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Versión papel La Idea de Ciencia en Ortega
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Redacción
Índices Gustavo Bueno
Oviedo
Este texto recoge la intervención del autor en los VI Encuentros de Filosofía en Gijón, el viernes 13 de julio de 2001.
Introducción
Planteamiento de la cuestión
Por supuesto, el sistema de ideas etic desde el que nos dispongamos a analizar la idea de ciencia
contenida en un sistema dado (en nuestro caso, la idea de ciencia contenida en el sistema del
raciovitalismo) ha de tener una potencia suficiente como para poder «reconstruir» o «traducir» a sus
términos (en nuestro caso, al sistema del materialismo filosófico) la integridad de los términos del
sistema analizado. Esto, por cierto, no es condición suficiente para asegurar la verdad del sistema
utilizado como referencia; pero sí es condición necesaria.
2. La idea de ciencia ocupa un lugar muy destacado en la obra (en el «sistema») de Ortega. Ortega se
interesó desde siempre (desde su época de estudiante en Leipzig con W. Wundt, o en Madburgo, con
H. Cohen o P. Natorp) por todo cuanto tuviese que ver con las ciencias en el estado de su desarrollo
en la época respectiva. Incluso cultivó durante algún tiempo la Histología y la Anatomía. Ortega
escribe libros dedicados a estudiar importantes aspectos de las ciencias desde el punto de vista
histórico-sistemático (En torno a Galileo, 1940; La Idea de Principio en Leibniz, en 1946, publicada en
1958) y numerosos artículos sobre asuntos científicos, más o menos ocasionales, pero de gran
importancia filosófica («Bronca en la Física», «El significado de la Teoría de la relatividad de Einstein»:
Ortega se había «puesto al día» en relatividad en las semanas en las que se preparó la visita de
Einstein a Madrid, en 1923). Además, promovió o impulsó la publicación en español de obras y
artículos de científicos eminentes, como Von Uexküll, de H. Weyl, H. Hahn, B. Russell, o de obras
matemáticas, principalmente el libro de R. Bonola, Las geometrías no euclidianas. Las generaciones
3. Ahora bien: cuando nos disponemos a analizar las doctrinas orteguianas en torno a la ciencia desde
la perspectiva del materialismo filosófico (y, más en concreto, desde la Teoría del Cierre Categorial),
acaso la distinción más importante que hubiera que tener en cuenta fuera la distinción entre las
escalas o enfoques no gnoseológicos y la escala o enfoque gnoseológico para enfrentarse con la
realidad de las ciencias.
Si quisiéramos precisar qué es aquello que las escalas o enfoques no gnoseológicos –el enfoque
lógico formal, el enfoque sociológico, el psicológico, el histórico cultural, &c.– tienen de común de
modo pertinente a nuestro propósito, a fin de no mantenernos en una denominación meramente
negativa [16] («no gnoseológico»), y de común en su sentido más neutral posible, acaso la mejor
salida fuera apelar a la idea de las características co-genéricas, que serían las que están registradas
en cada uno de tales enfoques. ¿Y a qué llamamos características co-genéricas?
Las características cogenéricas son, sin duda, características genéricas, pero establecidas a una
escala tal en la cual las especies no quedan simplemente reducidas distributivamente al género
común, desconectadas entre sí (incluso con el peligro de desencadenar el mecanismo que venimos
denominando «eliminación de la especie por el género»), sino que figuran como tales especies, pero
de un modo que no es propiamente distributivo sino, de algún modo, atributivo. Cuando el género
«poliedros regulares» se divide en las cinco especies consabidas, cada una de ellas, por su
distributividad, puede tratarse con independencia de las demás, al menos en geometría elemental;
pero cuando el género «curvas cónicas», expresado en la «ecuación general de las cónicas», se
divide en otras cinco especies, no es posible tratar a cada una de ellas «como si las restantes no
existieran», aunque no sea más que porque puedo pasar de unas a otras (transformando las elipses
en circunferencias, por ejemplo).
Desde la perspectiva de esta distinción, fundamental, en el materialismo filosófico, entre los conceptos
cogenéricos y las especies transgenéricas, cabría afirmar que la Idea de ciencia, en el sistema del
raciovitalismo, se conforma esencialmente en un terreno cogenérico y, por tanto, ha de tender a
considerar sus posibles componentes transgenéricos como ilusiones o, acaso, como mera cuestión
«de detalle». En cambio, para la TCC la idea de ciencia se conforma en el terreno gnoseológico
transespecífico (respecto del género de referencia) sin que ello implique la ignorancia del alcance de
los componentes cogenéricos de las ciencias.
3. La concepción de la ciencia de Ortega (tal es el resultado de nuestro análisis que anticipamos aquí
para orientación del lector) se mantendría propiamente en la escala cogenérica, es decir, en una
escala tal desde la cual la ciencia es considerada fundamentalmente como una forma específica más,
aunque muy importante, dada entre las otras formas específicas de la vida espiritual humana, de la
cultura (el arte, la poesía, la política... la ciencia), que desempeña la función de género. Esta es, por lo
demás, la perspectiva genérica (cogenérica) que encontramos utilizada al enfrentarnos con el análisis
de las ciencias por otros muchos autores, historiadores o teóricos de la cultura, paralelamente a
Ortega, y muy principalmente en E. Cassirer o en E. Spengler, en su Decadencia de Occidente. Por lo
demás, ni Spengler ni Cassirer inspiraron probablemente esta perspectiva a Ortega –a lo sumo la
reforzaron: Spengler fue traducido en la Revista de Occidente– ni Ortega inspiró a Spengler o a
Cassirer.
4. Ahora bien, la diferencia fundamental entre la concepción cogenérica, como lo es, en este caso, la
«concepción culturalista» de la idea de ciencia del raciovitalismo y la concepción transgenérica que de
esta idea se forja el materialismo filosófico, puede centrarse en torno a la doctrina de la verdad
científica.
El raciovitalismo se atiene a una idea de la verdad científica que en lo sustancial (tal es el resultado de
nuestro análisis) podría aplicarse también a otras formas culturales; lo que se proporciona con el
reconocimiento de la ciencia como una forma más, aunque eminente, de la Cultura, y con la
interpretación de la ciencia como conocimiento, y consecuentemente, con la interpretación de la Teoría
de la Ciencia como una «teoría del conocimiento científico».
Desde el punto de vista del materialismo filosófico, por tanto, habría que concluir que la concepción
orteguiana de la ciencia se inclina hacia un cierto tipo de idealismo espiritualista (tomando «espíritu»
en su sentido filosófico de «forma separada activa»), en su modalidad de idealismo subjetivo, que
encuentra una gran facilidad para ser expuesto por medio de categorías psicológicas («imaginación»,
«fantasía», &c.) que le hacen accesible (aparentemente) al gran público. Decimos «aparentemente»
porque sus tesis no son propiamente psicológicas. Ortega prefirió utilizar más el lenguaje corriente
para expresar ideas metafísicas, que utilizar un lenguaje metafísico para expresar ideas corrientes
(como Pérez de Ayala pudo haber pensado, si es que su Belarmino pretendió ser una alegoría de
Ortega).
5. De lo que precede resulta la división de esta exposición en dos secciones. Una primera consagrada
a analizar la idea de ciencia de Ortega desde una perspectiva cogenérica; una segunda sección
consagrada a analizar la idea de ciencia en Ortega desde una perspectiva específica transgenérica.
Por lo demás, no distinguiremos fases o épocas, bajo la suposición de que, sin perjuicio de los
desarrollos, variantes, &c., Ortega mantuvo ante la ciencia unas tesis muy constantes. Y esta
circunstancia sería aún más relevante si comparamos las variaciones que Ortega experimentó en su
tratamiento de otras ideas, como pudiera serlo la «Idea de Roma», que Patricio Peñalver nos ha
analizado, de un modo tan certero como brillante en su ponencia (mientras que en sus primeros
escritos Ortega habría considerado a la «Idea Roma» como una «cantidad despreciable», en escritos
posteriores, acaso por influencia de Mommsem, habría alcanzado la condición de idea fundamental de
su sistema).
6. Cuando dividimos la exposición de nuestro análisis de la idea de ciencia de Ortega en dos partes, la
genérica (cogenérica) y la específica (transgenérica) no nos atenemos a motivos meramente
didácticos, sino críticos. Lo que nos interesa es determinar, críticamente, si la idea de ciencia, tal como
Ortega la percibió, se fundamenta en una idea tallada con componentes predominantemente «teórico
culturales» (genéricos) o bien si está construida con componentes predominantemente gnoseológicos.
Esta determinación crítica (clasificatoria) es decisiva desde el punto de vista de la TCC, pues ella nos
compromete, en definitiva, a tener que decidir si la idea de ciencia de Ortega (y, por tanto, la idea de
verdad científica, que también el propio Ortega considera como constitutiva de la ciencia) es una idea
genérica (cogenérica con las demás manifestaciones de la vida espiritual, es decir, de la cultura
humana) o bien si la idea de verdad científica (y con ella la idea de ciencia) es un contenido específico
gnoseológico, procedente precisamente de las propias ciencias. No se trata por tanto, simplemente, de
distinguir, desde una perspectiva «porfiriana», dos niveles de consideraciones sobre la ciencia, en las
cuales Ortega, como cualquier otro teórico de la ciencia, debiera haber recorrido: un tipo de
consideraciones genéricas y otro de consideraciones específicas. Menos aún se trata de insinuar que
Ortega no haya formulado propiamente consideraciones específicas, sino únicamente «generalidades»
tomadas de la teoría de la cultura. De lo que se trata es de precisar, armados con la distinción entre
dos tipos de determinaciones que cabe establecer en algunas estructuras, a saber, el tipo de
determinaciones cogenéricas el tipo de determinaciones transgenéricas, en cuál de estos tipos se
encuentran las fórmulas más características que Ortega ha utilizado para exponer su Idea de ciencia,
las que consideran más «profundas» o más originales, o más importantes histórica o filosóficamente.
