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Romances de una cellista

Catalina y Florentino
Romances de una cellista
Catalina y Florentino

BRENDA ELIZONDO

Monterrey, México
octubre de MMXII
Jesús Ancer Rodríguez
Rector

Rogelio Garza Rivera


Secretario General

Rogelio Villarreal Elizondo


Secretario de Extensión y Cultura

Celso José Garza Acuña


Director de Publicaciones

Luis Gerardo Lozano Lozano


Coordinador de la Facultad de Música

Casa Universitaria del Libro


Padre Mier 909 Pte. Colonia Centro
Monterrey, Nuevo León, México, C.P. 64440
Teléfono: (5281) 8329 4111 / Fax: (5281) 8329 4095
Página web: www.uanl.mx/publicaciones

Primera edición: octubre de 2012

© 2012, Universidad Autónoma de Nuevo León


© Brenda Elizondo

ISBN: 978-607-433-884-3

Impreso y hecho en Monterrey, México


Printed and made in Monterrey, Mexico
A Florentino, por supuesto, y a la psiquiatría
por su arte de calmar el dolor...
Prólogo

A LGUNA vez en un atardecer donde la lluvia ter-


minaba de florear, entre las gotas que se des-
lizaban de las hojas en medio del bosque salteño,
oímos a lo lejos un claro manantial de voces. Voces
de niños irrumpían por el sendero amortiguando el
ronquido de nuestro viejo carro. El sol que apenas
hubo salido dijo buenas noches, dejó lugar a nuestro
silencio, puesto que apagamos el motor y nos pusi-
mos a escuchar. El asombro hubo de guiar nuestros
pasos hasta lo que se vislumbraba como un caserío en
medio del cerro. Su canto era tan bello, tan diáfanas
sus armonías, tan sorprendente esa niñez coral que
sonaba como ninguna otra.
Cuando me encontré con Catalina y Florentino
sentí la misma impresión de novedad y asombro. La
misma sensación de encontrarme frente a algo inu-
sitado, una cuestión donde la razón no sé por qué
motivos, la razón literaria, mis presupuestos, debían
14 Brenda Elizondo

quedar fuera. Del mismo modo que mi condición de


música quedó ajena al hecho milagroso de aquel can-
to percibido entre la hojarasca salteña.
Volver a leer estos cuentos ahora con música, pues-
to que la partitura de cada uno se planta en la página
dando una vuelta de tuerca a su lectura, me vuelve
a producir la misma estupefacción. He explorado las
frases musicales y no son patéticas ni apelan al tono
menor en la mayoría de los casos, hay extrañas mo-
dulaciones a la manera de los relatos. No hay ninguna
certeza. La frase se vuelve arcaica o bien rompe cá-
nones a propósito. Al igual que los relatos, las piezas
ofrecen un raro paisaje interior cuyo entramado es tan
misterioso como la escritura a la que ha dado lugar.
Sabiamente la escritora compositora, ha sabido que el
ritmo no puede llegar al presto o prestissimo, puesto
que las historias se inscriben en el mórbido sendero
de las impresiones.
Una muchacha, Catalina con dos caras, una sensata
y la otra loca, y su cello, Florentino, especie de aman-
te ingobernable. Unas historias que circulan entre lo
pueril y lo fantástico. Un fluir de la palabra vuelta
metáfora musical. Porque cada cosa de Catalina alude
a su pasión por la música. Un narrador misterioso que
lo sabe todo o lo ignora todo. A veces presupuesto
desde los caprichos de Florentino, otras veces vuelto
señora que trae su hija a las clases de música, o bien
Romances de una cellista 15

sesgado por el amante Vladimir o el amante Franco.


O bien clavado para siempre en los ojos de Catalina
que todo lo discurre, lo trastoca o lo plasma.
Desde el Reloj de arena, que marca el tiempo del
amor perdido, ese Vladimir imposible de hacer retro-
ceder, hasta la Baraja española donde el orden de la
razón se ha quebrado. Lo que transcurre es la senci-
llez de las cosas pequeñas, los azulejos que se cuen-
tan imperiosamente como contamos baldosas cuando
vamos por la calle, la jornada en que quisimos que-
darnos solos y finalmente nos aburrimos como locos,
el amuleto que si nos falta se nos da vuelta el mundo.
Y sin embargo hay celos, hay furor, hay la huma-
nidad grande hecha de amores y odios. Tal como odia
Florentino toda vez que su amante Catalina lo olvi-
da o lo engaña con otro. Tal como la misma Catalina
sueña y se equivoca, demanda lo imposible que es el
amor íntegro, o teje bufandas para amar mejor.
Hay también una sutil presencia de los desgarres
de la amistad, de la profesión, de las premoniciones,
y la alocada manera de sumirnos en la magia de un
perfume. Junto con alusiones particularísimas a per-
sonajes literarios, a pinturas, a músicas, que suenan
cada uno de ellos a su modo, en temperaturas y at-
mósferas, con resonancias y volúmenes, a través de
texturas y sabores: la arena, el estambre, el frac, el
café, con una lectura otra, diversa, extraña, y no obs-
16 Brenda Elizondo

tante tan poderosamente familiar para el lector. De


tal modo que en Brenda casi no hay palabras hueras,
concepto, exclamación, sino el lento proseguir una a
una, una tras otra, de la imagen que conserva su ca-
rácter primigenio.
Y luego sobrevuela el Eros, poderoso, inmaneja-
ble, que ataca tanto a Florentino como a su dueña, que
inventa atajos para hacerse valer, cuyo carácter esqui-
vo está en la misma palabra que se ha elegido para ha-
cer surgir la imagen y que no quiere decir lo obvio, lo
que una acción pudiera concretar. Por el contrario es
el uso de la espiga, las curvas de la madera, el abrazo
al terciopelo que recubre el instrumento, el abandono
provisto por la sordina, el contorno del cello cubierto
apenas por la tela que lo deja casi desnudo, la exigen-
cia de la hora en plena madrugada, tocar hasta olvi-
darse, reventar en música sobre las cuerdas y llegar al
éxtasis en el mero ejercicio de fundirse uno y otra en
las volutas de los sonidos.
De qué está hecha esta escritura, me pregunto, de
cuáles experiencias vitales, sino de las más sencillas,
aquellas que no se nombran casi nunca porque forman
parte de cada vida íntima y se nos ocurren insignifi-
cantes. Y no obstante en este batallar de los amores en
busca de su realización, en estas contingencias de cada
día, en las alusiones al deseo, que socava y muestra
Romances de una cellista 17

sus dientes hambrientos sin que lo advirtamos, en la


memoria de un rostro, o del gesto que nos negó su asis-
tencia, allí está la urdimbre de la que está hecha cada
pequeña historia, cada estación de recorrido obligado
para nuestra interioridad.
Celebro el encuentro con textos que no me per-
miten volverme docta o analizar desde la profesión.
Imagino que así debiera ser en cada caso. Que dan-
do por tierra parámetros tradicionales, cada escritura
conlleva un modo particular de leerla y apropiársela.
Y esta que ahora me toca explorar tiene la lumino-
sidad de un acto propio y dispuesto a la ruptura de lo
que se piensa como debe ser, o según tales o cuales
leyes. Todo nos lo indica: Florentino personaje, un
cello que no soporta que lo metan en la cajuela del
auto porque está acostumbrado a ir al costado de su
compañera, Vladimir que ha de partir a Catalina en
dos, la loca y la sensata, el otro amante, Franco, quien
vaya a saber por qué misterios ¿acaso los augurios de
la baraja española? no ha de alcanzar el amor realiza-
do, el pintor que transforma a Florentino en Venusino
y que a través de sus curvas lee la vida erótica de
Catalina, o la gitana que interviene un cinco de di-
ciembre para que Catalina y Florentino permanezcan
para siempre juntos.
18 Brenda Elizondo

Y como conclusión, esa frase:

Mientras tanto, Florentino –quien fue el único en presenciar


a su adorada interpretando con excesiva fijación el pasado,
cuando en realidad las cartas no le anunciaban más que su
presente– la aguardaba en casa, como siempre, amoroso.

Pasado y presente a tal punto entrelazados que uno


pasa por el otro sin que nos demos cuenta. Como
nuestras propias vidas hechas de pasajes fugitivos, de
sombras y luces que apenas podemos atisbar.
Brenda Elizondo nos inquieta porque sus historias
aparentemente pueriles contienen una mirada que re-
vela la fragilidad de la que estamos hechos.

Coral Aguirre
Reloj de arena

E NTRÓ en el cubículo y lo desvistió, se dispuso a


tomar asiento para después sacar la espiga, ten-
sar el arco y solicitarle a su maestro un la para afinar.
–A ver… ¿qué preparaste?
Eligió iniciar con una escala menor melódica,
mientras tanto en medio de las sonoridades, a pasos
milimétricos se desvanecía la sonrisa de Mona Lisa
que a duras penas, Catalina pudo regalar.
Luego de algunas observaciones sobre el segundo
movimiento de la Sonata en fa mayor de Brahms, el
maestro halagó su interpretación.
–Tocaste con el corazón –le dijo.
Sin responder y absorta en el diseño persa de la
alfombra, Catalina arropó a Florentino, tomó sus par-
tituras y le pareció una grosería no ver a los ojos a su
maestro al despedirse, así que fue inevitable que el
señor Kozlov percibiera lo nublado que estaban sus
cielos.
20 Brenda Elizondo

Esta vez no condujo a Florentino al atril como era


su costumbre al llegar a casa. Quiso dejarlo abrigado
afuera de su habitación, ella se recostó en la cama y
meditó alrededor de veinte minutos. Al abrir los ojos,
lo primero que vio fue el reloj de arena que estaba so-
bre el televisor. Caminó hacia allá, lo acercó al buró y
lo volteó. Puso su mirada fija en él, pensando que el
causante de su pena merecía otra oportunidad, y con
un profundo respiro le dio la bienvenida a la esperanza.
Salió a la cocina a prepararse un café con leche y
regresó al reloj con semblante de calma a proponer-
le un trato; prometió darle vida durante dos meses.
Pero si ocurría algo extraordinario que le impidiera
voltearlo antes de que se vaciara su bulbo superior, o
bien, al cumplirse el plazo sin que el causante de su
dolor volviera, se convertiría en asesina.
El reloj la acompañó en su espera. Día tras día,
cada tres horas, ocho veces diarias, ella estaba allí,
cumpliendo su promesa. Lo llevaba a todas partes,
llegó a significar mucho más que un simple artefacto
de cristal en donde por medio de un orificio la arena se
desplaza, más que un medidor visual del tiempo o que
un inicio y un final, más que una vida y una muerte.
Sentada frente a él, veía el hilillo de arena deslizarse
hasta formar un diminuto montículo, y nada sucedía.
El reloj de arena se convirtió en su confidente y
amigo, ella le contó su historia de amor, la más co-
Romances de una cellista 21

mún historia de amor: la del no correspondido. Con


lamento y decepción le confesó haber olvidado con
ese hombre lo que es mentir con inteligencia.
Las Catalinas que habitan dentro de ella, la loca
y la sensata, se propusieron infinidad de planes des-
de que lo conocieron. Querían ser las únicas que lo
hicieran llorar y que lo hicieran reír, cocinar para él
y con sus besos no dejarlo comer, velar sus sueños y
no dejarlo dormir, ser sus esclavas pero también darle
órdenes, ser las ladronas de su apellido, y cuando las
descubriera, por voluntad propia él se los cediera. Sin
embargo, la que lo haría llorar, la que no lo dejaría
comer ni dormir, la mandona y ladrona, no permitió
que la conocieran. Se mantuvo ausente, mientras la
sensata lo empalagó con sus cuidados.
Él se marchó, y desde ese día a Catalina le han he-
cho mala cara las madrugadas, por su maldito insom-
nio ellas no han tenido privacidad. Los días ya están
cansados de ver cómo se muerde las uñas, el nombre
de ese ingrato la ronda mañana, tarde y noche; piensa
todo lo que vivieron juntos y lo extraña. Creyó que la
amaría hasta la muerte; no obstante, él no ha muerto
y ya no la ama, ahora está acompañado de esa con
quien puede hablar de fútbol y de economía. La que
estudió en escuela privada y habla el francés a la per-
fección, la que cuenta con amigos pseudointelectua-
les y no tiene ni tendrá problemas de dinero, la que
22 Brenda Elizondo

pone empeño en conocer las recetas de su madre, con


quien simpatiza porque aún no le ha mostrado el ta-
lento de destruir sin compasión a toda aquella mujer
que ame a su hijo…
Habían pasado cincuenta y nueve días y cincuenta
y nueve noches, en cuarenta y ocho horas más, el pla-
zo se cumpliría y él no había vuelto.
Catalina, la loca, empezó a planear su crimen. Pe-
dirle prestado el automóvil a un amigo, comprar gafas
oscuras y peluca para disfrazarse como lo hacen las
asesinas en las novelas policiacas. De esta manera, no
la reconocerán los vecinos que tantas veces la vieron
entrar y salir del departamento de Vladimir. Esperará
a que un día, la mujer que le robó a su hombre, salga
de madrugada, esto reducirá la probabilidad de que
existan testigos. La seguirá hasta su casa, y cuando
abra el portón de la cochera, entrará caminando tras
de ella. Y cuando se cierre el portón, acabará con su
rival enterrándole con toda su furia un cuchillo carni-
cero en el corazón, y cuando lo saque volverá a cla-
varlo dos veces más para asegurarse de su muerte.
Aunque teme que esto sea en vano y aún muerta se
interponga entre ellos, que permanezca la sombra que
lo inhibe a tomar decisiones firmes.
Después de analizar el plan durante horas y horas,
se rinde por cobardía. A ella la va a dejar viva, pues
no le hace daño. Quien eligió quedarse con ella es él.
Romances de una cellista 23

Entonces, antes de encajarle el cuchillo carnicero


a Vladimir con toda su fuerza, va a pedirle un favor;
querrá que le diga: ¿cómo era ella cuando estaba dis-
puesto a que se fueran lejos? ¿Cómo fue que cambió
los planes por miedos? ¿A qué hora se dio cuenta que
ese zapato no era para su pie después de años cami-
nando con él? ¿Por qué, si es mejor en las caricias se
quedó con la otra?
Además, quiere informarle que la loca que lleva
dentro, con tantas lágrimas que ha derramado podría
abastecer la lluvia en Londres. Que no puede amar-
lo como antes, mas tampoco odiarlo y destruirlo. Por
ello, lo buscará y le rogará que le origine la más gran-
de de las penas para poder maldecir su nombre, sólo
así tendrá el valor de desaparecerlo de este mundo.
Lo que le ha hecho hasta ahora, a la loca le ha provo-
cado placer en el dolor; todas las heridas que le causó
las ha sumergido en el mar y sanaron. Por eso le va a
implorar que le produzca otra más profunda para que
se desangre sola.
Así, él morirá sin saber cómo ella utilizaría con as-
tucia los idiomas y no, únicamente, para mencionar-
los en el curriculum vitae. En esos cincuenta y nueve
días, la loca aprendió lenguaje suficiente para amar
en francés toda una noche: Je t’aime beaucoup mon
amour, on se promènera sous la lune, nous découvri-
rons d’autres mondes. Había planeado embriagarlo
24 Brenda Elizondo

de ella y de sus frases. Incluso, si regresaba, se hubie-


ra esforzado por aprender de fútbol y de economía,
sólo si regresaba.
Catalina, la sensata, le dice que sería más fácil to-
mar sopa con tenedor que hacerlo volver. Le recuerda
las tres veces que ella le agregó barras de repetición a
la partitura de su amor, y por más matices que le dio
a la melodía, él no lo percibió; escuchó siempre las
mismas notas con la misma interpretación. Ilusionada,
esperaba pasar a la siguiente pieza, y lo hicieron; de-
cidieron vivir juntos. No obstante, el gusto le duró un
par de compases; se le reventó la cuerda re y no traía
repuesto. Alguien supo aprovechar su error y el (des)
concierto continuó. La otra terminó por ser la estrella.
Mientras enteraba a su amigo y confidente, el reloj
de arena, de la más común historia de amor, habían
pasado más de tres horas. El bulbo inferior había re-
cibido ya la fina arena que contenía el superior. Sin
planearlo, lo asesinó. No la mató a ella, tampoco a él.
Aniquiló a su reloj, por ende, fue su esperanza la que
recibió las puñaladas en el corazón con el cuchillo
carnicero dos días antes de que se cumpliera el plazo.
Resignada y con deseos de que el tiempo no hubiera
pasado, aceptó su derrota y fue en busca de Florentino. Y
mientras la loca se mantiene ocupada practicando el fran-
cés para una noche de amor, Catalina, la sensata, entra en
el cubículo, lo desviste, saca la espiga y tensa el arco.
Romances de una cellista 25

