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Formación Ética y Ciudadana y Convivencia Escolar

Gustavo Schujman
Coordinador Área Formación Ética y Ciudadana
Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología
República Argentina

El presente trabajo intenta transmitir aspectos relevantes de una experiencia de formación muy valiosa.
Durante los años 2000 y 2001 se llevó a cabo en nuestro país el Seminario Nacional de Fortalecimiento
Profesional de Capacitadores. Fue un dispositivo novedoso por el cual capacitadores de las distintas áreas
curriculares de la Educación General Básica (de 1º a 9º años) elegidos por los ministerios de educación
provinciales tomaron un curso de dos años y, al mismo tiempo, realizaron acciones de capacitación en escuelas
de todo el país. A esta capacitación se la llamó ‘capacitación centrada en la escuela’ pues intentó atender a
problemas y demandas concretas de las escuelas en sus contextos específicos. Lo novedoso de este dispositivo
consistió fundamentalmente en que no eran los docentes quienes se inscribían en un curso para obtener un
puntaje sino que era el capacitador quien se acercaba a las escuelas para ofrecer una capacitación acorde con
las necesidades de esos docentes y de esas instituciones. Otra novedad fue que estos capacitadores (en su
mayoría, egresados de Institutos de Formación Docente) recibieron todos el mismo curso, consistente en cuatro
periodos presenciales y cuatro no presenciales. En cada periodo presencial, formadores de todo el país se
reunían durante una semana (de lunes a viernes), planteaban sus inquietudes, conocían otras realidades,
buscaban mínimos comunes para el área curricular y recibían un curso dictado por los equipos de especialistas
curriculares del Ministerio de Educación de la Nación. Durante los periodos no presenciales los capacitadores
debían realizar una serie de actividades de formación y de lectura de textos. Cada uno de ellos, al finalizar el
curso, acreditó 280 horas de ‘fortalecimiento profesional’.

El equipo de especialistas de Formación Ética y Ciudadana (equipo que coordino) se ocupó de las siguientes
tareas:

 diseño del curso,


 reelaboración de este diseño a la luz de la evaluación de nuestra tarea y de los resultados que íbamos
registrando,
 dictado del curso durante los periodos presenciales (en total, 160 horas divididas en cuatro semanas)(1),
 preparación de las actividades para los periodos no presenciales (en total, 120 horas),
 evaluación de los trabajos enviados por los capacitadores,
 atención a consultas de los capacitadores vía correo electrónico,
 acreditación de quienes aprobaron todas las instancias evaluativas.

A las dificultades que debimos afrontar junto con los equipos de las demás áreas curriculares (diversidad de
demandas de los capacitadores que a su vez respondía a las demandas de las escuelas y de los docentes,
diversidad de diseños curriculares provinciales, prácticas docentes muy instaladas y difíciles de ‘conmover’) se
agregaron algunas dificultades propias del área de Formación Ética y Ciudadana. Entre ellas, destacamos las
siguientes:

 Formación Ética y Ciudadana está presente en el discurso docente pero no está efectivamente instalada
en las escuelas. Por supuesto, existe una serie de prácticas que inevitablemente transmite un conjunto
de valores pero no existe una preparación del docente (en contenidos, en estrategias didácticas) ni una
sistematicidad de la tarea. Tal vez, ésta haya sido una de las razones por las cuales los capacitadores
provinciales de Formación Ética y Ciudadana fueron muy demandados por las escuelas. Sin duda, las
autoridades de las instituciones educativas reconocen la importancia de su implementación y admiten la
necesidad de orientaciones para lograrlo. Uno de los problemas destacados es el de la incongruencia
entre el decir y el hacer de los docentes o entre lo que intenta transmitir el docente y lo que transmite la
institución a través de sus normas y de sus modos de impartir ‘justicia’.
 La llamada ‘crisis de valores’ que se vive en la actualidad hace que los docentes (y los capacitadores)
‘bajen los brazos’ y se sientan con pocas fuerzas para educar en valores. Esta crisis tiene, al menos, dos
sentidos en boca de docentes y capacitadores. Algunos se refieren a un debilitamiento de ciertos valores
como la amistad, la familia, la solidaridad, y adjudican este debilitamiento al auge del individualismo, del
‘sálvese quien pueda’. Otros se refieren a la crisis institucional que vive nuestro país, a la falta de justicia,
a la desigual distribución de la riqueza, al incumplimiento de derechos básicos como el derecho a la
salud o a una vivienda digna.