Acaso podría ya verse insinuada o determinada esta perspectiva que llamamos cogenérica por
aquellas dos primeras ecuaciones que, al parecer (según nos dice Silver), el joven Ortega creyó poder
establecer como resumen de su experiencia alemana: Cultura = Ciencia; Ciencia = Cultura germánica.
Pero desde las coordenadas del materialismo filosófico esta circunstancia equivale no tanto a una
«denuncia» de ignorancia o de inadvertencia de las características específicas gnoseológicas de las
ciencias, cuanto a la constatación de un idealismo (o espiritualismo) subjetivo que lleva a sobreestimar
[18] la importancia filosófica de los componentes cogenéricos de las ciencias (como partes de la
cultura) y a pasar por encima de los componentes transculturales de las verdades científicas. Y desde
este punto de vista, la «profundidad», tantas veces exaltada, de muchas de las ideas de Ortega sobre
la ciencia, se nos revelará como un efecto de una «superficialidad» brillante, pero que no va más allá
de las categorías de la psicología del conocimiento, o de la sociología del conocimiento, o de la
sociología, en general.
Los artículos escritos en 1930, cuando Ortega ya ha reflexionado sobre la «moderna Biología» y sobre
la «Física actual» (principalmente la teoría de la relatividad, más que la teoría de los quanta) nos
ofrecen luminosos esquemas sobre la evolución de las ciencias, que efectivamente permiten
orientarnos en muchas direcciones del campo de «la cultura» de la época. Por ejemplo, en el artículo
«Vicisitudes de las ciencias» (tomo IV, pág. 63) dice Ortega, desde una perspectiva inequívocamente
cogenérica: «... durante el siglo XIX, todas las ciencias ejercitaron el más desaforado imperialismo. Era
este el modo vital que inspiró a toda esa época en todos los órdenes [de la vida espiritual]. Y como un
pueblo pugnaba por imperar a los demás, y un arte a las otras artes, y una clase social a las demás,
apenas hubo ciencia que no hiciese su campaña imperialista, obstinándose en mandonear a las
demás, tal vez reformarlas radicalmente. Durante una temporada todo quiso ser Física; luego todo
quiso ser Historia; más tarde todo se convirtió en Biología...». Y sigue, en otro artículo de la serie
titulado «Las ciencias en rebeldía» (tomo IV, pág. 103): «¿No hay en la nueva actitud de las ciencias,
que prefieren recluirse cada cual en su recinto y órbita, como el indicio de una nueva sensibilidad
humana, que ensaya resolver el problema de la vida por un método inverso, aceptando cada ser y
cada oficio su propio destino...?» Advirtamos que esta sospecha de Ortega sólo aparentemente podría
mostrársenos como resultado de un cambio hacia una perspectiva transespecífica. Por el contrario, lo
que Ortega nos dice ahora, acerca de la «nueva sensibilidad humana», lo sigue diciendo, en efecto,
desde una perspectiva genérica, sólo que porfiriana (distributiva), puesto que esa «tendencia a reducir
cada cosa a su propia órbita», es predicada distributivamente, no sólo de cada una de las ciencias,
sino también, por igual, de cada una de las instituciones culturales más diversas.
La perspectiva cogenérica (genérica) de Ortega pone en el mismo plano tanto la actuación de las
motivaciones que impulsan a la ciencia a circunscribirse en sus «órbitas», como a las que impulsan las
tendencias soberanistas e imperialistas de las artes, o de los Estados, a mantenerse en su
particularismo o a reabsorber, en sus respectivas esferas, a las demás. Dicho de otro modo, la
perspectiva cogenérica impide de hecho advertir los mecanismos efectivos de cierre, en virtud de los
cuales las ciencias se circunscriben a sus categorías, confundiendo esos mecanismos de cierre con
<<< / >>>
I
La perspectiva genérica:
la ciencia en el contexto cogenérico de las formas de vida espiritual
1. La ciencia, o las ciencias, significan para Ortega (y constantemente, desde sus primeros escritos,
hasta los últimos), ante todo, una manifestación de la vida espiritual humana, lo que equivale a decir,
en sus términos, una manifestación de la cultura humana; una manifestación que tiene que ver con el
conocimiento humano y con el «pensamiento creador».
2. Pero la vida espiritual humana era, a su vez, entendida por Ortega como una manifestación de la
Vida. De una vida con mil corrientes, sin duda, una de las cuales es el conocimiento, o el pensamiento,
que es una expresión, dirá Ortega (muy cerca, por cierto, de Turró) de la Vida como pueda serlo el
hambre o, en general, las necesidades fisiológicas.
El conocimiento y la razón, dice Ortega, es, ante todo, vida, y el reconocerlo así es «el tema de
nuestro tiempo». Sobre estas afirmaciones de Ortega, Bayón defendió la interpretación del
raciovilatismo como un materialismo; obviamente, el «materialismo» del que Bayón habla, tiende a
aproximarse al materialismo corporeísta. Sin embargo, a nuestro juicio, y aún tomando como criterio
del materialismo al corporeísmo, habría que «diagnosticar» a Ortega como un espiritualista, porque la
vida espiritual, según él, que está determinada por sus propias leyes –por analogía con la vida
corpórea– no sólo no es corpórea, sino que tampoco está determinada por los procesos corpóreos: se
abre camino por sí misma como un impulso creador (espontáneo, emergente, ex nihilo), es decir,
como espíritu.
3. Por ello, a nuestro entender, el biologismo de Ortega no puede interpretarse como un biologismo
naturalista (el biologismo propio de las ciencias naturales). Hay que tener en cuenta que Ortega ha
utilizado el término «biología» (en una época en la que todavía no había facultades de Biología) en un
sentido muy amplio, referido sin duda a la vida, pero tanto a la vida de las células, como a la vida de
los hombres (a la biografía) e incluso a la vida de los ángeles, arcángeles y aún a la vida divina, si
existiera. Ortega ni siquiera ha negado de plano la posibilidad de la vida divina; antes bien, la ha
tenido en cuenta, al menos como idea límite, pero más que con el despego del ateo, con el respeto del
agnóstico (por no decir del deísta; pero nos parece conveniente subrayar que Ortega no fue ateo, al
menos de un modo explícito: lo que sí quiso ser de modo explícito fue anticatólico). Era una idea que
le permitía perfilar mejor a contrario la estructura de la vida natural y humana en tanto implica un
Mundo. Porque mientras que la vida de las criaturas implica un Mundo –el Um-welt o Mundo entorno,
que literalmente se traduce en el término orteguiano Circum-stancia– la vida divina, la vida de Dios, si
existiera, no podría tener Mundo externo. [19]
Se dirá que Ortega ha partido de la vida en la fase en la cual la vida biológica es algo más que una
vida orgánica que requiera un medio exterior (en sentido termodinámico); pues sólo se ha referido a
este medio en la medida en que éste toma la forma de un mundo, en el sentido de Von Uesküll.
4. Ahora bien, la vida humana, que es vida en un sentido tan pleno como pueda serlo la vida natural,
no es reductible a la vidas animal, incluso a la vida de los animales que tienen Mundo. La vida animal
fue definida por el darwinismo (por el espencerismo) como adaptación, y su evolución, como selección
natural. Ortega se opone a este modo de entender la vida orgánica. Para él la vida orgánica es ya
creación, explosión (Ortega no parece haber prestado atención a la diferencia entre los dos contextos
en los cuales sería preciso insertar los procesos de la evolución biológica: el contexto diamérico de la
Ortega sin embargo sigue otro camino. Aún reconociendo la condición creadora de la vida en general
(que «ecualiza» a la vida natural, a la vida humana y a la vida divina), no por ello reduce la vida
espiritual humana a la vida orgánica. Ambas formas de vida (a diferencia de la vida divina) son vidas
que implican un mundo. Pero «el animal» (como dice Ortega) una vez determinado en su especie o
naturaleza, vive para adaptarse a su mundo, y aún puede decirse de él que es su mundo: «el animal
está siempre fuera de sí mismo»; el animal es perpetuamente lo otro, es «paisaje», dice Ortega,
después de observar una mañana a los monos del Retiro. Unos monos que no dejan un solo instante
de atender a su contorno físico («alerta hacia él como obsesos por cualquier variación que en su
alrededor cósmico acontezca», En torno a Galileo, lección 6, tomo V, pág. 75). Conviene subrayar que
cuando Ortega estaba viendo a los monos del Retiro, los estaba considerando desde una perspectiva
que hoy llamamos «etológica» (que implica el conocimiento), más que desde la perspectiva biológica-
orgánica.
El hombre, por el contrario, dice Ortega, es decir, la vida humana, no consiste en alterarse («hacerse
otro» en el Mundo) sino en retirarse del Mundo, ensimismarse. Creemos poder constatar, sin embargo,
que Ortega, aun cuando ha comenzado, contra el darwinismo, subrayando el carácter creador
(emergente, espontáneo) de la vida biológica, vegetal y animal, se ve después obligado a distinguir
entre una vida animal adaptada a su medio y una vida, la humana, inadaptada a su mundo natural y
necesitada por ello de crear su propio mundo. Y no podemos dejar de advertir aquí una cierta
incoherencia en la construcción de Ortega, en tanto que utiliza una vez el criterio de la vida creadora
para oponerse al adaptacionismo darwinista, para luego utilizar ese mismo criterio para dar cuenta de
la vida humana en cuanto contradistinta de la vida animal.
