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Hace tan solo unos meses de noviembre de 2016, fecha en que se inicia esta composición,
quien redacta subió con el señor Andreas Zatsch al segundo piso de la cadena de tiendas
Ripley, en Lima, en un local cuya esquina orienta al cruce de la avenida Aviación con la
avenida Angamos. Íbamos a ubicar al señor Marcellus. Una vez allí, Marcellus solicitó por
teléfono que lo buscáramos en la puerta de la salida. Zatsch y yo vimos un letrero con una
flecha que indicaba, en efecto: salida. Al seguir la dirección indicada, cuál no sería nuestra
sorpresa al hallar que, al fondo más extremo de la dirección de la flecha, no había sino una
arquería tapiada. Y otro letrero “salida”. Seguimos por tanto la fecha el señor Andreas y yo,
rectamente en la dirección indicada, hasta llegar a una columna: sobre ella podía leerse
claramente “salida”, indicando, para nuestra sorpresa, que regresáramos el camino
recorrido. Al llegar al inicio inicial, caminando al revés lo andado, nos sonrió un letrero
salida en dirección opuesta a la antes tomada. Con gran ilusión seguimos entonces esa
flecha; pero nos esperaba ahora un inmenso espejo de pared, en cuyo costado una columna
ordenaba salida con otra flecha, entrevista entre varias imágenes de flechas que el espejo
reflejaba; entonces obedecimos. Lo hicimos así una y otra vez y otra vez, en un extraño
dispositivo salida, donde en realidad la única salida real era la entrada, para la que,
paradójicamente, no había indicación alguna y que, por cierto, no se hallaba en el piso
segundo, sino en el primero.
Quizá deba indicarse por qué una experiencia social de frustración con un dispositivo de
gobierno tenga interés ontológico. Una cierta kakoliteratolatría antimetafísica al uso genera
cierta resistencia para incorporar experiencias sociales en un marco filosófico de esencias.
Pero si hay un dispositivo en un mundo humano instalado, y este manifiesta efectos que
convocan a la interpretación, es evidente que tiene sentido pensar en una causa oculta, que
se hace manifiesta a través del efecto. Nos valemos aquí de un dogma de la hermenéutica
filosófica relativo a la efectividad: todo lo que es eficaz/manifiesto en un mundo histórico y
social (y opera a la manera de un dispositivo), es síntoma de una causa no manifiesta, de
una dimensión oculta que bien puede ser denominada la esencia de ese dispositivo. Pace la
kakoliteratolatría, la experiencia de las flechas del señor Zatsch sugieren la acción de un
agente invisible que manda (aunque no gobierna) y que constituye, por tanto, un tipo
especial de esencia social, de tipo ritual: “sigue la flecha de salida, aunque no vas a salir”.
Basta recordar El ángel exterminador de Luis Buñuel: los invitados a la cena entraron, pero
no fueron luego capaces de salir: a través de los agentes manifiestos (los que no podían
salir) operaba una esencia oculta que los constreñía a actuar frustrantemente y realizar ellos
mismos su encierro; era el ángel exterminador que operaba en un régimen de frustración
del que los invitados a la cena eran los ministros.
En andar tras una flecha y otra, y otra, y otra más, hay una experiencia de frustración; a la
misma vez es también una experiencia de pertenencia e identidad: indica qué somos, lo cual
se manifiesta en cómo actuamos; cómo realizamos ese dispositivo de gobierno en el que
nos reconocemos. Permite saber qué y cómo hacemos lo que somos, y aun para qué, aunque
no logremos nada. Es una esencia, que se califica porque opera socialmente. Esta esencia
de no lograr, siendo por tal esencia lo más propio de la experiencia de los que la operan, a
la misma vez que actúa como una identidad, disgusta, angustia y frustra por su efecto; se
trata sin duda por esto de un tipo de esencia muy peculiar, que llamaremos esencia
inoperativa. Aunque en ella (en el dispositivo de gobierno que nos hace sus operarios) nos
reconocemos, pues somos sus agentes, no nos reconocemos en sus resultados, pues son una
nada. Acontece una nada resultante que nos frustra. Para ordenar un poco, hay que decir
que una esencia que se realiza en una operación contiene un dispositivo. En un dispositivo
que opera como una esencia, siendo ésta la flecha que nos dice qué hacer en el dispositivo
(aunque abarca o puede abarcar más notas que éste). La esencia operada, que es la esencia
misma-sida, sigue al operar las indicaciones de la flecha a través de sus ministros. Ahora
bien. En el acto de operación de la flecha, cuando se realiza lo que se indica hacer, se
presume una potencia propia que es capaz de realizarlo, y de la cual puede decirse que su
operación es también su actualidad. En ese sentido, realizar la esencia implica unos
resultados esperados.