Frente a estas dificultades, fuimos generando dentro de nuestro equipo respuestas provisorias que nos
permitieron encauzar nuestra tarea y la de los capacitadores.

 En un contexto de crisis como el actual se hace difícil, ciertamente, educar en ética, en derechos, en
ciudadanía. Si bien puede admitirse que los tiempos actuales son especialmente dramáticos, es cierto
también que siempre que se habla de ‘educación en valores’ o de ‘formación ética y ciudadana’ aparece
el problema de la crisis. Es que hablar de valores es hablar de algo que no está presente de modo
acabado en la realidad, es reconocer la falta, la ausencia. Es, en suma, hablar de ideales. Reconocer la
crisis es advertir un desfasaje entre nuestros ideales y la realidad. Abordar temáticas propias de la
formación ética y ciudadana es sostener un delicado equilibrio. En efecto, esta formación no puede ser
equivalente a una transmisión de ideales abstractos, vacíos de contenido, desvinculados por entero de la
realidad que nos circunda. Pero tampoco puede reducirse a un análisis y descripción de lo que pasa. La
formación ética y ciudadana no es puro idealismo ni pura sociología. No puede quedarse sólo en el plano
prescriptivo ni tampoco sólo en el plano descriptivo. Tiene que poder jugar con estos dos planos. Y esto
puede lograrse si se concibe a los ideales como realizables sólo en parte. Los ideales son, por definición,
irrealizables (desde un punto de vista absoluto). Pero no por eso son meras ficciones. Sirven para
analizar la realidad y para ver la distancia entre esa realidad y esos ideales. Sirven para desafiar a los
hechos, para actuar en pos de un acercamiento progresivo al ideal planteado. Quienes conciben a los
ideales como plenamente realizables suelen caer en dos posturas igualmente reprochables: o caen en la
frustración, en el pesimismo y en la inmovilidad al comprobar que no logran aquello que buscan, o
sostienen una especie de mesianismo según el cual el ideal debe ser realizado a toda costa (‘caiga
quien caiga’). La posición que consideramos correcta en el ámbito de la formación ética y ciudadana es
la de concebir al ideal como irrealizable pero como regulador, guía y motor de nuestra acción.
 La posición que adopta el docente frente a sus alumnos al emprender la tarea de educar en valores, en
ética, en ciudadanía, es tal vez el punto central. Hay una posición que es muy perniciosa para esta tarea
y, seguramente, para toda acción educativa. Es la posición que intenta ocupar ‘el lugar del saber’. Quien
se pone en ese lugar obtura a los educandos, los vuelve dependientes y cierra las puertas a la
posibilidad de que sean ellos quienes desplieguen sus ideas, piensen por sí mismos, busquen acuerdos.
 La educación en valores, en ética y en ciudadanía es siempre una construcción colectiva y esta
construcción sólo se puede dar si todos se consideran capaces. Que es una construcción colectiva
significa que el resultado es un producto de la relación ‘entre’ las personas que participan del proceso de
enseñanza – aprendizaje, es algo que está ‘en medio de’ las personas, en la ‘trama’ de las relaciones
humanas. Es el producto de un auténtico diálogo, y cuando hay diálogo la verdad no está en un ni en
otro de los que participan del diálogo sino que está ‘entre’ ellos. Quien educa en valores debe favorecer
este proceso de construcción, debe crear las condiciones, animar a la acción, al diálogo, a la
participación, a la creación.
 El problema de la incongruencia o la contradicción entre el decir y el hacer cuando se trata de educar en
ciertos valores es más complejo de lo que generalmente se cree. No siempre la contradicción aducida se
da entre el discurso y la acción. Hay algo más que puede entrar en colisión con lo que decimos y
hacemos: ese algo es la mirada.
Posiblemente, un docente hable del valor de la solidaridad y conjuntamente promueva acciones solidarias. Ahí no
habría contradicción entre el decir y el hacer. Pero ¿cuál es la mirada que hay detrás de esas acciones
solidarias? Es probable que esa mirada sea humillante, que esa persona que promueve la solidaridad vea a
aquellos destinatarios de esta acción como a seres inferiores incapaces de valerse por sí mismos. No hace falta
que explicite esta forma de verlos pues, en la mayoría de los casos, esta mirada es inconsciente. La mirada
puede desmentir nuestro discurso, aunque nuestra acción no parezca contradecirlo. Por eso, antes de ser
responsables de nuestro decir y de nuestro hacer somos responsables de nuestro mirar.