También es cierto que esta incoherencia podría salvarse refiriendo la creatividad, atribuida a la vida
orgánica, vegetal o animal, al mismo proceso de conformación de las especies o naturalezas
(superabundantes) constituidas por los organismos y sus mundos respectivos. Un proceso entendido
como una «explosión creadora» mediante la cual, sin embargo, cada especie, encerrada en su
Umwelt, poco tiene que ver con otras cuanto a su origen y estructura. Por ello, la creación
representada por la propia vida humana, desprovista ya de naturaleza (interpretamos: de la naturaleza
del organismo animal) ¿no tendría que ver con la creación de su propio mundo y, por tanto, de su
propia «naturaleza», que habría de ser ahora identificada con el mismo proceso de autocreación o
causa sui, es decir, con su historia? Como si la vida humana fuese algo así como una vida divina que,
sin embargo, siguiera necesitando de un Mundo.
Ortega ha formulado esta situación en su famosa tesis: «El hombre no tiene naturaleza, sino Historia»;
una tesis que, como ya hemos mostrado en otras ocasiones, había sido ya utilizada por Edgar Quinet.
En cualquier caso, la explicación de la condición creadora de Mundos por un ser, el hombre, a partir
del supuesto (metamérico) de que originariamente el hombre no está «adaptado» ni le gusta el mundo
en que vivía, tiene mucho de explicación metafísica (además de metamérica) y tautológica, puesto que
sólo puede decirse (con un lenguaje psicologista, obviamente improcedente) que a los protohombres
«no les gustaban» sus mundos, cuando retrospectivamente constatamos que han creado otros que
(hay que suponer) «les gustan más». La tautología sube de punto si se presupone que los hombres
crean un mundo nuevo porque lo han proyectado como más deseable (lo que es tanto como decir que
sus prólepsis brotan de sus «entrañas espirituales» o de su fantasía mitopoiética, lo que no es otra
cosa sino una forma de espiritualismo metafísico). Pero un proyecto sólo puede conformarse a partir
de las anamnesis, determinadas específicamente (no de un modo postulatorio o indeterminado, como
cuando se dice que «crear es una necesidad biológica que determina a los creadores»).
Desde el materialismo filosófico no diremos, en conclusión, que «el hombre crea su mundo a su
medida», a su imagen y semejanza, como si el mundo (o la cultura) emanase «del seno» del hombre.
Quien cree decir algo al afirmar que el hombre ha creado el mundo a su medida, es porque
previamente ha definido al hombre a la medida del mundo. Y este mismo tipo de crítica al
espiritualismo metafísico de Ortega, habría que reproducirlo al analizar las explicaciones que Ortega
da de la creación del Estado, por ejemplo, a partir de su idea de «proyecto sugestivo de vida en
común». Pues sólo cuando «proyecto político» ha llegado a término, puede decirse que la sociedad
política resultante fue el objetivo de aquella «sugestión».
5. Dice Ortega: La vida humana se retira del Mundo, ensimismándose, porque al no adaptarse a él
necesita, si no quiere morir, crear un mundo propio.
Es cierto que Ortega, olvidándose del original «impulso creador» de la vida espiritual (como si
estuviera consciente del carácter gratuito de semejante causa), ha recurrido alguna vez, para explicar
la supuesta inadaptación que llevaría a la ruptura del hombre con el mundo animal, a la hipótesis de
una minusvalía originaria. Recurre, en suma, al tipo de explicación que vemos utilizado por primera
vez en Platón, en su Protágoras, a propósito del mito de Epimeteo. Un tipo de explicación que,
paralelamente a Ortega, desarrollaron en Europa los defensores de la tesis de la neotenia: Bolk, en la
interpretación, sobre todo de Daque, o de Th. Lessing, para quienes el hombre sería un «mono mal
nacido», inadaptado, que necesita la «ortopedia de la cultura». También Scheller, o Gehlen, utilizaron
a su modo estas ideas. Ortega se inclina alguna vez, aunque sin desarrollarla, por una versión aún
más positivista, dada la factualidad y contingencia de la causa propuesta –aunque, por cierto,
completamente gratuita, y casi propia de la «ciencia ficción»– sugiriendo que la enfermedad originaria
del homínido, que llevaría del animal al hombre, no fue tanto una enfermedad congénita (la neotenia,
&c.) sino una enfermedad contagiosa, acaso una suerte de paludismo.
6. El mundo que corresponde al hombre, en todo caso, es un mundo fabricado por él, un mundo
cultural. Pero el hombre no ha creado el mundo cultural de una vez por todas, sino sucesivamente, la
historia comienza a ser el contenido mismo del proceso del mundo humano.
Ortega parece utilizar una dialéctica que cabría reexponer de este modo: el mundo cultural, que va
constituyéndose históricamente, tendrá que ir asumiendo las funciones de «Naturaleza»; se hará
habitual, es decir, se irá convirtiendo en una «pseudonaturaleza» en la que puede quedar oculta su
auténtica condición. Ortega se refiere a esta dialéctica (que ocupa en el sistema de Ortega el puesto
que corresponde a la caída –Verfallen– en el sistema de Heidegger) a propósito de la constitución de
algo así como lo que nosotros llamamos «cultura circunscrita»; pero puede generalizarse fácilmente
(«...el hombre, ya heredero de un sistema cultural, se va habituando progresivamente, generación tras
generación, a no tomar contacto con los problemas radicales...», tomo V, pág. 77). Es la dialéctica del
Cabría extender a los hombres, en general, el mecanismo que Ortega aplicó una vez a la
interpretación de la conducta de los monos de la antigua Casa de Fieras del Retiro –«esos monos
convirtieron las jaulas, 'recuerdos de la civilización', en selva»–. Los hombres creadores de una cultura
llegarán a ver a la cultura creada por hombres, o acaso por antepasados suyos, como una selva,
como Naturaleza; y la inadaptación a esa cultura naturalizada conduciría a una suerte de «revolución
cultural». Pero Ortega no ha extendido su doctrina en esta dirección. El término «cultura» lo reserva
Ortega para designar las transformaciones que experimentaría el Espíritu humano (más que su vida)
en el proceso de creación de la cultura. Y esto es tanto como decir que la cultura es vista por Ortega,
sobre todo, como cultura subjetual, contemplada desde su perspectiva espiritualista.
7. Se nos ofrece así la vida espiritual como un constante faciendum, como una perpetua «faena» de
creación de un mundo propio, de una cultura, en todas sus diversas manifestaciones. Este punto de
vista es el que asume Ortega al enfrentarse, no sólo con la literatura, sino con el arte, con la política,
con la técnica y con la ciencia. Los procedimientos de Ortega son aquí muy parecidos a los de
Cassirer. Ortega, impulsado por la voluntad de concretar plásticamente las abstracciones, llega a más,
identificando en gran medida la idea metafísica de una «capacidad creadora» con el concepto, de un
sabor más psicológico, de «imaginación» (dicho de otro modo: sólo en apariencia el concepto
orteguiano de «imaginación» es un concepto psicológico). Por ello puede decir que la ciencia es
hermana de la poesía (tomo IV, pág. 90; tomo V, pág. 17).
Asimismo la técnica, como la ciencia, y como el arte, llega a decir Ortega, son frutos de la imaginación,
antes que de la observación minuciosa, del sometimiento a la experiencia reivindicada por los
positivistas, a partir de la cual el entendimiento induciría leyes generales. Porque la imaginación, que
no es la mera fantasía, dice Ortega, es la misma capacidad de la que disponen los hombres (algunos
hombres; y los varones, más que las mujeres) para distanciarse del mundo natural, y crear otro nuevo
a su medida (a una medida que el propio hombre va estableciendo). El hombre –Ortega asume otra
vez la tesis de Protágoras– es «la medida de todas las cosas».
La imaginación estará también en el origen de la técnica. Cuando el salvaje imagina que un palo que
ha lanzado al aire está «volando» como si fuera un ave, e imagina que tiene un pico delante, y unas
plumas detrás, habrá inventado la flecha.
Pero en cambio surgirían grandes dificultades en el momento de tener que dar cuenta de las
diferencias entre las ciencias reales y las ciencias matemáticas, cuando se da por supuesto [21] que
éstas no necesitan corresponderse con ninguna estructura del mundo real (se ocuparían con objetos
imaginarios puros «como decían Descartes y Leibniz», a quienes se refiere Ortega precisamente para
apoyar su tesis de la «imaginación creadora» de las matemáticas). Ortega no se detiene, sin embargo,
en la dificultad que, desde su propia perspectiva, le plantean las ciencias reales, en las cuales la
«imaginación creadora» habrá de quedar notablemente limitada.
Desde sus coordenadas sistemáticas habría que concluir que Ortega, si bien puede reconocer la
afinidad entre las técnicas y las ciencias naturales o reales, no puede reconocer la afinidad entre las
técnicas y las ciencias en general, en tanto estas incluyen a aquellas ciencias que su maestro W.
Wundt llamó ciencias formales.
Y aún cabría llegar a más, a decir que acaso el sistema de Ortega, aunque no de un modo unívoco,
contiene barruntos de una visión del conflicto entre la técnica y la ciencia: la técnica sería pragmática,
interesada, y la ciencia sería desinteresada, especulativa. La ciencia se haría práctica al engranar con
la técnica, pero justamente con ello se desvirtuaría, a la vez que, gracias a ello, obtiene el éxito. El
«imperialismo de la Física» durante el siglo XIX, por ejemplo, dice Ortega, habría sido debido más que
a su condición de ciencia pura (que nos deparase el conocimiento de la realidad tenido por más
profundo y al que la filosofía creyó necesario plegarse), a las brillantes aplicaciones tecnológicas en
torno a las cuales giró el progresismo decimonónico.
