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LA ESTÉTICA DEL TRIUNFO

Por: Andrés M. Valdés M.


Prólogo

Para el presente análisis de la pieza cinematográfica de Leni Riefenstahl titulada «El triunfo de
la voluntad» (Triumph des Willens), basándome en los conceptos y las reflexiones de Walter
Benjamin en «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica», he elegido una
estructura similar a la del texto citado, y compuesto por siete capítulos.

El primero de ellos nos hablará de los conceptos obvios, que primero saltan a la vista: la
estetización y la politización. Este capítulo abordará la película de manera general.

El segundo capítulo es un capítulo optimista, que tendrá que ver con el pensamiento de
Benjamin, pero más allá de los temas tratados en el texto en cuestión.

El tercero intentará aclarar algo de los conceptos denominados «valor de culto» y «valor de
exhibición».

El cuarto busca romper con la gravedad de los demás capítulos, y abordar un elemento de la
película con mayor frescura (y adolescencia).

El quinto es sobre el peor aspecto de la película para un espectador contemporáneo.

El sexto habla del papel de los actores y el denominado «desempeño calificable».

Y el séptimo, para concluir el ensayo intentando abordar todos los conceptos, discutirá la
noción más extraña del texto de Benjamin: el aura.

Finalmente, sólo espero que a nivel escritural o intelectual, el análisis fragmentado que llevé a
cabo de distintos detalles minúsculos de la pieza, hayan podido dar algún fruto, alguna línea
decente que valga la pena recordar.
El arte por el arte y la propaganda nazi

¿El empleo del «sistema de aparatos» en el nazismo es una estetización de la política o una
politización del Arte? ¿A qué categoría pertenece «El triunfo de la voluntad»? Walter Benjamin
probablemente nos diría que se trata de una estetización, ya que, a través del complejo sistema
propagandístico, se persuade a las masas para que abandonen la causa revolucionaria del
comunismo, su justo derecho a la abolición de las relaciones de propiedad establecidas. Nos
diría también que lo que se reproduce por los medios de la «segunda técnica» no es material
que sirva para el autoconocimiento del pueblo, y que tampoco el trabajo mismo ha tomado la
palabra. Al revés: lo que hay es la consolidación de perfiles ilusorios, muchedumbres-simulacro
que venden una inauténtica expresión de las masas. Todo esto conduce, en suma, al
mantenimiento de las relaciones de poder, y por lo tanto, a una supuesta estetización de la
política; es decir, a imposibilitar que el sistema de aparatos y el Arte generen movilización.
Pero, y esto es lo esencial para mí del último capítulo de la obra de Benjamin sobre la
reproductibilidad, ¿estas acciones no son acaso una prueba de politización? La propaganda
nazi, después de todo, lo que busca es emplear estos medios como lo haría cualquier sistema de
gobierno, incluido el comunismo: acostumbrar/educar a las masas con los que se consideran
los valores culturales auténticos. Para hacerlo empleará todos aquellos fenómenos sociales,
todos aquellos sujetos, oficios y actitudes en los que se vean presentes estos principios de la
nación. Allí donde haya disciplina estará el operador de cámara grabando el talento para
autoconocimiento del pueblo. ¿El comunismo no haría lo mismo? ¿Se permitiría propagar
fascismos si en la sociedad hay fascismos, por el supuesto autoconocimiento? ¡Ni pensarlo! Y
probablemente saldría alguien a decir: «¡Qué crimen! Lo que hace el comunismo es estetizar la
política, ya que no permite que las masas contrarrevolucionarias del fascismo logren su justa
empresa: el restablecimiento de las relaciones de propiedad. Nosotros, los fascistas, le
responderemos con la politización del Arte. ¡Por nuestros camaradas tiroteados por
comunistas y reaccionarios!».