La formación ética supone el reconocimiento de que todos somos seres libres. Admitir que somos seres libres es
admitir (entre otras cosas) que podemos cambiar, que podemos dar sorpresas, que no estamos determinados en
forma absoluta a ser de un único modo. Si todos podemos cambiar todos nos debemos un respeto básico.
Respetar al otro, desde esta perspectiva, equivale a no darlo por perdido. Lamentablemente, en las instituciones
educativas y en la docencia es frecuente que el educador dé por perdidas a ciertas personas. Esa mirada hacia
el otro (en este caso, el alumno) hace imposible todo intento de formar en ética y en ciudadanía. El docente que
mira al otro como a un ser determinado (y, en algunos casos, como a un ser perdido) está inhabilitado para
ejercer la tarea de formar éticamente a sus alumnos. Y es más, ese docente está inhabilitado para educar. En
efecto, la educación se opone al fatalismo pues quien educa supone que puede lograr cambios en la realidad. Y
quien pretende formar en ética y en ciudadanía necesariamente debe apostar por la libertad de todos y de cada
uno. Las etiquetas, los estereotipos (tanto positivos como negativos) van en contra de esta formación.

La mirada es el problema. El docente puede hablar de la libertad pero si mira al otro como un ser determinado y
dice, por ejemplo, ‘este alumno es excelente’, ‘este alumno es un desastre’, ‘con este no se puede hacer más
nada’, contradice con su mirada todo lo que está intentando transmitir. Si habla de la no discriminación pero ve
estigmas en algunos de los que se encuentran en el curso, y no hace un esfuerzo sincero por dejar de ver esos
estigmas, entonces contradice con su mirada su propio discurso. Somos responsables de nuestra mirada antes
de ser responsables de nuestras acciones. Nuestra mirada está antes que nuestras acciones. O está detrás.
Nuestra acción supone necesariamente una mirada.

No puede haber auténtica formación ética si se ve al otro como un ser absolutamente determinado y, en cierto
aspecto, perdido. No puede haber formación política si no se está dispuesto a escuchar al otro, tomarlo en
cuenta. No puede haber formación en derechos y en tolerancia si se ven estigmas y no se es capaz de reconocer
esa mirada estigmatizadora y de hacer el esfuerzo por modificarla.

Durante nuestro curso fuimos advirtiendo y corroborando que la mirada de la institución y de los docentes hacia
los alumnos es clave en la determinación del éxito o el fracaso de los objetivos vinculados con la formación ética
y ciudadana. Entre esos objetivos se encuentran los relacionados con la convivencia: que los alumnos adopten
actitudes colaborativas y solidarias, que sean capaces de ponerse en el lugar del otro, que valoren el diálogo y el
trabajo en equipo, que reconozcan y valoren las diferencias legítimas que existen en el grupo.

Por supuesto, se espera que los alumnos rechacen aquellas ideas y actitudes que representan contra-valores: la
discriminación, la xenofobia, la intolerancia, el ejercicio de la violencia para imponer las propias ideas, la falta de
respeto por las reglas de juego democráticas que permiten llegar a acuerdos considerando la pluralidad de
posiciones.