9. La ciencia, en cualquier caso, es, según Ortega (traducido a la terminología del materialismo
filosófico), una especificación cogenérica de la vida espiritual humana, dotada de su propio ritmo. Su
especificidad cogenérica (aunque Ortega no lo diga de este modo) consistiría en ser «pensamiento
que busca el conocimiento y el conocimiento verdadero»; bien entendido que el conocimiento
verdadero no se concibe como mera re-presentación de una supuesta realidad preexistente a esa vida
que se encuentra en flujo permanente. Pues el «pensamiento» es un flujo viviente, como puedan serlo
las secreciones gástricas, y sin que esta comparación tenga, por parte de Ortega, la menor intención
reducionista. (En la línea del materialismo de Büchner: «el cerebro segrega el pensamiento como el
hígado la bilis.») El pensamiento es fluencia espontanea incesante que habrá de ir mudando con las
épocas y las generaciones (tomo IV, pág. 91), y que no está sometido a unas leyes rígidas estáticas,
las que la tradición ha pretendido fijar como leyes lógicas (principio de identidad, principio de
contradicción, principio de tercio excluido, ...). Ortega (citando al intuicionismo matemático de Brower)
postuló la necesidad de ampliar la lógica clásica en nombre de una «lógica de la razón vital»,
«heracliteana», si bien todo quedó en mera propuesta. El libro sobre Lógica que M. Granell, impulsado
por Ortega, escribió en 1948, no es otra cosa sino una revisión, muy bien documentada (y que tuvo
una gran utilidad en su tiempo), de las principales corrientes a través de las cuales discurrió la lógica
durante la primera mitad del siglo XX (logicismo de Russell, lógica de clases y de proposiciones,
«nuevas lógicas», tales como las lógicas intuicionistas, las lógicas polivalentes, la lógica del género-2
de P. Fevrier, un intento de adaptación de la lógica a la Física cuántica). Más dudoso es que estas
«nuevas lógicas», y menos aún las lógicas de la segunda mitad del siglo, posteriores a la muerte de
Ortega, puedan ser aducidas como testimonios en favor del proyecto de una «lógica de la razón vital»,
como algunos han pretendido.
Para Ortega la ciencia es conocimiento, y su motor es la misma necesidad vital del conocimiento
verdadero. Que la ciencia sea conocimiento es, sin duda, un supuesto ordinario, una comunnis opinio,
desde la que se explica que la teoría de la ciencia sea interpretada habitualmente como un capítulo de
la teoría del conocimiento, o «Epistemología» (entendida como la «teoría del conocimiento científico»).
La Teoría del Cierre Categorial, sin embargo, se desentiende de este supuesto común, desde el
momento en que defiende la tesis según la cual las ciencias no son conocimiento (aunque lo
impliquen), ni las verdades científicas han de referirse formalmente al conocimiento: el teorema de
Pitágoras sería verdadero, no porque sea un conocimiento; y si el conocimiento del teorema de
Pitágoras es verdadero, lo será en función de la verdad del teorea. Otra cosa es que el teorema de
Pitágoras (como cualquier otro) deba ser conocido por algunos sujetos. La TCC, en consecuencia, no
acepta la consideración de la teoría de la ciencia como un capítulo de la teoría del conocimiento, y por
ello utiliza el término «Gnoseología» en cuanto contradistinto del término «Epistemología» (en tanto
este término designa a investigaciones más próximas a la Psicología genética, en el sentido de Piaget,
o a la Epistemología biológica).
Pero Ortega entiende la ciencia como conocimiento. Por ello, según los grados de conocimiento, así
Ortega creyó poder afirmar, como tesis central de su sistema, que la ciencia primera, y no sólo
históricamente, fue la filosofía de tradición griega. La filosofía, para Ortega, es una ciencia muy
peculiar (no tiene un objeto previo), pero es ciencia al fin y al cabo. Ortega pone además en relación
esta filosofía prístina con el «descubrimiento del Ser» por los griegos (Parménides, principalmente); de
un Ser que envuelve a los Entes. Y llegará a afirmar que la ciencia griega y, posteriormente, la ciencia
moderna, se constituyó precisamente desde esa idea de un ser que actúa siempre más allá o más acá
de los fenómenos (Curso sobre Toymbee, pág. 274).
Posteriormente, según Ortega, las ciencias –en gran medida por su confluencia con las técnicas
pragmáticas– tomarán rumbos distintos que, a la vez que les permite grandes victorias, les alejarán de
su esencia, y alejarán también de la suya a la filosofía, que pretendió parecerse unas veces a las
matemáticas (con Descartes) y otras veces a la Física (con Newton), como verdaderos prototipos del
saber absoluto. Pero la filosofía es una ciencia orientada a constituirse en una crítica de las ciencias.
[22] Para la TCC la cuestión se plantea de otro modo. El estado coetáneo de tantas ciencias ya
cerradas (no por ello terminadas) obliga a reconocer que la crítica de la filosofía a la ciencia ha de
apoyarse en la propia «autocrítica» que las ciencias hacen de sí mismas.
No corresponde a la ocasión del momento el análisis histórico de estas ideas de Ortega, tan próximas
a las ideas que Husserl, y no sólo el Husserl joven de La filosofía como ciencia rigurosa, de 1910, sino
también, al Husserl maduro de La crisis de la conciencia europea, de 1937. Tampoco entramos aquí
en el análisis de la procedencia de las tesis orteguianas –Ortega era, a fin de cuentas,
profesionalmente, catedrático de Metafísica– relativas al «ser de los entes» como fundamento común
de la filosofía y de las ciencias. Ideas muy próximas a las de Heidegger, aunque con una tradición
común aristotélica y escolástica: la tradición del «Ser» como primum cognitum.
Ortega, sin embargo, al apelar al «descubrimiento del Ser» como horizonte en el cual la ciencia se
desenvuelve, estaba probablemente insistiendo en su concepción central según la cual la ciencia no
reproduce un mundo previamente dado al hombre, sino que se despliega a partir de un mundo
peculiar que se manifiesta al hombre a través del «Ser» que habrían descubierto los presocráticos.
Ortega verá a la idea del Ser de Occam como idea que no procede de una «abstracción comunista»,
sino de una contraposición con la Nada (Ortega no tuvo en cuenta la estirpe romance de la idea de la
Nada, en cuanto derivada de res natae, que tiene que ver más que con el No-Ser, con la criatura).
Es necesario constatar, aunque sea esquemáticamente, las distancias de las ideas de Ortega sobre el
origen y relaciones de la filosofía y de las ciencias y las ideas al respecto propias de la TCC. Las
distancias son diametrales. La TCC mantiene que la idea de ciencia categorial no puede ser aplicada
a la filosofía, o, dicho de otro modo, que la filosofía no es una ciencia, y que decirlo así es un modo de
confundir y oscurecer la naturaleza de la filosofía y de las ciencias; no es sólo cuestión de
terminología. Menos aún, podría afirmarse que la filosofía sea la «ciencia prístina» que tenga que ver
con el «descubrimiento del Ser» de la que derivan las demás. La filosofía no es la madre de las
ciencias; las ciencias proceden de las técnicas y son previas a la filosofía de tradición griega.
La misma historia de la filosofía griega, que nos ofrece a los presocráticos como un curso de grandes
intuiciones ontológicas (Tales, Parménides, &c.) que habría sido el germen de las primeras ciencias,
puede ser reinterpretada de otro modo, si se subraya un hecho que queda desdibujado en la historia
tradicional: el hecho de que Tales, como Anaximandro, Pitágoras, como Parménides, Anaxágoras,
como Platón, y aún Protágoras, fueron ante todo geómetras. Y que, por tanto, es la filosofía la que
puede entenderse en función de la ciencia de la geometría griega, como una forma de tratamiento de
las antiguas cuestiones ofrecidas por el mito según el estilo geométrico.
10. Para Ortega la ciencia, en todo caso, y en contra de lo que pensaba el positivismo, el empirismo o
Ortega se sorprende de «no haber visto en ninguna parte advertido este carácter tan general y
acusado del pensamiento reciente»; se refiere al carácter apriorístico de los procedimientos científicos,
mediante los cuales Einstein, por ejemplo, en lugar de «obligar al cuerpo a contraerse para adaptarse
al espacio euclidiano» –la contracción de Lorenz– decide que la geometría y el espacio se adapten a
la Física y al fenómeno corpóreo (tomo IV, pág. 104). El ejemplo aducido es muy confuso, porque esta
«revolución» einsteniana podría interpretarse como efecto de un empirismo que prescinde (al modo de
Mach y del Círculo de Viena) de las hipótesis geométrico euclidianas metafísicas; sólo que, a la par,
puede también presentarse como ejemplo de apriorismo de las leyes newtonianas, que para aceptar el
fenómeno de la contracción de Lorenz, está dispuesta a regresar a un cambio del espacio tiempo (en
la relatividad especial).
En todo caso, la sorpresa de Ortega nos sorprende hoy a nosotros, porque toda una tradición
antipositivista (representada por Duhem, por Poincaré o por Koiré –a quién Ortega no cita–) había
subrayado los componentes apriorísticos del método científico moderno. Duhem, además, había
escrito varios tomos para demostrar que el objetivo de la astronomía griega no fue tanto ofrecer una
descripción de los fenómenos celestes cuanto salvar los fenómenos (sosein ta phainomena), es decir,
interpretarlos desde el modelo de las esferas homocéntricas imaginarias. En este sentido, habría que
reconocer que el método de Descartes, de Galileo o de Newton no constituye una novedad respecto
del método de la tradición platónica. Esto no nos impediría reconocer que la «nueva mecánica»
representa una revolución en la historia de la ciencia, pero no una revolución que la TCC cifra no ya
tanto en el «método apriorístico de los modelos» cuanto en el contenido de esos modelos apriorísticos
modernos, que sustituyen las primeras esferas homocéntricas por elipses y luego por las trayectorias
inerciales rectilíneas. No puede menos de sorprendernos el que Ortega, al encarecer la novedad de la
ciencia moderna, lo hiciera a partir de su contraposición con la teoría de la ciencia del empirismo, o del
sensualismo (tipo Dingler, e incluso del sensualismo de los escolásticos que también cita), olvidando
que Duhem o Poincaré habían puesto el acento en el «idealismo apriorístico» de la ciencia moderna, y
perdiendo, por tanto, el verdadero punto de diferenciación de los procedimientos de la física moderna
con los procedimientos de la física aristotélica: el cambio de la inercia circular por la inercia rectilínea.
