el recodo. Diles que el tuyo se obstruyó, o está
estropeado, lo que quieras. Apresúrate, que vuelven.
Por un instante, los ojos grandes y profundos de Patricia se llenaron de gratitud.
Luego, girando velozmente, se coló en el baño y Marie cerró la puerta con llave.
Se oían pasos presurosos por el pasillo.
Robert balbuceó:
—¿Cómo sabías que ella y yo…?
—Hace mucho tiempo que Frederick y yo lo descubrimos por puro azar, en
Londres.
Él tragó saliva.
—Comprendo… Gracias, Marie. Otra vez haces que me sienta como una basura.
—¿Por qué? Cada uno es libre de vivir como desee.
—No entiendes… Yo llegué a odiarte. Y a Frederick le envidiaba ferozmente. Ahora
sé lo equivocado que estuve.
—Olvídalo y vete a echarle una mano a Patricia. Ya debe haber salido.
—Espera un momento…
Salió y volvió a entrar al instante, con el puñal envuelto en un pañuelo.
—Guárdalo. Debemos entregarlo a la policía tan pronto lleguen por la mañana.
Ella asintió. Cuando Robert abandonó el dormitorio cerró la puerta con llave.
Luego, con un escalofrío de temor, se quedó mirando el siniestro puñal, al que la luz
arrancaba destellos de las esmeraldas, verdes, brillantes, como los ojos malignos de la
muerte.
Pensó que ese intento contra ella era mucho más que un simple intento de asesinato.
Era la confesión de que el criminal sin duda había matado a Frederick para heredarle.
Ahora quería asesinarla a ella para recuperar la fortuna perdida.
Y era alguien que estaba en la casa, bajo su mismo techo.
Alguien perteneciente a aquella familia de rapaces ambiciosos.
Se acercó a la ventana, dejando volar la mirada por las sombras que envolvían el
parque, los jardines, aquel hermoso paraíso que ahora le pertenecía. Aún le costaba
admitirlo, asimilar la idea de que Bannister House era suyo, total y absolutamente suyo,
junto con la ingente fortuna de Frederick que la convertía de la noche a la mañana en una
de las mujeres más ricas de Inglaterra.
Lo hubiera dado todo si a cambio Frederick pudiera volver a vivir, hasta el último
penique.
Se disponía a volver a la cama cuando descubrió la mancha blanca deslizándose allá
abajo, próxima a los árboles que formaban una barrera al norte del jardín.
No supo qué era. Le pareció un jirón de niebla flotando a ras de suelo. Sólo que no
había jirones de niebla blancos. Ni con largas cabelleras flotando sobre la espalda.
Ahogó un grito y abrió la ventana para ver mejor.
La blancuzca aparición llegó a los árboles y se detuvo, volviendo la cabeza. A esa
distancia Marie no pudo ver nada de ella, sólo los contornos de la túnica, o lo que fuera que
llevaba encima.
Pero era semejante a la fugaz visión que viera desaparecer al extremo del pasillo,
cuando abrió la puerta después del grito.
Al fin, la extraña silueta se internó en la arboleda y desapareció.
Sobrecogida de espanto, Marie cayó en la cuenta de que la aparición llevaba el
camino del panteón… se dirigía al sombrío mausoleo donde eran enterrados los
Bannister…
Cerró la ventana con el cuerpo helado y estremecido. Se libró de la bata, y estaba
arrebujándose entre las sábanas cuando, en algún lugar, lejano, se alzó el poderoso aullido
del perro.
Era la primera vez que lo oía desde que lo viera correr entre la arboleda y
desaparecer.
Capítulo IX

EL intendente Brady llegó a media mañana acompañado por el administrador


general Sheckley.
Éste parecía tan impecable y flemático como siempre, pero el rostro del policía
estaba más sombrío que de costumbre.
No salió nadie a recibirles a excepción del mayordomo.
El policía miró en torno al desierto vestíbulo y gruñó:
—Avíseles que deseo hablarles cuanto antes, por favor.
Grierson carraspeó.
—La señorita Haines me advirtió que les acomodara en la biblioteca cuando
llegaran. Tiene algo grave que decirles.
—Bien…
La biblioteca, con las estanterías repletas de libros de diferentes épocas, entre los
que destacaban no pocos volúmenes de un valor incalculable por su antigüedad, se les
antojó desolada mientras aguardaban con impaciencia.
Sheckley se acercó a la ventana y descorrió los cortinajes dejando entrar la luz del
día. Desde allí comentó:
—Me pregunto cómo esta joven puede soportar la compañía de unas gentes como
esas…
—Legalmente no puede echarlos de aquí, Sheckley, y usted lo sabe. La ejecución de
la herencia será suspendida en tanto duren las investigaciones. El abogado Highsmith
prepara los documentos y unas citaciones para informarles a todos.
—De cualquier modo, ella es la propietaria. Tan pronto se descubra el cadáver, o el
asesino si lo hubo, la herencia será puesta en sus manos.
Brady no replicó, ocupado en echar un vistazo a unos enormes pergaminos
encuadernados en cuero.
Gruñó, ensimismado:
—No entiendo ni la mitad de lo que hay escrito aquí…
—Tenga cuidado, Brady. Algunos de esos pergaminos datan de los tiempos del
primer Bannister, el hombre que construyó esta mansión y fundó la dinastía.
—Ya veo… deberían guardarlos en lugar más seguro si tienen tanto valor.
—Frederick solía colocarlos junto con otros muchos, en su caja acorazada. Debió
sacarlos por algún motivo, porque según tengo entendido estaban sobre esta mesa cuando él
murió precisamente aquí.
—No deja de ser curioso…
Se interrumpió al oír abrirse la puerta. Grierson dejó paso a Marie y luego cerró con
cuidado.
Sheckley estrechó la mano de la joven, sonriendo.
Brady dijo:
—Entiendo que usted quería hablarme de algo grave…
—Ciertamente.
—Bien, supongo que no tiene inconveniente en que el señor Sheckley esté presente.
—Lo prefiero, intendente.
Se acercó a la mesa, desplegó el pañuelo con que lo llevaba envuelto y descubrió el
siniestro puñal.
Los dos hombres se quedaron mirando el arma con ojos de asombro.
El intendente masculló:
—¿Tiene algún significado esta antigualla?
—Un significado muy concreto. Con él intentaron asesinarme anoche.
Los dos pegaron un salto. Sheckley se puso rojo de ira.
Brady volvió a examinar el puñal y dijo entre dientes:
—Con eso no contaba… ¿Alguien lo ha tocado con las manos?
—Nadie. Robert lo recogió del suelo con ese mismo pañuelo.
—Será mejor que nos cuente lo que pasó.
Marie lo hizo sin olvidar ningún detalle, viendo el asombro primero en los rostros
de los dos hombres, y la cólera después.
Sheckley barbotó:
—¡Ahora estoy más seguro que nunca de que a Frederick le asesinaron, Brady!
—Yo también opino igual, pero eso no nos lleva a ninguna parte si no descubrimos
algo más.
—Pero ¿qué obligó a huir al criminal? Y gritando del modo que usted dice, Marie.
¿No tiene usted una idea de su identidad? Quizá por la voz…
Ella interrumpió al administrador con un gesto vivo.
—La voz sonó horriblemente distorsionada… Es más, ni siquiera parecía una voz
humana con aquella intensidad de terror.
—Algo debió asustarlo…
—Ignoro qué, sólo llegué a ver fugazmente una forma blanca desapareciendo en el
recodo, justo cuando abrí la puerta.
Brady se inclinó hacia ella.
—¿Blanca? Tal vez fuera una mujer envuelta en su camisón…
—No lo sé. Pudiera ser… Pero sus cabellos eran también blancos, y le llegaban
hasta la cintura. Por lo menos eso pensé. Ya les digo que fue sólo una fracción de segundo.
Luego desapareció y estaban saliendo todos al pasillo y hubo una gran confusión.
—De modo que ahora, además de la sospecha de que envenenaron a Frederick,
tenemos un asesino suelto que intenta matarla a usted —refunfuñó Sheckley, rojo de ira—.
Deberían encerrar a esa pandilla de vividores…
—Por lo menos sé que dos de ellos son inocentes, señor… Robert y Patricia estaban
en la habitación de él, justo delante de la mía. Juntos.
Brady enarcó las cejas y aventuró:
—No descarte a nadie tan a la ligera, señorita Haines. Él pudo entrar en su cuarto si
se vio descubierto cuando trataba de penetrar en el suyo.
—Entonces, ¿quién echó a correr de aquel modo? Lo oí, señor intendente. Le oí
cuando se alejaba. Robert apareció casi al mismo tiempo que yo abría mi puerta y estaba
envolviéndose en una bata.
—Claro, no es descabellado pensar que en semejante situación estuviera denudo…
Marie desvió la mirada, pero insistió:
—Ninguno de ellos dos es el criminal frustrado, Sheckley.
Brady descolgó el teléfono y llamó al despacho del jefe de la policía local, el
sargento Griffin.
Con voz seca pidió que le enviara a alguien con los útiles necesarios para buscar
huellas dactilares. Y después añadió:
—Y también sería preciso que vinieran los empleados de la funeraria local, aunque
sólo fuera para volver a adecentar la cripta. Aparte de que deseo hacerles un par de
preguntas.
Colgó, huraño y preocupado.
—Sería preferible que durante unos días regresara a Londres, señorita Haines.
Sheckley soltó un juramento.
—¡Que se larguen ellos, Brady! Sea como sea ella están en su casa…
—Lo sé, pero aquí es difícil protegerla. En Londres, uno de mis agentes podría
vigilar a su alrededor para prevenir cualquier nuevo intento de asesinato.
—Volveré a Londres dentro de un par de días, a recoger algunas de mis cosas —
murmuró Marie, con voz firme—. Pero nadie conseguirá que abandone ahora esta casa que
Frederick quiso que fuera mía.
—Comprendo sus sentimientos, pero yo hablo de su seguridad personal, señorita
Haines.
—Y se lo agradezco, naturalmente.
Sheckley insistió, ceñudo:
—Échelos a todos fuera de aquí, Marie. Si lo desea yo personalmente me encargaré
de eso, y le aseguro que será un placer. Con esos parásitos lejos de usted no tendrá nada que
temer.
—Ahora estaré prevenida, amigo mío. Por otra parte, quizá el peligro no esté dentro
de la casa…
Ahora la miraron más intrigados que nunca.
—¿Dónde cree usted…?
—Es algo que vi anoche, después de todo el alboroto.
Refirió la visión descubierta desde la ventana, aquella flotante figura blancuzca que
viera desaparecer entre los árboles… en dirección al mausoleo.
Brady la miró boquiabierto.
—Veamos si he comprendido. Usted dice que vio algo como un ser humano
envuelto en una túnica hecha jirones o algo así…
—Cierto.
—¿Podía tratarse de una mortaja?
—Pudiera ser… pero se me ocurre que ese disfraz resulta absurdo. Yo no…
—Perdón, pero no he terminado. Esos cabellos, largos, grisáceos, casi blancos…
—Hasta su cintura.
Sheckley gruñó:
—Vamos, Brady, Marie estaba nerviosa, excitada. No pretenderá usted creer en
aparecidos… Un sudario blanco y todas esas tonterías.
—No son tonterías. Lo que me gustaría saber, señorita Haines, es qué trata de
hacernos creer usted.
Marie enarcó las cejas.
—Temo que no le comprendo…
—La descripción de ese ser fantástico. ¿Por qué pretende que creamos que lo vio
paseándose primero en la casa y después por el parque?
Ella se irguió, comenzando a indignarse.
—¡No intento que me crean o no! Me limito a referirles lo que vi.
—En el parque.
—Sí.
—Y antes en un pasillo de esta casa.
—¡Si, sí!
Brady sacudió la cabeza.
Sheckley gruñó:
—Bueno, acláreme eso, Brady. ¿Por qué insinúa que ella intenta mentirnos?
—No lo insinúo. Lo afirmo, porque yo sé que no pudo ver eso que afirma, ni en la
casa ni en el parque.
—Pero hombre, ¿por qué no?
El intendente suspiró:
—Porque eso que describe con tanto detalle, amigo mío, es el cadáver en
descomposición que yo vi en el ataúd profanado.
Marie lanzó un grito de espanto. Sheckley se quedó mudo. Y Brady aún remachó:
—No me cabe ninguna duda porque pude verlo muy bien… Ahora quisiera saber
por qué fue usted al panteón y se entretuvo viendo aquella carroña, y luego inventó esas
tonterías.
Marie Haines luchó por recobrar la voz. Estaba lívida y asustada como no recordaba
haberlo estado nunca antes.
Al fin balbuceó:
—¡Les juro que yo no he visto nunca el interior del panteón! Nunca pasé la
puerta… —Entonces, ¿cómo ha podido ver ese cadáver?
—¡Dios bendito! No creo que fuera un cadáver, pero lo que vi era realmente lo que
he descrito. En ningún momento pude verle la cara…
—¿No entró nunca en el panteón?
—¡Jamás! Habíamos pasado junto a él con Frederick, en algunos paseos, y sabía
que allí enterraban a los miembros descendientes directos de los Bannister, pero eso es
todo. La última vez fue con el perro… cuando «Tigre» huyó…
—¿Qué es eso del perro?
—Paseábamos, los dos. «Tigre» saltaba a mi alrededor y llegamos delante de la reja.
Allí dejó de alborotar y empezó a husmear el suelo aquí y allá, ya sabe lo que es eso si ha
tenido perros alguna vez…
—Siga.
—Iba a regresar a casa, de modo que le llamé, pero en lugar de venir conmigo echó
a correr velozmente hacia la arboleda. Ya no he vuelto a verlo, aunque anoche me pareció
oírle ladrar, muy lejos… Pero nadie ha vuelto a verlo.
—Y usted no entró en el panteón…
—¡Le he dicho que no!
Sheckley gruñó:
—No la atosigue más, Brady. Ella es la víctima del intento de homicidio, no la
sospechosa.
—Le ruego que me disculpe, señorita Haines, pero todo esto es absurdo.
Especialmente esa descripción suya de la extraña aparición. Todos los detalles coinciden
con el cadáver de aquel viejo sarcófago.
Repentinamente Sheckley propuso:
—Vayamos a verlo, Brady, y saldremos de dudas.
Marie contuvo el aliento.
El policía dijo:
—No puedo obligar a la señorita Haines a contemplar algo tan repugnante y
desagradable.
Ella balbuceó:
—Si fuera imprescindible, iría a verlo, intendente. Pero lo considero absurdo y fuera
de lugar. Un cadáver no puede salir de su ataúd, de modo que quienquiera que fuese que yo
vi, no era el ocupante del sarcófago del panteón.
—Entonces hemos de admitir que alguien que sí lo vio buscó el modo de disfrazarse
como él, lo cual no es menos absurdo.
A eso no hubo respuesta alguna, de modo que tras unos instantes de silencio Brady
refunfuñó:
—Mientras esperamos a los hombres del sargento creo que podemos ganar tiempo
aquí. ¿Sería tan amable de llamar a todos los demás y rogarles que se reúnan en el salón
donde estuvimos ayer?
Marie asintió y se fue.
Sheckley gruñó de mal humor:
—No me gustó su modo de interrogar a esa muchacha, Brady.
—Soy policía, no diplomático. Y esa historia del aparecido es algo más absurda, es
delirante, sin sentido alguno.
—Ella no dijo en ningún momento que se tratara de un aparecido.
—No era necesario que lo dijera. Usted ha oído esa descripción. Cuando acabemos
aquí le llevaré al panteón y comprenderá por qué no puedo creerla, a menos de admitir que,
los muertos en proceso de descomposición pueden abandonar sus tumbas y darse un par de
vueltas por el mundo de los vivos.
Sheckley barbotó un juramento entre dientes.
Cuando Grierson les avisó para que fueran al salón donde esperaban todos los
miembros de la familia, apenas si habían cambiado más palabras.
Estaban todos allí, ceñudos, resentidos y llenos de ira.
Excepto, quizá, Robert y Patricia, que estaban sentados en butacas muy próximas, a
un lado de la lumbre.
Marie se había quedado apartada del grupo y la expresión de su rostro no era
tampoco muy amistosa, aunque ella por motivos distintos a los de cuantos esperaban al
policía.
Éste no perdió tiempo con rodeos.
Dijo:
—Hasta el momento no hay la menor pista del cadáver del señor Frederick
Bannister. Todos los hombres disponibles afectos a la policía local están interrogando a
cuantos granjeros, obreros de los campos colindantes y otras personas que pudieran haber
transitado por estos contornos por si alguno de ellos vio algo inusitado. O quizá una
furgoneta capaz de transportar un cuerpo humano sin despertar sospechas. Cualquier cosa,
por insignificante que sea, está siendo investigada.
Nadie le replicó. Se limitaron a mirarle de mala manera y a esperar.
El propósito:
—En cuanto a las sospechas de que el señor Bannister fuera envenenado, debemos
admitir que se han solidificado con el intento de asesinato de la señorita Haines, perpetrado
anoche con este puñal.
Lo mostró, protegiéndose los dedos con el pañuelo.
Tampoco nadie dijo una palabra.
—Al venir hacia aquí desde la biblioteca he comprobado que lo sacaron de esa
colección de espadas y dagas que hay en el vestíbulo. El lugar que ocupaba está
perfectamente marcado por el color del terciopelo. Quiero decir que cualquiera pudo
descolgarlo de allí. Cualquiera que estuviera en la casa —remachó, paseando la mirada por
todos aquellos rostros crispados de ira.
George masculló al fin:
—Ahora sólo le falta acusar a uno de nosotros, intendente.
—No lo haré sin pruebas, naturalmente.
Agnes se levantó, rígida, altiva y rabiosa.
—Si eso es todo cuanto tenía que decirnos, por mí ya terminó.
Hizo ademán de dirigirse a la puerta. Brady gruñó bruscamente:
—¡Siéntese!
—¿Cómo se atreve usted…?
—¡Siéntese! Cuando yo lo autorice podrán salir de aquí. Creo que se niegan a
admitir la evidencia y eso me parece una conducta absurda. Ayer era una sospecha la que
pesaba sobre todos los herederos de Frederick Bannister, pero hoy es algo mucho más
sólido: un intento de asesinato. ¿Comprenden eso?
Evelyn, no menos rabiosa que su madre, barbotó:
—Suponiendo que haya existido ese intento, policía.
—¿De qué está hablando?
Señaló a Marie con un dedo que temblaba de coraje:
—¡Ella pudo organizar esta comedia para comprometernos, para que nos fuéramos
de esta casa que debería ser nuestra…!
Marie se irguió, pero Brady sacudió la cabeza y dijo con calma:
—Me parece muy complicado, señora. Por otra parte, todos oyeron un grito terrible,
por lo que sé. Y el señor Shane salió de su cuarto al mismo tiempo que la señorita Haines,
de modo que eso parece disipar toda duda.
Robert refunfuñó, fastidiado:
—Evelyn, es preferible que sigas con la boca cerrada hasta que el intendente haya
terminado. Para decir tonterías siempre será demasiado pronto.
—Ésa es una gran verdad, en estas circunstancias —asintió Brady—. Cuando vine
aquí esta mañana lo hice para advertirles que todos ustedes están bajo sospecha. No se les
molestará a partir de este momento a menos que nuevos descubrimientos lo exijan. Sin
embargo, debo advertirles que no podrán salir del país bajo ningún pretexto. Cuando
regresen a sus domicilios en Londres habrán de notificarlo a mi oficina por si fuera
necesario pedirles su colaboración en cualquier momento.
—Como criminales —barbotó Harold Friedmann.
—«Hay un criminal» aquí, aunque sea en grado de frustración, eso es un hecho. Y
sin olvidar que todavía queda el cadáver de Frederick Bannister. Cuando sea encontrado y
practicada la autopsia quizá ya no sea en grado de frustración.
—¡No puede acusarnos de ese modo…!
—Advierta que no acuso a nadie en concreto…, todavía. Miren, mi trabajo no es el
más divertido del mundo, pero a mí me gusta y lo hago lo mejor que sé y puedo. Quiero
decir que he investigado un poco el Londres, escarbando aquí y allá… Bueno, por lo que
llevo averiguado hasta ahora, y disculpen, todos ustedes tenían motivos sobrados para
desear fervientemente que el señor Bannister muriera.
Eso fue la gota que derramó el vaso. Se levantaron como gallos de pelea. Sheckley
pensó que era eso precisamente lo que Brady había andado provocando desde el principio.
Las voces rabiosas vomitaron un caudal de amenazas que resbalaron por la cara
sombría del policía.
Esperó a que se calmaran y luego añadió:
—Todo eso quizá les haya relajado, pero a mí no me afecta en absoluto. He
averiguado que durante muchos años han vivido del dinero que el señor Bannister les
pasaba regularmente. Mucho dinero para algunos, menos para otros, pero todos
insuficientes para el nivel de vida que disfrutaban. Casi todos tienen grandes deudas. Si lo
desean puedo detallarlas casi todas. Y el señor administrador aquí presente me ha dicho que
Frederick Bannister se había negado rotundamente a facilitarles el dinero necesario para
redimirles. ¿Alguien tiene algo que decir?
Esta vez ninguno pronunció una sola palabra.
Pero si las miradas mataran, Brady habría caído fulminado en aquel mismo instante.
—De acuerdo, parece que han perdido la agresividad… Todo resultaría mucho más
fácil si en lugar de mirarme como un enemigo alguien se decidiera a colaborar, admitiendo
que únicamente intento cumplir la ley. Gracias de todos modos. Hemos terminado.
Casi se apelotonaron en la puerta para abandonar el salón precipitadamente.
Robert sujetó a Patricia por la mano y le impidió moverse de la butaca. Tampoco
Marie se movió de donde estaba.
Brady miró a la pareja y arrugó el ceño.
—¿Quieren decirme algo sin la presencia de los demás?
Robert murmuró:
—Debe disculparles, intendente. Están fuera de sí.
—¿Y usted no?
—Bueno, digamos que no tanto —esbozó una sonrisa y añadió titubeando—: Lo
que quería decirle… Bueno, pienso que quizá haya alguien de fuera de la casa que intenta
cometer ese crimen, o por lo menos alguna fechoría.
—¿De veras?
—Cuéntale lo que viste en la ventana, Pat.
—No quiero ni recordarlo.
—Díselo. Si era alguien con una máscara…
—¡Te he repetido mil veces que no podía ser una máscara, Bob! Ninguna máscara
puede mirar de aquel modo…
Brady exclamó:
—¿De qué están hablando?
—Cuéntale.
Patricia se estremeció. Luego, con voz insegura, relató la visión de pesadilla que
sorprendiera en la ventana, en medio de la lluvia.
Sheckley meneó la cabeza, incrédulo, pero se quedó helado al ver el rostro
contraído del policía, que barbotó:
—¡Ahora tenemos a alguien que le vio la cara! Esto ya…
—¡Espere un momento! —saltó Robert—. ¿Quiere decir que usted sabe qué fue lo
que Pat vio?
—Con esa descripción, hasta un cretino lo reconocería.
—¡Maldita sea! ¿A quién?
—Al cadáver del ataúd que yo descubrí.
Pat dio un grito horrible, puso los ojos en blanco y se desmayó.
Marie corrió hacia ella. Robert miraba al policía con ojos de alucinado.
Iba a decir algo y no encontró voz.
Entonces se abrió la puerta y Grierson anunció que el sargento Griffin y algunos
hombres habían llegado y esperaban en el porche.
Eso evitó que Robert soltara una barbaridad.
Capítulo X