Reloj de arena
Romances de una cellista _ Catalina y Florentino

q= 70 adagietto Brenda Elizondo

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26 Brenda Elizondo

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La noche del frac

E STABA segura que Florentino no aceptaría acudir


con el mismo frac de siempre al evento que se
aproximaba. Abstraída, interrumpió la partida de aje-
drez para dirigirse al guardarropa en busca del viejo
frac neoyorquino y el atuendo de uso diario: un traje
sastre hecho en serie. Quiso descolgar el más elegante
con la intención de mandarlo a la tintorería y liberarlo
del polvo acumulado, pero al sentir la presencia de
Florentino a su espalda, giró media vuelta y lo perci-
bió inconforme desde su atril. Supo comprender que
él le decía no.
Se acercó a mimarlo. Esa noche, entre ellos, brotó
el amor como las melodías de un compositor inspira-
do. A media luz, entre sus piernas y sobre su pecho,
Florentino le susurraba que necesitaba un nuevo frac.
Catalina jugaba a convencerlo que no era necesa-
rio, sabiendo que una vez más perdería y terminaría
dándole gusto. Luego del frustrado intento, lo dejó
recostado sobre su tapete al pie de la cama, y como
28 Brenda Elizondo

de costumbre cada vez que se le presenta un proble-


ma, caminó hacia la cocina. Descorchó una botella de
vino y se sirvió medio vaso.
De regreso a la habitación, encendió el modular
y dio play al disco de los Veinticuatro caprichos de
Paganini. Sentada tras la ventana con vista a la calle,
planeaba cómo conseguir un capricho más, el de Flo-
rentino. Él le hizo la petición sin importar si su carte-
ra estaba vacía o no. Sobre sus curvas, echado como
un león, aparenta no importarle lo que sucede en su
entorno. Él es el rey y ella no es más que una mujer
enamorada, su eterna esclava, su siempre amante.
Como por arte de magia, a la mañana siguiente, Ca-
talina recibió un correo electrónico; el remitente era
de un viejo amigo, quien anunciaba a sus contactos la
venta de su violoncello vestido con un hermoso y fino
frac. De inmediato respondió proponiéndole cambiar
ese traje de noche por el neoyorquino de su amado y
pagarle la diferencia. La respuesta fue rotunda:
–Tráetelo, te espero a las ocho. Y si te gusta, hace-
mos el cambio sin que tengas que darme diferencia.
–Bueno, si invitas la cena, ¿cómo ves?
Catalina se las ingenió para remover la capa de
polvo con agua y jabón del ropaje subestimado por
Florentino, luego le dio brillo con cera.
Eran las veinte horas con veinte minutos cuando
oprimió el timbre algo nerviosa, se acercaba el mo-
Romances de una cellista 29

mento de complacer a su amo y eso le provocaba que


tres cuartas partes de su cuerpo no pararan de generar
olas.
El amigo de antaño la recibió con un abrazo y un
beso en la mejilla. Al cruzar miradas no pudieron evi-
tar evocaciones en sus pentagramas; cada recuerdo
era una nota que creaba una hermosa melodía de sus
viejos tiempos, aquellos que hicieron historia. Inter-
cambiaron las prendas de máxima etiqueta de sus vio-
loncellos y conversaron un poco, antes de que la ley
del magneto hiciera de las suyas…
Se sintió infiel y culpable por haber engañado a
quien nunca la dejará sola. Sabe bien que los demás
continuarán huyendo cobardemente, uno tras otro ha
ido amontonando en fila india las huellas de sus pisa-
das, es por eso que no ha podido contarlos por medio
de ellas. Seguirán abandonando su tierra y eligiendo
el camino de la libertad. Ella, ya acostumbrada, se
quedará de nuevo con sus recuerdos y esperará con
paciencia a que llegue el olvido, que suele ser impun-
tual; tanta confianza tomó, que la última vez que lo
llamó para el caso Vladimir, la dejó plantada. Y poco
a poco por su cuenta ha tenido que ir borrando besos
y carne.
Regresó a casa más tarde de lo habitual esa noche,
en un sofá de la sala encendió un cigarrillo que se
consumió –sin disfrutarlo– en el cenicero. No tenía
30 Brenda Elizondo

cara para entrar en la habitación donde la esperaba


el desasosegado Florentino y hacer como si nada hu-
biera pasado. Decidió que jamás lo enteraría, que lo
ocurrido esa noche con su tan querido amigo, lo guar-
daría en un baúl con candado en lo más hondo de su
ser. Sus silencios tal vez la descubran, y él sospeche;
la conoce y sabe que de ese amorío tiene más que ce-
nizas. Pero a ella eso no le preocupa; cree que nunca
lo podrá confirmar.
Se acercó a la mesa de centro, donde se encon-
traba la partida de ajedrez inconclusa, suspendida y
sustituida por la noche de pasión. Analizándola, supo
que con un par de movimientos ganaría Florentino,
como en todo lo demás. Aún así, de su guerrilla no
se salvó; su equipo está bien entrenado. Protegió sus
piezas, sus caballos y torres son intocables; sus va-
lientes y orgullosos peones –buscan siempre coronar
y prefieren morir antes que retroceder, como es su
naturaleza–. Sus alfiles son como los gatos –astutos
y oportunos–; y en cuanto a la reina, sabe deslizarse
con inteligencia, sin preocupación y sin perder el esti-
lo. Si algún día muere, lo hará bien alimentada.
En cambio, la estrategia de Florentino es otra: bus-
ca darle jaque mate al rey lo más pronto posible. Él
gana sin importarle las piezas que tenga que perder.
Y la reina de las Catalinas, sin prisa y con su talante,
inició la partida saboreándose un rico caballito. ¿Qué
Romances de una cellista 31

pasaría si Florentino supiera lo que ocasionó esta vez


por tanto pedir? ¿Seguiría pensando que la postura
del león es la que más le conviene?
Él siguió allí, recostado sobre el tapete a la espe-
ra de su regreso. Catalina tomó valor y fue hacia la
recámara. Con naturalidad le mostró la sorpresa: su
precioso frac checoslovaco. Le dijo que lo consiguió
con un poco de suerte e invitando a cenar a un ami-
go, y de inmediato encaminó la conversación hacia el
cocktail, en el que Florentino, el más elegante de la
noche, presumiría con sus amigos de la orquesta su
nuevo traje. Sin embargo, pronto olvidará que lo tiene
gracias a Catalina. No pasará mucho tiempo para que
le vuelva a pedir un arco, una cuerda, o que sé yo...
Finalmente, ella le conseguirá, a como de lugar, sus
exigencias.
Catalina seguirá ocultando y recordando con pi-
cardía esa noche, a la que llamó: La noche del frac…
Y que se quede con su rey, que la reina con el caballo,
caballero o como se diga, ha quedado más que satis-
fecha, se dijo a sí misma.
Y ante la ingenuidad de su amada, Florentino en-
mascaró con aires de arrogancia su orgullo herido, ya
que desde un inicio se había percatado que esa madru-
gada regresó impregnada de aquella loción que hace
tiempo él tenía que soportar y lo hacía morir de celos.
La noche del frac
Romances de una cellista _ Catalina y Florentino

q= 90 andantino Brenda Elizondo

Violoncello
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Romances de una cellista 33


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mp
Carta para Nydia

A L TERMINAR el ensayo con la orquesta, Catalina


y Florentino se dirigieron a una librería de usa-
dos, él se quedó con la cajera mientras ella, sin prisa,
elegía dos novelas entre los largos pasillos del local.
Llegados a casa, recostó a Florentino sobre su tapete
y ella se dispuso a desempolvar los libros adquiridos.
Al hojearlos, en uno de ellos leyó una dedicatoria en la
segunda página que dice: «Para mi amada Nydia, toda
mi vida te querré como te quiero hoy. Con amor, Él».
Y del otro, se deslizó una extensa carta de amor que al
finalizar incluía unos versos de Fabio Morábito:

Nydia:

[…]

Así, si tú te vas,
idioma de mi lengua,
razón profunda
de mis torpezas
36 Brenda Elizondo

y mis hallazgos,
¿con qué me quedo?
¿Con qué palabras recordaré mi infancia,
con qué reconstruiré
el camino y sus enigmas?
¿Cómo completaré mi edad?
Con amor,
Él.

15 de abril de 1989

Cuando terminó de leerla no podía creer la extraña


casualidad; había tomado cada uno de los libros de
diferentes pasillos. Sin embargo, pertenecieron a la
misma persona: a Nydia. Imaginó diversas situacio-
nes: que tal vez ella había muerto y su familia vendió
sus pertenencias sin revisarlas, que quien los llevó a
la librería fue la persona que firma con el pronombre
Él, que quizás ella lo abandonó y nunca se los pudo
regalar, o simplemente, Nydia dejó a propósito la de-
dicatoria y la carta en los libros y los llevó allí para
deshacerse del recuerdo de ese hombre.
Este suceso cambió su estado de ánimo, le hizo
recordar frases de la última carta que escribió para
Vladimir. Donde mencionaba que su corazón seguía
empeñado en él, le pedía que volviera no importán-
dole si por una hora o para siempre, quería enterarlo
que desde que se marchó hacía de los acordes más
Romances de una cellista 37

alegres los más tristes y desconsolados, que lo nece-


sitaba para que sus martes no parecieran domingos. Y
que sin él, era como estar en medio de una sinfónica
sin instrumento. También le pedía que le dijera ¿quién
de los dos mintió?, él a ella, o ella a sí misma. Porque
Catalina siempre se había sentido amada por él. Esa
carta jamás la envió, estaba segura que él no querría
saber de ella, cada una de sus frases las interpretaría
como una noticia más del periódico; esas que dicen
la mitad de la verdad. Ningún esfuerzo hubiera vali-
do la pena, pues seguramente, llamaría baratas a sus
metáforas.
Removidos todos sus sentimientos, pensó que el
único que se merecía que le escribiera algo bello, era su
adorado Florentino. La carta para Nydia hizo que por
un momento olvidara el disgusto que le había causado
esa tarde, al recordarlo revivió su enfado y no pudo
siquiera iniciar el escrito, el papel se quedó en blanco y
el grafito del lápiz continuó sin conocer la luz.
Esa noche hablaría con él, debía enterarlo de cuán-
to la había lastimado. Antes del reproche, a detalle re-
cordó que desde muy temprano la acompañó a todas
partes, la gente no disimulaba en lo más mínimo el
agrado hacia él. Llegaron al ensayo y lo sabía, siem-
pre lo sabe: era el más atractivo. Durante el descanso
no dejó de coquetear y con gran insolencia la engañó
ante sus ojos; sabiendo que Catalina lo vigilaba des-
38 Brenda Elizondo

de lejos, se dejó abrazar por otra, se dejó tocar, se


dejó admirar y, por supuesto, no le disgustaba. Sin
embargo, ella pudo ver que a la otra no le fue sencillo,
después de hacerse rogar, correspondió a las caricias.
Catalina no pudo evitar relacionar esa cruel imagen
con la burla de Vladimir, el único consuelo que le ha-
bía quedado después de aquella desilusión, la estaba
traicionando también. Eso hizo que un fuerte viento de
celos fortaleciera el incendio que estaba por apagarse.
Con la sangre borboteando fue por su Florentino y no
se despegó de él durante el resto del ensayo.
Él volvió como siempre, amoroso, arrepentido
y pidiéndole perdón con sus roces, pues es a ella a
quien ama y con quien se siente amado. Sabe bien
cómo conseguir el perdón, explota lo que emana de
él, además de su elegancia y su belleza. Ella cedió,
tal como lo habría hecho ante las súplicas soñadas y
jamás recibidas por Vladimir.
Esa noche quería desahogarse de las infidelidades
de sus amados, Florentino iba a ser quien escuchara
su voz quebrantada y quien mirara sus ojos inunda-
dos de agua salada que fluiría con un mínimo mo-
vimiento de párpados. No le importaba convertir su
casa en mar, ni suspirar profundo antes de confesarle
que agoniza por los celos, que cada vez que está con
alguien más lo odia; lo odia, porque es ella quien lo
cuida, quien le da todo, quien lo atiende cuando se en-
Romances de una cellista 39

ferma, quien lo abriga y quien lo ama sin condiciones


a pesar de su ingratitud, tan parecida a la de Vladimir.
Si por ella fuera lo tendría oculto como una obra
de arte robada. Desnudo… sí, desnudo, porque así lo
disfruta más, Florentino, sería sólo para ella como
una hermosa pintura. Así, nunca más volvería a te-
mer que fuera seducido por otra como su desprecia-
ble exnovio. No obstante, Catalina no soportaría ver
a su idolatrado violoncello encarcelado y muriendo
de apetencias. Su relación con él, la equipara con el
amor de Florentino Ariza y Fermina Daza. Siente per-
tenecerle y estar destinada a él sin importar a cuántas
mujeres seduzca a lo largo de su vida. Por ello, se-
guirá tolerando los celos y callando como mártir. Se
guardó el reproche que le tenía preparado y sólo le
habló de su amor.
Al día siguiente fueron de nuevo a la librería de
usados, esta vez era ella quien vendería El amor en
los tiempos del cólera. De tal manera, que escribió
una dedicatoria en la segunda página: «Para mi ama-
do Vladimir, toda mi vida te querré como te quiero
hoy. Con amor, Ella».
También entre sus páginas agregó la carta nunca
enviada y en el post scriptum transcribió los primeros
versos del poema Si tú me olvidas, de Neruda:
40 Brenda Elizondo

P.S. Vladimir:
Si tú me olvidas
Quiero que sepas una cosa.
Tú sabes cómo es esto: si miro la luna
de cristal, la rama roja del lento otoño
en mi ventana, si toco junto al fuego
la impalpable ceniza o el arrugado cuerpo
de la leña. Todo me lleva a ti, como si
todo lo que existe, aromas, luz, metales,
fueran pequeños barcos que navegan
hacia las islas tuyas que me aguardan.
Ahora bien, si poco a poco, dejas de
quererme […]

Tal vez, Catalina también decidió deshacerse de los


recuerdos de Vladimir, o quizá, lo que busca en reali-
dad es que la extraña casualidad vuelva a hacer de las
suyas, mientras Florentino sigue a su lado.
Carta para Nydia
Romances de una cellista _ Catalina y Florentino

q= 75 adagietto Brenda Elizondo


con dolore
con sord.

Violoncello
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10
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q= 80 adagietto
con passione


14 senza sord.
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18
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q= 75 a tempo

22 3
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26
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42 Brenda Elizondo

2 con dolore

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30

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piacévole

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p


rit.

57
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f
Los elefantes

F UERA del colegio durante treinta largos minutos,


Lena esperó a su madre quien la llevaría a su pri-
mera clase de violoncello.
Llegaron apresuradas, la señora Rosa se disculpó
por el retraso explicando que su hija había tardado
en salir de sus clases, por ello hizo una llamada para
avisar sobre la demora. No obstante, el teléfono sonó
ocupado. Mencionó también en tono de queja, que el
denso tránsito de la ciudad ya no le permitía cum-
plir con sus compromisos, tal como cuando vivía en
Nueva York.
A Catalina no le molestó la impuntualidad, ni si-
quiera la percibió; ella se encontraba tocando unas
escalas, sin que sonara el teléfono. Les dijo que no se
preocuparan, las hizo pasar y preguntó:
–¿Entonces, el maestro Kozlov le dio mis datos?
Sin pausas, y al mismo tiempo buscando quién
sabe qué en su bolsa, la señora Rosa le respondió:
44 Brenda Elizondo

–Me entrevisté con el maestro en el conservatorio;


sin embargo, no nos pudimos poner de acuerdo con
los horarios. Así es que le pedí que me recomendara
algún otro cellista y me envió contigo. Te aclaro que
lo de mi hija es algo pasajero; el cello se lo regaló
una sobrina mía que dejó de tocarlo. Mi marido y yo
queremos que las clases de música ayuden a Lena a
ejercitar su mente, para que tenga un mejor desempe-
ño en el colegio, ya que está en quinto de primaria, y
las materias se dificultan más en ese grado. No nos
interesa que aprenda a tocar de manera profesional.
Catalina, le preguntó a Lena, si antes había estu-
diado música, pero su madre se le adelantó.
–Sí, en primero y segundo año recibió clases de
flauta.
A Catalina, no le quedó más remedio que seguir
dirigiéndose a la señora Rosa. Le informó que para la
siguiente clase, Lena necesitaría un cuaderno pautado
para empezar a escribir en clave de fa. También le
explicó que esa primera clase, consistía en algo de
teoría, conocer las partes del violoncello, la postura
correcta, el desplazamiento del arco sobre las cuerdas
al aire.
–¿Disculpe, le ofrezco un té, gusta sentarse a escu-
char la clase? –preguntó en su papel de maestra, aver-
gonzada por no haberlo ofrecido desde que llegaron.
Romances de una cellista 45

–No, gracias, en realidad no tengo tiempo, aquí te


dejo a Lenita, en una hora regreso por ella. Necesito
hacer unas diligencias para mi esposo. Espero no tar-
darme más de lo planeado, imagínate, voy al banco,
con lo lento que está el servicio, aunque uno recla-
me, las cosas siguen igual, no se diga en días de pago
–parloteó la señora mientras se dirigía hacia la puerta
con su teléfono celular y las llaves de su automóvil
en la mano.
Catalina la encaminó a la salida, le fue imposible
dejar de sonreír escuchando a la señora bajar las es-
caleras diciendo:
–¡Qué tanto ajetreo; trae, lleva, sube, baja, dile…
un día de estos me dará un infarto!
En esa casa, volvió todo a la normalidad luego de
que Catalina cerró la puerta y se quedó a solas con su
alumna, cuyo carácter era por completo, opuesto al de
su madre. La maestra se dirigió hacia la cocina y trajo
limonada y galletas, las dejó sobre la mesa de centro.
No quiso interrumpir a Lena; la vio muy entretenida
observando las múltiples fotografías de músicos que
adornaban las paredes de su diminuta sala. Mientras
tanto, fue a la recámara por Florentino.
Al volver con su amado en mano, preguntó:
–¿Por qué elegiste tocar el violoncello, Lena?
–Mi prima Ana tomaba clases con el maestro
Kozlov, a mí me gustaba mucho ir a su casa, aunque
46 Brenda Elizondo

fuera sólo para ver su cello, nunca me dejaba tocarlo.