El «apriorismo» de la ciencia moderna, que Ortega toma (frente a los intérpretes empiristas) como
principio de su [23] interpretación, no es, sin embargo, el apriorismo trascendental, instaurado por Kant
(apriorismo de las formas a priori de la intuición –espacio y tiempo– y de las categorías) y vivo de
algún modo en sus maestros neokantianos (Cohen y Natorp). Es un apriorismo positivista, por así
decirlo, que consiste en utilizar modelos determinados procedentes, no tanto de las formas a priori
intemporales de la sensibilidad o del entendimiento, sino de las formas generales propias de cada
época o generación, heredadas a su vez de generaciones anteriores (como diría Lorenz, el etólogo).
Por eso, la ciencia experimental procede en sus construcciones como el arte o como la política. Pero
esta misma diferencia entre el «apriorismo positivista» (ejercitado por Ortega, si no lo interpretamos
mal) y el apriorismo kantiano o neokantiano, que pudo representar para el Ortega que venía de
11. ¿Cual será la fórmula, de entre las varias que Ortega utiliza, que más precisamente pueden servir
para expresar la concepción de la verdad científica y filosófica –una concepción que habrá de estar
dibujada, si nuestros planteamientos son consistentes, en un contexto cogenérico– que Ortega de
hecho mantuvo dentro del sistema del raciovitalismo?
A nuestro entender la fórmula más expresiva sería la que Ortega nos ofrece en la Lección 7ª de En
torno a Galileo (1933, tomo V, pág. 81): «La verdad como coincidencia del hombre consigo mismo.»
Lo que es tanto como decir, a nuestro juicio, que la verdad es, en resolución, la cultura consolidada,
las diferentes formas de la cultura a través de las cuales los hombres logran «coincidir consigo
mismos».
Es, en todo caso, una fórmula cogenérica que cubre, no sólo a las verdades científicas, sino también
las verdades políticas, las verdades artísticas, y todas las formas de la verdad que puedan aparecer
en la vida espiritual. Es lo que significaríamos al decir que la Idea de verdad científica se le aparece a
Ortega desde una perspectiva genérica, cogenérica.
Estamos ante una Idea de verdad, además, que permite muchas modulaciones. Es una idea aplicable
a un grupo humano, a una sociedad, a un individuo, así como a las cosas que el grupo humano, la
sociedad o el individuo hayan fabricado a su medida. La idea puede ser interpretada además de un
modo dinámico, si la «coincidencia» expresada se entiende como algo que no está dado, sino que ha
de darse en el curso de un faciendum heraclíteo, como un proceso susceptible de ser alcanzado en
grados muy diversos.
En todo caso se trata de una fórmula «sin parámetros», puesto que no ofrece ningún criterio para
establecer en cada caso la efectividad de esa coincidencia. La «coincidencia del hombre consigo
mismo» alcanzaría sólo un cierto sentido gnoseológico interpretándola en el contexto de la coherencia
lógico formal. ¿No será que Ortega aquí, como en ética o en política, está comportándose como un
estricto formalista? Cabría recordar que para Ortega, el criterio de la vida ética o moral –la que moldea
a las minorías selectas– es el esfuerzo, la disciplina; pero ese «esfuerzo» o «disciplina», como
conceptos puramente formales. Considerados al margen de sus contenidos, tanta ética podría haber
en las conductas generosas de los hombres como en sus conductas criminales: ejemplos de minorías
selectas, sometidas a una estricta disciplina y apoyadas por masas de hombres fanáticos, podrían ser
los grupos de la S.S. o de los talibanes.
Como el «consigo mismo» no está definido por contenido alguno (científico, artístico, político), puesto
que él mismo se va haciendo, la fórmula cobra todos los sentidos posibles, es decir, ninguno. Por eso
puede decir Ortega: «verdad es lo que ahora es verdad y no lo que se va a descubrir en un futuro
determinado» (tomo VI, pág. 347).
Y desde luego, la Idea de verdad de Ortega no se aplica fácilmente a la verdad científica. No es fácil
aplicarla a la verdad científica. No es fácil advertir qué tenga que ver la verdad de la identidad entre la
masa de gravitación y la masa de inercia, con la «coincidencia del hombre consigo mismo»; pues, en
todo caso, sería a través de la verdad objetiva como el hombre (algunos hombres) alcanzarían la
coincidencia consigo mismos, pero no serían las verdades objetivas las que alcanzan su identidad a
través de las «coincidencias de los hombres consigo mismos».
II
La perspectiva específica (gnoseológica):
la ciencia considerada en sí misma como especie transgenérica
Desde luego, el enfoque genérico es filosóficamente imprescindible, pues sólo desde él cabe entender
el puesto relativo que la ciencia ocupa en el conjunto de las diversas formas culturales: arte, técnica,
poesía, política, &c. Sin embargo, el enfoque gnoseológico, al menos tal como lo entiende la Teoría del
Cierre Categorial, que considera necesario despejar la ciencia respecto de otras formas culturales, no
nos permite alcanzar el análisis del cuerpo característico de la ciencia, en cuanto pueda ser disociable
de las otras formas culturales. Pues es, según la TCC, a través del cuerpo de la ciencia como la vida
humana puede llegar a tomar verdadero contacto con las realidades que están «más allá» del hombre
que «las mide». Porque es en el cuerpo de la ciencia, gnoseológicamente analizado, en donde
aparecen otros componentes, que contribuyen a la formación de la verdad científica. Una verdad que
entraña un momento ontológico cuyo análisis nos obliga a tomar trato con ideas que desbordan las
propias «esferas de la cultura», un desbordamiento que se extiende hacia la realidad, en cuanto
comprende a la vez a la Cultura y a la Naturaleza.
2. Ahora bien, es obvio que la idea gnoseológica de la ciencia, así entendida, que Ortega pudo
ofrecernos desde su perspectiva genérico-cultural ha de dársenos de un modo «desdibujado» o
lejano, al menos cuando confrontamos sus resultados con los que establece la TCC. Esto no significa,
en principio, ningún menoscabo de la idea de ciencia ofrecida por Ortega, pues siempre cabría
defender que, desde la perspectiva cogenérica en la que suponemos se sitúa Ortega, las
características específico gnoseológicas se recogen, en cantidad y en calidad, de un modo peculiar, y
suficiente. [24]
3. El enfoque gnoseológico afecta tanto «a la ciencia» (o a «las ciencias») en general cuanto a cada
una de las ciencias, en particular. Y esto es tanto como decir que el enfoque gnoseológico comprende
no sólo las cuestiones que puedan considerarse referibles a todas las ciencias (al cuerpo de las
ciencias y, por tanto, a sus entornos ontológicos) sino también a las cuestiones que vayan referidas a
cada una de las ciencias en particular. Dicho de otro modo, el enfoque gnoseológico comprende una
gnoseología general (que se ocupa de las ciencias, en general) y una gnoseología especial (que
comprende la gnoseología de las Matemáticas, de la Física, de la Biología, de la Historia...).
Las cuestiones comprendidas bajo el rótulo de la gnoseología general son muy abundantes y podrían
4. Acaso la cuestión gnoseológico general más importante sea la cuestión global o sintética relativa a
la naturaleza misma de la ciencia, precisamente en cuanto tiene que ver con la verdad y, por tanto,
con la realidad. Esta cuestión gnoseológica «global», porque afecta a todas las ciencias, parece muy
pertinente en el análisis de la obra de Ortega, porque en ellas encontramos explícitamente (lo que no
ocurre con otras doctrinas) establecida la conexión entre la ciencia y la verdad.
La ciencia es, según Ortega, un conocimiento, y más aún, un conocimiento verdadero (por ejemplo,
tomo III, pág. 145; tomo IV, pág. 101). No necesitamos entrar aquí en los debates tradicionalessobre el
alcance de estas afirmaciones (¿acaso cabe hablar de conocimientos no verdaderos?; y entonces,
hablar de «conocimientos verdaderos» ¿no es algo así como hablar de «agua húmeda»?). En efecto,
como hemos dicho, la ciencia, según la TCC, no es directamente un conocimiento. Y aunque todo
conocimiento hubiera de ser verdadero, no toda verdad tendría que reducirse a conocimiento.
Nos es suficiente atenernos, por tanto, a constatar la conexión entre la ciencia y la verdad, ya se
establezca formalmente a través del conocimiento, ya se establezca a través de él sólo materialmente.
Ahora bien, que la ciencia (el cuerpo de la ciencia) deba mantener relaciones necesarias con la
verdad, no significa (para la TCC) que los cuerpos de las ciencias estén íntegramente constituidos por
verdades. En los cuerpos de las ciencias, sobre todo, cuando se les considera en «contextos de
descubrimiento», hay también errores (lo que equivale a decir que muchas de las verdades
incorporadas a los contextos de justificación se nos presentan como rectificación de errores previos, y
que, por tanto, los errores científicos no son simplemente accidentales, «erratas» o efecto de alguna
negligencia); pero, sobre todo, hay múltiples contenidos formales de las ciencias que no pueden ser
llamados ni verdaderos ni erróneos.
