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La mitad del cielo

La visita a Valencia del Jefe del Estado del Vaticano, conocido por Nazinger, para hablar de la
familia, nos ha recordado que nosotros nunca hemos hablado de la familia. Sin embargo, Engels
escribió un libro sobre ello: El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, al que
siempre conviene echar un vistazo.
Parece que la familia es un asunto privado que está fuera de la política y de la lucha de clases. Así
que aquí los únicos que hablan de la familia son los obispos (aunque no tengan familia, o al menos
eso dicen). Nos imaginamos que cada familia es distinta, que cada cual tiene la suya y, por tanto,
sus problemas, que además son internos; no se deben airear nunca los problemas familiares: Los
trapos sucios se lavan en casa.
¿Qué tiene que ver la familia con la lucha de clases?
Hay muchos problemas -inifinidad- en las sociedades actuales cuya relación última con el
capitalismo se nos escapa, de manera que da la impresión que todos esos problemas han llovido del
cielo. Incluso a veces creemos que la mayor parte de ellos dependen de las propias personas que los
padecen (ellos se lo han buscado) y hacemos de las víctimas los victimarios.
Pero no puede haber problemas personales (ni, en consecuencia, soluciones personales) cuando son
muchos miles de personas los que los padecen. Un mismo problema para muchas personas no
requiere muchas soluciones distintas sino la misma solución para todos ellos. En consecuencia, las
soluciones son colectivas, sociales. Se solucionan todos o no se soluciona ninguno.
Para ello es necesario agruparse y organizarse, saber encontrar las verdaderas raíces y ponerles
remedio. El remedio, las soluciones de tipo colectivo, sólo pueden derivar del socialismo, de la
revolución. El socialismo revuelve a los hombres y a las mujeres desde sus mismas entrañas porque
no sólo soluciona los problemas de hambre, de paro, de democracia, de libertad y de miseria;
también sienta las bases para solucionar todo un cúmulo de problemas personales que hacen
insoportable la vida en la sociedad capitalista.
Ya no hay reformas posibles, parches ni medias tintas; los problemas no se solucionan con más
leyes, ni con reformar las existentes. Si los problemas son sociales, las soluciones también lo son. Y
si -como nosotros pensamos- esos problemas tienen su origen en la explotación capitalista, la
solución es acabar con ella y construir el socialismo.
Los problemas familiares, aunque parecen individuales, son también de esa naturaleza. Tras las
puertas de cada vivienda, se escenifica cotidianamente un drama donde todas las miserias de la
sociedad capitalista se concentran y toman nombres y apellidos. La figura más próxima se convierte
en un monstruo. Es el ejemplo máximo de lo que Lenin calificaba como capitalismo en
descomposición. El capitalismo ha agotado todas sus posibilidades renovadoras, agoniza y en sus
estertores, se pudre y dejar un hedor apestoso que se cuela por todas la rendijas de la casa.
Por ejemplo, la inmensa mayoría de las violaciones se producen en el ámbito familiar, entre
conocidos o personas muy próximas. Los hombres golpean y matan a sus parejas; los hijos a sus
padres y a la inversa. El capitalismo nos conduce directamente a la ley de la jungla. Ya no tiene
ningún remedio; sólo queda acabar con él si no queremos naufragar en este fango.
Pero si bien en los países capitalistas ese tipo de problemas constituyen una preocupación creciente,
los países socialistas han sido los únicos en lograr acabar con ellos. Acabaron con ese tipo de
problemas y acabaron con problemas familiares aún mucho más graves.
Veamos el ejemplo de China, donde la situación de la familia hasta 1949 era pavorosa.
En 1949 China parecía una foto fija tomada en la Edad Media, un país estancado 2.000 años antes.
En la mentalidad de las masas imperaba el confucianismo, una ideología retrógrada donde la
veneración por la familia y los ancianos ocupaba el lugar central.
Parecía un paisaje idílico, pero cuando se habla de la familia en China tenemos que pensar en algo
bien diferente de lo que estamos acostumbrados en los países occidentales. Por ejemplo, allá los
matrimonios los arreglaban los padres independientemente de la voluntad de los interesados y
existía un comercio cotidiano de mujeres. Si aquí el tráfico de mujeres está normalmente vinculado
a la prostitución, allá estaba -además- vinculado al matrimonio y a las hijas. Desde la cuna hasta la
madurez, las mujeres eran compradas, vendidas o alquiladas. En 1949 Shangai era el burdel más
grande del mundo y las numerosas y muy extendidas sociedades secretas traficaban con las
prostitutas, los lupanares y todo el submundo ligado a ello (juego, opio).
Lo primero que hizo la revolución -y quizá su medida más revolucionaria- fue cambiar el
matrimonio. La revolución conquistó para las mujeres -pero también para los hombres- que el
matrimonio fuera voluntario, basado en el cosentimiento mutuo. Así de simple. Sólo con eso
millones de personas se liberaron de la familia patriarcal.
Todo un peso de siglos se venía abajo. Ya no había novios de cinco años de edad; no había niños y
niñas adoptados que vivirían para siempre fuera de sus familias de origen. Porque las adopciones de
niñas en China estaban destinadas a casarlas con algún hijo de la familia adoptante; por tanto, era
una manera de fomentar el matrimonio entre hermanos adoptivos, una subespecie de incesto.
El culto al pasado, a los muertos, las flores en las tumbas y el incienso delante de los retratos, se
habían acabado en 1949. La inmortalidad del alma es una tontería comparada con el hambre y otras
necesidades insatisfechas del cuerpo.
La revolución socialista es también eso: ya no hay que mirar tanto hacia atrás sino hacia delante.
Muy simple. Los que importan no son los difuntos sino los vivos, y aún los que no han nacido.
Se acabaron cosas como el luto y el duelo, esas etapas prolongadas después de la muerte de algún
familiar en las que el tiempo parecía detenerse y únicamente se podía rezar y llorar.
El socialismo obró el milagro de la vida y la muerte, venció a la muerte y aunque no aseguró la
inmortalidad a los chinos, les duplicó la esperanza de vida, que no es poco. El capitalismo chino
mataba a la población antes de cumplir los 30 años.
Y cuando esos milagros -tan simples- se producen hay que indagar en los motivos: una esperanza de
vida duplicada quiere decir que ya no hay hambre, que hay servicios sanitarios, que no hay trabajos
penosos e insalubres, que la vivienda ha mejorado y la higiene también...
Ya no había concubinas ni amantes ni toda esa duplicidad hipócrita, propia únicamente de las
religiones y la absurda moral que tratan de imponer.
Al romper el ancestral molde familiar, se deshizo todo el rígido dispositivo disciplinario que estaba
vinculado a él, por lo que brotó algo muy simple: cada cual respondía de sus propios actos, que es la
consecuencia lógica de que cada cual toma sus propias decisiones, para casarse y para cualquier otra
cosa.
En China los matrimonios no sólo los apañaban las familias sino que también intervenían
alcahuetes, especie de agencias matrimoniales que hacían de mediadoras, buscando las mejores
piezas para los mejores postores. Era un negocio muy lucrativo.
La mujer no veía al novio hasta el mismo día de la boda y, a partir de entonces, viviría para siempre
en la casa de la familia de su marido, sometida a sus órdenes y a las de los jefes de su clan marital
pero, muy especialmente, a las órdenes de su suegra.
Es conocido que en China, recién nacidas, a las niñas les vendaban los pies, aunque en 1949 era una
costumbre ya en decadencia. Era una muestra de sumisión y obediencia al hombre, a quien no
podían mirar a los ojos de frente: unos pies diminutos las obligaba a caminar curvadas y con la
cabeza vuelta hacia el suelo.
Pero la esposa tenía un gran consuelo: a su vez era la jefa de todos los hijos de su marido, incluidos
aquellos habidos con su concubina (o concubinas) porque mandaba sobre ellas.