¡Pero cuando ella ya no lo tocó más, me lo regaló!;
ahora estoy feliz porque es mío para siempre.
Respondió Lena, al mismo tiempo que saboreaba
las galletas de vainilla con mermelada que su maestra
había horneado unas horas antes.
–Ya comprenderás después por qué Ana no te lo
prestaba… –le dijo Catalina.
Lena, indiferente al comentario, seguía volteando
a su alrededor, hasta que se detuvo en una foto y pre-
guntó:
–¿Ella es tu amiga?
–Me hubiera encantado llegar a conocerla –ex-
presó Catalina–, pero no es posible porque murió en
1987. Fue una virtuosa, se llamaba Jacqueline du Pré,
aunque para los músicos sigue viva. Está presente en
todas sus grabaciones con su inseparable Stradivarius
llamado Davidov, por haber pertenecido a Karl Da-
vidov, ahora esa joya de la música es de YoYo Ma,
otro cellista reconocido en todo el mundo. Deberías
ir pensando en un nombre para tu instrumento, el mío
se llama Florentino; no tuve que pensarlo tanto, bus-
qué en un libro de características y significados de
nombres y los Florentinos son buenos amigos, ale-
gres, románticos, caprichosos, elegantes, les agrada
que los halaguen y lo mejor, es que aman acompañar
y ser acompañados. Tú, tienes que sentir la persona-
Romances de una cellista 47

lidad de tu violoncello, cómo reacciona cuando estás


triste, cuando eres feliz, cuando estás enojada, cuando
lo dejas, cuando lo…
–¡No! –interrumpió Lena–, yo nunca lo regalaré
como lo hizo mi prima, lo quiero conmigo siempre.
–Lo estará –respondió Catalina–. Te voy a prestar
el libro donde podrás encontrar algún nombre para él,
tómate tu tiempo para que elijas el apropiado. También
llévate este otro, incluye melodías infantiles mexica-
nas. Están preciosas, mis preferidas son: Los pollitos,
La muñeca azul, Los elefantes, esta última es muy di-
vertida, Kozlov me pedía repetirla veinte veces, sin
equivocaciones. Mientras yo tocaba, él cantaba: Un
elefante se columpiaba sobre la tela de una araña,
como veía que resistía fue a llamar a otro elefante…
y así, en cada uno que subíamos a la telaraña, él le au-
mentaba la velocidad al metrónomo, hasta que termi-
nábamos en tiempo de rock. Si no lo lográbamos, no
me permitía comenzar la siguiente pieza.
–Yo también quiero tocar Los elefantes –dijo Lena.
–Pues si no comenzamos la clase, nunca llegare-
mos a esa pieza… vamos a afinar tu violoncello.
Lena retiró la funda, sacó la espiga y acomodó
el instrumento entre sus rodillas. Catalina le hizo su
primera observación: antes que nada, debes sacar el
arco, de lo contrario, se queda en la funda, y se puede
dañar. No lo olvides.
48 Brenda Elizondo

–Por lo general, al tener el violoncello en nuestras


manos, esta (la funda) nos estorba y la aventamos,
continuó hablando Catalina, mientras se inclinaba a
levantar el arco para aplicarle brea, mostrándole a Lena
la forma de hacerlo.
Le advirtió que al principio, sentirá molestias en el
pecho, justo donde queda recargada la parte superior
de la caja de resonancia, y que lo apoyara también
en su rodilla izquierda para distribuir el peso y tener
mejor control del instrumento.
Le pidió, que para la mano derecha, siempre ima-
ginara tener una pequeña naranja dentro al sostener
el arco y que los dedos de su mano izquierda debían
verse redonditos y elegantes.
Ese día, sólo trabajaron con la derecha. Empeza-
ron deslizando el arco en la cuerda la. Le indicó que
debía hacerlo –tal como su maestro le enseñó a ella–
‘como si le estuviera untando mantequilla al pan’, con
los hombros relajados, sin olvidar recorrer las cuerdas
a una misma velocidad, hacia una sola dirección y
con el peso por igual, desde el talón hasta la punta
del arco.
Bajo la supervisión de su maestra, Lena le dedicó
diez minutos a cada una de las cuatro cuerdas afina-
das en: la, re, sol y do. Un dibujo que Catalina le re-
galó a su alumna, incluía las partes del instrumento y
le pidió memorizarlas para la siguiente clase. Cuando
Romances de una cellista 49

percibió que Lena ya estaba agotada, la reanimó pro-


poniéndole que cantara Los elefantes mientras ella to-
caba. Poco a poco, alcanzaron y rebasaron el tiempo
de rock, aunque esta vez, no sólo fueron veinte los
elefantes que subieron a la tela…
Abrigado su violoncello y guardados los libros que
le prestó Catalina, Lena disfrutaba las galletas y limo-
nada en lo que llegaba su madre.
Al despedirse, lo único que tenía en mente eran
cuatro deseos: llegar a su casa para encontrarle un
nombre a su violoncello, trabajar con su mano dere-
cha durante la semana, recordar cada parte del instru-
mento y regresar puntual a su segunda clase. Donde
al terminar reirá a carcajadas, cada vez que a ella se
le trabe la lengua por lo rápido que su maestra llega a
tocar Los elefantes. Y comiendo galletas, volverán
a esperar a la señora Rosa, quien llegará por la futura
cellista, disculpándose por el retraso, quejándose del
lento servicio del banco, y del tránsito, para ella, tan
parecido al de Nueva York.
Los elefantes
Romances de una cellista _ Catalina y Florentino

q=100 andante moderato Brenda Elizondo


deciso

Violoncello
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pizz.

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q=80 adagietto

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con vigore
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29 con fuoco
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Romances de una cellista 51

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46 tranquillo

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Dos por cuatro

T ANTAS VECES había deseado despertar sin saber la


hora, sólo recordaba haber dormido hasta la ma-
drugada a causa de su insomnio. Realmente no tenía
idea del tiempo, hasta el reloj de la computadora esta-
ba desprogramado. Abrió su carpeta de música y eligió
una de sus piezas favoritas: Libertango de Piazzolla.
Lo analizó una vez más, fue hacia el librero por la par-
titura, localizó el compás que estaba escuchando y se
puso a solfearlo hasta el final.
Nada ni nadie le importaba más que ella misma, de-
cidió que ese sería su día de egoísmo. No salió a traba-
jar, no contestó llamadas ni mensajes, así evitaría que
Mijaela, su mejor amiga, la convenciera para salir y
hacer algo común: tomar un café al mediodía, ir al cine
por la tarde, cenar o acudir a un bar.
Nada de eso le atraía, prefirió quedarse en casa y
enfrentar la soledad que reemplazaba a Vladimir. Al
sentirse invadida por la tranquilidad, se percató que era
54 Brenda Elizondo

cuestión de armar su voluntad para controlar sus sen-


timientos.
No le ganó la ansiedad, lo que sí se impuso fue el
apetito. Así es que salió de su recámara claroscura, ilu-
minada sólo por unas velas «decorativas» y la luz del
monitor, sació su hambre y volvió a su mundo. Al re-
gresar, inevitablemente, ya sabía la hora: las tres de la
tarde.
Mirando a todas partes en su habitación, se da
cuenta que tiene innumerables pendientes, entre otros,
continuar la lectura de dos o más libros; recuerda que
prometió grabarle música a un amigo, se la debe des-
de hace tiempo, tanto que seguramente él ya lo habría
olvidado. Entre sus discos encuentra unos cuantos que
no son de ella, no los ha devuelto porque no ha tenido
tiempo de escucharlos, igual sucede con libros de estu-
dio y vídeos, portarretratos vacíos, cursos de idiomas
arrinconados, partituras desordenadas. No sabe por
dónde, aunque está lista para comenzar.
Voltea a ver a Florentino y le provoca una leve
sonrisa. Se le acerca y lo despoja del frac. Sus ojos de
enamorada lo recorren palmo a palmo desde la cabeza
hasta su espiga, no le parece real que sólo sea de ella, ni
que pueda acariciarlo como lo está haciendo. Le aplica
aceite de almendra con un algodón, luego lo frota con
un pañuelo húmedo para quitarle el brillo. Después de
esto, ya no puede soltarlo. Lo recuesta en ella y toma
Romances de una cellista 55

el arco para abrazarlo y practicar un poco algunas es-


calas, arpegios y otros ejercicios que le complican la
existencia y en ocasiones la han hecho pensar que no
es buena como cellista. Aún así, trabaja con intensidad
para mantener y aumentar sus cualidades. En esta oca-
sión planea estudiar menos de lo que acostumbra para
avanzar en sus pendientes. Sin embargo, toca, toca y
continúa tocando, se hunde en la concentración, ambos
desean navegar en la melancolía y sublimar el sufri-
miento, así que se regodean con tangos ofrecidos por
el pentagrama.
Experimentan sentimientos encontrados, están
en el centro de un ciclón de inquietudes y angus-
tias, de recuerdos y esperanzas. No existe parte del
cuerpo de Catalina que se quede sin estremecer por
los implacables lamentos de su amado, sus sudores se
mezclan gracias a los vaivenes de su romanticismo y
convergen en la extenuación, se quedan sin expresio-
nes. Se lo regala todo a él, y él lo recibe todo. Tanta
entrega la deja vacía y satisfecha, necesita alimentarse
para recuperar energías.
Volvió a salir de su habitación en penumbra a comer
algo, miró el reloj, ya eran las once de la noche. ¡Qué día
tan encantador! –se dijo–. Logró encontrarle sentido al tan
usual conjunto de palabras impensadas que la gente se dice
diariamente en los supermercados, en sus trabajos, en sus
escuelas y redes sociales: ¡Que tengas un excelente día!
56 Brenda Elizondo

Aunque no realizó todo lo que planeaba, se sintió


como si lo hubiera hecho, había quedado agradecida
con Florentino por todo lo bueno y lo malo que le ha
dado y que le ha quitado. Besó su diapasón y lo tras-
ladó a su atril. Salió de la regadera, se puso pijama y
se fue a la cama. Antes de dormir se dispuso a leer la
biografía de Edith Piaf que llevaba casi a la mitad. Pero
el separador continuó durmiendo en el mismo capítulo
–el cansancio la había vencido.
El resto lo haría al día siguiente, en el que despertó
descansada y preparada para seguir disfrutando de su
soledad. Sin embargo, empezó a desagradarle, retor-
nó la necesidad del contacto con la gente, de salir, de
conversar, de ver las calles como si fuera la primera
vez, escuchar los ruidos de la ciudad y hacer su propia
música con ellos. Tuvo el presentimiento de que ese
domingo sería largo; apenas iniciaba y ya esperaba el
lunes para regresar a la rutina de la orquesta. ¿Qué es
lo que me pasa? ¿Por qué estoy deseando que sea ma-
ñana? –se preguntó.
Tal vez, simplemente, necesitaba salir a trabajar
para dejar de extrañar a quien le hubiera dedicado su
día de egoísmo, al que vive ligada igual que un tango a
la tristeza, al bandoneón y al ritmo del dos por cuatro.
A ese Vladimir a quien hubo de amar de manera gratui-
ta sin ser su madre, y permanece lejano cuando ella aún
se siente unida. O quizá sin darse cuenta, los cortejos
Romances de una cellista 57

de Franco, el joven y virtuoso pianista, además, direc-


tor de la orquesta, empezaban a surtir efecto. ¿Será que
en el fondo, anhela que Franco no sólo le marque los
compases en la orquesta sino también en su vida?
Mientras Catalina intentaba descifrar sus pensa-
mientos, Florentino se mostró entrañable desde su atril.
De nueva cuenta, ella no pudo resistirse a tal tentación,
esta vez no la estremeció con lamentos, fue con júbilo,
estaba contento porque su amada, al menos por ese día,
había olvidado el ritmo de tango que Vladimir le legó
a su existencia, aunque eso, probablemente significara
que pronto, Franco se convirtiera en su próximo rival.
Dos por cuatro
Romances de una cellista _ Catalina y Florentino

q =60 tango Brenda Elizondo


marcato e con vigore
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Violoncello

mf

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4

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 

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8

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18 pizz.

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22

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molto vigore appassionato e doloroso

27
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Romances de una cellista 59

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31
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36
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41
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45

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pp
49


3
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53
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p


57
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q =60 a tempo
marcato e con vigore
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62

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60 Brenda Elizondo

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66

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71

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76

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80 pizz.
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  arco
84

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f
La marioneta

C ON SUS ROPAS empolvadas y el cabello enmaraña-


do, Prudencia salió del armario más que dispues-
ta para ser emperifollada por Catalina –su titiritera.
La marioneta
Romances de una cellista _ Catalina y Florentino

q=100 andante moderato Brenda Elizondo

 
leggiero
   
    

Violoncello 
 
mp


4
misterioso

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con grazia

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16 pizz. arco


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mf


20 con tristezza

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ff
Romances de una cellista 63


24

    
       
 

f
mf

 
29 sul tasto


    
  
       

mp

con grazia


33 pizz. arco

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37

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mf


41

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
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43

  
 
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cresc. ff
La manía

S ÓLO LE FALTABA un capítulo para concluir su lec-


tura. Aunque la cita era a las cinco de la tarde,
llegó una hora y media antes para estar a solas, dis-
frutar varias tazas de té y leer con tranquilidad como
es su costumbre; respetando con rigor cada signo de
puntuación, de lo contrario, piensa que sería una fal-
ta igual de grave, que tocar becuadros los fa, en una
melodía con armadura de sol mayor. Nunca espera
ansiosa el último punto, ya que, por lo general, termi-
na cambiando el final a su antojo, y este no iba a ser
la excepción, Catalina quiso releer esa novela para
disfrutar el ameno lenguaje del escritor, aun sabiendo
que el desenlace la dejaría insatisfecha.
Cerró el libro, y de manera arrebatada se quitó los
lentes que hacía poco tiempo estrenaba por la pres-
bicia precoz, pues estos le estorbaban y todavía no
conseguía acostumbrarse a ellos. Liberada de la carga
en su nariz, con las palmas de sus manos oprimió sus
66 Brenda Elizondo

ojos intentando descansarlos. Se acercó una mesera y


se presentó como Fiorella, le informó que ella conti-
nuaría dándole servicio, que el turno de su compañera
había terminado. Catalina apenas pudo sonreír, le pi-
dió una rebanada de pie de nuez y otro té de manzani-
lla. Encendió un cigarrillo en lo que veía a la señorita
Fiorella dirigirse a la cocina, y recién en ese instante
tomó consciencia de la tranquilidad del lugar, des-
pués de todo, Deborah no tenía mal gusto.
En el local sólo había una pareja de enamorados en el
otro rincón, manteniendo una conversación en piano con
silencios de redondas a tempo largo en cuatro cuartos.
Catalina pensó que tal vez sus vecinos provocaban
las frecuentes pausas para disfrutar al igual que ella,
el jazz como música de fondo.
Con apetito, minutos después de haber salido de
la historia de amor que leía, y sin compañía, le fue
imposible controlar la manía que la persigue desde
niña, la que de pronto se manifiesta y puede llegar a
impedirle disfrutar lugares y momentos, la que sólo
conoce Florentino, la que la avergüenza y la ha hecho
seguir letra por letra su cita favorita de Beethoven:
«No confíes tu secreto ni al más íntimo amigo; no po-
drías pedirle discreción si tú mismo no la has tenido».
Había contado ya los azulejos a lo ancho del res-
taurante; que por suerte eran cuadrados. La última vez
que Catalina se vio acorralada por su manía, los pisos
Romances de una cellista 67

tenían forma hexagonal, por lo tanto estaban instala-


dos de manera no lineal; es decir, inclinada. Luego
de haber lidiado con el conteo durante varias horas,
se marchó del lugar, derrotada por no haber logrado
conseguir la suma.
En esta ocasión, sólo le faltaba investigar cuántos
eran a lo largo, mas no obtuvo la cifra exacta porque
de un lado se topó con el área de caja, y por el otro,
estaba la barra.
Sin embargo, según el espacio, había calculado
ocho detrás de éstas. También consideró que en uno
de los costados, los azulejos tenían corte; cada tres,
completaban un azulejo. Sacó de su bolsa lápiz y pa-
pel para hacer la multiplicación de las sumas y dar
con el total de cuadrados en piso; debido al resultado,
reemprendió la cuenta esperando haberse equivoca-
do: el número impar, le provocó contrariedad.
La señorita Fiorella volvió a la mesa con la orden
de Catalina, justo cuando Deborah entraba en el res-
taurante saludando a la mesera con trato amistoso, le
mencionó que ese día haría una excepción y no toma-
ría lo de siempre; le encargó un café negro con miel
al mismo tiempo que saludaba con un beso a Caty,
como le dijo de cariño a quien odió el diminutivo,
con la misma intensidad que odia los impares. Aquí
te entrego tus valiosas partituras libres de cualquier
accidente, las fotocopié –dijo su amiga.
68 Brenda Elizondo