Este concepto de la «estetización» se usa con dos acepciones diferentes dentro del texto de
Benjamin. Por un lado está la acepción que hemos tratado, en la que la palabra tiene un
significado parecido al de «falseamiento» o «inmovilización», y por el otro está el que considero
yo el verdadero valor de la palabra, que se asocia con aquello denominado l’art pour l’art en el
texto.

Reducir la palabra «estética», en el sentido empleado, a un simple «vender ilusiones que


impiden fines revolucionarios», me parece un crimen. Y no sólo un crimen, sino también una
estupidez, pues no habría en todo el universo un sólo modo de abordar el sistema de aparatos
que no fuera susceptible de ser acusado de esto. Como observamos, si la propaganda nazi
emplea de tal forma sus medios, es porque considera que está trasmitiendo los rasgos cívicos
esenciales, y no es que esté usando los medios para no generar reacción: el mantenimiento de la
estructura de poder es la reacción, es el fin político, así Benjamin no lo considere como tal.
Asimismo, este comportamiento se observaría entre cualquier tipo de antagonismos, uno
reclamaría ser portador de la verdad y acusaría al otro de falso; uno se investiría con la
politización y le asignaría al otro el disfraz de esteta. No pasa lo mismo con la segunda
acepción. Cuando Benjamin cita el bello fragmento del manifiesto futurista escrito por
Marinetti, nos da la idea precisa del concepto: la posibilidad de contemplarnos a nosotros
mismos más allá de la moral, más arriba de cualquier bienintencionada porquería que intenta
domesticarnos. Narra el autor: «Fiat ars, pereat mundus, dice el fascismo, y espera, como la fe de
Marinetti, que la guerra sea capaz de ofrecerle una satisfacción artística a la percepción
sensorial transformada por la técnica. Este es, al parecer, el momento culminante del l'art pour
l'art. La humanidad, que fue una vez, en Homero, un objeto de contemplación para los dioses
olímpicos, se ha vuelto ahora objeto de contemplación para sí misma. Su autoenajenación ha
alcanzado un grado tal, que le permite vivir su propia aniquilación como un goce estético de
primer orden». ¡De esto sí que se trata la estetización, y no como algo negativo! Esta es la
verdadera libertad del hombre y sus expresiones, la verdadera actitud apolítica de las Artes y,
probablemente, el signo de salubridad de individuos y sociedades; pues sólo un pueblo
malogrado se dedica a buscar educación allí donde se buscan cosas más elevadas. ¡Qué me
importan a mí la recomposición social, la educación de idiotas y las miserables formas de la
didáctica y el decoro! Yo sólo busco el diálogo abierto y sagrado, la conversación antes que la
conversión. ¿Fascismo? ¿Comunismo? Discúlpeme usted, señor, pero emplea un lenguaje
demasiado vulgar para mis oídos.

Tal vez es un defecto esta actitud; puede ser, aunque esa idea se desvanece cuando vemos las
maravillas de los comprometidos, de los artistas/propagandistas/gestores-públicos que
hubiéramos preferido que fueran más como Diógenes y menos como Alejandro. ¡«El triunfo
de la voluntad», aquella obra infame, es merito de ustedes! ¡Toda la propaganda nazi es obra
suya! ¿Que la apatía social y los intereses por la profunda gracia de la guerra, la violencia, las
voces oscuras, el horror y la autoaniquilación, es lo insensato? ¿Insensato recogerse para la
Belleza? Insensato el que me toma como maestro y no como hermano, que no me ve, como
diría Baudelaire, como vendedor de nubes. Insensatas las ansias de ser mesías y de seguir
mesías. Y por más que yo, siguiendo a Marinetti, sea el equivocado, igual mi pensar es
irremediable: sólo puedo aspirar a la imitación de los ángeles y no a la ética del animal, a la
amistad pedestre de los mortales.
Los tejados de Nuremberg