Hay uno que manda, la flecha/dispositivo, otro que, en toda apariencia, es el que obedece y
opera (el que sigue la flecha); se espera que la acción de lo mandado haga eficaz el mando,
es decir, que desemboque en lo mandado: haber salido.
Hay algo anómalo en la experiencia con el señor Andreas Zatsch. Cuando se opera lo que
indica la flecha/dispositivo, en lugar de hacernos salir, nos hace dar más vueltas; los
resultados esperados, lo mandado por la flecha (salir) no ocurre, lo cual revela que las
acciones operativas de seguir la flecha no están relacionadas con una potencia propia, en
este caso del señor Andreas Zatsch y de mí. Cuando fracasamos no nos sentirnos en la
capacidad de resistirnos a obedecer; cualquier cosa que pareciera otro rumbo era en
realidad el mismo intento: una y otra y otra vez. Esto sugiere que, entre los rasgos que
definen nuestra esencia, y que el dispositivo, por tanto, manda, se presume no una potencia,
sino una impotencia, siendo así la esencia de nuestras acciones un no lograr. La
actualización de la esencia que nos dispone -por decirlo de algún modo- consistiría
justamente en la realización de la impotencia; la frustración y el desánimo son sentimientos
que se podría reconocer como indicadores de este tipo de experiencia. Y es justamente esta
misma experiencia la que hace posible preguntarse de manera filosófica –y no opinadora ni
periodística, ni ideológica ni científica- por qué habría de celebrarse el bicentenario de la
república en el Perú, siendo como somos seres que trabajan para realizar una esencia
inoperativa: dis/capacitados para llegar a efecto alguno de lo que sería el deseado en una
república.
Para situar de manera algo más llevadera al lector poco familiarizado en la hermenéutica y
su estilo argumentativo, es necesario decir aquí que este texto intenta ser una versión de lo
que Gianni Vattimo ha denominado “ontología de la actualidad”, en expresión tomada de
Michel Foucault. Pero valgámonos de nuestras propias expresiones: El hermeneuta se
pregunta por lo actual, es decir, por aquello que acontece; diríamos aquí, tomando el
ejemplo de las flechas del señor Andreas Zatsch: por una esencia inoperativa que se mueve,
o es movida, y cuyo movimiento se instala en la manera de un no lograr, o en lograr una
nada.
Una esencia inoperativa en un mundo histórico, tiene como nota este movimiento
impotente; el movimiento impotente se manifiesta por el desánimo y la frustración. La
actualidad de este movimiento, su vigencia social, puede ser reconocida como la
imposibilidad de lograr (lo mandado); allí, lo que se mueve a la vez conmueve como una
experiencia de operación de no poder mover. Es el evento, el acontecimiento histórico y
social de no poder. Es admirable que una esencia instalada en un mundo histórico social,
como la república andina, se actualice no haciendo nada, o haciendo una nada, cual es lo
mismo para el caso.
Un analista o un experto político podría aducir que, en esto del republicanismo andino, o
quizá marcadamente peruano, se trata de un compromiso libremente adoptado de algo que,
después de todo, no sale tan mal, que se podría mejorar poco a poco, y que ya de hecho va
mejorando en su camino al progreso (lo cual estalla cuando se hacen tablas comparativas de
la economía, por ejemplo, en diversos periodos, incluido el borbónico) o que le falta más
ciudadanía, más diversidad, más gastronomía (para alcanzar el peso de Estados Unidos), un
poco de laicidad por acá, como en la pacífica Francia, o un cuerpo legal para ampliar en
ámbito jurídico de la sexualidad, como goza la próspera España de la que celebramos
habernos separado, etc. Pero es justamente el carácter inexplicable de esta experiencia
misma de que no sale nada el indicio para hacer reflexiones filosóficas: la necesidad del
acontecimiento donde ocurre que se manda, no la libertad, sino la realización de una
impotencia.
Cuatro observaciones
1. Es curioso ser mandado y realizar el mandato de una mismidad necesaria relativa a una
experiencia social de frustración, a la realización ontológica de una impotencia. Hay una
semejanza no accidental en este aspecto de las acciones humanas comprometidas en los
dispositivos de gobierno y la actividad repetitiva de los ritos, las plegarias y los sacrificios
de la religión, aunque de manera igual de extrañamente invertida; quizá la única diferencia
es que las acciones cívicas carecen de la eficacia que los ritos, sacrificios y plegarias sí
tienen; la eficacia de los ritos es performativa pues, en principio, es generada y realizada en
sí misma por la plegaria, el rito y el sacrificio: en estas acciones la actividad de lo obrado y
el acontecimiento son indiscernibles entre sí.