–¿Te ayudaron?, ¿utilizaste la digitación que está


marcada? Es de Rostropovich –comentó Catalina.
–Sí, me gustó, la estoy aplicando –le respondió
Deborah.
Catalina se disculpó con su amiga por haber orde-
nado la merienda antes de su llegada. Mientras comía,
escuchaba a la otra cellista que no paró de hablar. La
enteró de su nueva relación amorosa desde su inicio,
las diferencias que tiene con el concertino de la or-
questa a la que pertenece, mencionó –como cada es-
porádica vez que se veían –sus planes de mudarse; la
enteró también de la vida de sus excompañeras del
conservatorio, la altura de sus zapatos para conciertos,
sus deseos de aprender alemán, las aventuras de sus úl-
timas vacaciones en la playa, el color de su nuevo dil-
do, luego regresó al tema de su novio, y si Catalina lo
hubiera permitido, pudo haber continuado quejándose
de sus problemas con el primer violinista de la orques-
ta. Sin embargo, la interrumpió de forma tajante, justo
cuando terminó su último bocadillo, al decirle:
–Regreso en un momento.
En realidad, continuaba incómoda por el resulta-
do de su multiplicación, y seguía buscando la ma-
nera de saber el monto absoluto de azulejos dentro
del área de caja. Además, el ritmo acelerado de la
conversación de su amiga, hizo que comiera de prisa
la merienda que tanto deseaba disfrutar. Esto lo re-
Romances de una cellista 69

lacionó con sus exámenes de instrumento, cuando los


pianistas, infinidad de veces la acompañaban a des-
tiempo y la hacían correr en su interpretación. Así es
que su mal humor aumentó.
Tampoco pudo controlar la molestia que le oca-
sionaba ver a Fiorella servir más café en la taza de
Deborah, sin avisar ni preguntar, cosa que a su amiga
no le irritaba, incluso lo veía como una atención. Para
cuando Catalina se levantó de la mesa, ya estaba más
que encolerizada.
Reconoce ser una obsesiva cuando de preparar su
café se trata, le agrega la cantidad precisa de azúcar y
leche para su gusto, y si, precisamente, cuando tiene
el sabor, el color y la temperatura apropiada para su
deleite, llega una insensible mesera a atacar su taza,
se enfurece, porque sabe que sería inútil intentar con-
seguir el mismo sabor que el anterior.
Al advertir que el baño de mujeres se encontraba
detrás del área de caja, su semblante de desesperación
cambió por uno de placer, por fin había encontrado
una excusa para levantarse de la mesa y confirmar si
el cálculo de los ocho pisos era correcto. No obstante,
lo que en verdad deseaba, era que no fuera así, para
que pudiera existir de nuevo la posibilidad de un nú-
mero par en el total de azulejos.
Caminó hacia el pasillo que estaba entre la barra
y la caja, mismo que no lograba ver desde su mesa.
70 Brenda Elizondo

Confirmó lo que se temía, por su experiencia es raro


que falle en los cálculos de pisos, eran ocho. El logro
se convirtió en impotencia por la imposibilidad de
que el resultado fuera par.
Entró en el sanitario avergonzada porque con se-
guridad, Deborah se habría percatado de su injus-
tificable enfado. Se lavó la cara con agua fría y allí
mentalmente, contó azulejos con la esperanza de que
esta vez le agradara el resultado y el gozo matara a
la cólera, a la incomodidad y a la impotencia, y así
pudiera regresar a casa neutral, como salió. Pero por
desgracia, se encontró con otro impar.
Se dijo a sí misma que por su bien, debía romper
con ese rechazo hacia estos números, buscó argumen-
tos para generar una reacción positiva ante ellos, y
encontró su vida colmada de motivos para no odiar-
los; las claves de la música: sol, do y fa. Las divisio-
nes del tiempo: pasado, presente y futuro. Las líneas
de un triángulo: dos catetos y una hipotenusa. Los
colores primarios: amarillo, azul y rojo. Las clases de
números: enteros, quebrados y mixtos. Los factores
de la vida según la religión: cuerpo, alma y espíritu.
Los movimientos que, por lo general, tiene un con-
cierto y las notas que hacen un acorde perfecto. Las
cinco líneas del pentagrama y los sentidos del cuer-
po humano. Las siete artes y las notas musicales. Los
días de la semana, las vidas de un gato, los colores
Romances de una cellista 71

del arco iris, entre otros tantos que le hicieron ver que
era ilógica su aversión a los dichosos impares, y que,
por el contrario, si hubiera analizado las cosas antes,
los amaría.
Teniendo las justificaciones suficientes para des-
pedir de su vida a la manía, tomó la decisión de dejar
a un lado sus contradicciones y no pensar más.
Al salir del tocador, observó a la mesera y a De-
borah apuradas, secando la mesa con trapos y servi-
lletas. Su libro no sufrió tanto las consecuencias; sin
embargo, las partituras quedaron empapadas de café.
Deborah y la señorita Fiorella, voltearon a ver a Ca-
talina de manera simultánea al escuchar el crujido de
la puerta del baño.
El gesto de incredulidad de la dueña de las hojas
pautadas, tensó aún más la situación, la mirada rega-
ñina que Catalina le dedicó a su amiga por el descui-
do, hizo que la intrusa del café se anticipara a discul-
parse por su error.
Deborah fingió no haber notado el incontrolable
enojo de su amiga, de inmediato disminuyó la tensión
prometiendo que el próximo fin de semana le llevaría,
al mismo café, a las cinco de la tarde, copia de las
partituras. Y de ningún modo, permitió que Catalina
pagara la cuenta.
Siete días después, llegó de nuevo a las tres de
la tarde con treinta minutos, y se dispuso a releer el
72 Brenda Elizondo

último capítulo de la novela. Estaba segura que Fio-


rella contribuiría a que su libro tuviera más manchas
de café; para ella, cuando termina su periodo mens-
trual, los rastros de café en un libro, son tan lindos
como los residuos de brea alrededor de las efes de su
amado Florentino, tan tiernos como los diminutivos y
tan graciosos como una mesera atacando una taza de
café. No esperaba con ansia el último punto, porque
sabe que su manía no dejará espacio mínimo en su
mente para imaginar su propio final. Quizá si incluye-
ra los cortes de azulejos instalados en la parte inferior
de las paredes para protegerlas de las manchas del tra-
peador, lograría obtener un número par, mientras ella,
en vez de té, hoy tomará café.
La manía
Romances de una cellista Catalina y Florentino

=80 andante cantabile Brenda Elizondo

Violoncello

cresc.
=95
13
con grazia

17 dolce

dim.
21 misterioso

dim.
25
74 Brenda Elizondo

con vigore
29

dim.
33

=80 a tempo
37 rit. con brio

41

45

cresc.

con grazia arco


49 pizz.

53 pizz.

arco
55
Aniversario en mezzoforte

D E MANTELES largos, velas en el pastel y el Happy


Birthday to You, Catalina le dio los buenos días
a Florentino.
Al regresar de hacer las compras en el supermer-
cado, guardó en la alacena todo excepto lo que nece-
sitaría para preparar la comida. Ese día era más que
especial; además del cumpleaños de Florentino, por
primera vez después de su separación con Vladimir,
intentaría poner en práctica el refrán: «un clavo saca
otro clavo».
Franco contaba los meses pretendiéndola, todos
sus colegas lo sabían, menos ella. Estaba tan ocupa-
da buscando la fórmula para olvidar a Vladimir, que
a Franco sólo podía verlo como el director de la or-
questa. Si no fuera por Mijaela, quien la enteró, nunca
lo hubiera advertido.
El día anterior, concluido el ensayo, Catalina había
prolongado su estancia para quedarse a solas con el
76 Brenda Elizondo

director y solicitarle unos días libres, ya que deseaba


visitar a su familia. Franco, preocupado, le preguntó
si todo estaba bien, pero al escuchar que el motivo era
conocer a un nuevo sobrino, con evidente serenidad,
quedó en revisar las fechas de las próximas presenta-
ciones.
En el preciso momento en que Catalina le mostra-
ba a Florentino las partituras para celebrar su aniver-
sario, el sábado por la mañana, timbró el teléfono.
–Buenos días, Catalina, habla Franco.
–Hola, qué sorpresa –contestó.
–Respecto a los días que necesitas, ¿qué te parece
la primera semana del próximo mes?
–Perfecto, me da tiempo de preparar todo, gracias
por la llamada, Franco. No era necesaria, me lo pudis-
te haber comunicado el lunes.
–En realidad, no sólo te llamé para eso, quisiera
invitarte a comer esta tarde, ¿puedes?
Catalina le respondió que, en ese instante se dispo-
nía a preparar una ensalada y además, tenía pensado
cocinar pasta y carne para la comida, quedando cor-
dialmente invitado. Franco, con la condición de llevar
el vino, aceptó de inmediato. La comida estaría lista
a las tres de la tarde. Él tomó nota del domicilio que-
dando en ser puntual.
Mientras Catalina hacía la limpieza, recordaba el
día que adquirió a Florentino. Después de probar un
Romances de una cellista 77

sinnúmero lo eligió a él, desde el primer momento que


lo tuvo sobre su pecho, pudo sentir esa química de la
que tanto se habla en el amor. Aunque también desde
aquel día intentaba tener presente la frase nietzschea-
na: «El remordimiento es como la mordedura de un
perro en una piedra: una tontería». Debido a que este
sentimiento la acompaña desde aquel día.
Piensa que debería ser demandada por haber sido
partícipe de la cruel separación de Florentino con su
anterior dueña.
Sin embargo, su encanto y elegancia hicieron que
perdiera el juicio. Catalina y Florentino decidieron
salpimentar el encuentro y lograron despistar el am-
biente fúnebre de aquella ciudad en la que ni las mos-
cas rondaban.
Él consintió sus caricias haciendo que ella captara
su sonido como un, llévame contigo…
Ese otoño fue ineludible que acudieran presen-
cias a su mente, custodiada de recuerdos íntimos,
pudo comprender de total manera la confusión y la
culpabilidad que pudiera haber sentido Florentino en
el momento en que se alejaba de su dueña. Catali-
na estaba preparada para todo tipo de eventualidad.
Hubiera aceptado sin reproches, cualquier cambio de
último minuto. Aunque no lo hubo, la expropietaria lo
dejó marchar. Él viajó con ella a casa y, a partir de ahí,
permanecen unidos.
78 Brenda Elizondo

Con el tiempo ha ido aprendiendo a mantenerlo fe-


liz a su lado. Florentino es adicto al juego del amor y
la pasión. Ella puede hacer que su imaginación vuele
con el simple roce a una de sus cuerdas. Le gusta sen-
tirse deseado, y mientras Catalina influya para que él
se convierta en mejor amante, ella será su prioridad.
Los dos están predispuestos a que quien los acompa-
ñe obtenga la mayor satisfacción.
Luego de los tres cambios de ropa que se hizo
frente al espejo al término de un reconfortante baño,
eligió un vestido verde olivo para la ocasión y arregló
su cabello. Aseó sus manos de nuevo, y se dirigió a la
cocina para sacar la carne del horno y agregar el resto
de los ingredientes a la pasta ya hervida.
En lo que acomodaba los cubiertos sobre el impe-
cable mantel, tocaron a su puerta a las tres en punto.
Recibió a Franco con un abrazo y lo invitó a pasar.
–Ya casi está todo listo, siéntate, estás en tu casa.
Franco la siguió hasta la mesa y dejó allí el vino.
–¿También hiciste pastel? –le preguntó visible-
mente contento.
–No, mejor dicho sí, lo preparé ayer por la noche.
Hoy festejamos que Florentino cumple un año más a
mi lado; para mí, hoy es su cumpleaños. Ya sabes, las
mujeres siempre tenemos excusas para romper dieta.
–Bueno, pues si es así, entonces lo comeremos de
postre. Por cierto, ¿cuándo es tu cumpleaños, Catalina?
Romances de una cellista 79

–En unos días más, aunque estaré fuera de la ciu-


dad –respondió, mientras acercaba la comida a la
mesa y le pasaba a Franco el sacacorchos.
Luego de la larga conversación entre la comida, el
postre y el café, Catalina llevó los platos a la cocina,
Franco la observó de ida y de regreso, seguro de que
ella era la mujer que esperaba para hacer a un lado su
soltería.
–¿Qué te pareció la comida? –preguntó Catalina.
–Eres tan diferente fuera de la orquesta, nunca
hubiera creído que te gustara cocinar, no me lo vas
a creer pero este es mi platillo favorito –respondió
Franco.
–De los compañeros, la única persona que me
conoce bien es Mijaela, ha sabido ser buena amiga;
planeaba organizar una reunión para festejar mi cum-
pleaños. Tal vez tengas razón…
–Qué coincidencia, Catalina, tu signo zodiacal es
Libra, igual que el de tu Florentino, deben tener com-
patibilidad, mencionó en son de broma.
–Sí, pertenecemos al signo de la balanza. Nos co-
nocemos bien, podemos sernos infieles con el cuerpo
de vez en cuando, pero nunca con el corazón. Somos
aferrados, no dejamos ir tan fácil lo que queremos,
pero si nos sentimos rechazados, nuestro orgullo y
nuestra dignidad se molestan, entonces lo más seguro
es que nos pierdan para siempre. No importa que la
80 Brenda Elizondo

consecuencia sea vivir el resto de nuestras vidas en re


menor –explicó Catalina, mientras servía más vino.
Entrada en calor, añadió a la conversación su pe-
sar por lo que le hizo a la expropietaria de su amado
Florentino.
–Arranqué a Florentino de su lado, me aproveché
de su apuro económico, eso no me lo he podido per-
donar –mencionó Catalina.
Franco la reanimó.
–No tienes por qué sentirte culpable, en todo caso,
esa culpa, poca o mucha deberías compartirla con Flo-
rentino. A nadie se lo quitaste, es sólo que la vida ha
dejado de prestárselo a alguien más. Ahora es tu turno
y gózalo, sin importar cuánto tiempo. Al fin y al cabo,
todos tenemos que separarnos. Se tienen uno al otro
y entre ustedes siempre existirá esa inquietud. Pero
más vale juntos, ¿no crees? Así, cada uno se quedará
con la parte que le corresponde. No hay cura para esta
sensación, Catalina, y si la hubiera sería un error.
Los artistas –continuó Franco mientras se acercó
a hojear las partituras que reposaban en el atril– so-
mos proclives a complicarnos la vida. Todos somos los
compositores de nuestros sentimientos, sólo hay que
aplicarles una intensidad conveniente a cada uno de
estos. Yo, por ejemplo, no le daría al remordimiento
un molto fortissimo porque enloquecería, tampoco un
molto pianissimo porque entre tantos otros se ocultaría.
Romances de una cellista 81

Pienso que el matiz apropiado es el mezzoforte. Con


este, lograríamos quedarnos con la misma triste y me-
lancólica tonalidad de re menor que dices que tendrían
Florentino y tú al sentirse rechazados. De esa manera,
podrán seguir saboreando juntos su dosis de masoquis-
mo; es decir, lo que algunos músicos sabemos hacer:
sentir placer en el dolor.
Catalina contenta por compartir su vida con Flo-
rentino, se acercó a él, y su regalo de cumpleaños fue
tocarlo hasta la madrugada, mientras que Franco –sin
batuta– les marcaba el tiempo…
Aniversario en mezzoforte
Romances de una cellista _ Catalina y Florentino

q=140 vals Brenda Elizondo


con brio

Violoncello
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35 con passione
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  

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Romances de una cellista 83

2 40
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46
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   


52 scherzando
 


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mf

55
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         
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 

 


59 con brio
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 
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  
ff  
mf

64
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76
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3


88

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92
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  
 

