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“Gabriela Mistral”, La Nación, 29.8.1920.

Tao Lao

Hay en Chile una escritora de gran valor: Gabriela Mistral. Maestra, poetisa, cristiana, mujer,
Gabriela Mistral es hoy, en América, una de las cabezas femeninas más resplandecientes.

Su verso, que adolece por veces de cierta dureza de factura, desborda en cambio tanta fuerza
anímica, tanta pujanza humana, que el alma se rinde suave a la bella alma de mujer, hoy, realizando
en Temuco la dulce obra de poner en el alma infantil la gota azul y generosa del pensamiento.

Cristiana, si, por su gran amor al miserable, al indefenso, pero cristiana fundida en un amor
que, amando el alma, ama la materia que la contiene como vehículo, y la exalta, porque tras el velo
mortal ve brillar, inefable y divina, la luz de su Dios.

Mujer, profundamente mujer, más allá de toda palabra mujer, porque, a través de su carne, el
sentimiento de la maternidad la atraviesa como un don inefable, y su condición de planta llamada a
madurar frutas en el verano, la halla con los ojos bajos y las manos juntas, sumisa a la ley que se le
anuncia, tremenda pero sagrada, en toda cosa viva, destinada a reproducirse y morir.

Gabriela Mistral había escrito muchos versos; unos a Los niños, otros a la mujer fuerte y
bíblica, otros a la muerte, otros a Los árboles abandonados en la gran soledad de Los campos,
agrupados, sangrando su recina, sintiendo caer sobre ellos la noche con sus silbidos largos y tristes.

Pero Gabriela Mistral no había escrito todavía lo que escribió hace poco: “Los poemas de la
madre”; pocas líneas, sí, bien pocas, lo suficiente para hacer comprender que el infinito puede
reflejarse en una pequeña gota.

Y este poema, que Gabriela Mistral ha realizado en bellas y dulces palabras, puede estar, en
primer término, dentro de cualquier literatura.

El poema expresa el sentido lírico de la maternidad desde que se inicia la concepción hasta
que la criatura nace.

No necesitaba ser madre para interpretar este sentido lírico.

Posiblemente la madre misma no hubiera atinado a definir tan bellamente Los finos,
delicados, exquisitos sentimientos que van creciendo poco a poco en el alma de la esposa a medida
que en su seno la materia informa cuaja lentamente en un ser con alma.

Pero la poetisa, es decir, el artista que habla en la mujer de alma ardiente, si que podía intuir
la profunda dulzura de crear, el sentido maternal que ve en todo lo que es madre, la piedad
anticipada hacia el niño que está durmiendo antes de nacer, la preocupación exquisita de que, al ser
informe no le lleguen, desde el momento que está empezando a recibir espíritu, nada más que bellas
visiones, músicas, ritmo de versos, dulces imágenes, sol puro.

Y así, en el poemita “La quietud”, susurra la escritora todo esto.

1
¡La quietud!... No podía en verdad haberle puesto un título que expresara más exactamente el
embotamiento de todo el cuerpo de la mujer, atento sólo, consciente o inconsciente, al trabajo que la
naturaleza realiza en ella para producir el milagro del ser humano.

Y muy artista ha debido ser para tocar este tema sin caer en la crueldad del tema mismo.

Los escultores, cuando han querido expresar el estado de creación del ser femenino, han
tallado en la piedra este recogimiento de la expresión sobre el propósito único.

Gabriela Mistral se ha valido de las palabras, acertando a dar idea poética de esta quietud, y
exaltándola por consiguiente, ya que, revelar la belleza de una cosa es dar (...)

Gabriela Mistral se ha valido de las palabras, acertando a dar idea poética de esta quietud, y
exaltándola por consiguiente, ya que, revelar la belleza de una cosa es darle su eternidad, dentro de
lo relativo en que el hombre se mueve:

“La quietud”-

“Ya no puedo ir por Los caminos:


tengo el rubor de mi ancha cintura y de la ojera profunda de mis ojos. Pero traedme aquí, poned aquí
a mi lado las macetas con flor, y tocad la acítara largamente, pues yo quiero para él anegarme de
hermosura.
Pongo rosas sobre mi vientre, digo sobre el que duerme estrofas eternas. Recojo en el corredor horas
tras horas el sol acre. Quiero destacar, como la fruta, miel, pero hacia mis entrañas. Recibo en el
rostro el viento de Los pinares. La luz y Los vientos coloren y laven mi sangre. Para lavarla también
ya no odio, no murmuro. ¡Amo, solamente amo! Que estoy tejiendo en este silencio, en esta quietud,
un cuerpo, un milagroso cuerpo, con venas y rostro, y mirada, y depurado corazón”.

Observad aquí esta expresión: “para lavarla (la sangre) ya no odio, ya no murmuro”.

Infinita delicadeza de madre, que teme que la misma palabra puede enturbiar la rosada carne
de su pequeño!

Y luego, cuando la madre expresa que está llena de dulzura, esta delicadeza de madre va
hacia Los otros seres débiles, indefensos como su criatura.

Ella se hará liviana como el viento, para vagar entre Los árboles ¿no oís? Hay algo que
respira debajo de las hojas...

Alargad la mano, muy suavemente... Con la unta redonde de Los rosados dedos daréis con
otra pequeña cosa redonda, suave de pluma, tibia de calor... Pero esto sólo lo entiende desde que es
madre...

“La dulzura”-

“Por el niño dormido que llevo, mi paso se ha vuelto sigiloso. Y es religioso todo mi corazón desde
que va en mí el misterio.
Mi voz es suave, como por una sordina de amor, y es que temo despertarlo.

2
Con mis ojos busco ahora en Los rostros el dolor de las entrañas, para que Los demás miren y
comprendan el porqué de mi mejilla empalidecida.
Hurgo con ‘miedo de ternura’ en las hierbas donde anidan codornices, cautelosamente, porque ahora
creo que árboles y cosas tienen hijos dormidos sobre Los que velan inclinados”.

Luego aquel ruego al esposo, pidiéndole que respete su quietud, que no turbe su silencio, que
no repare en el embotamiento con que se mueve, es de una emoción profunda:

“Ahora soy un velo -dice:- todo mi cuerpo es solamente un velo, detrás del cual hay un niño
dormido!”.

Y más tarde, en Los poemitas finales con que el poema remata algo muy bien triado: la
confidencia de la futura, inexperta madre, con la experta madre suya.

Sí; eso es de mujer; agruparse dulcemente para hablar de la carne aterrada de la mujer, ante la
ley inevitable, que la manda estremecerse y sufrir, es una de las grandes angustias femeninas.

Dignificar esta angustia: esto ha hecho Gabriela Mistral en su magnífico poema.

Y toda mujer de alma bien puesta la amará después de leerlo.

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