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Ciro Alegria

El amuleto y otras historias


Indice
Prologo
Ciro Alegría mientras esperaba ser fusilado
El amuleto
Mañana difunta
Cuento quiromántico
El brillante
Muerte del cabo Cheo López
Historia de una infidelidad
Navidad en los Andes
La piedra y la cruz
Calixto Garmendia
Duelo de caballeros
Cuarzo
Chutín aventaja a toda la nobleza
Lluvia güena
Mucha suerte con harto palo
Manuel Baca y el caballo Canelo
El César Vallejo que yo conocí
Ciro Alegría Bazán / Biografía
Referencias
Prologo
La vida de Ciro Alegría es tan rica en vicisitudes como su obra. Hijo de un latifundista en un
país de estructura feudal en su tiempo, con haciendas inmensas, agricultores y pastores
pisoteados por mayorales y amos que se sentían Dios en la tierra, e indígenas despojados de todo
derecho, Ciro Alegría Bazán reaccionó contra aquello y reflejó en sus obras la injusticia
prevaleciente.

No solo saco a la luz la tragedia de los indios esclavizados y reducidos a poco menos que
nada, víctimas de matanzas inenarrables, de abusos despiadados, de una opresión inmoral que
está en la base no sólo de la narrativa peruana, sino también de los estremecimientos de la
política peruana, también Ciro Alegría se comprometió con los esfuerzos por cambiar la amarga
situación social en su país. Y eso lo puso más de una vez al borde de la muerte.

Ciro Alegría se vinculó a aquel movimiento nacionalista y reformista que encabezó Víctor
Raúl Haya de la Torre, uno de los prohombres latinoamericanos de mayor trascendencia y visión,
y cuyo impacto produjo aquel fenómeno que llegó a conocerse como la izquierda democrática,
un polo de decencia, reformas, nacionalismo y orientación a la educación y al progreso
económico y social de nuestros pueblos, del cual eran partícipes Pepe Figueres en Costa Rica,
Rómulo Betancourt en Venezuela y Juan Boch, en República Dominicana. Y su lucha por
sacudirle al Perú la estructura latifundista atrasada produjo enfrentamientos que en el caso de
Ciro Alegría le mantuvieron por más de 23 años expatriado y le lesionaron su salud.

Con Ciro Alegría tenemos, igualmente, un ejemplo de una raza de escritores


latinoamericanos de la categoría de Rómulo Gallego, Juan Bosch y otros, que fueron no sólo
autores de valía excepcional, sino también compromisarios de sacar a sus países del atraso y
promover desarrollo.

Esa corriente nacionalista, democrática, reformista, que propugnaba por la reforma agraria, la
industrialización y el desarrollo, la educación y la cultura, fue distorsionada y desviada en los
años sesenta por la penetración del marxismo.

Un objetivo central de los marxistas siempre es penetrar y apoderarse de los llamados


“aparatos ideológicos del Estado”. Así, se introducen masivamente en las escuelas y
universidades, como docentes, y en la prensa, como periodistas. Igualmente, participan en las
actividades artísticas y culturales. Crean organizaciones aparentemente independientes,
culturales, que les funcionan como frentes de amplificación y reclutamiento. Y en todo lado
actúan promoviendo unas ideas y figuras a conveniencias de sus planes, y denostando y
desprestigiando otras, de forma que aquellos que quieran el aplauso y el éxito fácil se arrastren
tras el apoyo que prometen a los que repiten mansamente el guión provisto según en caso.

Entonces introducen un enfoque maniqueo y perverso: que lo que define el ser


“progresista”, “democrático”, “revolucionario”, “de avanzada”, etc., es subordinarse a lo que
se le indique, repetir lo que se le mande y apoyar acríticamente a la “revolución” cubana. Quien
cuestione o desentone, de inmediato es vilipendiado por un torrente de epítetos insultantes:
“reaccionario”, “entreguista”, “agente de la CIA”, “vendido al imperialismo”, “fascista”,
“derechista”, etc. Igualmente, se le cierran puertas, se le descalifica y recibe el rechazo de los
escritores y artistas y medios “progres” que le rehuyen como apestado.

Siendo así el caso, ¡imaginen quién quiere tirarse esa canana! El terrorismo intelectual se
impone. Los sanbenitos se esgrimen para someter a disciplina a los díscolos y a los que en alguna
manera despiertan del sopor ideológico.

Así, hemos visto que por oportunismo o cobardía, por cretinismo o por vocación de esbirro,
muchos han renunciado a pensar de manera honesta, independiente, centrado en valores y
principios, orientado sólo por los intereses de su país, de su pueblo, del progreso y el bienestar
humanos. Es más fácil para muchos repetir como papagayos las consignas dispuestas por el
apparat que deriva de los organismos de Seguridad de Cuba, en el caso latinoamericano.

Ese intelectual que se batía con honor, enfrentando a las oligarquías reaccionarias, a los
jerarcas envilecidos, a los políticos venales, a los regímenes ilegales y corruptos, y representaba
para su pueblo un faro, una conciencia insobornable, un modelo de decencia y pulcritud, y que
permitía establecer distinciones, está bien distante de muchos que quieren arrojar a sus pueblos a
tiranías más obtusas, sanguinarias, serviles, oprobiosas, abusivas y perniciosas que todas las
experimentadas y conocidas por nuestros infortunados países.

Viendo la vida de Ciro Alegría, el valor mostrado, cómo honró y dignificó en sus letras a
esas mayorías irredentas y silentes, cómo fue más allá de la ficción y se comprometió con
acciones que buscaban redimir al pueblo peruano y eliminar un modelo injusto y atrasado, pienso
¿desapareció para siempre ese intelectual nacionalista y progresista? ¿Se lo tragó para siempre el
servilismo a una ideología inepta, estúpida y criminal, que no tiene un solo logro que mostrar y sí
mucha sangre que le acusa? ¿Acabó la epidemia marxista con el intelectual independiente,
democrático y comprometido con su país y su pueblo? ¿Habrá desaparecido para siempre esa
digna especie que una vez floreció en América Latina?
Ciro Alegría mientras esperaba ser fusilado
Por Eduardo González Viaña

La más importante novela indigenista de América - “El mundo es ancho y ajeno” (1941) fue
escrita por un peruano, Ciro Alegría, quien unos años antes había sobrevivido a una matanza,
había esquivado un pelotón de fusilamiento, había pasado varios años en la cárcel, había sido
desterrado después y la mayor parte de su vida no pudo regresar a su patria debido a que una
sucesión de dictaduras se lo impidió siempre.

La Nochebuena de 1931, Ciro Alegría, entonces un muchacho de 22 años, fue al local del
Partido Aprista en su ciudad de origen, Trujillo, para colaborar en el reparto de alimentos para
los niños pobres. Lo acompañaba su amigo, el pintor Mariano Alcántara que más o menos tenía
su misma edad.

El APRA era un movimiento político y social que había insurgido hacía pocos años para
realizar grandes cambios estructurales y proponer la unión de los países hispanoamericanos
contra el imperialismo de los Estados Unidos.

En lo agrario, Víctor Raúl Haya de la Torre, su líder, proponía la expropiación del latifundio,
un vestigio feudal en el cual el hacendado era señor de las vidas y destinos de sus indios.

Unas horas después de la repartición de aguinaldos, Ciro y Mariano bebían con otros
compañeros el tradicional chocolate caliente de esa noche. Al joven escritor le llamaron la
atención los ojos de una bella compañerita y la invitó a salir a pasear por la colindante Plaza de
Armas de Trujillo, la más grande del Perú. Eso le salvaría la vida.

Cuando faltaban unos minutos para la medianoche, un camión con soldados estacionó frente
al local del partido. Los recién llegados portaban ametralladoras. Algunos se apostaron frente a la
puerta. Un grupo de ellos penetró en el local haciendo disparos a diestra y siniestra. Hubo
decenas de muertos. La mayoría de aquellos eran, por cierto, niños y amas de casa.

Por su parte, Mariano Alcántara, cansado de esperar a su amigo, se había echado a dormir
bajo el escritorio de la oficina administrativa. Cuando entraron los soldados disparando, creyeron
que una de sus ráfagas lo había liquidado. Fue él quien muchos años después, en nuestro Trujillo
me contaría la historia.

En julio del año siguiente estallaría en esa misma ciudad una revolución que estaba destinada
a ser el punto de partida de una formidable insurgencia social en el Perú. Es normal que el joven
universitario Ciro Alegría participara en ella. Los rebeldes tomaron el cuartel de la ciudad y por
una semana instalaron un gobierno popular. Sin embargo, las fuerzas armadas sitiaron Trujillo
por aire, mar y tierra y, después de muchos desiguales combates, aplastaron la rebelión. Miles de
trujillanos fueron fusilados sumariamente frente a los paredones de la antigua ciudad pre-
hispánica de Chan Chan.
Ciro pudo ser uno de ellos, pero la muerte aún no lo tenía en sus listas. Luego de andar
perseguido a saldo de mata, fue finalmente apresado. Un tribunales marcial decidieron su
ejecución. En la cárcel, esperó durante meses que se cumpliera la fatídica sentencia.

Cuando lo conocí, varias décadas más tarde, Alegría me contó que allí, entre sueños y en
medio de las cuatro paredes carcelarias, había visto a Rosendo Maqui y a los diversos personajes
de su épica novela “El mundo es ancho y ajeno”. “Me moría de ganas de salir de allí para
escribirla”.-me dijo.

En la obra, publicada nueve años más tarde, los indios de una comunidad andina tienen que
afrontar la invasión de sus tierras por el latifundista a quien protegen las fuerzas armadas y las
leyes de la república. Sólo la naturaleza que les confiere misticismo y una tremenda resistencia
ancestral harán que la comunidad india persevere en su lucha. Ganadora de un premio
internacional y publicada en 1941, esa novela significaría también el primer ingreso de la figura
del indio en la literatura peruana. Antes de que ella se publicara, los indios no habían sido
considerados dignos de entrar en las páginas todavía coloniales de los autores peruanos.

A Ciro le fue conmutada la pena de muerte por una prisión que padeció algunos años para
luego exiliarse en Chile. En ese país serían editadas “La serpiente de oro” (1935) y “Los perros
hambrientos” (1939). “El mundo es ancho y ajeno”, publicada en casi todas las lenguas, se
convertiría después en una novela mundial.

Ni siquiera la fama conquistada por esos hechos pudo servirle para volver a su país.
Sucesivas dictaduras se lo impidieron o hicieron del Perú un lugar muy peligroso para el
novelista quien por fin se fue a los Estados Unidos y se dedicó allí a la cátedra universitaria.

Tras un largo exilio y después de varias décadas, regresó. Un ataque fulminante al corazón
acabó con su vida en 1967. No lo habían hecho desaparecer la ametralladora de los irracionales,
tampoco los azarosos años de la persecución y el martirio, ni la posibilidad de ser fusilado.
Tampoco lo conseguiría la muerte porque en estos días sus lectores estamos celebrando el primer
centenario de su nacimiento y la eternidad de los personajes que él reveló ni la novela que pensó
mientras esperaba ser fusilado.
El amuleto
Ellos estaban en una inmensa altura. Para llegar hasta allí habían tomado, sucesivamente, dos
ascensores de rápido impulso, sintiendo en la subida que los oídos les zumbaban. A Lina le
dolieron. Ahora las miradas de Joan saltaban de rascacielos en rascacielos, en tanto que suspiraba
hondo, moviendo rítmicamente los senos moldeados por una blusa azul. Con el cuerpo elástico
ceñido al muro gris, la grácil cabeza echada hacia adelante como deseando abandonarse al
espacio. Su actitud toda habría hecho pensar que experimentaba la emoción del vuelo. Ella
estaba viviendo, en general, una señalada aventura que conjugaba gozosamente lo cierto e
incierto.

—Siempre he soñado con esta ciudad —dijo—. No pronunció una palabra más durante
mucho rato. La terraza de observación del mayor rascacielos, tendida esa tarde al tibio sol de
abril, atalayando Nueva York con seguro gesto, invitaba a la contemplación y al silencio.

Allá lejos, el puente George Washington, extendía con gallarda esbeltez el acero de sus
vigas, columnas y cuerdas bien templadas. Parecía un arpa eólica frente al viento que venía del
mar, cargado de sales y espacios oceánicos, y se abatía sobre las cimas de la ciudad y entre los
cordajes. Joan pensó que acaso ese viento diestro en inmensidades podía tener noción de la
grandeza de la ciudad.

Los edificios hechos de rectángulos se levantaban de la tierra en una ansiosa búsqueda de


altura que adquiría belleza dentro de su simétrica exactitud. Las moles cuadrangulares daban una
impresión de yerta solidez, pero millares de ventanas abiertas en las rocas grises, hablaban de
que había actividad dentro de los cubos enormes y que muchachas hermosas y hombres alertas,
vivían allí parte de su jornada. Cerca de Columbus Circle, hacia el norte según señalaba el plano
que abría de cuando en vez con manos ansiosas, ella había encontrado una habitación
provisional. ¿Qué ventana le correspondía? ¿La veía acaso? En la gigantesca zarabanda de
volúmenes cuadriculados de ventanas, por aquí, por allá, algunas luces artificiales brillaban a
pesar de ser de día. Por el cielo claro, un avión volaba muy alto, rasgando nubes ágiles. Y abajo,
lejos, verticalmente, en el fondo de la ciudad rectilínea, al pie de los edificios lisos, se alargaban
las calles por cuyas veredas opacas avanzaba la muchedumbre en un incesante fluir humano y
por cuyo asfalto brillante corrían los vehículos en un acompasado fluir mecánico. Las cambiantes
luces que rigen el tráfico, detenían por momentos las filas de autos, pero el enjambre de la
multitud se movía sin descanso, yendo y viniendo como dos corrientes cuya variedad de colores
se mezclaba hasta volverse gris. Y de toda esa agrupación de hombres y máquinas, del tenaz
ajetreo neoyorquino, ascendía un rumor sordo y profundo, como de olas marinas que baten
acantilados o de tormentas lejanas. A 1.050 pies de altura, se lo escucha así. Es el pulso de
Nueva York ese rumor poderoso.

El muro que rodeaba la terraza cuadrangular había sido hecho alto adrede para evitar a los
visitantes el riesgo del vértigo. Joan miró con insistencia hacia abajo, sintiendo que en el espacio
mismo, en esa estilizada profundidad marcada por perpendiculares líneas, había un elemento de
sutil y brutal fascinación. Una confusa emoción de alegría y temor le crispó los nervios al
principio. Luego se le fueron distendiendo, familiarizados con una sensación de caída que no
llegaba a producirse. Al verlos desde esa altura, los vehículos le parecían de juguete. El hombre
era como una afanosa hormiga. Y se le antojaba extraño que tal ser, empequeñecido aún más por
la distancia, hubiera llegado a abrir esas moles alrededor de las cuales caminaba, trepanándolas a
la vez con ascensores por los que subía y bajaba, dividiéndolas en habitaciones donde, a su
placer, impedía la sombra creada por los propios edificios que elevó hasta ocultar el sol, con la
claridad de un sol propio. El fenómeno arquitectónico era sin embargo explicable y claro, pese a
la magnificencia de proporciones, mas parecía encerrar un secreto como ocurre con toda gran
creación.

—¡Es maravilloso! —exclamó Joan.

—Sí —confirmó Clemente Azor.

Lina, a pesar de que le gustaba hablar, nada dijo. Joan se llamaba exactamente Joan Bonard
Clark y era natural de Nueva Orleáns. Había llevado sus hermosos dieciocho años a la ciudad de
Nueva York con el propósito de “ver qué pasaba”, según solía decir ella misma, tratando de
explicar el cumplimiento de una ambición que se afirmaba en un optimismo sin muchos asideros,
sin ninguno en particular para ser precisos, pero no obstante firme y hasta radioso en su alegre
confianza. Hacía diez días que estaba en Nueva York y durante ese tiempo hizo cosas
extraordinarias y completamente naturales, o sea asistir a una exposición de pintura surrealista
por curiosidad y a una función de ópera por la misma razón, comprar artículos que no necesitaba,
emborracharse en dos clubs nocturnos, tratar de colocarse como experta en algodón y ser
rechazada, perderse en los túneles del tren subterráneo, perderse en el vórtice de la ciudad.
Conoció a Lina y Clemente la noche anterior, en una fiesta, y se habían hecho amigos, como
quien dice, de la noche a la mañana. Con el hombre tuvo una larga conversación sobre los
cóndores andinos y Joan había subrayado con las palabras “muy interesante” cuanto él dijo,
manifestando también que en Nueva York se tropieza con gente de todas partes y se oye hablar
de hechos remotos y extrañísimos. Clemente le presentó a su amiga Lina, quien aceptó el plan de
visitar el Empire State Building, anunciado por Joan con entusiasmo. Y allí estaban, de cara a la
ciudad cubista, con los ojos perdidos entre prominencias y hondonadas de exactos vértices.

Clemente Azor, sudamericano de frente ancha bajo la cual se curvaba una nariz aguileña y se
hundían entrecerrados ojos grises, miraba complacidamente las montañas de hierro y cemento, el
gallardo puente George Washington, el río Hudson mercurial y tranquilo, las lejanías esfumadas
y las cercanías abismales. El paisaje andino en que nació se había estilizado en Nueva York y
siempre le produjo una particular impresión, entre sorpresiva y estimulante, que esa vasta réplica,
enhebrada de electricidad hubiera llegado a existir. Azor amaba la visión que ofrecen las
cumbres, pero en Nueva York la inmensidad tornábase una epopeya de volúmenes, un canto
lineal al esfuerzo constructivo. Solía ascender al observatorio del Empire State Building y mirar
todo aquello tratando de aprehenderlo para su alma y sus páginas. Era escritor y a su sentimiento
básico de independencia individual se mezclaba un deseo de entender las expresiones de la vida.

Azor, de pronto, dejó de mirar a lo lejos para mirar a Joan o mejor dicho volverla a mirar.
¿Cuántas veces la había examinado desde la frente a las plantas? Más alta que baja, su elástica
delgadez se alzaba plácidamente y henchía alimonados senos de neta curva. En ese momento, su
suéter azul parecía un retazo de cielo que hubiera descendido a ceñirle el pecho hermoso. La
melena negra flotaba al viento y en la cara oval, la piel levemente trigueña se distendía con
tersura. Sus brillantes ojos oscuros parecían portar un mensaje, la nariz se respingaba dando a la
faz un toque casi infantil y la boca roja, de labios carnosos y espaciosos, sonreía mostrando
dientes nítidos. La falda negra caía blandamente sobre la gracia de las caderas y las piernas
elásticas. Los pies descansaban con levedad y firmeza en zapatos de tacones altos. Una fina
cadena de oro, brillando sobre el tobillo izquierdo, reclamaba a los ojos que iniciaran la
contemplación de las pantorrillas que desaparecían bajo la falda, a la vez negando y
prometiendo, tal en el ritmo inicial de! amor. Las miradas de Azor la punzaron acaso, pues ella
volvióse y le sonrió, alegre y despreocupadamente generosa. Su sonrisa estaba caldeada por
profundas corrientes vitales y éstas eran tan impetuosas y seguras, que brindaban a la
personalidad de Joan Bonard Clark una satisfacción que parecía circular por su sangre. Azor la
había visto sonreír de igual manera en la fiesta, con esa sonrisa que resultaba un derroche de
dones, ya sea porque fueran inagotables o los conservara intactos. Bien mirado, tal vez no lo
distinguía particularmente, aunque tal sonrisa como respuesta a sus miradas entrañaba la
reciprocidad de la aceptación. La mirada del hombre jugó un momento sobre la faz morena como
besando su tersura, y Joan volvió a sonreírle, ahora como si hubiera preferido sonreír que negar.
Azor se le acercó para hablarle y en ese momento sintió que Lina le tomaba una mano,
presionándosela en forma de reclamo. Joan preguntó, apuntando a lo lejos con el índice:

—¿Qué es eso?

Lo dijo como si lo único que le preocupara fuese la ciudad.

—Rockefeller Center —respondió Azor, mirando una vez más el conjunto gris de masas
ágiles, donde la única recta marcaba al volumen el sentido de la moderna armonía. Los edificios
que componen Rockefeller Center se distinguían entre la muchedumbre de rascacielos con
enhiesta prestancia. Azor sabía que están en torno a una plaza que desde el observatorio no podía
verse. Las calles y plazas de Nueva York tienen como en ninguna ciudad, un carácter funcional y
se hallan tan hundidas en la ciudad misma, que frecuentemente parece que no pertenecieran a un
mundo dado a la altura. Quien avanza por una calle numerada para alcanzar una dirección llega a
una puerta que, en la mayoría de los casos, es solamente un accidente de la ruta. Arribará al lugar
propuesto tomando altura, sea la de Rockefeller Center o cualesquiera de los miles de
rascacielos. Sólo que en Rockefeller Center comienza a estilizarse la nueva ambición y la nueva
belleza. Hay en las líneas esbeltas y disparadas al cielo de sus edificios, un afán de altura que
podría equivaler, hablando en términos de épocas históricas, al del estilo gótico de la Edad
Media. Así la cercana catedral de San Patricio apenas logra aparecer, entre los rectángulos de la
vecindad. Se necesita ir a su lado y afinar el espíritu con el recuerdo de una era remota y la
exaltación mística, para captar de nuevo el plácido sentimiento de ascensión de sus ojivas y
agujas. El rascacielos ignora la curva, salvo en algunas torres, y su belleza viene de la recta
combinada en sabias proporciones y lanzadas hacia el cielo con precisión y audacia. Más acá y
más allá, tantos que no se los podía contar, los edificios se alzaban sin pausa y su volumen
desigual y su más desigual altura, mezclaban abruptamente sus perfiles dentro de la inmensa
perspectiva.
Lina, muchacha tropical de cabello rojizo, facciones de una plasticidad dolorosa y anchas
caderas receptivas, estaba acostumbrada a las palmeras gráciles y las blandas colinas de su isla
nativa. La estática dureza de Nueva York parecía herirle los ojos absortos. A la distancia —no se
podía calcular— se extendía amurallado por la ciudad, el rectángulo terreno de Central Park,
verde de árboles y con un lago que brillaba al sol. Más al norte, los edificios continuaban hasta
perderse en la lejanía. Por allí estaban el negro Harlem y el populoso Bronx. Desde el Empire,
habría podido verse el fin de la ciudad, pero las nubes comenzaban a superponerse, dando lugar a
un horizonte confuso en el cual se perdía la ciudad, que de tal suerte parecía sin fin. Sin tregua ni
vacilación, siempre el mismo escalonarse de cubos. Quizás los edificios lejanos no eran tan altos,
pero la visión de la altura de los próximos, los había habituado a las grandes dimensiones y los
distantes también se les antojaban elevadísimos.

A la izquierda, recortando su silueta blanca frente al verdor del parque, Clemente Azor
reconoció un hotel donde, algunos años atrás, había pasado una semana con una muchacha
singularmente hermosa. Fue un imprevisto regalo de Nueva York. Desde entonces, supo que la
ciudad podía también ser contada según sus dones humanos. Muy lejos, en un punto que no
podía precisar, estaba el edificio de los Cloisters, medieval creación que había sido traída piedra
por piedra, y como quien importa pasado. Entre los árboles de la cercanía, azulados de noche,
Clemente conoció a su amiga Lina. Aún recordaba que, luego de la intimidad reveladora y
gozosa del primer encuentro, abrió los ojos y vio entre las matas las luces encendidas al otro lado
del río. Así era también Nueva York. A la muchacha singularmente hermosa la había perdido en
la ciudad. Mediando una querella se cambió de domicilio y no la vio más. Con Lina había
sufrido y gozado según el acontecer del amor, pero ella no lograba entender la ciudad, por mucho
que la llamara con segura fuerza. Se quería marchar y llevarse a Clemente, que pertenecía ya a la
noche. A veces, manifestaba arrepentimiento por haberse entregado demasiado pronto a su
amigo. Esto era, según creía, haberse puesto a tono con la vida de la ciudad, y el hecho la
alarmaba. Azor pensaba que ella podría marcharse cualquier día, aunque ahora se estaba
reteniendo a sí misma con la mano cálida ajustada a la suya.

Entonces, podría ocurrir que, con los años, mirara a la columna del Empire State Building,
clímax de la altura de la ciudad, y recordara que allí estuvo una tarde con Joan y Lina. Una de las
características de Azor era sentir una anticipada nostalgia. Joan lo miró tal si hubiera entendido
su pensamiento y esta vez echó a andar invitándolos con el gesto a seguirla.

La terraza estaba animada por muchos visitantes. Gentes que habían venido de otros lugares
del país, como Joan; neoyorquinos mismos, que pasaron años sin efectuar la ascensión; soldados
y marineros de vacaciones; muchachas que todavía no habían conquistado un millonario; un
grupo de tipos que hablaban un idioma extraño; un hombre de barbas y traza europea al que
había que imaginar de importancia... Algunos apuntaban a la distancia con los largavistas
situados en las esquinas de la terraza. Azor lo había hecho también. El retazo de rascacielos que
alcanzó a través de las lunas, semejaba la piel de un paquidermo. Los más de los visitantes,
dando vueltas o detenidos junto al muro prieto, se lanzaban al espacio con los ojos y Nueva York
les parecía más grande acaso. Una mujer había levantado a su niño en brazos. El pequeño miraba
a la distancia y luego palpó el muro buscando una explicación.
—Mamá, ¿quién hizo esta roca? —preguntó.

Joan que con paso de ritmo suelto avanzaba sorteando a las gentes, alcanzó a captar las
palabras del niño y dijo:

—Realmente, yo también quisiera preguntar: ¿quién o quiénes hicieron todo esto?...

Los tres amigos rieron, pero su risa se apagó pronto. Pensar en millones de obreros e
ingenieros soldando vigas de acero para formar armazones que luego serían rellenadas con
cemento, planeando incesantemente ganar nuevas dimensiones y lograrlo, no se les antojaba
suficiente.

Había junto al muro una pareja de hindúes que parecía unida, más que por su proximidad,
que no era mucha; por conservar entre ellos un diferente mundo. Era como si vivieran en una
atmósfera especial traída desde el Asia y celosamente guardada entre los dos. La mujer vestía un
largo traje morado y tenía pintado un lunar rojo en mitad de la frente. El hombre, vestido a la
usanza occidental, se cubría la cabeza con un turbante blanco. Mas estos detalles típicos eran
nada ante el exotismo de sus rostros tostados, no solamente por la lumbre externa, fuerte en los
lares nativos, sino por otra interior que les asomaba a los ojos. Y toda su ausencia de la tierra de
los rascacielos y su expectación circunstancial, era acentuada por su actitud de acompañarse en
una intimidad que tenía también de comunión personal. Seguramente, pensaban en qué lejos se
podía estar en Nueva York del ideal del nirvana búdico, de la tenaz y desnuda meditación de los
yogui; cuando hasta la grandeza material tenía allí un sello humano y la actividad, la marcha
apresurada, para ser más precisos, la acción en pos de un fin próximo o distante, eran la ley del
hombre. He allí por qué los dos hindúes se acompañaban tan celosamente, manteniendo su
concepción de la vida frente al mundo extraño, defendiendo inclusive su propia integridad. Y tal
actitud se pronunció más todavía cuando Joan se escurrió entre la pareja para ganar un sitio junto
al muro. El hombre la miró con sorpresa, pero

no sólo como se puede mirar a una intrusa, sino a quien está rompiendo algo. La mujer
pareció replegarse en sí misma. Su mundo hindú había quedado momentáneamente dividido. Y
sin decir nada, como obedeciendo a una señal que en este caso fuera hecha interiormente, se
fueron de allí, muy ceñidos, sosteniendo entre los dos un universo suyo y lejano.

La partida de los hindúes, que Joan había provocado sin proponérselo y cuyos sutiles motivos
no consideraba, hizo espacio para nuestros amigos. En el lado Oeste de la ciudad, los rascacielos
avanzaban, empequeñeciéndose sucesivamente, hasta llegar al río Hudson, que se curvaba al
flanco de Manhattan, yendo al estuario con tranquilidad. El río estaba retaceado de docks,
ceñidos por grandes barcos, en los que llegaban y partían gentes y especies de los cuatro lados
del mundo. Al otro lado de las aguas lentas, se tendían más docks, erguíanse más edificios en una
prolongación de Nueva York que geográficamente era Nueva Jersey. El río Hackensack
ondulaba a lo lejos y en el fondo, las Orange Mountains trataban de asomarse, entre nubes
quietas, a columbrar la ciudad. Por el río Hudson mismo, se movían algunos barcos, lanchas
pequeñas, remolcadores halando pontones, algunas blancas velas...
Con los ojos puestos en el río, flanqueado de altos edificios y actividad, propicio al anclaje de
los grandes vapores y a las faenas de los docks, Joan tenía una expresión de candoroso asombro.
Azor la miraba advirtiendo que la misma expresión se había ya mostrado antes, fugazmente, y
que ahora precisábase al acentuarse en la actitud tensa del cuerpo y los ojos estáticos. Se hubiera
dicho que estaba entregada a un sueño.

—Joan —llamó Azor con voz queda.

Ella tornó la faz y sonrióse.

—¿Ah? —dijo.

—¿Qué le pasa? —preguntó Azor.

Y Joan, vacilando en la dificultad de dar a sus emociones formas de ideas:

—Es como... bueno, como si estuviera comenzando un gran viaje...

—Quién sabe —comentó Azor en una forma en que Lina ni Joan supieron si sus palabras
entrañaban realmente duda. Pero tales palabras pusieron a Joan frente a sí misma en forma súbita
y si se quiere violenta. La idea de viaje le pareció inapropiada y se disponía a dar nuevas
explicaciones, cuando Azor la tomó del brazo, lo mismo que a Lina, y echó a andar. Ésta hizo un
gesto de resistencia al ser tomada. Creía notar un comienzo de intimidad entre Joan y Azor que
en cierto modo la ofendía. Como el hombre la sujetó y condujo sin tomar en cuenta su gesto, ella
inició otra forma de retirada.

—A mí me gusta el estilo renacentista. El de los rascacielos, que ni siquiera tiene nombre, es


demasiado simple... Un producto del comercio y la aglomeración.

Azor sabía bien que Lina se había llenado la cabeza de nombres y estilos durante su estancia
en Europa. En cierto modo, encontró lógico que votara por el estilo renacentista, debido a su
voluptuosa elaboración, con la cual tenía parecido el cuerpo de Lina y su alma misma. Pero Azor
conocía también que su experiencia europea la había tocado apenas y que sus palabras, en ese
momento, no eran otra cosa que un medio de distanciarse de Joan y Azor, inclusive de colocarse
por encima de ellos, admirando algo realmente refinado y valioso. Lina sonrió llena de una
súbita felicidad.

—Cada época —dijo Azor— ha creado su estilo. Nueva York está en la era de la técnica y es
un producto de ella. La técnica creará su estética también. Ya lo está haciendo...

Lina se estremeció como bajo una corriente eléctrica. Se hallaba en el lindero justo del
mundo al que no quería rendirse y al cual, para mayor complicación, Azor estaba encontrando
belleza. Joan sabía poco de estilos, pero ahora mostraba a su vez un aire complacido.

En el centro de la terraza se levantaba una nueva proyección de vidrio y cemento, como si el


edificio, que ya venía angostándose de plataforma en plataforma a medida que tomaba altura,
realizara un esfuerzo más.
Había llegado junto a unas gradas. Un hombre iba a subir por ellas para ganar la puerta a la
cual daban acceso, pero se detuvo y gritó:

—¡Clemente!

—¡Raymond! —gritó también Azor, casi al mismo tiempo.

—Por poco no te veo —dijo el nombrado Raymond entre una risotada, mientras se acercaba.

Los amigos se estrecharon las manos en tanto que Joan, Lina y los que estaban cerca y habían
vuelto la cara al oír las voces reían, tal ocurre siempre, como si tuviera una gracia especial el
hecho de que dos amigos se encuentren.

Azor hizo las presentaciones debidas. El recién llegado bromeó, repitiendo la frase
estampada en el folleto que hacía propaganda al edificio:

“Where the whole world meets.”

Las muchachas celebraron la frase como si, aplicada al encuentro, fuera un brote del ingenio
de Shaw.

Él contó luego, respondiendo a sus preguntas, que había llegado de ultramar hacía dos días,
en un barco al que, desde la terraza podía verse allá abajo, acoderado a uno de los muelles del
Hudson. Ellas celebraron también las comunes noticias entusiastamente, tal si hubieran tenido un
encanto especial. Lina, en un intempestivo movimiento de cordialidad, se le colgó del brazo con
una familiaridad espectacular.

Azor conoció a Raymond Dalton en una de esas fiestas a las que van dos o tres escritores que
publican libros y muchos que tienen intenciones de hacerlo. Dalton trabajaba en bienes raíces y,
desde luego, soñaba con escribir algún día. Se habían vuelto amigos y veíanse de cuando en vez
para hablar de letras y beber whisky concienzudamente. Cuando vino la guerra, Dalton fue
llamado a filas. Azor recibió una carta suya fechada en la ciudad brasileña de Belem do Para y en
la cual, además de hablar de la grandeza del río Amazonas y la abundancia de palmeras, contaba
que le había ocurrido algo extraordinario. No explicaba la naturaleza de tal evento y tampoco le
escribió ninguna carta más. La única noticia que tuvo Azor acerca de su amigo,

>después de tan singular anuncio, fue una publicada en los diarios con motivo de habérsele
otorgado una medalla por acción de guerra en Europa. Pero lo extraordinario había tenido lugar
en Brasil o por lo menos allí comenzaba, de modo que Azor se quedó sin saberlo y, de hecho,
hasta había olvidado el asunto. Ahora que veía a Dalton, surgió en su recuerdo acicateándole la
curiosidad, pero no quiso preguntarle nada, tanto porque de ser el hecho extraordinario no
tardaría en referirlo, cuanto porque quizá tenía un carácter personal.

—Recuerdo haber visto su retrato en los periódicos —dijo Lina.

—¡Cuánto sufriría usted en la guerra! —insistió la muchacha dando a sus palabras un énfasis
entre admirativo y tierno.
—No mucho —contestó Dalton y agregó—: He estado con suerte... La suerte existe...

Sus últimas palabras, sea por el tono con que las dijo o porque entrañaban una afirmación
innecesaria que por lo mismo podía ser tomada por una clase especial de convicción, resultaban
insólitas. Pero Lina no estaba para sopesarlas y medirlas y siguió dirigiendo a Dalton frases un
tanto convencionales a las que ella valorizaba con el acento. Azor se inclinó a creer que Lina
estaba tomando una rápida venganza, como solía hacer en parecidas circunstancias, de la
atención con que él trataba a Joan. El aludido respondía sonriendo con una segura
condescendencia. Parecía sentirse por encima de sus amigos. Azor temió de primera intención
que el hombre que antes solía vender propiedades y venerar en Dickens al maestro de edificantes
historias magistralmente narradas, se hubiera vuelto fatuo debido a su condición de héroe de la
guerra. Examinándolo mejor, convino en que había cambiado, pero que tal cambio estaba lejos
de llevarlo a la fatuidad. Alto y rubio, su piel se había curtido y sus facciones tenían la firmeza
que dan las impresiones profundas. Sus ojos, así miraran cerca, parecían estar mirando a lo lejos,
con un aire de avizorar más bien. Podía ser ésta una consecuencia de su oficio de aviador. En sus
palabras había seguridad, pero no petulancia, y en ocasiones ellas tenían humor. ¿De dónde le
venía entonces ese aire de superioridad, que por otra parte era completamente espontáneo?
Pensando en el anuncio del hecho extraordinario, supuso que algo le había pasado aunque bien
sabía que no hay nada más maravilloso que la vida y que el hombre llama extraordinarios a los
hitos.

Dalton, desistiendo de su propósito de subir las gradas, siguió la dirección que llevaba el
grupo. Llegaron, con el aletazo del viento oceánico sobre la cara, junto al muro que miraba al
sur. Dalton dijo:

—Yo soy neoyorquino pero, sólo estando lejos llegué a entender cuánto representa para mí
esta ciudad.

Sus miradas, dirigiéndose ahora a Joan, chocaron con las de ella, se sostuvieron un instante
entrecruzándose como espadas y luego se rehuyeron. Las de Dalton fueron a detenerse en los
distantes edificios del sector financiero. La gran ciudad, avanzando hacia la bahía, se extendía
formando una concavidad de promontorios, para erguirse de pronto, con plena esbeltez de nuevo,
en un grupo de columnas que se recortaban nítidamente frente al mar. Aquellos edificios eran
severos y populosos, según Azor lo había podido notar caminando por calles oscuras como
encañadas. Una de ellas era la mentada Wall Street pero había muchas iguales, densas de gente
atareada, hábil en maniobrar con la riqueza del mundo. Cierta vez, yendo por Wall Street,
recordó un poema de Sandburg leído en la adolescencia, acerca de la iglesia de la Trinidad y su
cementerio con las tumbas de Hamilton y Fulton. Caminando entre la turbamulta recaló frente a
la pequeña iglesia y entró al cementerio. La ciudad, al crecer con violencia incontenible, había
respetado sin embargo esa pequeña iglesia y el cementerio, dejando un recinto para la plegaria y
la muerte. Azor buscó durante mucho rato los nombres de Hamilton y Fulton en las piedras de
las tumbas. El tiempo había hecho su firme tarea de corrosión. Las piedras estaban
resquebrajadas, muchos nombres se habían borrado. Los que podían verse, no eran los de
aquellos héroes que el poeta cantó. Nuevos inviernos acabarían por llevárselos y por destrozar
del todo las piedras mismas. Azor preguntó a unas empleaditas que andaban por allí comiendo
sandwichs, por las tumbas que buscaba y ellas se miraron unas a otra, como preguntándose a sí
mismas, y finalmente una dijo:

—Tal vez al otro lado...