Diamante negro

P ARA COMBATIR al inoportuno sueño, a pesar de que

por su insomnio el médico se lo tenía prohibido,


Catalina salió de casa en busca de café. Eran contadas
las veces que transitaba sin Florentino. Su hombro iz-
quierdo, encariñado al peso de ese fiel compañero,
no cesaba de reclamar la ausencia. Perseguida por la
culpa, como un criminal despistando a un detective,
continuó caminando sigilosamente entre las calles de
su barrio.
Diciéndole que tenía algo perfecto para ella, un
inglés la detuvo justo afuera de un bazar y le mostró
un abrigo gris que la cubriría hasta los tobillos. Por
amabilidad, entró en la tienda y se dirigió al espejo
más cercano. Quedó fascinada al medírselo, no dudó
en comprarlo.
Al probárselo de nuevo en casa después de una
inevitable siesta, en uno de los bolsillos se encontró
con lo que parecía un diamante negro. En algún lugar
86 Brenda Elizondo

había leído sobre la existencia de diamantes maldi-


tos, así es que de inmediato investigó en la Internet,
y se topó con varias leyendas que le produjeron páni-
co. Salió desesperadamente en busca de prestigiosas
joyerías, necesitaba que una persona conocedora del
tema la ilustrara sobre la maldición de los diamantes
negros.
A Catalina, este tipo de situaciones la inquietan: si
alguna gitana le interpreta las figuras formadas por el
paso del café en una taza, lo cree todo. Suele guiarse
por sus sentimientos, a la razón, cada vez que la nece-
sita no tiene cara para llamarla; un día, sin compasión
la mandó de viaje cargada de grandes y pesadas ma-
letas sin boleto de regreso, la echó de su vida culpán-
dola de su infelicidad; a pesar de eso, ella retornó sin
equipaje y con la estrategia del perfil bajo.
Así, comenzó a vivir con intensidad y sin limita-
ciones, conociendo lo más elevado y lo más profundo
sin importar que la tacharan de ignorante y romántica.
Como buena masoquista aprendió a disfrutar el sufri-
miento; cuando llegó tan hondo lo hizo su amigo y él
le confesó sus intimidades.
A partir de ahí le teme más a la soledad que a la
muerte. Y aunque por segundos sienta deseos de re-
conciliarse con la razón, esta sabe que carece de
sentido hacerse notar. Y donde falta razón, hay su-
perstición.
Romances de una cellista 87

Luego de varios establecimientos, entró en la jo-


yería del señor Max, quien no quiso ahondar en el
tema; sin embargo, le proporcionó el domicilio de su
exmujer, advirtiéndole que tuviera cuidado con ella,
porque sabía hacerle honor a su nombre, y que fuera
del tema diamantes, nada de lo que dijera le creyera.
–¡Es una bruta, para lo único que nació fue para
fracasar!, falló como hija, estudiante, esposa, madre,
amiga, y este listado está muy lejos de tener fin. No
obstante, todos somos buenos para algo, y ella lo es
en el tema de piedras preciosas, en especial los dia-
mantes. Pero le repito –mencionó el joyero–, fuera
de eso es una mujer que no sirve para nada. Mientras
tanto, apuntaba el domicilio de la señora Amargura.
Atenta al relato del abrigo con el diamante, la
exesposa del joyero le pidió a la cellista que se pro-
tegiera de la desgracia que le esperaba: debía dejar el
diamante reposando dentro de un recipiente de cris-
tal con agua bendita y sal marina durante veintinueve
días. Sacó de un costal sal para regalarle y le contó
que ha dedicado toda su vida a investigar sobre dia-
mantes, habiéndolos de todos colores: dorados, rosas,
canarios, verdes esmeralda, celestes, entre otros. Y
que los negros, sólo son apariencia, pues en realidad
están formados por cuantiosos fragmentos diminutos
de grafito o hematites que absorben la luz y generan
un brillo casi metálico; los hay sombríos, claros, páli-
88 Brenda Elizondo

dos y falsos: los falsificadores utilizan diversas técni-


cas, por lo general riesgosas, para transformar la apa-
riencia de las piedras, las oscurecen en tonos azules o
verdes y las hacen parecer negras.
–¿Cómo puedo saber si el que yo tengo es falso?
–preguntó Catalina, segura de que con quien hablaba
era la madre de Vladimir.
–No lo es –respondió la señora Amargura–, inves-
tiga sobre el inglés Arnold Blair. Además de innume-
rables textos sobre la incógnita de su muerte, podrás
encontrar fotografías y comprobarás que es el mismo
hombre que te abordó afuera del bazar. Su alma vaga
por el mundo provocando la muerte de mujeres jó-
venes, siete al año, fue la condición que el demonio
le propuso antes de concederle el amor de una bella
mujer, quien con el diamante maldito –que ahora es
tuyo–, quedó deslumbrada y sin saber lo que le espe-
raba, la pobre aceptó casarse con él.
De pronto, Catalina, se vio en la sala de su casa
preparando la sencilla mezcla. Agregó al final el agua
bendita que, seguramente, había conseguido en una
iglesia. Luego se trasladó otra vez a la escena en la
que de manera tan misteriosa, la exmujer del joyero
abrió la puerta al momento que decía: nueve de agos-
to cuatro cuarenta y cuatro. Pasa niña, te estaba es-
perando. ¡Ese Max es un inepto!, vive lavándose las
manos como Poncio Pilatos. Nunca sirvió para nada,
Romances de una cellista 89

sabrá Dios cómo le hace para mantener en pie la joye-


ría. Siéntate, te daré café.
Al terminar la charla, la vieja metió la mano en su
delantal buscando con el índice el gatillo, apuntó a
Catalina exclamando: anda, no pierdas más tiempo,
llévate la sal y haz lo que te dije, de lo contrario mo-
rirás como la prometida de Blair.
Dando pasos cortos y acelerados, la acompañó a
la salida, y con una sonrisa de tiempo de vals, o de
tres cuartos, da lo mismo, le guiñó un ojo en lo que
empujaba la puerta hacia la calle.
Con la sensación de que un arma seguía apuntán-
dola por la espalda, caminó descalza por un callejón
empedrado en el que sólo había luz de luna, al cruzar
la línea que dividía la noche del atardecer se creyó
a salvo por pisar Tierra Santa: el desierto de Judea,
y abrió sus brazos al aire. Huele a septiembre –gritó
extasiada–, su única intención era la de separar a una
pareja de enamorados que sólo podía ver con resen-
timiento.
En eso, el Concierto para violoncello y orquesta
en mi menor, de Elgar, comenzó a escucharse en la
habitación. Al terminar el segundo movimiento, su
favorito, apagó la melodiosa alarma y saludó a Flo-
rentino, luego se dirigió hacia la cocina y encendió
la cafetera.
Diamante negro
Romances de una cellista _ Catalina y Florentino

q=75 adagietto Brenda Elizondo


misterioso

Violoncello
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Romances de una cellista 91

q=75
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25 misterioso

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Séptima fila

A NTES de la hora acordada para el ensayo gene-


ral, Bárbara estaba allí. Sus pies descalzos y
el cabello crespo cubriéndola de cuello a cintura, le
daban personalidad en vez de hacerla ver descuidada.
Con el arpa apoyada en su hombro derecho, los ojos
cerrados y sus diez dedos compitiendo en delicadeza
y óptima calidad de sonido, continuaba tocando sin
percibir la llegada de Catalina, quien para no inte-
rrumpir la bella interpretación, se sentó en una de las
butacas. Totalmente relajada apoyó su cabeza en la
palma de su mano izquierda, mientras la derecha,
la reposaba sobre una de sus piernas cruzadas.
Inició la actividad en el escenario: el bibliotecario
acomodaba las partituras sobre los atriles y los músi-
cos comenzaban a llegar sin hacer el menor ruido por
atención a la solista invitada. Despojaban a sus amo-
res de sus ropas, afinaban casi en silencio, dejaban el
instrumento en sus lugares y se retiraban, quizá para
94 Brenda Elizondo

prepararse un café o fumarse un cigarrillo antes de


comenzar.
Cuando la arpista abrió los ojos, Catalina se acer-
có a saludarla con desmedido agradecimiento por la
música que le había dado de desayunar a su alma. Le
comentó que desde la fila siete, había presenciado su
ensayo. Bárbara rompió el hielo diciendo:
–No me informaron que hoy habría reservaciones
para críticos.
Acariciando a Florentino sobre su frac y sonriendo
como una niña, Catalina mencionó:
–Como puedes ver, soy cellista. Desde que Franco
nos dio el programa para hoy, supe que los ensayos
de la semana serían apasionantes. Te confieso que no
conocía el concierto que interpretarás; sin embargo,
llevaba años buscándolo; tengo una cajita musical
que toca parte del primer movimiento, cada vez que
la abro y termina la música, me quedo con deseos de
escuchar más.
–Le seigneur des amin es un concierto que signifi-
ca mucho para mí, me ha dado grandes satisfacciones
profesionales desde mi primera interpretación; pero
no puedo tocarlo más de una vez al día porque me
deja completamente vacía… es por eso que no lo es-
taba tocando, tampoco lo haré con la orquesta aho-
ra, esperaré hasta el concierto de esta noche, sólo me
quedaré a presenciar el ensayo. Respondió la arpista.
Romances de una cellista 95

–En los cinco años que llevo aquí, nunca había


pasado que el solista no tocara ni una sola vez con
nosotros antes del concierto, se me hace un poco
arriesgado. No obstante, comprendo bien el motivo;
me sucede algo similar con una sonata de Brahms…
¿Qué es lo que tocabas hace un momento? –preguntó
Catalina.
–Romance sin palabras, de Godefroid –contestó la
solista al momento de saludar con un beso al concer-
tino, quien interrumpió la conversación para avisarles
que el director estaba por llegar.
Los músicos se incorporaron cada uno a sus si-
llas, alistándose para afinar en conjunto, primero los
alientos: madera y metales, luego las cuerdas. Entró
Franco a las nueve en punto y se hizo un completo
silencio. En medio de tanta solemnidad, Bárbara, sin
el más mínimo pudor, se abrochaba las botas color
café que se había quitado al llegar. Después de los
cuarenta, se hizo el hábito de descalzarse en cuanto
tuviera oportunidad –el contacto con el suelo la hacía
sentirse joven.
Caminó hacia donde estaba el director, su que-
ridísimo amigo, y le informó que no ensayaría con
ellos. Franco hubiera preferido recibir el peor de los
insultos en vez de aquella noticia, el tan esperando
concierto iniciaba en unas cuantas horas, la tensión
aumentó inevitablemente. Intercambiaron exaltadas
96 Brenda Elizondo

palabras; sin embargo, poco a poco fueron recuperan-


do el pianissimo con el que iniciaron la conversación.
Bárbara, acostumbrada a que sus deseos se cumplie-
ran como ley, una vez más se salió con la suya, ahora
era ella quien observaba a Catalina, regalándole, des-
de la fila de los críticos, una sonrisa de complicidad.
Llegada la hora del concierto, los integrantes de
la orquesta filarmónica salieron al escenario en pun-
to de las ocho y media. En el intermedio, luego de
la Sinfonía número cuarenta de Mozart y antes de la
brillante interpretación de Bárbara, Franco le dijo a
Catalina que se preparara, porque al finalizar el con-
cierto, la solista cenaría con ellos. No cabía en sí de la
alegría, ella tenía infinidad de dudas respecto a la vida
de los solistas y esa era la oportunidad perfecta para
externarlas. Por ello, había llegado con Florentino a
las ocho de la mañana al teatro, pensó que encontraría
a la arpista afinando cuerdas para la composición de
Andrès, pero no fue así: no estaba afinando y tam-
poco tocó Le seigneur des amin. Esto atrapó más la
atención de Catalina.
En la segunda parte del concierto, Catalina pudo
comprobar las palabras de Bárbara respecto al significa-
do de esa obra para ella, al ver sus lágrimas poco antes
de que terminara el primer movimiento. Estuvo atenta
únicamente en la solista: admiró su capacidad de con-
centración, su experiencia ante el público y la manera de
Romances de una cellista 97

controlar y disimular los nervios. Esperaba con ansia el


último aplauso para conversar de nuevo con ella.
Camino al restaurante en el que Franco ya había
hecho reservación para tres, la invitada les dijo que
el concierto no le había dejado ánimos de salir a un
lugar público, que prefería algo más íntimo. ¿Podría
ser en tu departamento, Franco? –sugirió con tono
amable la arpista.
–Estamos más cerca de tu casa, Catalina, podemos
pedir cena a domicilio, ¿qué opinas? –dijo Franco.
–Por mí, encantada. ¿Te parece la idea, Bárbara?
–preguntó Catalina.
–Me agrada, vamos para allá –respondió la artista.
Al llegar, Catalina fue la primera en bajar del auto-
móvil, pidiéndole a Franco que abriera la cajuela, ya
que Florentino no está acostumbrado a viajar atrás,
él suele ir como copiloto y con cinturón de seguri-
dad. Subieron por las escaleras, tres pisos, y Catalina
abrió su puerta. Entraron platicando sobre los gratos
momentos del concierto. Catalina acercó a la mesa de
centro una botella de vino y tres copas. Franco tomó el
teléfono para pedir pasta con pollo y verduras, mientras
la cellista prestaba atención a los comentarios de Bár-
bara, quien desde el momento que la vio frente a ella,
se trasladó a su juventud; recordó cómo iba en busca de
cada solista invitado a la orquesta, pidiéndoles conse-
jos de ejecución para llegar a ser una gran solista.
98 Brenda Elizondo

El concierto fue un buen éxito esta noche, aun-


que la vida es un concurso continuo y no siempre se
gana, no sé cuánto tiempo me quede como solista,
ni siquiera sé si mi elección fue la más acertada. Pa-
san los años y las oportunidades se reducen. A veces
pienso que si hubiera seguido en la orquesta, y ha-
ciendo música de cámara con buenos amigos, me ha-
bría evitado las grandes presiones que implica ahora
mi posición. Un día desperté y ya tenía conciertos
para los próximos dos años, de pronto me encontré
rodeada de gente glamorosa y disfrutando de los me-
jores vinos en los mejores restaurantes. Las excesi-
vas atenciones, aunque no lo creas, cansan. Es por
eso que prefiero esta sencilla reunión con ustedes, de
no ser así, estaría como siempre, en el cuarto de un
hotel con mi soledad... Independientemente de eso,
Catalina, yo te recomiendo que te hagas el hábito de
analizar las obras y que siempre sepas por qué y para
qué tocas el material. No debe haber separación entre
instrumento, emociones, mente y cuerpo, el violon-
cello debe ser una extensión de ti, toca pensando que
el arco está incrustado en tu brazo. Y recuerda esto:
no necesitas esperar tanto para atreverte, es cosa de
decisión, lo demás se da en la marcha; si quieres ser
solista, hazlo ya. No esperes más experiencia, esa di-
cen, que es como un peine que llega cuando uno está
calvo. Aprovecha tu pasión y esa actitud positiva que
Romances de una cellista 99

cualquiera puede percibir. Después de la cena, ten-


drás que regalarme un movimiento de esa sonata que
te mata. Expresó la arpista.
–Será un placer –respondió Catalina, escondiendo
sus nervios tras un semblante feliz y pleno de seguri-
dad. Aunque a Bárbara no logró engañarla, bien sabía
que esa era una gran prueba para la cellista. No obs-
tante, quedó encantada ante la inocente arrogancia de
Catalina. Al fin y al cabo, los músicos siempre deben
tener algo de actores –pensó.
Franco regresó a la sala, abrió la botella de vino y
se sentó junto a Catalina. Le recordó, que no se olvi-
dara de su colección.
–¿De qué colección habla Franco? –preguntó Bár-
bara a la cellista.
–Recuerdas que te dije que tengo una cajita mu-
sical que al abrirla toca Le seigneur des amin. Allí
atesoro monedas y billetes de diferentes países que
me regala cada solista o director invitado a la orques-
ta –respondió Catalina.
–Pues antes de que se nos olvide, toma estas mo-
nedas de Sudamérica a cambio de que me muestres
tu tesoro, que no lo podrás incrementar con los eu-
ropeos, me temo, debido a que desde hace años se
implantó el euro –expresó la arpista.
Catalina se dirigió hacia su habitación y regresó
con la cajita musical que puso sobre la mesa y la abrió
100 Brenda Elizondo

para aumentar su colección con las monedas de Bár-


bara. Intentó presumir su buena memoria, pero sólo
alcanzó a mencionar nombre, apellido e instrumento
de dos de los músicos que le obsequiaron las monedas
o billetes; recordó que es imperdonable hablar cuan-
do se escucha música. La solista volvió a derramar
lágrimas con ese primer movimiento que salía de la
cajita. Los anfitriones cruzaron miradas y continua-
ron bebiendo vino, quizás al término de la música,
la solista les contaría con detalles y sin botas, lo que
para ella significa Le seigneur des amin…
Séptima fila
Romances de una cellista Catalina y Florentino