BRADY dejó a uno de los recién llegados en la biblioteca con el puñal, para que
buscara huellas dactilares si las había, y luego volvió al exterior.
El sargento, inquieto, murmuró:
—Así que ahora han intentado matar a la heredera…
—Eso es sólo una parte de lo que está pasando aquí. Todo el mundo intenta
convencerme de que el cadáver que vimos en el panteón anda dando vueltas por ahí,
incluso la lluvia.
Griffin soltó un taco.
—¿Es una broma? —Gruñó.
—No lo sé. ¿Ésos son los sepultureros?
—Los mismos que enterraron a Frederick Bannister.
Brady se acercó a los hombres, que esperaban no sin cierta inquietud.
—Quiero que recuerden lo que hicieron después de depositar el ataúd en la urna
correspondiente. ¿De acuerdo?
Asintieron en silencio.
—Bien, ¿cuál de ustedes era el encargado de abrir y cerrar la reja de hierro?
—Yo, señor. El mayordomo me entregó la llave.
—Y usted la utilizó, claro…
—Naturalmente.
—¿Estaba cerrada con llave la reja cuando llegaron con el ataúd?
—Por supuesto. Y me costó un poco dar vuelta a la llave…
—Cuando salieron todos, después de la ceremonia, usted conservaba la llave…
—Claro.
—Todos salieron fuera. Usted debió ser el último. ¿Es así?
El hombre asintió con un cabezazo.
—¿Qué hizo usted?
—Bueno, cerré la reja y le devolví la llave al mayordomo. Estaba empezando a
llover y todo el mundo tenía prisa.
—¿Cerró la reja con llave?
—Sí, señor.
—¿Seguro? Usted también debía tener prisa si empezaba a llover.
—Oh, seguro que tenía prisa, pero di vuelta a la llave. Lo recuerdo muy bien.
—¿Y quedó la reja asegurada, lo comprobó?
—Bueno…, no, pero si la llave giró debió quedar cerrada, digo yo.
—Eso es todo, gracias. Ahora nos acompañarán al panteón para clavar las tapas de
dos ataúdes que fueron violentados por alguien.
Se encogieron de hombros, indiferentes. Sabían que alguien había robado el cadáver
que ellos enterraron, de modo que el hecho de que dos ataúdes más hubieran sido
violentados no era nada que les preocupara demasiado.
Se dirigieron al panteón. Grierson les seguía muy inquieto por todo cuanto estaba
sucediendo.
Sheckley gruñó:
—¿Sabe una cosa, Brady? Creo que no me costaría nada creer en aparecidos. Esas
dos mujeres vieron más o menos lo mismo, y cada una ignoraba la experiencia de la otra.
¿Cómo explica usted eso?
—No tengo explicación alguna.
—¿Alguien con una máscara?
Brady le miró de reojo.
—Si es así, ese alguien se ha tomado muchas molestias.
Ante el panteón se detuvieron asombrados. Las rejas estaban abiertas de par en par.
—Bueno, alguien ha metido las narices ahí dentro —refunfuñó el intendente—.
¿Quién tiene la llave de esas rejas?
Grierson se la tendió sin una palabra. Él la insertó en la cerradura y forcejeó.
No consiguió moverla ni media pulgada.
Rezongando, se agachó para examinarla. Soltó un juramento muy poco académico
antes de exclamar:
—La forzaron con algún instrumento muy duro… quienquiera que lo hizo no tenía
ni idea de…
Griffin intervino, estupefacto.
—¿Para qué iban a forzarla? Eso no es una caja fuerte.
—Una chapuza —dijo Brady—. Pero dio resultado, aunque la inutilizaron. Vamos,
terminemos eso de una vez.
Entraron al frío y húmedo interior. Inexplicablemente, Sheckley sintió un ramalazo
de pánico. Nunca había sido aprensivo, pero ahora se sentía víctima de una extraña
zozobra.
Desde el interior, el intendente le llamó y acabó por sumergirse en la desagradable
atmósfera.
Tan pronto se asomaron a las escaleras, un hedor increíble les azotó como una masa
sólida. En el primer momento se echaron atrás, y Sheckley gruñó:
—Me quedo fuera, Brady, soy incapaz de soportarlo…
—Está bien.
Tapándose la cara con pañuelos, los hombres descendieron a la cripta seguidos por
Brady.
Brady señaló el ataúd.
—Ése es. Coloquen otra vez la tapa en su sitio y clávenla, pero antes permítanme…
Se asomó por encima. Sintió que los pelos se le ponían de punta. El cadáver que él
viera con las manos cruzadas sobre el pecho, las tenía ahora caídas a ambos lados del
cuerpo. Llevaba una mortaja que en algún tiempo remoto debió ser blanca, pero que ahora
amarilleaba. Sus cabellos se desparramaban por el ataúd, larguísimas guedejas sucias y
polvorientas.
Pero lo que le dejó helado fueron sus ojos. Los tenía abiertos y semejaban globos de
cristal fijos en la pequeña bóveda de piedra que formaba el nicho.
Se echó atrás dominando las náuseas y un oscuro temor que nunca hubiera
confesado. Iba a dar la orden de que lo cubrieran cuando dio un salto hacia el extremo
inferior del ataúd, allí donde estaban los pies del cadáver.
Eran pies con una piel como pergamino sucio.
Pero el barro húmedo que había en ellos no tenía nada que ver con la piel ni con su
color.
Espantado, Brady retrocedió a trompicones.
—¡Tápenlo! —boqueó—. Y después hagan lo mismo con el otro.
Los sepultureros le miraron, asombrados de que todo un intendente de Scotland
Yard sufriera semejante trastorno por ver un cadáver viejo de tantos años.
Pero miraron en torno y el que se encargara de la llave indagó:
—¿Qué otro, señor?
Brady estaba junto a las escaleras y se volvió en redondo.
No se desplomó de espaldas de milagro.
El segundo ataúd que también vieran profanado la vez anterior estaba ahora
perfectamente tapado, con la tapa firmemente colocada en su lugar.
—¡Terminen cuanto antes!
Subió casi corriendo. Le pareció oír las risitas de burla de los hombres que
quedaban allá abajo, pero maldito si eso le importó.
Salió al exterior y Sheckley se quedó petrificado al ver su expresión.
—¿Qué pasó, Brady?
—No lo sé…
—¡Eso es grande!
—El cadáver estaba allí… y en cada uno de sus detalles es como lo describen esas
mujeres…
—Así que vieron algo después de todo. ¿Quizá un hombre disfrazado?
Él sacudió la cabeza.
—Esa carroña —rechinó entre dientes—, pertenece a una mujer, no a un hombre.
Además…
—¿Sí? ¡Maldita sea, hombre! Acabe, me tiene sobre ascuas.
—Tiene las manos como si las hubiera movido… y hay barro aún húmedo en sus
pies y el borde del sudario.
Sheckley se tambaleó.
—¡No habla en serio, Brady!
—Acabo de verlo con mis propios ojos.
—No perdamos la cabeza, amigo mío. El cadáver no puede haberse levantado… eso
es seguro. Entonces, alguien se ha tomado la molestia de ensuciarle los pies y la mortaja
con barro húmedo.
—¿Por qué, Sheckley, para asustar a las mujeres?
Sheckley enarcó las cejas.
—Usted no es una mujer, Brady, y a juzgar por su cara está asustado.
—¡Cristo! Es lo incomprensible de todo esto lo que me asusta.
Dentro del panteón sonó un grito ahogado. Se volvieron sobresaltados, para ver
aparecer unos instantes después a dos de los hombres que quedaran dentro.
Brady exclamó:
—¡Bueno! ¿Qué pasa ahora?
Los dos cambiaron una mirada.
Antes que pudieran replicar, el tercero salió trotando.
—¡Se movió, señor! —jadeó castañeteándole los dientes.
—¡Qué!
Sacudió la cabeza, obstinado, lívido.
—¡Le digo que le vi moverse!
Grierson, que había aguardado un tanto separado, se santiguó.
Brady dio una mirada incrédula a la penumbra del panteón.
—Cálmese… ¿Quieren decir que el cadáver del ataúd se movió?
Asintieron con enérgicos cabezazos, incapaces de hablar.
Sheckley gruñó:
—Bien, Brady, eso ya no es la alucinación de dos mujeres asustadas…
—¡Maldita sea, no puede haberse movido! ¿Clavaron la tapa?
El que saliera el último balbuceó:
—La coloqué encima, señor…, a pesar de haber visto moverse los dedos de las
manos. —¿Y…?
—No pude clavarlo.
—¿Por qué no?
—No lo sé…, el martillo escapó de mis manos y allí se quedó en el suelo, con los
clavos. Entonces yo también salí corriendo.
—Me pregunto qué clase de enterradores son todos ustedes. Es su trabajo
entendérselas con cadáveres. Deberían estar habituados a ellos.
Ni siquiera replicaron.
El sargento Griffin aventuró:
—Quizá fue una simple contracción. Ya saben…, el cambio de temperatura al estar
descubierto, o algo así…
El sepulturero dijo:
—¡Qué contracción ni qué…! Miren, primero engarfió los dedos…, parecían garras.
Luego los distendió otra vez. Y aquellos ojos, señor… Le digo que esto es cosa del diablo.
—¡Deje en paz al diablo! Tiene bastante trabajo con lo suyo. Hay que asegurar esa
tapa. Volvieron a mirarse entre ellos, desbordados, inquietos.
Luego, casi a la vez, dijeron con voz ronca:
—No cuente con nosotros, señor. Lo siento…
Brady suspiró.
Griffin volvió a hablar, ahora furioso:
—¡Ustedes trabajan para el señor Barton! Le informaré de su desidia, le…
—Hágalo, sargento, pero nosotros nos vamos de aquí.
Se alejaron apresurados antes de que pudieran detenerlos.
Grierson dudaba entre hablar o no. Pensaba que le tomarían por loco…
Sheckley suspiró.
—¿Lo hacemos nosotros, Brady?
Éste tampoco parecía muy decidido.
—Alguien tiene que hacerlo —gruñó al fin.
Grierson se decidió.
Dijo:
—Si me permiten…
Los tres se volvieron hacia él. Habían olvidado que el anciano mayordomo estaba
allí.
—¿Sí, Grierson?
—Se trata de la maldición, señor.
—¿Qué…?
—No recuerdo bien los términos…, pero debe haber un pergamino en el archivo del
señor Bannister…
—No entiendo nada.
—Es algo referente a la muerte por asesinato del primogénito o el heredero de
apellido Bannister, del último descendiente directo. Si es asesinado, sus antepasados
tomarán venganza o algo semejante. Sé que es así, pero hace decenas de años que no he
vuelto a ver el pergamino.
—Lo que nos faltaba. Leyendas y supersticiones… ¿Dónde cree usted que está ese
pergamino?
—Supongo que en la caja fuerte, señor.
—¿Sabe cómo abrirla?
—¿Yo, señor? Naturalmente que no. Sólo el señor Bannister podía abrirla.
Hubo un silencio prolongado, hasta que Brady decidió:
—Vamos a ver esa caja. Y revisaremos los pergaminos que hemos visto antes,
encuadernados.
Grierson meneó la cabeza.
—Ése no estaba encuadernado, señor. Era largo, resquebrajado en algunos puntos, y
tenía unos extraños sellos de lacre. Se guardaba enrollado.
—Bueno, vamos a verlo de todos modos.
Regresaron a la casa.
Se habían alejado apenas una docena de pasos, cuando tras ellos sonó un bronco
ladrido. Dieron un brinco, sobresaltados, sólo para ver acercarse al enorme perro lobo
trotando y gruñendo.
Grierson exclamó:
—¡«Tigre»! ¿Dónde diablo estuviste?
El perro se dejó acariciar por él, pero sus ojos rojizos miraron a los demás sin
ninguna simpatía.
Luego siguió a Grierson hacia la residencia.
El hombre que dejaron ocupado con el puñal les salió al encuentro, decepcionado.
—No hay huellas, sargento. Quien fuera que lo descolgó de la panoplia debía llevar
guantes.
—Está bien, Henry, dáselo al intendente.
El perro se coló tras ellos cuando entraron en la casa. Dio un par de vueltas en torno
al vestíbulo y acabó parándose ante la puerta del salón.
Grierson fue hacia él y tras una ligera llamada la abrió.
Marie dio un grito de alegría al ver al animal entrar de un salto.
Robert y Patricia estaban también allí y les observaron intrigados.
Nadie habló en los primeros instantes.
Marie intentaba evitar que el perro le colocara las patas sobre los hombros,
sonriendo y acariciándole.
Robert gruñó finalmente:
—Bien, que alguien diga algo. Traen unas caras como si acabaran de ver al diablo
en persona.
Sheckley, sombrío, ironizó:
—Bien pudiera ser.
—¿Qué?
—Olvídelo —cortó Brady—. ¿Van a quedarse todos aquí esta noche?
Robert ladeó la cabeza para ver a Marie.
—¿Qué decides tú? —dijo—. ¿Vas a echarnos de una vez o no?
Ella le miró disgustada.
—Sabes muy bien que nunca haré eso, Robert. Además, tal como van las cosas,
nada de todo esto me pertenece aún.
—Oh bueno, ése es sólo un legalismo testamentario, pero de hecho eres la
propietaria de Bannister House.
—Por lo que a mí respecta podéis quedaros tanto tiempo como queráis, Bob.
Éste se encogió de hombros.
El intendente no parecía muy satisfecho. Volviéndose, se dirigió al mayordomo que
esperaba junto a la puerta.
—¿Dónde está la caja fuerte, Grierson?
—En la biblioteca, señor.
—¿Nos autoriza usted a examinarla, señorita Haines?
—Por supuesto.
—¿Y daría su permiso para abrirla si lo considero necesario?
—¡Naturalmente! Alguien habrá de abrirla alguna vez.
—Entonces acompáñenos, por favor.
Fueron todos tras él, incluso el joven policía que había examinado el puñal.
La caja acorazada era de buen tamaño, casi tan alta como Brady, y apareció cuando
un lienzo de librería giró en silencio, accionada por el oculto mecanismo que Grierson
había manejado.
Brady estudió los tres diales unos instantes. Luego miró melancólicamente la
cerradura y echándose atrás gruñó:
—Sin la combinación, y careciendo de la llave, no hay quien la abra, a no ser un
ladrón muy experto… y con mucho tiempo.
—Algo habrá que hacer.
Miró a la muchacha. Arrugó el ceño.
—Intentaré localizar a la persona adecuada. De momento nos limitaremos a
examinar esos otros pergaminos. Y usted, Grierson, intente recordar algo más de esa
leyenda. ¿Conforme?
El viejo asintió.
Minutos más tarde, el intendente, Sheckley, el sargento y el joven policía eran los
únicos que quedaban en la biblioteca.
El enorme volumen encuadernado en cuero les esperaba sobre la mesa en que había
muerto Frederick Bannister…
Capítulo XI