Allí donde San Pablo, en referencia a lo que él mismo en otro contexto llama “nuestro
sacrificio”, repite ritualmente las palabras de Jesús, “haced esto en conmemoración mía”
conmemoratio (“el sacrificio esencial” de Heidegger), el texto griego dice “hacer
anámnesis”. Una anámnesis no es un simple recuerdo (algo de la memoria psicológica):
implica una eficacia anterior que se actualiza; realizar la eficacia del acto evocado (en este
caso, el de Jesús en el sacrificio de sí mismo a través de las palabras que lo portan); hacer
de la actuación acontecimiento (y no memoria, pues entonces no sería más sacrificio, como
no parece serlo en lo más mínimo una misa moderna). El acontecimiento, es decir, el efecto
de la obra, consiste en su ser actuada por la intervención de un agente misterioso y oculto,
que hace eficaz el efecto de la obra: en la theurgia el sacrificio esencial opera la salvación
divina, que es lo mandado.
Ya desde Joseph de Maistre, se nos ha hecho notar que las acciones cívicas tienen la forma
de una liturgia ontológico/política, y podría de hecho resultar que se tratara de algo así
como politourgias. Como es bueno recordar, las sociedades tradicionales que tenían estas
liturgias (como la Roma pagana) también tenían liturgias religiosas. De Maistre había
pensado que las politourgias podían contener sacrificios sin theurgias, es decir, sacrificios
inútiles, sin la eficacia misteriosa, aunque fue cauto en asegurar que se requería de al menos
un tiempo para comprobar su ineficacia. Un segundo centenario es un tiempo largo que
puede servir de indicio fiable de que es posible que la modernidad genere dispositivos de
gobierno impotentes, es decir, que no acontecen como un gobierno y, por lo mismo, que sus
liturgias, ritos o plegarias civiles o laicas, al menos en estos casos, nada consiguen de sus
operarios sino el teatro de un gobierno.
“Libertad, abundancia y felicidad”, escribió en 1820 José de San Martín en una proclama
para ser anunciada como el efecto de su liturgia; hizo estas promesas a los renuentes
peruanos de las costas de Paracas quienes, al paso de los jinetes blancos y rioplatenses por
sus pueblos, aplicaban la famosa táctica rusa de dejar la tierra arrasada; como sus ancestros
más arcaicos, huían de las promesas a las zonas altas, llevándose consigo víveres y
animales. Mucho ha hecho últimamente la historia conceptual que aclara esta conducta; lo
que el peruano medio entendía en las promesas de ese mundo por venir, el mundo histórico
actual, que algún día habrían de realizar sus disciplinados descendientes, no era para él ni
siquiera propiamente aún un lenguaje, como recordaremos al final. El éxito de ese mundo
por venir, lo que podría ser llamado su salida mandada, se ordenaba en un romance inútil
para escuchar misa.
2. Es curioso que “éxito” y “salida”, un logro para el cual hay que seguir un tipo de
dispositivo de gobierno desde el entrar, sean palabras que pasan por sinónimas. Allí donde
lee exit, donde sea que se halle el viajero, hay un dispositivo de gobierno en mínimo:
cruzando el umbral se sale fuera. Basta recordar el salmo In exitu Israel de Egipto. Los
judíos salieron de Egipto como se les prometió, operando Moisés lo que Dios les había
mandado: les prometió que si cumplían lo indicado, serían libres de los egipcios, y tendrían
una tierra propia con abundancia y felicidad. Hallarían al final, pues, la salida. Es increíble
que el señor Andreas Zatsch y yo hiciéramos lo propio desobedeciendo las indicaciones de
las flechas, lo cual alteró el dispositivo salida; fue como romper el teléfono para oír
finalmente (con éxito) al interlocutor del otro lado. Es el tema aquí que la república no es
exitosa, o sea, “no sale”, no tiene salida (en castellano ordinario: no funciona; en
ontológico: es impotente).
Esto de la “abundancia y felicidad”, leído en el contexto que nos pertenece, tiene carácter
de evento; es evidente que se trata de algo que altera la atención, pues declara sobre aquello
en que debía consistir el resultado, el efecto de la operación de los ritos cívicos, cuya
ausencia de éxito es justamente la razón de la perplejidad del que se pregunta. Pero del
conjunto de la tríada de promesas que San Martín ofreció de hacerse lo mandado,
abundancia, felicidad y libertad, es el último concepto el que convoca aquí al filósofo: el
centenario de la libertad pues, ¿puede haber libertad sin éxito?
4. Si bien los medios de prensa son dignos de fama en el mundo occidental por su esmero
en gobernar a través de mentir, como manifiestamente hacen todo el tiempo la CNN o The
New York Times (en Lima El Comercio), es decir, por hacer lo correcto en el mundo
histórico al cual sirven, esto mismo puede ser ocasión para tratar algo verdadero,
ontológicamente hablando; el hermeneuta debe para ello operar el pensamiento desde la
mentira. Como todo lo que es, la mentira es efecto, que al ser pensado envía hacia aquello
de lo que esa mentira es manifestación. Si hay mentira, es efecto de una causa oculta, que
en un dispositivo de gobierno corresponde con la esencia de la que es dispositivo.