No puede decirse que en las escuelas no se aborde, por ejemplo, el problema de la discriminación. Difícilmente,
encontremos una institución educativa en la que este problema no se trabaje en cada grupo y a través de
diversas estrategias. Tampoco puede afirmarse que en las escuelas no se intente transmitir el valor de la
solidaridad. Incluso puede advertirse que la solidaridad es uno de los valores más nombrados en los proyectos
institucionales y no son pocas las acciones solidarias que se realizan desde las escuelas.

No es la ausencia de estos temas sino la superficialidad de su tratamiento lo que resulta preocupante.


Con respecto a la discriminación nos limitamos, en general, a esbozar un discurso correcto pero no
profundizamos sobre el problema, analizando sus causas. Y sobre todo, no nos permitimos, docentes y alumnos,
un sinceramiento de nuestros sentimientos. Todos aceptamos la existencia del fenómeno pero ninguno de
nosotros se considera parte del mismo. A lo sumo, podemos aceptar ser víctimas de la discriminación, nunca
causantes o agentes o responsables de actos discriminatorios. Y la realidad es bien distinta. Todos tenemos por
momentos hacia determinadas personas, en ciertos contextos, una mirada discriminatoria y humillante. Y sólo se
puede lograr algo en la escuela si se comienza por aceptar esta realidad y la ardua tarea que tenemos que
realizar para revertirla.

Con respecto a la solidaridad, todos suponemos que la acción solidaria es una acción moralmente positiva, pero
no nos preguntamos acerca de cuál es nuestra mirada hacia aquellas personas o grupos a quienes va dirigida
esa acción. Si reflexionáramos sobre este punto, reconoceríamos que en ocasiones una acción solidaria puede
estar guiada por una mirada estigmatizadora y que su valor moral puede ser sensiblemente menor al valor que
pretendemos darle.

El filósofo Avishai Margalit en su libro La sociedad decente señala que existen diferentes maneras de tratar a los
humanos como si fuesen no humanos o menos que humanos: tratarlos como máquinas, como objetos, como
animales, como infrahumanos (lo que incluye tratar a los adultos como niños).

Pero ¿Qué significa ver al otro como humano? ¿Qué significa percibir el aspecto humano en un ser humano?
Margalit afirma, inspirándose en Wittgenstein, que ver a un ser humano como humano “es ver un cuerpo que
expresa un alma”. Esto significa ver sus expresiones en términos humanos. Así, cuando vemos un rostro humano
no nos fijamos al principio en sus detalles físicos (curvatura de los labios, fruncimiento del ceño) sino que vemos
directamente e involuntariamente lo que este rostro expresa (preocupación, tristeza, felicidad). Vemos la tristeza
en el mismo momento en que vemos la curvatura de los labios. Esta visión no es el resultado de una deducción a
partir de ciertos datos físicos. Por eso, esa visión es directa. Y ver la tristeza o la preocupación, es decir, el
aspecto humano de un ser humano, no es un acto voluntario, no es un acto de elección o decisión.

Entonces, ¿Qué significa percibir a los humanos como no humanos? O mejor dicho, ¿Qué significa no ver el
aspecto humano del otro? La ceguera al aspecto humano del otro equivale a ver sólo aquello que puede
describirse en términos de color y forma. Lo que ve alguien ciego a lo humano es una descripción física: el otro
es negro, es gordo, se viste con una túnica, etcétera.

Según Margalit, ser ciego a lo humano tampoco es fruto de ninguna elección.