PASADO el mediodía, el intendente Brady se echó atrás en el sillón ante la mirada


intrigada de Sheckley y los demás.
—Debería ir a que me viera el siquiatra —refunfuñó—. Examinar viejos
manuscritos y pergaminos buscando una maldición, o lo que quiera que sea, para resolver
un caso policíaco…
—¿No ha encontrado nada al respecto?
—En absoluto. Aparte de que estén escritos con una letra endiabladamente
complicada, un léxico la mitad del cual no comprendo, y un inglés que parece otro idioma,
nada de todo esto hace referencia a esa leyenda de que nos habló el mayordomo.
—Entonces, ¿de qué tratan?
—Bueno, títulos de propiedades rurales, concesiones de reyes, reconocimientos de
méritos de guerras, actas de sólo Dios sabe qué cosas, y todo por el estilo. Eso quizá tenga
algún valor histórico para la familia Bannister, pero en la práctica no nos sirve a nosotros
para nada.
El sargento comentó:
—Sigo convencido de que la única esperanza de resolver este asunto es encontrar el
cadáver de Frederick Bannister.
Brady soltó un juramento.
—Realmente, sargento, sin cadáver no hay ni asunto. Aunque lo lamente por
nuestro amigo Sheckley, con una simple sospecha por su parte no podemos ni soñar con
seguir adelante. Y usted lo sabe, ¿no es cierto?
Sheckley asintió, ceñudo.
—Es más, en cuanto esa gente empiece a reflexionar con calma, tan pronto se hayan
calmado un poco, caerán en la cuenta de que pueden demandarnos judicialmente y pedir
una suma astronómica por daños y perjuicios, sobre todo al haber suspendido la ejecución
de la herencia.
Sheckley gruñó:
—¿No hay nada que podamos hacer, Brady? Ha habido un intento de asesinato…
—Ése es otro asunto, pero tampoco nos deja un resquicio por donde movernos. Lo
único que es posible probar es que sonó un grito, que se halló un puñal en el pasillo y que
alguien echó a correr. Si abro una investigación en regla con ese bagaje, el superintendente
me pedirá amablemente que cambie de oficio…
—Entiendo.
—Si pudiésemos abrir la caja fuerte quizá surgiera algún dato, alguna pista que nos
sirviera de orientación.
—Sargento, abrir esta caja sin la llave y sin conocer la combinación es un trabajo
casi imposible. Cuando vuelva a mi despacho intentaré localizar a alguien capaz de
semejante hazaña, pero incluso así no va a ser fácil.
Unos golpes en la puerta cortaron el tema. Grierson entró.
—La señorita Haines les agradecerá que acepten quedarse a comer, caballeros. Es
muy tarde para que regresen ahora.
Sheckley se anticipó a los demás.
—Gracias, Grierson. Dígale que aceptamos encantados.
El mayordomo se retiró y cuando se hubo cerrado la puerta Brady dijo con evidente
ironía:
—No me satisface compartir la mesa con una colección de caras ceñudas y
acusadoras.
—A mí tampoco, pero confieso que tengo un hambre lobuna. ¿Y ustedes, sargento?
Griffin habló por su cuenta y en nombre del joven policía. Dijo con absoluta convicción: —
Cuando cuente a mi mujer que he almorzado en Bannister House no va a creerme. Y la tuya
tampoco, muchacho.
Se echaron a reír.
Luego vieron que sus preocupaciones al respecto habían sido inútiles. En la mesa, a
pesar de estar dispuesta para cuantos personajes habitaban la mansión, sólo estuvieron
presentes Marie, Robert, Patricia y los policías, con Sheckley como veterano de la casa.
Marie retrasó la comida unos minutos, esperando. Robert la disuadió.
Dijo, sombrío:
—Podemos empezar cuando quieras. Ninguno de los que faltan vendrán a compartir
la mesa con estos caballeros.
—Ya veo… —Brady sacudió la cabeza—. Quizá hubiese sido preferible no
habernos quedado.
—¡Tonterías! Marie les invitó. Es hora de que empiecen a aceptar la idea de que
quien dispone en esta casa es ella —murmuró Patricia con una sonrisa tímida—. Y que
conste que sólo unas horas antes yo… Bueno, creo que habría secundado la actitud de mi
familia.
—Celebro que hayas cambiado de opinión —dijo Marie.
Y ordenó que empezasen a servir.
Poco hablaron durante el ágape. Excepto breves comentarios sobre temas banales,
nadie mencionó las circunstancias por las que aquellos hombres estaban allí.
Luego, cuando pasaron al salón, Marie dijo:
—Les servirán el café aquí, señores. Espero que nos veremos antes de su partida…
Se retiró, entristecida, pero con una determinación que ni ella misma se hubiera
atrevido a imaginar que poseyera sólo dos días antes.
Robert encendió un cigarro, parado ante la chimenea.
—Ahora, señor intendente, quizá quiera aclararme todo ese misterio de los ataúdes,
y de esa afirmación suya de que el rostro que Patricia vio en la ventana era el de un cadáver.
—No deseo hablar de eso.
—Entonces, ¿de qué desea hablar? No puede mantenernos en vilo de ese modo y
usted debería saberlo.
—No crea que a mí me gusta esta actitud, pero tal como están las cosas es la única
posible.
Sheckley dijo:
—A propósito, Brady… ¿Qué se hace con el panteón? Recuerde que ha quedado
abierto… y el sarcófago sin asegurar.
—Lo solucionaremos antes de irnos, esta tarde.
Trajeron el café y los licores. Después se hizo un silencio tenso, forzado. Tan denso,
que Robert soltó un bufido y levantándose exclamó:
—Vámonos de aquí, Pat, estoy seguro que habrá cien lugares más divertidos que
éste. Buenas tardes, caballeros.
Nadie intentó retenerles.
Sólo cuando hubieron salido, el sargento masculló:
—No sé qué pensar de esta pareja, la verdad…
No hubo réplica. Se fijó en las caras preocupadas de Brady y el administrador y se
encogió de hombros.
Él no podía imaginar los derroteros que seguían las ideas de los dos hombres.
Pensaban en la desagradable tarea que les quedaba por hacer en el inquietante mausoleo.
No lo supo hasta que, casi quince minutos más tarde, Brady se levantó bruscamente.
—Sheckley, no sirve de nada dar largas al asunto. Alguien tiene que hacerlo.
—Bueno, esperaba que se decidiera usted. Aunque confieso que no es ninguna tarea
que me entusiasme…
Griffin inquirió:
—¿A qué se refieren?
—A clavar la tapa del sarcófago, y cerrar la reja de algún modo. Tal vez con una
cadena y un candado, hasta que arreglen la cerradura.
—Entiendo. Es todo un encarguito, ¿eh? Vamos, Henry.
Salieron los cuatro de la casa. Oscuras nubes cubrían el cielo, pero el aire no era
excesivamente frío. Sheckley respiró a pleno pulmón y comentó:
—Es una delicia vivir en un lugar como éste.
No le hicieron ningún caso. Se apresuró para acompasar sus pasos a los del
intendente y los demás y ya no cambiaron palabra hasta las inmediaciones del mausoleo.
Griffin dijo una vez allí:
—Los tres sepultureros dejaron el martillo y los clavos abajo, así que sólo hay que
buscar material con que cerrar la reja…
—Lo pediremos al mayordomo.
De pronto oyeron ladrar al perro y un instante después lo vieron aparecer en
compañía de Marie. La muchacha se desentendió del animal al descubrirles parados delante
de la reja abierta.
—¿Qué se proponen, intendente?
—Primero, clavar la tapa del ataúd, abajo. Después cerrar esa reja. A propósito,
habría que conseguir un pedazo de cadena y un candado hasta que alguien arregle la
cerradura. —Claro…, lo pediré a Grierson. Vamos, «Tigre»…
El perro no se movió. Parecía vigilar a los hombres con sus ojos inquietantes. Marie
le llamó de nuevo y el animal se limitó a mirarla, titubeando.
Sheckley comentó:
—No nos tiene ninguna simpatía. Debe pensar que vamos a meternos donde
enterraron a su amo… y eso no le gusta.
Inesperadamente, «Tigre» gruñó con su voz bronca. Caminó hasta la reja abierta,
olisqueó en torno y luego, girando sobre sí mismo se alejó trotando hacia la barrera de
enormes árboles que cerraban el prado por aquel sector.
Marie le gritó que volviera, pero sin resultado. Desapareció entre la fronda y Brady
gruñó:
—Lo prefiero así. Confieso que nunca he simpatizado con los perros.
—Ni ellos con usted, por lo visto —rió Sheckley.
Tras unos instantes de vacilación, Marie dijo que iba a ver si encontraba una cadena
y un candado y se dirigió a la casa.
Griffin la siguió con la mirada.
—Hay que reconocer que es toda una belleza…
—Bueno, siga admirándola todo lo que pueda, porque cuando bajemos ahí se
enfrentará usted con otra dama que no puede decirse que sea bella precisamente —
refunfuñó Brady.
Entró primero, como para dar ejemplo.
El hedor continuaba allí, aunque no tan denso como en la ocasión anterior.
Descendieron las escaleras después de encender las luces.
En el suelo vieron, esparcidos, los largos clavos de acero y el pesado martillo de los
sepultureros.
Señalando el ataúd, Brady gruñó:
—Bueno, acabemos de una vez.
—Espere un minuto…
—¿Por qué?
—Sería interesante saber si realmente los hombres vieron algo anormal o no —
aventuró el sargento.
Con un encogimiento de hombros, Brady se apartó. Griffin dijo:
—Échame una mano, Henry.
A regañadientes, el joven policía agarró la pesada tapa y entre los dos la echaron a
un lado.
Atisbaron el interior. La vaharada les azotó, pero tampoco era tan insoportable como
fuera antes.
Se echaron atrás dominando las náuseas.
Irónico, Brady les espetó:
—¿Ya ha terminado el examen, sargento?
Griffin tragó saliva con dificultad.
—No es agradable —reconoció con voz ronca—. Está en descomposición… pero
por lo demás es sólo un cadáver como todos.
—Mírele los pies.
—¡Al diablo con eso! He visto las manos cruzadas. No quiero ver nada más.
Brady pegó un brinco.
—¿Cruzadas?
Se precipitó hacia el ataúd.
El cadáver tenía las manos cruzadas sobre el pecho.
Sintió que se ahogaba. Miró la cara corrompida y apergaminada y vio que tenía los
ojos cerrados y aquello fue demasiado para él.
Trastabilló hacia atrás y se apoyó un instante en el muro de roca viva. El hedor le
mareaba, pero la flojedad de las piernas no tenía nada que ver con la pestilencia que llenaba
la cripta.
—¡Ha cruzado las manos y cerrado los ojos! —barbotó.
Sheckley no había pasado del pie de las escaleras. Dijo con la cara cubierta por un
pañuelo:
—No diga simplezas… Alguien lo ha hecho si realmente es así.
—¿Con qué propósito? ¡Maldita sea! Todo esto es un absurdo monumental, a menos
que tengamos que enfrentarnos a un loco de remate.
Ahogándose, el policía balbuceó:
—¿Clavamos la tapa o qué, sargento? Quiero salir de esta peste.
—Está bien…
Volvieron a colocar la tapa en su lugar, y un instante después resonaban los
martillazos contra los clavos.
Henry hundió el cuarto y se fue hacia las escaleras.
—¡Ya tengo bastante…! —balbuceó.
Brady luchaba por salir del aturdimiento.
—Un momento, ya que estamos aquí, sargento.
—¿Qué?
—El otro ataúd…, vimos la tapa de aquel otro fuera de su sitio, aunque después
alguien la colocara bien. Deberíamos comprobar si está clavada o no.
—¿Henry?
El joven policía miró al sargento echando chispas. Griffin señaló el otro ataúd.
—Compruébalo y saldremos de aquí.
—¡Bueno, maldita sea…!
Rezongando, atravesó la cripta hasta el enorme sarcófago que le señalaban.
—Sólo intenta mover la tapa… si está firme eso es todo.
Henry agarró la tapa deseando en su fuero interno estrellarla en la cabeza del
sargento. Dio un empujón, seguro de que no se movería.
La tapa se deslizó a un lado, basculó un instante y al fin se desplomó al otro lado
con estrépito.
Henry dio un brinco, retrocediendo.
Brady maldijo a alguien inconcreto y luego, acercándose al sargento, gruñó:
—Veamos a quién pertenece éste…
Se quedó mirando estremecido al hombre vestido a la usanza de doscientos años
atrás. Había sido un individuo corpulento a juzgar por las proporciones, aunque daba la
impresión de que las ropas eran de alguien más grande.
Tenía las manos cerradas en torno a la empuñadura de una espada herrumbrosa
colocada sobre él. En el cinto llevaba una larga daga en una enmohecida funda de cuero. El
rostro parecía a medio descomponer, poco más o menos como el del otro cadáver y tenía
los ojos cerrados. Sus cabellos eran negros como ala de cuervo.
Se apartó ahogándose de náuseas.
—Pongan la tapa ahí, sargento…
Henry le maldijo sin voz, pero esta vez esperó que el sargento hiciera su parte y
entre los dos cubrieron el ataúd.
Cuatro clavos fue todo lo que aguantó antes de soltar el martillo y dirigirse a las
escaleras dando tumbos.
Los otros le siguieron. Encorvado contra el tronco de un árbol, el joven policía
vomitaba angustiosamente.
Sheckley indagó:
—¿Quién ocupaba el otro, Brady?
—Un hombre. Le enterraron con sus armas, de modo que debía ser militar, o
miembro de alguna orden noble. O cualquiera sabe…
—¿Se fijó en las fechas de ambos sarcófagos?
—No. ¿Por qué?
—Según las placas de metal, murieron en la misma fecha.
Brady enarcó las cejas.
—¿Está seguro?
—Están muy claras.
—Un hombre y una mujer, muertos en la misma fecha hace más de doscientos
arios… ¿Marido y mujer tal vez?
—Maldito si lo sé. Ni creo que importe demasiado.
Henry regresó, lívido. Griffin dijo, pensativo:
—No es que me parezca necesario, pero quizá el mayordomo supiera esos detalles.
—¡Al diablo! Larguémonos de aquí —decidió Sheckley.
—El caso es…
Se volvieron hacia Brady. Tenía el ceño fruncido y parecía bucear en su memoria.
—¿Qué está pensando, hombre?
—Ese guerrero.
—¿Qué pasa con él?
—Tengo la impresión de que no es la primera vez que le veo.
Se quedaron helados, mirándole preocupados. El administrador masculló:
—Brady, no diga tonterías o realmente acabaré por necesitar un siquiatra.
—Juraría que… ¡Maldita sea, ya lo tengo!
Casi echó a correr hacia la casa. Perplejos, le siguieron hasta el vestíbulo, donde
tropezaron con Marie que se disponía a salir.
La muchacha dijo:
—El chófer les traerá una cadena y un candado para…
—Gracias. ¿Podemos pasar al comedor principal, por favor? Brady se dirigió a él
con grandes zancadas. Asombrada, Marie acabó por seguirles y una vez allí le vio parado,
lívido, ante el enorme cuadro colgado de la pared.
—Ése —murmuró—. Es ése…
—¿Quién?
Se volvió hacia Marie.
—¿Quién fue ese individuo, lo sabe?
—Frederick me había hablado de sus antepasados… Ese hombre fue el segundo
Bannister de la dinastía. El hijo del que la fundó. ¿Por qué lo pregunta?
—Porque es el ocupante del otro sarcófago abierto. Incluso conserva la daga y la
espada…
Marie contuvo el aliento al recordar la extraña alucinación del viejo Grierson.
Al fin susurró:
—¿Está seguro?
—Bueno, las ropas son las mismas que viste en ese retrato. Lo demás está… Bueno,
ya puede imaginarlo. Están ocurriendo cosas muy raras aquí… o alguien intenta burlarse de
nosotros.
—Sería una burla excesivamente macabra, Brady.
—Sheckley, todo lo sucedido es macabro, y si no, recuerde el hecho concreto del
cadáver de Frederick Bannister. Por lo demás, ¿cómo explica que esos dos cadáveres, el de
un hombre y una mujer, no estén convertidos en polvo después de doscientos años? Y sus
ropas… no debería quedar de ellas ni un hilo.
—Entonces, ¿qué, un milagro?
—Nada de milagros. Pero tal vez les enterraron con algún procedimiento de
conservación fuera de su época. O las condiciones de la cripta los han preservado, no lo sé.
Sea como sea son espeluznantes.
Marie estuvo tentada de contar la experiencia de Grierson, pero decidió callar para
no complicar más toda aquella serie de enigmas.
Cuando abandonaron el comedor encontraron al chófer en el vestíbulo. Traía un
candado enorme y viejo y un pedazo de gruesa cadena.
Brady le ordenó que cerrara la reja del panteón con ambas cosas y después decidió:
—He de volver a Londres, señorita Haines. Insisto en que me sentiría mucho más
tranquilo si usted hiciera lo mismo.
—He decidido ya, intendente. Frederick quiso que ésta fuera mi casa y lo será.
—Bien…, ojalá no hayamos de lamentarlo. ¿Sheckley?
—Me voy con usted, naturalmente.
Se despidieron de la muchacha, y una vez fuera, antes de subir a su coche, Brady se
encaró con el sargento y ordenó:
—Quiero que destine a uno de sus hombres para vigilar la casa día y noche. Que se
turnen, pero siempre debe haber uno de ellos oculto en alguna parte desde donde vigilar.
—Pero si el riesgo para esa joven está dentro…
—Ahí no podemos hacer nada. Pero lo que deseo es saber quién de todos ellos visita
el panteón, y una vez allí, qué hace. ¿Ha comprendido?
—Muy bien, intendente…
—Y ocúpese de que vayan armados.
Griffin dio un respingo.
—¿Armados?
—Recuerde que aquí hay alguien aficionado a manejar un puñal.
—No creo que les guste. Nunca han utilizado armas…
—Ahora tendrán ocasión de hacerlo. Confío en usted, sargento.
Griffin vio alejarse el coche con los dos hombres de Londres. Henry comentó:
—Se me ocurre que el intendente ha visto demasiadas películas de gángsters,
sargento. —No sé qué pensar… ¿Tú tienes idea de dónde se guarda la munición de las
pistolas? Preocupados, subieron al coche y emprendieron la marcha, dejando atrás la gran
residencia, sus gentes, sus sombríos enigmas… y la maldición.
Capítulo XII