=63 prestissimo Brenda Elizondo


agitato

Violoncello

11

16

21

27 dolce

32

37 con vigore
102 Brenda Elizondo

42

47 dolce

52

57 agitato dolce

63

68 con vigore

73

78

81
Muerte sin amuleto

T OCARON la puerta con insistencia. Catalina, sor-


prendida por la visita de su amiga a tan temprana
hora, la hizo pasar sin saludarla y preparó café. Mi-
jaela había ido para invitarla a tocar en una recepción;
al mencionarlo, redujo notablemente la tensión con la
que fue recibida. La cellista del cuarteto al que per-
tenece, se reportó enferma, y al no tener suerte con
el teléfono, decide buscar en persona a quien por lo
general la suple.
Catalina, le habló sobre la terrible noche con su
necio acompañante: el insomnio, que sin vergüenza
alguna se despidió a las seis de la mañana. Para cuan-
do entró Mijaela en su casa, sólo había mal dormido
cuatro horas, puesto que el teléfono no paraba de so-
nar. Aún así, se mostró dispuesta.
La ceremonia iniciaría a las dos de la tarde, tenía
el tiempo justo para preparar algo de comer y vestirse
de negro. Debía llegar con anticipación y ver si el
repertorio era el mismo de siempre. Sin embargo, pa-
104 Brenda Elizondo

recía estar todo en contra de ella: su perfume se había


agotado, entre su ropa íntima sólo encontró colores
claros, en la regadera no había funcionado el agua ca-
liente y la comida le quedó salada. Luego de haber
dejado un desastre debido a la impaciente búsqueda
de las llaves de su auto, salió rumbo a la recepción
advirtiendo que el día pintaba para malo.
Como era de esperarse, durante el tiempo que estu-
vieron tocando, sus notas falsas fueron innumerables,
más que las que salían de la boca de Vladimir, cuando
le juraba estar con ella hasta la muerte. Por fortuna, sólo
Florentino y sus comprensivos colegas lo percibieron.
Al finalizar, se disculpó con ellos por su falta de
concentración culpando al insomnio. Aunque en rea-
lidad, más que no haber dormido bien, lo que le inco-
modaba era no llevar con ella su amuleto, ese que le
ha dado buena suerte desde hace años y la hace sen-
tirse protegida de día y de noche, siendo, además, su
sello particular. Segura está, de que le abre caminos
proporcionándole buenas amistades, y, por supuesto,
amor. Tiene la convicción de que es el responsable de
enamorar con locura a los hombres.
Si algo recuerdan de Catalina sus exnovios, es su
aroma; ella y su amuleto hacen la combinación per-
fecta. Le ha sido fiel a su perfume y pensaba seguir
siéndolo, así que le pidió a su amiga que la acompa-
ñara de compras.
Romances de una cellista 105

En la autopista rumbo al centro comercial, el con-


ductor de un vehículo vecino, le informó que una de
sus llantas estaba baja. Detuvieron la marcha y de in-
mediato alguien se ofreció a cambiarles el neumático
dañado. Se canceló la compra del perfume, puesto
que el imprevisto dejó a Catalina sin dinero.
Una semana más fue lo que tuvo que esperar para
adquirir su amuleto. Esos fueron largos días; se sentía
desapercibida y sin olor propio, como Jean-Baptiste
Grenouille. Imaginaba que debido a la falta de su per-
fume habían quedado algunos asuntos inconclusos en
la semana.
No obstante, cuando se dirigía al centro comercial,
se dijo a sí misma: si esta fragancia es la causante de
que los hombres se enamoren de mí, ¿por qué no va a
serlo también, de que nunca lleguen al compromiso?
¿Será eso lo sobrenatural que los hace huir sin dejar
rastro y sin mínimas intenciones de volver?
Esta vez, Catalina no quería arriesgarse. Se había
propuesto que el próximo hombre en su vida, tendría
que amarla para siempre y ofrecerle un final feliz.
Decidió hacer un cambio radical: no usaría más su
amuleto. Compraría otro perfume para cortar definiti-
vamente con el pasado.
Ya no encontrará ese olor debajo de sus sábanas
ni coleccionará más los frascos vacíos en su tocador,
el viento jamás le regresará los recuerdos de sus exa-
106 Brenda Elizondo

mores disfrutando su aroma. Debía olvidarse del Em-


porio Armani White, así como tuvo que olvidarlos a
ellos.
Llegó al centro comercial, se dirigió a varias per-
fumerías recibiendo cuanta muestra le ofrecieron.
Después de tantas esencias quedó empalagada y vol-
vió al pasillo donde estaba su talismán –dentro de una
vitrina– esperándola. Pidió una muestra a la señori-
ta, con actitud de que se lo habían recomendado. Lo
inhaló, y en ese momento desapareció el empalago.
Con dificultad resistió la tentación; ese olfateo no fue
más que una despedida para siempre. No recorrió de
nuevo los pasillos para elegir el perfume sustituto,
pues lo tenía frente a ella, justo al lado del culpable
de su buena suerte. Sin pedir muestra, compró el Em-
porio Armani Night.
Al llegar a casa, se roció cuello y muñecas, des-
pués fue con Florentino para presentarle su nueva
fragancia. Él, con sus cuatro cuerdas sueltas lo dijo
todo. Catalina dio vuelta a sus clavijas y lo afinó, pero
esa noche no le correspondía, se comportó apático y
lo único que le demostraba, era que deseaba regresar
a su atril. Florentino no quiso reconocerla, estaba de
luto; su amada Catalina había muerto.
Durante la semana que ella estuvo sin amuleto,
quien no tardó en darse cuenta de la ausencia del
agradable aroma que la acompañaba desde que la
Romances de una cellista 107

conoció, fue Franco. Creyó que sería un buen deta-


lle regalarle un frasco del perfume que, según él, fue
lo que hizo verla con otros ojos en los ensayos de la
orquesta. Luego de las frecuentes llamadas y salidas
entre ellos, el director de la batuta se sintió con la li-
bertad de llegar por sorpresa a casa de su cellista para
invitarla a cenar y entregarle el obsequio.
Franco estaba ansioso por verla, planeó llegar a
las nueve a su casa; sin embargo, fue impuntual, a las
ocho treinta ya la tenía frente a él. Percibió de inme-
diato su nuevo aroma, por cortesía, le dijo que olía
bien. Salieron a cenar, pero esa noche ella sintió que
se les terminó la magia. Su personalidad se le había
desprendido como el alma a un muerto. Catalina ya
no era Catalina. Imaginando que Franco no estaba or-
gulloso de ir a su lado, y al notar indiferentes a los
demás hombres, le pidió que la llevara a casa.
Estaba dolida por los dos rechazos: el de Floren-
tino y el de Franco, pensaba que la razón era la au-
sencia de su protector. Pero seguía manteniendo con
firmeza su decisión; no volvería a depender de él para
sentirse segura y amada.
Al llegar a casa se fue directo a la cama, quiso cas-
tigar a Florentino por su desdén, sin pensar que para
él, eso fue un alivio. Había perdido a su amante única,
y el acusado era el nuevo frasco escarlata que estaba
sobre el tocador. Esa madrugada ardió en fiebre, su
108 Brenda Elizondo

cuerpo no pudo con la tensión de las cuerdas y ex-


pulsó a la más débil, esta llegó al enemigo y lo tiró al
suelo. No se quebró gracias a que la presentación no
era de cristal, así que no tuvo que soportar esa esencia
en su tapete. Consiguió algo mucho mejor para él, el
sistema de salida del perfume se dañó.
Catalina se despertó de un salto, encendió la lám-
para y vio una de las cuerdas de Florentino reventada
y el frasco color sangre sobre el tapete. Comprendió
su mensaje, pero lo tomó como otro de sus caprichos
y siguió durmiendo.
Al día siguiente por la mañana, Mijaela tocó de
nuevo su puerta. Esta vez, no para invitarla a recep-
ción alguna ni tomar café, sólo llegó de entrada por
salida para adelantarle su regalo de cumpleaños –un
Emporio Armani White–. Su fetiche, ese del que con
escasa voluntad se despidió en el escaparate de aque-
lla perfumería. Le ofreció un abrazo de agradecimien-
to. ¿Cómo no iba a usar un regalo de su mejor amiga?
Mijaela se marchó, y ella no tuvo otra opción más que
volver a usarlo. Pero ya no lo utilizaría para que los
hombres se enamoraran de ella, ahora, sólo sería su
sello personal.
Y en lo que Catalina caminaba hacia el tocador
para avisarle a su colección de frascos vacíos que en
seis meses más tendrían un nuevo amigo, Franco la
llamó por teléfono para decirle que le había comprado
Romances de una cellista 109

un regalo, y olvidó entregárselo la noche que salieron


a cenar. Ella le preguntó de qué se trataba y él respon-
dió: te lo diré, no será sorpresa tener en tus manos el
perfume que solías usar diariamente y que me vuelve
loco. Catalina le sonrió al destino y al mismo tiempo
le agradecía a Franco.
Y aunque prometió usarlo sin la intención de que
le proporcionara buenas amistades y amor, mientras
se lo aplicaba, se dijo: nunca más volveré a ser recha-
zada, esta es mi fragancia de amor, soy afortunada de
tenerla sin haber asesinado a jóvenes vírgenes para
conseguirla.
Desde ese momento, Catalina volvió a ser Cata-
lina, dirigiéndose hacia Florentino con la cuerda de
repuesto, aspiró hondo el perfume aplicado en sus
muñecas. Esa inhalación no fue más que la bienveni-
da para siempre a su amuleto. Sin importarle que tal
vez ese mismo, le provoque –cada vez que un hombre
se vaya sin dejar rastro y sin intenciones de volver– la
muerte. Tal como al protagonista de El perfume.
Muerte sin amuleto
Romances de una cellista _ Catalina y Florentino

q=50 largo Brenda Elizondo

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con dolore
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Violoncello

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4

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8
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12
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16

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dolce

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23
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Romances de una cellista 111



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26
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30

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33 molto doloroso
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37

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dim. mf


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40
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ff
La gitana

U N CINCO de diciembre en Cataluña, una tal Mar-


garita intervino para que Florentino permane-
ciera con su amada –eternamente
La gitana
Romances de una cellista _ Catalina y Florentino

q= 110 saeta flamenca Brenda Elizondo


percuss.
sin acento diez cm arriba de efe izquierda
con acento cinco cm abajo de efe derecha

Violoncello
       
 
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 

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5
    
             
   


10
     
                 

pizz.

14
    
               
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19
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          
f
percuss.

24 pizz.
    
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29

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Romances de una cellista 115


34
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39
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cresc. f

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43

       
   
  
ff
percuss.

47
   
  
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       


52
     
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  

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57
    
              
   


62
   
            
  


rit.

65 pizz.
   

       
     

mf f

ff
Placer pagano

R ECOSTADO en sus curvas sobre el mantón de seda


púrpura que eligió su propietaria para la oca-
sión, estaba Florentino junto a su inseparable arco en
el estudio del pintor. Al marcharse Catalina, el artis-
ta contempló a su modelo con el mismo alelamiento
que un adolescente miraría el cuerpo desnudo de una
mujer. Cautivado ante tanta belleza, no vio por qué
privarse de sus sonidos; así es que se dirigió hacia
él y, de manera inconsciente, practicó la técnica del
pizzicato. Con las yemas de sus dedos pellizcó cada
una de las cuerdas sin ritmo ni control, a pesar de eso,
del cuerpo de Florentino brotaron profundas vibracio-
nes en la estancia, que sin estar vacía, resultó tener la
resonancia de un cántaro.
Por temor a dañarlo, no se atrevió a levantarlo y
colocarlo entre sus muslos, mucho menos intentar ro-
zar las cuerdas con el arco. Sin embargo, fue hacia
su computadora y tecleó: violoncello en el buscador
118 Brenda Elizondo

del reproductor de música. Este arrojó las seis Suites


para cello solo de Bach, en la interpretación de Pablo
Casals. Una sensual y triste mujer tocando con ves-
tido de noche color rojo, es la imagen que Augusto
visualizó durante los ciento cuarenta y nueve segun-
dos del primer preludio –escuchado más de una vez
porque volvía a comenzar en automático.
La mortalidad y el erotismo que observa en Flo-
rentino, lo hacen caminar de nuevo hacia él y lo re-
laciona con Venus, la diosa del amor. Piensa en la
pintura Tannhäuser in the Venusberg, de John Collier.
Imagina a Catalina llevando una vida disoluta en un
templo subterráneo con su Venusino –nombre con el
que bautiza a su invitado–. Se pregunta si alguna vez
ella tendría la necesidad de escapar de tanta lujuria y
despojamiento que debe causarle su amo. ¿Si llega-
ría el día en el que Catalina le suplicara a su dios de
la salud sexual que la deje partir?, él, malherido por
el suplicio, ¿la invitaría una vez más al manantial de
gozo para saciarle sus deseos?, y si aún así se marcha-
ra, ¿cuál sería la manera en la que el dios del amor le
mostrara su lamento?, ella, con lágrimas en el rostro,
¿le negaría el perdón tal como Venus a su amante?,
¿viajaría a Roma para pedirle al Papa la absolución de
sus pecados?, obteniendo o no el perdón, ¿la cellista
volvería con su Venusino y nunca más sería vista?, o
durante el camino de regreso a Venusberg (montaña
Romances de una cellista 119

del mal) se retractaría, deteniéndose en Tierra Santa


para morir como el poeta Tannhäuser, tal como narra
el cuento de Hoffmann, en el que Wagner se inspiró
para su ópera.
Catalina se encontraba en un café cerca del estu-
dio, analizando material para un recital. Cuatro horas,
fue el tiempo que Augusto le pidió ese día para traba-
jar en la pintura. Estaba ansiosa por ver los avances,
no obstante, respetaría una de las tantas condiciones
del pintor: mostrarle el óleo una vez terminado. Sos-
pechó que el artista, más por conservar el status en
su gremio que por el cuantioso trabajo que dijo tener,
se había hecho rogar durante días, aunque quizás eso
le ocasionara pagar con retraso la renta. En vez de
desanimarla, esto aumentó su interés por el cuadro,
y el resultado de la larga espera, fue que en la nego-
ciación, ella aceptó pagar por adelantado el cincuenta
por ciento del alto costo sin pero alguno.
Florentino estaba radiante frente al retratista, le
gustó sentirse admirado y deseado, para él, ser el
centro de atención siempre ha sido y será lo máximo.
Quedaron hechizados mutuamente, Augusto no dejó
de mirarlo con ojos de amor. Y aunque los pellizcos
inexpertos que le dio a sus cuerdas debieron dolerle,
no hubo tipo alguno de quejas, el simple hecho de
sentirse en otra faceta del mundo del arte fue su re-
compensa. Entre caballetes, lienzos, marcos, bocetos,
120 Brenda Elizondo

pinceles, sillas y pinturas, seguía en el ambiente a me-


dia luz sobre el fino chal de su amada, luciendo una
piel humectada y portando su espiga favorita al estilo
Paul Tortelier; tan enamorado de sí mismo como todo
un Narciso.
Lo que el pintor no sabía, era que Florentino, o
Venusino, da igual para él, al mismo tiempo se sentía
como un niño al que su madre lo deja por primera vez
en el colegio, y el miedo de sentirse abandonado sólo
sabía esconderlo con vanidad.
Para cuando su amada volvió, Florentino ya estaba
incómodo. Se mostró desganado ante las caricias que
recibió mientras ella lo vestía, seguramente le hubiera
encantado ver la cara de Catalina cuando Augusto lo
adoraba, bien sabe que los celos la matan. Al darse
cuenta que ella no percibió su molestia, no tuvo más
remedio que desistir de mostrarle su atracción hacia
el retratista, quien hacía una tentadora propuesta a su
cliente: regalarle la pintura al óleo si ella aceptaba
darle clases de violoncello dos veces por semana du-
rante seis meses.
Le dijo que desde niño, este instrumento le llama-
ba la atención y al tenerlo tan cerca, logró despertar
su inspiración que desde hace meses se encontraba
poseída por la somnolencia, sintiendo la necesidad de
tocarlo. Catalina se quedó asombrada con la propues-
ta, y respondió:
Romances de una cellista 121

–Con gusto, pero, ¿en realidad estás dispuesto a


quedar atrapado para siempre al violoncello?, porque
te advierto que aunque intentes, te será imposible es-
capar. Lo tendrás en mente el resto de tus días y de
tus madrugadas, no querrás irte a la cama sin tocarlo
y si lo haces te sentirás culpable. Los deseos de tocar
suelen tomarse vacaciones cuando les da la gana, por
lo general, en el momento que más los necesitas. Fi-
nalmente, vuelven con su habitual descaro desafiando
a tu miserable condición y a tu técnica. Harán que te
enfrentes al rechazo de tu violoncello sin que te sea
sencillo recuperar su confianza. Por tu abandono, te
querrá hacer creer que estaba aprendiendo a vivir sin
sonar, se burlará de ti con desafinaciones y continua-
rá la penitencia en las yemas de tus dedos; quedarán
marcadas por sus latigazos como la espalda de Jesu-
cristo. Al recargarse en tu pecho sentirás un primer
clavo, ese que nunca se decide a asesinar llegando de
una vez por todas al corazón. El segundo lo sufrirá tu
rodilla izquierda, las intenciones de este, serán que
nunca más puedas levantarte de esa silla que, para
el violoncello, representa la cama de dos amantes,
creando un triángulo perfecto.
–Pero tranquilo, que no hay un tercer clavo ni una
corona de espinas, él nunca se arriesgaría a que per-
dieras por completo tus fuerzas y renunciaras a seguir
demostrándole tu arrepentimiento con ese lenguaje
122 Brenda Elizondo

que sólo él comprende. En cada uno de tus intentos


te irá reconociendo y corresponderá a tu abrazo, se
acomodará en ti tan indefenso como un inocente, eso
significará que has obtenido su perdón, y en ese mo-
mento sentirás que no hay hombre más feliz en todo
el planeta.
Mientras Catalina hablaba, Augusto obtenía las
respuestas a sus interrogantes, aquellas que no lo de-
jaron escuchar más que el preludio de la Suite uno
de Bach, tampoco empezar el retrato. Sin decir una
sola palabra, le regresó el anticipo a Catalina, y ella
–sonriendo– mencionó: el martes a las seis de la tarde.
¡Bienvenido al placer pagano! Se colgó en el hombro
izquierdo a Florentino, y salió del estudio sintiéndose
culpable por haber juzgado de soberbio al pintor.
Entretanto, él la observaba alejarse tras su venta-
na, preocupado por la renta del mes y sustituyendo el
atuendo oscuro de la cellista, por un vestido de noche
color rojo.
Placer pagano
Romances de una cellista _ Catalina y Florentino

q. =60 larghetto Brenda Elizondo


espressivo

Violoncello
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tranquillo

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17

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21 con dolore
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27
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33
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   