En la obra titulada «En busca del futuro perdido», Andreas Huyssen nos habla de una visión
optimista a propósito de la museología: reacio ante la perspectiva de autores como Baudrillard
ante los fines y las posibilidades de la exposición museística, Huyssen se permite creer que hay
una posibilidad de emancipar las piezas de la discursividad que las domina, de desvanecer los
simulacros. Para lograrlo, debe considerarse la ambivalencia que perdura en las cosas. Ambivalencia
posibilitada por la existencia de un testimonio/relato (aunque oculto, aunque derrotado) en
algún lugar por fuera de la visión que los rige y los transforma; es decir, mientras las voces de
una interpretación vencida sigan vigentes, por cualquier medio, entre nosotros, en la pieza
exhibida está implícito este valor semántico, y con él, la posibilidad de la liberación. En
palabras del mismo autor: «He visto reliquias resistirse a sus vecinos inertes; las he visto
resistirse a su propia atmósfera y a la mirada. Bien sé yo qué tipo de organización posee todo,
el ejercicio de poder puesto en acción, el porqué y el para qué; pero ¡qué extraña naturaleza la
de estas resistencias! De los detalles minúsculos de la talla emerge una voz antiquísima,
ancestral, que se presenta ante mí para batirse en duelo».

Guiado por Huyssen, creo yo haber percibido una de estas voces en «El triunfo de la
voluntad», la cual considero el elemento clave a la hora de abordar una obra cinematográfica
como esta.

En la primera parte de la obra, cuando aún Hitler se encontraba por los cielos, vemos tomas
aéreas que nos indican que el avión arriba en Nuremberg. Hay muchas tomas diferentes, entre
las cuales la de la catedral puede que sea la más memorable, pero por un instante, por un
tiempo menor al del segundo, se alcanzan a ver los tejados destruidos, agujereados, de unas
edificaciones. La imagen es significativa no sólo por el cortísimo tiempo de exhibición que
tiene, sino, además, por el contraste de estas construcciones con el resto de arquitecturas
puestas ante la cámara: entre la ciudad indemne en la cual se celebra y se desfila y se canta, de
pronto aparece la imagen del bombardeo. Pero aparece como accidentalmente, como si el
detalle no hubiera sido planeado. Claramente, cómo iba a estar planeado en una obra así, que
deja claras sus intenciones propagandísticas con rapidez. Sin embargo, lo importante es lo que
esto posibilita. Pensé que a lo mejor habían más detalles así por toda la película: una mirada
irreverente entre las tropas dirigida al amado Führer, unos cuantos rostros circunspectos aquí y
allá entre la muchedumbre entregada, la marcha perezosa de algún militar, ventanas vacías, más
ruinas o tristezas disimuladas. En suma: detalles que den cuenta de lo que no se puede ver por
el deslumbramiento de la celebración. Como diría Agamben en su texto sobre la
contemporaneidad, el punto de fractura que oculta la luz del siglo. Punto de reunión que requiere
una agudeza visual muy alta, ya que cada detalle, que es como un error que se le escapa al
operador de cámara, está sutilmente esparcido por toda la obra. Otros detalles no están tan
camuflados, e incluso son datos que se repiten una y otra vez como algo importante. La
plausible tarea en estos casos es percibir la ambivalencia de los símbolos. Tarea complicada que
sólo logrará aquel que percibe los hurtos y los saqueos, que observando la esvástica ve toda la
India y en el saludo fascista toda Roma.