Es conveniente recordar la concepción que Martin Heidegger atribuyó aquí a los griegos
arcaicos respecto de la verdad que, según Heráclito, “le place ocultarse” (para ser
verdadera, justamente). Se permita trabajar con un ejemplo. Dice mucho que en el Perú los
agentes y analistas de la prensa denominen “fiesta democrática” al proceso electoral para
decidir cada vez por alguna autoridad, en particular al Presidente de la República: el mismo
a quien luego sistemáticamente se ha de enjuiciar y, de ser posible, poner entre rejas. Como
sospecha ya el lector, “fiesta democrática” es la manera políticamente correcta de referirse a
una realidad ontológica anómala. Es notorio que se trata de una fiesta obligatoria. En
efecto: vamos a la fiesta bajo amenaza de castigo; alrededor de dos millones de ciudadanos
peruanos votan regularmente en blanco o viciado, y otros tantos millones prefieren
participar de la fiesta a través del desembolso de una costosísima multa; en ambos casos la
fiesta es realizada obedeciendo una fecha de Zatsch, aunque el efecto diverja del esperado,
como tener a nadie como el elegido de las elecciones. No sea negado llamar a esto el
dispositivo fiesta democrática. Esta experiencia puede ser reconocida en su dimensión
propiamente ontológica porque, a la misma vez que la realizamos, que somos sus operarios,
sabemos que su obligatoriedad como fiesta nos antecede y nos sostiene (nos gobierna) y no
hay libertad alguna respecto de ella, pues hasta el no es constrictivo y disciplinario.
Es un hecho singular que el Perú celebre con mayor entusiasmo que nada a los santos y
vírgenes de los campos y de los pobres: al Señor de los Milagros, el Señor de Luren, el
Señor Cautivo de Ayabaca, el Señor de los temblores del Cuzco, la Virgen de Chapi de
Arequipa o la Virgen de la Candelaria de Puno. En honor de las vírgenes y los santos
locales hay grandes corridas de toros, que llenan cosos de 10 mil o 12 mil personas en la
mitad de los Andes; así también grandes comparsas y bailes multitudinarios de justa fama:
“no hay torero famoso que por mi ciudad no haya pasado”. No se sabe de nada de eso el día
de la libertad. No hay “padres fundadores” de la libertad, o un gran legislador: un Solón o
un Licurgo que haya sido paisano peruano que haga el lugar del santo o la virgen de la
libertad. El día de la independencia solía ir la clase media a ver el circo, pero hace tiempo la
república ha prohibido los circos, y esa fecha ha dejado de ser de interés también para los
niños, que antes ansiaban ver el circo. Ese día es legalmente obligatorio y de falta punible
colocar una bandera republicana en la casa, aunque son raras las viviendas que cumplen la
ley.
Trabajamos para la fiesta democrática bajo el presupuesto, la episteme política de que parte
del dispositivo fiesta es estar allí por la fuerza. Es esta una situación extremadamente
paradójica: realizamos una impotencia, en lugar de una potencia. Es un hecho que
sorprende a la inteligencia humana llamar unánimemente a este paseo hacia la nada
“independencia” o “libertad”. Es un hecho aún mayor si cabe que esta independencia y esta
libertad deban ser celebradas en dispositivos fiesta disciplinarios y punitivos.
Deudas e identidades
Es de honestidad intelectual reconocer que, aunque todo lo que precede y también lo que
sigue es nuestro, buena parte de esta reflexión -como es evidente-, no sale de la nada. Como
discurso filosófico está relacionada y se expresa como una ontología de los dispositivos de
gobierno. En esto es mucho lo que se debe aquí a la arqueología del mundo moderno, su
ontología económica y los dispositivos que administran las democracias capitalistas
avanzadas que al respecto ha desarrollado Giorgio Agamben en los últimos años, en
particular en Opus Dei. Arqueología del oficio (2012), El Reino y la gloria (2008) y,
aunque, en menor medida, también en Estado de excepción (2003) y Profanaciones (2005).
Como un tema de hecho, el concepto “dispositivo” como aquí se usa es tomado de una
conferencia que dictara Agamben tiempo atrás, y que está disponible en la red virtual en
forma de video; se trata de un largo comentario sobre “dispositivo” y su uso en Michel
Foucault; con el título ¿Qué es un dispositivo?, ha sido impreso con otras dos conferencias
en un solo volumen en 2015; este texto, cuya productividad futura está aún por fijarse, ha
conocido innumerables reediciones este mismo año en idioma español, tanto en la
Argentina como en España; se espera ver en los meses que entran una reseña al respecto del
que firma.