La verdad, a su vez, «se dice de muchas maneras», y la verdad gnoseológica ha de poder decirse en
función de la estructura misma del cuerpo de la ciencia, de la que constituye un momento esencial. Y
como (desde la teoría del cierre categorial) comenzamos reconociendo, como cuestión de hecho, una
multiplicidad de cuerpos científicos (no existe una única ciencia, sino múltiples campos científicos en
torno a los cuales se constituyen las categorías correspondientes), la distinción, en los cuerpos de las
ciencias entre una forma gnoseológica (común a todas las ciencias) y una materia gnoseológica
(propia de cada cuerpo categorial) se nos ofrece como una distinción gnoseológica primordial y
constitutiva.
Mientras que ateniéndonos al orden (forma, materia), las fórmulas I (0,1), II (1,0) y III (1,1) –y, sobre
todo, la tercera– entienden la ciencia como un conocimiento, la fórmula IV (0,0) establece una
disociación formal entre la ciencia y el conocimiento (lo que no significa que no se reconozcan como
materialmente irrenunciables momentos cognoscitivos en la economía de las ciencias). Pero la ciencia
no es formalmente conocimiento, según la teoría del cierre categorial, y aquí reside el fundamento de
la distinción entre una «Epistemología» (entendida como una teoría del conocimiento, que incluye a lo
que la ciencia tenga de conocimiento) y una Gnoseología como teoría ontológica de la ciencia.
Nuestra primera tarea habrá de consistir en clasificar (por tanto, en criticar o diagnosticar) la idea de
ciencia que Ortega nos ha ofrecido, en el cuadro de esta taxonomía que consideramos fundamental.
La tarea no es fácil porque Ortega, obviamente, no ha tenido en cuenta esta taxonomía y, por
consiguiente, no hay por qué esperar que, en su terminología, pueda advertirse una nítida adscripción
a cualquiera de las clases de referencia. Ortega no pudo verse obligado a contraponer sus posiciones
a las restantes alternativas de la taxonomía desde la cual le analizamos; su terminología ha de ser por
tanto (desde el punto de vista de la taxonomía) oscilante. A veces habla, en efecto, de la verdad como
aletheia, pero ello no es razón suficiente para considerar su posición como descripcionista, teniendo
en cuenta otras partes de su doctrina; desde las cuales se hace necesario reinterpretar lo que Ortega
pudo querer decir al utilizar este término. Una hermenéutica que, por cierto, se encuentra posibilitada
por la propia taxonomía de referencia (que nos permite «apretar las tuercas» a expresiones de Ortega
vagas o indeterminadas en el contexto de la taxonomía de referencia).
En el supuesto de que la idea de ciencia de Ortega pudiera ser clasificada en más de uno de los tipos
fundamentales que venimos presuponiendo, o en los cuatro, habría que concluir, desde la TCC, que
Ortega no ofreció, en rigor, una idea gnoseológica de la ciencia, sino un «caos» de observaciones
confusas y oscuras. (Es obvio que desde la perspectiva del raciovitalismo, la conclusión podría ser la
opuesta: el rechazo de la taxonomía de referencia).
Sus expresiones «descripcionistas» podrían explicarse de otro modo, a saber, como referidas, no ya a
la ciencia en su núcleo esencial, cuanto a las fases previas de la ciencia, como puedan serlo las
propias definiciones (desde la TCC es inadmisible considerar a la definición de triángulo citada como
una descripción; pero como Ortega carece de una teoría de la definición no está obligado por ninguna
responsabilidad que le constriña a prescindir de la utilización de un concepto de definición que le
venga bien en un momento dado). La apelación a la intuición podría recordarnos el método
fenomenológico de Husserl, pero tampoco Ortega va por ahí. Ortega ha reivindicado una y otra vez,
contra el positivismo, el carácter no descriptivo de la ciencia moderna, y ha defendido que es Platón, y
no Bacon, el empirista, quien está en el principio de la ciencia actual (de la ciencia de Galileo,
Descartes, Leibniz o Newton). En cuanto a su apelación al concepto de aletheia, fácilmente puede
reinterpretarse, más que en sentido descripcionista, en un sentido teoreticista, e incluso
adecuacionista.
Fue preocupación constante de Ortega ver a la ciencia como una floración más (cogenérica) entre las
otras floraciones de la vida espiritual, de la «cultura». Y la subordinación de la ciencia a la vida que de
ahí se deduce, en el terreno pragmático, habría impedido a Ortega (por virtud del mecanismo de
«eliminación de la especie por el género») el reconocimiento de la dialéctica en función de la cual, a
través de las verdades objetivas, la ciencia desborda a la vida misma en cuyo seno se engendra. Esta
es la razón que permite poner en las ciencias el fundamento del materialismo: la razón que nos exige
imponer a las investigaciones científicas (a las ciencias en contexto de descubrimiento), y desde fuera
de ellas, los límites éticos, morales, económicos o políticos pertinentes. La Bioética, que comenzó a
consolidarse como disciplina precisamente unos pocos años después de la muerte de Ortega, gira en
torno a esta necesidad de imponer límites a la ciencia (a la investigación científica), los límites que la
Medicina (como disciplina ética, por estructura) impone a la Biología. Ortega dice: «la ciencia es el
mayor patrimonio humano; pero por encima de ella está la vida humana, que la hace posible» (Misión
de la Universidad, pág. 322).
Pero esta opinión común, que hoy llamaríamos de «bioética», no autoriza a reducir las verdades
científicas a «la vida humana que la hizo posible». Precisamente porque las verdades científicas, por
estructura, y no por descuido o negligencia, se «emancipan» de la vida humana (se «des-humanizan»,
al segregar los sujetos operatorios) y hasta pueden llegar a enfrentarse con ella (por ejemplo, a través
de la ingeniería genética), es necesaria la intervención de principios exógenos a la ciencia misma. No
son las ciencias las que se «autolimitan»; podrían hacerlo si las teorías científicas fuesen
fundamentalmente «secreciones de la vida», productos de la imaginación creadora, que, desde
dentro, hubieran de buscar su adaptación a las conveniencias pragmáticas.
¿Y quién lo domestica y en qué consiste esa domesticación? Ortega (precisamente porque no entra
en el análisis de la especificidad gnoseológica de la ciencia) no responde, y parece limitarse a
decirnos: Ahí tenéis la prueba de mi afirmación, las propias ciencias, pues ellas son la «imaginación
exacta», la «imaginación domesticada». Y, por supuesto, tampoco Ortega se detiene a explicar en qué
pueda consistir esa «exactitud» de la imaginación, o esa «domesticación». Porque, ¿acaso el arte no
domestica también la fantasía sometiéndola a normas? ¿Acaso no había hablado Leonardo da Vinci,
para referirse a la imaginación artística o arquitectónica, de la exacta fantasía, expresión en la que
pudo haberse inspirado Ortega para construir su fórmula de caracterización de las ciencias?
En cualquier caso resulta que entre esas ciencias, resultantes de la domesticación de la imaginación,
Ortega cita a las matemáticas. Y las cita subrayando que las matemáticas no tienen un objeto real,
una materia real, que es la única que –desde la TCC– podemos ver como causa capaz de
«domesticar» a la imaginación. Según Ortega las matemáticas tienen («como les gustaba decir a
Descartes y a Leibniz») un «objeto imaginario». Son ciencias formales puras, sin materia. En las
Lecciones sobre Toymbee (pág. 266) vuelve a hablar de la «domesticación de la imaginación», pero
en términos tan generales que las ciencias parecen quedan reducidas a la condición de un caso más
de ese «material domesticado»: «La historia de la razón, señores, es la historia de los estados por
donde ha ido pasando la domesticación de nuestra desaforada imaginación.» Las matemáticas, en
resolución, son, para Ortega, ciencias formales puras, sin materia, como decía Wundt. Luego, habrá
que concluir que, en el sistema de Ortega, se tienen en cuenta ciencias susceptibles de atenerse a la
pura forma imaginaria, sin materia; y esto es lo que se simbolizamos precisamente mediante la
fórmula que hemos dado al teoreticismo, la fórmula (1,0).
¿Y qué ocurre con las ciencias reales, es decir, con las ciencias que se refieren a una materia real?
Ante todo, dirá Ortega, que estas ciencias (la Física, la Biología) no se limitan a plegarse a los datos, a
los fenómenos: imponen sus axiomas, como Galileo o Newton imponían el movimiento rectilíneo, que
no aparece en los fenómenos. Y, en todo caso, no pretenden re-producir la realidad: la ciencia y, sobre
todo, la actual (la teoría de la relatividad, por ejemplo) «es puro simbolismo» (tomo IV, pág. 98). «Si se
compara el contenido de la Física con lo que es el mundo corpóreo, no se hallará apenas similitud.
Son como dos idiomas diferentes que permiten únicamente la traducción.» Ortega apela aquí a
Poincaré, a Mach, a Duhem, a Einstein y a Weyl (tomo IV, pág. 101). Años más tarde (Idea de principio
en Leibniz, párrafo 4), insiste en esta concepción teoreticista de la Física («...la Física actual no
pretende ser presencia de la realidad al pensamiento, puesto que éste, en la 'teoría física' no pretende
estar en correspondencia similar con ella»), ilustrando esta tesis con la figura del «monstruo politopo»,
debida a H. Weyl (figura que es citada también como ilustración del teoreticismo en el tomo 1 de la
TCC, pág. 68.).