WILLY ORSON tenía veintiún años, la cabeza llena de pájaros y un sueño


monumental. Willy había ingresado en la policía del condado, a las órdenes del sargento
Griffin, porque éste era pariente lejano de su madre, porque el sueldo no estaba nada mal y
el trabajo no deslomaba a nadie, y además porque le permitía tener muchas horas libres en
las que dedicarse a su pequeño taller de reparación de coches, con lo cual sus ingresos eran
más que regulares.
Hasta esa noche nunca había lamentado haberse alistado como policía rural.
En esa noche las cosas habían cambiado.
Estaba muerto de sueño, era la primera vez que le ordenaban vigilar una casa
armado de pistola, y por añadidura había debido cancelar una incitante cita con la mujer
responsable de que la noche anterior no hubiera pegado ojo.
De modo que su humor estaba en sus horas bajas mientras contemplaba, oculto
detrás del grueso tronco de un árbol, las escasas luces que aún brillaban en la fachada de la
casa.
Al fin se apagaron las luces de la planta baja. Willy suspiró. Le aguardaba una
condenada noche…
Vio encenderse algunas luces en las ventanas del primer piso. Luego, también éstas
se apagaron y la casa fue sólo una masa aún más oscura que las tinieblas que la envolvían.
Acabó sentándose en el suelo y recostó la espalda contra el árbol. La funda con la pistola se
le incrustó en los riñones y masculló un juramento, ladeándola.
Cinco minutos más tarde estaba dando cabezadas, sumido en una suerte de dulce
duermevela.
El sueño le vencía por momentos, y en el sueño danzaba la imagen desnuda de una
mujer exuberante, experta y ardiente con la que, en buena lógica, debería estar
compartiendo las horas y la cama en lugar de soportar la humedad de la noche oculto en ese
parque…
Despertó de repente con un sobresalto.
Algo había roto su somnolencia, borrando la adorable imagen desnuda de su
imaginación. ¿Qué diablos había sido?
Buceó en el subconsciente… Un crujido tal vez. Un sonido seco, extraño…
Aguzó el oído, intentando captar algún ruido insólito.
Excepto el susurro del aire entre las hojas de los árboles, no oyó nada más.
El silencio era tan absoluto que casi parecía sólido, irreal.
Sacudió la cabeza.
Nada.
Suspiró, resignado. ¡Vaya noche!
Volvió a relajarse. Y encima la condenada pistola hincándose en su costado.
Dio un tirón para correr la funda más adelante y recostándose de nuevo cerró los
ojos. En la casa estarían durmiendo a pierna suelta en buenas camas… Menuda gentuza
aquélla, con todo su dinero…
Cuando oyó los pasos pensó que soñaba. Parpadeó y volvió a aguzar el oído.
Esta vez no había dudas.
Pasos.
Lentos, pesados, apenas audibles si hubiera soplado el viento, pero perceptibles en
medio del inmenso silencio de la noche.
Se levantó cautelosamente, apretando la espalda contra el tronco que tenía detrás.
Sonaban a su derecha. Durante unos momentos pensó que se habían detenido, o que todo
había sido una falsa alarma. ¿Quién diablos iba a caminar a esas horas por el parque?
No obstante, las órdenes eran vigilar por si alguien salía de la casa y se dirigía a
donde se alzaba el panteón…
Los pasos otra vez.
Permaneció tan inmóvil como el gigantesco tronco que le servía de escondite, casi
conteniendo el aliento hasta que cayó en la cuenta de que los pasos «procedían» del lugar
donde estaba el panteón, no «iban» hacia allí…
¿Habría salido alguien sin que él lo viera y ahora estaba de regreso? Comenzó a
arrepentirse de haberse dejado ganar por el sueño…
Asomó la cabeza por un lado del tronco.
Entonces los vio.
Eran dos, un hombre y una mujer, apenas visibles en las sombras, aunque ella
llevaba una especie de camisón que arrastraba por el suelo.
Asustado, Willy Orson sacó la pistola. Había disparado todo un cargador cuando
sufrió un cursillo de prácticas. Nueve balas, así que no tenía demasiada experiencia.
Esperó.
El hombre y la mujer seguían su camino hacia la casa, aunque no se dirigían a la
puerta principal. Intrigado, Willy agudizó la mirada porque la silueta del hombre era aún
más sorprendente que la de la mujer. ¿Qué demonios de vestido era aquél?
Fue entonces que descubrió la larga espada en su mano y dio un respingo. ¡El
hombre empuñaba una espada!
Se alejaban hacia la esquina de la casa.
Willy estaba desconcertado. Pero una espada es una espada. Un arma, ni más ni
menos. Se apartó del tronco y gritó:
—¡Deténganse ahí, no se muevan!
Los vio pararse en seco, aún de espaldas a él.
Avanzó unos pasos y dijo, tratando de que su voz sonara autoritaria:
—¡Policía! ¿Me oye? ¡Deje caer la espada al suelo!
La mujer fue la primera que se volvió poco a poco. En la oscuridad no pudo ver
nada de ella excepto el camisón, cosa que a Willy le chocó.
Luego, el hombre giró también sobre sus pies.
Pero sin soltar la espada.
Ahora excitado, Willy repitió:
—¡Tire la espada al suelo ahora mismo! Estoy armado, ¿entiende? ¡No me obligue a
disparar!
Los dos se dirigieron a él paso a paso. Willy se detuvo, asustado.
¿Es que no iban a obedecerle?
—¡Párense, voy a disparar! —barbotó temblándole las piernas.
Tampoco se detuvieron, sino que continuaron adelante, sin prisas, al mismo paso
lento y seguro.
Willy levantó la pistola. En el último instante recordó que para utilizar una
automática hay que quitar el seguro…
Lo hizo con el pulgar y el leve chasquido se le antojó tan sonoro como un disparo.
Los dos, hombre y mujer, llegaron a pocos pasos de donde él estaba clavado en el
suelo.
Y entonces les vio el rostro y chilló horrorizado porque eran monstruos descarnados
que no podían estar allí…
Trastabilló, enloquecido de espanto. La mujer tendió las manos, y eran garras
huesudas y descarnadas. Su cara corroída se contrajo en una horrenda mueca que dejó al
descubierto unos dientes oscuros.
El hombre lanzó un tajo con la espada. Willy oyó el silbido del acero y, de modo
puramente instintivo, apretó el gatillo.
El tremendo estampido de la pistola retumbó en el silencio igual que un cataclismo.
Vio agitarse el jubón escarlata, allí donde pasó la bala por el centro del pecho, pero la
aparición no cayó.
Willy apenas tuvo tiempo de asimilar el terror, de captar la horrible realidad, antes
de que la espada cayera sobre él como un rayo.
Todo estalló. Sus dedos sufrieron una contracción y la pistola se disparó por
segunda vez, rotunda. Después, la muerte se abatió sobre él con la segunda embestida del
acero que le atravesó el cuerpo y el corazón como si hubieran sido blanda mantequilla.
Estaban encendiéndose luces en la casa. Alguien abrió una ventana y gritó algo.
Los dos aparecidos se apartaron del cadáver del joven y desdichado policía y
reanudaron su camino hacia la esquina, envueltos en sombras, protegidos por las tinieblas
de la noche. De la espada goteaba sangre.
El primero en salir fuera de la casa fue Robert. La luz del vestíbulo se desparramó
por el porche y él se detuvo en los escalones, escrutando las sombras con el miedo
helándole la sangre.
—¿Quién está ahí, quién ha disparado? —gritó.
Tras él aparecieron George y Harold, no menos asustados. Todos ellos se habían
abrigado apresuradamente con gruesas batas, pero el frío que sentían no tenía nada que ver
con la benigna temperatura nocturna.
Los demás fueron reuniéndose en la puerta, y Marie Haines exclamó, saliendo al
porche:
—¿Qué ha pasado, Robert? Esos disparos… y oí gritar a alguien.
—Yo también, pero no se ve nada.
Se miraban unos a otros, como asegurándose de que estaban todos allí sanos y
salvos. Luego, Grierson y las sirvientas formaron un compacto grupo al pie de las escaleras
sin que nadie pudiera aclararles lo que había sucedido, y el último en llegar, el chófer, lo
hizo sujetando una escopeta de dos cañones. De todos ellos era el que parecía más resuelto.
—¿Quién ha disparado, Grierson? —barbotó—. ¿Dónde está la señorita Haines?
—Fuera, en el porche. Ella está bien.
Benedict suspiró.
—Pensé que…
—Cuidado con esa escopeta, Ben —murmuró el mayordomo.
El chófer rechinó los dientes.
—Alguien más habrá de tener cuidado, Grierson. No me gusta nada de lo que está
pasando.
—¿Crees que a mí me satisface? Tranquilízate.
Benedict salió al porche, como si quisiera asegurarse de que Marie estaba allí. Se
colocó a su lado y murmuró:
—¿Saben quién disparó, señorita?
Ella miró primero la escopeta. Luego levantó los ojos hacia la cara ceñuda del
chófer y esbozó una leve sonrisa.
—No, Benedict… ¿De dónde ha sacado esta escopeta, está cargada?
—Claro que está cargada.
—¿Es suya?
Él desvió la mirada.
—Pues, no… La saqué anoche del armero, señorita.
—Comprendo, Benedict, comprendo.
Le sonrió, agradecida, porque realmente comprendía la intención del hombre.
Robert dijo:
—Deme la escopeta, Ben, iré a dar un vistazo en torno a la casa.
El chófer titubeó, pero no pudo negarse. Entregó el arma a Robert y le vio internarse
en las tinieblas.
Agnes barbotó:
—Me pregunto por qué tiene que ir Bob… Hay criados en la casa, me parece a mí.
De todos modos, Robert no se alejó mucho. Estaba tan oscuro que no distinguía
nada a dos pasos, de modo que regresó hacia la luz y masculló:
—Es imposible ver nada.
—Quienquiera que haya disparado debe estar lejos. Ha tenido tiempo de sobra…
—¿Y contra quién disparó? George, nadie pega tiros por la noche si no es por una
buena razón.
Marie intervino.
—Deberíamos llamar a la policía, Robert.
—De acuerdo, pero ese sargento barrigudo no me parece que pueda servirnos de
mucho, y a estas horas no sé cómo localizar al intendente, en Londres.
—¡Déjate de policías! —estalló su madre fuera de si—. ¡Ya hemos tenido una
buena muestra de lo que podemos esperar de ellos! Si alguien disparó y ha huido, buen
viaje. Cierra la puerta y volvamos a dormir.
Robert enrojeció. Se disponía a replicar airadamente, cuando su hermana dijo de
mal talante:
—Mamá tiene razón. Después de todo, no somos nadie para tomar decisiones aquí.
Yo me vuelvo a mi cuarto. Vamos, Charles.
Obedientemente, su marido la siguió escaleras arriba sin despegar los labios.
Agnes les siguió resueltamente.
Grierson se apresuró a cerrar la puerta. Ordenó a las sirvientas que se retiraran y tras
una vacilación, Benedict tendió las manos y dijo con firmeza:
—Permítame, señor… Guardaré la escopeta en su sitio.
Distraídamente, Robert se la devolvió.
George gruñó:
—No tenemos una sola noche en paz… Me vuelvo a la cama. Por la mañana tal vez
se aclare todo esto.
—¿Qué es lo que piensas que se aclarará? Si le han pegado dos tiros a alguien, ahí
fuera, encontrarás un cadáver, nada más.
—¿Y qué quieres hacer, buscarlo a estas horas y arriesgarte que quien sea te pegue
un tiro a ti?
—Llámalo como quieras, aunque yo creo que es prudencia.
Sin más comentarios se fue escaleras arriba.
Patricia susurró:
—Yo sí tengo miedo, Bob…
—Y yo —susurró él—. ¿Qué crees que soy, un héroe de serial? Pero alguien disparó
dos tiros. Habría que decidir algo.
Marie dijo:
—Llamaré al sargento Griffin…
Se fue hacia el teléfono.
Robert se volvió al mayordomo:
—¿Podría preparar café, Grierson?
—Naturalmente…
—Estaremos en el salón.
Harold Friedmann meneó la cabeza.
—No cuentes conmigo. Si tomara café no dormiría en el resto de la noche.
Esperemos que mañana se aclare todo…
Se fue como avergonzado, sin saber exactamente por qué.
Pat iba a decir algo cuando oyeron la alarmada exclamación de Marie. Estaba
agarrada al teléfono y la vieron palidecer hasta la raíz de los cabellos.
Al fin colgó como en trance.
Robert la sujetó por los brazos, alarmado.
—¿Qué sucede, qué te han dicho por teléfono?
—Había un policía… ahí fuera…
—¿Qué?
—El intendente ordenó que un agente vigilara la casa y el panteón…, el sargento
dice que envió a uno de sus hombres, armado con una pistola.
—¡Dios, él debió disparar!
—Sí, pero ¿dónde está ahora?
Él contuvo el aliento.
—Quizá persiguió a alguien y no nos oyó cuando gritamos —aventuró Patricia.
—¿Qué te ha dicho el sargento, va a venir?
—Sí…
—He pedido café a Grierson. Podemos esperarle en el salón si te parece.
Los tres se acomodaron delante de la chimenea. Robert reavivó las brasas hasta
conseguir que el fuego se alzara culebreando y rugiendo y fue a sentarse ante las dos
jóvenes.
—Por lo menos —dijo, preocupado—, el hecho de que el policía haya disparado
demuestra que alguien del exterior pretendía algo contra la casa. Tal vez intentaba entrar…
Encendió un cigarrillo de la tabaquera que había encima de la mesa. Poco después,
Grierson entró con una bandeja y sirvió tazas de humeante café para los tres.
Marie murmuró:
—Deje la cafetera aquí y retírese, Grierson. Esperamos al sargento, pero cuando
llegue ya le recibiremos nosotros.
—Bien, señorita. Buenas noches…
Cuando atravesó el vestíbulo dejó las luces encendidas. Con un vivo repeluzno, el
viejo sirviente miró en torno, recordando aquella visión que le turbara dos noches antes y,
con un desasosiego como nunca había experimentado se fue hacia su cuarto.
Muy cerca, la pesadilla aguardaba en las sombras…
Capítulo XIII

HAROLD FRIEDMANN se detuvo un momento delante de la habitación de George


Balka. Estuvo tentado de llamar y reunirse con él para cambiar impresiones en privado
sobre todo lo sucedido.
Luego reflexionó que era demasiado tarde para charlas y reanudó su camino a lo
largo del pasillo.
Ocupaba la única habitación, la del fondo, desde hacía años. Le gustaba porque era
espaciosa y tenía ventanales que se abrían a las dos fachadas de la esquina. Además,
disponía de una chimenea, y en otras ocasiones en que su estado de ánimo no estaba
alterado, disfrutaba con el fuego, quedándose leyendo hasta altas horas de la noche.
Esta vez ni siquiera la había encendido ni una sola noche. Bien es verdad que en
esta ocasión las cosas habían sido muy diferentes de las otras.
Empujó la puerta y entró. Estaba oscuro. No recordaba si había encendido la luz al
salir o no.
Tanteó la pared.
Entonces las zarpas se cerraron en torno a su garganta, surgiendo del lado de la
puerta, y creyó que el fuego del infierno ardía en su carne.
Despavorido, ladeó la cabeza.
Vio el rostro descarnado, purulento, muy cerca del suyo. Unos ojos diabólicos que
parecían ver en la oscuridad… y los cabellos largos como un manto…
Boqueó luchando por gritar. Sus dedos forcejearon contra las huesudas muñecas
pero era lo mismo que intentar abrir un cepo de hierro.
Se ahogaba, y el horrorizado estupor le paralizaba. Y aquel fuego infernal ardía en
la carne, en los pulmones, en el alma…
Las garras tiraron de él y se vio lanzado al centro del cuarto dando tumbos,
ahogándose… pero libre.
Boqueó alucinado, y un ronco estertor brotó de su garganta sin que fuera siquiera
voz. Las piernas se le doblaron y cayó de rodillas, incapaz de gritar, incapaz de apartar la
mirada de la horrenda carátula que le miraba, erguida a pocos pasos…
Justo cuando recobraba la voz vio al otro. Abrió la boca en el instante en que la
espada descendía en un silbante molinete, y el grito murió con él porque el acero cayó en
un lado del cuello y su cabeza saltó por los aires hasta rebotar en la pared.
El tremendo impulso de la espada hizo que después de decapitar a su víctima aún
golpeara la talla de adorno del pie del lecho. El golpe rompió la madera con un sonido seco
y ésta y el cuerpo sin cabeza llegaron al suelo al mismo tiempo.
***

Robert estaba llenando otra vez su taza con café cuando se enderezó, tenso.
—¿Qué ha sido eso? —masculló.
—Algo ha caído al suelo… arriba —dijo Marie.
Se miraron, y una vez más el miedo les agarrotó.
Robert abrió la puerta del salón y escuchó.
La voz de su tío indagó sobre su mesa:
—¿Qué pasa?
Robert corrió hacia las escaleras.
—¿Tú también lo has oído?
—Un golpe… o algo pesado al golpear el suelo —dijo George Balka—. Lo que no
sé dónde.
Robert subió a saltos. Llamó a la habitación de su madre.
Agnes gruñó:
—¿Y ahora qué sucede, quién es?
—Robert, madre. ¿Estás bien?
—¡Claro que estoy bien! ¿Qué tontería se te ha ocurrido ahora?
Él no le respondió.
—Enciende las luces, tío…
George Balka había regresado a su cuarto en busca de la bata y no le oyó. Intrigado,
Robert se asomó a la puerta abierta y gruñó de mal talante:
—¡Déjate de perder tiempo, tío!
Encendieron las luces del pasillo. Vieron abrirse la puerta del cuarto de Evelyn y
ésta se asomó al lado de Charles.
—¿Es que no vamos a pegar ojo esta noche? —barbotó ella—. ¿Qué estás haciendo,
Bob?
—¿No has oído nada?
—Estábamos dormidos cuando tú has empezado a escandalizar.
Intrigado, Robert murmuró:
—Si sólo lo hubiese oído yo creería que había soñado despierto, pero George lo
oyó, y Pat y Marie también, desde abajo.
—Pero ¿qué oíste?
Él no replicó. George dijo:
—Quizá a Harold se le cayó algo.
Robert contuvo el aliento. Luego echó a correr hacia el extremo del pasillo.
Antes de llegar a la puerta se detuvo como si hubiera tropezado con un muro.
—¡George! —jadeó.
Su tío se le unió, intrigado.
Robert señalaba unas rojas manchas en el suelo, delante de la puerta cerrada.
—¡Dios bendito…, sangre…!
Las manchas se extendían, irregulares, por el recodo y se perdían en la oscuridad de
aquel tramo.
No se atrevían a moverse, helados de espanto.
Al fin, Evelyn, desde su puerta, barbotó:
—¿Y bien, qué hay ahí, Bob?
—¡Entra en tu habitación, y tú, Charles, ven aquí!
En la escalera aparecieron Marie y Patricia. Agnes abrió la puerta de su dormitorio y
ladró:
—¡Bob, por Dios! ¿No puedes dejar de…?
—¡Cállate!
—¿Cómo te atreves…? ¡No voy a consentir que me hables en ese tono!
—¡Cállate, maldita sea! George, no las dejes acercarse…
Pegó la oreja a la puerta y escuchó. Todo era silencio.
La abrió de golpe, el corazón latiéndole en la garganta como un martillo.
Vio la oscuridad interior de la habitación. Le parecía vivir en una dimensión irreal,
fuera de este mundo. Las voces de los demás le llegaban confusas, como si vinieran de muy
lejos. Sabía que allí dentro le esperaba algo horrendo, estaba tan seguro como si ya lo
hubiera visto.
Tanteó en busca de la llave de la luz. La encendió.
El mar de sangre se extendía poco a poco en torno al cuerpo sin cabeza. Sus pies
casi lo pisaban.
Despavorido, con la sensación de que iba a desplomarse, vio la cabeza caída al pie
de la pared. Estaba torcida en un extraño ángulo, como si quisiera seguir viendo su propio
cuerpo derribado en medio del cuarto.
Castañeteándole los dientes, temblando, Robert retrocedió y cerró la puerta
violentamente. Sentía ganas de vomitar, de no haber abierto la puerta, de hallarse en el otro
extremo del mundo…
—¿Bob?
Se apoyó contra el ángulo de la pared.
George repitió:
—¿Está Harold ahí…? ¡Bob!
—Llévate a… a las mujeres, tío… ¡Sácalas de aquí!
—Pero ¿y Harold?
—Muerto… ¡Está muerto!
Hubo un coro de voces espantadas pero él apenas las oyó. No oía más que el loco
golpear de su corazón. Cada latido retumbaba en sus sienes estruendosamente, mareándole.
Oyó que bajaban las escaleras. Luego, su tío le sujetó obligándole a volverse.
—Bob, ¿qué ha pasado ahí dentro?
—No sé…
George vaciló. Quería saber, pero aquella puerta cerrada y la actitud de Robert le
llenaban de espanto.
Al fin, Robert buscó el interruptor y encendió las luces de aquel tramo de pasillo.
Las huellas de sangre seguían unos pasos más y luego se desvanecían.
—Ha salido por atrás —balbuceó—. ¿Recuerdas esa salida?
—Sí…, pero ¿quién?
—No sé. Alguien que no es siquiera humano, George.
—¿Qué diablos…?
—Entra ahí si quieres ver lo que ha hecho. Debe estar loco, o Dios sabe quién ha
cometido esta salvajada.
Una vez más George miró la puerta cerrada.
No se decidió.
—Vayamos abajo, con los demás. ¿Habéis llamado a la policía?
—Marie habló con el sargento. Debe estar en camino. —Menos mal. Vamos,
Bob…, tienes un aspecto horrible. Casi le arrastró con él porque el joven sentía las piernas
flojas como si fueran de algodón.
Desde la escalera vieron a Grierson envuelto en su bata oscura, que les esperaba
intrigado y desconcertado.
Robert murmuró:
—Vuélvase a su cuarto, Grierson…
—¿Qué ha sucedido allá arriba?
—Mejor que lo ignore. Váyase.
—Está bien.
George murmuró:
—¿Te sientes mejor?
—Creo que sí.
—Ahora dime qué viste.
Bob levantó la mirada hacia su tío. Rechinando los dientes balbuceó:
—Le han cortado la cabeza, tío.
Éste dio un brinco.
—¿A Harold?
—¡Claro que a él! Dios…, toda aquella sangre…
—No deberías decírselo a las mujeres. Ya están bastante asustadas.
—Habrán de enterarse cuando llegue la policía.
—Hasta entonces…
Se encogió de hombros. De repente pensó que ya no le importaba nada, que iba a
largarse de Bannister House y que obligaría a las muchachas a acompañarle. No las dejaría
allí…, tenía que imponerse, alejarlas de semejante pesadilla…
Al entrar en el salón le asaetearon a preguntas.
Él se limitó a gruñir:
—Harold está muerto. Asesinado.
El estupor y el pánico las dominó durante unos instantes. Después, Agnes barbotó:
—Ahora veremos a quién acusarán esos estúpidos policías.
Patricia dijo casi sin voz:
—Eso no lo hizo nadie de nosotros, Bob. Ahora sí que estoy segura…
—Es alguien que salió por la escalera de piedra, esa salida que da a la fachada
trasera. Debió entrar también por allí… Pero ¿por qué, condenación, por qué?
George susurró:
—¿Y por qué a Harold? Ahora, el intendente y Sheckley se han quedado sin
sospechoso. Robert se hundió en una butaca y cubriéndose la cara con las manos
permaneció inmóvil, angustiado, pero intentando pensar con cierta lógica.
Agnes seguía con lo suyo:
—Les obligaré a pedirnos disculpas, eso es lo que haré antes de presentar una
demanda. ¡Malditos sean! Les hundiré.
—Agnes, me parece que en lugar de pensar en lo que harás deberías pensar que
acaban de asesinar a tu primo.
Ella se volvió hacia su hermano echando chispas.
—¡No necesito que me digas qué he de pensar ni qué he de hacer, George, lo sé
muy bien!
Robert levantó la cabeza. Estaba tan pálido que daba grima.
—Me gustaría que, aunque sólo fuera por una vez, cerraras la boca, madre —dijo
con cansancio—. Por lo visto eres incapaz de comprender la gravedad de lo que está
sucediendo… y cómo sucede.
—Vuelve a hablarme en ese tono y…
Él se levantó de un salto, fuera de sí.
—¡Maldita sea, madre! A Harold le han decapitado. ¿Entiendes lo que digo? Le han
cortado la cabeza limpiamente y ahora dime con qué clase de asesino nos enfrentamos, si es
un loco, o un ser de otro mundo, o qué. Y luego, podrás decirnos todo lo que piensas hacer
contra los policías.
Su madre estaba roja. Temblaba de ira, pero al mismo tiempo la brutalidad con que
Robert le había espetado los detalles de la muerte de Harold la acababa de dejar muda.
Aunque no a ella solamente. Todos los demás se quedaron sin habla durante unos
instantes, incapaces de asimilar un crimen tan horrendo.
Cuando más tarde llegó el sargento Griffin les encontró atenazados aún por el
espantado desconcierto de una sangrienta pesadilla.
Luego, el alba, con la primera luz y con el descubrimiento del cadáver del joven
policía, quien más quien menos pensó que sobre Bannister House se había desatado el
infierno.
En cierta forma no les faltaba razón.
Capítulo XIV