“Ontología de la actualidad” es, por otra parte, una agenda, la responsabilidad del filósofo,
como diría Gianni Vattimo, de quien en esto particular se inspira esta reflexión. Pero aquí –
a diferencia de lo que ocurre en Vattimo- se entiende actualidad por realidad: es aquella
realidad a partir de la cual la interpretación es su acontecimiento, y no una realidad que es
ella misma interpretación, como ocurre en la hermenéutica de Vattimo, que por ello ha
difundido como “nihilista”, en particular para tratar sobre los asuntos políticos y morales
que caracterizan quizá no lo más atractivo de las democracias capitalistas avanzadas y
aquello por lo cual generan éstas rechazo dentro y fuera de su regencia. Agreguemos esto:
en la misma medida en que nos instalamos como deudores de la tradición hermenéutica
nihilista, así como de la aplicación de ésta como ontología de la actualidad, nos interesa la
“realidad” significada con la idea de actualitas, la actualidad que entendemos como efecto
de una esencia social que debe ser pensada y que está, por lo mismo, oculta; conviene, es
razonable suponer que hay hechos qué interpretar, aunque no sean, ciertamente, hechos
científicamente demostrables.
Dios libre a los filósofos de ser correctos en un mundo donde la mentira, antes que la
verdad, es ontológica.
Aunque hacemos hermenéutica de hechos sociales, y de las esencias ocultas de las que son
efecto (otra manera de decir “ontología de la actualidad”), la hermenéutica vigente hace
esto de manera ordinaria tomando como punto de referencia más elemental un horizonte
histórico completo, que se despliega como una totalidad de sentido y genera una
experiencia de temporalidad ontológica; esto ocurre singularmente en las arqueologías de
Agamben y en los diagnósticos nihilistas de Vattimo: en ambos casos el tema de fondo es la
modernidad pensada como una totalidad temporal de sentido. Uno incide en la articulación
económica de ese horizonte, para sondear desde eso, que es una evidencia, hacia su arché, a
la dimensión arcaica oculta que opera tras ella como su principio; el otro básicamente ha
justificado ese mismo horizonte, como una experiencia nihilista, en un diagnóstico que, a la
misma vez, presupone la incorporación normativa del pensador en esa experiencia.
Tanto Vattimo como Agamben pueden ser tipificados como pensadores antimodernos: uno
posmoderno nihilista, el otro arqueólogo posmetafísico; ambos juntos difícilmente podrían
sin embargo contribuir a un discurso común. Digamos que su representación valorativa de
lo que ocurrió en la Francia de 1791 es antipódica. Esta es la razón por la cual se presenta
disculpas a los dos por estar ejecutando un acto de doble traición, del que ninguno saldría
suficientemente agradecido; el motivo de esta, sin embargo, me justifica: las razones para
diagnosticar la modernidad, sea para acusarla de ser el despliegue económico de un
sinsentido infernal y castigador (Agamben), sea para exaltar ese sinsentido por hallar en él
un horizonte nihilista final “de izquierdas” con chances de emancipación (Vattimo), parte
de un supuesto que es inaceptable para un pensador que desea hacer hermenéutica en los
Andes; hay aquí un derecho anterior que instala el pensar, como sucede con Vattimo o
Agamben cuando lo hacen allá sobre sus realidades italianas, romanas o santo-germánicas.
Ambos antimodernos parten de un diagnóstico anterior a ellos mismos: el carácter exitoso
de la modernidad como un horizonte temporal, incluso si es para lamentarse de ese éxito,
como hacen ambos tirando la cuerda del lado opuesto. Pero no siendo aquí el hermeneuta
sino un andino, cuyo envío no es aquí en absoluto un gran efecto, ni siquiera para el mal,
sino algo que ni siquiera es un mal en los términos de estos estimados italianos, sea
permitido trabajar de manera diferente: desde la zona fracasada de la modernidad, y no
desde la exitosa, que conocemos apenas porque la vemos por televisión o hemos ido allí de
paseo; la esencia operatoria, que no es impotente allá, incluye el dispositivo de alabarla
aquí, a pesar e incluso porque es impotente.
Óscar Martínez me informó que Jean Paul Sartre había utilizado el sintagma “el eco” para
referirse a la recepción de la modernidad en el mundo periférico, tomando la idea de Hegel,
que es a modo de una imitación. El punto aquí no es la imitación, sino el carácter
ontológicamente anterior que reviste la realidad, ante todo histórica y social, del carácter
impotente del republicanismo en América española; dentro del horizonte histórico y
temporal mismo de la modernidad, la impotencia periférica de eso mismo, que allá es
exitoso, manifiesta la realidad oculta de una esencia inoperativa propia que, sea permitido
ya decir, es el agente invisible de la impotencia del dispositivo republicano. Sea posible
para el pensador cuya experiencia del mundo moderno se halla en la periferia, esto es, en
una cierta geografía aquí del no-éxito, ocuparse de ella, que es un no-éxito exitoso y
preocupante.