Por otra parte, debemos tener en cuenta que el concepto de «teoreticismo» es muy amplio, y en otro
lugar (TCC 4:152-...) hemos distinguido cuatro variedades de teoreticismo, dos primarias (no
verificacionistas o verificacionistas) y dos secundarias (no verificacionistas o verificacionistas). El
teoreticismo de Popper sería un teoreticismo de tipo secundario: falsacionista, en su primera época;
verificacionista en su segunda época, la de la doctrina de la verosimilitud (que fue, sin embargo,
rectificada por el propio Popper). El teoreticismo de Ortega no habría que ponerlo, según esto, en la
línea del falsacionismto popperiano (Ortega ignoró a Popper), sino más bien en la línea [27] del
constructivismo verificacionista de Weyl, como hemos dicho. Pero recogiendo gran parte de la
tradición «instrumentalista» de Duhem, en la medida en que subrayaba las virtualidades pragmáticas
del desarrollo científico.
5. Si nos situamos ahora en la perspectiva de la Gnoseología analítica hay que comenzar subrayando
la ausencia total en Ortega de una teoría del espacio gnoseológico, coordenada por unos ejes (la
teoría del cierre categorial distingue tres: sintáctico, semántico y pragmático) desde los cuales sea
posible establecer una doctrina de las figuras gnoseológicas, tanto sintácticas (términos, relaciones,
operaciones) como semánticas (referenciales, fenómenos, esencias) y pragmáticas (autologismos,
dialogismos y normas). O una doctrina de los modos gnoseológicos (definiciones, clasificaciones,
demostraciones, modelaciones).
Ortega no intenta siquiera sistematizar, aunque fuera a su manera, las figuras o modos con los cuales
necesariamente hubo de tropezarse en sus análisis de las ciencias «realmente existentes». Se
encuentra con algunos de ellos ocasionalmente, según le salen al paso, pero sin preocuparse por
establecer el «orden y concierto», o sistema de los mismos. Y sobre todo, cuando habla de
definiciones, de operaciones, de medidas, lo hace de manera enteramente «informal» y externa. En
realidad, nos ofrece tratamientos de esas figuras o modos (definiciones, operaciones, ...) no muy
distintos de los que podía ofrecernos un estudiante de bachillerato elemental.
Por ejemplo, Ortega no considera a los términos como constitutivos (a través de las clases a las que
pertenecen) de los campos propios de cada ciencia; ni tampoco advierte la relación entre los campos
de las diversas ciencias y las categorías, cuya idea estableció Aristóteles (conexión que podía haberla
advertido, aún al margen de la TCC, al tratar de la cuestión de la «comunicación de los géneros
matemáticos», puesto que la cantidad es uno de los géneros supremos o categorías que estableció
Aristóteles según la interpretación de la Isagoge de Porfirio).
De este modo, Ortega se acoge de hecho al criterio escolástico que asigna a cada ciencia un objeto
(formal o material) obtenido por abstracción «comunista», como él dice, sin que se observe en su obra
el menor indicio de los mecanismos de cierre que permiten dar cuenta de la delimitación de las
categorías. Ortega habla de temas: cada ciencia tiene su tema propio (tomo IV, pág. 93), y no
conviene, afirma, sin explicar por qué, que una ciencia se adentre por el tema de otra. Otro ejemplo: al
enfrentarse con la Aritmética y con la Geometría de Euclides, teniendo en cuenta el ambiente
formalista (hilbertiano) que impregnaba los manuales de historia de las matemáticas coetáneas (no
hay indicios de que Ortega se haya enfrentado seriamente con los Elementos de Euclides) Ortega
habla de términos, de relaciones y de operaciones desde una perspectiva claramente formalista (La
idea de principio en Leibniz, pág. 51). Pero se advierte fácilmente que no está muy al corriente de las
coordenadas del formalismo, de su teoría de la axiomática; por tanto, difícilmente puede llevar
adelante un análisis de las razones por las cuales los símbolos algebraicos pueden bastarse a sí
mismos (en el sentido del materialismo formalista). Mantiene por otra parte un concepto «mentalista»
(intelectualista) de las operaciones científicas, propio de la tradición escolástica, por un lado, y
neokantiana por otro; y, por ello, cuando se enfrenta con cuestiones que no son de detalle, sino
absolutamente fundamentales para la teoría de la ciencia, como pueda serlo la cuestión de la medida
(el medir y el contar eran los criterios que, desde Galileo, solían ser invocados como los más
pertinentes para definir el método científico de la física matemática) sólo sabe encarecer, una y otra
vez, las virtualidades científicas de la medida. Pero sin intentar el más mínimo análisis gnoseológico
de lo que pueda ser la medida como operación que implica unidades, ni la más mínima consideración
sobre la cuestión de si la medida implica el uso de números racionales o reales, o complejos,
susceptibles de conducir a identidades sintéticas. Ni siquiera se plantea la cuestión de la
contraposición entre la operación medir, como operación propia de las ciencias físicas, y la operación
medir como operación técnica, extragnoseológica; pues aunque las ciencias físicas utilicen las
operaciones de medir y contar, no por ello estas operaciones implican la ciencia física (la
mensuromanía de los coleccionistas de medidas o de relaciones de medidas más o menos
extravagantes, no tiene nada que ver con el espíritu científico; es simplemente una manía). Y no la
6. ¿Y qué decir del tratamiento que da Ortega a las cuestiones de Gnoseología especial, o por lo
menos que apuntan hacia ella?
Empezando por la cuestión de la clasificación de las ciencias –cuestión central de la TCC, pues es
esta cuestión la piedra de toque principal para medir la potencia de una teoría de la ciencia (que
suponemos ha de ser capaz de dar cuenta de la diversidad empírica de las ciencias)–, cuestión en
todo caso muy en boga en todas las teorías de la ciencia, desde Comte a Ampere, desde Wundt a
Ostwald, desde Windelband a Rickert, hay que decir que Ortega se limitó a recoger, yuxtaponiéndolas
y sin el menor análisis, ni siquiera desde sus propios supuestos, algunas distinciones heredadas y
principalmente las tres siguientes:
(1) La distinción entre ciencias formales (Matemáticas, sobre todo) y ciencias reales, propuesta por
Wundt
(2) La distinción, en las ciencias reales, entre ciencias naturales y ciencias culturales, procedente de
Rickert.
(3) La distinción entre ciencias parciales (positivas) y filosofía (como ciencia total) que procede de la
Escolástica y de Husserl. [28]
Es importante subrayar que si Ortega no desarrolló más estas distinciones no es porque otras
ocupaciones le hubieran apartado del asunto. Es porque su idea de la ciencia no daba para más. Por
ello las distinciones que él utiliza han de verse más bien como empíricas; su eclecticismo no garantiza
que su «sistema» pudiera asumir los fundamentos que de cada una de tales clasificaciones
propusieran respectivamente Wundt, o Rickert o Husserl.
En resolución, las distinciones que Ortega utiliza no podrían ser derivadas de su idea de la ciencia, lo
que obliga a considerarla como una teoría excesivamente débil como para poder ser reconocida como
una verdadera teoría de la ciencia.
7. Tampoco, por la misma razón, ha podido Ortega cultivar la teoría especial de las ciencias,
ensayando algún análisis gnoseológico interno de alguna ciencia particular, como la Geometría, la
Mecánica o la Biología molecular. Ortega, con su idea cogenérica de ciencia, estaba en realidad
«desarmado» para cualquier tipo de tareas semejantes. Los esbozos de análisis gnoseológicos de
Euclides, Descartes o Leibniz, que aparecen en La Idea de Principio en Leibniz, se mantienen a la
escala de los manuales de Historia de las Matemáticas o de la Física, y sus análisis no contienen
absolutamente nada de interés. Ni siquiera la cuestión sobre la «comunicación de géneros» (que toca
en el capítulo 22 de La idea de Principio en Leibniz) puede ser tratada por Ortega con un mínimo
conocimiento de causa, porque ni siquiera se hace cargo del planteamiento platónico de la cuestión
(en relación con los números irracionales) y se mantiene a la escala en la que los escolásticos trataron
el asunto (citando a Suárez y Urráburu). Acaso Ortega presupuso que la cuestión de la «comunicación
de los géneros matemáticos» estaba ya resuelta por obra de la Geometría analítica de Descartes.
Pero este supuesto es precisamente el que habría que demostrar.
Hay que señalar, sin embargo, que Ortega pretendió haber diseñado los principios de nada menos que
tres nuevas ciencias especiales: la «Biología espiritual» (tomo III, págs. 148-164), como él la llama; la
«Lógica de la razón vital», y la «Filosofía del raciovitalismo». Pero tampoco estos proyectos de
8. Por último, tampoco la teoría de la ciencia de Ortega está preparada para poder arrojar alguna luz,
o siquiera alguna sombra, sobre la cuestión de las relaciones entre las diversas ciencias. Ortega
parece acogerse más bien a la tesis de la pluralidad y autonomía de cada ciencia; pero las relaciones
que advierte entre ellas se mantienen en el terreno de la sociología político-gremial («imperialismo de
la Física», «servilismo de la filosofía», según épocas) más que en el terreno gnoseológico.
La pluralidad de las ciencias la ve Ortega, sobre todo, desde la perspectiva de un teórico de la cultura
universal, que contrapone la barbarie a la civlización, y relaciona el especialismo de las ciencias con
una nueva forma de barbarie; pero sin penetrar en la «dialéctica interna» del especialismo, que nada
tiene que ver, por sí mismo, con la «barbarie» en sentido antropológico. Lamenta la barbarie del
especialismo y se ve obligado a apelar a la ciencia filosófica como deus ex machina para superar esa
barbarie.
