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Piglia - Tesis Sobre El Cuento y Otros Textos PDF
Piglia - Tesis Sobre El Cuento y Otros Textos PDF
I
En uno de sus cuadernos de notas, Chejov registró esta anécdota: "Un hombre, en
Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida". La forma clásica del
cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito.
Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como
una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del
suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento.
II
El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego) y
construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista consiste en
saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un
relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario.
El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la
superficie.
III
Cada una de las dos historias se cuenta de un modo distinto. Trabajar con dos historias
quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos
acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas. Los
elementos esenciales del cuento tienen doble función y son usados de manera distinta en
cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción.
IV
VI
La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood
Anderson, el Joyce de Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada;
trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se cuenta
de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a lo Poe contaba una historia
anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una
sola.
La teoría del iceberg de Hemingway es la primera síntesis de ese proceso de
transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con
lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión.
VII
"El gran río de los dos corazones", uno de los relatos fundamentales de Hemingway, cifra
hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams), que el cuento parece
la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone toda su pericia en la
narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría el arte de la elipsis que
logra que se note la ausencia de otro relato.
¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chejov? Narrar con detalles precisos
la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego, y la técnica que usa el jugador para
apostar, y el tipo de bebida que toma. No decir nunca que ese hombre se va a suicidar,
pero escribir el cuento como si el lector ya lo supiera.
VIII
Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta y narra sigilosamente la historia
visible hasta convertirla en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo "kafkiano".
La historia del suicidio en la anécdota de Chejov sería narrada por Kafka en primer plano y
con toda naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de un modo
elíptico y amenazador.
IX
La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en hacer
de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las maniobras de
alguien que construye perversamente una trama secreta con los materiales de una
historia visible. En "La muerte y la brújula", la historia 2 es una construcción deliberada de
Scharlach. Lo mismo ocurre con Azevedo Bandeira en "El muerto", con Nolam en "Tema
del traidor y del héroe".
Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma
de narrar.
XI
El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto.
Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver,
bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. "La visión instantánea que nos
hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo
de lo inmediato", decía Rimbaud.
Esa iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento.
"Cuando era pequeño, quería crecer y ser libro. No escritor, sino libro: a las personas se
las puede matar como hormigas. Tampoco es difícil matar a los escritores. Pero un libro,
aunque se lo elimine sistemáticamente, tiene la posibilidad de que un ejemplar se salve y
siga viviendo eterna y silenciosamente en una estantería olvidada de cualquier biblioteca
perdida de Reykjavík, Valladolid o Vancouver. Si alguna vez , como ocurrió en dos o tres
ocasiones, no había suficiente dinero para comprar lo necesario para el Shabbath, mi
madre miraba a mi padre, y mi padre comprendía que había llegado el momento de elegir
la víctima sacrificial y se acercaba a la vitrina: era una persona de principios y sabía que el
pan era más importante que los libros, y que el bienestar del niño estaba por encima de
todo. Recuerdo su espalda curvada al dirigirse hacia la puerta con tres o cuatro libros
queridos bajo el brazo, con el corazón dolorido iba a la tienda del señor Meyer a vender
algunos volúmenes tan preciados como un pedazo de su propia carne. Sin duda el mismo
aspecto debía tener Abraham cuando salió por la mañana con Isaac a la espalda hacia el
monte Moriá.
Podía adivinar su dolor: mi padre tenía una relación sensual con los libros. Le gustaba
tocarlos, escudriñarlos, acariciarlos, olerlos. Le excitaban los libros, no podía contenerse,
enseguida les metía mano, incluso a los libros de personas desconocidas..."
Breve selección de Una historia de amor y oscuridad (pag. 33); de Amos Oz. Siruela.
"¿Cómo contar sin cocina, sin maquillaje, sin guiñadas de ojo al lector? Tal vez
renunciando al supuesto de que una narración es una obra de arte. Sentirla como
sentiríamos el yeso que vertemos sobre un rostro para hacerle una mascarilla. Pero el
rostro debería ser el nuestro." Julio Cortázar
"Si alguien atravesara el paraíso y le dieran como prueba de su pasaje por el paraíso una
flor y se despertara con esa flor en la mano, entonces, ¿qué?"
Coleridge
“Todos somos lectores. Y qué es un lector, qué es la vida de un lector. Porque leer no es
solamente poner los ojos sobre un libro. Con la lectura a uno le pasan muchas cosas, y le
pueden pasar grandes cosas en el encuentro con ciertos libros y ciertos autores; uno
puede llegar a tener dentro de su autobiografía o sus memorias, además de una vida
conyugal o laboral, una vida de lector. Leer no es una operación inocente ni culpable, es
una experiencia de vida... Hay encuentros que marcan una vida y hay autores que marcan
una vida”.
Thomas Abraham
Es cuestión de hacerse lector como quien se hace a la mar. Abrir un libro y soltar el ancla.
Animándose, corriendo riesgos, disfrutando y sufriendo, dejándose llevar, eligiendo rutas,
buscando la isla desconocida, la corriente necesaria, el estrecho donde se estrellan las
aguas gigantes de dos océanos, llegar a alguna tierra del fuego, donde sea posible dialogar
con los propios fantasmas o escucharlos discutir con la contundencia imprecisa de su
propia ingravidez.
Habrá que hacerse lector, digo, pero alguien con más horas de navegación tendrá que
acompañarte desde la orilla. Alguien tendrá que acercar el libro, en lo posible con las
mismas manos de la caricia. Alguien que sepa señalar un rumbo sin atarte a él, mostrarte
un horizonte para que busques otros.
Alguien tiene que decir que había una vez, en un lugar muy lejano, un castillo con una
torre donde vivía un prisionero que no hacía otra cosa que soñar su libertad. Alguien tiene
que ayudarte a salir de la prisión, para poder probar la libertad de leer.