Azor rodeó la iglesia y encontró que la presunción era cierta. Allí estaban aún las tumbas de
Alexander Hamilton y Roben Fulton, junto a una verja, a través de la cual se veía pasar la gente
y los vehículos y, más allá, alzarse impetuosamente la ciudad. La muchedumbre atareada, los
vehículos ruidosos, los edificios ahítos de altura, parecían indiferentes ante las tumbas de Fulton
y Hamilton y decenas de otros muertos de nombres olvidados o desaparecidos. La ciudad se
tragaba a la muerte... La impresión que hizo todo ello en Azor no fue ni triste ni angustiada.
Tuvo, al contrario, un neto sentido de inevitabilidad y debió hurgar en sí mismo para encontrar,
en tal sentido, el drama callado que encierra lo inevitable. La muerte estaba allí sin la vida
intelectual que suele tener en los cementerios corrientes, como acabada y representada con
pequeñez en las piedras de las tumbas, frente a la vida ruidosa de las calles y su alta y
abrumadoramente física representación de rascacielos.

Mientras Azor, rondando tal recuerdo, no lograba localizar el sitio de la iglesia de la


Trinidad, Dalton miraba su ciudad reencontrada con un aire de alegre adhesión y Lina, que hasta
hacía unos minutos alababa el estilo renacentista, tenía en la faz una expresión pueril de
entusiasmo. Joan, entretenida en hurgar en el misterio de una avenida que brillaba al fondo,
como un extraño alfanje de claridad hundiéndose en el barrio financiero, volvióse violentamente
para mirar de nuevo a Dalton rozando a Azor con sus senos de oleaje tibio. El escritor estaba a
sus espaldas y observaba la ciudad tanto como a sus amigos. Dentro del caso, su actitud de
honesta indiscreción espiritual habría podido ser comparada a la honesta indiscreción física de un
médico, de no ser porque Azor mismo no era imparcial en ese momento. Creyó advertir, en el
gesto de Joan, que la muchacha había cedido por fin a una atracción que sin duda estaba
operando sobre ella y que quiso disimular examinando la avenida, pues luego de volverse quedó
con los ojos fijos en Dalton, hasta cierto punto conturbada. Sea porque se hubiera recobrado o
porque deseara darle una especie de satisfacción, sonrió a Clemente. Era como si no deseara
ofender a su amigo de ayer —el concepto era desoladoramente fugaz dentro de la precisión del
tiempo— mostrando un alejamiento que ninguno de los dos habría podido establecer pero que
resultaba tácito, debido a su anterior cordialidad. Azor sintió esa alarma confusa que viene de
creer en la pérdida de lo que no se ha ganado y, por otra parte, vio que Lina estaba dedicada a
murmurar amabilidades en el hombro de Dalton con la intención de que llegaran a sus oídos. Si
llegaban, o no, era difícil precisarlo pues Dalton, en todo caso, parecía no escucharla. Joan tornó
a mirarlo y taconeó nerviosamente, haciendo fulgir la cadena de su tobillo. El movimiento de sus
pies subió por su cuerpo como una onda hasta perderse bajo la cabellera endrina, que tembló. Sus
senos, luego de palpitar venciendo la opresión del suéter, quedáronse en una tensión alerta. Azor,
ganado por el ritmo en sí mismo reclamador y la belleza en inquieto trance de ofrenda, ciñó a
Joan el talle. Era un talle firme y flexible. La muchacha exclamó a media voz: “¡Nueva York!” Y
no se sabía si tal exclamación era el resultado de un previo encadenamiento de ideas, de una
revelación súbita, una forma de liberarse aunque fuera indirectamente, la expresión de un
sentimiento más que de un concepto, sólo una de esas frasecillas que emplean las mujeres para
llamar la atención o todo junto. La exclamación fue captada por Dalton, que repitió con
satisfacción:

—¡Nueva York!... —para agregar señalando con el brazo extendido—: Greenwich Village.

A la derecha, tras un primer plano de rascacielos y al pie de los del fondo, las casas eran
bajas y prietas. Allí extendía Greenwich Village la maraña de sus callejas, que tenían nombre y
no número, llamándose algunas Jane, Horatio, King. Hacia el lado del Hudson, también se
levantaba una muralla de edificios, de modo que la ciudad parecía arremansar sus alturas en
Greenwich, donde Dalton había vivido hasta que entró al negocio de bienes raíces. Allí conoció
escritores pobres que esperaban producir obras sorprendentes algún día, poetas que jugaban con
las palabras y querían traducir el misterio del alma empleando sus resonancias, pintores para los
cuales aún la forma era una abstracción, periodistas liberales que conocían la fórmula de la
felicidad humana, millonarios arruinados que esperaban hacer millones de nuevo según su propia
fórmula de facilidad, arquitectos sin contrata que construirían una Nueva York de vidrio y acero,
extraños realistas hechos de sueños, todos ellos. Si en otro tiempo impresionaron a Dalton, ahora
parecía evocar su recuerdo sin cuidarse. Azor pensó que acaso era porque también se sentía un
hombre en tratos con lo extraordinario, con la suerte o cualquier forma de aventura personal.
Mas no era cuestión de avanzar juicios. Dalton siguió señalando otros puntos de la ciudad con el
gesto seguro del neoyorquino capaz de ver matices y diferencias en lo que para el ojo corriente
es un laberinto.

La estatua de la libertad alumbrando el mundo se erguía en un islote de la bahía, hacia la


derecha. Apenas se le podía distinguir y semejaba más bien un montículo, pero era fácil verla
con la imaginación, alta y broncínea, con su antorcha de llama metálica, severa la faz que no se
cansa de otear horizontes. Marca de Nueva York tanto como las fajas cuadriculadas de los
edificios, al forastero que llega por la bahía le dan la sensación neta, precisa, de estar llegando a
Nueva York, reconociendo lo que no ha conocido. Más a la derecha y no muy lejos de la estatua,
asomábase Ellis Island cubierta por los edificios sólidos del Servicio de Inmigración, organismo
diestro en abrir y cerrar la puerta mayor del nuevo mundo. ¡Cuántos ojos foráneos, rebosantes de
dolor y distancias, avizoran desde allí a Nueva York, vinculándola a su esperanza!

La bahía, de un mar casi negro, surcado por barcos y remolcadores de ancha estela, se
extendía al abrigo de islas grandes que la vista no lograba abarcar y por las cuales Nueva York
avanza tenazmente.

La hermosa faz morena de Joan expresaba perplejidad y Lina volvióse hacia Azor como para
decirle algo, pero fue interrumpida por Dalton, que se empeñaba en explicar el dédalo.

Manhattan guardaba otros pueblos A la izquierda, tras rascacielos de recia factura, extendíase
una gris llanura de azoteas, terrazas y techos planos. Allí estaban China Town, los barrios
húngaro y rumano y algunos más. Se presumía la altura por contraste. Una sola plaza miraba
como un ojo del suelo.

Brillando al sol, el Río del Este ceñía Manhattan por ese lado. No muy lejos de la bahía, caía
sobre el río el puente de Brooklyn, dando paso al barrio del mismo nombre, extenso hasta
perderse en el horizonte. Río arriba, se arqueaban sobre las aguas más puentes gallardos como
instrumentos de cuerda o redes extendidas. El de Brooklyn había causado sensación cuando fue
construido, hacía más de cuarenta años o sea una eternidad en Nueva York. Ahora teníase que
conjugar su nombre con el de otros puentes más nítidos, admirar la significación del esfuerzo y
rendir en su complicada armazón metálica el debido homenaje al pasado. Difícil homenaje en
una ciudad compuesta esencialmente de futuro. Azor vio cierta vez una máquina provista de una
enorme esfera de hierro que oscilaba como un péndulo, golpeando y convirtiendo en ruinas un
alto rascacielos. Es el destino común de esos gigantes silenciosos. En una generación Nueva
York se renueva. De cuanto estaban viendo, quedarían los puentes y algunos señalados edificios
tal vez. En la permanencia de la ciudad hay una continua ansiedad de metas, un perpetuo viaje a
la altura. Nueva York, con sus descomunales proporciones y sus ocho millones de habitantes, da
la impresión de no tener nada terminado en definitiva. El hombre parece perseguir un objetivo
siempre lejano. Muchos caen fatigados en la jornada y otros la interrumpen arrojándose desde la
altura. La misma terraza del Empire State Building estaba convertida en plataforma de
lanzamiento a la muerte. Se hablaba de poner una valla de hierro sobre el muro para impedir el
salto a quienes elegían tal forma, si se quiere simbólica, de abatirse. En todo gran viaje hay
quienes caen y mueren.

Nuestros amigos, guiados por sus miradas, se desprendieron del lugar donde estaban y
avanzaron hacia otro lado. Contemplar Nueva York es como contemplar las aguas de un río.
Sólo que viendo un río, el movimiento está en las aguas y viendo Nueva York, en los ojos. Mas
en ambos casos la emoción se precisa a medida que pasa el tiempo dentro del continuo fluir y la
repetición es un factor de intensidad. Cuando el espíritu aficionado a tal contemplación la
suspende, es porque se ha saciado y no porque se haya aburrido. Lo mismo podría sucederle en
una muestra de Velázquez.

Ellos se encontraban lejos de aburrirse. Sus miradas, después de planear sobre los edificios
de dos compañías de seguros que hermanaban su arrogancia maciza, subieron surcando el Río
del Este y la película del agua y del cemento armado se desenvolvió hasta detenerse en la
enhiesta columna del Chrysler Building. La cúpula piramidal insistía en prolongarse con una
aguja de oro que brillaba al sol. Es el edificio buido de Nueva York, el que hiere las alas del
viento y apunta a las nubes con una flecha en trance de volar. No muy lejos, pequeño en
comparación pero singularmente aéreo, se observa un edificio de ágiles líneas. Azor lo conocía
bien, pues se publicaba allí un diario de pequeño formato y muchas ediciones. Ancho y sólido,
de clara nitidez, ascendía escalonando sus vértices con elegante presteza. En él la altura era una
impresión más que una dimensión y podía considerársela una victoria visual de la línea. ¿Qué
sorprendentes logros de esta original estética ofrecería la Nueva York del futuro? En la rotonda
del edificio había un globo terráqueo de girar lento. Cierta vez, un hombre que estaba mirando el
globo, dijo a Azor:

—Trabajo cerca y, desde hace varios años, vengo a la hora del almuerzo a ver el mundo...
Cada día lo miro unos minutos... Yo pienso en él...

—¿Y qué piensa usted? —urgió Azor.


—Aún no lo sé —contestó.

Era como si la respuesta estuviera ahora flotando en el aire. Entre uno que otro hito, los
tableros del lado Este se sucedían hasta llegar al río, sobre cuyas aguas bruñidas los recios
perfiles se recortaban con nitidez. Junto al río mismo, rayando el agua con sus lamas negras, un
manojo de chimeneas humeaba tenazmente. En el otro lado, estaban Long Island, Queens y de
nuevo Brooklyn, repitiendo sobre la ribera y más allá, sus llanuras granadas de cubos. En el Río
del Este había también muelles estriados y barcos fletados de rulas. La emoción de partida pudo
acentuarse en el alma de Joan, pues ganaba ese río y todo su trajín con ojos ávidos. De seguro,
ella era parte importante de la singular jornada humana que parecía iniciarse en ese grupo
reunido casi al acaso.

Dalton, que la había estado ojeando desde el momento en que se rehuyeron, se encaró
súbitamente a la muchacha morena y la miró como si recién la hubiera descubierto o acabara de
llegar a su lado y le sorprendiera mucho el encuentro. Sus ojos se extasiaron en la frente de dulce
curva, en las pupilas de secreto mensaje, en la nariz infantil y la boca madura y luego
descendieron por los senos tensos hasta los pies, desnudando el cuerpo flexible con una feliz
ansiedad. El torso de Joan y su melena de fácil ondular, tenían por fondo Nueva York, pero
Dalton la miraba como si estuviera en. una región remota. Joan sonreía levemente, tal si
contuviera un júbilo todavía incierto y hasta su cuerpo, a un tiempo receptivo y donador, parecía
aguardar. Dalton dijo a media voz:

—Es extraño.

—¿Qué? —preguntó Joan.

—¿Qué es lo extrañó? —terció Lina con un tono en el que había una curiosidad voraz.

—Oh, nada... nada —repuso Dalton, mientras en su cuello la aorta palpitaba con violencia
enrojeciéndole la faz y no sabía qué hacer con las manos. Metió una en el bolsillo de la chaqueta
gris, luego la otra, las sacó, tomó el brazo de Lina y evidentemente callaba algo que los demás
podían acaso imaginar pero deseaban que dijera, guardando un silencio por el que cruzaba el
rumor pertinaz de Nueva York.

Había inclinado la cara y tenía los ojos fijos en los pies dé Joan, posados en el concreto pardo
como dos aves quietas. Causaba una peculiar impresión, en la que había un dejo de comicidad,
verlo turbado, pero tal situación duró apenas.

—Nada —repitió, alzando la cara y rechazando en definitiva franquearse, pero riendo en


cambio con una risa franca, que invitó a los demás a reír también, lo que en cierto sentido
quitaba al incidente, si no importancia, cualquier vestigio de sentimentalismo que hubiera podido
tener. Diciendo a Lina que el color plácido de su traje violeta le recordaba las flores de un
hermoso árbol que vio en el Brasil. Dalton terminó por recuperar la serenidad e inclusive, su aire
de espontánea superioridad. Era evidente que sus palabras tuvieron por objeto cubrir sus
verdaderas emociones y darle tiempo para salir de un estado de ánimo que se negaba a explicar.
Pero en el mismo recuerdo de la visión remota entraba en juego alguna asociación de ideas,
según creía advertir Azor.

Por otra parte, cuanto siguió diciendo a Lina sobre las particularidades del árbol y su aroma
denso, era lo suficientemente impersonal como para no alejar a Joan, aunque los resultados
fueron diferentes.

Lina acogió sus palabras con notorio agrado, tomándolas por la terminación de un incidente
que había herido su vanidad, en tanto que Joan se puso pensativa y luego, volviéndose a Azor, le
dijo en voz muy baja:

—Creo que sólo le recordé algo.

—¿Sólo? —preciso Azor.

—Sí, sólo eso —afirmó Joan.

Hay en la voz baja un toque de cálida intimidad. Es el tono de la confesión amorosa, la


plegaria, la ternura, lo secreto. Joan, al musitar sus palabras, había puesto en ellas algo de
entrega.

A las caras de todos asomó una lenta serenidad mientras en la urbe atardecía. El sol estaba
descendiendo y los rascacielos comenzaban a tender largos edificios de sombra. En las calles y
avenidas, como en el fondo de profundos cañones, la oscuridad empezaba a apretarse, las luces
del tráfico brillaban como gemas rojas y verdes y los autos perforaban la noche naciente con sus
taladros de luz. En las alturas de los edificios,

estaba aún muy claro el día. El atardecer visto desde los rascacielos, comienza en las
profundidades antes que en el horizonte.

El diálogo en voz baja había aproximado de nuevo a Joan y Azor. Éste pensaba que la tarde
había pasado en un ritmo de entrega y negación, no por sutil menos preciso. En el espíritu de los
cuatro había agilidad y aventura. Seguramente, el secreto estaba en su sangre.

Un súbito golpe de viento, ese viento anchuroso al que a ratos se lo sentía pasar en
turbonadas impetuosas, agitó la negra melena de Joan y Dalton hizo el ademán de quererla palpar
o alisar con la mano. Las hebras se extendieron frente a los ojos de Azor como una malla fina y
un perfume cargado del propio olor de la muchacha se desprendió de su cuerpo y llegó a ellos,
como un don de los pechos escondidos. Dalton se le quedó mirando de nuevo, ahora calma y
deliberadamente, y le preguntó:

—¿Usted cree en la suerte?

—Depende —repuso Joan. Y luego agregó, como si hubiera hecho un rápido análisis interior
y se rectificara—: Creo que sí... eso es: sí...
Lina dejó de interesarse en Dalton y colgóse al brazo de Azor, pero éste apenas se percató de
ello. Era verdad que la quería pese a sus discrepancias y que casi se había acostumbrado al ritmo
firme de su carne y al huidizo de su alma, pero Joan lo atraía como una promesa, por mucho que
estuviera situada en un confín incierto. Ella no se había decidido, en todo caso.

—Es decir —siguió diciendo Dalton— que yo creo en una suerte especial... no en esa a la
que llamamos suerte todos los días... A mí mi ocurrió algo, ¿cómo lo diré?... algo casi mágico...

Dalton callóse. A los creyentes que todavía no han soltado prenda siempre les asalta el temor
de parecer ingenuos a los descreídos.

—Yo se lo contaré a usted alguna vez —dijo por fin Dalton dirigiéndose a Joan y ella turbóse
como si la comprometiera en cierto modo.

—¿Y por qué no a nosotros? —interrogó Lina, para agregar con un: ironía leve—: Usted se
está haciendo el misterioso...

—No es eso —replicó Dalton— la suerte siempre está envuelta er misterio, en todo eso que
llamamos destino.

Callóse de nuevo en tanto que Azor acechaba una buena historia como un halcón su presa.
Estaba seguro de que tal historia tenía que ver en algún sentido con Joan, así hubiera comenzado
antes y que la aventura humana, una seguramente muy particular en este caso, estaba marchando
con pasos silenciosos por ocultos caminos.

—Dalton, usted me escribió, hace tiempo, que le había ocurrido algo extraordinario —dijo
Azor.

—Sí —admitió Dalton— en ese tiempo me hallaba lejos de sospechar todo lo que había de
sucederme... Habló mirando a Joan como si estuviera refiriéndose a ella y la muchacha,
sorprendida, arqueó las cejas adoptando una actitud inquisitiva. Había en las palabras de Dalton
más de lo que ella podía admitir, Azor insistió:

—Un hecho extraordinario tiene siempre muchas derivaciones... ¿Usted había visto a Joan
antes?

En ese momento, el sol caía ya entre nubes brumosas dorando las cimas de los rascacielos. A
la luz del ocaso, la cara morena de Joan había tomado un cálido color de cobre bruñido.

—No... no exactamente —respondió Dalton evitando dar explicaciones, y añadió como si


quisiera esquivar el asunto, sin lograrlo del todo.

—Aquello me ocurrió en Belem do Para.

Lina estaba por perder la paciencia y miraba a uno y otro tratando de explicarse una situación
en la que se estaba quedando fuera. Dalton guardaba el secreto, Joan parecía tener conexiones
con el mismo y Azor, a juzgar por lo que había dicho, se hallaba en posesión de algunos
antecedentes. Lina mostraba esa inquietud que asalta a las mujeres que están a punto de perder
un secreto.

—¿Y por qué no cuenta qué fue? —interrogó retadoramente a Dalton— ¿es un secreto de
guerra?

—Peor que eso —afirmó Dalton sonriendo—, es un secreto mío. La ocurrencia les hizo reír
pero, colocando a Dalton por encima de cualquier barata solemnidad, dio a su irrevelada
aventura un carácter de seriedad cuyos efectos pudo percibir él mismo. Todo ser es portador de
un mensaje, grande o pequeño, ignorado o consciente. El de Dalton parecía ser particularmente
suyo y querido. Sin abandonar del todo sus reservas, dijo:

—Les podría contar algo del asunto... aunque... quizá no les parezca importante... Tengo
experiencia al respecto.

—¿Por qué no? —apuntó Azor alentándolo—. Todas las cosas tienen importancia.

Por lo que representan para la vida en conjunto, una hebra del cabello de Joan es tan
importante como el Empire Building.

—Sin duda —comentó Dalton— pero lo que a mí me pasó...

El sol caía decididamente a lo lejos y la ciudad perdía extensas masas cercenadas por la
sombra. Las alturas de los rascacielos formaban murallones dorados y luces próximas y lejanas
brotaban de la tierra como brotan estrellas de los cielos. Enormes volúmenes se perdían en la
oscuridad, en tanto que otros surgían de ella misma como grandes carbunclos. La noche
neoyorquina llegaba entre vastos trazos de luz y la sombra huía y velaba, en una ronda terca. En
el Empire, seguía brillando el sol. A la distancia, la aguja rutilante del Chrysler Building se
aguzaba como una antena ávida de la voz de la inmensidad. Nuevos rostros había en la terraza.
Quizá eran los mismos, quizá otros, pero parecían distintos en virtud del atardecer. El hombre
que subía desde las profundidades del Manhattan a encontrarse con el ocaso, recibía el mensaje
de la naturaleza, que debido a la hora no estaba exento de una plácida melancolía, aunque la
ciudad impusiera su presencia al mismo sol muriente y sus colores últimos. Los hindúes

estaban por allí, mirando al oriente con ojos fijos. Dalton parecía evocar recuerdos lejanos:

—Ah, yo era sargento en una base aérea de Belem do Para... Y era una tarde como ésta, de
grandes nubarrones de color, aunque el sol no caía sobre rascacielos sino en los altos árboles del
trópico. Los insectos comenzaban a cantar y alumbrar. Hay grandes luciérnagas... Esa es una
tierra nueva y hermosa. En las tardes, me era muy fácil soñar... ¿Qué soñaba yo?, no lo sabía
exactamente, pero me parecía que algo imprevisto debía ocurrirme y sería favorable. El campo
de aterrizaje estaba recién, hecho y en los bordes había tierra removida. Frente a los bosques
gigantescos, a uno le daban ganas de pensar que los aviones eran pájaros salidos de la selva. Así
es ese mundo...
Joan y sus amigos estaban pendientes de las palabras de Dalton. Azor notó que la mente de
su amigo había recibido un fuerte estímulo. Dalton se llevó la mano derecha a uno de los
bolsillos del chaleco y siguió hablando con el tono de voz que anuncia.

—Aquella tarde yo estaba en mi hamaca y la caída del sol comenzó a teñir las nubes. Una luz
de colores sólidos se cernía entre los árboles. Un ave cantó a lo lejos y los insectos punzaban el
aire con leves sonidos. Yo me eché a caminar y de pronto, en la tierra removida del borde del
campo, vi una piedra que me llamó la atención. No había mucha claridad y sin embargo la vi.
Envuelta en tierra húmeda, se la podía tomar por un guijarro vulgar, pero no lo era. Fui a mi
barraca y la lavé. Entonces aprecié realmente que era una piedra muy extraña...

Dalton la extrajo del bolsillo y la mostró a sus amigos. Joan dejó caer el folleto y la tomó
para verla mejor, acercándosela a los ojos, de cara al sol.

—Es un amuleto —precisó Dalton.

Joan adquirió una expresión entre sonriente y asombrada. Lina apeló a sus reservas de
civilización para no demostrar mucho interés y Azor miraba la piedra con ojos escrutadores. Un
amuleto puede o no tener significación para las gentes, en un sentido personal, pero aun el más
incrédulo admite que lleva una carga de misterio. En este caso, su cualidad mágica estaba
reforzada por la actitud de Dalton, por cuanto había dicho y hecho, y era muy singular que a esa
pequeña piedra estuvieran ligados sucesos que relacionaba con la suerte y el destino. El grupo
estaba poseído de una curiosidad atenta y las palabras “interesante”, “extraño”, “original”,
aparecieron repetidamente, combinadas en frases breves. Dalton mostraba un aire de singular
complacencia ante la reacción de sus amigos. Si bien analizaban la piedra con cuidado,
demostraban un interés real y podía atribuírsele todo ello, una vez más, a los poderes ocultos que
el amuleto llevaba en sí.

—Es un muirakitan —dijo Azor.

—¿Qué? —exclamó Lina, como si la extraña palabra la asombrara.

—Un muirakitan—repitió Azor.

El raro nombre aumentó el interés. En el fondo de las palabras reside una dosis de magia que
el hombre ha desvalorizado a fuerza de derrocharlas. Algunas religiones antiguas tienen palabras
cuya pronunciación adecuada, a la cual se llega por el

perfeccionamiento individual, da gracia y poderes sobrenaturales. Otras religiones siguen


utilizando un idioma especial que no entiende el común de los fieles. En los comienzos del
lenguaje, el hecho de poder dar nombre a las cosas, de poseerlas por medio de la voz, debió tener
para el hombre un encanto maravilloso y en alguna forma oculto. El mundo comenzó a ser
dominado en virtud de la palabra. El vacilante ser humano pudo orientarse por la voz. Y es
revelador que en las viejas historias existan palabras mágicas que abren puertas, destruyen
obstáculos, rinden voluntades y cuyo secreto no se explica jamás. El prestigio ancestral de la
palabra revive ante las voces extrañas, como si su particular sonido abriera puertas cerradas en el
alma.

—Parece una palabra muy remota —comentó Lina.

—Lo es —acotó Azor, añadiendo—: muy lejana en el tiempo...

Los dedos de Joan hacían girar el amuleto llamado muirakitan, piedra tallada del color verde
azulado que tienen los bosques extensos. El tallador había trabajado la roca de dos pulgadas
dándole la forma estilizada de un sapo. En la cabeza oval, los ojuelos saltones tenían orificios
que simulaban las pupilas. La espalda se curvaba con nitidez y las piernas contraídas se
distinguían apenas, estando solamente sugeridas. Por su diseño y factura, era graciosa la figura
cuidadosamente pulimentada, pero Joan parecía atraída por algo más que las líneas y se la
entregó de mala gana a Lina cuando hizo el gesto de pedírsela. Ésta la tomó en forma que la
piedra verdiazul quedó engastada en sus uñas rojas. Los ojuelos mirones estaban fijos en los
suyos. A pesar de las raspaduras que eran las trazas del tiempo, de los siglos sin duda, la
suavidad del muirakitan hizo que le pasara los dedos con una deleitación táctil.

—Nunca me han gustado los sapos, pero éste tiene cierto encanto —comentó entregando el
talismán a Clemente.

El escritor lo mantuvo en la palma de la mano, examinándolo con actitud de conocedor, y


luego lo miró contra el sol de la tarde, comprobando que estaba horadado a la altura del cuello,
cosa en la que apenas habían reparado antes.

—Por allí pasaban el hilo con que lo suspendían sobre el pecho —explicó—. Y no es al acaso
que este amuleto representa un sapo...

—¿Por qué? ¿Sabe de amuletos tanto como de cóndores? —preguntó Joan recordando su
conversación de la noche anterior.

—Conozco —dijo Azor—. En los pueblos de la selva amazónica, el sapo es el llamador de la


lluvia, o sea del agua que es la vida...

Dalton adquirió el aire de quien escucha revelaciones que están, por algún motivo,
relacionadas con algo que le interesa gratamente. Su cara reflejaba una alegre avidez. La
severidad del entrecejo fruncido era templada por una vaga sonrisa que distendía sus labios y
brillaba en sus ojos.

—Desde los más remotos tiempos —prosiguió Azor— esta piedra... jade o jadeíta... ha sido
simbólica o mágica.

El sol declinante daba un color de oro pálido a la terraza. La muerte del día, eterna o
transitoria según lo quiera la razón, está acompañada de una sensación de misterio. Las palabras
de Azor la acentuaban en cierto modo.
—Ahora recuerdo una fórmula cabalística para el uso del jade —dijo—. Me la ha hecho
recordar el atardecer.

En un movimiento imprevisto, poniendo la piedra en riesgo, la arrojó hacia lo alto y mientras


descendía, la atrapó al vuelo con la mano. Iba a repetir el lance, pero la mano de Dalton cayó
sobre la suya, como una zarpa, y prácticamente le arrebató el amuleto.

—¡Podría soltarla! —exclamó—. ¿Se figura usted?

Hablaba como si la piedra hubiera podido caer sobre el muro y rebotar de allí para perderse
en el vacío y hacerse añicos en las salientes del edificio o las profundidades de Manhattan.
Dándose cuenta de su exagerada alarma que había causado que las muchachas lo miraran con
extrañeza acompañada de ahogadas risas, Dalton devolvió el amuleto al escritor, diciéndole:

—¿Esa era la fórmula? A veces le gusta hacer bromas, Azor.

—No, nada de eso —contestó riendo el aludido—. Quería ver hasta qué punto cree usted en
su piedra...

—Yo creo en Dios —afirmó Dalton— pero... si perdiera este amuleto, me faltaría algo... No
se ría.

—Me hizo gracia su alarma —explicó Azor dejando de reír, y añadió—: Yo respeto su
creencia...

—¿Pero cuál era la fórmula, Clemente? —preguntó Lina, interesada por el giro que habían
tomado las cosas.

Después de un breve silencio, Azor habló con un tono en el cual no había nada de broma.

—La fórmula es de Egipto —dijo—. Allí, trabajaban la piedra dándole la forma exacta de un
rectángulo, marcándola con los números 1811 y montándola en oro puro... Así comenzaba el
rito: con números mágicos y oro... Luego, en una hora como ésta, a la puesta del sol,
seguramente ante ese sol sangrante que cae sobre los desiertos, se le echaba el aliento tres veces
y otro tanto se hacía al amanecer, repitiendo quinientas veces en cada caso la palabra Thoth, dios
egipcio proveniente de dos divinidades lunares. La piedra era finalmente ligada con un hilo rojo,
el hilo de la vida... El dueño del talismán tenía asegurado el éxito, pues nadie podía negarse a
cualquier favor o servicio que demandara.

—¿Y era cierto eso? —preguntó Joan, rompiendo un silencio de labios plegados y ojos fijos.

—Es lo que creían los egipcios —contestó Azor sin dar mayores explicaciones, entregándole
el muirakitan que Joan quería tomar de nuevo.

—Cosas como las que ha dicho quería escuchar —comentó Dalton. En la cara de Lina había
una sutil melancolía y buscó a Azor con sus grandes ojos pardos, que tenían algo de la
abrillantada oscuridad de la penumbra. A la alta terraza llegaba ya la noche y el salón de té que
se extendía tras la estructura de vidrio, comenzó a proyectar hacia afuera un claro resplandor. En
el cielo se desleían tintes rojos y azules estriados de oro. La terraza se había ido quedando sin
gente, aunque ellos no lo notaron, interesados como estaban en las palabras que decían y en lo
que cada cual portaba en sí como un mensaje que aun podía ser tomado por la razón que los
hacía estar juntos y en espera. Soplaba un viento fuerte resonando en los muros. Lina echó una
ojeada a su reloj, aunque no viese claramente la esfera, haciendo el gesto de irse.

—No se vayan —dijo Joan.

—¡El tiempo ha volado! —exclamó Lina a guisa de explicación.

—Espero que no se vayan —reclamó Dalton—. Usted, Azor, tiene que contarme todo lo que
conozca de esta piedra.

Sus palabras, no obstante ser dichas como al desgaire, revelaban un deseo casi fervoroso.
Dalton añadió:

—Podríamos tomar un trago ¿ah?

—Es la mejor manera de conversar —bromeó Azor.

Como si fueran empujados por el gesto que hizo con los brazos el hombre que conocía el
misterio del jade, subieron por las gradas que ya hemos visto, entrando al salón de té. Se hallaba
separado de la terraza por paredes de vidrio. El cielorraso, en el cual se ahondaban lámparas
convexas guarnecidas por aros de bronce, estaba sostenido por columnas hexagonales. Las mesas
y las sillas refulgían en sus partes niqueladas y el mostrador, situado al fondo, estaba cruzado de
cintas metálicas. Todo era brillante y aséptico, inclusive la muchacha rubia que se acercó a
servirles. Azor y sus amigos sentáronse ante la primera mesa que hallaron vacía. Desde allí podía
verse el barrio industrial. El cielo tornábase oscuro mientras la tierra levantaba grandes hachones
de luz. Resplandecían columnas y poliedros ganando incesantemente la sombra.

Naturalmente, en el salón de té se servía también whisky. Azor y sus amigos lo pidieron


escocés con soda. Joan dejó el amuleto sobre la mesa y al mirarlo, dilatado a través del vaso de
whisky opalino que burbujeaba con grata frescura, Dalton dijo:

—Parece un retazo de la selva.

La servidora se demoró en llenar los otros vasos adrede, poniendo los ojos más en el pequeño
sapo que en su quehacer. Hubiera querido estarse allí para contemplarlo detenidamente y
enterarse de las particularidades que tuviera, según se dedujo de la forma tenaz en que, al
marcharse, lo miró de reojo. En la figurilla estallaba la luz proyectada por una de las lámparas,
haciéndole despedir esmeraldinos reflejos.

Agitaron sus vasos con las varillas densamente azules que la servidora dejó, produciendo esa
tenue música que, al mezclar las notas claras del cristal y las opacas del hielo, es el preludio de la
bebida.
—Salud.

—Salud.

Azor y Dalton bebieron con discreta decisión, como en los tiempos en que el segundo
ponderaba a Dickens, y las muchachas bebieron con discreta mesura. La pareja hindú estaba en
una mesa contigua, sorbiendo jugos con cañas de avena. El hombre del turbante, al advertir el
muirakitan, sonrió a Joan tal si le perdonara su intromisión de la tarde y quedóse en una actitud
de acecho. La mujer del lunar rojo dijo unas cuantas palabras de su idioma extraño. El salón de té
daba a un pasadizo al cual llegaba el ascensor que subía hasta la torre del edificio más alto del
mundo. El oído fino de Azor percibía un murmullo de bronce y electricidad, pensando al mismo
tiempo cómo, en media civilización mecánica, un pequeño talismán primitivo adquiría inusitada
importancia. En torno a la figurilla de piedra se había abierto un silencio lleno de expectación.
Azor estaba hasta cierto punto obligado por tal silencio. Bebió unos tragos más y dijo:

—Ciertamente, esto viene de lejos...

La servidora rubia, cuyos ojos verdes tenían el color del amuleto, llegó a ver si querían más
whisky aunque era demasiado pronto para que pensara así, y luego preguntó algo a los hindúes.
Azor hizo una pausa para mirar a Joan. La pierna suave de Lina rozó la suya y luego se alejó.
Estaba muy hermosa Joan. La noche tenía un cálido emblema en su melena y la luz, plasmando
su rostro con violentos contrastes de claridad y sombra, acentuaba la nitidez de sus facciones.
Brillaban sus ojos profundos y en su boca había una sonrisa inocentemente voluptuosa. Azor
volvióse luego hacia Lina y vio que las aletas de su nariz vibraban. Ella tomó un trago de whisky
y echó al amuleto y a Dalton una mirada con la cual, más bien, quería rehuirlos. Dalton mantenía
la cabeza erguida, seguro, envuelto en el prestigio de la suerte. Azor, con la cabeza de cabello
hirsuto inclinada sobre la mesa, ordenó sus recuerdos advirtiendo que el ágil juego de emociones
iba y venía como un oleaje. El muirakitan presidía el grupo con la impasibilidad propia de las
fuerzas elementales.

—Pues sí —dijo Azor—. Plinio afirma que en todo el Oriente se usaba el jade en los
amuletos. Los chinos lo han tallado con veneración.

—En el Museo Metropolitano he visto joyas y amuletos pulidos con refinamiento asiático —
advirtió Lina.

—Sí, allí los hay —siguió diciendo Azor— y Confucio consideró al jade un símbolo de
virtud.

—¡Eso es serio! —estalló Joan, haciéndolos reír. Y Azor:

—Desde luego, la virtud tiene implicaciones milagrosas en la mente china... En los tiempos
bíblicos el jade era piedra divina y se la usaba en la circuncisión... En Europa los amuletos de
jade aparecieron en la edad lacustre. El hombre que se protegía por medio del agua, encontraba
ya en el jade su más seguro protector.
—¿Hasta dónde nos va a llevar siguiendo el jade? —preguntó Joan, por halagar al narrador.

—Hasta donde sea —interrumpió Dalton con entusiasmo—. Es indudable que hay una íntima
relación, más secreta de lo que podemos imaginar, entre el hombre y las cosas.

—¿Qué? —exclamó Lina con una retadora sospecha.

—Eso, eso mismo —siguió diciendo Dalton—. Creemos que estamos en relación con la
gente, con los seres animados en general. En parte es cierto. Pero dependemos también de las
cosas... Ese rubí que lleva en el anillo, por ejemplo. Es parte de su vida, Lina. Si no lo poseyera,
usted dejaría de ser lo que es en alguna forma... Sin contar con lo inexplicable...

Lina dijo:

—Un rubí es ciertamente hermoso.

Tratando de entender lo que habían dejado de decir, mantuvieron ese bello recogimiento que
suele nutrirse de sugerencias. Joan tomó el amuleto casi maquinalmente y lo volvió a dejar donde
estaba.

—Los maoríes de Nueva Zelandia —prosiguió Azor, interesado en las reacciones que
provocaban sus palabras— atribuyen gran poder a las piedras de jade. Para los turcos eran
símbolos de fuerza y las usaban en las empuñaduras de sus espadas. Un maorí provisto de una
piedra de jade, puede cruzar entre el fuego, si quiere.