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124 Brenda Elizondo


39 nat. s.p. nat. con brío
 


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       
  

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45
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51 con passione
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  

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57
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   

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60
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vigore
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q. =75 adagietto
   
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64
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68
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73

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dim.
Romances de una cellista 125

q. =60 a tempo
tranquillo

    
79 
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 

    
   mf
p
con passione
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85
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 

  

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90 
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97

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102 


   
  
   
 

108

 
 
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f

113

 
   
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 
    
 


mp
Tejidos de invierno

T ERMINARON las presentaciones de otoño en la or-


questa. Mijaela decidió descansar fuera de la ciu-
dad, y Franco también se encontraba lejos visitando a
sus padres.
Las fiestas decembrinas se acercaban, Catalina se
sentía sola, la música no le causaba el efecto de antes
y para la lectura no tenía concentración, así es que sa-
lió de casa a recorrer sin rumbo ni premura las calles
del centro; observó a la gente feliz, apurada por entrar
en los centros comerciales, desesperada por alcanzar
un lugar en sus grandes estacionamientos, probable-
mente, para comprar con anticipación los regalos de
Navidad, y con estos compensar ausencias. Aquella
sospecha terminó por entristecerla.
Catalina, detesta esas fechas. Para ella, sería per-
fecto dormir el día último de noviembre y despertar
alguno de febrero, con esto se evitaría la pena de ver
cómo la gente inicia el año con declive económico.
128 Brenda Elizondo

Pero eso jamás podrá ser, en su vida, el insomnio tra-


baja al ritmo de la muerte; nunca se toma vacaciones.
Siguió caminando y se detuvo justo ante una mer-
cería, recordó cómo su madre con paciencia le ense-
ñaba a tejer y le decía que toda mujer debía aprender
a hacerlo, pues además de ser una actividad relajante,
sus hijos nunca morirían de frío. Sonriendo, entró en
el negocio y en una canasta metió agujas y estambres
de cuanto color le gustó. Pensó que tejiendo disfru-
taría el invierno, y así lo hizo. Comenzó con bufan-
das, luego durante la marcha recordó el tejido medio
punto, el punto inglés, el de arroz, entre otros y los
puso en práctica con gorros. Cada prenda ya tenía
destinatario desde que la empezaba; de acuerdo con
la personalidad de cada uno, utilizó los colores de las
madejas.
Les tejió a todas las personas que quiere, menos a
Florentino. A él lo abandonó sin darse cuenta; las cin-
co horas que solía consagrarle a diario, se las dedicó
a las agujas y al estambre. Hubo días en los que no se
levantó de la cama si no era para comer o encender y
apagar la calefacción.
Encontró la manera idónea para dejar de pensar en
Vladimir y dejar de extrañar a Franco; tenía que estar
viva en la contabilidad de los puntos, de no ser así,
arrojaría por la borda todo su esfuerzo. Este fue el
beneficio que le produjo no ser experta, de lo contra-
Romances de una cellista 129

rio, hasta la televisión podría haber visto al mismo


tiempo, al igual que su madre.
Para antes de Navidad, ya tenía ocho juegos de bufan-
das y gorros envueltos para enviarlos a su familia. Para
Franco, seleccionó un gris oscuro, y a Mijaela quiso tejer-
le en color naranja. La primera en regresar a la ciudad fue
su amiga, quien quedó encantada con el presente.
Franco tenía pensado pasar las fiestas navideñas
con sus padres; sin embargo, prefirió volver antes de
lo planeado para estar con Catalina. Llegó diciéndole
que en su casa comían ansias por conocerla. Que en
la próxima visita la llevaría, si estaba de acuerdo. Ella
no dijo sí, tampoco no. Lo abrazó y le pidió que ce-
rrara los ojos para entregarle la sorpresa. Él los cerró
y Catalina enredó en su cuello la bufanda. Al abrirlos,
la vio y la tocó diciendo:
–¿Tú la hiciste?
–Para ti –respondió ella con tímida sonrisa.
En ese momento, las dudas que tenía Franco res-
pecto a si valdría la pena no pasar la Navidad con sus
padres por estar con Catalina, desaparecieron. A él,
no le importaba ser «el clavo que saca a otro… o lo
remacha». Después de tanto viajar y conocer mujeres,
se encontró con una que cada día lo sorprende con
algo nuevo, que le ofrece detalles e imborrables mo-
mentos que él recibe por primera vez, y el hecho de
que quizás aún estuviera enamorada de otro, no lo des-
130 Brenda Elizondo

alentaba, al contrario, más lo plantaba ahí, porque estaba


seguro que Catalina no amaba tanto a Vladimir porque
él fuera especial, sino por la intensidad con la que ella
sabe amar. Franco no esperaba que olvidara a Vladimir,
él aguardaba que lo amara a él. Y con el detalle de la
bufanda, confirmó que iba todo por buen camino.
Regresó Franco, y a ella le renacieron los deseos
de tocar. Catalina le propuso organizar un concierto
navideño en la plaza principal de la ciudad, pensando
que la gente necesitaba recibir música, que eso valía y
significaba más que un regalo costoso con envolturas
de reconocidas firmas. El amor le estaba llamando de
nuevo a la puerta y eso le provocaba una fuerte nece-
sidad de compartir, y su manera era tocando; con ello
regalaría emociones; haría que personas de su comu-
nidad sonrieran, lloraran, recordaran lugares, medita-
ran, bailaran y demás. Franco, con sus amistades en el
ámbito cultural consiguió el lugar para llevar a cabo
el concierto; convocó a músicos de diferentes orques-
tas y cuartetos. Y él desde el piano, dirigió.
Aquella Navidad fue espectacular, concurrió a la
plaza todo tipo de público, así como familias comple-
tas, al final del programa con sus aplausos y sonoras
exclamaciones: ¡Bravo! ¡Bravo!, no los dejaban par-
tir –ni siquiera después del encore.
Ese invierno, Catalina lo evoca con felicidad. Sin
embargo, tampoco ignora, que durante los ensayos
Romances de una cellista 131

para el concierto, Florentino estaba molesto porque lo


relegó durante semanas por los tejidos. A ella le costó
caro su distanciamiento, pero una vez que logró con-
tentarlo quedó convencida que con tan sólo Florenti-
no, un arco y una silla se siente plena, con él, toca lo que
quiere y como quiere; puede jugar con el tiempo y con
ella misma, logra cambiar su estado de ánimo con una
facilidad que nunca imaginó tener; puede ser la más
dulce de las personas, y en un segundo convertirse en
la más agresiva y dominante. Sabe que su amado ce-
llo, nunca la dejará caer, que es el único que se queda-
rá con ella hasta su final y que jamás la decepcionará,
aun cuando sea ella quien lo relegue esporádicamente
por otras inquietudes, Florentino intuye que retornará
a él, y ella reconoce que tendrá que enfrentarse a su
rechazo.
No es tan sencillo poder recuperar su confianza;
ese diciembre, le hizo creer que estaba aprendiendo
a vivir sin sonar; se fue, sus cuerdas se soltaron, su
puente se dobló, hasta la espiga se negaba a salir. Pero
con todo el amor que Catalina le prodiga y con el len-
guaje que sólo él comprende, le pidió perdón por ha-
berlo abandonado.
Él correspondió al abrazo de su amada, se acomo-
dó en ella, y después de lo que consideró insolente
abandono, quedaron más unidos que una aguja y un
estambre en invierno.
Tejidos de invierno
Romances de una cellista _ Catalina y Florentino

q=andante Brenda Elizondo


marziale

Violoncello
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          
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4

 
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8
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12

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17
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 
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20
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23
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 


26
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Romances de una cellista 133


29
        
       


32 marziale


            
mf f

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36

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  

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40
  
           


44
      
       
cresc. ff


legato
48
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 
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51
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54
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    
 


57
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  


60
        
       
Luna agonizante

C ENICEROS repletos de colillas, botellas de vino


vacías, platones con residuos de queso y frutillas
deshidratadas, es lo que quedó después de la reunión
con algunos compañeros de la orquesta. El director se-
ría el último en partir; sin embargo, Catalina le pidió
por primera vez que se quedara. Conversaron acerca
de sus libertades y esperanzas como pareja, Franco no
pudo callar más sus intenciones de planear un futuro
juntos y esa noche le habló de matrimonio. El inevi-
table miedo que sintió Catalina, hizo que le sugiriera
hablar del tema en otra ocasión, sin alcohol en la san-
gre. Le dio un beso en la frente y le dijo que durmiera
tranquilo, mientras ella se levantaba de la cama.
–¿Qué haces? –le preguntó Franco.
–Vuelvo a la sala, quiero fumar y tocar un poco
–contestó Catalina.
–¿A esta hora? Creí que dormiríamos –expresó
Franco.
136 Brenda Elizondo

–No tardo, deberías pensar bien eso de casarte


conmigo, padezco de insomnio y suelo tocar por las
madrugadas. ¿Aún quieres? –preguntó Catalina son-
riendo y con tono de advertencia.
Franco, entre dormido y despierto respondió:
–Sí, aún quiero.
Catalina no salió a la sala como planeaba, prefirió
dejar allí a Florentino porque sabía que estaría celoso
del pianista y no tenía ánimos para contentarlo. Así es
que apagó la luz, abrió la ventana, y sentada en el sofá
mirando hacia el oriente, encendió el último cigarrillo
de la noche mientras se preguntaba dónde había que-
dado todo lo que merecía por ser tan buena con el im-
borrable Vladimir. Durante años fue su motivo para
depilarse las piernas, comprarse lencería, pintarse las
uñas, arreglarse el cabello y tanto más, a pesar de que
desnuda y sin maquillaje se sentía aceptada como por
ningún otro. Cuando ella era cobarde, él con su va-
lentía la hacía ver las cosas sin peligro, si sus zapatos
comenzaban a flotar, él con su dureza los regresaba a
su sitio y los fijaba con pegamento, incluso más del
necesario. Cada vez que se perdían en la oscuridad,
Catalina hacía que las sombras parecieran luces, su
ceguera ahuyentaba el miedo de creer. No temía que
las ilusiones se convirtieran en desengaños, bastaba
con dirigirse al reloj y regresar sus manecillas para
que todo comenzara de nuevo; hasta que un día, estas
Romances de una cellista 137

llegaron a su adolescencia y se rebelaron, no quisie-


ron retroceder.
Prometió que él sería la historia de su vida, juró
amarlo como una niña y cumplió su promesa, pero él
con su partida se llevó sus risas, su voz, su alma y su
inocencia. Cuando él lloraba, Catalina le secaba las
lágrimas con sus labios, por eso aún conserva el sabor
del Vladimir sensible; ese que sacrificaba su libertad
por corresponderle y nunca la hirió intencionalmente.
El que le cocinaba y además le daba a probar la co-
mida en la boca, el que ya no quería andar sin ella y
presumía por doquier los talentos de su niña, como la
llamaba. Catalina se volvió a enamorar tras su venta-
na. La noche, el canto del viento y de los grillos, eran
Vladimir. Reconoció sus caricias. Olió sus olores y
miró sus miradas. La composición que se hizo del pla-
cer y de la culpabilidad fue como la que escucha en
su consciencia aquel que se retira de un vicio y tiene
una recaída. El cielo tapizado de lentejuelas plateadas
le había regresado al amor de su vida; no obstante, la
luna estaba allí para recordarle su realidad.
Catalina piensa que a pesar de que siempre estuvo
atenta a sus necesidades, él pudo borrarla de su mente
tal como un editor elimina sin piedad un párrafo con
redundancias. De tanto morderse las uñas planeando
cómo complacerlo, sus dientes quedaron desgasta-
dos al igual que sus idealizaciones. Cuando Vladimir
138 Brenda Elizondo

pedía marrón, ella le daba azul con amarillo y rojo,


azul con naranja, amarillo con violeta, rojo con negro,
verde con rojo, entre otras combinaciones y contras-
tes. Lo único que consiguió fue hacerse una experta
en mezclas; sin embargo, nunca logró igualar el tono
marrón que Vladimir pedía, el que sí pudo darle esa
que lee revistas de moda mientras le hacen manicure,
la que luce dientes perfectos y siempre tuvo el honor
de que su nombre fuera mencionado cada treinta se-
gundos por él, la que tanto maldijo Catalina, sin pen-
sar que la otra no tenía la culpa de ser tan irresistible,
tampoco de ser la mejor.
Él jamás supo lo inmenso que era el amor que ella
le ofrecía, y si alguna vez lo percibió, se hizo el tonto,
porque al dejarla, le dijo lo peor que se le puede decir
a una persona que se ama: quedemos como amigos…
sabiendo bien que ella continuaba atada a la vida que
él decidió dejar atrás, y que aunque Vladimir no cre-
yera en Dios, seguiría rezando por él.
Estaba segura que moriría y que los mares se que-
darían secos si él no regresaba; no obstante, ella sigue
viva para presenciarlos llenos, y fuerte para recibir
la sentencia inexorable del tiempo: lo de Catalina y
Vladimir pertenece al pasado.
Franco ha mandado a dormir su tristeza, la ma-
yor parte del tiempo puede sentirse liberada de aquel
tango bailado por tres, en el que terminó mareada y
Romances de una cellista 139

abandonada. Llegó el príncipe que mantuvo su en-


canto después de la medianoche y desapareció las
tormentas alejando las nubes con su sonrisa de sol,
dispuesto a secar la lluvia, tal como Catalina secaba
las lágrimas de Vladimir. Franco no le pide marrón,
él le ofrece los tonos del arco iris y confía en que sus
mezclas serán lo mejor para los dos.
Aunque le duela aceptarlo, el tiempo está logran-
do que su amor por Vladimir se desvanezca como las
cenizas de un muerto en el aire. Aceptó que la otra es
mejor que ella para él, pero también piensa que cual-
quier mujer es más de lo que él merece. Cree que fue
un cobarde ya que el orgullo no le permitió seguir de
su mano cuando ella era valiente y defendía la rela-
ción como una loba.
Sin embargo, de pronto una brisa de paz la inva-
dió y supo que esa era la última vez que sufría por
Vladimir. Finalmente piensa que quien mintió no
fue él, sino ella a sí misma; esa noche llegó a la con-
clusión de que ese hombre era ficticio; ella lo había
inventado de acuerdo con sus necesidades. Luego
de tantos reproches, tristemente reconoció que sus
ganas de amar la obligaron a ponerle cuanto adorno
fue necesario hasta verlo perfecto, y así, su mente lo
hizo tan grande y fuerte como un elefante cuando
quizá siempre fue débil y pequeño.
140 Brenda Elizondo

Decidida a desprenderse para siempre, le pidió a


la luna en agonía que en esa su última fase, se llevara
todo el dolor restante para que no existiera sombra
alguna entre ella y Franco. Recordó las palabras de
Mijaela en la reunión con los de la orquesta; le dijo
que estaba feliz por ella, que su semblante era otro y
que le auguraba mucha dicha y estabilidad al lado del
pianista.
Y aunque seguía irritada por el rechazo de Vladi-
mir, admitió que su felicidad estaba al lado del hom-
bre que dormía profundo a unos cuantos metros de
ella. En ese momento cerró la ventana y regresó a la
cama buscando besos y caricias bajo sus sábanas, se-
gura de que vendrían acompañados de una luna nue-
va. Y a su Florentino, planeaba regalarle el amanecer.
Luna agonizante
Romances de una cellista _ Catalina y Florentino

q=70 adagietto Brenda Elizondo

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triste
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dolce


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appassionato e doloroso
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142 Brenda Elizondo