En estos descubrimientos reside, tal vez, la voz que nos libera de la voluntad triunfante, y que nos
permite conocer poco a poco la existencia de la derrotada. Los hallazgos generarán posibles
caminos, crearán aperturas, formas de abordaje. Estas formas asimismo posibilitarán el renacer;
el renacer, la reescritura del palimpsesto humano. Y esta reescritura, finalmente, el triunfo de
una nueva voluntad de poder.
El valor de culto y el ocultamiento

Hay una frase de Benjamin que recordé mucho mientras observaba la película: «El valor ritual
prácticamente exige que la obra de Arte sea mantenida en lo oculto». La frase está en el
capítulo titulado «Valor de culto y valor de exhibición». Creo estar en desacuerdo con lo que la
frase da a entender dentro del texto, pues considero que se analiza la «acción pictórica» de los
hombres del Paleolítico de manera errada y anacrónica, y se juzga mal el verdadero valor de
exhibición de figuras religiosas como la de la Virgen velada: el velo hace parte de la obra de
Arte o de la mise-en-scène tanto como el bloque tallado que representa a María. Enfrentarse al
velo que nos impide ver a la Virgen, es ver la correcta exhibición de una figura que, por
necesidad conceptual, tiene que estar oculta. Además, reducir todo el tipo de relaciones rituales
a un ocultamiento de este tipo es juzgar la parte por el todo. Sin embargo, me parece que en la
frase hay algo valioso. Si lo ritual tiene que ver con un ocultamiento, ¿qué es lo que se oculta
realmente?

En el «Triunfo de la voluntad» hay un detalle interesante: Hitler llega a Nuremberg y vemos


como la gente lo recibe con devoción. Para una persona de nuestra época, ver que a un
personaje que no pertenezca a la Iglesia se le reciba con tal reverencia y admiración, es algo
muy impactante. Difícilmente hoy a un caudillo se le recibiría así. Pensé, viendo toda esta
escena de la obra, que sin duda estábamos ante un altísimo valor de culto. Y eso es lo irónico:
la pérdida del aura por el sistema de aparatos, supuestamente, hace que se acreciente el valor de
exhibición y se desvanezca el de culto; pero Hitler nos indica lo contrario. ¿Qué genera esta
feliz entrega de la muchedumbre? Podríamos decir que un ocultamiento, pero no a la manera de
la Virgen velada, es decir, ocultando lo obvio, un pedazo de mármol, sino ocultando la
posibilidad hermenéutica, la apertura. La imagen de Hitler en el pueblo Alemán, su aura, sólo pudo
gestarse con montañas de mala publicidad incendiaria que esconden su otra cara, la cara que
Occidente se encargó de ventilar por todos lados para que pasara de ser un héroe al bandido
más siniestro de la Historia. El valor de exhibición en la segunda técnica sólo cumple esa tarea:
la de ser sepultadora de textos bajo las pilas de la reproducción mecánica. Creer que con la
muerte de Dios los objetos ahora sí van a ser abordados como deben ser abordados, que no se
van a generar ahora, ¡oh gloriosa era laica!, religiones en torno al material reproducido, es tal
vez una ingenuidad. El exceso de información hace más factible los cultos. La repetición ad
nauseam de algo, por más que sea una tontería, tarde o temprano quedará arraigada en las
masas: el patetismo del panfleto siempre tendrá mayor fuerza e intimidad con el individuo que
la razón de los anaqueles bibliotecarios.

¿Qué puede ser el culto sino dejarse colocar estas anteojeras? Hitler dice en sus discursos: «No
basta con decir “yo creo”, debemos decir “yo lucho”». Para decir «yo lucho» siempre se
necesita haber dejado la cabeza a un lado y entregarse a lo elegido como a un Dios. El valor de
culto no puede ser más que la percepción que siempre ha gobernado a las masas, a los
hombres de acción, a la aurea mediocritas siempre religiosa, y que no cambiará por la eficacia de
los medios de reproducción. Es la antítesis del tipo creado por Dostoievski en «Apuntes del
subsuelo», que tiene la posibilidad de pensar con lateralidad. De ver.
La caída del ethos y el logos

Hechos muy minúsculos a lo mejor pueden derribar grandes acciones y grandes hazañas, como
aquellas rémoras que en la antigüedad se creía que podían detener de golpe enormes navíos.