—Sí, cierto —interrumpió de nuevo Dalton, llevándose el vaso a la boca como para
incrementar su entusiasmo.

—¿Por qué dice eso, Ray? —le preguntó Joan añadiendo—: Creo que usted no estuvo nunca
en Nueva Zelandia. ¿Cruzó entre el fuego?

—Algo parecido —respondió Dalton— el jade es una piedra de secreta eficacia...

Usted cree lo mismo, Azor... No está hablando sólo por ilustrarnos.

Azor bebió disolviendo en los bordes del vaso una vaga sonrisa. Dalton ya había terminado
con su whisky y pidió más. La servidora rubia estaba a la mano. Joan y Lina se miraron con una
renacida rivalidad. El hindú seguía observando al grupo, lo acechaba como hemos dicho, aunque
al hacerlo empleara una cautela asiática. Lina dijo:

—¿Pero usted cree, Ray —acentuó el diminutivo Ray compitiendo con Joan—, que este
amuleto tiene poder realmente?...

Tales palabras se le antojaron extraordinariamente insólitas a Dalton, por mucho que de una
mujer que quiere hacerse presente a un hombre, diciendo cualquier cosa, no sea dable esperar
mucha lógica.
—Ya oyó usted lo que dijo Azor —repuso con severidad, invocando las palabras de su amigo
a guisa de testimonio definitivo. Y señalando con el índice la figurilla, impasible, poniéndola una
vez más en consideración, añadió—: esta piedra... este amuleto mismo... verán ustedes...

Encendió un cigarrillo y tras una bocanada de humo, que onduló en el aire lentamente,
comenzó a hablar. Su faz curtida tenía una expresión de revivido asombro y sus ojos claros
parecían mirar imágenes lejanas. Azor se puso a fumar también y las muchachas adquirieron una
actitud en la cual se confundía su interés en las revelaciones con otro estrictamente personal en
Dalton.

—Cuando encontré este amuleto —decía el veterano con un tono convencido y un tanto
confidencial— salí de la nada... Los moradores de las cercanías, iban a verme y a ver la piedra.
Yo era el hombre de la suerte. Entre nosotros, los de la base aérea, unos lo tomaban en serio y
otros en broma. Lo tomaban en serio quienes tenían patas de conejo o herraduras... Pero los
nativos estaban excitados. Contaban toda clase de historias acerca de la piedra, que ellos llaman
piedras de las amazonas...

—Muirakitan es el nombre antiguo —exclamó Azor.

—Bien —prosiguió Dalton— una de las más recientes historias decía que en la isla de
Marajó, isla boscosa y grande en medio río, un hombre encontró una amazona que le dio un
amuleto... Parecido a éste, desde luego. El afortunado se fue a Río de Janeiro y tuvo cuanto
quiso. Era dueño de la suerte. Se le ocurría una cosa y, como esto... (Dalton hizo chasquear los
dedos pulgar y medio) la conseguía... Nadie hubiera deseado nada mejor que tener también un
amuleto, pero son contados. Era, entonces, algo muy personal que a mí me hubiera tocado uno.
¿Por qué? Es lo que me pregunto hasta ahora y la única respuesta que me he podido dar... dejaré
que ustedes juzguen. Les advierto que yo comencé a tomar el asunto con calma. Era original,
ciertamente, pero no le di ninguna significación especia!. ¡Pasan tantas cosas! Cierto día, uno de
los nativos me dijo: “Tenga usted cuidado: le pueden robar su piedra.” No había pensado en eso
y Sa advertencia me extrañó. Luego noté que era realmente acechado y hubo alguien que quiso
asaltarme. En las gentes que al principio me admiraban como al hombre de la suerte, se había
producido un cambio. Querían también tener suerte; quitarme la mía.

Dalton echó un vistazo en torno, como si todavía temiera que el amuleto le pudiera ser
robado y tropezó con los ojos fijos del hindú, quien esquivó la mirada sin ninguna turbación, en
tanto que la mujer del lunar rojo le decía, con acento cauteloso, unas cuantas palabras a las que
no respondió.

—Otro día —prosiguió Dalton observando al hindú— llegó al campamento un hombre


llamado Moraes, vino sin duda, a proponerme compra del amuleto. No se lo vendí a pesar de
que, por haberle contado yo un hecho singular, mejoró su primera oferta y quiso darme una
cantidad considerable. Era tarde para él... En sus últimas palabras había un dejo de compasión...

—Quiere usted decir con eso —apuntó Azor—, que usted ya no podía desprenderse del
muirakitan.
—Ciertamente —admitió Dalton— y fue a causa del pretendido asalto de que les hablé. Cosa
notable.

Dejó de observar al hindú, que hacía con toda naturalidad su papel de perfecta indiferencia, y
aun a sus inmediatos oyentes. Era de nuevo como si estuviera en su pasado lleno de azares y
revelaciones.

—Me acechaban, querían robarme el amuleto. Estaba yo bañándome en el río, cierta vez, en
ese gran río que es un mar en marcha, y noté que en la orilla, un hombre registraba los bolsillos
de mi uniforme. Di un grito de amenaza y nadé hacia la ribera, mientras el ladrón desaparecía
entre los árboles. Encontré mi amuleto en el bolsillo que lo guardaba. El tipo no había logrado
dar con él. Las huellas del hombre estaban marcadas en la arena, pero luego se perdían en el
lecho de hojas caídas del bosque. Los inmensos troncos habían escondido también su figura. Me
di a pensar en asegurar el amuleto y comprendí que en mis bolsillos no estaba seguro. Tampoco
quería tenerlo lejos de mí. Entonces, suponiendo que así lo hicieron sus primeros dueños, mucho,
mucho tiempo atrás, le pasé un hilo y lo llevaba colgado del cuello. Lo sentí al principio frío
sobre mi pecho, bajo las ropas, pero luego se entibió y advertía su presencia sólo al hacer
movimientos bruscos. Yo reía entre mí, pensando que dejaba burlados a los ladronzuelos.
Hubieran tenido que matarme si lo querían poseer. Curiosamente, eso fue lo que se intentó. Era
un hombre de mirada torva y barba renegrida, siempre a medio afeitar, que usaba un sombrero de
paja amarillenta y camiseta rayada a lo ancho de varios ocres. Ignoraba su nombre, pero lo llegué
a conocer de tanto tropezármelo. Primero lo vi rondando la barraca y luego seguirme por las
calles de Belem, atisbarme disimuladamente en restoranes y bares. No le podía pedir
explicaciones. Todo parecía una simple coincidencia... En ese tiempo yo era sargento y le conté
lo que ocurría a mi inmediato superior, el subteniente Spark, pidiéndole que me dejara salir
armado. Se rió y me dijo que, para librarme de preocupaciones, regalara el amuleto a alguno de
los nativos. No le daba importancia. Así es la mente de los civilizados cuando, por primera vez,
juzga estas cosas. Pero yo no iba a ceder mi amuleto por eso. No tenía por qué renunciar a lo
mío. Y sucedió que una noche, tarde ya, volvía a pie al campamento. Me había demorado en la
ciudad conversando y bebiendo copas con algunos amigos. Eran de Belem y, como ocurría con
frecuencia, hablábamos del amuleto. Me contaban, por milésima vez, la historia del hombre de
Marajó y me hacían toda clase de buenos augurios. Entre trago y trago, yo estaba por creerles.
Cuando salí en busca del jeep que debía llevarme, ya había partido. Solíamos dejarlo en cierta
calle y nos poníamos de acuerdo para volver a determinada hora. Yo tenía cuarenta minutos de
retraso. Los muchachos se habían cansado de esperarme y se fueron. No soy mal pensado y
nunca creí que esos amigos de Belem me entretuvieran de propósito, aunque lo que un rato
después me pasó, podría justificar la sospecha. El caso es que me fui a pie a la base aérea, como
ya les dije. Saliendo de la ciudad, la luna creciente arrojaba a la sombra de los árboles sobre el
camino, en el cual lograba albear la huella de los carros. No había visto en todo el día al hombre
que me perseguía. Ni siquiera lo recordaba en esos momentos. Caminaba completamente
desprevenido y, por eso mismo, me llevé una gran sorpresa cuando, de pronto, lo vi surgir de
entre los árboles y plantarse en medio camino. Estaba como a diez pasos y aunque llevaba un
saco gris cubriéndole la típica camiseta a rayas, lo reconocí por la traza. Yo me detuve casi
instintivamente. Con el sombrero de paja inclinado sobre el rostro, tenía un aire de solapada
amenaza. Llevándose la mano derecha al cinturón, hizo refulgir la hoja de un puñal. En
momentos de peligro, uno suele pensar y tomar decisiones con una rapidez pasmosa, según pude
comprobarlo en esa ocasión y, más tarde, en el frente de combate europeo. Aquella noche, pensé
que si corría, el hombre podía alcanzarme y apuñalearme por la espalda, sin tener yo posibilidad
de defensa. Para peor, acaso era de los que tiran puñales desde lejos. Si avanzaba hacia él y no
me hería mortalmente al comienzo, yo podía luchar y tal vez desarmarlo y vencerlo. De modo
que avancé. No puedo precisar cuánto tiempo me detuve. Un minuto o menos, quién sabe
segundos. Que yo avanzara pareció desconcertarlo. ¡Sabe Dios qué reacción esperaba de mí!
Quiso .avanzar también y apenas dio un paso. Ya estaba muy cerca de él, cuando con rápido
movimiento guardó el puñal. Eso me desconcertó a mi turno. Yo me había preparado a luchar y
quise atacarlo a pesar de todo. —¡Uno es así cuando despierta el combatiente que lleva dentro!
— pero me contuve con algún esfuerzo. Mi mente conocía el peligro y lo evitaba. Haciéndome a
un lado, pues él estaba inmóvil como un poste, iba a pasar, cuando me dijo, tratando de darme
una explicación de su actitud, con una voz cavernosa apagada por la renuncia: “¿Tiene un
cigarrillo?” Le di el cigarrillo y como lo tomó con la derecha, la mano del puñal, le di fuego. A la
luz del encendedor, vi sus ojos, No pudo herirme y en el turbio brillo de sus ojos había temor y
rencor, un respeto y un odio penoso. ¡Nunca olvidaré esos ojos torturados! Seguí andando, sin
mucha prisa, como quien continúa su camino. La silueta negra del hombre, inmóvil allá bajo la
sombra de los árboles, se fue haciendo menos visible a medida que me alejaba. Al volver la cara,
distinguía de cuando en vez, la luz roja del cigarrillo. Al fin perdí de vista hasta la pequeña brasa.
Mientras no dejé de ver algo de aquel desesperado, me pareció que constituía un peligro, una
amenaza de puñal listo. Solo ya, me envolvió el inmenso silencio de la noche, quebrado
levemente por el chirriar de los insectos y el rumor de mis pisadas en los guijarros. La luna se
había levantado sobre los árboles y brillaban grandes estrellas. Habría podido escuchar sus pasos,
verlo fácilmente, pero yo caminaba solo. Y caminaba pensando en el extraño caso, analizándolo
mejor conforme iba recuperándome de la impresión. Yo no había recordado el amuleto en el
momento de peligro, pero mi perseguidor sí. Me daba cuenta de eso claramente. Entonces
comprendí el valor de lo que poseía y por qué los nativos me consideraban un hombre de suerte.
Fue en esos días que le escribí a usted, Azor, que me había sucedido algo extraordinario...

Dalton hizo una pausa. Podría decirse que volvía al salón de té del Empire Building. Bebió
lentamente mientras Lina decía rozando con el índice las suaves curvas de la figurilla de piedra:

—¡Jamás me habría imaginado de tales cosas!

Joan comentó:

—Entonces es que...

Interrumpióse como si hubiera estado en riesgo de manifestar algo impertinente y que al


mismo tiempo pudiera turbar a Azor, quien había sacado su libreta de notas y apuntaba algo.

—Usted puede escribir lo que guste, Azor —dijo en tono retador Dalton—. Quiéralo o no, su
bella historia tendría la pretensión de explicar las cosas... La vida es más misteriosa que las
novelas, pues si en éstas todo queda al fin explicado, en la vida hay cosas que nadie puede
explicar...
Azor terminó de tomar sus notas en una quebrada letra que de seguro sólo él entendía y como
si no hubiera escuchado las palabras de Dalton. De ordinario tenía un aire distraído y fue tomado
con naturalidad que, sin hacer la menor alusión a las apreciaciones de su amigo, le dijera:

—Permítame preguntarle algo. ¿Estuvo Moraes entre los que lo entretuvieron aquella noche?

—Estuvo —replicó Dalton— pero creo que no tuvo que ver con el lío. De los otros no podría
asegurar nada. Me di cuenta de ello porque, cuando Moraes fue a comprarme el amuleto, me
ofreció de primera intención cien contos. Me negué a vendérselo como ya les he dicho y él
insistió tanto que hube de referirle la forma en que el amuleto me salvó. Sé quedó pasmado,
como quien escucha una estupenda noticia y verifica al mismo tiempo su fe. Entonces me ofreció
doscientos contos. De hecho; era tarde para él. Quizá en ese tiempo yo no estaba completamente
convencido del poder de mi amuleto, digo completamente, pero comenzaba a admitirlo. Quise
esperar...

—¿Y? —demandó Joan, viendo que Dalton hacía otra pausa al advertir que la servidora
rubia, con sus idas y venidas, que ya habían sido varias, demostraba más afán de curiosear que de
servir.

—Lo que vino luego es una “y” muy larga —contestó entre serio y sonriente Dalton—. Para
hacerles la historia en orden... A usted especialmente, Joan. Pues... Yo debía ser castigado por
presentarme tarde al campamento. Cuando le conté lo ocurrido al subteniente Spark, se rió de
nuevo y me dijo; “O usted estaba borracho o ese amuleto y los cuentos de los nativos lo tienen
mal de la cabeza”. ¡Pobre subteniente Spark! Él mismo se había de convencer más tarde, como
ya les contaré. Me preguntó muy serio: “¿Usted vio realmente que el hombre sacó el puñal y
luego, así como así, desistió de atacarlo?” Le contesté que no estaba borracho y me di cuenta de
todo. Spark terminó: “Pase por hoy y se le suspende el castigo, pero no me venga con esas
historias en el futuro, ni ande en compañías dudosas. Usted debería escribir novelas.” De que vi
el puñal, yo estaba cierto y de que el hombre que quiso asaltarme perseguía mi amuleto también
lo estuve por lo que sucedió después. Pero sigo con mi historia en orden... Los muchachos de la
base aérea se rascaban la coronilla oyéndome y los que tenían sus modestos amuletos sin
pasado... bueno: dejaron de burlarse de que llevara el mío colgando del cuello. Ya no era un
salvaje o por lo menos era un salvaje completamente respetable. No se daban cuenta de que antes
habían reducido el asunto a la forma de cargar el amuleto. Aburrido de los comentarios, iba a
sentarme al pie de un árbol rojo que había no lejos del campo de aterrizaje, allí donde comenzaba
la selva que se libró de la tala. Ese árbol, grande y frondoso, de hojas anchas, daba una agradable
sombra. Pero no es de todos los días que uno se acoja a la sombra de un árbol tan singular y
terminó por hacerme una rara impresión. Era como si al entrar bajo su fronda, entrara en un
mundo desconocido. Es. lo que me ocurría en general. Imagínense lo que puede significar la
selva para un hombre de Nueva York. El árbol rojo adquiría una rotunda precisión, dentro del
intrincado océano de árboles, pero no lograba ver claro. Estaba envuelto también en la selva. Me
hacía pensar la rumorosa inmensidad vegetal que había en ella algo mágico. Mi amuleto, acaso, o
más seguramente quienes lo hicieron.
Esa mujer de la isla de Marajó parecía de leyenda, pero, ¿quién hacía los amuletos, qué daba
poder a la piedra tallada? Mis pensamientos lindaban con el sueño. Sé que ante ustedes debo
atenerme a los hechos, a los fenómenos visibles. No a lo que ocurría en mi alma. Este amuleto
vale, no por lo que yo imagine sino por lo que vale en sí. Lo he comprobado. El caso es que
habían llegado aviones nuevos. Eran de caza, pequeños, y los armamos rápido. Debíamos
probarlos. A los dos o tres días del asalto frustrado... ahora recuerdo que fue a los tres, porque a
los dos días un piloto que tenía una pobre pata de conejo se rompió el tobillo.

Los amigos del narrador rieron.

—¿Divertido, no? —comentó Dalton un tanto amoscado—. Ustedes deben analizar... Nada
más apropiado para ignorar la vida que la risa del escéptico.

No habían reído de escepticismo, ciertamente. Dalton tenía ese candor de los convencidos
que, a menudo, hace que se ría ante ellos como se ríe ante los niños. Lejos estaban de querer
burlarse ni deseaban interrumpir la singular jornada a través de hechos desacostumbrados, por no
decir ya enigmáticos, que naciendo en un pasado cuya antigüedad no estaba precisa, parecía
prolongarse hasta el presente de manera más imprecisa todavía.

—Aunque se crea lo contrario, no es fácil ser escéptico —afirmó Azor.

Dalton complacióse de tales palabras, que tomó a modo de satisfacción.

—Como les iba diciendo —continuó—, a los tres días del asalto, salimos Spark y yo a probar
uno de los aviones recién llegados... Despegamos bien, pero algo falló. Un avión nuevo es como
un caballo joven. Reluce y está lleno de fuerza, pero puede fallar. Así sucedió aquella vez y lo
peor de todo era que no nos dábamos cuenta. Volamos un momento sobre el río Amazonas luego
rumbeamos hacia el bosque. Volar sobre la selva es cosa de ver para sentir. Hay bajo las alas una
especie de tierra verde azulada hecha de copas de árboles, con llanuras, con colinas, con
quebradas y todo, menos gente. Esta tierra de árboles se arrebata por momentos levantando
montañas encrespadas, pero con más frecuencia se extiende por planicies y oteros de blanda
curva. Uno sabe que todo es vegetal, más la impresión fantástica se afirma y resulta en la
imaginación una tierra extraña y sola. Un verdadero río, un afluente del Amazonas, es allí una
sorpresa de color, prieto tajo del agua en la inmóvil extensión hecha de hojas. Se puede volar
miles de millas, pues el bosque amazónico es infinito, sin ver otra cosa. Las ciudades y aldeas
son los oasis del desierto vivo. Sentimos orgullo del oficio de aviador viendo tales cosas. Hay
mundos nuevos. Para mí, todo esto tenía un encanto en cierto modo personal. De hecho:
personal. Mi amuleto era un producto de la selva y, por el color, una síntesis del bosque.
¡Endiablada cosa! Las profundidades de la selva guardaban el secreto de su don y sólo tenía ante
mis ojos la superficie, como un enorme jade tallado. Yo iba al timón y tomé el rumbo de la isla
de Marajó... En ese momento se me ocurrió hablar por radio con la base, a fin de que supieran a
dónde íbamos. El aparato de radio no funcionaba... En un día claro, yendo en un buen avión,
¿qué importancia tenía hablar? Seguimos... El avión respondía con justeza al tablero de mando.
De un momento a otro, un avión apareció a nuestras espaldas, llovido del cielo, y esto no es
metáfora. Enfiló hacia nosotros como si quisiera embestirnos. “¡Están locos!”, dijo Spark. Pasó
cerca, curvando el vuelo con gallardía, y el compañero del piloto nos hizo señas. Moviendo
repetidamente el brazo, mostraba algo bajo el avión nuestro y el suyo. Nosotros miramos hacia
abajo, naturalmente, allí estaba la selva y a lo lejos, bordeándola como un mar de hierro, el río
Amazonas. El avión dio la vuelta y se fue con la misma rapidez que lo trajo. Era evidente que
pasaba algo, aunque nosotros no lo supiéramos. El tiempo era alentador, nada inquietante se veía
en el bosque ni en el río y el avión funcionaba con esa sensitiva precisión que los asemeja a un
ser viviente. Por las dudas, disminuimos la velocidad y luego, pensándolo mejor, decidimos
regresar. A la distancia, cubierta por una tenue niebla, alcancé a distinguir la isla de Marajó.
Sobre las lejanías amazónicas cae siempre un fino velo de neblina, como ése que cubre los
cuadros de Corot, según pude apreciar más tarde en París. Ahí estaba la isla, señera y vaga ante
mis ojos, y al verla así, la historia del amuleto adquiría un toque de leyenda y al mismo tiempo,
esto es lo extraño, de posibilidad. De regreso, pensamos que acaso nos pidieron que
exploráramos esa zona y nos pusimos a dar vueltas, volando bajo, lo más bajo que podíamos,
sobre el bosque. Las alturas de la selva estaban habitadas por pájaros de todas clases que volaban
asustados al paso del avión. Sobre el denso tapiz verde había un temblor de alas negras, blancas,
rojizas, grises... Las hojas lozanas brillaban al sol y hasta alcanzábamos a distinguir ramas y
tallos oscuros. Aquello era ya conocido por nosotros. Nada justificaba la especie de alarma con
que nos habían hecho señas. ¡El avión apareció otra vez! Nuevamente se vino derecho hacia
nosotros pero, al pasar, el compañero del piloto levantó una rueda. La puso en alto con los brazos
y luego señaló nuestro avión. Nosotros asomamos la cabeza y vimos de lo que se trataba
realmente.

Nos faltaba la rueda derecha, que de seguro fue mal ajustada y se zafó al despegar. El eje no
era más que un muñón. ¡Diablos! Lo primero que hicimos fue tomar altura, como si eso fuera
bastante. Bajar era el problema. Nuestros informantes se fueron con cierta lentitud, volviendo de
rato en rato la cabeza para ver qué hacíamos. Demasiado sabíamos todos que nadie podía hacer
nada por nosotros, salvo nosotros mismos. En nuestra pericia o en nuestra suerte para aterrizar
con una sola rueda, se hallaba la salvación. Spark y yo nos miramos sin decirnos nada. La idea
de la muerte nunca es clara hasta que se la confronta con un riesgo cierto. Entonces, adquiere una
brutal simplicidad. Yo la vi en los ojos de. Spark. A mí me vino por segunda vez, aunque ahora
de modo más preciso. Quién sabe por eso me vino a la cabeza la idea de mi amuleto, del que no
me acordé cuando el asalto. Y al pensar en mi amuleto se me ocurrió casi al mismo tiempo la
forma de aterrizar. Spark me gritó: “¡Vamos a la playa!” Lo que deseaba era que enterráramos el
avión en la arena de la playa, pero eso podía fallar. Yo sabía que la playa es a trechos arcillosa,
dura, y otras veces tiene palos varados a medio enterrar. Un choque allí, y estábamos hechos
pedazos. “No —le dije— voy al campo.” En momentos de riesgo tiene la razón el que se muestra
más seguro. Spark me dejó hacer. Aceleré y pronto estuvimos sobre el campo de aterrizaje.
¡Había que ver la expectación!

¡Toda la base aérea estaba con la cabeza para arriba! Pasé sobre el campo, volando bajo.
Magnífico campo, amplio y llano, en el que sin embargo podíamos morir. Casi podía ver en la
actitud de todos, que se preguntaban lo que pensaba hacer. Pasé de nuevo, haciendo señas de que
se retiraran del lado derecho. Me entendieron y quedó un amplio espacio en esos contornos,
libre. Entonces, lentamente, tomé tierra un tanto inclinado sobre la rueda izquierda y encaminé el
avión fuera del campo. El eje sin rueda, ese muñón inútil, se enterró en el montículo donde yo
había encontrado el amuleto y el avión se detuvo. Los mirones dieron gritos de júbilo. Uno
aplaudió como si hubiera estado viendo una película. Yo paré el motor y salimos con cierta
lentitud, pues nuestros nervios se habían quedado laxos. Uno de los jefes dijo: “¡Un gran
aterrizaje de emergencia!, ¿cómo se le ocurrió?” Yo no contesté nada y me limité a mirar el
montículo de tierra donde, algún tiempo atrás, había recogido esta pequeña piedra. Spark fue
quien me preguntó directamente más tarde: “¿Llevaba el amuleto consigo?” Le contesté que sí y
que al recordarlo tuve la idea de aterrizar como lo hice. “¡Es curioso!” comentó, pero, al parecer,
todavía no le daba importancia al asunto. Es posible que hasta ese entonces tuviera un concepto
diferente de la suerte o que fuera para él, como para la mayoría, una palabra convencional, en el
mejor de los casos una versión modesta y accidental del concepto del destino. ¿Qué es la suerte
para casi todos? Se dice: Buena suerte, mala suerte. Pero el misterio que hay en la suerte, no es
tomado en cuenta. Un amuleto da suerte, buena suerte, ¿por qué? He llegado a creer, que este
talismán trae en sí algo desde el fondo de quién sabe cuan remotos tiempos...
Mañana difunta
Tal vez llegarían mejores tiempos. Porque todo tiene su hora justa y nadie debe quedarse sin
su ración de bienandanza. Los momentos buenos llegan de pronto, llegan algún día. Nítido cielo
azul arriba. Esplendían los techos rojos y pardos de las casas. Un pájaro cruzó raudamente, con
su antigua sabiduría de avión edénico, volando hacia las zonas de la dicha. Por la ventana entraba
un aire diáfano. De la de una vecina, colgaban ropas de niño puestas a secar. Amarillas, verdes,
violetas, blancas. Un niño se llamaba Charlito. Había llorado la noche pasada pero ahora todo
estaba en silencio. Y la paz tenía esa tranquilidad germinal de las mujeres grávidas. Algo
anunciaba la propicia donación que, en un lugar impreciso, preparaba la vida. Esa antena de
radio, fina y gallarda, debía saber. Tenían un gesto atento sus oídos metálicos. Lo callado se
hacía en ellos voz. Porque el hombre conoce únicamente cierta parte de la vida de la materia.
Debe estar llena de energías y voces ocultas, latentes, que no se esquivan y sólo esperan que el
índice presione el botón exacto, que la mano acierte con el nítido pulso de sus venas y el oído
descubra el ritmo de su maravilloso corazón. Mientras tanto, ella sabe y da. Conjugando todas
sus fuerzas, las aprehensibles e inaprehensibles, en alguna latitud, quizá a la vuelta de la esquina,
estaría gestando su bello presente. Para el cuerpo y para el alma. Para el cuerpo y el alma de
Nicolás Rivera. Para él. Sin duda para él mismo, como para tantos. En verdad, siempre había
esperado vagamente eso y sin duda ahora iba a llegar. Lo sentía en el ambiente, en el hálito
luminoso y potente de los anchos espacios y en el fácil ritmo de su sangre. También en la hebilla
del cinturón y en los botones del chaleco y en el nudo de la corbata. (Se encontraba vistiéndose.)
Su buen humor obedecía seguramente a una razón. El corazón tiene, a veces, adivinaciones
inexplicables. Y además estuvo silbando alegremente. Silbando alegremente un aire viejo y
nuevo siempre y siempre renovado como el oxígeno del aire. No podía recordar si fue acaso el
Preludio VIII de Bach. La brisa llevaba un grato olor a jabón. Toda la vida se había levantado y
estaba limpia y apta. Iniciábase un magnífico día. Adelante, Nicolás Rivera. Salió.En la esquina,
el mismo diario le dijo que el mundo continuaba siendo el mismo. Por las calles trotaban los
mismos tranvías ahítos y desvencijados. En la oficina, el mismo libro de cuentas le mostró los
mismos números insospechablemente rígidos. ¿Qué fue de lo sorprendente, lo bueno y lo
hermoso? Nicolás Rivera vaciló. Sus ojos aún buscaron sobre la mesa. Después, con el gesto de
quien se rinde, cogió la pluma y se puso a alinear cifras mudas. Así murió una promisora
mañana.
Cuento quiromántico
Yo me dejaba ir a la deriva. (Paréntesis para los sabios: que haya luz artificial o natural no
hace al caso. ¿Os habéis sobresaltado como cuando, mientras dormís plácidamente, el vecino del
piso de arriba deja caer violentamente los zapatos? En realidad, no se trata sino de eso: de un
molesto ruido de zapatos.) Entonces quedamos en que me dejaba ir... Mis pensamientos habían
soltado las amarras. Estaba en uno de esos momentos en que es inútil tomar rumbo porque
perderlo a los pocos minutos es cosa cierta. No he de explicarles por qué llegué a tal situación.
Una situación así suele presentarse a raíz de grandes catástrofes o solamente porque olvidamos la
tarea de oficiar de punteros de reloj en la hora justa —¡hay tantas horas!— o cosas así...

Bueno: si se inquietan ustedes por mi falta de precisión, les diré: Yo estaba tratando de matar
el tiempo —de esta paradoja dicharachera se venga el muy taimado ya sabemos cómo— en un
acuario de peces de colores. Habíamos planeado con Lucy ir a un dancing, pero ella no acudió a
la esquina de la cita. ¡Esa Lucy! Siempre con sus senos parleros contando las “mil y una
noches”. Y en la espera fui como una barcaza que roe sus amarras y al fin se deja ir.

La ciudad me hacía el efecto de haberse despoblado. Los transeúntes con quienes tropezaba
me parecían seres caídos de otro planeta. Bien. Ir por una ciudad sin rumbo cierto y llegar a sitios
propicios, al cariz novelesco es cosa que sucede, si no en la vida, por lo menos en las historias a
las que se juzga dignas de contar. Me duelen los oídos de tener que incidir en un lugar común,
pero he de hacerlo. Ya se verá.

Llegué precisamente a un suburbio destartalado en el cual el ritmo de avance parecía haberse


detenido hacía muchos años. Todo estaba a medio hacer o semi destruido. No sé qué es peor. Las
casas se caían a pedazos o eran solamente meras intenciones de tales, en forma de paredes
inconclusas. Largas distancias de paredones agrietados las separaban y las callejas oscilaban
entre la recta y la curva con una vacilación ebria. Otra cosa que merece apuntarse es que las
paredes no tenían una neta voluntad vertical y es de imaginarse el disgusto del sol al fallarle su
plomada de las doce del día.

¿Decía? Sí: entré a un pequeño bar y tomé asiento ante una mesa que estaba, como todas,
lustrosa de mugre y tenía una apariencia neurótica. Frente a mí, un hombre bebía cerveza. El bar
estaba atendido por una mujer semi destruida, lo que no me llamó la atención, pues tendría más
de cincuenta años. No había más gente allí hasta que entró un niño. Estaba a medio hacer pero,
como es natural, el hecho se explica. Salió advirtiéndomelo con sus ojos juguetones. Cuando he
aquí que, al voltear, me encuentro con que el hombre aquel sí se encontraba raramente a medio
hacer. Tendría unos sesenta años. Es casi inimaginable que un hombre a tal edad se encuentre a
medio hacer, pero era evidentemente así. Por la indumentaria no podía colegirse nada, puesto
que no vestía en forma especial. Acaso por un pasador, formado de un cordel pequeño rematado
en botones que le ajustaba, pasando bajo la corbata, las puntas del cuello, podía deducirse que se
había estacionado en alguna esquina vital.

Pero sucede que el hombre me pregunta mi nombre y mi profesión y mi salud y, como yo le


contesto, se decide a entablar charla. Se echa a hablar seguidamente sobre el estado del tiempo.
Hasta aquí no hay nada extraño, pues toda la gente, en situaciones símiles, hace exactamente lo
mismo. No son las palabras.

Sus manos semejan garfios que buscan en el aire algo de qué apropiarse. Quizá está tratando
subconscientemente, de completarse y la intención se le resuelve en un gesto baldío de mano. El
hombre coge su vaso, con la mano en prestancia de zarpa, y bebe como si el líquido tuviera suma
importancia para su factura personal y atravesara, al mismo tiempo, inminente riesgo de
perderse. Le invito un sandwich y tengo la impresión de que no piensa estar ingiriendo carne y
pan. No sé cómo palpar sus aristas romas e inacabadas y llegar a su íntima palpitación inquieta.

—¿Tiene usted hambre? —le pregunto al fin.

—No, en lo absoluto, he estado un poco resfriado.

—¿Pero así es usted siempre?

—¿Así qué?

—Nada, una manera de ver.

—¡Ah!

Y el hombre se mueve, azorado en su silla. Busca en mí algo. Quiere penetrarme por los
ojos y llevarse de mí lo que le falta para ser sin angustia. Evidentemente no encuentra qué
llevarse y se pone a escudriñar la pared en el lugar en que hay un anuncio de football. Luego se
vuelve a mí y me dice, al mismo tiempo que pide más cerveza:

—Es usted un hombre completo.

Pienso que tiene razón y siento, cada vez más, su angustia de incompleto. Ahora pasan los
minutos en silencio. Bebemos más cerveza, pero de ninguna manera estamos ebrios.

—¿Usted es de aquí? —me pregunta.

—No. Ya le dije que soy de otra parte.

—¡Ah, yo también quisiera ser de otra parte!

Y luego mueve los pies, taconea, se agita todo él sobre un camino que no existe. Yo estoy
queriendo marcharme, pero e! hombre me detiene con una imploración de oídos atentos.
Posiblemente está queriendo oír mis voces silenciosas. Lo que le digo a mi corazón, que se ha
empeñado en afirmar tonterías sobre ese hombre y hasta se encuentra en trance de llorar.

—Charlemos de algo...

¡Ah, ahora quiere francamente que yo le diga algo redondo y concluido y yo no encuentro
cómo hacerlo! ¿Qué le faltará a este hombre torturado? Termino:
—No sé conversar y creo que ya hemos dicho mucho.

—Es evidente: ya hemos dicho mucho.

Y vuelve a poner frente a mí —lo hizo ya antes— su lívida oreja izquierda surcada de
venillas rojas en tanto que con su zarpa se oprime el cuello, allí donde la nuez se revuelve como
una rana presa. Pero a! fin termina por levantarse y marcharse en busca de no sabría decir qué.
No ha de encontrarlo jamás. Ese hombre se quedará a medio hacer y cuando lo entierren,
enterrarán a medio hombre.

Yo también me marcho. Y llego al azar a un dancing y encuentro que le falta una puerta más
amplia. No me sorprende que Lucy está allí. Viene a hablarme, pero ya no me interesa. Mis
pupilas se han aguzado. Me doy cuenta de que le faltan senos y de que, en cambio, le sobra la
nariz.

Tal mi aventura. ¿Estuve loco? Yo siempre he sido un hombre cuerdo. Además, mi última
percepción me califica como hombre que estaba en sus cabales. Y ¡o sigo estando porque a Lucy
siempre la veo así. Sólo que desde ese día me he aplicado más ahincadamente a esta malhadada
ocupación de escribir. Ahora pienso que el mundo está al revés. Si hay Dios, él sabrá.

De izquierda a derecha: Ciro Alegría, José María Arguedas y A. Cornejo


El brillante
El claro sol tropical, que al bajar del avión les pareció un estallido de luz, untaba ahora las
estrechas calles de San Juan. Las gentes deambulaban con lentitud. Las puertas de las tiendas
solas, simulaban un bostezo en la modorra cálida del mediodía. Desde alguna, salían las notas
cadenciosas de un bolero. Y desde más allá de los acantilados, ayudado por ráfagas de viento,
llegaba el son del mar. Unas palmeras, en el recinto ardiente de una plaza, se erguían a otear el
cielo nítido. Levantando su silueta angulosa sobre las casas bajas, un incipiente rascacielos era
una incrustación de la historia. Habían ido de compras y estaban en el placido momento en que
éstas terminan. En realidad, la placidez era disfrutada por él. A las mujeres siempre les queda la
impresión de que algo dejaron por comprar. La de Clemente no era en este caso una excepción,
pese a que tenía algunas cosas raras que la hacían diferente, comenzando por su nombre: Nydia.

—¿De qué me habré olvidado? ¿No necesitaremos nada más? —preguntaba.

Se hubiera dicho que deseaba comprar el mundo.

—Nada —afirmaba con cierta humorística seguridad Clemente, pese a que nunca estaba
seguro de lo que quería o no quería comprar su mujer. En otros tiempos se había opuesto, con
poco éxito, a que su casa fuera transformada en un museo. Menos mal que ahora habían salido,
como quien dice, en pos de caza mayor, o sea de muebles, y él no estaba cargado de paquetes.
Así es que placenteramente se dedicó a observar la ciudad, nueva para sus ojos y cuanto surgía al
paso, según era su costumbre, la que por cierto Se había proporcionado algunos materiales para
ejercitar su oficio de novelista.

De pronto, le pareció que un hombre de solapada actitud los seguía. Luego tuvo la
certidumbre de que los seguía realmente y creyó que se trataba de un ratero. Sonrióse pensando
que llevaba sólo dos dólares en la cartera y que no había tanta gente como para provocar el
encontronazo propicio a la maniobra que seguramente haría el sujeto, Clemente había estado, si
bien por razones políticas, en la cárcel y allí aprendió la técnica de muchas malas artes. El
hombre aquel acecharía el momento en que se produjera una aglomeración y fingiría tropezar
con el forastero, al mismo tiempo que con la zurda le extraería la cartera presumiblemente
repleta. Clemente pensaba sorprender a Nydia desbaratando el juego de! ladino. Para sorpresa
del Sherlock Holmes por cuenta propia, el perseguidor apresuró el paso y por fin se le acercó en
un lugar bastante descampado de la vereda. Decir que se acercó no sería del todo exacto.
Evidenciando el propósito de hacerse notar, le rozó el hombro, arqueando un cuerpo magro que
terminaba en una cabeza angulosa. Llevó rápidamente la mano al bolsillo del pantalón y extrajo
un estuche de carey que abrió más rápidamente todavía, con un diestro empujón del pulgar,
dejando ver un anillo coronado por un brillante luminoso. “Mire”, dijo. Cerró el estuche con toda
la mano, lo metió de nuevo al bolsillo y siguió adelante, a paso rápido. Su solapada actitud era la
del perseguido.

