Está en la página 1de 3
Lo que vi primero fue una artesa. Sencilla, cuadrada, mitad hueca, mitad ovalada. Una artesa de bazar. Una vez dentro de ella, la lenaba por completo. No lo recuerdo —fue mi madre quien me lo conté—: en el preciso momento de mi nacimiento, en los alrededores de Vi- tebsk, en una casita, cerca del camino, detras de una prision, se declaré un incendio. La ciudad estaba en llamas, el barrio de los pobres judios. ul Transportaron Ia cama y el colchén, la madre, y el bebé a sus pies, a un lugar seguro, al otro extremo de la ciudad. Pero, ante todo, naci muerto. No quise vivir. Imaginad una burbuja blanca que no quiere vivir. Como si estuviese repleta de cuadros de Chagall. La pincharon con agujas, la sumergieron en un cubo de agua. Finalmente, emitié un débil gemido. Para lo esencial, naci muerto. Quisiera que los psicdlogos no sacasen de esto conclusiones inconvenientes. iPor favor! ‘Sin embargo, aquella casita, cerca del camino de Peskova- tik, habia permanecido intacta. La vi no hace mucho. Mi padre, no muy rico, precisamente, la vendi6. Me recuer- da el chichén sobre Ia cabeza del rabino de color verde que pinté, o una patata tirada a un tonel de arenques y mojada en la salmuera. Contemplando aquella casucha desde lo alto de mi «grandeza» reciente, me estremecia y me preguntaba: —Realmente, éahi pude nacer? iCémo se respira ahi? Pero cuando mi abuelo, de barba larga y negra, muri de forma honorable, mi padre compré por algunos rublos otra pro- piedad. En fa vecindad no habia hospicio de dementes, como en Peskovatik. Por todas partes iglesias, cercados, tiendas, sina- gogas, sencillas y eternas como los edificios en los frescos de Giotto, ‘A mi alrededor van y vienen, dan vueltas de aquf para alld o caminan dando saltitos toda suerte de judios, viejos y jévenes, Javiches de Bejlines. Un mendigo corre hacia su casa, un rico vuelve a la suya. El muchacho de «cheder» corre hacia la casa, Papd va también. En aquel tiempo todavia no habfa cine. La gente iba a su casa, 0 a la tienda. Eso es Io que recuerdo después de mi artesa. No digo nada del cielo y de las estrellas de mi infancia. Son mis estrellas, mis dulces amigas; me acompafian a la es- cuela y me esperan en la calle hasta que vuelvo, Pobrecitas, dis- culpadme. iOs he dejado solas a una altura tan vertiginosal 2 iMi ciudad triste y alegre! INifia, te observaba desde nuestro umbral, con gesto pue- til. A los ojos infantiles apareces clara. Cuando la valla me es- torbaba, me subia a un pequefio mojén. Si atin asi no te veia, me encaramaba hasta el tejado. Por qué no? Mi abuelo lo hacia también. Y entonces te contemplaba a gusto. Aqui, en la calle Pokrévskaya, naci por segunda vez. éHabéis visto alguna vez, en los cuadros de los florentinos, uno de esos personajes de barba nunca cortada, de ojos pardos, y cenicientos a la vez, de una tez de color ocre cocido y llena de pliegues y arrugas? Es mi padre. O si habéis visto una de las figuras de la Agade, con su as- pecto bonachén y ristico. (iPerdén, padrecito mio!) éRecuerdas?, hice un estudio de ti, Tu retrato habria debido producir el efecto de una bujia, que se inflama y apaga al mismo tiempo. Su olor... el del suefio. Una mosca —dichosa mosca— va por ahi zumbando, y por su culpa me duermo, iHay que hablar de mi padre? {Qué vale un hombre si no vale nada? {Si es inestimable? Es por eso que me resulta dificil encontrar para él las palabras justas. Mi abuelo, preceptor religioso, no imaginé nada mejor que colocar a mi padre —el mayor de’sus hijos— desde su infancia, como dependiente en un almacén de arenques, y a su hijo menor en una peluqueria, No, no era un dependiente, sino, durante treinta y dos afios, un simple obrero. Levantaba pesadas cubas y mi corazén se crispaba como una rosquilla turca