Entrar a la palabra escrita y transitar los infinitos senderos que se bifurcan infinitamente,
hasta tocar el cielo de los patios, la isla desconocida, las claves del tesoro, el oro de los
tigres, la sirena peinándose en los anillos de agua de la cordillera.
Leer para entramarse en lo social. Leer para recluirse de vez en cuando de lo social, leer
para ser uno, leer para librarse de parte de uno, leer y poder labrar el capullo cuando sea
necesario no estar donde no hay que estar.
Leer para encontrar en el calidoscopio de las voces humanas aquella voz necesaria, la que
refleja la luz exacta para arrojar una gota de certeza en el camino. La que refleja la mullida
sombra del sauce indispensable para nuestro cansancio de caminantes. La que titubea y
salta de matiz en palabra, de palabra en silencio y nos arropa fraternalmente en la duda,
en la duda que tanto humano habitó desde antes de la palabra.
Alguien tiene que decir que había una vez, en un lugar muy lejano, un castillo con una
torre donde vivía un prisionero.
A algunos lectores nos gustaría tener oponentes a quienes convencer. Nos gustaría saber
que la mayoría de los no lectores lo son por elección. Pero las más de las veces no es así.
Las más de las veces se trata de otros que no leen porque tampoco eligen, porque
tampoco pueden trabajar, porque apenas sobreviven. En todos los casos, pero en éstos
primordialmente, la escuela sigue siendo una alternativa indispensable y el maestro, el
maestro.
El maestro pensado como el que lee lo suficiente para saber qué posibles títulos acercar o
sugerir a sus alumnos después de un libro compartido. O qué estrategia librar para
proponer nuevas obras que desafíen el pensamiento o alimenten la sed de la imaginación.
El maestro como aquel que acompaña desde el apasionamiento, desde la impenitente
curiosidad, desde la absoluta convicción que ubica a la lectura en un punto inaccesible de
comunión con el lector. Un punto al cual por suerte, no puede acceder ningún ojo avizor,
ninguna práctica pseudoevaluativa. El punto luminoso donde la buena lectura se teje con
el mundo interior del que lee, con las orillas de los conceptos ya existentes, con el magma
de los sentimientos aún no nombrados, con el claroscuro de los callados temores, con la
efervescencia de las propias preguntas. La lectura entrando descalza al patio interior
mientras los otros duermen, domesticando las sombras que amenazan, instalando un
castillo con un puente hacia alguna certeza, corriendo el foso circundante y estableciendo
un nuevo territorio de dudas; la lectura sumando escaleras para la nueva búsqueda.
Porque el que lee está maravillosamente unido a cientos de presencias que sostienen la
cultura, y absolutamente solo, acompañado por una voz que desde el libro lo ronda con
otra soledad.
En antiguas culturas, el legado de la sabiduría se consumaba en el centro del bosque, a
salvo de miradas extrañas, y en el lugar donde el verde traza una línea que une el cielo con
lo hondo de la tierra. Allí los más viejos ponían en manos de los jóvenes el tesoro de lo
cultural. Era el modo de preservar los valores que los mantenían unidos y el imaginario
que los cohesionaba como pueblo.
La Literatura puede ser uno de los sitios desde donde sigamos cumpliendo con esta
ceremonia, no por preservar el rito sino por seguir apostando al ser humano como actor
de su propio crecimiento en el pensar, de su propia convalidación en el hacer. Un ser
humano que pueda encontrar en su memoria la imagen del otro como otra cara de sí
mismo. Que se disponga otra vez a sentarse en ronda para celebrar la vida, generando lo
necesario para defender del olvido lo que debe ser defendido.
Las razones para leer Literatura siguen siendo muchas y personales. En el abanico de
posibilidades, leer por placer, leer por evasión, leer porque sí, sigue estando la posibilidad
de la lectura como disposición, como actitud de búsqueda, como territorio de reservado
equilibrio. Como espacio de construcción y reconstrucción. Como ámbito donde seguir
encontrando los fragmentos luminosos que nos ayudan a pensarnos como ese ser
humano necesario y que nos complace ser.
Los textos fueron extraídos del libro Paloma de arena, del Taller de juego con la palabra,
coordinado por Griselda Martínez en la Fundación del Banco Provincia de Neuquén
(Argentina)
El derecho a no leer
Leí La guerra y la paz por primera vez a los doce o trece años (más bien a los trece, estaba
en quinto y bastante adelante). Desde el comienzo de las vacaciones, las largas, veía a mi
hermano (el mismo de Vinieron las lluvias) internarse en esta novela enorme, y su mirada
se volvía tan lejana como la del explorador que desde hace siglos ha perdido la
preocupación por su tierra natal.
—¿Es tan estupenda?
— ¡Formidable!
—¿Qué es lo que cuenta?
—Es la historia de una chica que ama a un tipo y se casa con un tercero.
Mi hermano siempre ha tenido el don de resumir. Si los editores lo contrataran para
redactar sus textos de contraportada (esas patéticas exhortaciones a leer que se pegan al
dorso de los libros), nos ahorrarían bastante palabrería inútil.
—¿Me la prestas?
—Te la doy.