MARIE salió de la casa ansiando respirar aire libre, llenarse los pulmones y el alma
de aire y consuelo, y paz de espíritu después de las horas dentro de la casa, con los policías,
con todos aquellos hombres y mujeres de ahora, además de odiarla, tenían miedo y su
miedo semejaba una cosa viscosa y repelente.
Se quedó parada en el porche. Sus ojos angustiados recorrieron el jardín, la espesura
del parque y se alzaron hacia el cielo plomizo.
Desde que llegaran los policías de Londres todo había sido aún más desagradable,
porque tanto el intendente Brady como su ayudante no habían mostrado el respetuoso tono
del sargento. Eran hombres profesionales y ahora tenían dos asesinatos salvajes y brutales
entre manos, de modo que habían dejado de lado las cortesías.
Marie pensó que desde la muerte de Frederick todo se había degradado rápidamente
hasta convertirse en esta pesadilla sangrienta, sin explicación y sin nombre.
Frederick…
Se estremeció. Si por lo menos él no hubiera muerto, si estuviera allí, a su lado…
Oyó los pasos de alguien y se volvió atemorizada. Se avergonzó de este mismo
temor, pero los nervios la dominaban.
Vio llegar al chófer y suspiró con alivio. El hombre, ceñudo, se detuvo a su lado y
tras un saludo dijo:
—Estuvimos hablando Grierson y yo, señorita, sobre todo lo que sucede…
—Lo imagino. Nadie puede dejar de hablar de una cosa tan horrible.
—Ciertamente, pero yo decidí hacer algo concreto y por eso estoy aquí. Si me lo
permite…
—Claro que sí, Benedict. ¿De qué se trata?
—He pensado que… Bien, no voy a andarme con rodeos. Mientras todas estas
personas continúen aquí me gustaría que me diera permiso para quedarme en la casa, cada
noche.
—No comprendo…
—Armado, señorita, cerca de su cuarto.
Marie se sintió invadida por una profunda gratitud.
—Pero, Benedict, eso sería otra provocación para toda la familia…
—Eso no debería preocuparla. A mí no me preocuparía en absoluto, y por lo menos
estaríamos seguros de que a usted no le sucedía nada.
—No creo que deba usted… ¿Qué opina Grierson?
—El cree que yo exagero y que usted no corre ningún peligro. Si no ha de tomarlo
usted a mal, creo que Grierson chochea, señorita.
—¿Por qué? Me parece muy equilibrado.
—Con eso de la maldición, ya sabe.
Ella enarcó las cejas, sorprendida.
—¿Qué maldición?
Benedict esbozó un gesto de inquietud.
—Creí que estaba enterada. Grierson piensa que lo que pasa es algo sobrenatural,
relacionado con la muerte del señor Bannister. Una venganza de sus antepasados o algo así,
no lo sé muy bien, porque él tampoco es muy concreto al hablar de eso. Pero cree en
aparecidos.
—Eso es absurdo.
Pero su voz sonó débil, insegura. El chófer la miró frunciendo las cejas, intrigado.
Añadió:
—El habla de un pergamino que se guarda en la caja fuerte y que lo explica todo.
Lo vio una vez, hace muchos años, y cree en todo esto. Pero yo pienso de otra manera y me
gustaría hacer algo para evitarle a usted el menor daño.
—Y se lo agradezco profundamente, Benedict… Dios mío, no sabe cómo le
agradezco lo que acaba de decirme. Estoy rodeada de odio y rencor a todas horas, y oírle a
usted hablar de ese modo me llena de gratitud y esperanza.
Él se irguió.
—¿Me permitirá vigilar por las noches entonces? Hay rifles de caza en el armero,
además de las escopetas. Nadie podrá…
—Lo decidiré antes de esta noche. Benedict…, déjeme pensarlo con calma.
—Está bien.
—Cuando haya decidido le mandaré aviso por medio de Grierson.
—Gracias, señorita Haines.
Se alejó por donde había venido, seguido por la mirada de la muchacha que no se
apartó de él hasta verle desaparecer más allá de la esquina.
Abandonó el porche, internándose por entre los arriates de flores, cabizbaja,
abstraída. Quizá por eso se sobresaltó tanto al ver aparecer al perro entre los árboles.
—¡«Tigre»! —exclamó—. ¿Dónde te metes cuando desapareces de ese modo?
El animal llegó hasta ella y frotó el lomo contra sus piernas dejándose acariciar las
tiesas orejas.
Siguió a la muchacha correteando a su alrededor, pero cuando ella se desvió para no
internarse entre la arboleda se detuvo y ladró, como impaciente.
Marie le observó, más intrigada cada vez. Comenzó a reflexionar sobre la extraña
conducta del perro y al fin cayó en la cuenta de que si se alejaba lo hacía partiendo del
panteón.
—Veamos qué juego es éste, amiguito —murmuró.
Echó a andar hacia el panteón. «Tigre» saltó hacia ella y ahora parecía muy
satisfecho.
El panteón se alzaba, lúgubre, recortándose contra la barrera de árboles. Marie
siguió hacia él sin perder de vista al animal.
Pero al llegar a las inmediaciones del mausoleo se detuvo sobrecogida de espanto.
La reja volvía a estar abierta de par en par.
Recordó la cadena, el candado. Al chófer…
La cadena colgaba de la reja y había sido rota como si los eslabones de hierro
hubieran sido de cartón. El candado seguía uniendo los dos extremos, intacto.
Apenas podía creerlo y contra su voluntad miró el oscuro interior sintiendo un
miedo supersticioso, algo que ponía hielo en cada poro de su piel.
El perro ladró, impacientándose. Luego siguió su camino hacia los árboles. Marie le
siguió apresurada.
Bajo las inmensas copas de los árboles reinaba una penumbra húmeda y el silencio
era más denso. Sus pies arrancaban crujidos de la hojarasca del suelo y tenía que caminar
velozmente para no perder de vista al perro, que ahora llevaba una dirección precisa y
concreta, no se limitaba a corretear de un lado a otro.
Al fin salieron de la espesura. Más allá se extendían unos verdes prados
pertenecientes a Bannister House, y al fondo había un camino de tierra que marcaba la linde
con las propiedades del mayor Gannet.
«Tigre» se internó por ellas resueltamente. Marie titubeó. Sabía que el viejo militar
era un cascarrabias, que le gustaba que le dejaran vivir en paz y apenas si se mostraba un
poco sociable con Frederick porque compartía con él la pasión por los buenos caballos.
Pensó que si la sorprendía merodeando por sus tierras iba a gruñir como de
costumbre. Lo había tratado en un par de ocasiones y no le había resultado agradable.
Pero el perro seguía adelante y estaba muy lejos. Marie echó a correr tras él.
La casa del mayor Gannet era una típica construcción de estilo rural inglés, rústica y
confortable. El hombre estaba sentado en un sillón de madera, leyendo un periódico,
cuando el perro y la muchacha aparecieron.
A Marie le pareció que se levantaba demasiado precipitadamente, como sorprendido
desagradablemente por la intrusión.
Ella jadeaba cuando se detuvo al fin.
—Buenas tardes, mayor…, no quisiera importunarle…
—Usted es la novia de Frederick, ¿me equivoco?
Ella sacudió la cabeza.
—Soy Marie Haines. Íbamos a casarnos dentro de tan sólo unos días.
—La recuerdo, a pesar de que sólo la vi una o dos veces. Tengo muy buena
memoria.
—No pensaba llegar hasta aquí, mayor. Vine siguiendo al perro, porque desde hace
unos días desaparece y nadie sabe adónde va. Sería lamentable que le hiciera daño a alguien
y quise saber a qué obedecían sus escapadas.
—Enreda por aquí, eso es todo.
—Lamento si le ha molestado.
El viejo se encogió de hombros.
—No me gustan los perros.
—Lo siento.
—Puede llevárselo. Sería bueno que lo sujetaran si tiene esa manía.
«Tigre» les observaba a corta distancia, como esperando.
Marie arrugó el ceño.
—Nunca ha estado sujeto. Frederick lo tenía prohibido —dijo con voz resuelta—. Si
ha sido causa de molestias para usted le repito que lo lamento. Le vigilaré de más cerca.
—Bueno, creo que hará usted muy bien.
Eso sonó como una despedida. El viejo militar dio una mirada impaciente a su
periódico abandonado sobre el sillón.
Marie se dio por aludida.
Dijo:
—Buenas tardes, mayor. Me llevaré a «Tigre».
—Adiós.
Ella pensó con desagrado que ni siquiera había tenido la delicadeza de darle el
pésame, o sus condolencias por la muerte de Frederick. ¡Qué viejo más desagradable…!
—Vamos, «Tigre».
El perro se plantó en la esquina de la casa en dos saltos.
Marie insistió:
—¡Vámonos te digo!
El mayor Gannet soltó un bufido. Había una mirada inquieta ahora en sus ojos
bordeados de arrugas.
Marie se acercó al perro y le sujetó por el collar.
—¿Qué te pasa? —masculló, impaciente—. No puedes quedarte aquí.
Tiró y «Tigre» clavó las patas en el suelo y no se movió una pulgada.
Incrédula, Marie volvió a tirar de él.
—¿Pero qué haces? Vámonos a casa… nunca te habías comportado de este modo…
El mayor abandonó definitivamente su periódico y se en caminó a la puerta.
Refunfuñó en voz alta:
—Debería enseñarle modales con un buen palo… por eso nunca me gustaron los
perros…
Abrió la puerta sin más despedidas.
«Tigre» dio un salvaje tirón para soltarse y voló material mente hacia la puerta
abierta. Marie lanzó un grito de espanto. Pensó que el perro se disponía a atacar de nuevo…
le vio llegar, saltar dentro de la casa a despecho de que el viejo intentó cerrarle el paso…
Hombre y perro desaparecieron de su vista con estrépito y ella corrió atemorizada.
Vio al mayor sentado en el suelo de la entrada sacudiendo la cabeza mientras se
acariciaba la nuca.
El perro estaba plantado como una figura de piedra delante de una puerta cerrada.
Marie se arrodilló al lado del viejo:
—¿Está usted herido, mayor?
—¡Maldita bestia del demonio…!
—¡Por favor! ¿Se encuentra usted bien?
—Hubiera podido ser peor… pudo haberme desnucado. ¡Ayúdeme a levantarme…!
—Sí, claro…
Lo hizo. El hombre estaba rojo.
Ella balbuceó:
—No lo comprendo… Nunca había hecho nada semejante… Lo siento mucho.
—Más lo siento yo. Lléveselo de una maldita vez y no deje que vuelva.
Resuelta, Marie intentó sujetar de nuevo al animal, pero esta vez «Tigre» se levantó
sobre sus patas traseras y con las delanteras golpeó una y otra vez la puerta cerrada
mientras la muchacha aún intentaba apartarlo de allí.
Oyó la furiosa exclamación del mayor a sus espaldas. Ella tiró con todas sus fuerzas
del collar mientras el perro gruñía, amenazador.
Finalmente, con un tirón, se soltó. Golpeó la puerta con el impulso y Marie
trastabilló casi perdido el equilibrio.
La puerta se abrió hacia adentro con el golpe del animal. Marie aún luchaba por
recobrar el equilibrio cuando vio el lecho y al hombre tendido en él.
Lanzó un alarido y se desmayó.
Maldiciendo en todos los tonos, el mayor se inclinó junto a ella. Luego, irguiéndose,
entró en aquella habitación.
El perro había colocado las patas sobre el borde de la cama y frotaba el hocico
contra la cara pálida del hombre.
El hombre era Frederick Bannister.
Su pecho subía y bajaba suavemente a impulsos de su respiración tranquila, como
dormido profundamente.
El mayor barbotó:
—¡Maldito animal! Supe desde el principio que me traerías complicaciones…
¡Fuera de aquí!
Su vozarrón obligó al perro a saltar al suelo. Como a regañadientes abandonó el
cuarto y el viejo cerró la puerta después de dar un inquieto vistazo al hombre sumido en el
extraño sueño.
Se quedó mirando a la muchacha tendida en el suelo.
—¿Y ahora qué hago con ella, eh, condenado bicho?
Sabía que levantarla a pulso estaba casi fuera de sus posibilidades, pero logró
incorporarla lo suficiente para dejarla desmadejada sobre una silla.
«Tigre» dio un par de vueltas en torno a Marie y acabó tendiéndose a sus pies. Con
otra maldición sonora, el mayor Gannet se dispuso a esperar a que la mujer recobrara el
conocimiento por sus propios medios. No sentía ninguna simpatía por ninguno de los dos.
Capítulo XV