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Final
1. La confrontación de la idea de ciencia del sistema del raciovitalismo con la idea de ciencia de la
Teoría del Cierre Categorial, ha puesto de manifiesto sobre todo, nos parece, la indudable «pobreza
relativa» de los análisis que Ortega nos ofrece sobre las ciencias, cuando a estos análisis se les pasa,
aunque sea muy rápidamente, por la retícula gnoseológica. Pobreza que, según nuestra
interpretación, no sería coyuntural (debida, por ejemplo, a la escasa aplicación que Ortega o sus
discípulos hubieran hecho de los principios de su sistema) sino constitutiva, es decir, debida a que el
sistema del raciovitalismo no permitía mayores desarrollos en estas direcciones.
Pero ni siquiera esta pobreza relativa y constitutiva sería, por sí misma, motivo filosófico suficiente
para desestimar la idea de ciencia propuesta por Ortega. Pues esa pobreza relativa sólo puede
considerarse como una objeción grave cuando se da por supuesto que la riqueza que se le opone es
auténtica y sólida, y no mero oropel pseudo gnoseológico, lógico formal, por ejemplo.
En cualquier caso, la idea de ciencia que Ortega abrigó tiene un gran interés histórico, por cuanto
manifiesta que las posiciones de Ortega al respecto son homólogas a otras posiciones mantenidas en
la Francia o en la Alemania de su época, como reacción al empirismo y al positivismo.
La crítica filosófica implica una evaluación de los contenidos, no sólo en términos cuantitativos de
riqueza o prolijidad de los detalles.
Y como no cabe una evaluación absoluta, «desde ninguna parte», sino, por ejemplo, evaluación desde
alguna doctrina dada, tomada como referencia (en nuestro caso, desde la TCC), sólo quien asuma las
líneas generales de esa doctrina puede valorar con signo negativo la «pobreza constitutiva» que
venimos subrayando en el sistema de Ortega.
(1) Ante todo, el problema de la Universidad, en cuanto institución que está definida, en gran medida,
en función de la ciencia (aunque no se reduzca, evidentemente, a ella). La institución universitaria,
cuya importancia fue creciendo al compás del desarrollo histórico de las sociedades occidentales, fue
también mudando profundamente, y sus mudanzas tienen que ver, precisamente, con la variación de
la propia idea de ciencia. De ahí la capacidad que atribuimos a la institución universitaria, como piedra
de toque para evaluar a una idea de ciencia determinada, por su capacidad de formular, y aún de
resolver, problemas objetivos que la institución plantea.
Partiremos del hecho de que la Universidad actual se ha enfrentado con la revelación progresiva de la
heterogénea pluralidad de las ciencias, una pluralidad encubierta por las superestructuras constitutivas
de la institución universitaria, y con el desplazamiento y debilitación de sus pretensiones de
hegemonía, que las ideologías más radicales del «imperialismo universitario» la convierten en
«institución inspiradora» de las grandes líneas de acción de las sociedades civilizadas, e incluso de su
monopolio en la investigación científica. En los mismos años en los que Ortega escribía su Misión de
la Universidad, la sociología del conocimiento y la teoría de las ideologías (de inspiración marxista)
comenzaban a poner de manifiesto que la Universidad jamás había sido propiamente una fuente
genuina de inspiración científica, artística, o política. Las fuentes de la inspiración estaban en la
Iglesia, en las empresas privadas o en el Estado (no puede subestimarse el hecho de que la filosofía
moderna, que se presentó como alternativa a la filosofía escolástica, no se incubó en la universidad,
sino extramuros de ella: ni Descartes, ni Espinosa, ni Leibniz, ni Locke ni Hume fueron profesores
universitarios, ni en el siglo XVIII tampoco lo fueron ni Voltaire, ni Volney, ni Rousseau). Y en la época
en la que culmina la globalización, después de la caída de la Unión Soviética, todo el mundo sabe ya
que los planes de investigación y desarrollo de los cuales se nutre muy principalmente la Universidad
están trazados desde los Estados Mayores, desde el Pentágono o desde la OTAN. Las universidades
tampoco tienen ya el monopolio de la investigación. La big science ha desbordado la universidad y los
centros o consejos de investigación científica se mantienen muchas veces fuera de ella.
Comenzaríamos así a ver a la Universidad no tanto como la diversificación de una primigenia unidad
interna, cuya pujanza propia llevase a su despliegue continuado, cuando como una pluralidad o
mosaico de proyectos heterogéneos que entran en «coalescencia» casi siempre por causas
extrínsecas a ellos mismos (algunas, muy tardíamente, como ocurrió en España con las Escuelas
Especiales, que sólo en la segunda mitad del siglo XX fueron integradas en la Universidad). La
«coalescencia» determina ajustes mutuos, imitaciones formales de calendarios, reglamentos o
programas, celebraciones, indumentaria, rótulos o logotipos, edificios o instrumentos, libros, plumas,
ordenadores; en conclusión, de una superestructura que llegará a ser el mismo contenido común de la
institución universitaria. Pero sin que esta unidad institucional autorice a hablar de una «misión de la
universidad», como hizo Ortega.
Es cierto que el profesor de filosofía puede considerarse una y otra vez equiparado, en cuanto
profesor-funcionario, al profesor de química o al profesor de mecánica: tienen en común los cursos,
horarios de trabajo, aulas, alumnos, exámenes, derechos y deberes laborales. Pero esto no hace que
la filosofía pueda quedar anegada por las características derivadas de esa condición genérica. Más
aún, estas características genéricas contribuyen a una orientación de la filosofía hacia direcciones que
le son ajenas, sin perjuicio de que con ello se constituya una nueva especialidad de importancia
indiscutible, la filosofía filológica, o filosofía de profesores para profesores.
La Universidad, como concepto unívoco capaz de manifestar la estructura interna de las diferentes
partes que contiene, es una ficción. Por decirlo así, no existe la Universidad, ni menos aún su misión
común. Lo que existe es el conjunto de sus Facultades, de sus escuelas especiales, de sus
Departamentos, de sus disciplinas. Y esto lo decimos muy lejos del espíritu del «nominalismo»,
porque, al menos es esto lo que pretendo afirmar aquí, no es que no sea posible un concepto
universal, como pueda serlo el de «Universidad» y que, por tanto, todo término que se presente como
tal haya de resolverse en sus contenidos individuales y concretos («esta Facultad», «este
Departamento»). Reconocemos, sin lugar a dudas, que el término «universidad», como rótulo que
designa a una multiplicidad heterogénea de Facultades, escuelas, Departamentos, &c., apunta a una
unidad genérica, incluso unívoca; sólo que esta unidad no es recta, sino oblicua, y no va referida a
alguna estructura genérica interna, sino a alguna estructura extrínseca a sus partes, aun cuando la
institución universitaria se constituya en torno a esa «estructura externa».
Ocurre así con la unidad del concepto de universidad como ocurre con la unidad del concepto del
libro. ¿Quien puede dudar que el libro representa un concepto susceptible [30] de definición rigurosa,
incluso unívoca? Solo que ese concepto no será interno a los contenidos propios de cada libro: ¿qué
tiene que ver un libro de poemas con un libro de termodinámica, con una novela o con un catálogo de
libros? La unidad del libro se funda en su estructura corpórea, en su volumen, en su encuadernación,
&c. Esta estructura es la que inspira a los libreros y a las editoriales como empresas industriales y
comerciales. Estas empresas son las que inspiran el culto al libro, la «misión» del libro y las fiestas del
libro. Pero ¿quién, salvo los libreros, se atrevería a formar un Manifiesto sobre la «misión» del libro, en
general?
Para Ortega, la Universidad (la española y la europea) tiene un problema fundamental: que está des-
pedazada, que carece de unidad. Y es obvio que quien se aproxima, desde una perspectiva unitarista,
a la realidad empírica de la universidad, lo primero que tendrá que advertir es esta falta de unidad,
este despedazamiento. Sólo que en lugar de acatar como un hecho la pluralidad irreducible de la
universidad, la percibirá como un problema. Un problema que se le plantea a la Universidad en
cuanto, se supone, tiene una misión propia, a la que corresponde, entre otras cosas, dirigir su voz
propia a las instancias supremas de la política nacional e internacional.
Ortega propone así directamente la creación de una «Facultad de Cultura» como núcleo en torno al
cual la Universidad podría recuperar esa unidad que, al parecer, le corresponde por esencia. Pero
Ortega no entiende esa Facultad de Cultura como una facultad en la que hubieran de cultivarse las
«ciencias culturales» de Rickert; en rigor en ella no se cultivan propiamente ciencias, naturales o
culturales, sino los grandes esquemas vigentes relativos a la concepción física del mundo, de la
historia, o de la vida...
Y aquí es precisamente donde se manifiesta el punto más débil de la formulación que Ortega hizo de
la Misión de la Universidad. Esta «Facultad de Cultura» no es otra cosa, en realidad, sino una
Facultad de Filosofía, en la cual la filosofía, como la cultura, habrá que entenderla, como es obvio, al
modo como Ortega entendió la filosofía y la cultura.
Pero esto es lo que se trata de demostrar; no es un principio del que pueda partirse para dar cuenta
de la unidad de la Universidad y de su «misión».
(2) Como segunda piedra de toque podríamos tomar la tendencia al fundamentalismo de las ciencias
positivas, tanto de las que se cultivan en el marco universitario, como de las que se cultivan en el
marco de las grandes empresas industriales o de los centros de investigación estatal o privada no
universitarios.
La tendencia al fundamentalismo tiene mucho que ver con lo que Ortega llamó, con terminología
política, imperialismo (de la Matemática, de la Física, &c.), y más aún, con la beatería científica y aún
con la barbarie del especialismo.
La idea de ciencia expuesta por Ortega, precisamente por lo que su teoricismo tiene de crítica a todo
fundamentalismo (positivista o adecuacionista) merece una consideración muy alta, como remedio a la