No es posible no tener la modernidad como referencia de la experiencia temporal en el
mundo social americano, aunque la experiencia temporal de ese mismo episodio englobante
no es la misma para el conjunto de los hombres. No es el momento aquí, pero la presunción
de que este mundo moderno (posmoderno, o democrático capitalista avanzado) es más
humano que otros, que le pertenece de manera esencial a los hombres y donde, por tanto,
los hombres son más libres en ese mundo, es consecuencia de la suposición de que la
acción humana (y no de otras fuerzas no humanas, agentes ocultos invisibles que operarían
a modo de causas) son las únicas fuerzas que concursan en la historia humana. El mero
hecho de que haya experiencias alternativas de temporalidad a la de las sociedades liberales
capitalistas, fuera del ámbito del nihilismo o algo más al costado, como se sugiere aquí al
subrayar el carácter sin salida de los dispositivos modernos de gobierno, va con la idea de
que no hay tal cosa como una agencia libre y esencialmente humana. Si hay en esto error,
esta misma reflexión sería imposible.
Veamos. Todo lo relativo al fracaso, visto desde la geografía del éxito, podría reducirse a
cuestiones de administración, es decir, de gestión de buen gobierno. Se aplicaría como
respuesta del fracaso una solución metodológica, como corresponde al dispositivo cuya
eficacia supuestamente se prueba porque allá es exitoso (¿?). Y entonces hay que partir del
horizonte del nihilismo, de las democracias capitalistas avanzadas, etc., es decir, de ese
éxito que es la condición de la angustia o el goce nietzscheano de los hermeneutas
europeos. La solución sería entonces, administrativa, propia de los analistas o los expertos o
los inteligentes del gobierno. Pero hay toda una genealogía de su falsedad. Podrían tratarse
de cálculos ideológicos (para convencer a los indios andinos de que deben ser franceses
jacobinos, ingleses masones o farmers americanos), de cálculos raciales (como tristemente
se hizo en la era positivista, para exterminar, excluir, o al menos mezclar con mejor sangre
a las “razas bastardas” indianas, Gustave le Bon, Alberdi, García Calderón o Vasconcelos
dixerunt); de cálculos metafísicos en la historia (qué tirano deberían los americanos
adoptar, si al de Moscú o al de Wall Street); de cálculos económicos (y entonces hacer que
las repúblicas se llenaran de deudas con el FMI y viajaran a la miseria), y ahora de cálculos
sexuales o animalistas, todos cálculos del mundo de lo discutible que, dado el espacio breve
concedido para empresa tan compleja, afirmo se trata siempre de cálculos cuya metafísica
reside en el mundo exitoso, quizá para su propia desgracia. Allí, en ese mundo exitoso,
donde aparentemente sale todo bien siempre (bien pensado, parece una broma), se activa el
dispositivo que ejecuta luego aquí la esencia inoperativa.
Si hay tiempos diferentes para la modernidad, es porque hay hombres diferentes que la
operan; el mismo dispositivo, pero esencias ocultas diferentes, que se mueven de manera
diversa. Y es estúpido preguntar qué hombres, que es lo que haría el publicista. Es evidente
que no son los hombres la causa que hace inoperativas las políticas de gobierno cuya
historia se ha resumido arriba. José de San Martín no parecía ser de esta idea cuando sus
tropas de hombres blancos e ilustrados desembarcaron en Paracas, sin embargo. En 1818
expresó en proclama a los habitantes de Lima sobre lo en un documento posterior destinado
a la nobleza llamaría la “fortuna del siglo”: “en la marcha de la revolución” (esto es, en la
experiencia moderna de la temporalidad del Hombre) “el evangelio de los Derechos del
Hombre se propaga con contradicciones”. Uno se pregunta si los limeños de 1818 conocían
del Hombre de los Derechos del Hombre, o si ellos eran ese Hombre. Si ese Hombre era un
comerciante inglés, si era un americano que vivía en Filadelfia y tenía esclavos africanos, o
si era un ambicioso corso en la cárcel. Aquello de padecer contradicciones para llevar
adelante el “evangelio del Hombre” es autoexplicativo, eso si es autoexplicativo “Hombre”.
Desde Joseph de Maistre hasta Richard Rorty, cualquier no esencialista metafísico entiende
la absurda presunción de expresarse de esa manera.