al verle levantar aquellos fardos y remover pe- Quefios arenques con sus manos ateridas. El gordinflén de su patrén se mantenia a un lado como un animal disecado. La ropa de mi padre relucia a veces por la salmuera de los arenques. Mis alld caian reflejos, desde arriba, por los lados. So- 13 lamente su cara, ora amarilla, ora clara, esbozaba de vez en cuan- do una sonrisa. iQué sonrisa! {Dé dénde la sacaba? Se la inspiraba la calle, por donde deambulaban oscuros tran- setintes reflejando el claro de luna. De pronto, vi brillar sus dien- tes. Yo me acordaba de los del gato, de la vaca, de dientes cua- lesquiera. Todo me parecia enigma y tristeza en mi padre. Imagen inac- cesible. Siempre fatigado, preocupado, s6lo sus ojos ofrecian un re- flejo suave, de un azul grisiceo. Con su ropa grasienta y sucia por el trabajo, con anchos bol- sillos, de donde sacaba un pafiuelo de color rojo oscuro, volvia a casa, alto y flaco. Con él entraba la noche. De los bolsillos sacaba un mont6n de golosinas, peras escar- chadas. Con su mano rugosa y morena las repartia entre noso- tros, sus hijos. Pasaban a la boca mas deliciosas y sabrosas y més transparentes que si hubieran procedido de la bandeja de la mesa. Y un dia sin pastelillos y sin peras sacadas del bolsillo de papé era un dia triste para nosotros. S6lo a mi me era familiar aquel corazén del pueblo, poético y embotado por el silencio. Hasta sus ultimos entrafiables afios sélo tocé unos escasos tublos. Pequefias propinas de clientes apenas aumentaban su pre- supuesto. Asi y todo, mi padre no fue un joven pobre La fotografia de la época de su juventud y mis observacio- nes sobre nuestro guardarropa me demostraban que se cas6 con mi madre provisto de cierto poder fisico y financiero, pues- to que oftecié a su prometida —una joven de estatura muy baja, que todavia crecié después de casada— un chal magnifico. Una vez, casado, cesé de entregar su salario a su padre y se atuvo a su hogar. Pero quisiera, ante todo, completar el perfil de mi abuelo barbudo. No sé si durante mucho tiempo todavia siguié en- 14 sefiando a sus alumnos. Dicen que era un hombre respetable. Visitando su tumba en el cementerio —hace de esto diez. afios— con mi abuela y observando su monumento, me convenci de que fue un hombre honorable. Un hombre inestimable, un santo. Reposa muy cerca del rio, en el cercado negro por el que se escurre el agua turbia. Debajo de la colina, junto a otros «san- tos» muertos desde hace tiempo. Su ldpida, aunque muy desgastada, se ha conservado con la inscripcién en caracteres hebreos: Aqui reposa. La abuela me la sefialaba con el dedo: He ahi la tumba de tu abuelo, padre de tu padre y mi pri- mer marido. Murmuraba con los labios, sin saber lorar. Susurraba pala- bras, palabras suyas 0 bien oraciones. Yo la escuchaba lamen- tarse, inclinada sobre el monumento, como si aquella piedra y aqueila pequefia colina fuesen mi abuelo, como si se dirigiera hacia el fondo de Ia tierra 0 como si se tratase de un armario cualquiera en el que descansara, encerrado para siempre, un objeto cualquiera, Te suplico, David, ruega por nosotros. He aqui a tu Bache- va. Ruega por tu hijo enfermo Chaty, por tu débil Zoussy, por sus hijos. Ruega para que sean hombres honrados para con Dios y para con la gente, En cambio, la abuela me era mas familiar, Aquella buena mujer sélo era una pafioleta alrededor de la cabeza, una peque- fia falda y un rostro arrugado. Una estatura de poco més de un metro. En ef corazén, el amor abnegado a sus hijos predilectos y a su libro de oraciones. ‘Al quedarse viuda, se cas6, con la aprobacién del rabino, con mi segundo abuelo, padre de mi madre, también viudo. Aquella primera pareja murié el afio en que se casaron mis padres. Mi madre subié al trono.

También podría gustarte