El final de la pesadilla
Las mujeres son la mitad del cielo, dijo una vez Mao en un poema. No era imaginable una
revolución sin acabar con toda esa oprobiosa situación.
Ya en 1931 el Partido Comunista había impuesto (porque fue una imposición) en la base liberada de
Jiangxi una ley sobre el matrimonio y el 30 de abril de 1950 la revolución volvió a imponer (porque
fue otra imposición) otra nueva ley sobre el mismo asunto, esta vez de alcance general.
Prohibido el matrimonio entre niños, prohibida la bigamia, prohibido el concubinato, prohibida la
adopción de niñas, prohibidos los alcahuetes... y autorizado el nuevo matrimonio de las viudas.
No hay ninguna medida revolucionaria que no genere resistencia y aquella ley no fue una
excepción. En setiembre de 1951 y en enero de 1953, la dictadura del proletariado tuvo que ponerse
en marcha con severidad para que la ley se acatara y se cumpliera estrictamente. Pero eso nunca es
suficiente; hubo que desatar una movilización de masas a favor de la ley: para que las parejas de
novios pudieran conocerse antes de casarse, para que pudieran salir juntas por la calle sin ser objeto
de agresiones...
En enero de 1953 el gobierno revolucionario reconoce que la ley no siempre se cumple
rigurosamente, que la inercia del pasado sigue imperando, que los matrimonios siguen siendo
amañados por los padres, que siguen existiendo las niñas-novias... La costumbre china era que nadie
podía entrometerse en los asuntos de otra familia y mucho menos el nuevo Estado revolucionario.
Muchos parecen desinteresarse y otros lanzan una sorda campaña en sentido opuesto: los maridos
ya no tienen autoridad, las mujeres se van con otros hombres... la sociedad china naufraga, es el fin
del mundo.
Se tuvo que crear una comisión de 29 diputados, presidida por Shen Chinju, militante de la Liga
Democrática, uno de los partidos que formaban parte del nuevo parlamento revolucionario. Se
organizó una Jornada Mundial de Mujeres y se desató otra campaña de movilización: grupos de
teatro, óperas, prensa, carteles,... todo se tuvo que poner en movimiento.
Si se analiza la ley, se comprende que todo eso resultaba imprescindible. Por ejemplo, para que los
novios no pudieran ser presionados por sus padres, la nueva ley estableció que la edad mínima del
matrimonio fuera de 20 años para los hombres y de 18 para las mujeres.
Era obligatorio inscribir el matrimonio en un registro civil, novedad importante para controlar los
índices de natalidad y establecer estadísticas demográficas, antes inexistentes.
Muy simple pero muy revolucionario: la mujer tenía derecho a conservar su nombre de soltera, algo
a lo que en España no le damos importancia pero que aún no existe hoy día en algunos países
civilizados, por ejemplo en Francia.
No menos trascendentales eran los cambios en las relaciones paterno-filiales: el artículo 13 prohibió
(otra imposición de los comunistas) ahogar a los recién nacidos, especialmente si eran niñas, otra
costumbre ancestral que desaparecía.