No es algo excepcional que veamos a otras personas como a seres inferiores a nosotros. Ver a las otras
personas como inferiores o como menos que humanas implica estigmatizarlas. Esto es, ver en ellas anomalías
físicas como un síntoma o un defecto de su humanidad. Esta anomalía puede estar en su cuerpo o en algunas
prendas de vestir. También el olor del sudor o el olor de las comidas pueden servir como signos
estigmatizadores. “Los estigmas, escribe Margalit, actúan como signos de Caín sobre la misma humanidad de
las personas. Quienes soportan un estigma aparecen en su entorno como portadores de una etiqueta que les
hace parecer menos humanos. Aunque otros los sigan viendo como humanos, son humanos estigmatizados. /.../
Los estigmatizados son vistos como seres humanos, si bien gravemente imperfectos. Es decir infrahumanos. El
estigma denota una grave desviación del estereotipo de la ‘apariencia normal’ de un ser humano.” (pág. 91)

Señales como el color del pelo, la tez, o la ropa desempeñan, a su vez, un papel muy importante en la identidad
de las personas y en su identificación con los grupos. Por eso, no es raro que a menudo la humillación se centre
en el ataque a características corporales y a la indumentaria, puesto que ello implica atacar importantes
componentes de la identidad de la propia personalidad.

Y es que ver a una persona como a un ser inferior no es algo voluntario. Hay en esa visión una historia. Lo que
vemos está condicionado por aquello que esperamos ver. Y esa expectativa se va conformando desde nuestra
niñez. Hay personas que no ven estigmas y otras que los ven. En principio, ninguna de ellas controla su
percepción. Son personas que han recibido distintas influencias de la sociedad, de sus padres, de las escuelas.
El hábito de ver determinados aspectos de los otros está conformado por la cultura y por la historia. Por eso,
muchas acciones que se realizan en las escuelas para intentar revertir esta mirada son claramente insuficientes.
Pronunciar discursos contra la discriminación y hacer que los alumnos escriban carteles o murales expresando
su rechazo a toda forma de discriminación, son acciones adecuadas pero que necesitan ser complementadas
con un examen crítico y profundo sobre nuestra mirada hacia los demás.

Cuando vemos que un palo sumergido en el agua parece quebrado no damos crédito a lo que vemos porque
sabemos que es una ilusión óptica o un espejismo visual. Y por más que sepamos que el palo no está quebrado,
igualmente lo seguiremos viendo como si lo estuviera. En este caso, no hay forma de modificar nuestra visión.

Ver a los humanos como si fueran infrahumanos no es un engaño perceptivo como el de ver el palo quebrado en
el agua. Aquí podemos cambiar nuestra percepción aunque de manera indirecta. Para eso, es necesario
reconocer nuestra mirada estigmatizadora y desocultar sus orígenes. Racionalmente, sabemos que lo que
vemos es también una ilusión. En este caso, es una ilusión perceptiva construida por nuestra historia, por
nuestra educación. Pero es una ilusión que se puede revertir, no dando crédito a lo que vemos e intentando no
ver al otro como infrahumano.

Que la visión estigmatizadora sea, en principio, involuntaria, no nos exime de nuestra responsabilidad. Somos
responsables de nuestros modos de mirar a los otros y sólo un gran esfuerzo de nuestra voluntad podrá lograr
una visión a-estigmática.

Por tal razón, nuestro Curso de Fortalecimiento Profesional de Capacitadores fue girando en torno al problema
de nuestra mirada hacia nuestros pares, hacia nuestros alumnos, hacia los niños en general. Lo hicimos
presentando casos, historias de vida, dilemas morales, y reflexionando sobre la concepción de la infancia que
propone la Convención Internacional sobre los Derechos de los Niños. Como resultado de esta tarea, los propios
capacitadores fueron generando interesantes propuestas para presentar a sus capacitandos y para que los
propios maestros y profesores elaboren estrategias didácticas dirigidas a sus alumnos.

(1) Este curso contó con la presencia y colaboración de los siguientes especialistas invitados: Isabelino Siede
(Coordinador del área de Formación Ética y Ciudadana de la Secretaría de Educación del Gobierno de la Ciudad
de Buenos Aires), Mary Beloff (Especialista en Derechos de los Niños y la Juventud, Universidad de Buenos
Aires), María Rosa Buxarrais (Directora del Programa de Educación en Valores, Universidad de Barcelona),
Miquel Martínez (Catedrático de Pedagogía, Universidad de Barcelona).

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