Yo estaba interno, ése era un regalo inestimable. Dos gruesos volúmenes que me
mantendrían entusiasmado durante todo el trimestre. Cinco años mayor que yo, mi
hermano no era del todo idiota (y por lo demás tampoco se ha vuelto) y sabía a ciencia
cierta que La guerra y la paz no podía reducirse a una historia de amor, por bien elaborada
que fuera. Sólo que conocía mi gusto por los incendios del sentimiento y sabía despertar
mi curiosidad mediante la formulación enigmática de sus resúmenes. (Un “pedagogo, en
mi opinión.) Estoy convencido que fue el misterio aritmético de su frase el que me hizo
cambiar temporalmente mis Bibliotheque verte, rouge et or y demás Signes de piste para
meterme en esta novela. “Una chica que ama a un tipo y se casa con un tercero”... no veo
quién se hubiera podido resistir. De hecho no quedé decepcionado aunque se equivocó en
sus cuentas. En realidad éramos cuatro los que amábamos a Natacha: el príncipe Andrés,
ese granuja de Anatol (pero ¿se puede llamar a eso amor?), Pedro Bezujov y yo. Como yo
no tenía la menor posibilidad, me resultó forzoso identificarme con los otros. (Pero no con
Anatol, ¡un verdadero cabrón el tipo ése!)
Lectura tanto más deliciosa en la medida en que se efectuaba durante la noche, a la luz de
una linterna de bolsillo y bajo la colcha colocada como una tienda de campaña en medio
de un dormitorio de cincuenta soñadores, roncadores y otros pataleadores. La habitación
del vigilante en la que crepitaba la lamparilla estaba al lado, pero qué, en el amor siempre
es el todo por el todo. Todavía hoy siento el volumen y el peso de aquellos libros en mis
manos. Era la versión de bolsillo, con esa linda cara de Audrey Hepburn a la que miraba
embelesado un Mel Ferrer principesco con pesados párpados de muchacho enamorado.
Me salté las tres cuartas partes del libro por no interesarme más que el corazón de
Natacha. Compadecí a Anatol, incluso, cuando le amputaron la pierna, maldije a ese bestia
del príncipe Andrés por haberse quedado parado frente a ese cañón, en la batalla de
Borodino... (“Pero tírate al suelo, por Dios, que va a explotar, no puedes hacerle eso, ¡ella
te ama!”) Me interesé en el amor y en las batallas y me salté los asuntos políticos y las
estrategias... Seguí muy de cerca los sinsabores conyugales de Pedro Bezujov y de su
esposa Helena (nada simpática, Helena, de verdad no la encontré simpática...) y dejé a
Tolstoi disertando solo sobre los problemas agrarios de la Rusia eterna...
Me salté muchas páginas, de veras.
Y todos los muchachos deberían hacer otro tanto.
De esta manera podrían ofrecerse muy temprano casi todas las maravillas que se
consideran inaccesibles para su edad.
Si tienen ganas de leer Moby Dick, pero se desaniman ante los desarrollos de Melville
sobre el material y las técnicas de la pesca de ballenas, no es menester que renuncien a su
lectura sino que salten, salten sobre esas páginas y, sin preocuparse del resto, persigan a
Ahab como él persigue su blanca razón para vivir o para morir. Si quieren conocer a Iván,
Dimitri y Aliocha Karamazov y a su increíble padre, que abran y lean Los hermanos
Karamazov, es para ellos, incluso si tienen que saltarse el testamento del starets Zósimo o
la leyenda del Gran Inquisidor.
Un gran peligro les acecha si no deciden por ellos mismos lo que está a su alcance y se
saltan las páginas que ellos escojan: otros lo harán en su lugar. Se armarán con las grandes
tijeras de la imbecilidad y recortarán todo lo que consideren demasiado “difícil”. Eso
produce resultados espantosos. Moby Dick o Los miserables reducidos a resúmenes de
150 páginas, mutilados, chapuceados, encogidos, momificados, reescritos en un lenguaje
famélico que se supone que sea el suyo. Un poco como si yo me pusiese a redibujar
Guernica con el pretexto de que Picasso habría metido allí demasiados trazos para un ojo
de doce o trece años.
Y además incluso cuando hemos crecido, y hasta si nos repugna confesarlo, nos ocurre
todavía que nos “saltemos páginas”, por razones que no nos conciernen más que a
nosotros y al libro que leemos. Es posible también que nos lo prohibamos del todo, que
leamos hasta la última palabra, juzgando que aquí el autor da largas, que aquí toca un aire
de flauta medio gratuito, que en tal lugar cae en la repetición y en tal otro en la tontería.
Digámonos lo que nos digamos, este disgusto testarudo que entonces nos imponemos no
pertenece al orden del deber, es una categoría de nuestro placer de lector.
Hay treinta y seis mil razones para abandonar una novela antes del final: la sensación de
que ya le hemos leído, una historia que no nos agarra, nuestra desaprobación total de la
tesis del autor, un estilo que nos eriza el cabello, o por el contrario una ausencia de
escritura a la que ninguna otra razón compensa para que justifique ir más lejos... Inútil
enumerar las otras 35995, entre las cuales sin embargo hay que colocar una caries dental,
las persecuciones de nuestro jefe de departamento o un cataclismo del corazón que
petrifica nuestra cabeza.
¿El libro se nos cae de las manos?
Que se caiga.
Después de todo, no cualquiera es Montesquieu para poder ofrecerse por encargo el
consuelo de una hora de lectura.
Sin embargo, entre nuestras razones para abandonar una lectura, hay una que merece
que nos detengamos un poco: el vago sentimiento de una derrota. Abrí, leí, y muy rápido
me sentí hundido por algo más fuerte que yo. Reúno mis neuronas, me peleo con el texto,
pero nada que hacer, por más que tenga el sentimiento de lo que está escrito allí merece
ser leído, no pesco nada —o casi nada—, siento una “extrañeza” que no me ofrece
asidero.
Lo dejo.
O más bien lo pongo a un lado. Lo coloco en mi biblioteca con el proyecto vago de volverlo
a tomar algún día. Petersburgo de Andrei Bielyi, Joyce y su Ulises, Bajo el volcán de
Malcolm Lowry me esperaron varios años. Hay otros que todavía me esperan y es
probable que a algunos de ellos no los vuelva a tomar nunca. Eso no es un drama, así es.