—¿Qué tenía? —preguntó Nydia.

—Un brillante —contestó Clemente, sin darle importancia.


El extraño sujeto se detuvo a media cuadra y esperó a la pareja, fuera de la vereda, tras un
auto. Vestía una vieja camisa ocre y pantalón amarillento, por no decir gris de puro raído. Sus
zapatos estaban gastados. El cabello peinado hacia atrás, abundante y nigérrimo, hacía resaltar
las protuberancias de su frente. Los ojos le brillaban en el fondo de cuencas muy hondas y la
nariz roma se alzaba de mala gana sobre una boca ancha, de labios fláccidos. Pómulos y
quijadas, cubiertos ajustadamente por la piel cetrina, daban la impresión del hueso descarnado.
El cuello sobresalía del cuerpo magro levantado por notorios tendones.

La pareja avanzó, vereda adelante, y el extraño se acercó de nuevo. Con la misma sospechosa
actitud y el mismo rápido movimiento, extrajo otra vez el estuche, que traqueteó claramente
ahora, atrayendo las miradas de Nydia. El hombre de la piedra preciosa, dirigiéndose a Clemente,
con inquieta premura, terminó por mascullar:

—Tiene un quilate, pero se lo dejo en treinta dólares...

—No —respondió el aludido.

El tipo hizo desaparecer el estuche en el bolsillo y siguió caminando de prisa, para detenerse
más allá. Miró hacia adelante y atrás, con rápidos movimientos de cabeza, mientras la pareja
proseguía. Estaba visto que necesitaba vender su brillante. Por segunda vez ofreció:

—Se lo dejo en veinte dólares.

Su voz temblaba un poco.

—No, no pierda su tiempo —contestó Clemente—. No compro cosas en la calle.

El frustrado vendedor permaneció inmóvil y estuvo mirándolos hasta que doblaron la


esquina. Aparentemente, se quedaba en espera de otro posible comprador.

—¿Crees que no vale los veinte dólares? —preguntó Nydia.

—Eso —afirmó Clemente—. Y si los vale, debe ser una cosa robada. ¿Viste qué facha?...

—En tal caso, costará más —apuntó Nydia.

—Nos ha visto caras de extranjeros —sentenció Clemente, con la entonación de quien da por
terminado un asunto.

No lo daba por terminado, sin embargo, el hombre de la joya, quien ya estaba allí de nuevo,
pisándoles los talones. Clemente sonrió pensando que, acaso, habría oído la conversación. El
extraño pasó delante de ellos luego y fue a detenerse frente a la vitrina de una tienda. Tenía sólo
el anillo en la mano cuando la pareja se acercó. Esta vez dirigióse a Nydia:

—Mire —dijo con resolución.


Rayó el vidrio del escaparate con la punta del brillante. Un leve rumor. Una leve huella. Ya
tenía guardado el brillante. La sutil línea ondulaba sobre la superficie lisa del cristal. Era
bastante.

Nydia abrió tamaños ojos y dijo con una voz en la que se mezclaban la sorpresa de la
revelación y el acicate del deseo:

—¡Corta vidrio!

La eterna historia de la tentación, aunque se pierda el Paraíso. La manzana era esta vez un
brillante y la sierpe, pues, esa línea que se alargaba en ondas tensas sobre la luna nítida.

Clemente sabía que hay cristales duros que rayan a los que son menos y advirtió a Nydia:

—Cristal de roca, tal vez...

Ella no le contestó y, tomando el asunto en sus manos, dijo al vendedor:

—Vamos a una joyería para que lo examinen...

La cara angulosa se crispó y los ojos reflejaron una temerosa indecisión. Los labios fláccidos
barbotaron:

—No... no me comprometan...

Para hacer la historia entera, Nydia se las echaba de sicóloga y esa manifestación de temor
ante la posibilidad de un reconocimiento, terminó por convencerla. Volviéndose a Clemente,
demandó:

—¿Tienes dinero?

—No. Se me ha terminado —le dijo éste secamente.

Nydia hizo un gesto de contrariedad. Clemente añadió rotundamente, como quien presenta la
más poderosa de las razones:

—Me quedan sólo dos dólares...

Pero Nydia no estaba para razones de tal clase.

—¡Aquí tengo los cheques! —exclamó abriendo su cartera y extrayendo un fajo.

El hombre de la piedra preciosa vaciló de nuevo:

—No puedo recibir el cheque. Los acompañaré hasta el banco, si...

—El banco está en Río Piedras... una sucursal y... es hora de almorzar... —arguyó Nydia
vacilando y, al parecer, buscando una salida mejor.
—Entonces... —musitó el hombre de la piedra preciosa con un gesto de desencanto y un tono
de partida.

—Venga por la tarde a casa —apuntó Nydia— le daremos nuestra dirección...

Pero el hombre de la piedra preciosa no estaba para dilaciones. —Tengo que salir para
Mayagüez —musitó, mirando de reojo a un policía pachorriento que pasaba haciendo bambolear
su bastón.

Nydia entonces, presa de una idea súbita, reconoció la calle con la mirada. Ahí estaba,
casualmente, la mueblería donde habían comprado. Hacia allá se dirigió, seguida de Clemente,
después de ordenar casi:

—Espere.

La cajera dijo que en ese momento habían hecho un pago fuerte y no podía cambiar el
cheque. Lo sentía mucho, realmente. Ante la insistencia de Nydia, tuvo que abrir la caja y
mostrar en el fondo un solitario billete de cinco dólares.

Clemente estaba íntimamente complacido del percance, pero su satisfacción duró poco.
Nydia no estaba para abandonar la partida y salió diciendo:

—En La Bombonera me lo cambiarán.

Clemente entendió que nada la podría detener ya y echó a andar junte» a rila, si cabe la
expresión, pues la prisa que llevaba Nydia lo hacía quedarse un tanto atrás, tratando de tomar el
asunto filosóficamente, cosa que se hace frente a situaciones en las que ya no queda ninguna
filosofía por aplicar. En cierto momento, reaccionó y haciendo un último esfuerzo, pensó detener
a Nydia en su carrera adquisitiva, pero la idea de que en el futuro ella le reprocharía mil veces no
haberle dejado comprar siquiera ese brillante de ocasión, lo disuadió. Porque el brillante que
Nydia estaba capturando, tenía una larga historia emocional. Era “el brillante” o “mi brillante”
según los casos. Ahora reaparecía. La cosa empezó cuando ambos, parados frente al escaparate
de una joyería de Nueva York, miraban una buena colección de gemas. Él le había dicho, medio
en serio y medio en broma:

—Cuando escriba mi libro, te regalaré un brillante, ¡el que tú quieras!

La mejor del asunto estuvo en que una señora que entendía español y también se había
detenido a mirar, comentó poniendo en el tono de su voz una buena carga de humor:

—¡Ave María! Que cuando escriba su libro le regalará un brillante ¡y el que quiera! ¡Ave
María!

Se había alejado riendo. El libro era uno muy famoso y excelente, que pese a esta cualidad
vendía miles y miles de ejemplares. Desde luego, en la imaginación del autor. No había sido
escrito. Exactamente existían de él diez páginas.
—¿Y cuándo sale tu tremendo libro? —le decían a Clemente sus amigos, decididamente
interesados, pues él se pasaba haciendo proyectos a base del libro. Clemente respondía riendo:

—Ya saldrá... ya saldrá...

Aparentemente, lo tomaba en broma. La verdad es que no quería explicar las razones


dolorosas que le habían impedido escribir su libro, su nuevo libro, en buenas cuentas; ya tenía
algunos publicados. Nydia recordó muchas veces que le había prometido “el brillante” y “mi
brillante”, a propósito del libro. Lo recordaba muy bien, ciertamente, pues una de sus
características era tomar en cuenta las promesas que le hacían, aunque no las que ella hacía.
Ahora, al fin, aparecía “el brillante” y “mi brillante”, pese a que no había ningún libro de por
medio y sí una curiosa contingencia de la vida.

En éstas y las otras, Nydia ingresó al establecimiento propuesto y a los pocos minutos salió
con dos billetes, que puso en manos de Clemente. El hombre de la piedra preciosa estaba por allí,
atisbando, y los tres vieron que un policía se acercaba. Echaron a andar ligero y Clemente,
súbitamente atraído por una carátula, entró a un tendejón donde vendían libros baratos y revistas.
El apurado sujeto ingresó también, alargando en seguida el estuche. Clemente verificó que
contenía el anillo de brillante, entregó los billetes y ambos salieron. Nydia había visto la
maniobra desde la puerta y tenía una sonrisa triunfal. El sol no brillaba tanto como sus ojos.
Todavía comentaba alegremente las diferentes incidencias del lance cuando tomaron el ómnibus
para regresar a casa. Y mientras el vehículo cruzaba frente al mar, uno multicolor y refulgente,
que parecía complacerse en matizar sus olas con un ritmo de diáfanos azules y verdes que
centelleaban al sol. Nydia no miró ese libre y sencillo don de la naturaleza, como solía hacer,
sino que demandó a Clemente, tocando la protuberancia que el estuche hacía sobre su pierna...

—Sácalo para verlo...

El hombre respondió:

—Ya tendrás tiempo de verlo en casa. No te olvides de que...


Muerte del cabo Cheo López
Perdóneme, don Pedro... Claro que ésta no es manera de presentarme... Pero, le diré... ¿Cómo
podría explicarle?... Ha muerto Eusebio López... Ya sé que usted no lo conoce y muy pocos lo
conocían... ¿Quién se va a fijar en un hombre que vive entre tablas viejas?... Por eso no fui a
traer los ladrillos... Éramos amigos, ¿me entiende? Yo estaba pasando en el camión y me crucé
con Pancho Torres. Él me gritó: “¡Ha muerto Cheo López!” Entonces enderezo para la casa de
Cheo y ahí me encuentro con la mujer, llorando como es natural; el hijito de dos años junto a la
madre, y a Cheo López tendido entre cuatro velas. Comenzaba a oler a muerto Cheo López, y
eso me hizo recordar más, eso me hizo pensar más en Cheo López. Entonces me fui a comprar
dos botellas de ron, para ayudar con algo, y también porque necesitaba beber.

¡Ese olor! Usted comprende, don Pedro... Lo olíamos allá en el Pacífico... el olor de los
muertos, los boricuas, los japoneses... Los muertos son lo mismo... Sólo que como nosotros, allá,
íbamos avanzando... a nuestros heridos y muertos los recogían, y encontrábamos muertos
japoneses de días, pudriéndose... Ahora Cheo López comenzaba a oler así... Con los ojos fijos
miraba Cheo López. No sé por qué no se los habían cerrado bien... Miraba con una raya de brillo,
muerta... Se veía que en su frente ya no había pensamiento. Así miraban allá en el Pacífico...
Todos lo mismo...

Y yo me he puesto a beber el ron, durante un buen rato, y han llegado tres o cuatro al
velorio... Entonces su mujer ha contado... Que Cheo estaba tranquilo sentado como si nada le
pasara, y de repente algo se le ha roto adentro, aquí en la cabeza... Y se ha caído... Eso fue un
derrame en el cerebro, dijeron... Yo no he querido saber más, y me puse a beber duro. Yo estaba
pensando, recordando. Porque es cosa de pensar... La muerte se ríe.

Luego vine a buscar a mi mujer para llevarla al velorio y creí que debía pasar a explicarle a
usted, don Pedro... Yo no volví con los ladrillos por eso. Mañana será... Ahora que si usted
quiere ir al velorio, entrada por salida aunque sea... Usted era capitán, ¿no es eso?, y no se
acuerda de Cheo López... Pero si usted viene, a hacerle nada más que un saludo, yo le diré: “Es
un capitán...”

¿Quién se va a acordar de Cheo López? No recibió ninguna medalla, aunque merecía...


Nunca fue herido, que de ser así le habrían dado algo que ponerse en el pecho... Pero qué importa
eso... ¡Salvarse! Le digo que la muerte se ríe...

Yo fui herido tres veces, pero no de cuidado. Las balas pasaban zumbando, pasaban aullando,
tronaban como truenos, y nunca tocaron a Cheo López... Una vez, me acuerdo, él iba adelante,
con bayoneta calada y ramas en el casco... Siempre iba adelante el cabo Cheo López... Cuando
viene una ráfaga de ametralladora, el casco le sonó como una campana y se cayó... Todos nos
tendimos y corría la sangre entre nosotros... No sabíamos quién estaba vivo y quién muerto... Al
rato, el cabo Cheo López comenzó a arrastrarse, tiró una granada y el nido de ametralladoras
voló allá lejos... Entonces hizo una señal con el brazo y seguimos avanzando... Los que pudimos,
claro... Muchos se quedaron allí en el suelo... Algunos se quejaban... Otros estaban ya callados...
Habíamos peleado día y medio y comenzamos a encontrar muertos viejos... ¡El olor, ese olor
del muerto!... Igual que ahora ha comenzado a oler Cheo López.

Allá en el Pacífico, yo me decía: “Quién sabe, de valiente que es, la muerte lo respeta.” Es un
decir de soldados. Pero ahora, viendo la forma en que cayó, como alcanzado por una bala que
estaba suspendida en el aire, o en sus venas, o en sus sesos, creo que la muerte nos acompaña
siempre. Está a nuestro lado y cuando pensamos que va a llegar, se ríe... Y ella dice: “Espera.”
Por eso el aguacero de balas lo respetó. Parecía que no iba a morir nunca Cheo López.

Pero ya está entre cuatro velas, muerto... Es como si lo oliera desde aquí... ¿No será que yo
tengo en la cabeza el olor de la muerte? ¿No huele así el mundo?...

Vamos, don Pedro, acompáñeme al velorio... Cheo era pobre y no hay casi gente... Vamos,
capitán... Hágale siquiera un saludo...
Historia de una infidelidad
Hay muchas situaciones y maneras de ser infiel. Cristo lo sabía. No nos referiremos a su
videncia de la última cena, donde anunció que sería negado tres veces, ni al momento ratificador
en que Pedro, efectivamente, lo negó otras tantas. En el caso de la señora Lonigan, debemos
recordar cómo Jesús desarmó a los que pretendían lapidar a la mujer adúltera. Los perseguidores
soltaron su piedra porque ninguno se encontraba limpio de pecado.

La señora Lonigan acaso no pensaba en estas cosas cuando se dispuso a contarnos la historia
de su infidelidad. Se trataba simplemente de contar una historia y además ella era franca por
naturaleza, como ocurre con la gente del Oeste. Raza de pioneros, también transita con
naturalidad por la selva de los sentimientos.

Esto ocurría en un tiempo en que la guerra no había llegado aún y quien poseyera un
vehículo podía echarlo a correr sin preocuparse del racionamiento de gasolina y el desgaste de
llantas. Nuestra felicidad tenía que ver, muchas veces, con las millas de recorrido... Y fue así
como llegamos, en un auto que la misma señora Lonigan conducía, a unas escarpadas montañas
del estado de Wyoming.

El cielo estaba nítido y espléndido un sol tibio sobre los picachos de rocas blanquecinas y
azulencas y los pinares verdinegros. Almorzamos sólidas viandas en las que se mezclaba la grata
y áspera fragancia del bosque. Y bebimos agua de un arroyo cercano, que cumplía con
naturalidad su virgiliano papel de transparencia y murmullo, y vino de una ventruda garrafa que
emigró hacía allí desde California. Entonces el profesor norteamericano Ben cantó con simpático
entusiasmo algunas canciones que había aprendido durante su último viaje a México, el
arqueólogo brasileño Guimaraes se trepó a un árbol y el novelista peruano Álvarez relató las
dificultades que tuvo en cierta ocasión para obtener fuego en medio de la selva virgen. Cuando la
señora Lonigan anunció que iba a contar la historia de su infidelidad, prodújose un ambiente de
expectación e inclusive el arqueólogo, llamado por su esposa, se bajó del árbol para formar parte
del círculo de oyentes.

—A través de mi infidelidad —comenzó diciendo la señora Lonigan— quedé convencida de


que la mujer es un ser fiel...

—Una excelente paradoja —acotó el novelista.

—Su experiencia personal probaría, a lo más, que usted es una mujer fiel —adujo otro de los
circunstantes.

—Cuando me casé con Roben —continuó diciendo la señora Lonigan— le juré amor eterno
y serle fiel hasta con el pensamiento. Pero pasaron dos o tres años... sí, tres, pues recuerdo que en
ese tiempo ya vivíamos en San Antonio... y debo reconocer que falté a mi promesa. Es el caso
que Robert tenía un amigo llamado Chas y éste era un bribón gallardo. No sabría decir si fue él o
yo quien dio lugar a que nuestra amistad fuera un “poco demasiado” cordial. En estos casos, es
difícil fijar exactamente la responsabilidad. Lo cierto es que simpatizamos mucho y como él iba
siempre a casa y Robert no se daba cuenta de nada, quién sabe porque tenía buena memoria y no
había olvidado mi promesa, la cosa fue creciendo. Llegó un tiempo en que mi marido se alejó de
la casa y Chas estaba en cierto balneario. Entonces resolví escribirle. No había ninguna razón
especial para que yo le escribiera, y la inventé. Le dije, de primera intención, que me hiciera el
favor de visitar en mi nombre a una amiga que yo tenía en el lugar. En seguida me di a hacerle
confesiones de cierto tono. Creía que Chas, que no era ningún tonto, se daría cuenta
inmediatamente de que mi carta era una especie de declaración... Pero también escribí a Robert y
desde luego que sin decirle nada de la otra carta...

—Escribir varias cartas al mismo tiempo es algo típico en estos casos —comentó el
arqueólogo brasileño echando su cuarto a espadas en asuntos de amor.

—Lo que fuera —replicó la señora Lonigan y prosiguió—; Metí las cartas en los sobres y me
dirigí al correo... Sin darme cuenta, había cambiado los sobres y estaba mandando a Robert la
carta para Chas y al contrario. Compré en la oficina de correos, las estampillas, se las puse a cada
sobre y ya los iba a arrojar al buzón cuando me asaltó la súbita duda de si acaso había cerrado las
cartas equivocadamente. Abrí entonces los sobres y vi con horror que así era. Me asusté tanto
que no atiné a hacer otra cosa que romper inmediatamente los sobres y las cartas, tal como si
Robert me hubiera sorprendido en ese momento. Quería borrar, un poco instintivamente, todo
vestigio, la más insignificante prueba de culpabilidad. Arrojé las cartas a un canasto que había en
un rincón y aún recuerdo la cara especial que pusieron las gentes ante mi extraña conducta. No
era para menos. Ellas no vieron sino que una señora estaba por echar sus cartas al buzón y luego
se arrepentía procediendo a abrirlas y, hecho esto, después de darles un rápido vistazo, las hacía
añicos precipitadamente. De vuelta a casa, recuperé la serenidad y me puse a analizar las cosas
fríamente. Encontré que ya no quería a Roben en la misma forma que antes, puesto que dejó de
parecerme el hombre más encantador del mundo y me había interesado Chas. Pero consideré al
mismo tiempo que le profesaba un gran respeto y una gran estimación y ello estaba probado por
la intensa emoción, el miedo, el sobrecogimiento que me produjo la posibilidad de ser
descubierta. De no considerar y apreciar a Robert, tal posibilidad no me habría conmovido tanto.
Examiné también a Chas y encontré que ese encantador pícaro jamás podría haberme despertado
la reverencia que Robert. Ya no traté de escribir ninguna carta. Y desde este tiempo quise a
Robert con seguridad y firmeza, pues el episodio me sirvió para valorizarlo... Además, quedé
convencida de que la mujer es un ser fiel, o de que cuando menos yo lo soy, ya que por encima
de todo, sentí una gran incomodidad ante mí misma, una especial vergüenza por lo que había
hecho. Tal estado de ánimo se me quitó solamente cuando Robert volvió a casa y sentí como que
me perdonaba su tranquila seguridad de hombre confiado...

La señora Lonigan terminó diciendo:

—Esta es la historia de mi infidelidad, pues fui una vez infiel con el pensamiento. Lo
importante es detenerse allí y yo lo hice. Porque por lo demás, ¿quién es el que puede afirmar
que no ha tenido nunca algún mal pensamiento de esta clase?

Nadie dijo que no.


Navidad en los Andes
Panki y el Guerrero, 1968

Marcabal Grande, hacienda de mi familia, queda en una de las postreras estribaciones de los
Andes, lindando con el río Marañón. Compónenla cerros enhiestos y valles profundos. Las frías
alturas azulean de rocas desnudas. Las faldas y llanadas propicias verdean de sembríos, donde
hay gente que labre, pues lo demás es soledad de naturaleza silvestre. En los valles aroman el
café, el cacao y otros cultivos tropicales, a retazos, porque luego triunfa el bosque salvaje. La
casa hacienda, antañona construcción de paredes calizas y tejas rojas, álzase en una falda, entre
eucaliptos y muros de piedra, acequias espejeantes y un huerto y un jardín y sembrados y
pastizales. A unas cuadras de la casa, canta su júbilo de aguas claras una quebrada y a otras
tantas, diseña su melancolía de tumbas un panteón. Moteando la amplitud de la tierra, cerca,
lejos, humean los bohíos de los peones. El viento, incansable transeúnte andino, es como un
mensaje de la inmensidad formada por un tumulto de cerros que hieren el cielo nítido a golpe de
roquedales.

Cuando era niño, llegaba yo a esa casa cada diciembre durante mis vacaciones. Desmontaba
con las espuelas enrojecidas de acicatear al caballo y la cara desollada por la fusta del viento
jalquino. Mi madre no acababa de abrazarme. Luego me masajeaba las mejillas y los labios
agrietados con manteca de cacao. Mis hermanos y primos miraban las alforjas indagando por
juguetes y caramelos. Mis parientes forzudos me levantaban en vilo a guisa de saludo. Mi ama
india dejaba resbalar un lagrimón. Mi padre preguntaba invariablemente al guía indio que me
acompañó si nos había ido bien en el camino y el indio respondía invariablemente que bien.
Indio es un decir, que algunos eran cholos. Recuerdo todavía sus nombres camperos: Juan
Bringas, Gaspar Chiguala, Zenón Pincel. Solían añadir, de modo remolón, si sufrimos lluvia,
granizada, cansancio de caballos o cualquier accidente. Una vez, la primera respuesta de Gaspar
se hizo más notable porque una súbita crecida llevóse un puente y por poco nos arrastra el río al
vadearlo. Mi padre regañó entonces a Gaspar:

—¿Cómo dices que bien?

—Si hemos llegao bien, todo ha estao bien —fue su apreciación.

El hecho era que el hogar andino me recibía con el natural afecto y un conjunto de
características a las que podría llamar centenarias y, en algunos casos, milenarias.

Mi padre comenzaba pronto a preparar el Nacimiento. En la habitación más espaciosa de la


casona, levantaba un armazón de cajones y tablas, ayudado por un carpintero al que decían
Gamboyao y nosotros los chicuelos, a quienes la oportunidad de clavar o serruchar nos parecía
un privilegio. De hecho lo era, porque ni papá ni Gamboyao tenían mucha confianza en nuestra
destreza.

Después, mi padre encaminábase hacia alguna zona boscosa, siempre seguido de nosotros los
pequeños, que hechos una vocinglera turba, poníamos en fuga a perdices, torcaces, conejos
silvestres y otros espantadizos animales del campo. Del monte traíamos musgo, manojos de unas
plantas parásitas que crecían como barbas en los troncos, unas pencas llamadas achupallas,
ciertas carnosas siemprevivas de la región, ramas de hojas olorosas y extrañas flores granates y
anaranjadas. Todo ese mundillo vegetal capturado, tenía la característica de no marchitarse
pronto y debía cubrir la armazón de madera. Cumplido el propósito, la amplia habitación olía a
bosque recién cortado.

Las figuras del Nacimiento eran sacadas entonces de un armario y colocadas en el centro de
la armazón cubierta de ramas, plantas y flores. San José, la Virgen y el Niño, con la mula y el
buey, no parecían estar en un establo, salvo por el puñado de paja que amarilleaba en el lecho del
Niño. Quedaban en medio de una síntesis de selva. Tal se acostumbraba tradicionalmente en
Marcabal Grande y toda la región. Ante las imágenes relucía una plataforma de madera desnuda,
que oportunamente era cubierta con n mantel bordado, y cuyo objeto ya se verá.

En medio de los preparativos, mamá solía decir a mi padre, sonriendo de modo tierno y
jubiloso:

—José, pero si tú eres ateo...

—Déjame, déjame —Herminia, replicaba mi padre con buen humor—, no me recuerdes eso
ahora y.. .a los chicos les gusta la Navidad...

Un ateo no quería herir el alma de los niños. Toda la gente de la región, que hasta ahora lo
recuerda, sabía por experiencia que mi padre era un cristiano por las obras y cotidianamente.

Por esos días llegaban los indios y cholos colonos a la casa, llevando obsequios, a nosotros
los pequeños, a mis padres, a mi abuela Juana, a mis tíos, a quien quisieran elegir entre los
patrones. Más regalos recibía mamá. Obsequiábannos gallinas y pavos, lechones y cabritos,
frutas y tejidos y cuantas cosillas consideraban buenas. Retornábaseles la atención con telas,
pañuelos, rondines, machetes, cuchillas, sal, azúcar...Cierta vez, un indio regalóme un venado de
meses que me tuvo deslumbrado durante todas las vacaciones.

Por esos días también iban ensayando sus cantos y bailes las llamadas "pastoras", banda de
danzantes compuesta por todas las muchachas de la casa y dos mocetones cuyo papel diré luego.

El día 24, salido el sol apenas, comenzaba la masacre de animales, hecha por los sirvientes
indios. La cocinera Vishe, india también, a la cual nadie le sabía la edad y mandaba en la casa
con la autoridad de una antigua institución, pedía refuerzos de asistentes para hacer su oficio. Mi
abuela Juana y mamá, con mis tías Carmen y Chana, amasaban buñuelos. Mi padre alineaba las
encargadas botellas de pisco y cerveza, y>acaso alguna de vino, para quien quisiese. En la
despensa hervía roja chicha en cónicas botijas de greda. Del jardín llevábanse rosas y claveles al
altar, la sala y todas las habitaciones. Tradicionalmente, en los ramos entremezclábanse los
colores rojo y blanco. Todas las gentes y las cosas adquirían un aire de fiesta.

Servíase la cena en un comedor tan grande que hacía eco, sobre una larga mesa iluminada
por cuatro lámparas que dejaban pasar una suave luz a través de pantallas de cristal esmerilado.
Recuerdo el rostro emocionadamente dulce de mi madre, junto a una apacible lámpara. Había en
la cena un alegre recogimiento aumentado por la inmensa noche, de grandes estrellas, que
comenzaba junto a nuestras puertas. Como que rezaba el viento. Al suave aroma de las flores que
cubrían las mesas, se mezclaba la áspera fragancia de los eucaliptos cercanos.

Después de la cena pasábamos a la habitación del Nacimiento. Las mujeres se arrodillaban


frente al altar y rezaban. Los hombres conversaban a media voz, sentados en gruesas sillas
adosadas a las paredes. Los niños, según la orden de cada mamá, rezábamos o conversábamos.
No era raro que un chicuelo demasiado alborotador, se lo llamara a rezar como castigo. Así iba
pasando el tiempo.

De pronto, a lo lejos sonaba un canto que poco a poco avanzaba acercándose. Era un coro de
dulces y claras voces. Deteníase junto a la puerta. Las "pastoras" entonaban una salutación,
cantada en muchos versos. Recuerdo la suave melodía. Recuerdo algunos versos:

En el portal de Belén hay estrellas, sol y luna;

Virgen y San José y el niño que está en la cuna.

Niñito, por qué has nacido en este pobre portal, teniendo palacios ricos donde poderte
abrigar...

Súbitamente las "pastoras" irrumpían en la habitación, de dos en dos, cantando y bailando a


la vez. La música de los versos había cambiado y estos eran más simples.

Cuantas muchachas quisieron formar la banda, tanto las blancas hijas de los patrones como
las sirvientas indias y cholas, estaban allí confundidas. Todas vestían trajes típicos de vivos
colores. Algunas ceñíanse una falda de pliegues precolombina, llamada anaco. Todas llevaban
los mismos sombreros blancos adornados con cintas y unas menudas hojas redondas de olor
intenso. Todas calzaban zapatillas de cordobán. Había personajes cómicos. Eran los "viejos". Los
dos mocetones habíanse disfrazado de tales, simulando jorobas con un bulto de ropas y barbazas
con una piel de chivo. Empuñaban cayados. Entre canto y canto, los "viejos" lanzaban algún
chiste y bailaban dando saltos cómicos. Las muchachas danzaban con blanda cadencia, ya en
parejas o en forma de ronda. De cuando en vez, agitaban claras sonajas. Y todo quería ser una
imitación de los pastores que llegaron a Belén, así con esos trajes americanos y los sombreros
peruanísimos. El cristianismo hondo estaba en una jubilosa aceptación de la igualdad. No había
patrona ni sirvientitas y tampoco razas diferenciadoras esa noche.

La banda irrumpía el baile para hacer las ofrendas. Cada "pastora" iba hasta la puerta, donde
estaban los cargadores de los regalos y tomaba el que debía entregar. Acercándose al altar,
entonaba un canto alusivo a su acción.

—Señora Santa Ana,

¿por qué llora el Niño?


—Por una manzana que se le ha perdido.

—No llore por una, yo le daré dos: una para el Niño y otra para vos

La muchacha descubríase entonces, caía de rodillas y ponía efectivamente dos manzanas en


la plataforma que ya mencionamos. Si quería dejaba más de las enumeradas en el canto. Nadie
iba a protestar. Una tras otra iban todas las "pastoras" cantando y haciendo sus ofrendas.
Consistían en juguetes, frutas, dulces, café y chocolate, pequeñas cosas bellas hechas a mano.
Una nota puramente emocional era dada por la "pastora" más pequeña de la banda. Cantaba:

A mi niño Manuelito todas le trae un don Yo soy chica y nada tengo, le traigo mi corazón.

La chicuela arrodillábase haciendo con las manos el ademán del caso. Nunca faltaba quien
asegurara que la mocita de veras parecía estar arrancándose el corazón para ofrendarlo.

Las "pastoras" íbanse entonando otros cantos, en medio de un bailecito mantenido entre
vueltas y venias. A poco entraban de nuevo, con los rebozos y sombreros en las manos,
sonrientes las caras, a tomar parte en la reunión general.

Como habían pasado horas desde la cena, tomábase de la plataforma los alimentos y bebidas
ofrendados al Niño Jesús. No se iba a molestar el Niño por eso. Era la costumbre. Cada uno
servíase lo que deseaba. A los chicos nos daban además los juguetes. Como es de suponer, las
"pastoras" también consumían sus ofrendas. Conversábase entre tanto. Frecuentemente, pedíase a
las "pastoras" de mejor voz, que cantaran solas. Algunas accedían. Y entonces todo era silencio,
para escuchar a una muchacha erguida, de lucidas trenzas, elevando una voz que era a modo de
alta y plácida plegaria.

La reunión se disolvía lentamente. Brillaban linternas por los corredores. Me acostaba en mi


cama de cedro, pero no dormía. Esperaba ver de nuevo a mamá. Me gustaba ver que mi madre
entraba caminando de puntillas y como ya nos habían dado los juguetes, ponía debajo de mi
almohada un pañuelo que había bordado con mi nombre. Me conmovía su ternura. Deseaba yo
correspondérsela y no le decía que la existencia había empezado a recortarme los sueños. Ella me
dejó el pañuelo bordado, tratando de que yo no despertara, durante varios años.
La piedra y la cruz
Los árboles se fueron empequeñeciendo a medida que la cuesta ascendía. El caminejo
comenzó a jadear trazando curvas violentas, entre cactos de brazos escuetos, achaparrados
arbustos y pedrones angulosos. Los dos caballos reposaban y sus jinetes habían callado. Un
silencio aún más profundo que el de los hombres enmudecía las laderas. De cuando en cuando,
pasaba el viento haciendo chasquear los arbustos, bramando en los pedrones. En las ráfagas eran
sólo una avanzada del presente ventarrón de la puna. Al cesar después de una breve lucha con las
ramas y los riscos dejaban una gran cauda de silencio. El rumor de las pisadas de los caballos,
parecía aumentar ese silencio nutrido de inmensidad. Si algún pedrusco rodaba del sendero,
seguía dando botes por la pendiente, a veces arrastrando a otros en su caída, y todo ello era como
el resbalar de unos granos de arena de la grandeza de las moles andinas. De pronto, ya no hubo si
quiera arbustos ni cactos. La roca se dio a crecer más y más, ampliándose en lajas cárdenas y
plomizas, tendidas como planos inclinados hacia la altura; alzándose verticalmente en peñas
prietas que remedaban inmensos escalones; contorsionándose en picachos aristados que herían el
cielo tenso; desperdigándose en pedrones que parecían bohíos vistos a distancia;
superponiéndose en muros de un gigantesco cerco de infinito. Donde había tierra crecía
tenazmente la paja brava llamada ichu. En su color gris amarillento se arremansaba el relumbrón
del sol.

El resuello de caballos y jinetes empezó a colgarse, formando nubecillas blancuzcas que


desaparecían rápidamente en el espacio. Los hombres sentían el frío en la piel erizada, pese a la
gruesa ropa de lana y los tupidos ponchos de vicuña. El que iba delante volvió la cara y dijo,
sofrenando su caballo:

—¿No le dará soroche, niño?

El interpelado respondió:

—Con mi papá ha subido hasta el Manacancho.

Ojeó entonces el camino que pugnaba por subir y picó espuelas. Las rodajas se hundieron en
los ijares y el caballo dio un salto, para luego avanzar sobre el crujido de guijarros. El otro
caballo se retrasó un tanto, pero acabó por apresurarse también, llegando a compasar el rumor de
los cascos junto al primero.

El hombre que iba de guía era un indio viejo, de impasible cara. Bajo el sombrero de junco,
cuya sombra escondía un tanto la rudeza de su faz, los ojos fulgían como dos diamantes negros
incrustados en piedra. Quien lo seguía era un niño blanco, de diez años, bisoño aún en largos
viajes por las breñas andinas, razón la cual su padre le había asignado el guía. Camino del pueblo
donde estaba la escuela, tenían que pasar por tierras cuya amplitud crecía en soledad y altura.

Que el niño era blanco decíase por el color de su piel, aunque bien sabía él mismo que por las
venas de su madre corrían algunas gotas de sangre india. Ella era hermosa y dulce y de la raza
nativa se le anunciaba en la mata abundosa y endrina del caballo, en la piel ligeramente trigueña,
en los ojos de una suave melancolía, en la alegría y la pena contenidas por una serenidad honda,
en la ternura presente siempre, en las manos dadivosas y la voz acariciante.

Así es que el niño blanco no lo era del todo, y mas por haber vivido siempre entre dos
mundos. El mundo blanco de su padre y los familiares de éste, y el mundo de su madre y el
pueblo peruano de los Andes del norte, confusa aglutinación de cholos e indios hasta no poderse
hacer precisa cuenta de raza según la sangre y el alma. Con todo, el niño era considerado blanco
debido a su color y también por pertenecer a la clase de los hacendados, dominadora del pueblo
indio durante mas de cuatro siglos.

El muchacho caminaba tras el viejo sin tomar en cuenta, ni poco ni mucho, que le estaba
haciendo un servicio. A lo más podía considerar, con absoluta naturalidad, que eso no era parte
de su deber de indio: Pero tampoco se preocupaba de considerarlo así. Estaba completamente
acostumbrado a que los indios le sirvieran. En esos momentos, evocaba su casa y algunos
episodios de su vida. Ciertamente que había subido con su padre hasta el Manancancho, cerro de
su hacienda que le llamara la atención debido a que amanecía nevado una que otra vez. Pero esas
montañas que ahora estaban remontando eran evidentemente más elevadas y acaso el soroche, el
mal de la puna, lo atenazaría cuando estuvieran en las cumbres gélidas. Una sensación de
soledad le crecía también pecho adentro. Hacía cinco horas que caminaban y tres por lo menos
que dejaron los últimos bohíos. El guía indio, que de amanecida y mientras cruzaran por un valle
oloroso a duraznos y chirimoyas, le fue contando entretenidas historias, se cayó al tomar altura,
tal vez contagiado del silencio de la puna, acaso porque más le interesara contemplar el
panorama. Los ojos del viejo no hacían otra cosa que avizorar los horizontes, el cielo amplísimo,
los cañones abismales. El muchacho miraba también, sobretodo a las alturas. ¿Dónde estaría la
famosa cruz?

Al doblar la falda de un cerro, tropezaron con unos arrieros que conducían una piara de
mulas cansinas, las que prácticamente desaparecían bajo inmensas cargas. Los fardos olían a
coca y estaban cubiertos por las frazadas que los arrieros usarían en la posada. Los vivos colores
de las mantas daban pinceladas de jubilo a la uniformidad gris de las rocas y pajonales.