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   


El funámbulo

C IENTOS de flores marchitas en cajas de madera y


recipientes de vidrio, adornaban y aromatizaban
cada rincón del cuarto de baño que se percibía lleno
de vida. Al pie del inodoro se encontraba un atractivo
cesto de membrillo con una tela en color castaño casi
oculta por rollos de papel. En el anaquel había toa-
llas plegadas una encima de otra, velas empotradas
en botellas antiguas de tonos verdes y caracolas de
mar abarrotando vasos old fashion. Sobre un tapete
una pila de libros llegaba a la altura del lavabo, en el
que Damián se enjuagó manos y cara, luego hizo lo que
cualquier persona curiosa haría en un baño ajeno: co-
rrer la cortina de la regadera para fisgonear. El visitante
en casa de Catalina había notado la ausencia de ab-
sorbentes de flujo menstrual en el estante, es por eso
que no se extrañó que de las llaves mezcladoras no
colgaran pantaletas puestas a secar; cosa que para él
es la imagen típica que confirma pereza en una mu-
jer. Agradeció al cielo que su amiga de infancia no se
144 Brenda Elizondo

hubiera convertido en una de esas que exhibe su ropa


interior en la regadera; haciendo de esta, un patio de
vecindad. Sin saber que Catalina, minutos antes de su
llegada, había inspeccionado cada rincón de su de-
partamento para evitar que Damián se encontrara con
este tipo de detalles, pues bien sabe que los detesta.
–Tendrás que disculparme, mademoiselle, si no me
lavo las manos, no me hubiera enterado de la hora;
tengo un compromiso, así es que otro día vendré a
tomarme ese té de durazno que huele delicioso. Por
cierto, Cristian te envió un saludo –comentó Damián
mientras caminaba contoneándose hacia el perchero
de la sala para tomar abrigo y paraguas.
Qué malo eres Damián, pero te perdono porque
tienes un talento envidiable: siempre rechazas con
delicadeza. Ah, y dile a tu Cristian-compromiso, que
a pesar de que me abandonas por su culpa, le mando
un millón de abrazos –respondió Catalina sonriendo,
mientras lo acompañaba a la salida.
–No vayan a faltar a la función, tampoco lleguen
tarde, te lo digo porque las manecillas de tu reloj es-
tán inmovilizadas, pareciera que no tienes conflicto
con el tiempo –mencionó el trapecista, despidiéndose
con un beso en cada mejilla.
–¡Otra vez, no puede ser!; si no es el péndulo son
las manecillas, si no son las manecillas, es cosa de las
baterías, si no es por las baterías, sabrá Dios por qué.
Romances de una cellista 145

Mi viejo reloj cada vez acorta más sus jornadas labo-


rales, parece ser que ya pide jubilación… Despreocú-
pate, Dami, me guiaré con el digital que tengo en la
habitación. Nos veremos más tarde. ¡Suerte! –contestó
Catalina.
Con la llovizna resbalando sobre su paraguas,
Damián se interrogaba por qué los años tenían que
ser tan crueles: si te descuidas, te hacen olvidar mo-
mentos que un día deseaste eternizar. Habían pasado
veinte años desde que conoció a su amiga. Piensa que
ella sigue siendo la misma niñita que estudiaba músi-
ca en la academia de su tío Camilo, quien lo obligaba
a tomar lecciones de violín, aunque Damián siempre
supo perfectamente bien que podría ser arquitecto,
veterinario, abogado, o dedicarse a cualquier otro ofi-
cio menos al de instrumentista. Nunca le encontró el
gusto. No obstante, a Catalina la visualizaba viajando
por todo el mundo como saxofonista. Recuerda cómo
ella sí aprovechaba su estancia en la escuela, siempre
estaba solfeando o practicando escalas. Por lo gene-
ral, cuando descansaba pasaba una tela suave con mo-
vimientos circulares por todo el cuerpo de Gisleno, su
saxofón, hasta desaparecer las más mínimas huellas
de sus dedos. Cada día mientras tocaba, modelaba
frente al atril uno de sus vestidos tejidos a mano por
su madre. Con los ojos cerrados repetía pasajes una y
otra vez, nunca se conformaba, Damián suponía que
146 Brenda Elizondo

sus padres eran quienes le habían metido en la cabeza


el lema: ¿por qué va a estar mal algo que puede estar
bien?, ¿por qué va a estar bien algo que puede estar
muy bien?, ¿por qué va a estar muy bien algo que
puede estar magnífico?
Sin embargo, con el tiempo descubrió que no
fueron ellos quienes le inculcaron ese pensamiento.
Catalina, a sus nueve años de edad ya tenía más que
marcado su perfeccionismo; un simple ejercicio lo
preparaba como si fuera a interpretar un concierto en
uno de los teatros más importantes. Su sonido libre
y apasionado hacía que las personas que caminaban
frente a su cubículo de estudio, se regresaran para ver
sobre la rendija rectangular de la puerta. Lo menos
que se esperaban era encontrarse con una pequeña
estremecida y colmada de goce persiguiendo hasta
su muerte a cada nota expulsada por su instrumen-
to; todas con carácter imponente capaz de exorcizar a
cualquier demonio. No tenía urgencia, ni mucho me-
nos representaba para ella un reto tocar piezas con
dificultades técnicas, lo que creía y sigue creyendo
desafiante, son las melodías que parecen simples o
que dan la impresión de estar jugando.
Piensa que ahí es donde se demuestra qué tan mú-
sico es un músico. Bastó con que cinco años después,
asistiera al Concierto para violoncello y orquesta
en si menor de Dvořák, para que decidiera ingresar
Romances de una cellista 147

y permanecer para toda la vida en el mundo de las


cuerdas.
Franco y Catalina llegaron puntuales. Él observaba
con millones de celos las espectaculares y riesgosas
acrobacias de Damián. No le agradó que ella nunca
le hubiera mencionado al trapecista, tampoco el entu-
siasmo con el que le habló de él esa tarde cuando lo
llamó para invitarlo a la función. Imaginó que tal vez
en el pasado Catalina y Damián tuvieron su romance.
Sólo pensar que por la tarde el artista de circo estuvo
a solas con ella, le provocó malestar en el estómago.
Qué no daría el respetable director de orquesta para
que el único testigo, Florentino, le contara lo sucedi-
do en esa cita. Muere por saber si fue una visita rápi-
da, si se quedó a charlar un poco, si tomaron café o
licor. Temía que después de la repentina aparición de
Damián, la relación entre ellos se estropeara.
No fue capaz de preguntarle a Catalina sobre el
encuentro. Para colmo, antes de entrar en el circo, su
amada le había regalado desde lejos un alborotado sa-
ludo a Cristian, cosa que terminó por desconcertarlo.
¿Quién diablos es ese otro hombre? ¿Por qué Catalina
no me presentó ante él? ¿Por qué? se cuestionó mien-
tras permanecía atento a la rutina del trapecista que
combinaba danza con destreza física entre la tierra y
el cielo a más de ocho metros de altura. Pensó que si
algo salía mal en el número de Damián, al menos cae-
148 Brenda Elizondo

ría en la malla y sin duda se recuperaría. Sin embar-


go, si las cosas entre él y su amada se derrumbaban,
sería mortal. Bajo su carpa íntima, decidió que sin red
realizaría series de volteretas dobles esperando ser
tomado por las manos de Catalina, quien estaría ba-
lanceándose boca abajo desde el trapecio de enfrente.
Franco sintió temor de que en esa pirueta ella lo deja-
ra caer: el miedo lo hizo sentirse torpe y le encontró
sentido a un aforismo que tanto repite Catalina: «el
amor agiliza a los torpes y entorpece a los ágiles».
Logró controlar sus impulsos y, en silencio, elaboró
en su mente un discurso que jamás fue utilizado.
Al terminar la función, el primero en felicitar a
Damián fue Cristian, luego Catalina; el largo y efu-
sivo abrazo de los dos, hizo que la sangre de Fran-
co borboteara al ver el cuerpo de un hombre fuerte
y musculoso unido al de la mujer que sentía de su
propiedad. Casi pierde el control de sí mismo.
Deseó, instintivamente, que las gotas de lluvia que
hacían música sobre la cúpula, hubieran desconcen-
trado al intruso que vino a sacudir la inmensa sereni-
dad que había en él antes de la media tarde, que hubiera
caído y muerto antes de que sus brazos estrecharan la
cintura de su cellista, o mejor aún, que ellos nunca se
hubieran vuelto a ver.
Damián advirtió la molestia de Franco y enseguida
se separó del abrazo, para disminuir la tensión pre-
Romances de una cellista 149

sentó a Cristian al músico. Se despidió no sin antes


halagar a su eterna saxofonista.
–¿Saxofonista? –se sobresaltó Franco.
–Sí, para mí siempre será saxofonista –respondió
el artista del trapecio, al mismo tiempo que le obse-
quiaba un beso en la frente a su amiga de antaño. Con
una palmada en la espalda, agradeció a Franco su pre-
sencia, quien avergonzado por sus celos y desconfian-
za, abrazaba con ternura a su novia mientras ella le
contaba su historia como estudiante de tal instrumen-
to de aliento. Y riendo por las reveladoras anécdotas
del tremendo Damián, observaban cómo la otra pare-
ja, intercambiando evidentes coqueteos amorosos, se
alejó lentamente del circo.
El funámbulo
Romances de una cellista Catalina y Florentino

=100 andantino Brenda Elizondo


con grazia

Violoncello

14 scherzando

20 leggiero

27

33 con grazia

40

47 scherzando
Romances de una cellista 151

53
con passione

61

69 con grazia

76

83 scherzando

89 leggiero

96

101
Baraja española

V ARIOS vasos de cerveza oscura y unos cuantos


cigarrillos fueron los únicos testigos de la con-
versación. Durante casi cuatro horas recordaron vir-
tudes y defectos de sus examores.
¿Cómo es posible que sigas pensando en aquel
canalla? ¡Pareciera que ese hombre te clavó cien al-
fileres en el corazón por medio de un muñeco vudú!
–dijo Mijaela, luego de ver que el protagonista en la
vida de Catalina seguía siendo Vladimir.
–Pues sí es así, te aseguro que fueron más de cien
–contestó en son de broma, mientras con la mano iz-
quierda solicitaba la cuenta al mesero.
Camino a su casa, llevaba el eco del chiste de Mi-
jaela y comenzó a creérselo; imaginó una foto de ella
clavada a un muñeco de trapo con alfileres de cabeza
roja. Empeñada en comprobar que por algún lugar del
mundo existía un muñeco vudú hecho en su nombre
para que amara toda la vida a Vladimir, seis días des-
154 Brenda Elizondo

pués, una de esas noches en que las cartas no mien-


ten, Catalina decidió desempolvar la herencia de la
abuela paterna y fue en busca de la baraja española,
que se encontraba envuelta en un trozo de tela color
rojo dentro de una caja de madera que llevaba años
sin ver luz. La barajó, con su mano izquierda hizo un
corte, luego colocó los dos bloques en forma de cruz,
diciendo: «Por mí, por mi futuro y por lo que deseo
saber y espero». La abuela le había indicado que era
imprescindible e importante acomodar los naipes de
izquierda a derecha, formando cuatro líneas de diez
cada una. Una vez extendidas, localizó a la figura que
representa a mujeres de tez blanca y cabello oscuro,
como ella: la sota de espadas. A partir de ahí, se fue
carta por carta hacia su lado izquierdo para interpretar
la séptima, que en este caso era el caballo de copas; es
decir, un hombre joven, moreno claro. Al vincularla
con las claves de las tres cartas que la antecedían, los
latidos del corazón de tan violentos le sacudieron el
cuerpo. Después de ver el cinco junto al cuatro y el as
de espadas, el temor, le impidió seguir con la lectura.
¡No puede ser!, muerte por accidente, repetía una y
otra vez. Ese hombre, ¡lo matamos, Florentino, lo mata-
mos!, ¿pero cómo es posible que haya muerto?, sólo fue
un aventón, ¡debo tranquilizarme! –se dijo a sí misma
encendiendo un cigarrillo antes de llamarle a Mijaela y
contarle lo del sábado, cuando se vieron en el bar.
Romances de una cellista 155

De regreso a casa en su coche, le había dado un


empujón a un hombre en la avenida Trece; circulaba
a treinta kilómetros por hora aproximadamente, esto
haría tiempo para que el semáforo cambiara a luz ver-
de y no tuviera que detenerse por completo a esas ho-
ras de la madrugada. De pronto, un hombre cruzó la
calle corriendo, y ella no alcanzó a frenar, pero él se
levantó de inmediato y continuó la carrera, al parecer
lo estaban siguiendo.
Mijaela le pidió que se calmara y le propuso di-
vidirse la tarea de revisar los diarios de los seis días
anteriores para ver si encontraban algo al respecto.
A quien le tocó leer el encabezado de la nota fue
a Catalina, la relacionó de inmediato, pues decía:
«La madrugada del domingo encontraron a un jo-
ven muerto en la calle Diez». Eso significaba que lo
hallaron a tres cuadras de la avenida Trece, minutos
después timbró el teléfono, era Mijaela para decirle
que nada había encontrado. Catalina le respondió lo
mismo, le agradeció y le pidió que no se preocupa-
ra, que pensándolo bien, era una tontería creer que
un empujón tan leve provocara resultados tan graves,
que lo mejor sería olvidar el asunto.
Al colgar, fue con Florentino, necesitaba hacer
algo pronto. El primer pensamiento después de en-
terarse que ese joven murió, fue huir, por eso no le
contó sobre la nota a su amiga. Después pensó que
156 Brenda Elizondo

nadie la había visto, de lo contrario ya la hubieran


localizado, entonces consideró la opción de quedarse
en la ciudad. No cesó de beber café, de fumar ni de
pensar. Decidió buscar a la familia de ese hombre y
confesarlo todo. Fue a la pantalla de nuevo, para ver
si proporcionaban algún dato de ellos en la nota, y al
leerla de principio a fin se dio cuenta de que a ese jo-
ven, la muerte se la había provocado otra persona que
no huyó y que declaró que el muchacho se le había
atravesado y no alcanzó a detenerse.
Liberada de toda culpa y sintiéndose una tonta, se
alejó de la computadora y regresó a las cartas exten-
didas con el motivo principal, el de comprobar que
su amor por Vladimir no era más que el efecto de un
hechizo. Se concentró en eso y no encontró señal al-
guna de brujería en la lectura. Lo que sí encontró, fue
su regreso. Específicamente, las cartas le decían que
Vladimir volvería a su lado y con propuesta de ma-
trimonio.
Catalina se puso histérica, les gritó mentirosas,
se sintió una ingenua y una imbécil, les dijo que ya
era suficiente, que la estaban volviendo loca con una
muerte en su consciencia y ahora esto. Les aclaró ha-
ber acudido a ellas, buscando una solución para arran-
car a Vladimir de su ser, que sólo quería comprobar
la existencia del muñeco vudú y contrarrestar el he-
chizo. Pero sintió que se burlaron de ella, después
Romances de una cellista 157

de todo, sigue creyendo que existe algo sobrenatural


que la ata a Vladimir; sin embargo, comprendió bien
el mensaje y está de acuerdo con lo que le revelan.
Definitivamente, es preferible vivir con más de cien
alfileres clavados en el corazón, que con una muerte
en la consciencia. Se despidió de su baraja española,
volvió a cubrirla con el lienzo rojo y la llevó a su sitio.
Al día siguiente recibió una llamada por celular
de uno de sus colegas que le hablaba desde el hos-
pital, para informarle la suspensión del ensayo en la
orquesta, debido al accidente sufrido por el director
al resbalar de las escaleras de su casa y fracturarse
la cabeza. El accidente lo había dejado en estado de
coma y todos los de la orquesta iban para allá. Cata-
lina, llegó de inmediato al hospital. Los compañeros
la dejaron pasar a verlo a solas, no podía creer lo que
estaba sucediendo, sus lágrimas no paraban. Pensó
que Mijaela tenía razón; Franco era el hombre per-
fecto para ella, llegó en el momento exacto, la acepta
tal como es, la admira, la desea, la trata con cariño
y nunca la lastimaría como Vladimir, quien cada día
encontraba una nueva forma de herirla.
Al verlo en cama, inconsciente, casi perdido, deci-
dió esperar allí hasta que despertara para decirle que
ya no tenía nada más que pensar, que quería amarlo
para siempre. Y en ese momento, las Catalinas que
habitan dentro de ella: la loca y la sensata, se propu-
158 Brenda Elizondo

sieron infinidad de planes. Quisieron ser las únicas


que lo hicieran llorar y que lo hicieran reír, cocinar
para él, y con sus besos no dejarlo comer; velar sus
sueños, y no dejarlo dormir; ser sus esclavas, pero
también darle órdenes. Esta vez, no tuvieron que pla-
near ser las ladronas de su apellido, porque a él, nun-
ca le faltó valor para ofrecérselos.
Mientras tanto, Florentino –quien fue el único en
presenciar a su adorada interpretando con excesiva
fijación el pasado, cuando en realidad las cartas no
le anunciaban más que su presente– la aguardaba en
casa, como siempre, amoroso.
Baraja española
Romances de una cellista Catalina y Florentino

= 70 adagietto Brenda Elizondo


misterioso

Violoncello

12

16 molto espressivo

21

25

28 piacévole
160 Brenda Elizondo

2
32

36

rit.
40
Edi
ci
ón,di
señoycuidado:
Arge
nti
naArgel
iaSantaAna

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