Al inglés lo conozco, pues he ido a Londres; conozco a los rusos, pues he estado en Moscú
y he hablado allí con varios de ellos. Y entiendo que Barack Hussein Obama es el nombre
de un norteamericano, pues así lo afirma la CNN. Tengo serias dudas de que los discursos
sobre “el Hombre”, fuera de la biología o la zoología, sean una forma razonable de hacer
evangelios para los hombres.
No puede evitarse tener como telón de fondo el conjunto de la modernidad al evaluar las
consecuencias de lo que así se trata pero, a diferencia de Agamben o Vattimo, por lo ya
expuesto, preferimos aquí hacer la hermenéutica, incluso de esa experiencia prolongada de
temporalidad de la modernidad o lo moderno, a partir de un evento determinado que sea
pertenencia peruana o americana y no italiana o paneuropea, por ejemplo. Un evento que
adquiere carácter de inicio fundante, incluso de arché; este evento signa ese horizonte y lo
marca como pauta, una referencia de sentido, o incluso como un inicio temporal; se trata de
un faktum que es y no puede no ser, algo que, fenomenológicamente, no queda sino aceptar.
Son destruidas las Torres gemelas de Nueva York: sería poco razonable decir que su
destrucción un 11 de setiembre de 2001 es ella misma una interpretación, aunque es
manifiesto que ese faktum inaugura un horizonte de interpretación para la experiencia social
del tiempo posterior, y sin duda se presta para llevar a cabo algún tipo de arqueología de la
violencia religiosa en un mundo nihilista. Es esta clase de faktum, y no los horizontes
inaugurados por ella, la dimensión más originaria o arcaica, lo que hace de punto focal de la
reflexión aquí. Interesa el horizonte temporal, que aquí es también la modernidad: la
modernidad en la América española, y aun la modernidad andina, pues la esencia
inoperativa es lo que la modernidad ha instalado en este mundo histórico desde el cual se
piensa, bajo la forma del republicanismo impotente.
Para que el lector no se sienta algo desorientado por estas precisiones, que de alguna
manera son metodológicas, se trata de alcanzar la aurora del evento de la esencia
inoperativa cuyo dispositivo de gobierno son las repúblicas andinas o americanas, la
experiencia de esta esencia impotente cuando, por vez primera, se descubrió como
impotente, para lo cual concluiremos con reflexiones inaugurales, de un testigo del evento
fundante del que surge la narración del Perú como parte de la temporalidad que el mundo
moderno significa para el Hombre.
El evento fundante, aquel que instaló e introdujo nuestro mundo anterior a la experiencia de
un dispositivo impotente de gobierno es el que se celebra con el bicentenario, es la
instauración de la república. En el discurso actual de decolonialidad suele siempre tratarse
el tema de la modernidad y la dependencia, etc. bajo el supuesto doblemente falso, 1. de
que el inicio de la modernidad que es objeto de frustración e impotencia fue la conquista
española y 2. que la república, tomada como dispositivo de gobierno, es la manifestación de
lo que podríamos llamar una esencia oculta buena; es decir, que todo mal éxito es parte de
“las contradicciones” de la epopeya de la libertad del “evangelio de los Derechos del
Hombre”. Todo lo escrito anteriormente sirva de explicación de por qué esa perspectiva es
intrínsecamente dispuesta por el mismo dispositivo del que quiere el decolonial salir. El
discurso decolonial es colonial; lo es porque opera como un legitimador colonial: asume
que el éxito del otro, del nihilista, del demócrata capitalista avanzado, es también su ámbito
de éxito; que lo que el nihilista o el demócrata logra en su mundo es parte esencial del
dispositivo por el cual él mismo es gobernado, a pesar de que lo decolonial como una queja
es justamente la experiencia del fracaso, de la impotencia que rige el dispositivo de la
esencia inoperativa.
El éxito, la salida, se halla en otra parte que en el dispositivo ontológico que conduce a la
realización destinal de una impotencia; quien difiera de lo que aquí se afirma, se halla en la
situación de demostrar que la fenomenología de la esencia inoperativa que se ha mostrado
para dar cuenta de la ontología del republicanismo en América española tiene algunas
imprecisiones o desventajas que afecten y liberen a los pueblos de lo que los hace pueblos
esencialmente des/potenciados.