La noción de “madurez” es un asunto curioso en materia de lectura. Hasta cierta edad no
tenemos la edad para ciertas lecturas, está bien. Pero, al contrario de las nuevas botellas,
los buenos libros no envejecen. Nos esperan en las estanterías y somos nosotros quienes
envejecemos. Cuando nos creemos con suficiente “madurez” para leerlos, empezamos de
nuevo.
Y entonces de dos cosas una: o el encuentro ocurre o es un nuevo fiasco.
Quizás lo intentemos de nuevo, quizás no. Pero claro que no es culpa de Thomas Mann el
que hasta ahora yo no haya podido alcanzar la cima de su Montaña mágica.
La gran novela que se nos resiste no es necesariamente más difícil que la otra... hay allí,
entre ella —por grande que sea— y nosotros —por aptos para “comprenderla” que nos
consideremos— una reacción química que no funciona. Un buen día simpatizamos con la
obra de Borges que hasta entonces nos tenía a distancia, pero seguiremos toda la vida
ajenos a la de Musil...
Aquí la elección está en nuestras manos: o pensamos que es culpa nuestra, que nos falta
una casilla, que abrigamos una parte de tontería irreductible, o nos ponemos del lado de
la noción muy controvertida del gusto y buscamos dibujar el mapa de los nuestros.
Es prudente recomendar a nuestros muchachos esta segunda solución.
Tanto más cuanto ella puede ofrecerles ese escaso placer de leer comprendiendo por fin
por qué no nos gusta. Y este otro escaso placer: escuchar sin emoción al pedante en turno
chillarnos en el oído:
—¿Pero cómo es posible que no le guste Stendhaaaaal?
Es posible.
El derecho a releer
Releer lo que había rechazado antes, releer sin saltarse una línea, releer desde otro
ángulo, releer para verificar, sí... nos concedemos todos estos derechos.
Pero releemos sobre todo gratuitamente, por el placer de la repetición, la alegría de los
reencuentros, la puesta a prueba de la intimidad.
“Otra vez, otra vez” decía el niño que fuimos... Nuestras relecturas de adultos tienen que
ver con ese deseo: encantarnos con la permanencia y descubrirla todas las veces rica en
nuevas maravillas.
A propósito del “gusto”, ciertos de mis alumnos sufren mucho cuando se encuentran
frente a la archiclásica disertación ¿Se puede hablar de novelas buenas y malas? Como
detrás de su “yo no hago concesiones” son más bien gentiles, en lugar de abordar el
aspecto literario del problema, lo miran desde un punto de vista ético y no tratan el
problema sino desde el ángulo de las libertades. De golpe el conjunto de sus tareas podría
resumirse en esta fórmula: “Claro que no, de ninguna manera, tenemos el derecho de
escribir lo que queramos y todos los gustos de los lectores están en la naturaleza, ¿en
serio!” Sí... sí, sí... postura del todo honorable...
Lo que no impide que haya buenas y malas novelas. Se puede citar nombres, se pueden
dar pruebas.
Para ser breve, cortemos por lo sano: digamos que existe lo que yo llamaría una
“literatura industrial” que se contenta con reproducir hasta el infinito los mismos tipos de
relatos, despacha estereotipos en serie, comercia con los buenos sentimientos y las
sensaciones fuertes, salta sobre todos los pretextos ofrecidos por la actualidad para
producir una ficción de circunstancias, se entrega a “estudios de mercado” para liquidar,
según la “coyuntura”, del tipo de “producto” que se supone inflamará a tal categoría de
lectores.
Éstas serán, con seguridad, malas novelas.
¿Por qué? Porque no tienen nada que ver con la creación sino con la reproducción de
“formas” preestablecidas, porque son un intento de simplificación (es decir de mentiras),
cuando la novela es arte de verdad (es decir de complejidad), porque al halagar nuestros
automatismos, adormecen nuestra curiosidad, en fin, y sobre todo, porque el autor no
está allí, como tampoco está la realidad que pretende describirnos.
En resumen, es una literatura en serie, “lista para disfrutarse”, hecha en molde y al que le
gustaría apresarnos en el molde.
No hay que creer que estas idioteces son un fenómeno reciente, ligado a la
industrialización del libro. En absoluto. La explotación de lo sensacional, de la obrita
ingeniosa, del estremecimiento fácil en una frase sin autor, no viene de ayer. Para no citar
más que dos ejemplos, la novela de caballería se enterró allí, y el romanticismo mucho
tiempo después. Pero como no hay mal que por bien no venga, la reacción a esta
literatura descarriada nos ha dado dos de las más bellas novelas que hay en el mundo:
Don Quijote y Madame Bovary.
Hay, pues, “buenas” y “malas” novelas.
A menudo son las segundas las que primero encontramos en nuestro camino.
Y a fe mía, tenga el recuerdo de haberlas encontrado divertidísimas cuando pasé por ellas.
Tuve mucha suerte: nadie se burló de mí, nadie levantó los ojos al cielo, nadie me trató de
cretino. Apenas dejaron a mi paso algunas “buenas” novelas cuidándose de no prohibirme
en absoluto las otras.
Eso era prudencia.
Buenas y malas, durante un tiempo leímos todo junto. Igual que no renunciamos de un día
para otro a nuestras lecturas de infancia. Todo se mezcla. Se sale de La guerra y la paz
para volver a lanzarse a los libros de aventuras de la Bibliotheque verte. Se pasa de la
colección Harlequin (historias de bellos galenos y de enfermeras meritorias) a Boris
Pasternak y a su Doctor Zhivago —también él un médico guapo, y Lara una enfermera, ¡y
bien meritoria!