Llega el divorcio
La ley permitió el divorcio de una manera tan simple, que aún en España no hemos logrado: si para
casarte basta acudir al registro civil y firmar, para divorciarte exactamente igual; ni abogados, ni
jueces, ni pleitos, ni gastos absurdos para todos esos vividores: bastaba ir al registro, notificar el
divorcio y te daban el certificado inmediatamente. Muy simple.
Tras la aprobación de la ley, las peticiones de divorcio llovieron y casi todas ellas eran de mujeres.
Empezaban a liberarse de sus maridos pero antes, para que ello fuera posible, todo el país había
tenido que ser liberado: del capitalismo, del imperialismo, de los reaccionarios, de las religiones...
En una sociedad atávica como la china de 1950, el divorcio fue un choque salvaje: por sí misma la
mujer decidía sobre su propia vida sin pedir permiso a su marido y la decisión que tomaba era –
además- abandonarle. Todos los principios sociales se vinieron abajo estrepitosamente y si encima
la mujer se podía largar con otro...
Había un problema -previo- muy sencillo que también estaba resuelto: la mujer divorciada se podía
liberar de su marido (y de toda la parentela) porque podía buscarse el sustento por sí misma; o lo
que es lo mismo: porque no tenía que quedarse en casa haciendo la colada, porque podía trabajar y
porque existía un trabajo para ella.
El trabajo -remunerado- de la mujer no era una revolución sino toda una cadena de revoluciones de
las que muchas veces no nos apercibimos. Veamos:
— para que la mujer trabaje no basta que ella quiera sino que alguien le de trabajo y le pague su
salario
— para que la mujer trabaje tiene que haber trabajo porque cuando no lo hay, tampoco hay divorcio
posible
— para que la mujer trabaje tiene que lograr salir de casa, dejar el hogar y acabar con el control del
marido.
Lo que debió resultar el colmo es que las mujeres se juntaran entre ellas, crearan organizaciones de
todo tipo donde tomaban sus propias decisiones sin contar más que con ellas mismas...

Sin revolución no hay liberación


Todo eso parecía fácil, sencillo, pero nadie lo había hecho hasta entonces. ¿Por qué? Porque
resolver todos esos gravísimos problemas sociales exigía una revolución, exigía una Larga Marcha,
exigía luchar contra el imperialismo, exigía una feroz guerra civil y sólo los comunistas podían
lograrlo.
Sin revolución no hay liberación.
Murieron muchos chinos y chinas en aquella batalla para que la mitad del cielo se liberara. Pero la
muerte trae la resurrección y los millones de chinos y chinas revivieron a partir de entonces:
empezaron a pensar que no morirían antes de cumplir los 30 años. A partir de esa edad, cada
cumpleaños era un homenaje a la revolución socialista.
En relación a esta cuestión -la muerte- hay un hecho que no es muy conocido: a causa de la
oprobiosa situación familiar, el índice de suicidios de mujeres en China era espantoso antes de
1949. Las mujeres preferían matarse antes que soportar a sus maridos.
El socialismo demostró que el milagro de la resurrección no está en el cielo ni en el más allá: la
resurrección es posible aquí mismo, en la tierra. Sólo hay que conquistarlo porque dios no te lo
regala (y los capitalistas tampoco).
Pero reconocer todo este enorme mérito del socialismo no es suficiente. Cuando el divorcio llega a
España en 1981, hacía casi 30 años que ya existía en China. La revolución logró que un país que se
había quedado atascado 2.000 años atrás se pusiera a la vanguardia, no sólo en crecimiento
económico sino también en crecimiento personal y familiar. La historia había dado un salto de
gigante, algo que sólo es posible con la revolución socialista.
Hoy que se habla mucho de liberación y de liberación, además, entendida de una manera personal,
es decir, individual, olvidan decirnos lo más importante: no hay liberación sin revolución. Sólo el
socialismo puede liberarnos a todos y cada uno de nosotros porque no hay soluciones individuales a
problemas que son colectivos.

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