—Güenos días, cristianos —saludó el guía indio.

Los arrieros contestaron:

—Güenos días les de Dios...

—Ave María Purísima..

—Güenos días.

El guía indio dijo con la mejor expresión que pudo poner:

—Quien sabe tienen un traguito.


Los arrieros miraron al que parecía ser su jefe, sin responder. Este, que era un cholo
cuarentón, de ojos sagaces, echó un vistazo al indio viejo y al niño blanco, para hacerse cargo de
quienes eran, y respondió:

—Algo quedará...

Uno de los arrieros le alcanzó, sacándola de las alforjas que llevaba al hombro, una botella
que caló el sol haciendo ver que guardaba mucho cañazo todavía. El cholo se le acercó al niño,
diciendo:

—Si el patroncito quiere, él primero...

—Yo conozco a su papá, el patrón Elias.

El muchacho no gustaba del licor, pero le habían dicho que era bueno en la altura, para
calentarse y evitar el sonroje, de modo que tomó dos largos tragos del áspero aguardiente de
caña. El guía indio se detuvo también a los dos tragos, muy educadamente, pero apenas el jefe de
los arrieros lo invitó a proseguir, se pegó el gollete a la boca y no paró hasta que el más zumbón
de la partida gritóle:

—Güeno, yastá güeno...

El viejo sonrió levemente, entregando la botella.

—Dios se lo pague.

Guía y niño avanzaron luego, cruzando con cierta dificultad entre la desordenada piara de
mulas. Sobre una de las mulas, en el vértice de dos fardos, había una piedra grande
hermosamente azulada, casi lustrosa.

—Piedra de devoción, —acotó el guía.

Los arrieros lanzaron gritos que eran como zumbantes látigos:

—¡Jah, mula!...

—¡Mulaaaaa!...

—¡So!....¡So!...

—¡Jah!...

—¡Mula!.

El eco los multiplicaba. Parecía que otra partida arreaba desde las peñas. En un momento, el
largo cordón de las mulas se rehizo y reptó coloreado la cuesta. Uno de los arrieros echó al
viento la afirmación de un huaino:
A mi me llaman Paja Brava Porque he nacido en el campo.

En la lluvia y el viento fuerte no más me mantengo.

Ya no se sabía si era más jubiloso el color de las mantas o la canción.

Los jinetes iban todo lo ligero que les permitía la abrupta senda y, pendiente arriba siempre
fueron dejando lejos a los arrieros. De rato en rato, escuchaban algún fragmento de los gritos:
"¡uuuuuu!"...."¡aaaaa!"....Pero la inmensidad quedó a poco muda. Salvo que el viento silbó más
repetidamente entre las pajas y despedazó con más furia en los roquedales. Cuando no. crecía el
silencio de los peñones, de grandeza levantada impetuosamente hasta el cielo, naciendo de una
sombrosa profundidad.

Abajo, los arrieros y su piara se habían empequeñecido hasta semejar una hilera de hormigas
afanosas, acuestas con su carga por un sendero al que más bien había que imaginar, hilo
desenvuelto al desgaire, leve línea que borraba casi, comida por las salientes de las peñas. La
sombra de un nubarrón pasaba lentamente por las laderas, dando un tono más oscuro a los
pajonales. Al ceñirse a las breñas, la sombra ondulaba como un oleaje de aire.

Los dos jinetes tomaron por un camino que cortaba oblicuamente un peñón. La roca había
sido labrada a dinamita y a pico, donde era casi vertical, y se habían hecho calzadas donde la
gradiente permitía asentar piedras. La roca viva surgía hacia un lado, aupándose hacia las nubes,
y por el otro descendía formando un abismo. Los caballos pisaban firme, nerviosos sin embargo,
y sus jinetes sentían bajo las piernas de los cuerpos crispados, tensos en el esfuerzo cuidadoso de
bordear el desfiladero sin dar un resbalón que podía ser mortal. Los ojos de las bestias brillaban
alertas sobre las sendas roqueñas y su resuello era más sonoro, prolongándose a veces, donde
había que saltar escalones, en una suerte de quejido. El viejo y el muchacho sentían una
solidaridad profunda hacia sus caballos y los breves gritos que daban para alentarlos, sonaban
más bien como palabras de un lenguaje de fraternidad entre hombre y animal.

El niño blanco no habría sabido calcular el tiempo que duró la travesía en roca viva, al filo
del abismo. Quizá veinte minutos o tal vez una hora. Aquello terminó cuando el camino,
curvándose y abriendo una suerte de puerta, asomóse a una llanura. El sintió que sus propios
nervios se distendían. Su caballo se detuvo y sacudió adrede el cuerpo, frenéticamente, dando
luego un corto relincho. Descansó así y siguió al del guía con trote fácil. El viejo barbotó:

—¡La mera jalca!

Era el altiplano andino. La paja brava crecía corta en la fría desolación del yermo. En el
fondo de la planicie, se alzaba una nueva crestería. El viento soplaba tenazmente, pasando libre
sobre el páramo, desgreñando los pajonales, ululando, rezongando. La ruta estaba marcada en
ichu por un haz de senderos, canaletas abiertas por el trajín de la tierra arcillosa. Pedrones de un
azul oscuro hasta el negror o de un rojo de brasa , medio redondos, surgían por aquí y por allá
como gigantescas verrugas de la llanura.
Las piedras de tamaño mediano eran escasas y menos se veían de las pequeñas, buenas para
ser acarreadas. El indio desmontó súbitamente y se encaminó a cierto lado, derecho hacia una
piedra que había logrado localizar y levantó en la mano.

—¿Le llevo una pa’ usté, niño? —preguntó.

—No, —fue la respuesta del muchacho.

Con todo, el viejo buscó otra piedra y volvió con ambas. Le llenaban las manos grandotas.
Parsimoniosamente mirando de reojo al niño blanco, las guardó en las alforjas colocadas en el
basto trasero de la montura, una en cada lado. Cabalgó entonces y habló:

—Hay que cargar las piedras desde aquí. Más adelante se han acabao...

—Ese arriero que trae una piedra, se pasa de zonzo. ¡Traer una piedra de tan lejos!

—Habrá hecho promesa. Niño.

—¿Y dónde está la cruz?

El viejo señaló con el índice cierto punto de la crestería, diciendo:

—Esa es.

El muchacho no la distinguió, pese a que tenía buena vista, pero sabía que el indio, aunque
muy viejo, debía tenerla mejor. Estaría allí.

Se referían a la gran cruz del alto, famosa en toda la región por milagrosa y reverenciada.
Estaba situada En el lugar donde la ruta vencía la más alta cordillera. Era costumbre que todo
viajero que pasase por dejara una piedra junto a la peaña. A través de los años, las piedras
transportables que habían en las cercanías se agotaron y tenían que llevárselas desde muy lejos.
Año tras año aumentaba las distancia, pero no decrecía la recogida.

El muchacho llevaba también algo en relación con la cruz, pero entre pecho y espalda. Al
despedirse, su padre le había dicho:

—No pongas piedra en la cruz. Esas son cosas de indios y cholos.de gente ignorante.

Recordaba exactamente tales palabras.

El sabía que su padre no era creyente por ser racionalista, cosa que no entendía . Su madre sí
era creyente y llevaba una pequeña cruz de oro sobre el pecho y encendía una pequeña lámpara
votiva ante una hornacina que guardaba la imagen de la Virgen de los Dolores. Pensaba que
también, de haber tenido tiempo preguntárselo a su madre, ella le hubiese dicho que pusiera la
piedra ante la cruz. Cavilaba sobre ello cuando sonó la voz del indio, quien se atrevía a
advertirle:
—La piedra es devoción, patroncito. Todo el que pasa tiene que poner su piedra. Ya ve usté
que soy viejo y eso es lo que siempre he visto y oído.

—Ajá. La pondrán los indios y cholos.

—Todos, patroncito. Hasta los blancos.

—¿Los patrones?

—Los patrones también. Es devoción.

—No te creo. ¿Mi papá también?

—A la vereda, nunca pase junto con él al lado de la Cruz del Alto, pero le juro que lo hizo.

—No es cierto. El dice que éstas son cosas de indios y cholos, de gente ignorante.

—La Santa Cruz le perdone al patrón.

—Una piedra es una piedra.

—No diga eso, patroncito. Mire que al doctor Rivas, el juez del pueblo, letrao como es,
hombre de mucho libro, yo lo vi poner su piedra. Hasta echó sus lagrimones.

El viento arreció y les impedía hablar. Les levantaba los ponchos, les azotaba la cara. El
muchacho, no obstante ser andino, comenzó a sentir frío de veras. Unas lagunas de aguas
escarchadas, al filo de las cuales pasaban, reflejaron la traza injerida de caballos y jinetes. Las
crines y los ponchos parecían banderolas del viento. Cuando amainó un poco, el viejo volvió a
decir:

—Ponga su piedra patroncito. A los que no lo hacen, les va mal......Yo no quiero que

le pase nada malo, patroncito...

El muchacho no le contestó. Conocía mucho al viejo indio, pues vivía cerca de la casa
hacienda, en un bohío igualmente viejo, tanto que en cierto lugar del techo, la paja se había
podrido y apelmazado y crecían allí algunas hierbas. El viejo le llamaba "niño" habitualmente,
con lo cual adquiría el rango propio de los ancianos , pero cuando quería que le hiciese un favor,
pasaba automáticamente al "patroncito". "Patroncito. Su papá me ofreció encargarme un machete
y lo ha olvidao. Hágale acordar, patroncito". "Patroncito: mi vieja anda mala de la barriga y le
voy a dar manzanilla en agua caliente. Pa que seya güena, se necesita echarle la azucarcita.
Deme un puñao de azucarcita, patroncito". La manzanilla y otras plantas mas o menos
medicinales crecían, junto con repollos y cebollas en el pequeño huerto del viejo. También había
una planta de lúcuma, con cuya fruta le obsequiaba. Y no lejos del bohío solía deambular
siempre una de sus nietas, chinita de la edad del niño blanco, quien pasteaba un rebaño de ovejas.
La muchachita de cara reelijan y ojos brillantes, cantaba cantos indios con una voz de tórtola.
Verla y oírla le daba un gran contento. Eran tan amigos, que jugando rodaban por la loma.
Y ahora salía el viejo indio con la cantaleta del "patroncito". Se esforzó una vez más:

—Patroncito.....Óigame, patroncito. Hace añazos subió un cristiano de la costa

llamao Montuja o algo de esa laya. Así era el apelativo. El tal Montuja no quiso poner su
piedra y se rió. Se rió. Y quien le dice que pasando esta pampa, al lao de estas meras lagunas
según cuentan, le cae un rayo y lo deja en el sitio.

—Ajá...

—Cierto, patroncito. Y se vio claro que el rayo iba destinao pa él. Con tres más andaba, que
pusieron su piedra, y sólo a don Montuja lo mató...

—Sería casualidad. A mi papá nuca le ha pasado nada, para que veas.

El viejo pensó un rato y luego le dijo:

—La Santa Cruz le perdone al patrón, pero usté, patroncito...

El niño blanco creyendo que no debía discutir con el indio, le interrumpió diciendo:

—Calla ya.

El viejo enmudeció.

Violento, manso, el viento no cesaba. Su persistencia era un baño helado. El muchacho tenía
las manos ateridas y sentía que las piernas se le estaban adormeciendo. Esto podía deberse
también al cansancio y a la altura. Acaso su sangre estaba circulando mal. Un ligero sonido
estaba comenzando a sonar en el fondo de sus oídos. Tomando una rápida resolución, desmontó
diciendo al guía:

—Jala tu mi caballo. ¡Sigue!

Sin más palabras, echaron a andar, el guía y los caballos delante. El muchacho se terció el
poncho a la espalda y salió de la huella. Pronto advirtió que las grandes rodajas de las espuelas se
enredaban en la paja brava y tuvo que volver a uno de los senderos. Sentía que las puntas de sus
pies estaban duras y frías y que las piernas le obedecían mal. Apenas podía respirar, como que le
faltaba el aire enrarecido, y su corazón retumbaba. Claramente, oía el lento y trabajoso palpitar
de su corazón. A los diez minutos de marcha, se había cansado mucho, pero pese a todo, seguía
caminando voluntariosamente. Según oyó decir a su padre, En los Andes hay que pasar a veces
por lugares de diez, doce, catorce mil metros de altura y más. No sabía a que elevación se
encontraba en ese momento, pero indudablemente era muy grande. Su padre le había hablado
también de la forma que hay que comportarse en las grandes alturas y eso estaba haciendo. Sólo
que hasta caminar resultaba difícil. El mero hecho de avanzar por una planicie, fatigaba. La
altura quitaba el aire. Y no obstante, el viento le había quemado la cara a chicotazos. Al
tocársela, sintió que ardía. Un sabor salino se le agrandó en la boca. Sus labios estaban partidos y
sangrantes. Un rastro rijizi le quedó en los dedos. Recordó como su madre solía curarlo y una
honda congoja le anudó el cuello. La nostalgia de la madre, le hizo asomar a los ojos lágrimas
tenaces que se los empañaron. Se las secó rápidamente, para que no lo viera llorar ese indio que
cargaba neciamente dos piedras. Menos mal que los pies se le estaban abrigando y sentía las
piernas menos tiesas.

En realidad, el indio no dejaba de observarlo a su manera, es decir disimuladamente. Desde


la seguridad de su baquía y su milenaria reciedumbre, sentía cierta admiración por ese pequeño
blanco que estaba afrontando adecuadamente su primera prueba de altura. Pero no dejaba de
infundirle cierto malestar, inclusive temor, la irreverencia del muchacho, en la cual quería ver
algo genuinamente blanco, o sea maligno. Ningún indio sería capaz de hablar así de la piedra y la
cruz. Pero él no tenía palabras para hacerle entender, después de todo se le había ordenado callar
y no podía, en último extremo, hacer otra cosa. El muchacho, sintiéndose mejor, pues se le
habían entibiado hasta las manos, gritó:

-¡Ey!

—¿Va a montar, niño?

-Sí.

El viejo le acercó el caballo y desmontó diciendo:

—Espere todavía

sacó de uno de sus bolsillos un envoltorio de papel ocre. Contenía grasa de la usada para
tratar los cueros, especialmente los lazos y riendas. Con ella embadurnó la cara del muchacho, a
la vez que decía:

—Es buena pa la quemadura de puna....Se ha pelao como papa...Tiene que curtirse como yo,
niño...En la altura, es güeno ser indio....La puna tendrá que hacerlo menos indio...

Olía mal la grasa, y era tratado como cuero, pero sin abandonar su arrogancia, el muchacho
sonrió. Bien que tuvo que hacerlo con cierta parsimonia porque los labios partidos le dolieron
más al distenderse.

Trote adelante, advirtió que la cordillera situada al fondo de la llanura, quedaba ya muy
cerca. Alzando los ojos, vio la cruz, erguida arriba, en una concavidad de las cresterías hasta la
cual llegaba el quebrado sendero. Sobre un promontorio, la cruz extendía sus brazos al espacio,
bajo un inmenso cielo.

A poco andar, llegaron a la cordillera. Las rocas que formaban eran pardas y azules y no
había siquiera paja entre ellas. El sendero era extraordinariamente difícil, labrado de nuevo en las
peñas por medio de cortes y calzadas. Frecuentes escalones demandaban un enorme esfuerzo a
las bestias, que crispaba sus cuerpos en la ascensión, resoplaban sonoramente, daban cortos
bufidos como quejas.
El muchacho pensaba que, de no haberse puesto a caminar, ahora se le habría paralizado el
cuerpo. Pese al sol radiante que brillaba en medio del cielo, estallando en las aristas de las rocas,
el aire era singularmente frío capaz de helar. Su consistencia sutilísima demandaba que se lo
respirase a pulmón lleno, sin que ello impidiera quedarse con una vaga sensación de asfixia.

Pero no se preocupaba ya. Tenía el cuerpo abrigado por la camiseta y su sangre fluía
acompasadamente. Sus oídos afinados podían escucharlo. Para mejor, terminada la cuesta, cosa
que les llevaría una media hora, comenzarían el descenso. Habiendo pasado con bien por la
prueba, hasta estaba alegre. Quien echaba miradas recelosas era el indio. El niño blanco las
entendió, y más viendo el sendero y sus inmediaciones, prácticamente limpios de toda piedra que
se pudiera transportar.

Dijo volviendo al tema:

—Con el tiempo, quizás tengan que romper las peñas y las piedras grandes a comba y
dinamita...para la devoción. No quedan ni guijarros por aquí...

—Patroncito: cuando los taitas pasan con chiquitos, les dan también su piedra a cargar...Así,
en años y años, hasta las piedras chicas se han acabao, patroncito. Fuera de que algunos
cristianos que no encontraban piedra güena, cargaban con varias chicas.

—¿Y cuando comenzó todo esto?

—No hay memoria. Mi taita ya contaba de la devoción y el taita de mi taita, lo


mesmo.También la encontró.

—Está bien que ante las imágenes y cruces pongan lámparas y velas. ¿pero piedras!.

—Como que da lo mesmo, patroncito. La piedra es también devoción.

El indio se quedó meditando y luego, esforzándose por dar expresión adecuada a sus
pensamientos, dijo lentamente:

—Mire, patroncito...La piedra no es cosa de despreciarla.¿Qué fuera del mundo sin la piedra?
Se hundiría. La piedra sostiene la tierra....Como que sostiene la vida. —Eso es otra cosa. Pero mi
papá dice, que los indios, de ignorantes que son, hasta adoran la piedra. Hay algunos cerros de
piedra, tienen que ser de piedra, a los que llevan ofrendas de coca y chicha y les preguntan
cosas....Son como dioses....Uno de esos cerros es el Huara...

—Así es, patroncito...Dicen que es muy milagroso el cerro Huara.

—Ya ves. ¿Crees tú en el cerro?

—A la verdá que yo nunca juí al Huara, pero no puedo decir ni si, ni no. Mi cabeza no me da
pa eso.

—Ajá ¿Y por qué no ponen cruz en ese cerro?


—Dicen que ese no es cerro de cruz. Es cerro de piedra.

—¿Y por qué no le llevan piedras?

—Usté sabe que le llevan ofrendas de otra laya. ¿Pa qué va a querer piedras si es de piedra?,
a una cruz no se le llevan cruces.

—Pero tú crees en el cerro.

—No le puedo responder, como le digo. Yo nunca fui al Huara. pero patroncito, ¿por qué no
va a poner piedra en la cruz. La cruz es la cruz.

—¿Qué importancia tiene una piedra?

—La piedra es devoción, patroncito.

Callaron ambos, ni el viejo ni el muchacho sabían de las innumerables piedras místicas que
había en su historia ancestral, pero la discusión los conturbó en cierto modo. Más allá de las
razones que se dieron, existían otras que no pudieron hacer aflorar a su mente y sus palabras. El
viejo, confusamente, compadecía al niño por creerlo un ser mutilado, remiso a la alianza
profunda con la tierra y la piedra, con las fuentes oscuras de la vida. Le parecía fuera de la
existencia, tal un árbol sin raíces, o absurdo como un árbol que viviera con las raíces en el aire.
Ser blanco, después de todo, resultaba hasta cierto punto triste.

El muchacho por su parte, hubiera querido fulminar la creencia del viejo, pero encontró que
la palabra ignorancia no tenía mucho significado, que en último término carecía de alguno, frente
a la fe. Era evidente que el viejo tenía su propia explicación de las cosas o que, si no la tenía, le
daba lo mismo. Incapaz de ir más allá de estas consideraciones, las aceptó como hechos que tal
vez se explicaría más tarde.

Miró hacia lo alto. La famosa cruz no era visible desde la cuesta, pues la ocultaban las aristas
de los peñones. Pero parecía que ya iban a llegar. El camino se lanzó por una encañada y
saliendo de ella, en la parte más honda de una curva tendida entre dos picachos, estaba la
reverenciada Cruz del Alto.

Como a cincuenta pasos del camino, hacia un lado, se levantaban los recios maderos
ennegrecidos por el tiempo. La peaña cuadrangular sobre la cual se los alza, estaba enteramente
cubierta de las piedras amontonadas por los devotos. El pedrerío seguía extendiéndose por todos
lados, teniendo a la cruz como centro, y cubría un gran espacio, tal vez doscientos metros en
redondo.

El indio desmontó y el niño blanco hizo lo mismo para ver mejor lo que pasaba.

El viejo sacó de las alforjas las dos piedras, dejando una en el suelo, a la vista, sobre las
mismas alforjas. Con la otra en la mano, avanzó hasta las orillas del pedrerío y precisó con los
ojos un lugar apropiado. Sacándose el sombrero, y haciendo una reverencia, en actitud ritual,
colocó su misma piedra sobre las otras. Luego miró la cruz. No movía los labios, pero parecía
estar rezando. Quizá pedía algo en forma de rezo. En sus ojos había un tranquilo fulgor. Bajo el
desgreñado cabello blanco, el rostro cretino y rugoso tenía la nobleza que da la fe nítida. Había
en toda su actitud algo profundamente conmovedor y al mismo tiempo digno.

Para no turbarlo, el muchacho se alejó un tanto, y después de trepar a una pequeña loma
situada en mitad de la cresta, pudo contemplar, a un lado y al otro, el más amplio panorama de
cerros que hasta ese momento vieron sus ojos.

En el horizonte, las nubes formaban un marco albo sobre el cual las cumbres se recortaban,
azules y negras, limando un tanto sus aristas. Más acá, los cerros tomaban diferentes colores:
morados, rojizos, prietos, amarillentos, según su conformación, su altura y lejanía, surgiendo a
veces desde el lado de ríos que ondulaban como sierpes grises. Coloreados de árboles y bohíos
en sus bases, los cerros íbanse limpiando de tierra y por último, de no llegar a coronarlos de
nieve espejeante, la roca estallaba en una dramática afloración. La piedra cantaba su épico fragor
de abismos, de picacho, de farallones, de cresterías, de toda suerte de cimas agudas y cumbres
encrespadas, de roquedales enhiestos y peñones bravios, en sucesión inconmensurable cuya
grandeza era aumentada por una impresión de eternidad. Surgía de ese universo de piedra un
poderoso aliento místico, quizás menos grandioso que el de las noches estrelladas, pero más
ligado a la vida del hombre. Simbólicamente acaso, ese mundo de piedra estaba allí, al pie de la
cruz, en las ofrendas de miles y miles de cantos, de piedras votivas, llevadas a lo largo del
tiempo, en años que nadie podía contar, por los hombres del mundo de piedra.

El niño blanco se acercó silenciosamente a las alforjas, tomó la piedra y se acercó a hacer la
ofrenda.
Calixto Garmendia
—Déjame contarte —le pidió un hombre llamado Remigio Garmendia a otro llamado
Anselmo, levantando la cara —Todos estos días, anoche, esta mañana, aún esta tarde, he
recordado mucho... Hay momentos en que a uno se le agolpa la vida... Además, debes aprender.
La vida, corta o larga, no es de uno solamente.

Sus ojos diáfanos parecían fijos en el tiempo. La voz se le fraguaba hondo y tenía un rudo
timbre de emoción. Blandíanse a ratos las manos encallecidas.

—Yo nací arriba, en un pueblito de los Andes. Mi padre era carpintero y me mandó a la
escuela. Hasta segundo año de primaria era todo lo que había. Y eso que tuve suerte de nacer en
el pueblo, porque los niños del campo se quedaban sin escuela. Fuera de su carpintería, mi padre
tenía un terrenito al lado del pueblo, pasando la quebrada, y lo cultivaba con la ayuda de algunos
indios a los que pagaba en plata o con obritas de carpintería: que el cabo de una lampa o de
hacha, que una mesita, en fin. Desde un extremo del corredor de mi casa, veíamos amarillear el
trigo, verdear el maíz, azulear las habas en nuestra pequeña tierra. Daba gusto. Con la comida y
la carpintería, teníamos bastante, considerando nuestra pobreza. A causa de tener algo y también
por su carácter, mi padre no agachaba la cabeza ante nadie. Su banco de carpintero estaba en el
corredor de la casa, dando a la calle. Pasaba el alcalde. “Buenos días, señor”, decía mi padre, y se
acabó. Pasaba el subprefecto. “Buenos días, señor”, y asunto concluido. Pasaba el alférez de
gendarmes. “Buenos días, alférez”, y nada más. Pasaba el juez y lo mismo. Así era mi padre con
los mandones. Ellos hubieran querido que les tuviera miedo o les pidiese o les debiera algo. Se
acostumbran a todo eso los que mandan. Mi padre les disgustaba. Y no acababa ahí la cosa. De
repente venía gente del pueblo, ya sea indios, cholos o blancos pobres. De a diez, de a veinte o
también en poblada llegaban. “Don Calixto, encábesenos para hacer ese reclamo”. Mi padre se
llamaba Calixto. Oía de lo que se trataba, si le parecía bien aceptaba y salía a la cabeza de la
gente, que daba vivas y metía harta bulla, para hacer el reclamo. Hablaba con buenas palabras. A
veces hacía ganar a los reclamadores y otras perdía, pero el pueblo siempre le tenía confianza.
Abuso que se cometía, ahí estaba mi padre para reclamar al frente de los perjudicados. Las
autoridades y ricos del pueblo, dueños de haciendas y fundos, le tenían echado el ojo para
partirlo en la primera ocasión. Consideraban altanero a mi padre y no los dejaba tranquilos. El ni
se daba cuenta y vivía como si nada pudiera pasar. Había hecho un sillón grande, que ponía en el
corredor. Ahí solía sentarse, por las tardes, a conversar con los amigos. “Lo que necesitamos es
justicia”, decía. “El día que el Perú tenga justicia, será grande”. No dudaba de que la habría y se
torcía los mostachos con satisfacción, predicando: “No debemos consentir abusos”.

Sucedió que vino una epidemia de tifo, y el panteón se llenó con los muertos del propio
pueblo y los que traían del campo. Entonces las autoridades echaron mano de nuestro terrenito
para panteón. Mi padre protestó diciendo que tomaran tierra de los ricos, cuyas haciendas
llegaban hasta la propia salida del pueblo. Dieron el pretexto que el terreno de mi padre estaba ya
cercado, pusieron gendarmes y comenzó el entierro de muertos. Quedaron a darle una
indemnización de setecientos soles, que era algo en esos años, pero, que autorización, que
requisitos, que papeleo, que no hay plata en este momento... Se la estaban cobrando a mi padre,
para ejemplo de reclamadores. Un día, después de discutir con el alcalde, mi viejo se puso a
afilar una cuchilla y, para ir a lo seguro, también un formón. Mi madre algo le vería en la cara y
se le prendió del cogote y le lloró diciéndole que nada sacaba con ir a la cárcel y dejarnos a
nosotros más desamparados. Mi padre se contuvo como quebrándose. Yo era niño entonces y me
acuerdo de todo eso como si hubiera pasado esta tarde.

Mi padre no era hombre que renunciara a su derecho. Comenzó a escribir cartas exponiendo
la injusticia. Quería conseguir que al menos le pagaran. Un escribano le hacía las cartas y le
cobraba dos soles por cada una. Mi pobre escritura no valía para eso. El escribano ponía al final:
“A ruego Calixto Garmendia, que no sabe firmar, Fulano”. El caso fue que mi padre despachó
dos o tres cartas al diputado de la provincia. Silencio. Otras al senador por el departamento.
Silencio. Otras al mismo Presidente de la República. Silencio. Por último mandó cartas a los
periódicos de Trujillo y a los de Lima. Nada, señor. El postillón llegaba al pueblo una vez por
semana, jalando una mula cargada con la valija del correo. Pasaba por la puerta de la casa y mi
padre se iba detrás y esperaba en la oficina del despacho, hasta que clasificaban la
correspondencia. A veces, yo también iba. “¿Carta para Calixto Garmendia?”, preguntaba mi
padre. El interventor, que era un viejo flaco y bonachón, tomaba las cartas que estaban en la
casilla de las G, las iba viendo y al final decía: ”Nada, amigo”. Mi padre salía comentando que la
próxima vez habría carta. Con los años, afirmaba que al menos los periódicos responderían. Un
estudiante me ha dicho que, por lo regular, los periódicos creen que asuntos como estos carecen
de interés general. Esto en el caso de que los mismos no estén a favor del gobierno y sus
autoridades, y callen cuando pueda perjudicarles. Mi padre tardó en desengañarse de reclamar
lejos y estar yéndose por las alturas, varios años.

Un día, a la desesperada, fue a sembrar la parte del panteón que aún no tenía cadáveres, para
afirmar su propiedad. Lo tomaron preso los gendarmes, mandados por el subprefecto en persona,
y estuvo dos días en la cárcel. Los trámites estaban ultimados y el terreno era de propiedad
municipal legalmente. Cuando mi padre iba a hablar con el Síndico de Gastos del Municipio, el
tipo abría el cajón del escritorio y decía como si ahí debiera estar la plata: “No hay dinero, no
hay nada ahora. Cálmate, Garmendia. Con el tiempo se te pagará”. Mi padre presentó dos
recursos al juez. Le costaron diez soles cada uno. El juez los declaró sin lugar. Mi padre ya no
pensaba en afilar la cuchilla y el formón. “Es triste tener que hablar así —dijo una vez—, pero no
me darían tiempo de matar a todos los que debía”. El dinerito que mi madre había ahorrado y
estaba en una ollita escondida en el terrado de la casa, se fue en cartas y en papeleo.

A los seis o siete años del despojo, mi padre se cansó hasta de cobrar. Envejeció mucho en
aquellos tiempos. Lo que más le dolía era el atropello. Alguna vez pensó en irse a Trujillo o
Lima a reclamar, pero no tenía dinero para eso. Y cayó también en cuenta de que, viéndolo pobre
y solo, sin influencias ni nada, no le harían caso. ¿De quién y cómo valerse? El terrenito seguía
de panteón, recibiendo muertos. Mi padre no quería ni verlo, pero cuando por casualidad llegaba
a mirarlo, decía: “¡Algo mío han enterrado ahí también! ¡Crea usted en la justicia! Siempre se
había ocupado de que le hicieran justicia a los demás y, al final, no la había podido obtener ni
para él mismo. Otras veces se quejaba de carecer de instrucción y siempre despotricaba contra
los tiranos, gamonales, tagarotes y mandones.
Yo fui creciendo en medio de esa lucha. A mi padre no le quedó otra cosa que su modesta
carpintería. Apenas tuve fuerzas, me puse a ayudarlo en el trabajo. Era muy escaso. En ese
pueblito sedentario, casas nuevas se levantarían una cada dos años. Las puertas de las otras
duraban. Mesas y sillas casi nadie usaba. Los ricos del pueblo se enterraban en cajón, pero eran
pocos y no morían con frecuencia. Los indios enterraban a sus muertos envueltos en mantas
sujetas con cordel. Igual que aquí en la costa entierran a cualquier peón de caña, sea indio o no.
La verdad era que cuando nos llegaba la noticia de un rico difunto y el encargo de un cajón, mi
padre se ponía contento. Se alegraba de tener trabajo y también se ver irse al hoyo a uno de
pandilla que lo despojó. ¿A qué hombre tratado así no se le daña el corazón? Mi madre creía que
no estaba bueno alegrarse debido a la muerte de un cristiano y encomendaba el alma del finado
rezando unos cuantos padrenuestros y avemarías. Duro le dábamos al serrucho, al cepillo, a la
lija y a la clavada mi padre y yo, que un cajón de muerto debe hacerse luego. Lo hacíamos por lo
común de aliso y quedaba blanco. Algunos lo querían así y otros que pintado de color caoba o
negro y encima charolado. De todos modos, el muerto se iba a podrir lo mismo bajo la tierra,
pero aun para eso hay gustos.

Una vez hubo un acontecimiento grande en mi casa y en el pueblo. Un forastero abrió una
nueva tienda, que resultó mejor que las otras cuatro que había. Mi viejo y yo trabajamos dos
meses haciendo el mostrador y los andamios para los géneros y abarrotes. Se inauguró con banda
de música y la gente hablada del progreso. En mi casa hubo ropa nueva para todos. Mi padre me
dio para que la gastara en lo que quisiera, así, en lo que quisiera, la mayor cantidad de plata que
había visto en mis manos: dos soles. Con el tiempo, la tienda no hizo otra cosa que mermar el
negocio de las otras cuatro, nuestra ropa envejeció y todo fue olvidado. Lo único bueno fue que
yo gasté los dos soles en una muchacha llamada Eutimia, así era el nombre, que una noche se
dejó coger entre los alisos de la quebrada. Eso me duró. En adelante, no me cobró ya nada y si
antes me recibió los dos soles, fue de pobre que era.

En la carpintería, las cosas siguieron como siempre. A veces hacíamos un baúl o una mesita o
tres sillas en un mes. Como siempre, es un decir. Mi padre trabajaba a disgusto.

Antes lo había visto ya gozarse puliendo y charolando cualquier obrita y le quedaba muy
vistosa. Después ya no le importó y como que salía del paso con un poco de lija. Hasta que por
fin llegaba el encargo de otro cajón de muerto, que era plato fuerte. Cobrábamos generalmente
diez soles. Déle otra vez a alegrarse a mi padre, que solía decir: “¡Se fregó otro bandido, diez
soles!”; a trabajar duro él y yo; a rezar mi madre, y a sentir alivio hasta por las virutas. Pero ahí
acababa todo. ¿Eso es vida? Como muchacho que era, me disgustaba que en esa vida estuviera
mezclado tanto la muerte.

La cosa fue más triste cada vez. En las noches, a eso de las tres o cuatro de la madrugada, mi
padre se echaba unas cuantas piedras bastante grandes a los bolsillos, se sacaba los zapatos para
no hacer bulla y caminaba medio agazapado hacia la casa del alcalde. Tiraba las piedras,
rápidamente, a diferentes partes del techo, rompiendo las tejas. Luego volvía a la carrera y, ya
dentro de la casa, a oscuras, pues no encendía luz para evitar sospechas, se reía. Su risa parecía a
ratos el graznido de un animal. A ratos era tan humana, tan desastrosamente humana, que me
daba más pena todavía. Se calmaba unos cuantos días con eso. Por otra parte, en la casa del
alcalde solían vigilar. Como había hecho incontables chanchadas, no sabían a quien echarle la
culpa de las piedras. Cuando mi padre deducía que se habían cansado de vigilar, volvía a romper
tejas. Llegó a ser un experto en la materia. Luego rompió tejas de la casa del juez, del
subprefecto, del alférez de gendarmes, del Síndico de Gastos. Calculadamente, rompió las de las
casas de otros notables, para que si querían deducir, se confundieran. Los ocho gendarmes del
pueblo salieron en ronda muchas noches, en grupos y solos, y nunca pudieron atrapar a mi padre.
Se había vuelto un artista en la rotura de tejas. De mañana salía a pasear por el pueblo para darse
el gusto de ver que los sirvientes de las casas que atacaba, subían con tejas nuevas a reemplazar
las rotas. Si llovía era mejor para mi padre. Entonces atacaba la casa de quien odiaba más, el
alcalde, para que el agua le dañara o, al caerles, les molestara a él y su familia. Llegó a decir que
les metía el agua en los dormitorios, de lo bien que calculaba las pedradas. Era poco probable
que pudiese calcular tan exactamente en la oscuridad, pero el pensaba que lo hacía, por darse el
gusto de pensarlo.

El alcalde murió de un momento a otro. Unos decían que de un atracón de carne de chancho
y otros que de las cóleras que le daban sus enemigos. Mi padre fue llamado para que hicieran el
cajón y me llevó a tomar las medidas con un cordel. El cadáver era grande y gordo. Había que
verle la cara a mi padre contemplando al muerto. El parecía la muerte. Cobró cincuenta soles
adelantados, uno sobre otro. Como le reclamaron el precio, dijo que el cajón tenía que ser muy
grande, pues el cadáver también lo era y además gordo, lo cual demostraba que el alcalde comió
bien. Hicimos el cajón a la diabla. A la hora del entierro, mi padre contemplaba desde el corredor
cuando metían el cajón al hoyo, y decía: “Come la tierra que me quitaste, condenado; come,
come”. Y reía con esa su risa horrible. En adelante, dio preferencia en la rotura de tejas a la casa
del juez y decía que esperaba verlo entrar al hoyo también, lo mismo que a los otros mandones.
Su vida era odiar y pensar en la muerte. Mi madre se consolaba rezando. Yo, tomando a Eutimia
en el alisar de la quebrada. Pero me dolía muy hondo que hubieran derrumbado así a mi padre.
Antes de que lo despojaran, su vida era amar a su mujer y su hijo, servir a sus amigos y defender
a quien lo necesitara. Quería a su patria. A fuerza de injusticia y desamparo, lo habían
derrumbado.