Cuando Hitler dio sus potentes discursos el Día del Partido en Nuremberg, en algunas
ocasiones unos mechones de su coronilla le empezaban a bailar ridículamente. Podrá el evento
ser muy solemne, pero lo que es estúpido es estúpido, y es difícil resistirse y no romper con
toda la gravedad cuidadosamente planeada. Algo similar pasa con el curioso saludo de Hitler,
que es singular y no el típico saludo fascista: el de él es estúpido, es como una versión
amanerada y holgazana de la firme y orgullosa posición del brazo que se debe emplear (es más
un manoteo de reina que el saludo de un emperador augusto). Francamente, ignoro qué tipo de
licencias poseía el Führer o qué connotaciones tiene esta peculiar forma de saludar, pero me
recuerdan un viejo sueño que tuve:

Un hombre había logrado reunir a la gente a su alrededor. Había alzado su voz por la mañana,
estando completamente solo, y a medio día, el fluido torrente de su sabiduría pura, terminó por
llenar toda la plaza. Hablaba sobre diversos asuntos, que a los presentes les pareció de vital
importancia, y los argumentaba de tal manera que todos creían empezar a resolver todos los
asuntos esenciales de su vida.

En medio de sus fabulosas disertaciones, el orador se tuvo mayor confianza al atardecer, al ver
los rostros deslumbrados, y empezó a caminar triunfante por el espacio circular que le
concedió el corro. Se permitió una ligera risa de vez en cuando. Manoteó con gracia. Tal llegó a
ser su soltura, que por descuido soltó una flatulencia inesperada. Todos los presentes quedaron
atónitos; luego, confundidos. Ya a las siete había un par de muecas: «¿Qué se ha creído este
tipo? ¿Nos va a tener aquí hasta al amanecer?» Y a la medianoche sólo un reducido número de
corrompidos y borrachos observaban al hombre, comentando, burlones, entre sí: «Ningún
idiota merece respeto dejando escapar, con semejante descaro, eso de su pantalón».

A la madrugada ya había fracasado el orador: la profunda elocuencia de sus palabras fue


vencida por la réplica de sus nalgas.

¡La batalla se puede perder en la marcha del triunfo! El emperador, en lugar de prestar sus
oídos al memento mori, debería prestarlos a un «¡Recuerda no tropezar!».
El tedio: didáctica y lúdica

Más allá de los propósitos y las relaciones históricas que pueda tener la pieza cinematográfica
tratada en este ensayo, lo peor de ella es lo siguiente: que es una película jartísima. Ver a Hitler
y a sus lugartenientes dar discursos nada interesantes (tenía altas expectativas de esto) y hacer
una y otra y otra vez el mismo tipo de revisión de tropas, es algo que no soporta cualquiera. Si
se pretendiera hacer Arte por el Arte, podría excusarse esa falta de tacto para llegar al
espectador medio al que se busca ir adoctrinando, pues a los «estetas descomprometidos» de
este mundo les importa muy poco salir de su torre de marfil para hacer algo entendible y
masticable. Pero a alguien que conscientemente utiliza estos medios para lograr fines políticos,
¿se le puede perdonar esta falta de pedagogía?

Para la politización los dos pilares son la didáctica y la lúdica. Podríamos incluso decir esto:
hacer una obra para las masas es desvirtuar/mutilar/reducir muchísimo un contenido
intelectual, bajo una forma más digerible, para lograr que algo medianamente se le grabe al
espectador. Que algo si quiera empiece a entender, y lo ponga en práctica. ¿Cuál será la mejor
manera de hacer llegar este mensaje infantilizado si no la del juego? El elemento lúdico tiene
que entrar en una obra de esta naturaleza con todo su poder, ¡y más cuando el tema a tratar es
una celebración! ¡La celebración del renacer alemán! ¿Dónde quedó la sagrada e infalible figura
del pathos en Triumph des Willens? Todo el mundo sabe o sospecha que lo patético es lo más
efectivo dentro de los tipos de persuasión posibles, y de lo más liviano y divertido. Pero en la
obra de Riefenstahl se prefiere todo, hasta reproducir, tal cual, el tedio natural en este tipo de
ceremonias, que emplear esas exageraciones del sentimiento que hacen enlistar incautos. Qué
malos fragmentos de discursos los seleccionados para la obra. Qué mal empleo de la música.
Qué malos ángulos de visión en los momentos solemnes. ¡Qué mal por todos los pobres
muchachos que tuvieron que soportar este triunfo! Ojos preñados de lágrimas… Pero de las
lágrimas del bostezo.
La formación de las palas