Y después, un día, el que gana es Pasternak. Poco a poco nuestros deseos nos llevan a
frecuentar a los “buenos”. Buscamos escritores, buscamos escrituras; superados los que
son sólo camaradas de juegos, reclamamos compañeros de ser. La anécdota sola ya no
nos basta. Ha llegado el momento en que pedimos a la novela algo más que la satisfacción
inmediata y exclusiva de nuestras sensaciones.
Una de las grandes alegrías del ”pedagogo” es —cuando está autorizada cualquier
lectura— ver a un alumno cerrar solo la puerta de la fábrica best-seller para subir a
respirar donde el amigo Balzac.
El derecho al bovarismo
(enfermedad textualmente transmisible)
El derecho a picotear
Le pregunto:
—¿Te leían cuentos en voz alta cuando eras pequeña?
Ella me contesta:
—Nunca. Mi padre estaba a menudo de viaje y mi madre demasiado ocupada.
Le pregunto:
—¿Entonces de dónde te viene ese gusto por la lectura en voz alta?
Me contesta:
—De la escuela.
Feliz de oír que por fin alguien le reconoce algún mérito a la escuela, exclamó alegre:
—¡Ah, lo ves!
Ella me dice:
—En absoluto. La escuela nos prohibía la lectura en voz alta: La lectura silenciosa era ya el
credo en mi época. Directo del ojo al cerebro. Transcripción instantánea. Rapidez, eficacia.
Con una prueba de comprensión cada diez líneas. La religión del análisis y el comentario
desde el principio. La mayoría de los muchachos reventaban de miedo, y ése no era sino el
comienzo. Todas mis respuestas eran correctas, si quieres saberlo, pero apenas volvía a
casa releía todo en voz alta.
—¿Por qué?
—Para maravillarme. Las palabras pronunciadas se lanzaban a existir fuera de mí, vivían
de verdad. Y además porque me parecía que esto era un acto de amor. Que era el amor
mismo. Siempre he tenido la impresión de que el amor al libro pasa por el amor a secas.
Acostaba a mis muñecas en la cama, en mi lugar, y les leía. A veces me dormía a sus pies,
sobre la alfombra.
La escucho... la escucho, y me parece oír a Dylan Thomas, borracho como la
desesperación, leyendo sus poemas con voz de catedral...
La escucho y me parece ver a Dickens el viejo, Dickens huesudo y pálido, ya a punto de
morirse, subir a escena... su gran público de iletrados de repente petrificado, silencioso
hasta el punto de que se oía abrir el libro... Oliver Twist... la muerte de Nancy ¿es la
muerte de Nancy lo que va a leernos!
La escucho y oigo a Kafka reírse hasta las lágrimas leyéndole La metamorfosis a Max Brod,
quien no está seguro de entenderla... Y veo a la pequeña Mary Shelley ofrecerle largos
trozos de su Frankenstein a Percy y a sus entusiasmados camaradas...
La escucho y aparece Martin du Gard leyéndole a Gide sus Thibault... pero Gide no parece
oírlo... están sentados a la orilla de un río... Martin du Gard lee, pero la mirada de Gide
está en otra parte... los ojos de Gide se han ido allá abajo, donde dos adolescentes se
zambullen... una perfección que el agua viste de luz... Martin du Gard está furioso... pero
no, él leyó bien... y Gide oyó todo... y Gide le comenta todo lo bien que piensa de estas
páginas... pero de todas maneras habría tal vez que modificar esto y aquello, por aquí y
por allá...
Y Dostoievski, que no se contentaba con leer en voz alta, sino que escribía en voz alta...
Dostoievski, sin aliento, después de haberle vociferado su requisitoria contra Raskolnikov
(o contra Dimitri Karamazov, ya no lo sé)... Dostoievski preguntándoles a Anna
Grigorievna, la esposa estenógrafa:
“¿Entonces, en tu opinión, cuál es el veredicto? ¿Ah?”
Anna: ¡Condenado!
Y el mismo Dostoievski, después de haberle dictado el alegato de la defensa: “¿Entonces?
¿Entonces?”
Anna: ¡Absuelto!
Sí...
Extraña desaparición, la de la lectura en voz alta. ¿Qué hubiera pensado Dostoievski? ¿Y
Flaubert? ¿No más al derecho de ponerse las palabras en la boca antes de metérselas en
la cabeza? ¿No más oído? ¿No más música? ¿No más saliva? ¿No más gusto, las palabras?
¡Y entonces qué! ¿O es que Flaubert no gritaba su Bovary hasta reventarse los tímpanos?
¿O es que él no está definitivamente mejor ubicado que nadie para saber que el
entendimiento del texto pasa por el sonido de las palabras, de dónde brota todo su
sentido? ¿Es que él, que se ha peleado tanto contra la música intempestiva de las sílabas,
la tiranía de las cadencias, no sabe mejor que nadie que el sentido se pronuncia? ¿Qué?
¿Textos mudos para espíritus puros? ¡A mí Rabelais! ¿A mí Flaubert! ¡Dosto! ¡Kafka!
¡Dickens, a mí! ¡Gigantescos gritadores de sentidos, aquí de inmediato! ¡Vengan a insuflar
nuestros libros! ¡Nuestras palabras necesitan cuerpos! ¡Nuestros libros necesitan vida!
Es verdad que es confortable, el silencio del texto... no se arriesga allí la muerte de
Dickens, a quien sus médicos le pedían callar por fin sus novelas... el texto y él mismo...
todas esas palabras amordazadas en la cocina acolchada de nuestra inteligencia... cómo se
siente uno que es alguien en ese silencioso tejerse de nuestros comentarios... y además, al
juzgar el libro a solas no se corre el riesgo de ser juzgado por él pues cuando se mezcla la
voz, el libro dice mucho sobre su lector... el libro lo dice todo.