MARIE abrió los ojos y en los primeros instantes no reaccionó. Vio al mayor
sentado en una butaca, delante de ella, sombrío y rojo de cólera, y entonces recordó.
Se levantó de un salto, la mirada fija en aquella puerta cerrada. Desde el suelo, el
perro soltó un largo gruñido.
El mayor masculló con una voz semejante al gruñido del animal:
—Siéntese y no haga ninguna tontería. Ya han hecho bastantes usted y el perro. —
¡Usted robó el cadáver…!
—Creo que no puedo negarlo.
—¿Por qué? ¡Dios santo, es monstruoso!
—¡Siéntese!
—Quiero verle.
—Tendrá tiempo para eso. ¡Siéntese, maldita sea!
Marie dobló las piernas y se dejó caer en la silla rígida como una tabla. Sus ojos no
se apartaban de la cara enrojecida del viejo.
Hubo un largo silencio. Marie se retorcía las manos de angustia.
—No debería haberlo visto hasta dentro de un día o dos…
—¿Por qué? Usted tiene el cuerpo ahí después de profanar su tumba. ¿Qué le pasa,
está usted loco, mayor?
—Mucha gente piensa que sí —rezongó entre dientes.
—No puede ser de otro modo. Robar el cadáver de Frederick…, profanar los otros
viejos sarcófagos…
El mayor Gannet se enderezó de golpe.
—¿Qué sarcófagos? —estalló—. No quiera complicarme la vida más de lo que ya lo
ha hecho viniendo aquí. Yo no toqué ningún sarcófago más que el de Frederick.
—Pero…, pero…
—Afortunadamente, se habían dado una prisa endemoniada para enterrarlo. A
propósito, no la vi a usted en el entierro.
—No pude llegar hasta la noche, y para entonces todo había terminado. No
quisieron que llegara a tiempo para ver lo por última vez. Sólo pensaban en librarse de mí.
—Eso ya lo sé. Lo querían todo para ellos, supongo, pero se habrán llevado un buen
chasco.
—¿Cómo lo sabe, mayor?
El viejo esbozó una mueca que quería ser una sonrisa.
En lugar de responder murmuró:
—Ahora me gustaría saber cómo decirle a usted…
—¿Qué?
—Temo que vuelva a desmayarse. No he comprendido nunca esa manía de las
mujeres de desmayarse en los momentos más inoportunos.
—¿Por qué habría de desmayarme? Ya sufrí el choque de verlo ahí, en ese lecho.
Ahora por lo menos podré rezar junto a él y acompañarle de vuelta al panteón.
El mayor enarcó las cejas.
—Me parece que no —gruñó.
—¿No qué?
—Ni habrá de rezarle ni llevarlo de vuelta al panteón. Frederick Bannister está vivo.
Marie se bamboleó en la silla. Sintió que todo daba vueltas a su alrededor y por un instante
pareció que iba a darle la razón al viejo cascarrabias desmayándose una vez más. Luego,
dominándose, se levantó con las piernas temblándole.
—Voy a verle…
—Ya que está aquí… pero no escandalice más de lo que ya lo ha hecho.
Ella se acercó a la puerta cerrada como si flotara, aturdida y con un extraño temor
culebreándole por todos sus nervios.
Cuando el perro vio la dirección que tomaba brincó hacia ella y la adelantó,
parándose delante de la habitación, esperando.
Marie tendió la mano hacia el tirador. Lo agarró y no encontró fuerzas con que
hacerlo girar. Miró al viejo por encima del hombro y murmuró:
—Es una burla cruel, mayor. Casi un escarnio, porque yo amaba a Frederick más
que a mi propia vida.
—Entonces, entre y dígaselo a él.
Marie giró el tirador. Lo soltó como si quemara una vez la puerta se movió. Pero
«Tigre» no era partidario de sutilezas y empujándola con el hocico la abrió colándose
dentro sin titubear.
Frederick Bannister yacía de cara al techo. Su cara sin afeitar tenía una palidez
enfermiza, pero por lo demás no parecía haber sufrido todavía ninguno de los trágicos
estigmas de la muerte.
Porque Marie no dudaba que estaba muerto. También estaba segura que el mayor
Gannet era un desequilibrado al que no podía hacerse caso.
El perro volvía a estar encaramado con las patas delanteras sobre la cama y su
aliento movía casi imperceptiblemente los largos cabellos de su amo.
Y de repente, como un sueño, sin creérselo aún, vio el lento y rítmico movimiento
de su torso.
¡RESPIRABA!
Dio un grito ahogado y corrió hacia la cama. Casi apartó al perro a empujones y se
inclinó sobre el hombre que fuera su mundo.
¡Y ESTABA VIVO!
—¡Oh, Dios…!
Deslizó los dedos por su frente. Estaba tibia, tenía el calor de la vida, y sus ásperas
mejillas igual, y al rozarle los labios con las puntas de los dedos los encontró suaves y
calientes, como cuando la besaban con todo su amor, con la pasión que les hacía elevarse
por encima del mundo, de los convencionalismos y de la misma vida.
—¡Freddy…!
—Déjele en paz. No despertará hasta dentro de una media hora.
Se volvió hacia el mayor, que se había plantado en el umbral.
—¡Está vivo! —Y estalló en sollozos.
—Ya se lo dije. Salga de aquí, y saque al perro.
Ella obedeció como en trance. El mayor volvió a cerrar la puerta. Consultó su reloj
y gruñó entre dientes.
—Siéntese y espere.
—Temo que voy a volverme loca. ¿Qué ha sucedido, cómo…?
—Es un tanto complicado de explicar.
—¡Pero Frederick estaba muerto! El doctor certificó su defunción sin ninguna duda.
—Ese médico tampoco se tomó mucho trabajo… pero sí, Frederick estaba muerto,
aunque no vaya a creer en milagros ahora.
—¡Pero si estuvo muerto y ahora vive es un milagro!
—En ese caso yo debo ser un brujo, y los viejos faquires de la India milagreros
infalibles. —No le comprendo…
—Se lo explicaré, hasta donde yo mismo conozco lo sucedido. Viví en la India
muchos años, incluso después de su independencia como asesor del ejército en formación.
Allí me hice viejo y me interesé por los fenómenos inexplicables que se sucedían ante mis
ojos asombrados. Vi hombres que caminaban descalzos sobre piedras al rojo vivo sin
lastimarse lo más mínimo. Vi ancianos centenarios, increíblemente viejos y sucios hasta la
náusea y que, no obstante, eran capaces de un poder de concentración tan potente que
movían objetos a distancia sólo con la fuerza de su mente. Fui testigo de hechos que no
puedo explicarme aún hoy, entre ellos el de que hombres aparentemente muertos volvieran
a la vida.
—No puedo creerlo.
El mayor señaló la puerta cerrada.
—Ahí tiene la prueba. Frederick vive.
—Quizá sufrió algún extraño colapso… Tal vez se trata de catalepsia…
Gannet sacudió la cabeza y barbotó iracundo:
—Se trata de veneno.
Ella contuvo el aliento.
—¿Quiere decir que le envenenaron?
—Sin ninguna duda.
—Entonces el administrador tenía razón… ¡Envenenado!
—Utilizaron una dosis ligera, supongo que para no despertar sospechas, pero
suficiente para provocar la parálisis del corazón. Aunque yo lo ignoraba cuando lo saqué
del ataúd, puede creerme. Lo único que pretendía era probar suerte con él, como había visto
hacer a los santones hindúes, aunque añadiendo algunos medios más científicos, como
drogas y el masaje cardíaco. Si hubiese transcurrido más tiempo desde la hora de su muerte
no hubiera valido la pena intentarlo.
—Pero lo hizo…
—Y sigue siendo un misterio incluso para mí. Yo había visto estrujar el pecho de un
cadáver recién fallecido, mientras le introducían una pócima con una especie de cánula en
la boca. Cantaban y danzaban a su alrededor al mismo tiempo, pero eso era pura tramoya,
folklore dedicado a sus dioses y divinidades. El hecho es que aquel hombre volvió a la vida.
—Increíble…
—Estudié el asunto durante años y años tratando de comprender el misterio. Al fin
resolví hacer una prueba y entonces murió Frederick y se dieron tanta prisa en meterlo en el
mausoleo que casi estaba aún caliente cuando le saqué. Cuando lo tuve aquí le sometí a las
pruebas que había estudiado durante tantos años. Utilicé, como le he dicho, drogas
derivadas de las raíces y plantas que empleaban en la India, y cuando le apliqué electrodos
para someterle a un electromasaje cardíaco, el corazón empezó a golpear de un modo
terrible y una sucia espuma brotó de su boca, y con ella el inconfundible hedor del veneno.
Marie escuchaba con el alma en vilo, porque todo cuanto oía era la confirmación de
que Frederick vivía, alentaba aún para ella.
El viejo sacudió la cabeza, al añadir:
—Me asusté al comprobar la existencia de veneno, porque a pesar de todos mis
esfuerzos el corazón amenazaba con detenerse de nuevo, pero había que efectuar lavados de
estómago… y le aseguro que fue toda una hazaña.
—¡Pero lo consiguió! —dijo Marie ahogando un sollozo.
—Quizá no todo haya sido obra mía. Pienso que tal vez el destino jugara también en
este caso, ya que Bannister no había muerto porque hubiera llegado al final del camino,
sino a manos de un asesino que debía pagar su crimen por atreverse a quebrar
violentamente la línea de su vida.
—¿Ha podido hablar después de su…?
—Resurrección, ¿es eso lo que iba a decir?
—No me atrevía a emplear ese término.
—Digamos de su vuelta a la vida. Sí, hablamos un buen rato, antes de que le
obligara a ingerir tranquilizantes y somníferos para que se recobrase cuanto antes.
—¿Sospecha él quién le envenenó?
—Ni remotamente. Naturalmente, estaba más bien confuso cuando se recobró. No
es fácil para ningún hombre adaptarse a la idea de que ha atravesado la barrera de la muerte
y vive para contarlo. Pero incluso así, en semejante estado, pensó en usted. Quería que lo
supiera de un modo o de otro, sin que los demás sospecharan nada. La idea de utilizar al
perro como mensajero fue de él.
Marie casi se levantó de un brinco.
—¡El mensaje sujeto al collar de «Tigre»…!
—Exactamente. Frederick dijo que ninguno de sus parientes se acercaba jamás al
animal, únicamente usted y los sirvientes.
Aturdida, la muchacha se frotó los ojos con su pañuelo. No lograba adaptarse
todavía a la idea de que el hombre que dormía en la habitación con aquel profundo sueño
artificial había cruzado el negro reino de la muerte, para regresar al mundo de los vivos y
averiguar que le habían asesinado…
Al otro lado de la puerta cerrada sonó un quejido, un sonido que era vida y era
testigo de esa vida para quienes lo oyeron.
El perro pegó un brinco y se plantó delante del cuarto con las orejas tiesas, agitando
alegremente la cola.
El mayor rezongó:
—Le dije la verdad, no me gustan los perros…, pero ése es una excepción.
Marie se había levantado. Las piernas le temblaban.
—¿Cree que…, que despierta?
—Posiblemente.
Paso a paso se dirigió a donde estaba el animal, tenso, esperando como un centinela.
El mayor Gannet gruñó:
—Bueno, abra la puerta.
Ella obedeció. La cabeza del hombre tendido en la cama giró despacio. Sus ojos se
agrandaron al descubrir a la muchacha y, con evidente esfuerzo, logró sentarse en el lecho.
—¡Marie! —balbuceó.
—¡Freddy, amor mío…!
La joven corrió hacia él y le abrazó, casi histérica. Frederick Bannister permaneció
inmóvil, mirando al mayor por encima del hombro de Marie.
Con voz ahogada murmuró:
—¿Le ha contado usted…?
—No tuve más remedio, amigo mío. Ella lo descubrió todo antes de tiempo, gracias
a ese condenado perro.
Él tendió la mano para dejarla descansar sobre la gran cabeza del animal. Las
lágrimas de la muchacha le humedecían la cara.
—¡Freddy…!
—¡Deseaba tanto verte, Marie!
Se apartó de ella, mirándola inquieto como nunca lo estuviera en su vida.
Inopinadamente le preguntó:
—Dime… ¿No te doy miedo?
—¡Fred!
—Contesta. ¿No sientes temor de mí?
—¿Temor? Te amo igual que antes. ¡Más que antes si eso es posible!
—Dios mío, Marie. Cuando me sentí morir, sentado ante mi mesa, sólo pensé en
ti…, en que te perdía…
—Tú no has muerto. Todo ha sido un mal sueño que nos ha torturado a los dos pero
del que hemos despertado a tiempo.
—Ojalá fuera tan sencillo, pero alguien me envenenó y eso es irrefutable. Tenemos
tanto de que hablar tú y yo…
—Habrá tiempo cuando te recobres. Ahora debes descansar, piensa sólo en eso. —
Imposible. Quiero saber… y tú vas a ayudarme.
—Por supuesto.
Quedaron mirándose larga y fijamente. Gannet carraspeó, enarcó sus cejas como
cepillos y cuando vio que las dos cabezas se juntaban soltó un gruñido y salió de la
habitación.
Por un fugaz instante, Marie pensó si besar a ese hombre ahora sería una sensación
distinta de la que fuera antes de su extraña experiencia. Pero la boca de él ardió en sus
labios, y aquél era el mismo fuego que ella había ansiado y creído no saborear jamás.
Siguieron abrazados hasta que el perro, impaciente, comenzó a ladrar. Rompió el encanto
del instante y ellos realmente tenían mucho de que hablar.
Capítulo XVI

DESDE la ventana de su dormitorio, Evelyn gruñó:


—Ahí está esa maldita zorra…
Su marido se volvió.
—¿Decías…?
—Que la zorra ha vuelto, y ahora con el perro. Está ahí abajo hablando con los
policías. Charles Monod se reunió con su mujer y miró hacia el jardín.
Ciertamente, Marie conversaba con el intendente Brady y el ayudante de éste, en
presencia del sargento. La vieron señalar en una dirección y tras esto los hombres se
alejaron.
Evelyn masculló:
—Van hacia el panteón seguramente… y ella entra en la casa con el perro.
Su marido se encogió de hombros.
—Al diablo con ella.
Evelyn giró enfurecida.
—¡Nada de al diablo! Hemos de hacerlo esta noche.
El hombre la miró perplejo.
—¿Estás loca o qué pasa contigo? Las cosas han cambiado después de todo lo
sucedido.
—Para mí nada ha cambiado. Mientras ella viva seguirá siendo la dueña de los
millones de Frederick. Muerta, esa fortuna nos caerá en las manos.
Con una maldición, el hombre se acercó a la puerta y la abrió lo justo para atisbar el
desierto pasillo.
Volvió a cerrar y dijo de mal talante:
—Grita un poco más, para que cualquiera se entere de lo nuestro y le vaya con el
cuento a los policías. ¿Qué demonios tienes en lugar de cerebro?
—Déjate de frases. Tenemos que…
—¡Te digo que no! —estalló Charles—. Ya sabes lo que pasó cuando lo intenté.
—No repitas la historia —gruñó Evelyn con desprecio—. Viste un fantasma y
echaste a correr como una liebre alborotando más que una mujerzuela. Chillaste como si te
mataran a ti.
Él enrojeció de ira.
—No te consiento que me hables en ese tono. Te dije lo que vi, y esa cosa
repugnante estaba allí, en el pasillo, con su cara horrenda y sus ojos malignos que parecían
despedir fuego, o como si tras ellos se agitara todo el odio del infierno.
—¡Tonterías!
—Ojalá lo hubieses visto… No me explico cómo desapareció, pero lo vi tan
claramente como te veo a ti.
—Y echaste a correr…
—¡Claro que eché a correr, maldita sea! ¿Qué esperabas que hiciera, entablar un
diálogo con algo que no era de este mundo? Si te paras a pensarlo, hay algo raro en esta
casa desde la muerte de Frederick.
—No me vengas con cuentos de fantasmas a mi edad, Charles. Confiesa que tienes
miedo y no inventes historias idiotas.
—Te advertí que no me hablases en ese tono.
—¿Cómo debe hablársele a un cobarde? Si hubiese sabido…
Él no la dejó terminar. Volteó la mano y la abofeteó una y otra vez rechinando los
dientes.
Evelyn contuvo un grito y se desplomó de espaldas, más asombrada que dolorida
ante la brutal reacción de su marido. Le miraba con los ojos muy abiertos. Se pasó la lengua
por los labios cuando un hilillo de sangre apareció en las comisuras.
Se levantó poco a poco.
—¡Charles…! —jadeó.
—Te advertí.
—Me pegaste…, me tiraste al suelo…
Fastidiado, él se encogió de hombros.
De repente, la mujer se le arrojó encima abrazándole con extraño frenesí mientras
buscaba su boca jadeando, gimoteando entre dientes empujada por un extraño e insano
deseo.
En los primeros instantes Charles no reaccionó, sorprendido. Luego, sintió el
llameante estilete de su lengua hiriéndole los labios y la estrechó violentamente contra él.
Se desplomaron los dos sobre la cama, aún enlazados, besándose furiosamente.
Después, el modo cómo le arrancó las ropas a zarpazos no fue precisamente romántico ni
delicado.
Ella jadeó:
—¡Así, así. Charles…!
Su turbio delirio culminó en medio de un estallido que les hundió en lo más
profundo de las ciénagas de una pasión yerta y estéril, porque carecía de amor.
Finalmente, exhaustos, quedaron inmóviles sobre la revuelta cama como dos
luchadores después de un combate a muerte.
Mucho más tarde ella murmuró con voz ronca:
—No sé qué sentí cuando me pegaste…, nunca imaginé que fueras capaz. Quise que
me amaras de ese modo brutal para gozar como nunca…
—Creo que te comprendo.
Volvieron a quedar silenciosos, absortos en sus propias sensaciones.
Al fin, él se levantó. Estaba vistiéndose cuando Evelyn le espetó, intrigada:
—¿Tú crees lo del veneno?
—¿Qué?
—Eso de que a Frederick le envenenaron…
—No sé, no entiendo nada de venenos, pero imagino que deben dejar algún rastro.
—Pues yo me inclino a creerlo porque no cabe duda que alguien hizo desaparecer el
cadáver para que no le practicasen la autopsia.
—De cualquier modo, fue una gran cosa que alguien lo hiciera antes de que pudiera
casarse con esa perra. Y se me ocurre que si alguien le asesinó tal vez decida hacer lo
mismo con ella ahora. Eso nos ahorraría trabajo y riesgos.
Ella sacudió la cabeza.
—No podemos arriesgarlo todo a que alguien se decida a repetir con ella lo que hizo
con Frederick. Hemos de hacerlo nosotros, con policías o sin ellos. Tal vez fingiendo un
accidente…, ahogándola…
—¿Cómo, en el estanque del jardín?
Evelyn se irguió de pronto, desnuda aún, levantándose los pechos en un gesto
provocador y lascivo.
—¡Naturalmente! —Casi chilló—. Acaba de ocurrírseme ahora mismo. Charles…
—¿Qué, tirarle a un estanque donde no hay ni dos palmos de agua?
—¡Déjate de ironías tontas! Con una almohada. ¿Comprendes? Tú y yo esta vez.
Mientras yo la sujeto tú le aplastas la cara con una almohada. No quedarán huellas, no
quedará nada, y por la mañana la encontrarán muerta y asunto terminado. ¿Quién podrá
sospechar nada? Lo atribuirán a un colapso, o vete a saber qué.
Charles le dio vueltas a la idea. Trató de hallar pegas para rebatirle, pero cuanto más
pensaba en ello más factible le parecía.
Al fin murmuró:
—Por lo visto, hacer el amor de ese modo degenerado te aguza el ingenio. Que me
condene si no es una buena idea.
Ella, de rodillas sobre la cama, se balanceó lascivamente.
—Tengo muchas más sobre el modo de hacer el amor. Las pondremos en práctica
después…, cuando Marie, la perra de Londres, haya muerto.
Él asintió sin apartar la mirada de su cuerpo desnudo.
Nunca antes se había pronunciado una sentencia de muerte semejante…
***