El desempeño calificable es un elemento interesante en la obra cinematográfica de Riefenstahl,


pues sin necesidad de recurrir a la interpretación actoral, demostró que para crear disposiciones
y actitudes estereotípicas lo único que se necesita es dejar que el trabajo mismo tome la
palabra. Pero no todos los trabajo, ciertamente, sino sólo los del sector que busco que devore
al invisibilizado. Es una forma muy curiosa de ejercer el poder a través del sistema de aparatos
que no menciona Benjamin. Él nos advierte del brillo dudoso de las superstars norteamericanas,
que crean perfiles ilusorios y niegan la posibilidad democrática de acceder ante el sistema de
aparatos a las masas. Nos advierte de esto, pero no de este otro peligro, que es el desempeño
rentable de este dejar acceder a medias. Con las estrellas de cine era más fácil identificar el truco:
un actor preparado para imitar mal los oficios y labores de todos los demás agentes sociales,
nos daba las pautas de lo que debe ser y lo que no. Pero con el desempeño real de los oficios
seleccionados es muchísimo más sutil el asunto: un obrero rebelde es ocultado por la sombra
de uno de sus hermanos dispuesto a formarse. Y en el exhibido se emplearán todas esas
capacidades del lente de las que hablaba Benjamin con entusiasmo, de la ampliación, la
deformación, el ángulo, el ritmo, la velocidad, etcétera. Lo problemático aquí es que ampliar es
discriminar y no detallar; acercar algo para dejar por fuera algo.

Una escena de la película es bastante llamativa si la abordamos desde este ángulo: Hitler se
encuentra realizando una de sus revistas y tiene ante sí toda una tropa de jóvenes que llevan
palas. A la pregunta del Führer sobre su procedencia, todos dan nombres diferentes, dando a
entender que son representante de todas las latitudes de Alemania. Más tarde Hitler da un
discurso en el que habla de la honra que el restablecerá del trabajo obrero, manual, y de la
abolición de una insensata jerarquía social: las juventudes celebran marcialmente. La imagen es
significativa porque de manera ilustre nos muestra este desempeño rentable del actor natural.
Las palas, que son símbolo universal del campesinado, se ven uniformadas y reunidas para
aceptar la dirección de un caudillo, como diciéndonos: «el proletariado me ha elegido a mí». Y
sí, los jóvenes no eran actores pagados para fingir tal inclinación. No obstante, lo importante es
lo que pasa desapercibido, que entre joven y joven formado hay un vacío que corresponde al
hermano marginado y ausente, aquel que no aparecerá en la obra. De hecho, la misma obra es
producida para ellos, que son los que necesitan mayor corrección. En el fondo, las revisiones
que realiza Hitler no van dirigidas a los muchachos entusiastas y sonrientes que aparecen en la
mayoría de las escenas; sino a los ausentes (y por qué no, a nosotros mismos): ¿ya empezaste a
parecerte a estos muchachos bien formados de acá, joven del futuro?
El aura inquebrantable de la esvástica

Un ejercicio complicado a la hora de analizar la obra «El triunfo de la voluntad», es vincularla


con una de las nociones más complejas y extrañas del texto de Walter Benjamin: el aura.
Pareciera que este concepto fuera utilizado por el autor de múltiples formas, y no con un
sentido unívoco. Una de esas maneras de interpretar lo «aurático» fue lo que me motivó a
asociarlo con el símbolo más importante y representativo del nazismo.