El hombre que lee de viva voz se expone de manera absoluta. Si no sabe lo que lee, es
ignorante en sus palabras, es una miseria, y eso se escucha. Si rehúsa habitar su lectura,
las palabras permanecen como letras muertas, y eso se siente. Si colma el texto de su
presencia, el autor se retracta, es un número de circo, y eso se ve. El hombre que lee de
viva voz se expone de manera absoluta a los ojos que lo escuchan.
Si lee de verdad, si pone en ello su saber y domina su placer, si su lectura es un acto de
simpatía con el auditorio tanto como con el texto y su autor, si logra que se oiga la
necesidad de escribir y despierta nuestra oscura necesidad de comprender, entonces los
libros se abren de par en par, y la muchedumbre de aquellos que se creían excluidos de la
lectura se precipitan tras él.
El derecho a callarnos
El hombre construye casas porque está vivo, pero escribe libros porque se sabe mortal.
Vive en grupos porque es gregario, pero lee porque se sabe solo. La lectura es una
compañía que no ocupa el lugar de ninguna otra y a la que ninguna compañía distinta
podría reemplazar. No le ofrece ninguna explicación definitiva sobre su destino, pero teje
una retícula apretada entre de complicidades entre la vida y él. Ínfimas y secretas
complicidades que hablan de la necesidad paradójica de vivir, al tiempo que iluminan el
absurdo trágico de la vida... De modo que nuestras razones para leer son tan extrañas
como nuestras razones para vivir. Y a nadie se le ha otorgado poder para pedirnos cuentas
sobre esta intimidad.
Los pocos adultos que me dieron a leer se borraron siempre frente al libro y se
abstuvieron de preguntarme lo que yo había entendido. A ellos, claro, yo les hablaba de
mis lecturas. Vivos o muertos, les regalo estas páginas.
El desafío de la creación: Juan Rulfo
Desgraciadamente yo no tuve quién me contara cuentos; en nuestro pueblo la gente es
cerrada, sí, completamente, uno es un extranjero ahí.
Están ellos platicando; se sientan en sus equipajes en las tardes a contarse historias y esas
cosas; pero en cuanto uno llega, se quedan callados o empiezan a hablar del tiempo: "hoy
parece que por ahí vienen las nubes..." En fin, yo no tuve esa fortuna de oír a los mayores
contar historias: por ello me vi obligado a inventarlas y creo yo que, precisamente, uno de
los principios de la creación literaria es la invención, la imaginación. Somos mentirosos;
todo escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira; pero de esa mentira sale
una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios
fundamentales de la creación.
Considero que hay tres pasos: el primero de ellos es crear el personaje, el segundo crear el
ambiente donde ese personaje se va a mover y el tercero es cómo va a hablar ese
personaje, cómo se va a expresar. Esos tres puntos de apoyo son todo lo que se requiere
para contar una historia: ahora, yo le tengo temor a la hoja en blanco, y sobre todo al
lápiz, porque yo escribo a mano; pero quiero decir, más o menos, cuáles son mis
procedimientos en una forma muy personal. Cuando yo empiezo a escribir no creo en la
inspiración, jamás he creído en la inspiración, el asunto de escribir es un asunto de
trabajo; ponerse a escribir a ver qué sale y llenar páginas y páginas, para que de pronto
aparezca una palabra que nos dé la clave de lo que hay que hacer, de lo que va a ser
aquello. A veces resulta que escribo cinco, seis o diez páginas y no aparece el personaje
que yo quería que apareciera, aquél personaje vivo que tiene que moverse por sí mismo.
De pronto, aparece y surge, uno lo va siguiendo, uno va tras él. En la medida en que el
personaje adquiere vida, uno puede, por caminos que uno desconoce pero que, estando
vivo, lo conducen a uno a una realidad, o a una irrealidad, si se quiere. Al mismo tiempo,
se logra crear lo que se puede decir, lo que, al final, parece que sucedió, o pudo haber
sucedido, o pudo suceder pero nunca ha sucedido. Entonces, creo yo que en esta cuestión
de la creación es fundamental pensar qué sabe uno, qué mentiras va a decir; pensar que si
uno entra en la verdad, en la realidad de las cosas conocidas, en lo que uno ha visto o ha
oído, está haciendo historia, reportaje.
A mí me han criticado mucho mis paisanos que cuento mentiras, que no hago historia, o
que todo lo que platico o escribo, dicen, nunca ha sucedido y es así. Para mí lo primero es
la imaginación; dentro de esos tres puntos de apoyo de que hablábamos antes está la
imaginación circulando; la imaginación es infinita, no tiene límites, y hay que romper
donde cierra el círculo; hay una puerta, puede haber una puerta de escape y por esa
puerta hay que desembocar, hay que irse. Así aparece otra cosa que se llama intuición: la
intuición lo lleva a uno a pensar algo que no ha sucedido, pero que está sucediendo en la
escritura.
Concretando, se trabaja con: imaginación, intuición y una aparente verdad. Cuando esto
se consigue, entonces se logra la historia que uno quiere dar a conocer: el trabajo es
solitario, no se puede concebir el trabajo colectivo en la literatura, y esa soledad lo lleva a
uno a convertirse en una especie de médium de cosas que uno mismo desconoce, pero sin
saber que solamente el inconsciente o la intuición lo llevan a uno a crear y seguir creando.
Creo que eso es, en principio, la base de todo cuento, de toda historia que se quiere
contar. Ahora, hay otro elemento, otra cosa muy importante también que es el querer
contar algo sobre ciertos temas; sabemos perfectamente que no existen más que tres
temas básicos: el amor, la vida y la muerte. No hay más, no hay más temas, así es que para
captar su desarrollo normal, hay que saber cómo tratarlos, qué forma darles; no repetir lo
que han dicho otros. Entonces, el tratamiento que se le da a un cuento nos lleva, aunque
el tema se haya tratado infinitamente, a decir las cosas de otro modo; estamos contando
lo mismo que han contado desde Virgilio hasta no sé quienes más, los chinos o quien sea.