Mi madre le dio esperanza con el nuevo alcalde. Fue como si mi padre sanara de pronto. Eso
duró dos días. El nuevo alcalde le dijo también que no había plata para pagarle. Además, que
abusó cobrando cincuenta soles por un cajón de muerto y que era un agitador del pueblo. Esto ya
no tenía ni apariencia de verdad. Hacía años que las gentes, sabiendo a mi padre en desgracia con
las autoridades, no iban por la casa para que les defendiera. Con este motivo ni se asomaban. Mi
padre le grito al nuevo alcalde, se puso furioso y lo metieron quince días en la cárcel, por
desacato. Cuando salió, le aconsejaron que fuera con mi madre a darle satisfacciones al alcalde,
que le lloraran ambos y le suplicaran el pago. Mi padre se puso a clamar: “¡Eso nunca! ¿Por qué
quieren humillarme? ¡La justicia no es limosna! ¡Pido justicia!” Al poco tiempo, mi padre murió.
Duelo de caballeros
Voy a contar una historia verdadera. Se trata de un singular duelo de caballeros cuyo interés
principal reside en que los protagonistas fueron dos personajes del hampa de Lima, exactamente
del barrio de Malambo. El nombre de resonancia africana abarca un dédalo de casas y callejones
de adobe, colorido emporio del negrerío, del mulataje, de una más reciente cholada, de toda esa
chocolateada mezcolanza racial ante la cual resalta la blancura de la minoría cuyos antepasados
dieron nombre a la Ciudad de los Reyes.

Otro elemento de interés en la historia es que tal duelo no se llevó a cabo según las
puntillosas reglas del Marqués de Cabriñana. Fue a la criolla y usando el arma llamada chaveta,
larga y delgada hoja de acero, filuda hasta poder afeitar, con la cual se dan tajos los pelanderos
del pueblo costeño del Perú.

Quizá tenga también interés anotar que mi información es de primera mano. La historia del
duelo me la contó el sobreviviente, mientras ambos cumplíamos condena en la penitenciaría de
Lima. ¿Será necesario aclarar que yo estaba preso por razones políticas? Fui sentenciado a diez
años de presidio por tomar parte de la revolución de Trujillo, hecha en 1932.

Cuanto vi, escuché y pasé en ese sombroso antro de altas paredes lisas y barrotes rechinantes,
donde más de una vez, por esos radiosos milagros del alma humana, afloraba también luz, podría
ser materia de una novela que acaso escriba con el tiempo. Por el momento, quiero contar la
historia del original duelo que, pese a algunas de sus características arrabaleras, fue considerado
por la Corte de Justicia de Lima como un duelo de caballeros. Para tan gallarda interpretación
mediaron causas que ya aparecerán.

Después de ingresar en la Penitenciaría, pasé por siete días reglamentarios de aislamiento y


luego entré en contacto con una treintena de compañeros de lucha que me había precedido en la
entrada, y los presos comunes. Los “políticos” no tardaron en señalarme a las notabilidades que
había entre los “comunes”. Allí se encontraba Carita, mulato malambino de los que por su
retadora condición de hombre de pelea, reciben el nombre de faites.

Carita era más alto que bajo, de contextura recia; usaba zapatos de tacón alto, a la andaluza;
llevaba arreglado el uniforme a rayas negras y grises según su medida; se ladeaba sobre la frente
la visera ancha de una gorra de apache y los domingos hacía flotar en torno al cuello un pañuelo
rojo. En su cara cetrina y alargada, un tanto caballuna, la boca prominente lucía una gran
cicatriz; la nariz era ancha y de trazo enérgico; los ojos oscuros se movían ágiles, pero a ratos
adquirían la fijeza de los de una fiera en acecho.

Tenía modales sueltos que denotaban aplomo, respondía con una sobriedad no exenta de
distinción a su prestigio legendario y miraba desdeñosamente a lo que podría llamarse el vulgo
del delito. Por el tiempo en que lo conocí, allá en el año 32, Carita hacía gestiones para conseguir
el indulto y ofrecía en cambio sus servicios de guardaespaldas a Sánchez Cerro, razón por la cual
y muy a su manera, guardando todo el solapado oportunismo de un tipo de experiencia, trataba
también con cierta indiferencia a los “políticos”, que estábamos allí por oponernos al régimen.
En ese tiempo, cumplía una segunda condena a quince años de presidio por un crimen vulgar,
pero la nombradía de bravura adquirida en el famoso duelo, le duraba todavía. De “puro macho”
—así comentaban los otros presos— no comía con los demás, sino que en la mesa de los
guardas, tal como suena. Iba a los talleres cuando le venía en gana y, en general, tenía hacia el
trabajo esa actitud de desdén que es propia de los delincuentes de vuelo y de los aristócratas. De
la Independencia para acá, éstos han ido arriando bandera y se han puesto a laborar. Los
delincuentes, aquéllos de ley, la levantan en alto aún, y Carita hacía sólo a regañadientes las
concesiones demandadas por la necesidad. Formaba de mala gana en las filas de presos, pero su
latente indisciplina no llegaba a propasarse. Con los guardas se llevaba dentro de unas maneras
en las que había agazapadas amenazas revestidas de dignidad. Ni autoridades ni presos tenían
conflictos con él. Las primeras le respetaban los caprichos con los que afirmaba su espíritu
individualista y rebelde, y los segundos a la vez lo admiraban y le temían, razón por la cual le
prodigaban atenciones o lo eludían. Carita era todo un héroe de la prisión.

Un día lo encontré en el despacho de recetas del hospital y le dije:

—Mire, Carita. Cuando yo era repórter del diario El Norte, de Trujillo, tropecé en la cárcel
con un negro chavetero y ladrón apodado el Mono. Le hice un reportaje. Afirmó que él fue quién
mató a Tirifilo, cuando la pelea estaba en las últimas pero indecisa, por salvarlo a usted...

—Mentiras del Mono —replicó Carita, haciendo un gesto de desdén con la mano, y agregó—
: Cierto que el Mono estaba en mi barra, pero ¿cómo se iba a meter si ahí estaba también la barra
de Tirifilo? Eso dice el Mono por darse pisto, por vincularse de algún modo al asunto. ¡Negro
atrevido! Cuando yo salga, le advertiré que diga la verdad.

Carita me hizo varias preguntas y sonrió con satisfacción al confirmar yo su fama. Alentado
por eso y mi condición de periodista, me dijo:

—Sentémonos aquí y yo le contaré cómo fueron las cosas. No me gusta contárselas a todos,
¿me entiendes? ¡Qué va a hablarle uno a cualquier suche!

Tomamos asiento en dos sillas que había por allí y Carita comenzó a hablar. Pese a su desdén
por los suches, es decir, la gente de poca monta, siempre lo escucharon varios a los que
seguramente consideraba así, o sea quien despachaba las recetas, un guarda y varios presos
comunes que entraron por remedios y se fueron añadiendo al auditorio. Ya entusiasmado por el
recuerdo de su hazaña, en pleno relato, Carita aceptaba la admirativa atención de los suches con
ocasionales miradas de condescendencia.

Su voz era gruesa y opaca, pero adquirió emocionadas modulaciones a medida que avanzaba
narrando. Sus palabras y frases tenían color. En un momento se puso de pie y dio varios pasos,
haciendo fintas, para reproducir los lances de la pelea.

No recuerdo sus palabras exactas. Se nos confinaba desde las seis de la tarde a las seis de la
mañana en una celda parecida a un nicho, cuyas paredes laterales uno podía tocar abriendo los
brazos. Allí, mientras había luz, o sea hasta las nueve, me entretenía tomando notas de mis
impresiones diarias y escribiendo cuanto se me ocurría. Una vez, con motivo de que a un
compañero le encontraron una revista que contenía un artículo considerado “subversivo”,
hicieron un registro de celdas “políticas” y se llevaron todos nuestros papeles. Las notas del
relato de Carita estaban entre los míos. No sé a qué sabias conclusiones llegarían las autoridades
después del concienzudo análisis que practicaron, pero a nadie le devolvieron una hoja. En
muchos casos, los tales papeles eran simplemente esas cartas que vienen del mundo de afuera,
con el mensaje de la familia, de la novia, de los amigos, y que para el preso constituyen un
tesoro.

Me procuré un grueso fajo de papel de estraza en la cocina, pero no pude reconstruir cuanto
había apuntado y menos re—crear (aquí no hay nada unamunesco) mi incipiente producción
literaria. Con todo, a modo de revancha, prosé algunos nuevos versos libertarios que fueron
bastante celebrados y, ganando la calle, adquirieron una apreciable popularidad. También
compuse cuentos. Mi instinto de novelista me decía que lo memorable se quedaría en la memoria
para después.

Así, narro la historia del famoso duelo de Carita y Tirifilo sin más auxilio que el de la
memoria. Si hay fallas, que me disculpen los años trascurridos.

En el barrio de Malambo, antes del año 20, era lo que se llama el taita un negro apodado
Tirifilo. Sería exagerado decir que tal sujeto no tenía oficio ni beneficio. De oficio era ladrón y
como beneficio, por cierto exclusivamente personal, tenía el de manejar la chaveta como nadie.
Fuera de contar con un corazón bien puesto, lo ayudaban sus condiciones físicas. Tirifilo
levantaba una larga estatura, según la fama de cerca de dos metros. Esto más que fama resultaba
leyenda para muchos, pero en todo caso era muy alto y flaco, de una agilidad de puma, a todo lo
cual se agregaba que sus brazos extraordinariamente largos, armado de chaveta el uno, el otro
sirviéndole de defensa mediante la manta arrollada, no dejaban pasar los tiros del rival y en
cambio lo alcanzaban con una facilidad extrema.

Todo ello hizo que Tirifilo fuera el indiscutible mandamás del hampa negra y mulata de
Malambo, durante un número de años que ya nadie se encargaba de contar. Los más valientes y
diestros chaveteros le huían. Pero el poder es perecedero y la vida, huidiza. Más si dependen del
filo de la chaveta.

Tomaba vuelo entre los chaveteros de Malambo un mozo al que habían apodado Carita por la
acusada expresión jovial que tenía su faz en aquellos años. No pasaba mucho más allá de los
veintiuno y ya había puesto fuera de combate, con los puños o por medio de la hoja filuda, a
cuantos se le enfrentaron. Era además medio guitarrista y cantor, cliente distinguido de los
burdeles baratos, bueno para el trago y amigo de sus amigos. Las nuevas promociones de faites,
los negros y mulatos jóvenes eran partidarios de Carita por esa solidaridad que hay entre los
miembros de la misma generación y sus colindantes y también porque es un natural impulso de
la juventud perseguir la renovación del liderazgo, aun en el mundo llamado bajo. Mientras
tiraban los dados y bebían pisco en las penumbrosas cantinas de Malambo, aseguraban que
Carita era muy capaz de hacerle pelea a Tirifilo, aunque pocos osaban afirmar que lo derrotaría.

El poderoso amenazado, por su parte, no tomaba en cuenta las habladurías. Tirifilo trataba a
Carita con la natural superioridad que va del maestro al discípulo, aunque la verdad era que a
usar la chaveta no le había enseñado. Ni siquiera lo había visto pelear. Lo que sí quiso enseñarle
fue el arte de robar y meterse en contrabandos y malas aventuras, por todo lo cual andaba
siempre buscando al mozo, quien con su madre ocupaba dos cuartos en un callejón del barrio.

La señora, madre al fin, mostraba cierta resistencia a que su hijo entrara en colaboración
estrecha con un tipo tan notorio, imaginando naturalmente que no tardaría en mezclarlo en un lío
de gran clase malambina. Su actitud evasiva y poco amistosa traía molesto a Tirifilo.

Y sucedió que una mañana, en circunstancias en que el taita hacía planes para practicar un
robo de importancia, llegó al callejón en busca de Carita. Éste no se encontraba en casa y así se
lo dijo la señora con la frialdad que el otro ya conocía. Tirifilo tronó afirmando que ella “lo
negaba” para impedir que se juntara con él y le espetó, intercalando entre frase y frase el más
selecto conjunto del repertorio de injurias arrabalero:

—¡Vieja!... ¡Quieres tener al hijo metido entre las polleras!... ¡Déjalo que salga y se haga
hombre!...

El vecindario se revolvió al oír los gritos. Las puertas del callejón enracimaron cabezas
aguaitadotas. Corrían voces diciendo:

—¡Es Tirifilo! ¡Es Tirifilo!

Era como si un hálito de malos presagios cruzara por el aire.

Tirifilo siguió gritando para que lo oyeran todos, inclusive Carita, a quien suponía oculto en
el otro cuarto:

—¡Lo vas a hacer un flojo, un cobarde, si es que ya no lo es!... ¡Sácatelo de entre las polleras,
vieja!... ¡Que salga ese cobarde!...

Carita carecía del don de la ubicuidad y naturalmente no salió. Se fue puertas adentro, entre
sollozos, la pobre negra defendelona y Tirifilo optó también por marcharse, escupiendo
desprecio y amenazas frente al pobrerío amedrentado.

Al poco rato apareció Carita y encontró a su madre llorando. Ella no le quiso revelar nada de
lo que había pasado y Carita salió a informarse entre los vecinos. Cuando supo lo ocurrido, se le
enrojecieron los ojos y enmudeció, adquiriendo la torva resolución de una fiera herida. De ahí no
más se fue a la calle, a fin de que “la vieja” no supiera lo que iba a hacer, y buscó a dos
miembros de su barra para que fueran testigos del reto.

En compañía de dos negros, uno de los cuales era el Mono, llegó a casa de Tirifilo. Éste se
encontraba sentado junto a la puerta, todavía con señas de mal humor.

—¡Negro liso! —le gritó Carita, intercalando con exacta propiedad otro selecto conjunto de
injurias del susodicho repertorio—. ¿Por qué te has atrevido a insultar a mi madre? Me la vas a
pagar...
—¿Qué? —gruñó Tirifilo con una desdeñosa incredulidad—. Lo que he dicho, ahí se queda.

—¿Se queda? —retrucó Carita—. Vas a ver que pa un hombre hay otro, negro abusivo. Te
reto a pelear esta noche, cuando salga la luna, en el Jato del Tajamar.

¡Uno de los dos se quedará ahí!...

Tirifilo miró a Carita, midiéndole despectivamente, y respondió:

—Ahí estaré.

La noticia del próximo duelo corrió sigilosamente de calle en calle, de casa en casa, de
callejón en callejón, de cuartucho en cuartucho, convocando lo más granado del hampa de
Malambo. Cada bando reclutó una barra de unos veinte chaveteros escogidos. Y ya no se hizo
nada más, salvo que los contrincantes afilaron bien sus mejores chavetas y todos esperaron.

Llegó la noche a Malambo.

La luna debía surgir tarde. A eso de las dos salieron Carita, el Mono y otro más, rumbo a las
afueras del barrio y por las callejas soledosas, brotando de la oscuridad de los callejones;
llamándose y respondiendo con rápidos y peculiares silbidos, avanzaron también los miembros
de las barras.

Carita y sus acompañantes, todos los cuales se le juntaron en un lugar convenido, fueron los
primeros en llegar al Jato de Tajamar, sitio llano, cubierto de basura y latas viejas.

Pese a la oscuridad, unos cuantos limpiaron un ancho espacio, librándolo de latas y lo que
pudiera servir para tropezar. A poco, llegaron varios del bando de Tirifilo y revisaron el trabajo
hecho, ampliando todavía más el espacio sin obstáculos. Corrió un rumor entre las barras cuando
Tirifilo arribó, seguido de algunos más, delineando su alta silueta entre las sombras. Al ser
rodeado por toda su gente, dijo algo hablando sobre las cabezas.

De nuevo, ya no quedaba sino esperar.

Los duelistas y sus barras sentáronse en fila, a un lado y otro del espacio señalado. Sus
rostros y vestidos oscuros, apenas se veían en la sombra. Sí fulgía la luz de los cigarrillos. Y
hablaban una que otra vez, en voz baja, como se habla siempre en tales horas, que son de un
anticipado respeto a la muerte.

No lejos pasaba el silencioso Rimac, que separa a Lima de Malambo. El barrio negro se
aplastaba a un lado, chato bajo la noche, entre un débil reflejo de luces rojizas. Al otro lado del
río, la ciudad alzaba hacia el cielo un pálido resplandor. Pero la sombra del Jato del Tajamar
envolvía a los duelistas y sus barras y había que seguir en espera de la luna.

La espera se hacía tensa. En el silencio de la noche, no se oía ya ni una palabra. Algunos


masticaban coca, la hoja india que amansa los nervios. La luz de los cigarrillos continuaba
brillando.
Cuando el reloj de la catedral marcó las tres y media, comenzó a surgir la luna. Hubo que
esperar un rato más, hasta que saliera de una espesa mancha de nubes. Carita bebió medio vaso
de pisco mezclado con tabaco. Tirifilo hizo otro tanto. Una voz surgió desde la barra de éste,
diciendo:

—Vamos.

La luz de la luna había llegado al Jato del Tajamar.

Los contendores, seguidos de dos ayudantes, avanzaron a paso lento, en mangas de camisa,
hacia el centro del campo. Detuviéronse a corta distancia uno del otro y lentamente, casi
ritualmente, envolvieron una manta en el antebrazo izquierdo. Debía quedar bien ceñida, como
una paca de chafar puntazos. Con la diestra empuñaron la chaveta. Las hojas de acero y los ojos
buidos refulgieron a la luz de la luna.

—¡Ya!... ¡Déjenlos solos! —gritó alguien.

Los ayudantes se apartaron.

Tirifilo y Carita se quedaron solos y frente a frente, como dos hitos. La muerte parecía estar
entre ellos, reclamando otra calavera. Eran muy pocos los que pensaban que no sería la de Carita.
Pero todos admiraban al mozo, por atreverse a hacer lo que nadie. El negro Tirifilo, el as de la
chaveta, estaba allí ante un contendor al que aventajaba claramente en estatura y largo de brazos.
Además, doblaba en edad al novato, y nadie consideraba la pérdida del vigor, sino una mayor
experiencia decisiva. A Carita no parecía quedarle otra cosa que morir, salvo que Tirifilo,
después de cortarlo a su gusto por vía de distracción y ejemplo, le perdonara la vida. En realidad,
esto es lo que pensaba hacer Tirifilo; ya así se lo había confiado a dos de sus íntimos, como se
supo después. A última hora había dudado de que Carita aceptara el perdón, recordando la forma
resuelta en que lo retó. El combate diría...

Tirifilo inició la pelea dando un salto hacia atrás y poniéndose en guardia.

Agazapado para hurtar el vientre a los puntazos, los hombros inclinados hacia delante, el
enorme brazo izquierdo arqueando el antebrazo protector, con la chaveta en la diestra, jugándola
a golpe de muñeca, parecía un gigantesco puma de zarpas prontas. Y más lo pareció cuando, una
vez que Carita entró en guardia, se puso a dar agilísimos saltos en redondo, como si quisiera
aturdirlo, caerle por sorpresa, burlarse de él o todo junto. Carita, dándole la cara siempre, lo
medía y aguardaba sin moverse casi del sitio en que se plantó al comenzar.

—¡Entra, hijo de puta! —gritó Tirifilo.

Carita continuó en su sitio, sin mostrar intenciones de atacar. Que no era cobarde lo probaba
el hecho mismo de encontrarse allí. Él sabría lo que iba a hacer. Para TTirifilo, entre tanto, la
tarea de darle vueltas a saltos había pasado a ser incómoda. No podía estarse así todo el tiempo.
Se decidió a atacar dando un formidable salto hacia delante, como para cortar a Carita en el
hombro, pero éste se hizo a un lado a su vez, con otro salto muy liviano, y dejó pasar al
gigantesco puma limpiamente.

—¡Así! —gritaron en la barra del mozo.

Tirifilo volviose con rapidez y repitió el ataque, esta vez al rostro, y Carita lo eludió con un
salto hacia atrás, perdiéndose el chavetazo en el aire. Tirifilo repitió su reto:

—¡Entra, carajo!

Carita no atacó. Estaba visto que se guardaba. El maestro de siempre comenzó a sospechar
que tenía un rival de vuelo. Volvió a la carga una y otra vez, y una y otra vez fue eludido. Si bien
Tirifilo aventajaba a Carita en estatura, no le llevaba nada en astucia. El muchacho había resuelto
pelearle de lejos. Tirifilo alcanzó luego a clavarle varios puntazos en la manta arrollada. Mientras
más se esforzaba, menos parecía lograr. Carita comenzó a tantearlo. Confiado en el largo de sus
brazos, Tirifilo se descuidaba un tanto después de saltar hacia adelante. En una de esas, Carita
contraatacó logrando cortarle el brazo izquierdo, cerca del hombro. La primera sangre, sangre de
Tirifilo, comenzó a chorrear. Algunas gotas brillaron en el suelo. Las barras, cada una por razón
contraria, miraban la sangre con sorpresa.

Tirifilo se enfureció, lanzando más injurias que ataques. Carita se le escapaba con una
agilidad felina. Luego, Tirifilo calló. Los contrincantes comenzaron a jadear. El resuello de
Tirifilo era violento. Producía un ruido ronco y agudo. Por poco rugía. Carita logró darle otro
tajo en el antebrazo derecho, devolviéndole un chavetazo que falló. Las barras aullaron. Sólo la
luna lucía impasible.

Tirifilo trató de serenarse y de tomar las cosas verdaderamente en serio. Estaba visto que ya
no podría lucirse cortando a su placer a Carita y menos perdonándole. Jugó los brazos simulando
contradictorios ataques y luego entró a fondo, logrando cortar a Carita en la boca.

—¡Ése es tajo que vale! —gritó uno de la barra adicta al maestro. Y agregó más fuerte.

—¡Ríndete, Carita! ¡Te va a matar!

Carita comenzó a beber su propia sangre, que del labio superior partido le chorreaba a la
boca. El sabor de su sangre lo enfureció más, aturdiéndolo un poco, circunstancia que aprovechó
Tirifilo para lanzarle nuevos chavetazos que lo hirieron en los hombros.

—¡Ríndete, Carita! —conminó de nuevo la voz.

La respuesta fue agacharse, saltar a un lado y otro, desviar la diestra armada de Tirifilo
entrando de costado y darle un formidable puntazo en el rostro. Carita sintió el hueso del
pómulo. Tirifilo rugió de dolor y las barras se excitaron a tal punto que alguien demandó calma a
gritos.
El novato volvió al ataque pero el maestro, ya prevenido, lo paró en seco. Carita sintió que le
desgarraba la camisa, a la altura del pecho. La chaveta cruzó de costado. Un poco más y lo
habría muerto.

Carita se puso a dar saltos en torno a su enemigo, rehuyendo un entrevero. Trataba, mientras
tanto, de pensar con claridad. La intimación al rendimiento le pareció un indicio de que la pelea
estaba indecisa. Si bien la segunda vez lo había indignado, atacando como lo hizo, ahora veía
que si continuaba entrando, Tirifilo acabaría por ganarle a pura dimensión de brazo, encajándole
un chavetazo mortal. Entonces, debía volver a su táctica de pelearle de lejos, haciéndole el mayor
número de tajos, cansándolo y desangrándolo hasta debilitarlo en tal forma que la tarea de
rematar sería cuestión de tiempo. Tirifilo, con toda su experiencia de luchador, entendió bien lo
que Carita se proponía. Desde el principio, trató de indignarlo para que entrara. Luego vio que no
le hizo caso, pero más tarde se arrebató en forma que podía aprovechar. Ahora, que Carita volvía
a escurrírsele, entendió que llevaba las de perder si no terminaba pronto con el “vivo” y se lanzó
al ataque. Lo perseguía de un lado a otro del campo, hasta tropezar con los miembros de las
barras o alguna lata vieja. Carita retrocedía a saltos, lo esquivaba, no sin lanzarle un chavetazo
alguna vez. Los brazos de Tirifilo se iban llenando de heridas. Y parecía que Carita siempre le
iba a quedar lejos.

—¡No corras, hijo de puta! —gritó Tirifilo.

En su voz había un acento de contenida desesperación.

Le daba rabia no poder acabar con ese rival novato, de sorprendente agilidad, que no sólo iba
a dar al traste con su prestigio de chavetero sino que le podía quitar la vida. Habiendo
abandonado la idea de lucirse con él y perdonarlo hacía mucho rato, resultaba que ahora tampoco
podía matarlo. El gigantesco puma bufaba lanzando chavetazos de frente y de costado, sin lograr
herir a Carita. Había sangre en los aceros y en los cuerpos, pero la sangre de Tirifilo corría más.
En un momento en que éste se tiró a fondo como para atravesar a Carita, fue esquivado en forma
tal, que la chaveta del muchacho, quien hizo un quite agachado y lanzóse hacia delante, le partió
un muslo. Tirifilo volvióse rápido para encontrar que Carita le pasaba por un lado, cortándole el
molledo del brazo izquierdo. El maestro se detuvo, como si para él todo eso constituyera el
colmo de la sorpresa. Luego reinició la terca persecución, resollando angustiadamente.

Comenzaba a clarear el día. Carita vio la congestionada faz de Tirifilo. De los ojos rabiosos
salían lágrimas que dejaban un trazo brillante en una mejilla. En la otra, mal herida, las lágrimas
se confundían con la sangre. Carita vio también que en esos ojos estaba grabada la muerte, a
fuego de odio y orgullo. Querían la muerte para Carita o Tirifilo mismo, pero nada menos.

Las barras se habían callado. El final ya parecía anunciarse, pero la derrota de Tirifilo se
tenía aún por cosa increíble. Muchos esperaban que acertara haciendo un último esfuerzo. De
algo habrían de servirle su gran valor, sus brazos larguísimos, su experiencia de años. Acaso
terminaría por matar a Carita, pese a las malas condiciones en que estaba. Se había desangrado
mucho, pero ninguna de sus heridas parecía mortal. La cuestión consistía en que resistiera. Aún
podría atacar...
Es lo que trató de hacer Tirifilo. Pero no pudo persistir en el esfuerzo. Dio visibles muestras
de debilidad. Sus saltos eran menos ágiles. El brazo de la manta aflojó mucho. Se hubiera dicho
que perdía la guardia. El otro, se movía con poca agilidad al lanzar los chavetazos.

Confundido ya, insultó de nuevo a Carita, a la loca, como se vio luego:

—Entra, hijo de puta.

Carita saltó de un lado a otro, confundiendo más a su rival y midiendo la situación. De


repente entró a fondo. Con el antebrazo enmantado, hizo a un lado el arma de Tirifilo y como la
defensa de éste era floja, le clavó la chaveta en el pecho, empujándola con la palma de la mano
ahuecada y sacándola luego inmediatamente, de modo que todo aquello pareció suerte de torería.
Tirifilo derrumbose largo a largo y murió dando un rápido estertor.

Viendo las camisas blancas enrojecidas a trechos, uno comentó:

—Se han pintao la bandera peruana.

Carita se marchó hacia Malambo solo, la manta ensangrentada en una mano, la chaveta en la
otra. Llegando al poblado, echó a andar por media calle, el paso vacilante, por poco sin fuerzas.

Cuando pasaba frente a la casa de Tirifilo, encontró a la mujer de éste, esperando a su marido
en la puerta. Díjole entonces:

—Anda, recoge a tu negro, que no se levantará más...

Calle adelante, tropezó con dos policías. Pese a que caminaba con dificultad, llevaba en el
rostro tal expresión de fiereza, y todo su continente rezumaba tanta disposición de lucha, así con
la manta chorreando sangre y la chaveta lista, que los policías lo dejaron pasar, limitándose a
seguirlo. Carita llegó por fin a la puerta de una botica, donde se desplomó gritando:

—Cúrenme.

La noticia fue recibida con incredulidad por los cronistas policiales. ¿Muerto a chaveta
Tirifilo, el as de Malambo? Luego que la confirmaron viendo el cadáver en la morgue y
entrevistando a Carita en el hospital, los diarios lucieron crónicas y reportajes a grandes titulares,
durante muchos días.

El alma del pueblo vibró. Carita tenía en su favor, más allá de toda consideración de valor y
victoria sobre el temible Tirifilo, el hecho de haber defendido a su madre. Valses criollos y
marineras cantaron la hazaña. Un nuevo héroe popular había surgido. A la larga fue envuelto en
una aureola de leyenda.

Cuando la Corte de Justicia vio el caso, Carita tenía ganada su causa en la opinión. Los
magistrados consideraron la reyerta entre un negro y un mulato de Malambo como una clara
cuestión de honor, un duelo de caballeros, y dictaron la sentencia correspondiente: tres años de
prisión.
Los negros y mulatos de Malambo, de ordinario arrogantes, abombaron un tanto más el
pecho al pasar por las calles de la Ciudad de los Reyes.
Cuarzo
El indio Fabián caminaba imaginando la cara que su pequeño hijo pondría al ver el cuarzo. El
bloque traslúcido erizado de varillas refulgentes, estaba con la calabaza y la cuchara de palo del
yantar y otros trastos, en el fondo de las alforjas que le ceñían el hombro. Un quebrado sendero,
ágil equilibrista de breñales andinos, aumentaba la brusquedad de su paso, por lo cual los objetos
de las alforjas se entrechocaban produciendo un ruido monótono que rimaba con el choclear de
las ojotas. Más allá, en torno del viajero, sólo había silencio. La puna estaba cargada de noche.
Un ligero viento no conseguía silbar entre las pajas.

A Fabián no le importaba la cegadora oscuridad ni las desigualdades de la ruta, pues se


hallaba acostumbrado a vencerlas con habilidad aprendida entre las mismas peñas. Amén de que
la noche a flor de tierra no era tan densa y permitía estar, erguido, así fuera sobre un hilo de
senda rondadora de abismos. Más sombra tuvo en la profundidad de la mina, mayor incomodidad
en la estrechez del socavón roqueño.

Trabajó dos meses allí. Los peones entraban por las prietas galerías a barrenar y dinamitar las
entrañas de la tierra, extrayendo una sustancia pesada y lustrosa, de color chocolate, envuelta en
rutilantes rocas de cuarzo. Una callada hilera de mujeres andinas, que era como un arco iris de
pollerones orlando la tierra gris, tomábala entonces y separaba el cuarzo, rompiéndolo a golpe de
martillo. Así, los fragmentos de tungsteno quedaban listos para ser cargados en asnos y llamas y
enviados muy lejos. Fabián no sabía precisamente a dónde ni para qué. Se hablaba de que había
una guerra grande en el mundo y que esa guerra, fuera de gente, comía tungsteno. Muchos
inventos sacaban. Al principio, unos gringos treparon los roquedales andinos a explorar y luego
llamaron a los campesinos para el laboreo. Ahora se llevaban el mineral. Y sobre la ancha falda
del cerro rico, según podía verse, nevaba la nueva nieve del cuarzo.

Los viajeros de la región no dejaban de echar un vistazo a la original industria. Antes vieron
explotar el oro, la plata, el cobre, aun el carbón. Los tiempos modernos con su fiera guerra,
habían valorizado el... « ¿cómo se llama?... ¡ah, el tungsteno!».

Mascullaban algo en tono de broma y, como nadie lo impedía, echaban a las alforjas un trozo
de brillante cuarzo para obsequio o recuerdo. Llegó a ponerse de moda. Por toda la comarca se
esparció la roca de la mina. Los niños indios miraban maravillados los poliedros, hasta que al fin
se atrevían a jugar con ellos. Las mujeres dábanles oficio de peanas. En los escritorios de los
hacendados a guisa de pisapapeles, se erguían triunfantes los haces de varillas.

Fabián llevaba también ese regalo para su pequeño: cuarzo, luz de piedra. No era lo único.
En una esquina del pañuelo tenía amarrados quinientos soles, sólo algunos de metal firme, a la
verdad, pero los billetes valían en las tiendas del pueblo. Su mujer tenía vista una falda de percal
floreado. El andaba aficionado de una cuchilla. El pequeño quería una sonaja. Justo el domingo
próximo irían al pueblo.

Todo ello alegraba al viajero como la perspectiva de alcanzar sus lares. Tenía el corazón
hecho un abrazo para la mujer y el hijo, la casa y el ganado, la tierra y la siembra. Cuatro leguas
más de camino y estaría en lo suyo. Ahí la luz surgía en los cerros para mostrar al hombre todas
las cosas buenas que animaban la ondulación de los campos y no a marcarle la necesidad de
hundirse en el socavón ahíto de trémulas tinieblas y ensordecedores ruidos de barrena. Después
de todo, pagaban algo en la mina y descontando gastos de comida y cañazo bueno para el frío,
solía sobrar un poco.

Decían que cuando terminara la guerra, esa pelea lejana y hasta cierto punto misteriosa, la
explotación del tungsteno cesaría y era cuestión de aprovechar ahora.

Marchaba vigorosamente, venciendo con rápido paso los altibajos y recovecos de cuestas y
laderas. Su mujer estaría contenta con los quinientos soles, su hijo con el cuarto. La cara que
ponía el pequeño al alegrarse, de puro risueña era cómica y le hacía a Fabián mucha gracia. Una
leve sonrisa se perdió en sus facciones tal si fuera en montañas calladas.

Súbitamente fulguró, partiendo del cielo y la noche, la candela fugaz de un lejano relámpago.
El granizo apedreó después el sombrero de junco y las rocas. Por último, la lluvia cayó en
apretados y sonoros chorros. Humedeciendo rápidamente el poncho, que templó su fría pesantez
de los hombros, comenzó a lamer las espaldas con su lengua helada. «Ya —se dijo el
caminante—, ojalá escampe luego.» Pero el aguacero no tenía trazas de parar. Su violencia
creció más todavía a favor de un viento que llegó dando alaridos en la sombra. Los chorros
adquirían una furia de chicote sobre la cara. Fabián tuvo que sacarse las ojotas, pues el sendero
se tornó muy resbaladizo. Sabía caminar engarfiando los dedos en la arcilla mojada, a fin de no
deslizarse y caer.

De rato en rato, la llama de los relámpagos iluminaba la puna y el eco de los truenos rodaba
sordamente de picacho en picacho. A la fugaz claridad, las rocas enhiestas parecían encajarse en
el negro cielo y la delgada canaleta del sendero brillaba trémula como si fuera a deshacerse con
la plétora de agua y fango. Por ella seguía chapoteando Fabián, tozudamente, calado hasta los
tuétanos por la humedad y el frío. Sacó de las alforjas un puñado de coca que chorreaba agua y
se puso a masticarla para sobrellevar mejor la marcha. Había tenido que lentificarla y tardaría
más en llegar.

Con las horas, disminuyó la furia de la tempestad. Sólo la lluvia continuaba cayendo, densa y
sonora, con esa pertinacia propia de los aguaceros nocturnos. «Pasará al amanecer», pensó
Fabián. Y se echó más coca entre los belfos ateridos y agitó el poncho para librarlo un tanto del
agua y que pesara menos. ¡Malhaya las chanzas del tiempo! Fabián pensaba en el tibio lecho de
bayetas y pieles de carnero, en el fogón de vivaces llamas, en la sopa reconfortante que su mujer
hacía. El cuerpo de Donatila era cálido y bueno. La lluvia tendría que contentarse con chapotear
a la puerta del bohío. El iba a llegar ya. Los raros relámpagos le precisaban la posición. He ahí
las rocas que se alzaban en las inmediaciones de las chacras y, bajo sus pies, las curvas mejor
conocidas, los escalones más familiares por frecuentados debido a la proximidad del bohío.

De pronto, un trueno alargó desmesuradamente su estruendo. Roncó estremeciendo la noche


y acallando por un momento el tenaz rumor del aguacero. Fabián se sobresaltó con todas las
fuerzas de su instinto, deteniéndose y echando hacia la sombra y la lejanía los hilos tensos de sus
sentidos. Continuaban produciéndose ruidos confusos, como de piedras que ruedan y maderos
que se rompen. El fuerte olor de la tierra revuelta pasó en oleadas espesas. Ya no le cupo duda.
Un derrumbe se había lanzado cuesta abajo y terminaba ahora de arrastrar sus últimos restos
hacia el fondo de la encañada. No sería en su parcela. Él mismo había visto que todo era firme
allí, que ni una vara de suelo vacilaría. Con una consistencia sólida e inclinación propicia al
desagüe, nada había que temer...

Fabián prosiguió su marcha, deseando solamente que el alud no hubiera cortado la ruta. Mas
estaba de contratiempos esa noche. El olor a fango se hizo permanente y pronto debió admitir
que el camino se rompía, perdiéndose en un barranco formado por la avalancha. Sus pies
vacilaron sobre la última fracción de senda, deleznable ya. Volvió calmosamente, casi a gatas, y
terminó por acomodarse al pie de una gran roca cuya inclinación podía defenderlo de la lluvia.
Esta seguía cayendo con terca insistencia. «Apenas aclare, buscaré paso», resolvió Fabián,
acurrucándose en espera del alba. Después de un rato, brilló un rezagado relámpago. Su escasa
lumbre bastó para que el indio alerta viera la franja gris que manchaba el cerro. ¿Era tan grande
que abarcaba el sitio de la casa y el redil? Tenía la evidencia de que una chacra había
desaparecido, pero esperaba que allá, al otro lado, se elevaran todavía el promontorio del bohío y
la cerca de la majada. No se podía columbrar. Ahora sí que aguardaba ansiosamente el alba. De
saber, habría rezado y se encomendó como pudo, en una muda imploración, a la Santísima
Virgen. En la espera larga, la sombra parecía adherida a las montañas. Sólo la lluvia fue
amenguándose y terminó por irse, aunque no con la brusquedad con que llegara.

Y al fin un güicho, vigía del alba, desenvolvió su agudo y claro canto. ¡Esa sostenida melodía
despertaba otrora al corazón de Fabián! Con ella se había levantado a recibir el sol en medio del
rocío titilante, los sembríos promisorios y el ganado en acecho de la vastedad de la puna. Pero
ahora obedeció al sonido para incorporarse a escrutar los cerros, en una angustiosa interrogación.