Dice Benjamin en el segundo capítulo de su obra: «La autenticidad de una cosa es la


quintaesencia de todo lo que en ella, a partir de su origen, puede ser transmitido como
tradición, desde su permanencia material hasta su carácter de testimonio histórico. Cuando se
trata de la reproducción, donde la primera se ha retirado del alcance de los receptores, también
el segundo —el carácter de testimonia histórico— se tambalea, puesto que se basa en la
primera. Solo él, sin duda; pero lo que se tambalea con él es la autoridad de la cosa, su carga de
tradición». A mi parecer, hay una sutil contradicción entre la primera parte de la cita y la
segunda: si la quintaesencia es aquello por lo que algo ocupa determinada posición y no otra
dentro la cultura, y es posible hablar de la transmisión de ese rasgo como tradición, entonces una obra
y su reproducción pueden ser ambas auténticas. Desde esta perspectiva, no hay que ver la
materialidad de las piezas como la obra en sí, sino mejor como habitáculos en los que, de
acuerdo a una serie de requerimientos, podrán albergar un contenido abstracto en donde sí
reside lo esencial y el valor de tradición. Pienso, por ejemplo, en la reproducción de las
imágenes de Cristo crucificado que hay en las iglesias. Todas las figuras deben ocupar un
mismo lugar dentro del templo (no hay pérdida del aura por posicionamiento); todas deben
guardar unas dimensiones similares (ni ofensivamente pequeñas, ni indiscretamente grandes) y
deben tener los mismos elementos (no hay pérdida del aura por modificación). Y finalmente,
todas tienen que ser abordadas desde el mismo ángulo, desde el mismo valor simbólico al
ceremonial. ¿Importaría, según la definición de Benjamin, qué Cristo fue la matriz de los
demás? En absoluto, todos son idóneos habitáculos de la quintaesencia de Cristo en la cruz, y
así se reside o habita el valor tradicional en todas las piezas por igual. De hecho, ese es el
verdadero sentido de la palabra «tradición»: no sólo un entregar de una generación a otra,
también entregar de un acontecimiento a otro, de una pieza a otra pieza, como la mujer que
baila una danza antigua dándole el mismo valor que antaño poseía en su misma cultura. El
baile validando a un igual.

Considerando las cosas de este modo, ¿no son las esvásticas del nazismo y otras imágenes de
su estética, elementos con un valor aurático muy sólido? Como se sabe, la esvástica no es un
elemento autóctono del nazismo, más bien es una apropiación del símbolo de otras culturas. Y
una apropiación sin parangón, valga decirlo, ya que los valores que poseía antes quedaron
completamente triturados: hoy difícilmente alguien ante una esvástica vería otra cosa que la
marca del diablo (como cuando Benjamin habla de las estatuas de Venus, admiradas por los
griegos y desdeñadas por los clérigos del Medioevo: una misma relación aurática desde
diferentes ángulos de antipatía y simpatía). Si nos fijamos bien en la obra de Riefenstahl, nos
daremos cuenta, además, que todos los elementos, como si de un templo habláramos, guardan
siempre la misma disposición. Hablamos de una estética muy reconocible y definida, llena de
patrones y muy poco dada al cambio (en contraposición al pastiche proteico de una sociedad
como la nuestra en la actualidad). En toda una estructura así, es imposible no hablar de un
valor aurático alrededor de todo, pues todo se mantiene taxativamente inmutable como el
mármol. En cierto sentido, el aura es como un candado, una barrera. El nimbo de los santos
como prisión. La imagen antitética de estos santos con sus bellos círculos adornándoles la
cabeza, sería la de los santos que, decapitados, caminan con la suya entre las manos. ¡Como
nosotros, que casi no sabemos de auras! Nosotros que ya vamos es pateándola.

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