Mas hay que buscar el fundamento, la forma de tratar el tema, y creo que dentro de la
creación literaria, la forma -la llaman la forma literaria- es la que rige, la que provoca que
una historia tenga interés y llame la atención a los demás.
Conforme se publica un cuento o un libro, ese libro está muerto; el autor no vuelve a
pensar en él. Antes, en cambio, si no está completamente terminado, aquello le da vueltas
en la cabeza constantemente: el tema sigue rondando hasta que uno se da cuenta, por
experiencia propia, de que no está concluido, de que algo se ha quedado dentro; entonces
hay que volver a iniciar la historia, hay que ver dónde está la falla, hay que ver cuál es el
personaje que no se movió por sí mismo. En mi caso personal, tengo la característica de
eliminarme de la historia, nunca cuento un cuento en que haya experiencias personales o
que haya algo autobiográfico o que yo haya visto u oído, siempre tengo que imaginarlo o
recrearlo, si acaso hay un punto de apoyo. Ése es el misterio, la creación literaria es
misteriosa, y uno llega a la conclusión de que si el personaje no funciona, y el autor tiene
que ayudarle a sobrevivir; entonces falla inmediatamente. Estoy hablando de cosas
elementales, ustedes deben perdonarme, pero mis experiencias han sido éstas, nunca he
relatado nada que haya sucedido; mis bases son la intuición y, dentro de eso, ha surgido lo
que es ajeno al autor.
El problema, como les decía antes, es encontrar el tema, el personaje y qué va a decir y
qué va a hacer ese personaje, cómo va a adquirir vida. En cuanto el personaje es forzado
por el autor, inmediatamente se mete en un callejón sin salida. Una de las cosas más
difíciles que me ha tocado hacer, precisamente, es la eliminación del autor, eliminarme a
mí mismo. Yo dejo que aquellos personajes funcionen por sí y no con mi inclusión, porque
entonces entro en la divagación del ensayo, en la elucubración; llega uno hasta a meter
sus propias ideas, se siente filósofo, en fin, y uno trata de hacer creer hasta en la ideología
que tiene uno, su manera de pensar sobre la vida, o sobre el mundo, sobre los seres
humanos, cuál es el principio que movía las acciones del hombre. Cuando sucede eso, se
vuelve uno ensayista. Conocemos muchas novelas-ensayo, mucha obra literaria que es
novela-ensayo; pero, por regla general, el género que se presta menos a eso es el cuento.
Para mí el cuento es un género realmente más importante que la novela porque hay que
concentrarse en unas cuantas páginas para decir muchas cosas, hay que sintetizar, hay
que frenarse; en eso el cuentista se parece un poco al poeta, al buen poeta. El poeta tiene
que ir frenando el caballo y no desbocarse; si se desboca y escribe por escribir, le salen las
palabras una tras otra y, entonces, simplemente fracasa. Lo esencial es precisamente
contenerse, no desbocarse, no vaciarse; el cuento tiene esa particularidad; yo
precisamente prefiero el cuento, sobre todo, sobre la novela, porque la novela se presta
mucho a esas divagaciones.
La novela, dicen, es un género que abarca todo, es un saco donde cabe todo, caben
cuentos, teatro o acción, ensayos filosóficos o no filosóficos, una serie de temas con los
cuales se va a llenar aquel saco; en cambio, en el cuento tiene uno que reducirse,
sintetizarse y, en unas cuantas palabras, decir o contar una historia que otros cuentan en
doscientas páginas; ésa es, más o menos, la idea que yo tengo sobre la creación, sobre el
principio de la creación literaria; claro que no es una exposición brillante la que les estoy
haciendo, sino que les estoy hablando de una forma muy elemental, porque yo les tengo
mucho miedo a los intelectuales, por eso trato de evitarlos; cuando veo a un intelectual, le
saco la vuelta, y considero que el escritor debe ser el menos intelectual de todos los
pensadores, porque sus ideas y sus pensamientos son cosas muy personales que no tienen
por qué influir en los demás ni hacer lo que él quiere que hagan los demás; cuando se
llega a esa conclusión, cuando se llega a ese sitio, o llamémosle final, entonces siente uno
que algo se ha logrado.
Como todos ustedes saben, no hay ningún escritor que escriba todo lo que piensa, es muy
difícil trasladar el pensamiento a la escritura, creo que nadie lo hace, nadie lo ha hecho,
sino que, simplemente, hay muchísimas cosas que al ser desarrolladas se pierden.
EL PERSEGUIDOR - Julio Cortázar
Cada escritor da su propia visión del cuento como género literario. Nadie lo ha definido de
manera satisfactoria. Sin embargo, para Julio Cortázar el cuento debía tener "una cierta
tensión", una cierta capacidad de atrapar al lector para llevarlo de la mano hacia "una
desembocadura, hacia un final". El autor argentino utiliza una analogía para describir este
género. "Es como andar en bicicleta" —afirmaba el creador de Casa Tomada—. "Mientras
se mantiene la velocidad, el equilibrio está asegurado, pero si se empieza a perder
velocidad te caes. Un cuento cuyo final pierde velocidad es un golpe para el autor y para el
lector", aseguraba Cortázar. El creador de Continuidad en los Parques consideraba que
para escribir un buen relato lo básico es conocer de antemano la estructura, la noción
general del cuento, el tema. Así, cuando Cortázar se ponía delante de la máquina de
escribir ya tenía esa idea general. Pero, además, una obsesión que lo poseía, eso que
denominó la "cosquilla" en Diario de un Cuento de su libro Deshoras. "Ese algo que obliga
a escribirlo y que sin ninguna explicación racional determinaba en qué persona gramatical
iba a ser narrado el texto". Todo cuento cortazariano tiene un final sorpresivo, un final
circular. "La idea que me hago del cuento es siempre un orden muy cerrado, que evoca la
idea de la esfera, esa forma geométrica perfecta en la que un punto puede separarse de la
superficie total", explicaba siempre el cuentista argentino. "De la misma manera que una
novela la veo con un orden muy abierto, donde las posibilidades de bifurcar y entrar en
nuevos campos son ilimitadas. Un cuento lo concibo con límites muy exigentes,
implacables; bastaría que una frase o una palabra se saliera de ese límite, para que el
cuento se viniera abajo. Por ello, esta forma esférica en lo narrado debe obviar lo
explícito". Cortázar consideraba que muchos cuentos se vienen abajo "cuando el escritor
intenta explicar un misterio en el último párrafo, sin darse cuenta de que el misterio era
más que suficiente a lo largo de la historia". "Cada uno podría encontrar allí su propia
lectura, su propia interpretación. Entonces, con la explicación final, la esfera se rompe,
deja de aportar ese orden cerrado", apostilla.
