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EL PALACIO DE VIDRIO - GABRIEL JANER MANILA

Historia de la princesa Poniegú

En una vieja ciudad del desierto, junto a un río tranquilo, había un sultán que habitaba en un palacio
de piedra marmolada de vetas de oro y transparente. Rodeado de surtidores que saltaban entre los
árboles y dibujaban bajo el cielo del desierto extrañas caligrafías de agua, aquel palacio era el más
bello del mundo.

Aunque tenía en sus manos todos los lujos del mundo, el sultán no era feliz. Tenía al harén
custodiadas por los eunucos, las cien mujeres más bellas de la tierra. Sin embargo, ninguna de
aquellas mujeres le había costado tanto como la princesa Aïssa de Montverd. Aïssa tenía la piel
oscura, oscurecida por el sol de todos los siglos ...

El sultán entregó al padre de Aïssa un gran caudal para tenerla con él: setecientos bueyes,
setecientos camellos, doscientas cabras, setecientos palomas negras, setecientas liebres…

Aïssa partió de Montverd en un barco cubierto de sedas blancas, que navegó por el río
durante cuarenta días, hasta la ciudad del desierto donde vivía el sultán. Aquel palacio tenía su
propio puerto y, nada más llegar la nave con la puesta de sol, empezó la fiesta que el sultán había
preparado para celebrar la llegada de Aïssa, la flor negra de los bosques.

Pero, pasado un tiempo, el sultán no era feliz, ya que aunque tenía todos los lujos del mundo, él
quería que la princesa Aïssa tuviera una hija, clara como el amanecer pero con la piel tintada del
atardecer. Pasaban los días y rodaban los años, pero el vientre de Aïssa no se conmovía. Pensó que
era el dios del desierto quien se lo impedía y se atrevía a desafiarlo, hinchado de orgullo.

El sultán subió a la torre más alta del palacio, se volvió contra el viento y le dijo:
- Haré que ataquen mis artilleros y te quemarán los ojos. Vendrá mi tropa armada de sables y te
cortará la melena. Haré que te ahogas en los pozos del desierto…

A lo que el viento le respondió: - Aïssa tendrá la hija que tú quieres, oscura y hermosa. Pero cuando
cumpla siete años, me la habrás de entregar a mí. Recuerda que si no lo haces, morirán madre e hija,
antes del tercer día.

No había pasado un año y la princesa Aïssa tuvo una hija, tan bella como la estrella de la mañana, a
la que pusieron Poniegú, un nombre que escogió la madre porque era el nombre de una antigua
reina de Montverd.

Cuando la niña nació, el sultán siempre estaba lleno de amargura. Ni tenía deleite, ni era capaz de
mirar a su hija sin que se le pusiera sobre los ojos un velo de tristeza.

Igualmente cuando la princesa Aïssa supo que el viento se llevaría a su hija cuando cumpliera 7
años, lloraba sin consuelo, pero solo cuando Poniegú dormía, ya que no podía consentir que la niña
la viera triste y con la cara turbada. Aún así, Aïssa fue capaz de componer una canción de cuna y de
cantarla a puesta de sol, cuando la tarde caía sobre el río: Dorm, dorm petitona dorm…

El mismo día que cumplió siete años, el viento salvaje del desierto entró al palacio y arrebató a
Poniegú de los brazos de sus padres. Era una fuerza oscura. Aunque el sultán había hecho cerrar
todas las puertas de los balcones y las ventanas, el viento entraba lentamente, con sus alas abiertas,
y se filtraba a través de los muros. Una sombra la rodeo y no la volvieron a ver nunca más.

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