Es manifiesto que se desea aquí reconocer el punto de partida en una experiencia histórica y
social sobre la base de un evento específico; más en particular, en un evento fundante, a
partir del cual lo que se haya seguido diciendo ya no fuera más lo mismo, sino, por decirlo
así, haya comenzado a ser otra historia, la de la actualización de la nihilurgia americana. El
origen de la modernidad americana está en la república o, mejor, en el dispositivo de su
fracaso. Es suficientemente conocido ya que la modernidad en general, como una
experiencia de temporalidad humana, advino en una secuencia de transformación doble y
relativamente violenta; a la vez operada/acontecida en los lenguajes sociales y las prácticas
de sociabilidad. Para la historia conceptual esta transformación tuvo su inicio, poco más o
menos, en el periodo de florecimiento de las obras de Juan Santiago Rousseau. Irrumpió un
día de la nada la práctica de charlar en cafés; de conversar allí con folletos u hojas sueltas
con ideas inauditas, surgidas más de la psique que del intelecto. Los cafés crean una cultura
que hoy llamaríamos “democrática”, alternativa al mundo académico “de las tertulias de
seminarios y conventos”, una cultura sin diplomas ni exámenes, donde se premia(ba) lo
fantástico, se desdeña(ba) lo que se ignora(ba) y se cierra los ojos ante las consecuencias,
que pronto Europa iba a conocer bien. Este es el tiempo moderno propiamente, el tiempo de
la aparición de las prácticas modernas de sociabilidad, con su respectivo lenguaje, lo que
aquí, hacia 1820, se llamaría “el lenguaje del liberalismo”.
La liturgia moderna es paralela con la expansión del lenguaje del liberalismo, que en
América española llegó con la difusión de la república, en el Perú 30 años después que en
Francia. La república advino con la revolución, pero también a través de la difusión de las
obras de Juan Santiago Rousseau, para hacerse café y lenguaje. Aunque no se puede negar
que las élites pudieran haber leído a Rousseau en francés antes, la verdad es que obras
como El Contrato social, el Discurso sobre la desigualdad o el Emilio llegaron de España
en español recién en el trienio liberal español, que facilitó la difusión de los libros
masónicos que imprimía en Démonville para vender en Londres (y pasar de allí a América)
la Casa de Rosa; las fechas de expedición de estos libros oscilan entre 1820 y 1822, como
cualquier amante de la literatura revolucionaria puede comprobar. Esto coincidió con la
invasión de San Martín y, no mucho después, con la de Simón Bolívar. Y es así que, en
1823, una vez instaurada la república, y con la nobleza peruana y los ejércitos andinos
resistiendo la invasión de los republicanos del norte, desembarca en Cartagena de Indias
luego de dos décadas de residencia europea un humilde republicano de Venezuela, un
rousseauniano entusiasta, a la vez genial y demente. Es el hombre del evento, aquel cuyo
pensamiento, su mismo pensamiento rousseauniano iba a descubrir y develar por primera
vez la esencia inoperativa que se había instalado en los Andes como un dispositivo
republicano; sería el primero (y el más hábil) en observar la extraña nihilurgia ontológica
por la que las repúblicas, y más la peruana, antes que “libertad, abundancia y felicidad”,
estaba por instalar la gestión sin salida de una impotencia.
Rodríguez, hijo natural de sacerdote y criado en ambiente clerical, no podía desconocer los
dispositivos litúrgicos de la misa que –como ha subrayado Agamben- es el modelo
ontológico y práctico de los dispositivos de gobierno modernos. Y sin duda conocía y
estimaba el Contrato social, un libro que diseña un modelo de gestión de gobierno que en
gran medida está atravesado por una ontología litúrgica. Y, como puede comprobar
cualquier lector de Rousseau, en esa línea, el libro puede ser leído como un diagnóstico de
impotencia para los gobiernos monárquicos. En las monarquías subyacería un modelo de
gobierno donde la gestión, el éxito, estaría confiado a una relación de fuerza entre uno que
manda, cuyas órdenes se parecen a las flechas del señor Zatsch, y otro que opera en calidad
de ministro, cuya acción viene mediada por una suerte de violencia, que el de Ginebra
denominó “despotismo”. En el despotismo el gobierno se cumple de manera accidental,
pues el operario (el pueblo) obedece y cumple lo mandado por una fuerza que desearía
evitar. No hay pues allí ni libertad, ni felicidad ni abundancia o bien esta, de existir, sería el
resultado de una violencia. Convencido Rodríguez de ese modelo, creyó que las repúblicas
–tal y como Rousseau se las había imaginado- eran el correctivo para una impotencia. La
solución era bastante teológica: si lo mandado, la obra y el gobierno (el éxito, la salida),
cada uno una persona, constituían sin embargo los tres una sola sustancia (el pueblo), la
gestión no podía ser sino la actualidad, la actualización de lo que, para abreviar, podemos
llamar la esencia del pueblo, que se media y acontece a través de sí misma. Entonces el que
manda, el mandado y lo mandado serían iguales, que es lo mismo que decir que el
dispositivo sólo puede ser exitoso, pues se habría vuelto autogenerativo. Rodríguez
desembarcó dichoso en Cartagena, se unió un par de años después con Bolívar para
comprobar él mismo “el suceso” de “el ensayo” republicano en el Perú.