Julio Cortázar apuesta por una literatura de lo inesperado, en que el lector forma parte de
ella, tiene un rol especial en ella misma, participa de un juego entablado por el narrador.
"Todo novelista espera de su lector que lo comprenda, participando de su propia
experiencia, o que recoja un determinado mensaje y lo encarne. El novelista romántico
quiere ser comprendido por sí mismo a través de sus héroes; el novelista clásico quiere
enseñar, dejar una huella en el camino de la historia", argumentaba el creador de Rayuela.
Precisamente en esta novela, en Rayuela, definida como "muchos libros, pero sobre todo,
dos libros", Cortázar ofrece dos caminos de lectura. El lector puede optar por leer de
forma lineal y pasiva el libro, o bien seguir las instrucciones de un Tablero de Direcciones,
convertirse en cómplice, saltar a la pata coja de un capítulo a otro, rechazar el orden
cerrado de la novela tradicional y disfrutar del juego. Esta contra-novela, como así fue
etiquetada por él mismo, "tenía como objetivo destruir la noción de relato hipnótico",
según explicaba el autor argentino. "Yo quería que el lector estuviera libre, lo más libre
posible, el lector tiene que ser un cómplice y no un lector pasivo. La idea era hacer
avanzar la acción y detenerla justamente en el momento en que el lector queda
prisionero, y sacarlo de una patada fuera para que vuelva objetivamente a mirar el libro
desde fuera y tomarlo desde otra dimensión. Ése era el plan". En el prólogo de la
recopilación de sus Cuentos Completos editada por Alfaguara, su coetáneo, Mario Varas
Llosa, describe la importancia de la lectura activa en la obra cortazariana. "En los libros de
Cortázar juega el autor, juega el narrador, juegan los personajes y juega el lector, obligado
a ello por las endiabladas trampas que lo acechan a la vuelta de página", afirma Llosa.
Julio Cortázar justificaba su forma de narrar y definía al lector como parte implícita del
binomio literario. Por ello, rechazaba la idea de tomar los libros "como quien admira o
huele una flor sin preocuparse demasiado de la planta de la cual ha sido cortada".
Cuando leemos un relato, no sólo nos gusta ver al personaje, sino además oír esa silla
agrietada sobre la que se sienta, escuchar su voz ronca por la resaca y el chirrido de una
puerta por donde, párrafo a párrafo, se marcha sin decirnos adiós. La aliteración, como
figura retórica, reitera uno o varios sonidos similares entre sí y los expresa dentro de una
o varias frases. El uso de este recurso literario provoca sensaciones acústicas que
enriquecen el significado del texto. Lugar Llamado Kindberg —traducido ingenuamente
por montaña de los niños, como nos narra en su primer párrafo su autor, Julio Cortázar—
es un cuento lleno de aliteraciones que dotan al texto de una sonoridad necesaria para el
relato. Con palabras, Cortázar invita al lector a un plato de sopa caliente lleno de fideos y
humeantes aliteraciones para que así oigamos, sorbo a sorbo, la historia de Lina y
Marcelo. Marcelo es un maduro viajante de comercio que recoge en la carretera a una
autoestopista, Lina. Hace frío, pero Cortázar no lo narra sino que escuchamos con
imágenes sonoras cómo la lluvia golpea el parabrisas, cómo la chimenea chisporrotea y
cómo ambos sorben una cucharada de sopa caliente en un hotel de Kindberg. En un lugar
del cuento, el escritor argentino describe una escena donde ambos personajes dialogan
frente a frente, en torno a un plato de sopa. Cortázar nos lleva la cucharada de sopa a la
boca, pero por los oídos; endulza los párrafos de eses para que el lector pueda escuchar
cómo Lina sacia un hambre de cunetas y autopistas: ".. a saber por qué pero tan bonito
ver que el flequillo de Lina se alza un poco y tiembla como el soplido devuelto por la mano
y por el pan fuera a levantar el telón de un diminuto teatro, casi como desde ese
momento Marcelo pudiera ver salir a escena los pensamientos de Lina, las imágenes y los
recuerdos de Lina que sorbe su sopa sabrosa soplando siempre sonriendo". El uso de la
aliteración da al texto literario de Cortázar otra dimensión sensorial. Si la visibilidad
enseña a ver línea a línea a los personajes y su entorno, la aliteración le añade a las
palabras un segundo sentido: el oído. Julio Cortázar, en Lugar Llamado Kindberg, incluye la
aliteración dentro de una escena con el fin de enfatizar el hambre de Lina y, sobre todo,
para que el lector perciba cómo saborea la sopa. Las aliteraciones en este cuento son
sorbos para sibarita.
Julio escribía improvisando, como un músico de Jazz