La claridad opaca del amanecer neblinoso bordeó un picacho, avanzó por el cielo y luego
descendió enharinando la encañada. Entonces Fabián pudo ver. Cada vez más claramente, vio.
La avalancha se había llevado todo, amontonando ruinas en lo más bajo del abra, allí entre los
retorcidos alisos que bordeaban una quebrada. La huella oscura comenzaba arriba, muy alto, al
pie de una gran peña, se curvaba un tanto al adquirir amplitud y luego descendía por la falda del
cerro, recta y violentamente, hasta el fondo. Un pardo retazo de chacra quedaba al otro lado, pero
la casa y el redil, con todo lo más querido, estarían abajo, envueltos en el hacinamiento de
troncos, piedras y barro.

El día fue pronto una luz amarilla que comenzó a brillar en la yerba y a calentar la tierra,
levantando el vaho las nubes. Fabián no dejaba de mirar la mancha gris. De saber cosas, la habría
encontrado igual a la silueta con que los dibujantes de fantasías fingen el símbolo de la muerte.
Para él era solamente la presencia de la desgracia hecha lluvia, flojedad y caída hecha derrumbe.
Todo tenía una aplastante simplicidad, una definición sin réplica. Admitiéndolo así, descendió
bordeando el nuevo barranco hasta llegar a su término. El cadáver de una oveja asomaba apenas
del lodazal, lo mismo que dos vigas. Bajo una costra de tierra, la azulosa pupila de la oveja se
empeñaba en mirar obstinadamente.
Habría que sacar a la mujer y al hijo para darles la debida sepultura y a las ovejas para
desollarlas. Vendería las pieles y la carne serviría para el velorio. El sol llegó a hundirse en el
revuelto conglomerado, haciendo más intenso el olor acre del barro. Fabián dio varias vueltas
considerando indicios y lo observó todo sin que se contrajera un músculo de su cetrina faz. La
tibieza del sol le recordó la conveniencia de secar el poncho y lo extendió —rojo y azul— sobre
unas matas. Luego pensó en ir a demandar ayuda, pero al punto cayó en cuenta de que los indios
de los contornos, al advertir la huella en el cerro, acudirían a examinar lo sucedido,
encontrándose con él y dándole una mano en la tarea. Con todo, ésta sería larga y convenía
renovar la entonadora dotación de coca a fin de acopiar fuerzas. Sentóse, pues, a un lado,
revolviendo las alforjas que guardaban la hoja verde. Al hacerlo encontró el albo y aristado trozo
de cuarzo, que fulguró bellamente bajo el sol. Pero en los ojos de Fabián centelló también una
llama y con un desdeñoso movimiento del brazo, lo arrojó hacia las ruinas. El cuarzo sumergió
su nítida blancura en la prieta masa del barro, produciendo un breve chasquido.

Y esa llama fugaz y tal gesto despectivo fueron los únicos signos exteriores de que algo había
ocurrido en el alma del indio Fabián. Después, hasta sentirse con ánimo para la faena, se puso a
masticar su coca impasiblemente.
Chutín aventaja a toda la nobleza
Once animales con alma y uno con garras

El hijo del hacendado, el niño Obdulio, antojóse de un perro de los del Simón Robles. Al fin
obtuvo un cachorro, al que pusieron Chuto, que quiere decir chusco, pues su pequeñez y su
ausencia de blasones contrastaba con la arrogancia y la abundante gama heráldica de los perros
de la casa-hacienda. El nombre trocose después, buscando sonoridad y diminutivo cariñoso, en
Chutín. Porque sucedió que de las esferas del capricho ascendió a las del afecto. Todos lo
querían, cumpliéndose una vez más la sentencia de que "los últimos serán los primeros”. Y había
razón para eso. Chutín aventajó y dejó muy atrás a los otros perros en las faenas. Los finos daban
terribles mordiscos, se enfurecían al ver sangre y mataban sin necesidad al ganado. Chutín
obteníalo todo, inclusive un buen arreo de vacas, de su alarido pertinaz, sus prudentes tarascadas,
su agilidad incansable y su buen humor. Además, aprendió a cazar perdices. Con el niño
Obdulio, joven de diez años, daba grandes batidas por los alrededores. Es tarea de demasiada
pericia. De pronto, del lado mismo de los cazadores, las perdices salen volando casi a ras de
tierra y piando desaforadamente. La fama dice que dan tres vuelos: uno largo, el segundo más
corto y el último más pequeño aún, y que en seguida no pueden sino correr. El perro ha de correr
tras su presunta presa apenas está echa a volar a fin de ver dónde se asienta, para seguirla y
obligarla a remontarse de nuevo y cansarla a fin de atraparla. No lo pueden hacer todos loa
perros. Han de ser muy veloces. Chutín lo hacía. Al principio creyó que la presa era para él, pero
después aprendió que había que entregarla, verla desaparecer en el morral y luego, en su
momento, recibir de manos de la cocinera una buena ración de patatas.

También Chutín no rehuía el embate de las fuerzas de la naturaleza. Cuando llovía o soplaba
viento fuerte, los perros finos se ponían a tiritar de frío, acurrucados en un rincón. Él retozaba
bajo la lluvia y ladraba alegremente. Amaba el ímpetu de la tempestad y el viento.

El mismo don Cipriano lo quería y guardaba para él los huesos de su plato. Y cuando los
otros perros, celosos, trataban de zarandearlo, el hacendado empleaba el fuertei que tenía colgado
junto a la puerta del escritorio y le servía para tundir2 a perros y peones. Éstos le tenían más
miedo que los primeros pero de todos modos, Chutín gozaba de una respetuosa consideración.
Fue así como se permitió aventajar y preterir a toda la nobleza.
Lluvia güena
Hay un momento en que la vida entera ausculta y descubre en el viento, en el color de la
nube, en el ojo del animal y del hombre en la rama del árbol, en el vuelo del pájaro, el
emocionante secreto de la lluvia. Hasta la roca estática parece adquirir un especial gesto, un
matiz cómplice.

Y hay un momento de felicidad para la vida entera que aguarda: el momento en que todos
los signos cuajan en la evidencia de un cielo en plenitud.

Así fue en aquel tiempo. Llegó noviembre. Un día el viento no se llevó las nubes. Por las
cimas del sur avanzaron agrandándose hasta llenar el cielo, negras y densas. Soplaba una brisa
lenta y rasante. Hombres y animales husmeaban el horizonte quieto y la bóveda sombría, más
quieta aún. Los árboles extendían hacia lo alto sus brazos angustiados y los pájaros volaban
piando entre las ramas desnudas. Los picachos se agrandaron hasta hurgar el cielo. Y la
concavidad ocre de la tierra, alerta y anhelosa, esperó.

Y fue el viejo y siempre radioso milagro.

Las primeras gotas levantaron polvo. Luego el pardo de la tierra tornóse oscuro y toda ella
esparció un olor fragante.

Se elevó un jubiloso coro de mugidos, relinchos y balidos. Retozaron las vacas y los potros.
Y los campesinos dilataron las narices sorbiendo las potentes ráfagas de la áspera fragancia.
Fulgían los relámpagos, retumbaban los truenos, el cielo entero se desplomó trepidando. Y fue la
tormenta una larga tormenta de alegría. Tierra y cielo se unieron a través de la lluvia para cantar
el himno de la vida.

¿Privaciones? Bastantes todavía, pero los úñicos y las zarzas darían moras, el suelo florecería
blancos hongos y toda la vida sería nuevamente verdor lozano y pulpa plena de dones.

Caía el agua amorosamente sobre los hombres y los animales, sobre los eucaliptos y los
pedrones rojinegros, sobre los campos olorosos, los huesos blancos y las tumbas de los muertos.

Aunque cayeron sobre penas, daban un júbilo hondo los musicales chorros celestes.
Mucha suerte con harto palo
Nace un niño en los Andes

Fue en una pequeña hacienda llamada Quilca, por más señas en la provincia de Huamachuco.
Recuerdo a Quilca aún. De clima tibio, por estar situada en una quiebra de las moles andinas,
abunda en árboles y sembrados. Quilca huele a eucaliptos, a yerbasanta, a granadillas, suena a
trigales.

En Quilca nací la noche del 4 de noviembre de 1909. Según me han contado, no di muchas
muestras de querer llegar al mundo. Como en esas abruptas soledades no abundan hasta hoy los
médicos —en aquellos tiempos el más próximo estaba a dos días de camino—, la comadrona
agotó inútilmente sus recursos para que yo saliera a ver la luz o la sombra de esa noche que tenía
alguna importancia para mí. Una de las mujeres en vela sugirió que harían bien a mi madreé
ciertas prietas semillas que solían quedar en las eras de trigo. Mi tío Constante,^3 que hoy es un
próspero hombre de negocios avecindado en Trujillo y en esos tiempos era un muchacho, fue
hasta la lejana era provisto de una linterna y se puso a hurgar afanosamente entre las pajas.
Cuando volvió, ya no fue cosa de emplear las semillas. Yo había dado la sorpresa de presentarme
al mundo de pronto. Comprendí de seguro que las novelas que traía en mente no debían quedarse
inéditas. A mi padreé le gustaba leer y aun escribir y su hermana menor, llamada Rosa, tenía las
mismas aficiones. Ella vivía en otra hacienda, Marcabal Grande, que toda mi familia pertenece a
la tradicional y controversial clase que forman los hacendados peruanos. Mi tía Rosa,
muchachuela de inquieto espíritu a quien la censura familiar sólo permitía leer libros inocuos,
habíase encantado con La isla misteriosa de Julio Verne, y más con el personaje central de la
obra, llamado precisamente Ciro. Escribió entonces a mi padre, pidiéndole que me pusiera tal
nombre y él, que tenía grande cariño por la hermanita lleora, así lo hizo. La figura de mi tocayo
el rey persa, ese famoso Ciro al que ha historiado Jenofonte, en nada intervino para nombrarme,
como no sea quizás por haber hecho inicialmente célebre el nombre. Tal se advierte, la
ocurrencia provino de la impresión causada por un personaje novelesco, captado entre censura
familiar, y tomó cuerpo en mí de muy cordial manera.

Años más tarde, siendo a mi vez un muchacho lector de Verne, recorrí las páginas de La isla
misteriosa con acrecentada curiosidad. El ingeniero Ciro Smith, que llega con algunos más a una
isla deshabitada, para mayor conflicto en un globo, es todo un héroe de Verne. Hombre
inteligente, simpático, lleno de recursos. Recuerdo todavía que una de sus primeras hazañas es
hacer fuego concentrando los rayos del sol con las lunas de su reloj. Mi tocayo me interesó, pero
no me dieron ganas de imitarlo. Yo había resuelto, aunque medio soñando, ser escritor. Mi isla
misteriosa debía ser la vida.
Manuel Baca y el caballo Canelo
Una vez llegó a Marcabal un hombre de río abajo, con una enorme llaga tropical que le
estaba comiendo el brazo. Mi padre lo curó y él se quedó a vivir en la hacienda. Se llamaba
Manuel Baca y era un gran narrador... fuera de ser diestro en cualquier faena. Caída la tarde,
frente al sol de los venados, que es una laya de sol naranja que dora las lomas a la oración,
Manuel parlaba con voz de conseja.

Los peones de Marcabal tenían cuanta tierra de cultivo desearan, ganado, potreros libres. La
posesión del caballo parecía despertarles una dormida confianza, que no en balde durante la
colonia se prohibió a los indios montar a caballo. Cuando estuve en edad de sujetarme, el
domador Saúl me entregó un caballo todavía marrajo al que puse por nombre “Canelo”. Terminé
de amansarlo y nos hicimos grandes amigos. Hay fraternidad entre el hombre del campo y el
animal. Con todos los seres y las cosas de la tierra intimé allí.

Y, además, a mis padres les gustaban las letras y las artes y tenían una biblioteca por la que
yo también fui tomando afición. En las noches, escuchaba conversar entretenidamente a mi padre
o a mi madre, y a mi abuela materna cantar canciones viejas y nuevas como la tierra.

De tal vida no me habría de olvidar jamás y tampoco de las experiencias que adquirí andando
por los jadeantes caminos de la cordillera, de los hechos de dolor que vi, de las historias que
escuché. Mis padres fueron mis primeros maestros, pero todo el pueblo peruano terminó por
moldearme a su manera y me hizo entender su dolor, su alegría, sus dones mayores y poco
reconocidos de inteligencia y fortaleza, su capacidad creadora, su
El César Vallejo que yo conocí
Mi vida había sido la de un niño campesino, hijo de hacendados a quien su padre enseña en
el momento oportuno a leer y escribir pasablemente y las artes más necesarias de nadar,
cabalgar, tirar el lazo y no asustarse frente a los largos caminos y las tormentas. Alternaba mis
trajines por el campo, donde me placía de modo especial un paraje formado por cierto árbol
grande y cierta piedra azul...

A los siete años de edad, tales eran mis conocimientos y mis anhelos, pero mis padres
abrigaban ideas más amplias sobre mi preparación y un día me anunciaron que debía ir a
Trujillo, una lejana ciudad de la costa, a estudiar. En compañía de un hermano menor de mi
padreé, que pasó con nosotros sus vacaciones, hice el largo viaje. Esos fueron para mí
reveladores días en que trotamos a través de dos riscosas cadenas de los Andes, bajando muchas
veces hasta valles cálidos ubicados en el fondo de las quebradas y los ríos, y subiendo, otras
tantas, hasta altos páramos rodeados de rocas contorsionadas. Vimos muchos pueblos y aldeas y
nos golpearon frecuentemente los tenaces vientos y lluvias de marzo.

Dado el fin de estas líneas, debo apuntar que estuvimos en la ciudad de Huamachuco, capital
de nuestra provincia, y que saliendo de allí y al encaminarnos hacia una cordillera muy alta, se
abrió el camino a la ciudad de Santiago de Chuco, capital de la provincia limítrofe, donde había
nacido César Vallejo.

En ese largo viaje a caballo, que duró siete días sin contar el tiempo que pasamos en casa de
amigos que mi padre tenía en la región, me impresionaron sobre todo las altas montañas de los
Andes, la puna enhiesta, llena de soledad y silencio y una sobrecogedora dramaticidad que
parece nacer de sus inmensas rocas que se parten, formando abismos de vértigo o trepan y trepan
con un terco afán de altura que no se cansa de herir el toldo encapotado del cielo. A veces, el
paisaje se dulcifica un poco, tiene bondad de árboles frutales en los valles y ternura de sembríos
ondulantes en las laderas, pero todo ello no es sino una tregua, porque predominan las rijosas
montañas que se desnudan subiendo a diez o quince mil o más pies de altura. En el alma de quien
cruce los Andes o viva allí, persistirá siempre la impresión, que es como una herida del paisaje
abrupto, hecho de elevadas mesetas, donde crecen pajonales amarillentos, y de roquedales
clamantes. Hay tristeza y, sobre todo, una angustia permanente y callada.

Los habitantes de ese vasto drama geológico, casi todos ellos indios o mestizos de indio y
español, son silenciosos y duros y se parecen a los Andes. Aun los de pura ascendencia hispánica
o los foráneos recién llegados, acaban por mostrar el sello de las influencias telúricas. Azotados
por las inclemencias de la naturaleza y de la sociedad —en exponer éstas ya he empleado varios
centenares de páginas— sufren un dolor que tiene una dimensión de siglos y parece confundirse
con la eternidad.

Todo lo dicho viene a cuento porque, días después de aquel viaje, debía encontrar en mi
profesor César Vallejo a un hombre que procedía de esos extraños lados del mundo y los llevaba
en sí. El caso es que llegamos a Trujillo, ciudad de la costa clara y soleada, agradablemente
cálida. En su ambiente colonial, con trece iglesias de labrados altares y casas de grandes
portones, patios amplios y balcones de estilo morisco, daban una nota de modernidad los
automóviles que corrían por calles pavimentadas, la luz eléctrica, los trenes que traqueteaban y
pitaban yendo y viniendo de los valles azucareros o el puerto próximo. Mi niñez, acostumbrada a
la naturaleza virgen, estaba muy asombrada de tanta máquina y del cine y otras cosas más,
inclusive de la numerosa gente locuaz, que vestía a la moda.

Yo vivía en casa de la abuela y mi tía Rosa Alegría Lynch, a la que debía mi nombre, era una
señorita de traza irlandesa, con cabellos de fuego y ojos verdes que parecían un bosque. Supo ser
un poco mi madre y mi maestra. Ya le habían levantado la censura y disfrutaba de una nutrida
biblioteca. Su gusto por las letras habíase depurado. Era amiga de varios escritores de la ciudad y
admiraba al entonces discutido poeta César Vallejo.

Hasta que un día, cuando mis piernas endurecidas y adoloridas por la cabalgata se agilizaron,
mi abuela resolvió mandarme a clase.

Un circunspecto señor, cargado de años y sapiencia, estaba de visita en casa la noche de un


domingo, y entonces escuché por primera vez el nombre de Vallejo y las discusiones que
provocaba. Se habló de que al día siguiente iniciaría mis estudios.

—Si tuviera un nieto —opinó el señor en un tono de sugerencia— lo mandaría al Seminario.


Está regido por eclesiásticos y es muy conveniente.

Yo era todo oídos escuchando esa conversación que me revelaba mi destino de estudiante.
Mi abuela repuso con dignidad:

—Es que su padre ha escrito que se lo ponga en el Colegio Nacional de San Juan. Es lo que
ha dicho terminantemente. Todos los hombres de la familia se han educado allí.

—¿Y a qué año va a ingresar?

—Al primer año de primaria...

El anciano por poco dio un salto y luego dijo, muy excitado:

—¡Mi señora!, ésa ya no es cuestión de colegios sino de buen sentido. ¿Sabe usted quién es
el profesor de primer año en San Juan? ¿Lo sabe usted? Pues es ese que se dice poeta, ese César
Vallejo, un hombre a quien le falta un tornillo.

—Al fin y al cabo. para enseñar el primer año. —dijo mi abuela tratando de calmarlo.

Mas nuestro visitante estaba evidentemente resuelto a salvar del peligro a un pobre niño
indefenso como yo y argumentó:

—No, no, mi señora. Ese Vallejo, si no es un idiota, es cuando menos un loco. ¿No podría
ponerlo en segundo año? Al entrar me sorprendió ver que el niño estaba leyendo el periódico.

Mi presunto salvador puso una cara de desconsuelo cuando mi abuela apuntó:


—Sí, ya sabe leer y escribir aceptablemente, pero no las otras materias que se enseñan en el
primer año.

El anciano estaba evidentemente resuelto a agotar todos sus recursos para librar a mi pobre
cerebro de influencias perturbadoras y tomó un rumbo más pacificador:

—Pero no me va usted a discutir, señora mía, que en cuanto educación y especialmente en


cuanto a religión se refiere, el Seminario es el mejor colegio. Está adquiriendo mucho prestigio.

Y mi abuela:

—En San Juan también enseñan religión, según el reglamento de estudios y no son
anticatólicos.

El señor abandonó la partida, pero sin duda para consolarse a sí mismo, se puso a hacer
consideraciones fatales para el modernismo y no sé cuántos ismos más y luego echó rayos y
centellas de carácter estético contra el arte de mi profesor, todo lo cual no entendí. Marchóse por
fin, llevándose una expresión de discreta contrariedad y no sin desearme buena suerte en una
forma entre esperanzada y compasiva.

Me fue difícil conciliar el sueño en medio de la inquietud que se apodera de un niño que irá a
la escuela por primera vez y pensando en mi profesor, que según decían era poeta y a quien el
severo anciano había llamado loco cuando no idiota.

Mi compañero de viaje, que era también estudiante del mismo colegio, me llevó hasta el
local.

—Por aquí no entran ustedes —me dijo al llegar a una gran puerta sobre la cual se leía la
inscripción “Dios y la Patria”—, esta puerta es para nosotros los de la sección media. Vamos por
allá...

Caminamos hasta la esquina y, volteando, se abrió a media cuadra la puerta que usaban los
profesores y alumnos de la sección primaria. Nos detuvimos de pronto y mi tío presentóme a
quien debía ser mi profesor. Junto a la puerta estaba parado César Vallejo. Magro, cetrino, casi
hierático, me pareció un árbol deshojado. Su traje era oscuro como su piel oscura. Por primera
vez vi el intenso brillo de sus ojos cuando se inclinó a preguntarme, con una tierna atención, mi
nombre. Cambió luego unas cuantas palabras con mi tío y, al irse éste, me dijo: “Vente por acá”.
Entramos a un pequeño patio donde jugaban muchos niños. Hacia uno de los lados estaba el
salón de los del primer año. Ya allí, se puso a levantar la tapa de las carpetas para ver las que
estaban desocupadas, según había o no prendas en su interior, y me señaló una de la primera fila
diciéndome:

—Aquí te vas a sentar. Pon dentro tus cositas. No, así no. Hay que ser ordenado. La pizarra,
que es más grande, debajo y encima tu libro. También tu gorrita.

Cuando dejé arregladas todas mis cosas, siguió:


—Muchos niños prefieren sentarse más atrás, porque no quieren que se les pregunte mucho.
Pero tú vas a ser un buen niño, buen estudiante, ¿no es cierto?

Yo no sabía nada de las pequeñas mañas de los chicos, de modo que no entendía bien a qué
se refería, pero contesté con ingenuidad:

—Sí, mi mamita me ha dicho que estudie mucho.

Él sonrió dejando ver unos dientes blanquísimos y luego me condujo hasta la puerta. Llamó a
uno de los chicuelos que estaban por allí jugando a la pega y le dijo:

—Este es un niño nuevo: llévalo a jugar.

Entonces se marchó y vinieron otros chicos, todos los cuales se pusieron a mirarme
curiosamente, sonriendo. “¡Serrano chaposo!”, comentó uno viendo mis mejillas coloradas, pues
los habitantes de la costa tienen generalmente la cara pálida. Los demás se echaron a reír. El
chico encargado de llevarme a jugar me preguntó sabiamente:

—¿Sabes jugar a la pega?

Le dije que no y él sentenció:

—Eres muy nuevo para saber jugar...

Me dejaron para seguir correteando. Yo estaba muy azorado y el bullicio que armaban todos
me aturdía. Busqué con la mirada a mi profesor y lo vi de nuevo parado junto a al puerta, moreno
y enjuto, conversando con otro profesor gordo y de bigote erguido, buen hombre a quien yo
también habría de llamar Champollion, como hacían los estudiantes desde muchas generaciones
atrás. No me atreví a ir hacia ellos y caminé al azar. Cruzando otra puerta, llegué a un gran patio
donde había muchos más niños. Nadie me miraba ni decía nada. Seguí caminando y encontré
otro patio, donde los estudiantes eran más grandes. Por allí se hallaba mi tío. Había muchos
patios, muchos salones, muchas arquerías. Las paredes estaban pintadas de un rojo claro, casi
sonrosado, quizás para templar la severidad de un edificio que, en antiguos tiempos, había sido
convento. Sonó la campana y yo no supe volver a mi salón. Me perdí, entrando equivocadamente
a otro. Vino a sacarme de mi confusión el propio Vallejo quien, al notar mi ausencia, se había
puesto a buscarme de salón en salón. Cogiéndome de la mano, me llevó con él. Aún recuerdo la
sensación que me produjo su mano fría, grande y nudosa, apretando mi pequeña mano tímida y
huidiza debido al azoro. Me quise soltar y él me la retuvo. Mientras caminábamos, por los
amplios corredores desiertos, me iba diciendo sin que yo atinara a responderle:

—¿Por qué te pusiste a caminar? ¿Te encontraste solo? Un niñito como tú no debe irse lejos
de su salón ni de su patio. Este colegio es muy grande. ¿Estás triste?

Llegamos a nuestro salón y me condujo hasta mi banco. El pasó a ocupar su mesa, situada a
la misma altura de nuestras carpetas y muy cerca de ellas, de modo que hablaba casi junto a
nosotros. En ese momento me di cuenta de que el profesor no se recortaba el pelo como todos los
hombres sino que usaba una gran melena lacia, abundante, nigérrima. Sin saber a qué atribuirlo
pregunté en voz baja a mi compañero de banco: “¿Y por qué tiene el pelo así?” “Porque es
poeta”, me cuchicheó. La personalidad de Vallejo se me antojó un tanto misteriosa y comencé a
hacerme muchas preguntas que no podía contestar. Él habría de sacarme de mi perplejidad
dando, con la regla, dos golpecitos en la mesa. Era su modo de pedir atención. Anunció que iba a
dictar la clase de geografía y, engarfiando los dedos para simular con sus flacas y morenas
manos la forma de la Tierra, comenzó a decir:

—Niñosh... la Tierra esh redonda como una naranja... Eshta mishma Tierra en que vivimosh
y vemosh como shi fuera plana, esh redonda.

Hablaba lentamente, silbando en forma peculiar las eses, que así suelen pronunciarlas los
naturales de Santiago de Chuco, hasta el punto en que por tal característica son reconocidos por
los moradores de las otras provincias de la región.

Se levantó después para dibujar la Tierra en el pizarrón y durante toda la clase nos repitió que
era redonda, no siendo eso lo único sorprendente sino también que giraba sobre sí misma. Dio
como pruebas las de la salida y puesta del sol, la forma en que aparecen y desaparecen los barcos
en el mar y otras más. Yo estaba sencillamente maravillado, tanto de que este mundo en el cual
vivimos fuera redondo y girara sobre sí mismo, como de lo mucho que sabía mi profesor.
Cuando la campana sonó anunciando el recreo, César Vallejo se limpió la tiza que blanqueaba
sobre una de sus mangas, se alisó la melena haciendo correr entre ella los garfios de sus dedos, y
salió. Fue a pararse de nuevo junto a la puerta y estuvo allí haciendo como que conversaba con
los otros profesores. Digo esto porque tenía un aire muy distraído.

De nuevo en el salón, era hora de estudio. La próxima sería de lectura. Había que repasar la
lección. Me llamó junto a él y abrió mi libro en la sección de “Pato”. Tuve confianza en mi
sabiduría y le dije:

—Ya pasé “Pato” hace tiempo. También “Rosita” y “Pepito”. Yo sé todo ese libro. Vallejo
me miró inquisitivamente:

—¿Sabes también escribir?

A mi respuesta afirmativa, me pidió que escribiera mi nombre y después el suyo. Dudé entre
la b labial y la otra para escribir su apellido, pero tuve suerte al decidirme y salí bien. Me probó
con otras palabras y una frase larga. La cosa parecía divertirle. Después me preguntó:

—Y sabes leer y escribir, ¿por qué te han puesto en primer año?

—Porque no sé otras cosas.

Entonces me dijo que fuera a sentarme. Traté de conversar con mi compañero de banco,
quien me cuchicheó que estaba prohibido hablar durante la hora de estudio. Miré a mi profesor.
César Vallejo —siempre me ha parecido que ésa fue la primera vez que lo vi— estaba con
las manos sobre la mesa y la cara vuelta hacia la puerta. Bajo la abundosa melena negra, su faz
mostraba líneas duras y definidas. La nariz era enérgica y el mentón más enérgico todavía,
sobresalía en la parte inferior como una quilla. Sus ojos oscuros —no recuerdo si eran grises o
negros— brillaban como si hubiera lágrimas en ellos. Su traje era viejo y luido y, cerrado la
abertura del cuello blando, una pequeña corbata de lazo estaba anudada con descuido. Se puso a
fumar y siguió mirando hacia la puerta, por la cual entraba la clara luz de abril. Pensaba o soñaba
quién sabe qué cosas. De todo su ser fluía una gran tristeza. Nunca he visto un hombre que
pareciera más triste. Su dolor era a la vez una secreta y ostensible condición, que terminó por
contagiárseme. Cierta extraña e inexplicable pena me sobrecogió. Aunque a primera vista
pudiera parecer tranquilo, había algo profundamente desgarrado en aquel hombre que yo no
entendí sino sentí con toda mi despierta y alerta sensibilidad de niño. De pronto, me encontré
pensando en mis lares nativos, en las montañas que había cruzado, en toda la vida que dejé atrás.
Volviendo a examinar los rasgos de mi profesor, le encontré parecido a Cayetano Oruna, peón de
nuestra hacienda a quién llamábamos Cayo. Este era más alto y fornido, pero la cara y el aire
entre solemne y triste de ambos, tenían gran semejanza. El hombre Vallejo se me antojó como un
mensaje de la tierra y seguí contemplándolo. Tiró el cigarrillo, se apretó la frente, se alisó otra
vez la sombría melena y volvió a su quietud. Su boca contraíase en un rictus doloroso. Cayo y él.
Mas la personalidad de Vallejo inquietaba tan sólo de ser vista. Yo estaba definitivamente
conturbado y sospeché que, de tanto sufrir y por irradiar así tristeza, Vallejo tenía que ver tal vez
con el misterio de la poesía. Él se volvió súbitamente y me miró y nos miró a todos. Los chicos
estaban leyendo sus libros y abrí también el mío. No veía las letras y quise llorar.

Así fue como encontré a César Vallejo y así como lo vi, tal si fuera por primera vez. Las
palabras que le oí sobre la Tierra son las que más se me han grabado en la memoria. El tiempo
habría de revelarme nuevos aspectos de su persona, los largos silencios en que caía, su actitud de
tristeza inacabable y otros que ya aparecerán en estas líneas.

Por la noche, durante la comida, me preguntaron en casa: —¿Te gusta tu profesor?

—Sí —respondí.

Era inexacto. No me había gustado precisamente. Me había impresionado y conturbado,


interesándome, pero no sin producirme una sensación de lejanía. Después de la comida, por
indicación de mi abuela, escribí a papá. Un pequeño lápiz romo fue garabateando mis
impresiones. Cuando llegué a las del colegio y Vallejo, no supe qué decir sobre él. Después de
pensarlo mucho y ensayar varias explicaciones, escribí que mi profesor se parecía a Cayo Oruna.
Tiempo después, supe que, al leer la carta, mi madre había sonreído con dulzura y mi padre se
dio a pensar en el poeta. Amaba a su pueblo y pudo otear a Vallejo desde el fondo de su alma
llena de quebrados horizontes andinos.

En Trujillo, Vallejo tenía detractores tenaces así como partidarios acérrimos. En casa, como
en todas las de la ciudad, las opiniones estaban divididas. Los más lo atacaban. Mi tía Rosa,
persona muy culta, y dada a leer, que escribía a hurtadillas, era su admiradora incondicional.
“¡Es un gran poeta, es un genio!”, decía casi gritando, en medio del barullo de las discusiones.
Recuerdo perfectamente que, cierta vez, llegó un tío mío enarbolando un diario en el cual había
un poema de Vallejo. Avanzó hacia nosotros.

—A ver, Rosita, quiero que me expliques esto: “¿Dónde estarán sus manos que en actitud
contrita, planchaban en las tardes blancuras por venir?” ¿Esto es poesía o una charada? A ver,
explícame...

Mi tía Rosa tomó el diario y, a medida que iba leyendo, su faz enrojecía. La mujercita frágil
y nerviosa que era, se irguió por fin llena de rabia:

—Este es un hermoso poema y si no lo entiendes, la culpa no es de Vallejo sino tuya, que


eres un bruto.

La discusión se armó de nuevo.

Mientras tanto, yo continuaba yendo a clases. César Vallejo nos enseñaba rudimentos de
historia, geografía, religión, matemáticas y a leer y escribir. También trataba de enseñarnos a
cantar, pero nosotros lo hacíamos mejor que él, pues tenía muy mala voz. En cuanto a marchar,
no se preocupaba de que lo hiciéramos bien, cosa en que ponían gran empeño con sus discípulos
los maestros de grados superiores.

Cuando los alumnos del colegio pasábamos en formación por las calles, yendo al campo de
paseo o en los desfiles del 28 de Julio, los del primer año de primaria, con nuestro melenudo
profesor a la cabeza, no marcábamos regularmente el paso y éramos una tropilla bastante
desgarbada. Oíamos que la gente estacionada en las aceras murmuraba viendo a nuestro profesor:
“¡Ahí va Vallejo!”, “¡Ahí va Vallejo!”.

Algo que le complacía mucho era hacernos contar historias, hablar de las cosas triviales que
veíamos cada día. He pensado después en que sin duda encontraba deleite en ver la vida a través
de la mirada limpia de los niños y sorprendía secretas fuentes de poesía en su lenguaje lleno de
impensadas metáforas. Tal vez trataba también de despertar nuestras aptitudes de observación y
creación. Lo cierto es que frecuentemente nos decía: “Vamos a conversar”... Cierta vez se
interesó grandemente en el relato que yo hice acerca de las aves de corral de mi casa. Me tuvo
toda la hora contando cómo peleaban el pavo y el gallo, la forma en que la pata nadaba con sus
crías en el pozo y cosas así. Cuando me callaba, ahí estaba él con una pregunta acuciante.
Sonreía mirándome con sus ojos brillantes y daba golpecitos con al yema de los dedos, sobre la
mesa. Cuando la campana sonó anunciando el recreo, me dijo: “Has contado bien”. Sospecho
que ese fue mi primer éxito literario.

No siempre le producían placer nuestros relatos. Un día, llamó a un muchachito que era
decididamente tardo. El pequeño, quizá más trabado por el mal talante que traía nuestro profesor
—tenía la boca y el entrecejo fieramente fruncidos—, no pudo decir casi nada, repitió varias
veces la misma frase y de repente se calló. “Siéntese”, le ordenó con cierta despectiva rudeza. El
chiquillo se fue a su banco, y cruzando los brazos metió entre ellos la cabeza y se puso a llorar
ahogadamente. Vallejo se incorporó estremecido y fue hasta el pequeño. Estrechándole las
manos lo llevó hacia su mesa, donde le acarició la cabeza y las mejillas hasta calmarlo. Sacó un
gran pañuelo para enjugar las lágrimas que brillaban aún sobre la carita trigueña y luego se
quedó mirándolo largamente. Sin duda en la desconsolada angustia del narrador frustrado, sintió
esa que a él mismo solía oprimirlo muchas veces y ha aludido en sus versos. Cuando recuerdo
aquella ocasión, me parece verlo arrodillado con la mirada, sufriendo por el niño y él y todos los
hombres.

Pero había ratos en que la alegría se paseaba por su alma como el sol por las lomas y
entonces era uno más entre nosotros, salvo que grande y con la autoridad necesaria para tomarse
tremendas ventajas. Había que verlo cuando hacía de detective. Estaba prohibido comer frutas o
chupar caramelos durante la hora de clase. Los chicos solíamos comprar preferentemente, por la
razón de que eran abundantes y baratos, unos caramelos a los que llamábamos cuadrados,
mercancía que más prodigaba la escasa generosidad de los dulceros estacionados en la esquina
del plantel. Vallejo, con la cara metida en el libro, fingía leer mientras alguno le daba la lección,
pero lo que en realidad hacía era echar, bajo las cejas, miradas exploradoras sobre toda la clase.

Cuando descubría a algún delincuente, se erguía con una sonrisa triunfal y, yendo hacia él, lo
amonestaba: “¿No he dicho que no coman cuadraos en clase?”. En seguida le quitaba los
caramelos, sacándolos con aspaventera diligencia de los bolsillos, y los repartía entre todos o los
más próximos, según la cantidad. Nunca supe si lo que le gustaba más era sorprender a los
infractores o repartir los caramelos entre los chicos. Durante tales batidas, nos embargaba su
mismo espíritu juguetón y reíamos todos llenos de felicidad.

El reglamento prescribía el castigo de reclusión para los que tuvieran mala conducta o no
dieran bien sus lecciones. César Vallejo, en todo el día, iba formando una lista de los que
hablaban durante la hora de estudio o no sabían la lección, pero, a la hora de salida, rompía la
tirilla de papel en pedazos. Se comprende que no otorgábamos mucha importancia al hecho de
ser apuntados en su lista, pero de tiempo en tiempo, y sin duda para que no nos propasáramos,
solía darnos sorpresas y, a las cuatro de la tarde, entregaba la compungida cuota de reclusos del
primer año de primaria, al inspector de turno. Su castigo usual era simple y directo: un tirón de
los cabellos que quedan a la altura de las sienes.

Por las mañanas, llegaba a clase minutos después de la primera campanada y aun con un
retardo más considerable. Entrábamos a las ocho, pero acaso se entregaba mucho a la vigilia de
la creación o a trasnochar en compañía de amigos —que lo eran todos los escritores jóvenes de la
ciudad— o a sus estudios de universitario, de modo que el sueño lo retenía demasiado. Su
impuntualidad alcanzó tal grado que, cierta mañana, el propio Director del colegio acudió a ver
lo que pasaba y se puso a tomarnos la lección. Cuando Vallejo arribó, se produjo una escena
embarazosa que el director cortó diciéndole que pasara por su oficina a la hora de salida. Durante
un tiempo estuvo llegando temprano, pero después volvió a las andadas y, aunque ya no con
tanta frecuencia, seguía presentándose tarde.