Estaban todos reunidos en el salón cuando los policías entraron para despedirse.
El intendente les advirtió:
—Mi ayudante y yo vamos a pasar la noche en el pueblo, para volver aquí mañana a
primera hora.
—Cualquiera pensaría que se quedarán a vigilar en torno a la casa.
Brady se encogió de hombros.
—No creo que el asesino repita su aventura. De cualquier modo, los hombres del
sargento han presentado la renuncia.
Parece como si creyeran en monstruos o aparecidos de otro mundo…
Hubo algunas expresiones despectivas que no lograron alterar al intendente, quien
añadió:
—Hemos vuelto a cerrar el panteón con otra cadena. Espero que no volvamos a
encontrarlo abierto…
Se fueron como si tuvieran prisa por llegar a alguna parte.
Charles cambió una mirada de inteligencia con su mujer. Para él, la marcha de los
policías no podía ser más satisfactoria. No obstante dijo:
—¡Valientes autoridades! Habría que presentar una queja en alguna parte…
Evelyn esbozó una sonrisa irónica. Nadie replicó a la sugerencia de su marido, así
que dijo:
—Tal vez esos inteligentes policías de Londres han creído esa historia de que es una
venganza de los antepasados de Frederick… ¿Nadie ha averiguado quién es el autor de esa
patraña?
Robert gruñó:
—El único que parece saber algo de eso es Grierson. Pero no me parece a mí que
esos policías se preocupen por las leyendas locales.
—Grierson, ¿eh?
—Dice que hay un pergamino en la caja fuerte que lo explica todo —intervino
George—. Lo malo es que no hay modo de abrir la caja sin la llave y desconociendo la
combinación.
—Si fuera posible abrirla me parece que habría cosas más importantes en ella, y no
esos pergaminos viejos —murmuró Agnes, iracunda.
—¿Crees que Frederick guardaba mucho dinero en la caja fuerte?
—No lo sé, pero siempre disponía de fuertes sumas. No me sorprendería que lo
hubiera. Y joyas… Los Bannister atesoraron una buena colección.
Agnes rechinó entre dientes:
—¡Que ahora irán a manos de esa perra!
—¡Madre, ya basta de eso!
—Digo lo que estáis pensando todos, sólo que la única que tiene valor para decirlo
con todas las letras soy yo. Y por última vez, Bob, no vuelvas a hablarme en ese tono.
Él se encogió de hombros, fastidiado.
Unos golpes en la puerta anunciaron la entrada del estirado mayordomo. Estaba
pálido y sus ojos ya no parecían tan amistosos como de costumbre.
Dijo:
—¿Alguien de ustedes sabe quién ha abierto la caja fuerte?
Se quedaron mirándole estupefactos, incrédulos.
Robert balbuceó:
—¿Quiere decir que la caja fuerte de la biblioteca está abierta, Grierson? —
Completamente. Y que yo sepa, el señor intendente no consiguió abrirla.
Cambiaron miradas perplejas mientras se levantaban uno tras otro. El mayordomo
aún añadió:
—Le preguntaré a la señorita Haines…, aunque dudo que ella poseyera la llave y la
combinación.
—Por lo menos, negó conocerla cuando el intendente probó a abrirla —dijo George.
Se dirigieron apresurados hacia la biblioteca.
La librería había sido desplazada, y la enorme y pesada puerta de la cámara
acorazada estaba abierta de par en par.
—Sólo faltaría que se hubiera cometido un robo —exclamó Robert.
Patricia dijo, asombrada:
—Pero si nadie conocía la combinación, ni nadie tenía la llave, ¿cómo la han
abierto?
—Mejor será no tocar nada —respondió Robert, ceñudo—. Los policías buscarán
huellas dactilares cuando sepan lo sucedido.
Agnes se adelantó. Grierson iba a decir algo cuando Robert casi gritó:
—¿No me has oído?
—Sólo quiero dar un vistazo al interior…
Casi se metió dentro.
Había unos compartimentos repletos de antiguos documentos y pergaminos. Dos
estantes con gruesos libros de cuentas, y unos compartimentos de acero, cerrados con llave
al parecer, aunque las llaves no estaban en las cerraduras.
Como tampoco estaba allí la de la puerta.
La mujer retrocedió tan intrigada como todos los demás.
—Habría que saber lo que había ahí dentro. Aunque supongo que el dinero y las
joyas estarán en esos compartimentos cerrados…
Grierson decidió:
—Cerraré la puerta para poder colocar la librería en su lugar.
Empujó la pesada puerta con sus manos calzadas con guantes blancos. Después, el
mecanismo devolvió la estantería a su sitio.
Robert masculló:
—Maldito si entiendo nada de lo que está pasando. ¿Quién demonios la abrió, y por
qué, si no se llevó nada?
—Eso es algo que no sabes…
—Mira, George, Frederick no era idiota. Si guardaba dinero y joyas en cantidad
debía tenerlo en esos compartimentos cerrados con llave, y ninguno parecía violentado.
¿No es cierto, madre?
—Están intactos, seguro.
—Ahí tienes, tío.
Éste sacudió la cabeza.
—Hay otra cosa a considerar… ¿Quién la ha abierto en pleno día, con la casa llena
de gente, y policías enredando por todas partes?
—No me lo preguntes. Tal vez Marie… ¿Sabe dónde está la señorita Haines,
Grierson? —le espetó Robert.
—Creo que en su habitación.
—Habría que llamarla y preguntárselo.
—Me ocuparé de eso, señor. A propósito, la mesa está preparada para la cena.
Se retiró, cejijunto. Con una mirada acusadora en sus ojos viejos y experimentados.
Agnes barbotó colérica:
—¡Ese maldito vejestorio sospecha de nosotros! Si estuviera en mi mano le echaría
de aquí a puntapiés.
Evelyn dijo:
—Sólo que no está en tu mano, mamá.
Se encaminaron al comedor. En el vestíbulo, plantado al pie de las escaleras,
«Tigre» ladeó la cabeza y les observó silencioso.
—Espera a la nueva dueña —refunfuñó Evelyn—. Ese perro es más listo de lo que
imaginaba…
Se acomodaron en torno a la mesa. Poco después oyeron la voz de Marie hablándole
al perro, y luego el ruido de la puerta principal al cerrarse.
Todas las cabezas se volvieron hacia ella cuando entró.
Ella dijo:
—Grierson acaba de decirme que alguien abrió la caja fuerte… ¿No habrán sido los
policías? Yo les autoricé a hacerlo.
Robert se anticipó al furioso comentario de su madre.
—Nos habrían hablado de eso. No, ellos no la han abierto.
—Entonces, ¿quién, y por qué?
Agnes gruñó:
—Eso pensábamos preguntarte a ti.
Marie esbozó un gesto de perplejidad.
—No lo comprendo, desde luego.
Fue a ocupar su sitio en la mesa.
Patricia encendió un cigarrillo. Su mirada buscó la de Robert, pero éste parecía muy
preocupado.
Murmuró, como hablando para sí misma:
—Esta noche cerraré la puerta con llave…
Evelyn le espetó:
—Eso irá contra tus costumbres, Pat, querida.
Patricia enrojeció de ira.
La joven camarera entró precedida por el mayordomo y se hizo el silencio más
absoluto mientras les servían la cena.
Más tarde, en un momento determinado, las miradas de Robert y Marie se cruzaron.
La muchacha le sonrió instintivamente y él comentó:
—La vuelta del perro parece haberte alegrado…
—Así es.
Agnes saltó:
—¡Vaya estupidez! Por un simple animal…
—Es mucho más que eso —replicó Marie plácidamente—. Temo que usted no lo
comprenda, pero «Tigre» es algo entrañable en esta casa.
George, temiendo que su madre dijera alguna de sus acostumbradas impertinencias,
se le anticipó.
Dijo:
—Entiendo, Marie. El perro era el amigo de Frederick…
—Su más fiel amigo, George.
Agnes rezongó:
—Pues lo ha disimulado bastante bien me parece a mí. Hasta ahora no veo que haya
dado muestras de sentir la muerte de su amo.
—Quizá para «Tigre» Frederick aún esté vivo.
—No digas tonterías.
Marie se limitó a sonreír y Robert pensó que en aquella sonrisa había una alegría
oculta pronta a desbordarse. No comprendía ese estado de ánimo y por unos instantes pensó
si Marie no estaría pensando más en la herencia que en el hombre que se la había legado.
Poco después abandonaron el comedor para reunirse en el salón donde acostumbraban a
tomar café.
Cuando el mayordomo y la camarera acabaron de servirlo y se encaminaron a la
puerta, George dijo de pronto:
—Un momento, Grierson.
—¿Sí, señor?
—Ahora la caja está abierta y usted dijo que el famoso pergamino se guardaba en
ella. ¿Cree que podría encontrarlo?
—No sé…
—Sólo por curiosidad, me gustaría verlo.
Apurado, el mayordomo miró a Marie, como pidiéndole su opinión:
La muchacha murmuró:
—Puede buscarlo si le parece, Grierson, aunque los policías quizá piensen que
hemos tocado lo que no debíamos.
—Como usted decida, señorita Haines…
—Vaya a buscarlo.
Asintió y se fue.
Agnes, como siempre que el mayordomo demostraba con su actitud quién era la
señora de la mansión, se puso roja de ira. Dejó el café sin tocar y levantándose masculló:
—Voy a mi cuarto…
La siguieron con la mirada, asombrados. Ella salió y cerró de golpe.
Esperaron impacientes el regreso de Grierson, pero cuando apareció no traía
documento alguno.
—Lo siento. No pude encontrarlo, señorita Haines. Sin embargo, siempre se
guardaba en la caja fuerte, con todos los demás.
—Qué extraño.
Grierson murmuró:
—No me sorprendería que quienquiera que haya abierto la caja se lo haya llevado.
—Vamos, Grierson, nadie violentaría una caja fuerte como ésa sólo para robar un
antiguo pergamino sin sentido —se mofó George.
—Yo no diría que sea tan sin sentido, señor.
Ahora todas las cabezas giraron hacia él.
Robert le espetó:
—¿A sus años y cree usted en una leyenda semejante, Grierson?
—Después de lo que sucedió anoche, señor, estoy más convencido que nunca de
que esa leyenda contiene algo de verdad.
Marie se estremeció.
—¿Recuerda usted qué hay escrito en el pergamino? —preguntó.
—Apenas nada, señorita. Sólo lo vi una vez, hace ya muchos años, cuando el señor
Bannister era mucho más joven…
—Pero mencionaba que la maldición se desencadenaría en caso de que el último
descendiente fuera asesinado, según dijo usted…
—Algo así, ciertamente. Sólo en caso de que el último Bannister muriera en manos
de un asesino, la venganza sería desatada. También en el pergamino creo que se especifica
la razón por la cual sólo los descendientes directos de los Bannister pueden ser enterrados
en el panteón. Pero ya no recuerdo los detalles… Lo lamento.
—No importa, Grierson, gracias de todos modos.
El viejo se retiró meneando la cabeza, muy preocupado.
George se levantó.
—Todas estas viejas tonterías podrían darle color local a este asunto si no hubieran
asesinado a Harold y al policía. Ahora no tienen ninguna gracia. Buenas noches a todos,
hasta mañana.
Robert y Patricia quedaron solos delante de la chimenea encendida, mientras Marie
seguía hundida en una butaca, un tanto apartada de ellos.
Cuando el silencio amenazaba con crear una desagradable sensación de tirantez,
Marie dijo suavemente, como si se tratara de un comentario banal:
—Robert…
—¿Sí?
—Frederick fue envenenado.
Él dio un brinco.
—¿Qué?
—Lo sé con seguridad. Alguien que está en esta casa le asesinó.
—¿Cómo puedes afirmar una cosa semejante?
—Aún no puedo explicarte cómo, pero lo sé. ¿Quién crees que lo hizo, Robert?
Patricia estaba lívida y sus ojos saltaban del uno al otro llenos de inquietud.
Él replicó:
—No creo que ninguno de nosotros lo hiciera, Marie. Somos una pandilla de
parásitos acostumbrados a vivir a costa de los Bannister, pero de eso a asesinar a Frederick
media un abismo.
Patricia balbuceó:
—¿Y los empleados de la casa? Les deja mucho dinero…
—Vamos, cariño, no convirtamos esto en una novela gótica con mayordomo asesino
y todo lo demás. Estoy seguro que todos ellos se dejarían cortar una mano por Frederick. —
Entonces, ¿quién?
Robert se encogió de hombros.
Marie remachó:
—Está en la casa, Bob. Anoche intentó matarme a mí…
—Y asesinó a Harold y al policía. ¿Es eso lo que quieres decir?
—No. Por lo menos esos crímenes no parecen cometidos por alguien más hábil con
el veneno… o con el puñal, protegido por la oscuridad.
—Entonces hemos de pensar que hay dos asesinos…, Marie, tengo la impresión de
que estamos perdiendo la chaveta todos nosotros. Es como si la muerte de Frederick
hubiera abierto las puertas del infierno.
Marie se levantó y dijo con voz fría:
—Quizá es eso lo que ha sucedido, Robert.
Éste enarcó las cejas. Otra vez la muchacha le desconcertaba.
Luego, ella se despidió y él dijo antes de que saliera:
—Si temes que atenten contra ti, Marie, puedes cambiar de habitación sin advertirlo
a nadie. O si lo prefieres puedo acompañarte, si eso ha de tranquilizarte.
—Gracias, Bob, pero cerraré la puerta con llave. Buenas noches a los dos.
Al cerrarse la puerta, Patricia murmuró:
—Yo también voy a subir.
—Cierra con llave —y al ver que ella le miraba sobresaltada y dolorida añadió
sonriendo—. Yo llamaré.
—A veces me gustaría arañarte.
—No sé si eso sería preferible a una de tus bofetadas.
—Haré la prueba esta noche si tardas demasiado.
Robert quedó solo. Estiró las piernas delante de la chimenea y encendió un
cigarrillo, preocupado.
Dejó que se deslizara el tiempo con la mirada perdida en las llamas, y a pesar de que
pensaba furiosamente en la situación, ni por un instante imaginó que el horror de las
tinieblas estuviera tan cerca.
Capítulo XVII

LAS brasas chisporroteaban en la chimenea extinguiéndose poco a poco. Robert


parpadeó sobresaltado al darse cuenta de que se había quedado amodorrado junto a la
lumbre y dio un vistazo al reloj.
Patricia debía empezar a impacientarse, quizá asustada por la soledad de su cuarto.
Se levantó y en aquel instante oyó el rumor en el vestíbulo.
Le pareció un ruido furtivo, algo semejante a un roce.
Se deslizó hacia la puerta y escuchó conteniendo el aliento. Sin duda algo se movía
allá fuera.
Con extremada cautela, apagó la luz y luego abrió la puerta lo justo para atisbar por
la rendija.
Sintió que se le erizaban los cabellos. Todo su cuerpo fue invadido por una
sensación viscosa y repelente producida por el terror.
Una figura informe y descarnada subía la escalera peldaño a peldaño, despacio.
Envuelta en un sudario amarillento hecho andrajos, que flotaban a su alrededor y cuyos
harapientos extremos rozaban el suelo, se movía igual que flotando en el aire. Una cabellera
enmarañada le colgaba sobre la espalda hasta la cintura y los cabellos eran semejantes a
hierba reseca y sucia.
Robert ahogó un grito y por unos instantes fue incapaz de moverse siquiera a pesar
de que el espanto se agolpaba en su garganta. Tampoco pudo despegar la mirada de aquella
cosa horrenda, como fascinado por su mismo increíble horror.
Luego, la aparición llegó al recodo de la escalera y la luz de la pequeña lámpara de
pared le dio en el rostro.
O en lo que alguna vez, Dios sabe cuándo, fuera un rostro.
En sus órbitas huecas, lagos de noche rojiza palpitaban con el fulgor del infierno, y
el hueso asomaba en los pómulos luchando con la descomposición de la carne purulenta.
Robert notó en las ventanas de la nariz el azote de un hedor a podrido, a
descomposición, pero era tanto su espanto que ni siquiera le produjo náuseas.
Se sorprendió a sí mismo boqueando como un pez fuera del agua, y retrocediendo
cerró la puerta y permaneció apoyado de espaldas contra ella, sumido en penumbra rojiza
en la que danzaba el brillo de la lumbre.
Sentía el cuerpo inundado de sudor helado y los miembros le temblaban. Dudaba de
su propia cordura, pero repentina mente pensó en Patricia, en Marie, que estaban allá arriba,
en sus habitaciones…
¡Solas!
Respiró hondo, giró y abrió la puerta de par en par.
El horrendo personaje había desaparecido.
Tambaleándose, con los dientes castañeteándole de un modo que daba grima, dio
unos pasos hacia la escalera. El hedor seguía flotando allí, como una prueba de que no
había sufrido una alucinación.
Estaba aterrorizado, pero el recuerdo de las muchachas le obligó a reaccionar. Si
tuviera un arma…, cualquier arma…
La panoplia se le ofreció repleta de soluciones. Viejas armas de otras épocas sobre
terciopelo rojo.
Allí donde había reposado el puñal del frustrado asesino había una mancha más
clara. Soltó un quejido y arrancó una sólida espada de dos filos. En el primer instante casi
escapó de sus manos porque no había imaginado que pesara tanto. Luego, con ella
empuñada, echó a correr escaleras arriba.
De un empujón abrió violentamente la puerta del cuarto de Patricia. La muchacha se
irguió en la cama, completamente desnuda y con el resplandor de las llamas de la chimenea
jugando a luces y sombras en sus pechos erguidos.
Él entró y cerró a sus espaldas, ahogándose de angustia y terror.
Patricia descubrió entonces, asombrada, la espada en sus manos y la expresión de su
rostro.
—¡Bob! ¿Qué significa esa espada…, qué ocurre?
—¡Lo vi! —balbuceó—. ¡En la escalera…!
—¿A quién?
—No sé quién era. ¡Dios, no sé qué era! Pero subía a este piso como si flotara…
Patricia saltó de la cama estremecida de temor. Instintivamente buscó una bata y se
la echó encima de sus hombros dorados.
—¿Qué fue lo que viste, Bob?
—Una cosa horrenda… Temí por ti y por eso vine. Pensé que… ¡No sé siquiera lo
que pensé, sólo que tú podías estar en peligro!
Ella le abrazó apretándose contra su cuerpo llena de ternura y agradecimiento. Con
la cara pegada a la de él susurró:
—¿Crees que era lo mismo que yo vi?
—Estoy seguro. Su cara…, era espantoso, Pat…
—No te apartes de mí, Bob.
—¿Y Marie? Puede haber ido a su cuarto.
—Hubiera gritado.
—Quizá no pueda gritar.
Se miraron unos instantes, desbordados por el pánico y la incertidumbre.
Repentinamente, él gruñó:
—¡Vamos!
Salieron al pasillo y sobrecogidos de espanto miraron a ambos lados. Nada se movía
y las sombras lo invadían todo. Lo cruzaron y él llamó a la puerta del cuarto de Marie con
los nudillos.
La voz inquieta de la muchacha murmuró al otro lado:
—¿Quién está ahí?
—Abre, Marie. Soy Robert. Pat esté conmigo.
Marie abrió. Su cuerpo se delineó bajo el leve camisón con toda su fulgurante
belleza, pero en esta ocasión Robert no estaba en condiciones de apreciar tanta perfección
anatómica. La empujó a un lado y cerró a sus espaldas. Dio vuelta a la llave y apenas
entendió lo que la muchacha preguntaba.
Se volvió, lívido.
Marie señaló la espada y repitió:
—¿Qué significa eso, Robert?
Balbuceando, Robert le contó lo que había visto en la escalera sin entrar en
demasiados detalles, pero terminó:
—Ésa es la razón de que empuñe esta espada, como los caballeros de la Tabla
Redonda. No sé dónde se metió ese engendro pero sin duda está en algún lugar de esta
planta. Patricia lloriqueó:
—Yo lo vi la otra noche y era una cosa horrenda, Marie. ¡Te juro que lo vi!
Robert miró en torno. Corrió hacia la puerta del baño y desapareció dentro,
comprobando que la puerta del otro lado estuviera cerrada con llave. Luego hizo lo mismo
con la ventana y tras esto se encaró con las dos mujeres.
—Por lo menos aquí no podrá entrar —rechinó entre dientes, salvajemente—. ¡Y si
entrara…!
Por primera vez en su vida le inundó el sentido de responsabilidad, una
responsabilidad tan grande como la seguridad y la vida de aquellas dos muchachas
aterrorizadas. Dependían enteramente de él, de su entereza, de su valor. ¡De la fuerza de su
brazo!
Una gran ternura le invadió.
—¡No entrará! —murmuró lleno de ira—. ¡Maldito sea, no podrá pasar esa puerta!
Ojalá viniera el maldito engendro del infierno… terminaríamos de una vez.
—No digas eso, Robert.
—¡Le mataría! Ahora podría hacerlo pedazos. ¡Sé que ahora podría hacerlo, Pat!
Marie le sonrió, pero sus ojos estaban húmedos de lágrimas cuando musitó:
—Frederick no se equivocó contigo, Bob. Se sentirá orgulloso cuando lo sepa.
—¿Has perdido la chaveta tú también? Fredy está muerto. Hemos de valernos por
nosotros mismos.
Pat sollozó:
—Deberíamos guardar silencio para oír si se acerca…
—Tienes razón.
Las dos jóvenes se sentaron en el borde de la cama, abrazadas por la cintura.
Robert colocó una butaca en el centro del cuarto, delante de la puerta, y se
derrumbó en ella agarrando a su impresionante espada medieval.
Así se deslizó el tiempo.
***

Se habían revolcado en la cama hasta el agotamiento. No se habían amado, ni hecho