Fuera del colegio, sus versos continuaban provocando la consiguiente reacción de


comentarios ácidos y laudatorios e inclusive de protestas. Corrió la noticia de que nuestro
profesor había sido asaltado en la noche por un grupo de individuos que trataron de cortarle la
melena. El se había defendido dando feroces puñetazos y puntapiés. Miré con curiosidad su
melena de león. Estaba intacta. Me pareció que durante esos días, tanto como sin duda le duró la
impresión del ataque, su tristeza habitual tenía algo de violencia contenida y acendrada
amargura.

Me conmovió mucho el asalto no alcanzando a explicármelo.

He de decir que para ese tiempo ya me había vuelto un admirador de Vallejo, si cabe la
expresión. Fue que un día, decidido a examinar esa misteriosa e incomprensible poesía por mí
mismo, me atreví a pedir a tía Rosa los versos de mi profesor, que ella recortaba sin dejar uno y
guardaba celosamente. Al dármelos, hundió los lirios de sus manos en mis cabellos y me dijo que
si no los entendía, no pensara mal del autor. Metido en mi cuarto, de bruces sobre la mesa y los
poemas, me di cuenta primeramente de que tenía muchas palabras cuyo significado ignoraba.
Busqué un grueso diccionario que apenas podía cargar y me dediqué a una exploración que me
resultaba difícil.

Lejana vibración de esquilas mustias,

en el aire derrama

la fragancia rural de sus angustias.

A buscar la palabra esquilas. A buscar mustias. A medida que avanzaba en mi penosa lectura,
me iban asaltando y dejando muchas y contradictorias emociones. Sufría y gozaba, me
esperanzaba y desconsolaba. Me invadió un pleno sentimiento de felicidad cuando, en ese mismo
poema, pude captar al gallo “aleteando la pena de su canto”. Entendiendo y no entendiendo, el
poema “Aldeana”, uno de los primeros publicados por Vallejo, me pareció muy hermoso. La
emoción del crepúsculo rural, los sonidos y los colores de la tarde muriente me envolvieron.
¿Qué secreta cualidad hacía que ese hombre escribiera así? Encontré poemas menos pictóricos
que no entendí de principio a fin y al leer “Idilio muerto”, la pregunta hecha a mi tía Rosa en
pasados meses me pareció formulada a mí mismo. Yo tampoco entendía lo referente a las manos
y muchas líneas más. De todos modos, me consolé con lo poco que había comprendido y pensé
que acaso, cuando yo fuera grande... Entregué a mi tía Rosa sus recortes sin decirle media
palabra y ella no me dijo nada tampoco. Pese a sus momentáneas exaltaciones, era muy fina y
seguramente temió herirme si sus preguntas resultaban indiscretas. Mas desde aquella vez, me
alegraba como si hablara en mi nombre cuando ella elogiaba a César Vallejo y me sentí más
cerca de mi profesor. Algo había podido apreciar de la belleza que prodigaba en sus versos. En
cuanto a su hosquedad y su tristeza. bueno, Cayo Oruna. y uno está tan solo a veces. Porque yo
me sentía muy solo en el colegio. Los muchachitos solían burlarse de mi condición de “serrano”
y de que tenía chapas y era muy ingenuo. De modo que cuando corrió la voz del asalto a Vallejo,
yo tuve una gran pena y sentí ganas de rebelarme contra alguien. Que dejaran en paz a ese
hombre. Él era un gran poeta. En todo caso, no hacía mal a nadie con su melena y con sus versos.

Y el profesor, que era a la vez un artista triste y solo, seguía dándonos clases y el tiempo
pasaba. En las horas de conversación, me hacía hablar no sólo de lo visto por mí sino de lo que
había oído contar. Recuerdo que le impresionó la historia de un ciego que vivía en una hacienda
próxima a la nuestra, quien iba de un lado para otro por los ásperos senderos de la serranía, tal
como si tuviera ojos y podía reconocer por el timbre de la voz a personas a las cuales no había
oído durante años y además era adivino. Una tarde me preguntó: “¿Tú lees otros libros?” Le
informé y me dijo que, como yo sabía el reglamentario, llevara otros para leer. Claro que cargué
hasta el salón de clase los libros de cuentos que me obsequiaban mis parientes o yo compraba
con mis propinas y también las revistas y libros que mi tía Rosa quería prestarme sacándolos de
su biblioteca personal. A veces, Vallejo me preguntaba sobre mis lecturas y, por mi parte, nunca
le conté que me había atrevido con sus versos. Temía que me interrogara si los había entendido
y, en tal caso, tener que confesarle que no del todo, que en buenas cuentas casi nada o nada. No
consideraba suficiente excusa la posibilidad de explicarle que tía Rosa me había advertido que yo
era muy niño para poder apreciar esos poemas. Así que me callaba aperando tiempos mejores.
Sería grande y podría hablar con el mismo señor Vallejo de sus versos y de toda clase de versos.
Cuando una vez me pidió que recitara algo, me guardé las esquilas en el fondo del pecho y dije
uno de los más simples versos infantiles que sabía. Era uno que comenzaba así:

¿Oyes el zorzal, María? Desde el arbusto florido en donde tiene su nido, al cielo su canto
envía.

Los jueves por la tarde, íbamos de paseo a un lugar situado no muy lejos de la ciudad, donde
jugábamos a la pelota y corríamos. A raíz de mi recitación, me llamó a su lado una de esas tardes
y sentados sobre la grama, me pidió que le recitara todos los versos que sabía. Así lo hice,
teniendo que repetirle varias veces el que dejo apuntado, y me regaló una naranja. Después, se
quedó sumido en un gran silencio. Su expresión plácida de momentos antes había desaparecido.
Inmóvil, con las manos sobre las rodillas, parecía mirar a los chicos que jugaban al fútbol y
habían señalado el emplazamiento de los arqueros con montones formados por sus sacos y
gorras. Noté que las incidencias del juego no le interesaban y que, en suma, no estaba viendo
nada. Su prolongado silencio llegó a incomodarme. Yo no sabía qué decir ni qué hacer. Él estaba
como ausente y yo esperaba en vano que me permitiera marcharme. “¿Puedo irme?”, le pregunté.
Su silencio y su inmovilidad persistieron. Casi furtivamente, me escurrí de su lado, corrí a dejar
mi saco y mi gorrita en uno de los montones y me puse a patear la pelota.

En el tiempo que siguió —creo que ya habíamos pasado del medio año de estudios—,
nuestro profesor me trataba con cierta cordialidad. Cuando tropezaba conmigo en su camino, me
daba una amistosa palmadita en el cogote. Pero no podría decir que entre yo y los otros niños
hacía una diferencia muy especial. Posiblemente pensaba: “Este es un muchachito al que le gusta
leer” y me daba rienda suelta en eso. En cambio yo, lenta y progresivamente, había ido
adquiriendo una fe ciega en él. Hay cierta predisposición al partidarismo en el alma de los
jóvenes y los niños y, en cuanto a Vallejo, yo me había vuelto un definido parcial suyo. No me
cabía duda de que ese hombre extraño era un gran artista, aunque a nadie hubiera podido
explicarle bien por qué lo creía. Esta ocasión llegó una tarde, antes de clase. Uno de mis
compañeros manifestó que su padre afirmaba que Vallejo no era nadie, ni siquiera como poeta.
Mi madre me había dicho que honrara y respetara a los maestros, porque su tarea es muy noble y
le reproché:

—¿Y qué? Es profesor y eso es bueno...


—¿Crees que ser profesor es una gran cosa? Y todavía ser el último profesor de un colegio,
el de primer año. Un “muerto de hambre”.

Recién comencé a darme cuenta del desdén con que se mira a los profesores en el Perú. El
chico que hablaba era miembro de una de las grandes familias de la ciudad, e hijo de un médico
famoso. Estaba muy pagado de todo ello y, para terminar de apabullar al pobre profesor, dijo:

—Ni siquiera como poeta sirve. mejor es Chocano. Es lo que dice mi padre, que sabe lo que
habla.

—Es un gran poeta —repliqué muy afirmativamente.

—¿Qué sabes tú? ¿Crees que porque te deja leer libros, puedes hablar?

—Es un gran poeta —insistí.

—A ver, dinos por qué es un gran poeta.

No supe qué razones aducir. Referirme a la opinión de tía Rosa no me parecía suficiente.
Hubiera querido decir algo definitivo.

—Dinos ahorita mismo por qué es un poeta —repitió mi oponente.

Yo estaba perplejo. Como a algunos pugilistas en trance de caer vencidos, me salvó la


campana.

Día a día, lección a lección, el año de estudios pasó. Llegaron los exámenes y nuestro
profesor nos aprobó a todos, citándonos para la ceremonia de la repartición de premios, que se
realizaría a fines de diciembre.

La fecha llegó. Esa noche, el gran patio de honor del Colegio Nacional de San Juan estaba de
gala. Profusamente alumbrado y con asientos arreglados en forma de galerías, mostraba al fondo
un estrado donde tomaron asiento el director y los profesores. Casi todos llevaban vestidos de
etiqueta. Las familias de los alumnos fueron acomodadas delante, y nosotros, a los lados y
detrás. Los mocosos del primer año fuimos lanzados a una de las últimas filas. Debido a que
Vallejo ocupaba un lugar secundario en el estrado, sólo se le podía ver la cabeza. Pero ella,
grande de melena y cetrina de tez, resaltaba claramente entre tanta pechería blanca y tanta luz... y
entre tanta cabeza sin carácter.

No viene al caso que detalle la ceremonia. Es sí pertinente que refiera que no me tocó ningún
premio porque, como éramos varios los que obtuvimos las primeras notas, los habían sorteado y
los favorecidos fueron otros. Casi al terminar el acto, Vallejo abandonó el estrado y vino hacia
nosotros. Viéndome sin ninguna cartulina de premio en la mano, recordó lo ocurrido y me dijo:
“No te importe la suerte”. Cambió algunas palabras más con muchos de nosotros, nos preguntó a
varios dónde pasaríamos las vacaciones y luego se marchó. Al poco rato, pudimos advertir que,
en vez de volver al estrado, se había puesto a pasear por los corredores. En medio de la
penumbra que arrojaban las arquerías, veíase apenas su silueta negra, alargada, casi fantasmal,
tras el cocuyo de su cigarrillo.

Cuando el director, solemnemente, declaró clausurado el año escolar, César Vallejo se dirigió
a la puerta y salió, confundiéndose entre la muchedumbre formada por los estudiantes y sus
familias. Instantes después lo volví a ver en la calle, yendo hacia la plaza de la ciudad. Magro,
lento, se perdió a lo lejos. Pude haberle dicho adiós, pues no volvería a verlo más. Cuando las
clases se reabrieron, César Vallejo no dictaba ya el primer año ni ninguno. Al recordarlo,
siempre tuve la impresión de que estaría haciendo en Departamento de La Libertad, Perú.
Ciro Alegría Bazán / Biografía

Ciro Alegría Bazán, más conocido como Ciro Alegría (*Sartimbamba, de 19091 -
tChaclacayo, 17 de febrero de 1967) fue un escritor, político y periodista peruano. Es uno de los
máximos representantes de la narrativa indigenista marcada por la creciente conciencia sobre el
problema de la opresión indígena y por el afán de dar a conocer esta situación, cuyas obras
representativas son las llamadas “novelas de la tierra”. Su obra cumbre, El mundo es ancho y
ajeno es una novela capital de la literatura hispanoamericana, que ha tenido innumerables
ediciones y ha sido traducida a muchos idiomas.

Al margen de sus méritos literarios, se le recuerda por su calidad humana y su bonhomía,


salpicada de un humor muy peculiar. Hijo de hacendados ricos y blancos, él se consideraba un
cholo serrano, ya que nació en la sierra y convivió durante sus primeros años con los indios y
cholos, peones y empleados de los inmensos latifundios, propiedad de su familia. De aquel
recuerdo de su infancia y de los relatos que oyó entonces nacieron sus grandes novelas
indigenistas. De sus padres recibió una educación liberal, que contrastaba con aquel ambiente en
que creció.

Ciro Alegría nació en el caserío de Quilca, uno de los 7 "pungos" (casas de administración y
gestión), en que se dividía Marcabal Grande, la extensísima hacienda de su familia (más de
75,000 hectáreas), en la sierra del departamento de La Libertad, cerca de la ciudad de
Huamachuco.
Su padre, José Eliseo Alegría Lynch, natural de Huamachuco, fue un joven intelectual, lector
del anarquista peruano Manuel González Prada, que desafió la autoridad del abuelo del novelista,
Don Teodoro Alegría, casándose con la hija del capataz de la hacienda (María Herminia Bazán
Lynch), e intentando una pequeña reforma agraria entre los campesinos de Marcabal Grande.
Don Teodoro, que había dejado a José Eliseo al frente de la Hacienda y vivía en Lima como
Diputado, regresó a sus tierras y deportó a su hijo a Quilca, un modesto caserío en las
estribaciones de la Cordillera de los Andes, y ahí nació y vivió su primera infancia Ciro Alegría,
rodeado de indios, hasta la edad de cinco años, cuando se trasladó con sus padres a Marcabal
Grande.

Algún tiempo después, el abuelo recordó que su nieto tenía que escolarizarse y lo separó de
sus padres para enviarlo a Trujillo (capital del departamento de La Libertad, en la costa), donde
se matriculó en el primer año de primaria en el Colegio San Juan, siendo su primer maestro, el
que le enseñó a leer y escribir, el poeta peruano César Vallejo2 (1917). Durante esos años
escolares vivió en casa de su abuela paterna Elena Lynch Calderón de la Barca de Alegría.3

En 1920 enfermó de paludismo y volvió a la sierra, prosiguiendo su educación primaria en el


Instituto Moderno de Cajabamba. Vivió entonces en casa de su tío Gerardo Falcón, de dicha
ciudad. En 1923permaneció en la hacienda Marcabal Grande, donde se dedicó a las tareas
agrícolas, a la cabeza de los peones. Aprendió entonces mucho de las costumbres y maneras de
vivir de los indios.

En 1924 su padre lo envió de nuevo a Trujillo, para cursar la secundaria en el Colegio San
Juan. Por entonces definió su vocación y escribió, alentado por su familia, sus primeros relatos y
poemas. En especial su madre fue la que tuvo mucha influencia en su vocación literaria, pues a
ella solía leerle sus primeras producciones, tomando muy en cuenta sus cariñosos y atinados
comentarios.

Las vacaciones de 1925 las pasó en la Hacienda Galindo, en las cercanías de Trujillo, en casa
de su tío Constante Bazán Lynch. Tuvo entonces la oportunidad de ver como era la vida en una
hacienda de caña de azúcar.

En 1926 falleció su madre, víctima de una penosa enfermedad. A mediados de ese año se
escapó a Lima con un compañero de colegio apellidado Rojas, quien había inventado un
acumulador y planeaba aprovecharlo comercialmente. Pero el amigo no logró su propósito y
volvió a Trujillo mientras Ciro decidió permanecer en Lima, intentando publicar un artículo y
varios cuentos. Pero igual que su amigo fracasó, no consiguiendo trabajo; sin dinero, tuvo que
dormir a la intemperie, en las bancas delzoológico. Un tío suyo lo encontró y lo convenció de
retornar a Trujillo. Ciro volvió entonces y reingresó al colegio para continuar cursando el tercer
año de secundaria, logrando aprobar los exámenes finales, pese al tiempo perdido.

En 1927, cursando el cuarto año de secundaria, fue nombrado director de un pequeño


periódico del Colegio, llamado Tribuna sanjuanista. La publicación llamó la atención de
Antenor Orrego, entonces director del diario El Norte de Trujillo, quien convocó a Ciro para que
trabajara con él como periodista, durante el período vacacional escolar de enero a marzo de
1928. Ciro trabajó como reportero policial, anotándose algunos éxitos, y publicando por primera
vez sus versos, de tendencia vanguardista.

En 1928 siguió sus estudios, ya en el último año de la secundaria, aunque continuó


trabajando en El Norte, después de clases, en trabajos especiales y que no le demandaban
demasiado tiempo.

En 1929 estuvo trabajando en una compañía de construcción, que hizo una carretera y el
puente llamado Virú. Luego volvió a la redacción de El Norte. Ese mismo año enfermó de
malaria.

En 1930, tras discutir con Orrego, abandonó El Norte e ingresó a la redacción de otro diario
trujillano, La Industria. También ese mismo año ingresó a la Facultad de Letras de la
Universidad Nacional de Trujillo. A fines del año participó junto con otros estudiantes en un
movimiento de intento de reforma universitaria. El movimiento fracasó y junto con otros
dirigentes fue expulsado de la Universidad.

A comienzos de 1931 se afilió al Partido Aprista, formando parte del Comité Ejecutivo del
Primer Sector del Norte, con sede en Trujillo. Durante todo ese año estuvo dedicado a labores de
propaganda política que luego pasaron a ser de oposición al naciente gobierno de Luis Sánchez
Cerro.

En diciembre de 1931 fue apresado y estuvo en la cárcel de Trujillo hasta el 7 de julio de


1932, fecha que la revolución ocurrida en esa ciudad lo liberó. Tomó parte en la revuelta, que fue
bárbaramente reprimida por las fuerzas del orden. Huyó rumbo al norte y tras varios meses de
burlar a la policía, al fin fue capturado en la provincia de Celendín.

Fue trasladado a Trujillo, donde el tribunal encargado de juzgar a los rebeldes ya lo había
sentenciado a diez años de prisión, en ausencia. Fue torturado y luego enviado a Lima donde fue
recluido en la Penitenciaría. Allí estuvo hasta que el nuevo régimen del general Óscar R.
Benavides dio una ley de amnistía para los presos sin proceso y los que todavía seguían
enjuiciados. Como ya había sido sentenciado, aparentemente no le beneficiaba la amnistía, pero
un jurista descubrió un decreto que consideraba ilegales las condenas en ausencia. En tal caso
Ciro quedaba como enjuiciado y le correspondía entonces la amnistía. Salió en libertad en
octubre de 1933.

Enseguida ingresó a la redacción del diario aprista La Tribuna de Lima, donde hizo varias
crónicas, reportajes y ocasionalmente la “Sección Barricada”. Tras intervenir en el llamado
“complot de El Agustino” (intentona revolucionaria aprista en Lima), en diciembre de 1934 fue
desterrado a Chile. Arribó a Santiago el mismo día en que era asesinado su compatriota, el poeta
José Santos Chocano.

En 1935 se casó con su tía Rosalía Amézquita y transformó su cuento “El Marañón” en la
que sería su primera novela: La serpiente de oro, con la cual ganó en Chile el concurso literario
convocado por la Editorial Nascimento. Al año siguiente fue elegido miembro del directorio de
la Sociedad de Escritores de Chile y comenzó a trabajar en la Editorial Ercilla, como corrector de
originales. Asimismo tradujo obras de Stefan Zweig e Ilya Ehrenburg, para la Editorial Zig-Zag.

A fines de 1936, como consecuencia de la dura vida de prisión y persecución política,


enfermó de tuberculosis pulmonar. Se recluyó en el sanatorio de San José de Maipo y allí estuvo
dos años. Antes de darle de alta le aplicaron un neumotórax. Una burbuja de aire le produjo
entonces una embolia cerebral, lo que a la vez le causó una parálisis temporal de la mitad de su
cuerpo, lo que le anuló momentáneamente la capacidad de escribir. Durante su recuperación y a
manera de terapia, compuso su novela Los perros hambrientos, tarea que le demandó un mes de
labor. Presentó la obra al concurso convocado por la Editorial Zig-Zag. De las 62 obras
presentadas, la suya obtuvo el segundo puesto, siendo el fallo del jurado muy discutido. La
novela se publicó en agosto de 1939.

Luego se dedicó a componer su novela más extensa, El mundo es ancho y ajeno, que ganó en
1941 el Concurso Latinoamericano de Novela, convocado desde Estados Unidos por la
prestigiosa Editorial Farrar & Rinehart y auspiciado por la Unión Panamericana de Washington.
Fue invitado a Nueva York para recibir el premio, que le fue entregado en un banquete que se le
ofreció en el Hotel Waldorf Astoria, el Día de las Américas, el 14 de abril de ese año. Dicha obra
se ha convertido en un clásico de la literatura peruana e hispanoamericana en general.

El 19 de abril de 1941, en compañía del ensayista venezolano Mariano Picón Salas, Alegría
viajó a Puerto Rico y participó en la Conferencia Interamericana de Escritores. Concurrió
posteriormente al Congreso de Escritores Americanos de Washington, donde conoció al escritor
norteamericano Waldo Frank, con quien mantuvo desde entonces una gran amistad. En octubre
de 1941 apareció la traducción al inglés de El mundo es ancho y ajeno (Broad and alien is the
world) y su libro fue ubicado por la prensa en el cuarto lugar de ventas.

Después del ataque a Pearl Harbor y al impedírsele volver a Chile por motivo de la guerra,
trabajó unos meses en la revista Selecciones del Reader's Digest (1942). Ocupó además un
puesto en la sección de prensa de la oficina encargada de la propaganda de guerra de los Estados
Unidos en América Latina, con sede en Washington. En 1943 fue trasladado a la sede de la
oficina en Nueva York, trabajando en la sección de Radio, y eventualmente, en la de Prensa.

Durante 1945 se dedicó a trabajar como traductor en la compañía cinematográfica Metro-


Goldwyn-Mayer. Se divorció de Rosalía Amézquita, de mutuo acuerdo. Asimismo fue llamado
por don Federico de Onís para dictar un curso sobre la novela hispanoamericana en la
Universidad de Columbia. Su amiga Gabriela Mistral lo invitó desde San Francisco (1946) y esta
visita le sirvió para su libro póstumo Gabriela Mistral íntima.

En 1948 le recrudeció una vieja dolencia al hígado contraída en la Penitenciaría de Lima,


debido a la comida grasienta que se le dio allí. Fue operado con éxito de la vesícula. Ese mismo
año se separó pública e irrevocablemente del partido aprista, explicando su actitud en unas
declaraciones y artículos publicados en El Diario de Nueva York. Aparte de este diario, colaboró
también en La Prensa de la misma ciudad y en revistas en inglés como Red-Book, Encore, Free
Woorld, The Nation y otras más.
En 1949 fue contratado por la universidad de Puerto Rico, donde dictó durante cuatro años,
cursos sobre Literatura Hispanoamericana y Técnica de la Novela, en el Departamento de
Estudios Hispánicos, y un curso sobre Problemas Contemporáneos en la Facultad de Pedagogía.
En esos años colaboró también en el diario El Mundo de San Juan de Puerto Rico y la revista
Asonante.

En 1950 presentó al Congreso de Literatura Ibero-americana celebrado en Albuquerque,


Nuevo México, un trabajo sobre “El Personaje de la Novela Hispanoamericana”. Se publicó en
las Memorias de dicho Congreso.

En 1953 fue invitado al Congreso de Escritores Martianos en La Habana, donde se reunió


más de un centenar de escritores de Europa y América. Fue nombrado vicepresidente de la
Comisión II de dicho Congreso, dedicada a examinar los temas literarios y artísticos. Renunció a
su cátedra de la Universidad de Puerto Rico y se estableció en Cuba, dedicándose intensamente a
su trabajo como escritor y periodista. Trabajaba entonces en cuatro proyectos de novela. Desde
Cuba colaboró también con la revista Letras Peruanas.

En 1956 fue invitado por la Universidad de Oriente (Santiago de Cuba) a dictar un curso
sobre la novela y su técnica. Además, aceptó escribir la historia de la Casa Bacardi, productores
del famoso ron del mismo nombre. Lo tituló Cien años de vida productiva y fue publicado en
1959.

También en 1956 conoció a la poetisa cubana Dora Varona Gil, con quien contrajo
matrimonio el 25 de mayo de 1957. Con ella viajó por Estados Unidos, México, Puerto Rico,
Santo Domingo y Jamaica. En ese año de 1957 fue invitado al Festival del Libro Peruano,
organizado por los editores Juan Mejía Baca, P. L. Villanueva y Manuel Scorza. Tras una larga
ausencia de 23 años arribó al Perú el 4 de diciembre de 1957. Este retorno se había truncado en
múltiples ocasiones a causa de la concatenación de dictaduras y gobiernos oligárquicos que le
negaron su derecho a volver a su patria. Fue objeto de un recibimiento multitudinario, lo que le
resultó abrumador debido a su natural timidez. Su obra alcanzó una difusión popular con el
Festival del Libro Peruano, al que asistieron escritores amigos como Pablo Neruda, Jorge Icaza y
Enrique López Albújar.

Con su esposa Dora Varona viajó por todo el Perú dando conferencias en Universidades y
centros culturales. Fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Trujillo. Luego
volvió a Cuba con la idea de volver pronto al Perú. En la isla caribeña terminó su libro sobre la
Casa Bacardi, por el cual recibió un buen pago. Entonces residía con Dora en el pueblo de San
Vicente, Dos Bocas, Oriente, en una casa de campo de su cuñado. Desde febrero de 1958
colaboró asiduamente en el diario El Comercio de Lima. En diciembre de 1958 nació su hija
Cecilia. Pero al agravarse la situación política de la isla con motivo de la revolución cubana,
decidió retornar al Perú con su familia.

El 12 de enero de 1960 arribó una vez más al Perú. En abril de ese año enfermó gravemente
de úlcera duodenal. Al mes siguiente fue operado en el Hospital Obrero de Lima (hoy Hospital
Guillermo Almenara), donde estuvo tres meses convaleciente. Aprovechó entonces para escribir
varios cuentos y leyendas.
El 23 de abril de 1960 la Academia Peruana de la Lengua -dirigida por Víctor Andrés
Belaunde- lo eligió por unanimidad como miembro de número. En octubre asistió al Tercer
Festival del Libro de América, en Buenos Aires. Viajó a Montevideo y entretanto colaboró con
el afamado diario argentino La Nación. En 1961 dejó de colaborar para El Comercio y empezó a
escribir para el diario Expreso, y para la revista Caretas de Lima.

Se afilió al partido Acción Popular, liderado por su amigo, el arquitecto Fernando Belaúnde
Terry. En 1962, con motivo de la campaña electoral, viajó por todo el país en gira política. Sufrió
agresiones de sus antiguos correligionarios políticos, los apristas. A comienzos de 1963 ganó una
diputación por Lima. En setiembre del mismo año se publicó su libro de relatos Duelo de
caballeros, en la editorial Populibros de Manuel Scorza, obra que tuvo gran acogida.

Fue invitado al Segundo Encuentro Internacional de Escritores, celebrado en Berlín en 1964


y al que asistieron -entre otros- Jorge Luis Borges y Julio Ramón Ribeyro. Por invitación del
Parlamento francés, viajó a Francia y después a Italia, país este por el que quedó fascinado
(1965). Estando allí recibió una invitación especial de la Universidad de Yale y viajó a Nueva
York, donde dictó varias charlas y conferencias. De retornó al Perú, pasó por Brasil.

Ya en el Perú se mudó a Chaclacayo, en busca de mejor clima, y asistió al Primer Encuentro


de Narradores Peruanos, convocado por la Casa de la Cultura de Arequipa, que dirigía el crítico
Antonio Cornejo Polar. El 28 de mayo de 1966 fue elegido presidente de la Asociación Nacional
de Escritores y Artistas (ANEA), venciendo a Luis Alberto Sánchez, por entonces rector de la
Universidad de San Marcos.

Bohemio y fumador empedernido, Alegría -quien se consideraba miembro de la “generación


del 30”- frecuentó a artistas de diversas generaciones. Fue asiduo concurrente a las tertulias que
organizaba el librero Juan Mejía Baca, alternando con Martín Adán, Arturo Hernández y
Francisco Izquierdo Ríos.

Falleció el 17 de febrero de 1967, a las 1 y 30 de la mañana, a causa de una hemorragia


cerebral, tras una agonía dolorosa. Su muerte fue sorpresiva, cuando aparentemente gozaba de
buena salud y recién cumplidos los 58 años de edad. El Presidente Belaunde, como homenaje
póstumo, decretó que le fueran tributados honores de Ministro de Estado. Fue también
condecorado con las Palmas Magisteriales en su grado más alto: el de Amauta.

En su exilio en Santiago de Chile, se desposó con su tía segunda, Rosalía Amézquita Alegría,
con la que tuvo dos hijos, Ciro y Alonso. Alonso Alegría ha llegado a ser un considerado
dramaturgo peruano. Se divorcia desde Nueva York, en 1945. Posteriormente, se casaría con una
portorriqueña, con la que no tendría hijos, Ligia Marchand. Por último, desposaría en terceras
nupcias a la poetisa peruano-cubana Dora Varona, recopiladora y estudiosa de su obra, con la
que tuvo cuatro hijos: Cecilia, Ciro, Gonzalo y Diego, de los cuales Diego, el menor nacería
póstumamente cinco meses después de su muerte y fallecería con 14 años. Gonzalo Alegría
Varona es presidente de la Fundación bMundi, desde la cual colabora con el Perú y la obra de su
padre.
Ciro Alegría es, junto a José María Arguedas, el escritor más importante de la corriente
indigenista en el Perú. Aunque hay que deslindar que Ciro pertenece al indigenismo primigenio,
de los años 1930, mientras que Arguedas representa el llamado neo-indigenismo.
Coincidentemente, en el año 1941, cuando Alegría publicaba su última gran novela, Arguedas
daba a la luz su primera novela, Yawar Fiesta. Ambos autores sintieron una estimación recíproca
y se defendieron de inútiles competencias que algunos quisieron establecer entre ellos. Alegría
narra la vida de los indígenas del norte del Perú, diferentes a los indios del sur que reflejan las
novelas de Arguedas. El indio del norte es más aculturado y mestizado, y desconoce por lo
general el quechua, pero, obviamente, no por ello es menos representativo del Perú.

El trabajo literario de Ciro Alegría trascendió muy tempranamente las fronteras, puesto que
escribió febrilmente desde el exilio en varios países. En Chile escribió y publicó sus dos primeras
novelas, La serpiente de oro y Los perros hambrientos, así como su obra cumbre, que ganó el
Concurso Latinoamericano de Novela convocado por la Editorial Farrar and Rinehart de Nueva
York: El mundo es ancho y ajeno, novela de la cual Mario Vargas Llosa ha afirmado que
constituye "el punto de partida de la literatura narrativa moderna peruana y su autor nuestro
primer novelista clásico".4 Dicha novela fue traducida a 14 idiomas.

El mundo es ancho y ajeno refleja las bases de un Perú moderno, mestizo, y rico en regiones,
culturas y costumbres diversas. Sus personajes abandonan su comunidad andina (Rumi)
obligados por el injusto expolio que de sus tierras realiza un cruel hacendado (Don Álvaro
Amenábar) y se desplazan por todo el Perú, intentando ganarse la vida. La historia cuenta con
dos personajes centrales o héroes: Rosendo Maqui, que representa al indio sabio, mayor y
tradicional, y Benito Castro, el cholo joven que vuelve a su comunidad cuando muere Rosendo
con el fin de defender el derecho de sus gentes a vivir en sus tierras.

En general, todas las novelas de Alegría defienden la integración de todos los peruanos en la
sociedad, y denuncian las miserias y la injusticia social sufrida por los más humildes,
especialmente, por los indios. Sus obras poseen un tono épico, en donde destacan especialmente
la naturaleza y las tradiciones culturales peruanas, conjuntamente con la lucha de sus gentes por
su subsistencia. En ellas la narración se desarrolla hilvanando hábilmente las historias de varios
personajes de la misma comunidad en torno a un núcleo central.

Luego de sus tres grandiosas novelas indigenistas, en sus 27 años de vida restante Alegría
solo publicó un libro de cuentos, que la crítica ha considerado muy inferior en comparación con
su obra precedente: Duelo de caballeros. Estuvo también trabajando en cuatro proyectos de
novelas: Siempre hay caminos, Lázaro, El dilema de Krause y El hombre que era amigo de la
noche. De ellas solo concluyó la primera, publicada postumamente, la cual es una novela corta
considerada por la crítica como una joya literaria. Las tres restantes quedaron inconclusas y sus
fragmentos han sido también publicados de manera póstuma. De todas ellas, se debe destacar
Lázaro, un ambicioso proyecto que el autor abandonó en 1954, pero que bien pudo convertirse
en una gran novela de temática proletaria, teniendo como protagonistas a los trabajadores de las
grandes haciendas azucareras de la costa norte del Perú. Habría sido una especie de continuación
de El mundo es ancho y ajeno. Se ha dicho que la razón de que el escritor abandonó sus
proyectos novelísticos fue la falta de un estímulo editorial, sumada a su recargada labor
periodística y docente, así como su precaria salud, todo lo cual influyó negativamente en su
voluntad creadora.

Aparte de las novelas y cuentos que Ciro Alegría publicó en vida, cabe señalar que, producto
a la intensa actividad política y periodística que ocupó gran parte de su vida, el grueso de su
producción escrita se encuentra en distintos periódicos de la época, y aún no hay un estudio
sistematizado que la recoja. Por otra parte, una parte también significativa de la obra de Ciro
Alegría (una novela breve, fragmentos de otras novelas, cuentos, memorias, etc.) ha sido
publicada después de su muerte, gracias a la labor de recogida y selección de quien fuera su
última mujer, la poetisa Dora Varona.

En vida, Alegría publicó las siguientes obras:

■ La serpiente de oro (novela, 1935). Primer premio del concurso de novela convocado por
la Editorial Nascimento de Chile.

■ Los perros hambrientos (novela, 1939). Segundo premio del concurso de novela
convocado por la Editorial Zig-Zag de Chile.

■ El mundo es ancho y ajeno (novela, 1941). Primer premio del concurso Latinoamericano
de Novela convocado por la Editorial Farrar & Rinehart de Nueva York.

■ Duelo de caballeros (cuentos, 1962).

Después de su muerte y a base de escritos insertos en la prensa periódica o manuscritos


inéditos, su viuda Dora Varona editó las siguientes obras:

■ Panki y el guerrero (relatos, 1968). Premio Nacional Fomento de la Cultura en 1969.

■ Sueño y verdad de América (1968).

■ Gabriela Mistral íntima (1969)

■ La ofrenda de piedra (cuentos, 1969).

■ Siempre hay caminos (novela corta, 1969). Considerada por la crítica como una pequeña
obra maestra.

■ Lázaro (novela póstuma e inconclusa, 1972).

■ La revolución cubana - Un testimonio personal (1973).

■ Mucha suerte con harto palo (edición postuma recopilatoria de distintos escritos
periodísticos, autobiográficos, y ficcionales, supervisada por su viuda, Dora Varona, 1976).

■ Siete cuentos quirománticos (cuentos, 1978).


■ El sol de los jaguares (cuentos, 1979.)

■ El dilema de Krause (novela póstuma e inconclusa, 1979).

■ El hombre que era amigo de la noche (novela inconclusa).


Referencias
1. Una investigación realizada por Dora Varona Vda. de Alegría ha llegado a la conclusión
que el año de nacimiento del escritor fue 1908, y no 1909. Dora Varona recibió el testimonio de
Constante Bazán, tío de Alegría, quien fue quien apadrinó a Ciro en un bautismo de urgencia a
los 21 años, ya que el muchacho no tenía ningún documento y necesitaba la partida de bautismo
para ingresar a la Universidad de Trujillo. La madrina fue su abuela Elena Lynch Calderón de la
Barca. Por error fue inscrito como nacido en el año 1909; no obstante, Ciro terminó por adoptar
dicha fecha, ya que así hacía menos complicado el asunto (“Ciro Alegría en sus 87 años”.
Entrevista a Dora Varona por el Dr. José Cernicharo. Publicado en el suplemento “El Dominical”
del diario El Comercio, pág. 10-11. Lima, 12 de noviembre de 1995).

2. Sobre este episodio Alegría escribió después El César Vallejo que yo conocí. Publicado
originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos (México, año III, vol. XVIII, núm. 6,
noviembre-diciembre de 1944).

3. Elena Lynch de Alegría y la otra abuela (materna) del escritor, Juana Lynch Mesía, eran
primas hermanas, hijas de don Manuel Lynch, apellido éste de origen irlandés. Ciro siempre
sostuvo con orgullo que su sangre indígena provenía de su abuela Juanita, hija de don Manuel en
Paula Mesía, natural de Chachapoyas. En cuanto a la abuela Elena, el escritor la menciona en su
novela El mundo es ancho y ajeno, describiéndola como una señora blanca, fina y compasiva
(capítulo 4: “El fiero Vásquez”).

4. Vargas Llosa, Mario (marzo de 1967). «Ciro Alegría según Mario Vargas Llosa».
Revista Caretas.

Bibliografía

Alegría, Ciro (1976). Mucha suerte con harto palo. Buenos Aires: Losada.

García Montero Koechlin, María Luisa (1963). Detrás de la máscara, 1° edición, Lima:
Latinoamericana.

Alegría, Ciro: Breve Autobiografía. Inserta en: La serpiente de oro. Tomo 3 de la Biblioteca
Peruana. Lima, Ediciones PEISA, 1973.

Grandes Forjadores del Perú. Lima, Lexus Editores, 2000. ISBN 9972-625-50-8

Cornejo Polar, Antonio: Historia de la literatura del Perú republicano. Incluida en “Historia
del Perú, Tomo VIII. Perú Republicano”. Lima, Editorial Mejía Baca, 1980.

Tauro del Pino, Alberto: Enciclopedia Ilustrada del Perú. Tercera Edición. Tomo 1. AAA-
ANG. Lima, PEISA, 2001. ISBN 9972-40-150-2

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