el amor, porque no existía amor en el turbio marasmo que precedía al crimen.
Evelyn se desprendió de su marido y jadeó:
—Vístete. Ya deben estar todos dormidos.
Él rezongó al saltar del lecho.
Se vistieron en silencio, apartados uno de otro, como si no se atrevieran a mirarse a
la cara. Ella se enfundó las manos en unos guantes y como si tratara de convencerse a sí
misma murmuró:
—No estoy siquiera nerviosa. ¿Y tú?
—Tampoco.
—Todo saldrá bien esta vez, pero hemos de obrar rápido y seguro. ¿Recuerdas todo
lo que hay que hacer?
—¡Sí, sí!
Ella le observó un instante, dubitativa.
Charles estaba poniéndose los guantes a su vez.
Ella repitió lo que ya habían hablado hasta la saciedad:
—Te echarás encima de ella y le apretarás la almohada sobre la cara. ¿Entiendes,
Charles? Yo le sujetaré las piernas, pero tú debes impedir que grite. Sobre todo, eso, que no
grite. Apriétate contra ella, como si la poseyeras —soltó una risita absurda y añadió—: No
podrá moverse, no podrá hacer nada y todo habrá terminado en un minuto.
—¡Está bien, está bien, ya lo hemos hablado un millón de veces!
Su voz era casi histérica, lo que hizo que Evelyn le mirara preocupada.
Salieron al oscuro y desierto pasillo. Escucharon el silencio.
—Vamos…
—No hagas ningún ruido —musitó Charles—. Es posible que tu hermano y Pat
estén juntos, despiertos, divirtiéndose en la cama.
—Bueno, algún día le diré a esa…
—¡Cállate!
Como heraldos de muerte se encaminaron a su siniestro destino.
En las escaleras estaba encendida la pequeña lámpara de pared, pero no era
suficiente para disipar las sombras unos pasos más allá. El vestíbulo, allá abajo, era un pozo
de tinieblas.
Cuando la pareja hubo dejado atrás la escalera, en la negrura del vestíbulo se agitó
una sombra. Fue una suerte de remolino desgajándose de las tinieblas rumbo a los primeros
peldaños.
La sombra empezó a subir. Llevaba daga y espada. Las bullentes cuencas de sus
ojos albergaban la crueldad absoluta del mal.
Evelyn y Charles se detuvieron agazapados delante de la puerta de la habitación de
Marie.
Él probó el tirador con infinito cuidado.
—Está cerrada con llave —musitó.
—Claro…
Evelyn le entregó una llave, que él introdujo sin un ruido, tan lentamente que el
tiempo pareció detenerse. Sin embargo, a pesar de todo su cuidado, no pudo evitar que
produjera un leve tintineo. Al fin consiguió encajarla por completo y se irguió.
Cambiaron una mirada tensa. Ella asintió con un gesto. Charles agarró la llave y
empezó a girarla con la misma lentitud con que la había introducido.
Estaban rígidos, tan tensos como cables y tan absortos y pendientes del instante en
que la puerta se abriera, que no eran capaces de captar nada más, incapaces de descubrir al
ser horrendo que estaba detrás.
La primera noticia de su presencia fue la garra huesuda que se hincó en el hombro
de Evelyn.
Ella dio un respingo, volviéndose ahogando un grito.
Se enfrentó al rostro carcomido y purulento, al pozo negro y burbujeante de unas
órbitas vacías, y no obstante animadas por el fulgor del infierno.
Boqueó mientras la garra se hincaba en su carne y tiraba de ella como si quisiera
arrastrarla.
Sus pies azotaron el suelo. Tenso, Charles jadeó:
—¡Quieta, estúpida!
Evelyn era una masa de empavorecido dolor. Su boca se había desencajado en un
vano intento de gritar todo el horror que la inundaba, sin que el terrible dolor de las uñas
hundiéndose en su carne lograra devolverle la facultad de la voz.
Hizo un intento por librarse, por retroceder. Entonces, la otra zarpa descarnada del
monstruo subió para sujetarla, pero el movimiento de Evelyn hizo que cayera sobre sus
pechos y allí se hundieron los dedos huesudos, descarnados, como afilados puñales
clavándose en la carne blanda y tibia de su seno.
Y al fin gritó. El dolor y el espanto hicieron que un alarido infrahumano burbujeara
en su garganta antes de convertirse en el aullido bestial que retumbó por todo el pasillo
como un clarín.
Charles dio un brinco, volviéndose espantado.
Lo que vio le dejó paralizado.
Ella rugió:
—¡Charles, ayúdame…!
No podía moverse.
Su mujer se debatía sin fuerzas contra la fuerza irresistible que la sujetaba y gritó
otra vez, y otra, pidiéndole ayuda.
¡Y él no podía moverse!
Vio saltar la sangre a borbotones del pecho desgarrado de Evelyn. Otro torrente rojo
brotaba de su hombro y el rojo de la sangre parecía llenarle las retinas, el corazón y hasta el
alma.
Al fin logró despegar los pies del suelo. Se tambaleó sin saber cómo luchar contra
aquella cosa descarnada y rígida.
Y entonces vio al otro y quien soltó un grito fue él, porque el hombre del jubón
avanzaba espada en mano procedente de las escaleras.
Retrocedió convertido en un espasmo de horror. Su espalda pegó contra la puerta
que había intentado abrir mientras el aparecido avanzaba sin prisas, seguro de su poder.
Los alaridos de Evelyn languidecían. Eran sólo quejidos que estremecían las
piedras, pero nada más. La vida escapaba de su cuerpo con el torrente de su sangre.
Charles bramó:
—¡SOCORRO!
La espada silbó en el aire y él aún pudo ladearse lo justo para esquivar el tajo. Dio
un golpe contra la puerta, y luego el acero le atravesó de un solo golpe clavándole contra la
madera igual que un insecto.
Sus alaridos se hicieron roncos, lacerados tanto de dolor como de espanto. Vio aún
al guerrero acercar su rostro destruido al suyo y mirarle con sus cuencas que eran pozos
negros de odio. Luego, retiró la espada y Charles se desplomó de rodillas.
Estaba cayendo de bruces cuando el acero descendió como un relámpago sobre su
cráneo. Hubo un estallido de sangre y huesos astillados y Charles ya no sintió nada más
porque entró en el reino de su matador:
En el reino de los muertos.
Dentro del dormitorio las dos muchachas se habían abrazado y cada alarido que
resonaba al otro lado de la puerta se clavaba en ellas como un dardo.
Robert, con la enorme espada sujeta con las dos manos, las piernas abiertas en
compás, se había plantado en medio de la habitación. Sus pelos se erizaban a cada aullido.
Pero ahora sabía que no cedería ante ninguna aparición, que lucharía hasta el último asomo
de vigor que quedara en su brazo.
Oía apagarse los alaridos poco a poco. Luego, el terrible golpe en la puerta que le
hizo dar un salto y alzar la espada.
Pero la puerta no se movió. Nadie intentó entrar. Oyó un golpe seco y el impacto de
un cuerpo contra el suelo. La voz de mujer que ya no parecía siquiera humana se agotó
también con un gorgoteo burbujeante y se hizo el silencio allá fuera.
No podía soportarlo por más tiempo.
—¡Voy a salir! —jadeó—. ¡Voy a matar a ese engendro…!
—¡No, Robert!
Se volvió hacia las muchachas.
—¡No puedo soportarlo más! Entrad en el baño y cerrad la puerta con llave.
—¡No salgas, Bob…!
—¡Adentro!
Marie tiró de Patricia y ambas entraron en el cuarto de baño.
Robert saltó hacia la puerta, dio vuelta a la gruesa llave y tiró.
La puerta no se movió una pulgada.
Enfurecido, tiró una y otra vez zarandeado por sus propios esfuerzos, pero la puerta
parecía clavada en el marco.
—¡Dios, Dios…!
Se volvió. Las muchachas aparecieron de nuevo a sus llamadas y él entró en el baño
para abrir la otra puerta que comunicaba con el pasillo más allá del recodo.
No pudo ni moverla.
Quedaron mirándose asombrados, llenos de incertidumbre y temor.
—¡Nos han encerrado! —barbotó incrédulo—. Pero ¿cómo…?
—Ya no se oye nada…
Tendió el oído. El silencio parecía haberse enseñoreado una vez más de la gran casa.
—No comprendo…, no comprendo nada. ¿Dónde están los demás? Deben haber
oído los gritos…
Patricia susurró:
—¡Muertos!
—¡No pueden haber muerto todos! Mi madre, tío George, Evelyn y Charles…
Se miraron desbordados por lo que no comprendían.
Una vez más, Robert forcejeó con la puerta.
—Imposible —jadeó—. No hay fuerza humana capaz de abrirla.
—¿Quién crees que intentó entrar antes de que empezaron a gritar?
Él se volvió hacia Marie con el ceño fruncido.
—La voz, al principio, pareció la de Evelyn…
—¿Piensas que tu hermana…?
Él estaba lívido. Murmuró:
—Ojalá me equivoque, pero me pareció su voz. Luego, cuando se alzó de aquel
modo ya no parecía siquiera una voz. Era un rugido o vete a saber.
Pat masculló:
—Había un hombre también, lo oí.
Robert desvió la mirada, no deseando que las dos jóvenes leyeran en sus ojos el
convencimiento de que quienes habían intentado penetrar en el dormitorio de Marie habían
sido su propia hermana y su marido.
Entonces, por fin, comenzaron a oírse gritos de alarma en toda la casa. Lejanos,
interrogantes, como si se preguntaran unos a otros.
Ruido de carreras, y pasos acercándose por el pasillo. Un grito, un auténtico alarido
de terror. Los pasos se alejaron a todo correr.
—¡Maldita sea! ¿Por qué huyen ahora?
Sonaban puertas al cerrarse de golpe aquí y allá.
Y de repente, como contrapunto a las voces, en el exterior comenzó a ladrar el perro
y sus rugidos sonaron salvajemente en una noche de aquelarre.
Capítulo XVIII

MARIE se precipitó hacia la ventana y la abrió de par en par, asomándose con


medio cuerpo fuera.
—¡«Tigre»! —gritó.
Los ladridos resonaban más próximos.
De pronto el perro apareció allá abajo, apenas una sombra veloz que cruzó hacia la
esquina y desapareció.
—¡Dios mío, no…!
—¿Qué pasa?
—¡Va hacia la puerta!
Robert maldijo entre dientes.
—Bueno, el perro sabrá valerse por sí mismo.
—¡No comprendes, Bob! El perro sabe…
La miraron perplejos. Ella decidió:
—¡He de salir de aquí!
—Bueno, prueba a abrir la puerta.
Marie no pudo ni moverla.
Presa de la desesperación la golpeó con los puños y luego estalló en sollozos.
Robert la apartó de la puerta casi violentamente. Marie dejó que Patricia se abrazara
a ella y la obligara a regresar hacia la cama.
Él las contempló incapaz de comprender la absurda reacción de Marie. Un perro era
sólo un perro y había cosas mucho más graves de que ocuparse.
Le pareció oír voces lejanas. Grierson tal vez, pero sin que nadie viniera a sacarles
ni de su encierro ni de su zozobra.
Marie sollozaba entrecortadamente sujeta aún por los brazos de Patricia. Ésta
levantó la mirada hacia Bob y murmuró:
—No entiendo lo que le pasa…, sólo porque oyó ladrar al perro…
Marie balbuceó:
—Él ha venido…, el perro estaba con él, y le matarán…
—¿De qué demonios estás hablando?
Antes que Marie pudiera replicar, Patricia se levantó de un brinco. Marie casi se
desplomó ante la mirada estupefacta de Robert.
Éste gruñó:
—¿Y ahora qué te pasa a ti?
Patricia boqueaba. Señaló la puerta y él giró como un rayo. Levantó la espada
porque la puerta se abría poco a poco en completo silencio. Sabía que tenía que luchar por
las muchachas y dominando el pánico se dispuso a matar o morir si aquella carroña que
viera era más poderosa que él y el acero de la espada.
La puerta acabó de abrirse y Frederick Bannister se irguió en el umbral.
Patricia lanzó un alarido y se desplomó como herida por un rayo.
La espada escapó de los dedos inertes de Robert ante la aparición. Fue incapaz de
mover un músculo, incapaz incluso de parpadear.
Pero Marie sí reaccionó. Dio un salto hacia el aparecido y echándose los brazos al
cuello sollozó:
—¡Fred! Dios mío, creí que…
Él la abrazó, cerrando la puerta con el pie y mirando a Robert con gesto perplejo.
Cuando ella se despegó lo justo para mirarle al rostro Frederick descubrió la inútil espada y
su perplejidad aumentó. Marie dijo en un susurro:
—Pensé que también te matarían a ti…, cuando el perro ladró abajo supe que habías
venido…
—Han matado a alguien ahí fuera… un hombre y una mujer. ¿Por qué esa espada,
Bob? Éste boqueó, pero no pudo hablar.
Frederick sonrió sin humor.
—Ya veo… te erigiste en defensor de tus dos damas, como los caballeros de los
viejos tiempos.
Avanzó y Robert retrocedió de un salto.
—¡Por todos los santos! —estalló al fin—. ¿Qué clase de infierno se ha desatado
esta noche?
—Tómalo con calma. No soy ningún fantasma.
—¡Por los clavos de Cristo! Tú estás muerto…
—Lo estuve.
—¡Y dices que no eres un fantasma y reconoces haber estado muerto! ¿Qué pasa
aquí, quién es el que ha perdido la chaveta?
—Es largo de explicar, Bob. Mejor que te ocupes de Pat.
Robert sacudió la cabeza. No le habría sorprendido oír sonar campanas dentro del
cráneo. Pero levantó a Patricia depositándola en la cama para volverse al instante,
convencido de que, ahora, la aparición ya no estaría allí.
Pero sí estaba. Con los labios pegados a la boca de Marie y tan sólido como una
roca.
—¿Cómo abriste la puerta? —masculló.
Él apartó a Marie y dijo:
—Empujándola, naturalmente.
—Pero nosotros no pudimos ni moverla hace sólo un minuto.
—Eso importa poco ahora. Quiero saber qué está pasando en mi propia casa. Hay
dos cadáveres en el pasillo, muertos de una manera atroz. Lo siento, Robert…
—¿Qué?
—Tu hermana y Charles.
—Así que eran ellos… Les oímos gritar. ¡Condenación! Ellos eran quienes
intentaban matar a Marie, ahora estoy seguro.
—Ya veo…
—Pero estamos hablando como si tal cosa y tú no puedes estar aquí. Asistí a tu
entierro.
—Ya lo sé, pero hay otras cosas más importantes de que hablar ahora.
Robert volvió a apartarse cuando Frederick adelantó unos pasos, pensativo.
—No huyas, Bob —rezongó—. Cuando sepas la verdad comprenderás lo sucedido.
Pero ahora hemos de saber qué sucede aquí. Estoy aturdido y no entiendo nada.
—Aturdido es lo menos que puedes estar después de haber resucitado… ¿O yo
estoy loco y tú no estés aquí?
—¡Ya lo creo que estoy aquí! Y si continúas portándote como un pusilánime voy a
darte un puñetazo sólo para que compruebes que soy tan sólido como antes.
—Bueno…
—Sé que alguien intentó matar a Marie la otra noche. Y que ahora hay dos
cadáveres ahí fuera, presumiblemente muertos cuando intentaban penetrar en esta
habitación para repetir el intento. De modo que no es descabellado pensar que también
fueron ellos quienes me envenenaron a mí. Piensa, Bob. Era tu hermana.
—No comprendo cómo pudo llegar hasta el crimen movida por la ambición de
heredarte…, aunque siempre supe que no tenía escrúpulos. El monstruo debió
sorprenderles.
Frederick dio un respingo.
—¿Qué monstruo, Bob?
—Es cierto que no sabes… Lo vi antes, y Pat la otra noche. No es nada de este
mundo, Fred, te lo digo yo.
—Cuéntame…
A borbotones explicó lo que había visto.
Fred Bannister murmuró:
—La maldición. ¿Será posible…?
—¿Te refieres al viejo pergamino?
Él asintió.
Robert le miraba aún incrédulo de que estuviera hablando con alguien a quien había
ayudado a enterrar. Pensaba que lo vería desvanecerse en el aire en cualquier momento.
Pero Frederick dijo:
—Yo le di la combinación de la caja a Marie, y le dije dónde se guardaba la llave.
Ella la abrió y me trajo el pergamino, aunque me resisto a creer en aparecidos.
—¡Maldita sea! Te resistes a creer en ellos y estás tú aquí. ¿En qué demonios he de
creer yo?
—Ya te contaré eso más tarde. El pergamino fue extendido por un Bannister. Lo
hizo cuando un pariente de la familia asesinó al primogénito y a su mujer para heredar y
alzar se con el poder de los Bannister primitivos. La maldición asegura que si alguien mata
al heredero o al último descendiente de los Bannister provocará la venganza de sus
antepasados, que volverán de la muerte para hacer justicia. Lo he leído hace unas horas y es
un relato complicado, pero en esencia es eso lo que dice.
—¿Y tú lo crees?
—Alguien me asesinó y aquí están sucediendo cosas que no tienen ninguna
explicación. —Así que piensas que tus antepasados…
—Ya no sé qué creer. Pero si yo he vuelto de algún modo ellos quizá también
puedan. Escucha, Bob, hay que acabar con todo esto cuanto antes. Si yo voy en busca de
los demás saltarán hasta el techo al verme.
—Ya puedes jurarlo.
—Bueno, reúnelos a todos en el salón. Con leyenda o sin ella debemos terminar con
la violencia y la muerte. Pero no les digas que yo estoy aquí… eso me corresponde hacerlo
a mí.
—Está bien…
Patricia se removió. Abrió los ojos. Lanzó tal chillido que los cristales temblaron.
Robert se precipitó hacia ella para calmarla, pero necesitó tiempo y persuasión para
lograrlo. Quizá porque él no estaba seguro tampoco de que la presencia de Frederick fuera
real.
La muchacha se abrazó a él histérica de miedo.
Frederick Dijo:
—Llévatela, Bob, supongo que encontrarás el modo de calmarla.
Casi en volandas Robert se llevó a Patricia hacia la puerta. La muchacha parecía
haber perdido la facultad de moverse por sí misma.
Marie susurró:
—¿Crees de verdad que son tus antepasados los que han matado a Evelyn y
Charles?
—Y a Harold, y al pobre policía que no tenía nada que ver con este asunto… Sí, lo
creo, aunque eso es algo que no debiera de haber sucedido. Si yo hubiera podido volver
antes…
—¿Qué va a pasar ahora?
—No lo sé, supongo que la venganza cesará, ya que estoy vivo. De lo contrario
ninguno de mis parientes habría sobrevivido.
—¡Pero Robert no…!
—Hay cosas que ni yo mismo puedo responder.
Se abrazaron una vez más porque para ellos ése era el final de la pesadilla.
Para los demás ésta aún continuaba.
Robert llevó a su madre y a George al salón, y reunió al mayordomo con ellos.
Eso era demasiado para Agnes, que gruñó:
—¿Puedes explicarme qué te llevas entre manos? No creo que alternar con un
sirviente sea lo más indicado dadas las circunstancias. ¿Quiénes gritaban de aquel modo,
antes, lo sabes?
—Siéntate, madre.
—¡Quiero una explicación! ¿Tal vez la perra de Londres?
—¡Siéntate!
—¡No te consiento…!
—¡Ya basta! ¿Lo oyes? ¡Basta de una vez! Ya hiciste demasiado daño.
—¿De qué…?
—Evelyn era como tú. Y está muerta. ¿Entiendes eso, madre? Ella y Charles
trataron de asesinar a Marie… ¡Asesinos! Mi propia hermana…
—Así que fueron ellos…, los gritos…
—Puedes estar orgullosa de haberle inculcado a Evelyn tanta avaricia, tanto
egoísmo…
—¡No me hables en ese tono!
Él sacudió la cabeza.
—Ni siquiera tienes sentimientos, madre. Lo siento por ti.
George murmuró:
—¿Están muertos, los has visto tú, Bob?
—Sí. El modo cómo han muerto es otro asunto. Supongo que ha sido una especie de
bárbara justicia.
Se quedaron mirándole estupefactos y él prosiguió:
—George, ahora sé con toda seguridad que Frederick fue envenenado. Y si mi
hermana y su marido intentaron matar a Marie, suma dos y dos y sólo pueden resultar
cuatro. ¡Maldita sea, mi propia hermana!
—No puedes asegurar una cosa semejante sin pruebas, Bob…
Desde la puerta, la voz de Frederick dijo:
—Yo tengo todas las pruebas que necesites, George.
Se volvieron de un salto.
Frederick Bannister se erguía allí, acusador y desafiante, sujetando a Marie por la
cintura.
Agnes dio tal alarido que todos se estremecieron. Luego, cuando la pareja entró en
el salón ella gritó:
—¡Tú, maldito…! —Echaba espuma por la boca—. ¡No puedes haber vuelto
después de muerto…!
Robert trató de sujetarla pero se desprendió con un tremendo golpe contra su hijo.
—¡Madre! ¿Te has vuelto loca?
—¡Es un truco de esa perra… para que confiese…!
—¡Lo hice por vosotros…, por esa fortuna que iba a parar a manos de una zorra
extraña a la familia…!
Robert sintió que le fallaban las piernas. Patricia le abrazó sobrecogida de espanto.
Frederick gruñó:
—De modo que fuiste tú, tía Agnes…
—¡Maldito! Sí, yo lo hice… ¡Por mis hijos, por mí misma, para no tener que
mendigar el dinero que nos dabas todos los meses… y para que no se lo llevara esa zorra de
Londres…!
La mirada de Frederick despedía llamas cuando dijo:
—Llevarás sobre tu conciencia la muerte de tu hija, no la mía. Sal de esta casa y no
te atrevas a volver jamás, No procederé contra ti, a pesar de que hayas desencadenado sin
saberlo unas fuerzas que ignoro cómo detener. Pero la muerte de Evelyn es obra tuya en
todo caso.
Robert se cubrió la cara con las manos lleno de angustia. Pat, a su lado, se abrazó a
él mientras George aún luchaba por salir del estupor que le paralizaba.
Grierson, lívido, no apartaba la mirada de su amo, incrédulo de que estuviera allí.
Agnes, vacilante, se dirigió a la puerta. Se volvió un instante, rabiosa. Frederick
ladró:
—¡Fuera!
Salió y cerró de golpe.
Marie levantó la mirada hacia el hombre que amaba. Trató de sonreír, pero antes
que pudiera decir una palabra allá fuera sonó tal alarido que les paralizó.
Luego, Frederick corrió a la puerta y la abrió.
En medio del vestíbulo yacía el cuerpo de Agnes, aún estremecido por los últimos
estertores de la muerte.
Una vieja y mohosa espada le atravesaba el cuerpo de parte a parte. No había nadie
en todo lo que alcanzaba la vista, ni en el vestíbulo, ni en las escaleras.
El cuerpo de la asesina se contrajo por última vez y luego quedó inmóvil.
La venganza de los Bannister se había cumplido.
FIN

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