No he vivido tanto para decirlo, pero todos hemos tenido días
grises en la vida, entenderlo no es un problema para mí. Soy un paraguas. Los días grises para nosotros están a la vuelta de la esquina. “Uyyy, va a llover, qué desgracia, ahora a cargar paraguas, qué jartera”. Inmediatamente después, como una manada de caballos salvajes rampantes, mi corazón late de alegría. ¡Vamos a la calle! ¡Yupiiiii! Lo siento querido amigo. ¡Schadenfreude! Palabra alemana para decir, una desgracia para ti es una alegría para mí. Un momento, lo sé, lo sé, lo sé. Cómo un insignificante accesorio para algunos de repente habla, y le late “el corazón”. Pues sí. No es mi culpa, unos nacen con corazón y lo dejan secar por falta de uso. Otros como yo, gracias a un sentimiento puro y con ayuda del cielo de repente tenemos algo parecido a lo que pudiéramos considerar un corazón. Denme un minuto de su preciosísimo tiempo moderno para contarles la interesante historia. Un puro sentimiento del señor J, como he decidido llamarlo, me ha traído a este mundo. Ah bueno, sí el señor J. Según entiendo cada persona tiene un nombre, yo he decidido llamarle el señor J; más que por la inicial de su nombre, el cual prefiero mantener en secreto por su privacidad, es por la forma de su cuerpo alargado que se funde y termina en un par de zapatos puntiagudos de arlequín. También parece a uno de nosotros cuando lleva sus grandes sombreros. Una pareja perfecta. Un paraguas parlante y un ashombrillado. De aquí el señor J. Nuestra historia comienza una tarde lluviosa en el centro de la ciudad, el escenario perfecto par el nacimiento de un paraguas debo decir. De regreso a casa, el señor J ve acercar a una sombra indistinta que de repente se transforma en un hombre de mediana estatura, de apariencia nada elegante. Con un par de extraños movimientos amenazantes nos impide el paso hacia cualquier dirección. Estamos acorralados. Una corriente de sudor, un paraguas recién nacido y un corazón en su mano en una única escena. Estamos en grave peligro de ser asaltados. Unos segundos se transforman en una eternidad. De súbito, en un movimiento casi de esgrimista, me encuentro frente al malacaroso, su cara frente a mi cabeza en un fuerte choque. Ahora, un metro de mi cuerpo y otro del brazo flacucho del señor J nos separan del malandrín para emprender la huida. Es increíble cómo el culillo convierte a un tembloroso cobarde pierniseco en un firme maratonista olímpico. En una abrir y cerrar de ojos una estación de bus nos abriga. En el siguiente, un bus rojo nos da la bienvenida con su olor a humanidad. Estamos a salvo. Con su respiración jadeante, entre sudor y lluvia, y en un trancón de sentimientos, el señor J me toma en sus manos, me eleva hacia el cielo en señal de agradecimiento, me besa en la frente y juntos oramos algo como: “Madre lluvia, que estás en los cielos…” Desde aquel instante soy consciente de todo a mi alrededor. Aún las cosas que ocurren debajo de un paraguas y no debería presenciar a mi corta edad. Podrán imaginarse algo sobre la personalidad de un paraguas. Sin duda, socialmente muy activos, sin llegar a ser extrovertidos, diríamos parcos, algo tímidos; pero eso sí, muy curiosos y debo admitirlo, sobreprotectores. Adoramos los buenos lugares como teatros, salas de conciertos, restaurantes, cafés, jardines o parques públicos. Lugares para compartir un buen espectáculo, una buena conversación, una buena compañía en una tarde lluviosa para seguro terminar al frente del palacio de alguna bella damisela después de una arrulladora caminata bajo las estrellas alcahuetas. Somos excepcionales como cualquiera de Ustedes. Con toda una historia desde Persia y Egipto, hace más de 3000 años. Mis ancestros ya dotaban de distinción y elegancia a sus portadoras, principalmente mujeres de alta alcurnia, amantes de esa blancura nívea de sus rostros cercana a la pureza angelical. Es una tristeza que ellos estuvieran hechos de pieles y huesos animales. Lo siento, me convertí en animalista después de ver una corrida de toros en la Santa María. Bastante tiempo trascurrió para incluirnos en los guardarropas masculinos. No lo van a creer, fue gracias al mártir de los paraguas, un irreverente inglés que tras soportar todas las humillaciones juntas durante décadas logró vencer a los cocheros de Londres, quienes vieron ante sus ojos transformar la ciudad de los coches en la ciudad de los paraguas. ¡Ave Hanway! ¡Ave los paraguas para todos! Por supuesto, también están los famosos. Los hay quienes aparecen en revistas de alta costura, también en la pintura como la hermosa modelo de Monet en mujer con sobrilla, o el excéntrico personaje de la fiesta de Hegel de Magritte. Ahora díganme de aquellos que compartieron la pantalla grande con super estrellas. Singing in the rain, mi favorita. Blade Runner, un poco futuristas estas para mi gusto, la colección del también famoso pingüino en Batman Returns; sin olvidar el paraguas volador de Mary Poppins y hasta la desvergonzada sombrilla transparente de Lost In Translation. ¡Uyuyuy, estas nuevas generaciones lo muestran todo sin dárseles nada! ¡Sin embargo, no son más que quimeras! Niños bonitos cuya buena vida no les permite conocer el valor de la vida común y corriente, la del sacrificio desinteresado por los otros. Proteger cuando se necesita. Es cierto, la vida tiene sus bemoles y no todo puede ser color de rosa, recuerden el título del cuento y mi historia del comienzo. Gracias a este encuentro desafortunado llevo una rasgadura de por vida en mi cabeza. Agreguen a la lista las partidas de varillas en ocasiones irreparables, el óxido para los más viejos y el daño en los automáticos para los jóvenes están a la orden del día. Qué hablar de los dolorosos abandonos en taxis, salas de onces o cafeterías, casas ajenas; siempre presa del despiste, el desagradecimiento y el afán de la vida humana. ¡Claro, eso son rosas! He escuchado historias tan terribles como la de un pariente con vértigo que terminó en un tejado desnudo haciendo las veces de antena o pararrayos, no lo sé. ¿Pueden creerlo? Completamente desnudo en las puras varillitas temblando en lo alto de una casa. Con eso y todo, nada se compara a esta desgracia. Como si no bastara ahora esta mala fortuna. Por causas aún desconocidas, de un día a otro, todos tenemos prohibido dejar nuestras casas. Cualquier tipo de reunión quedó vedada. No somos los mismos desde entonces. Mis días de gloria quedaron atrás. Los verdaderos días grises para los paraguas del mundo habían llegado. Un oscuro y seco lugar en algún lado de la casa nos estaba esperando. Llevamos tantos días dentro de casa que perdí la cuenta. Es tan difícil entender cómo de buenas a primeras estamos en medio de cuatro paredes sin poder entender el por qué. Sin oportunidad de experimentar un buen chaparrón bogotano, donde llueven hasta maridos como he escuchado decir. Sin el mínimo chance de mojar nuestras cabezas, de lidiar con las salpicaduras de fieros vehículos, de enfrentar perros rabiosos y hasta malhechores. Ninguna posibilidad de ser los héroes del día. Cumplir la misión que el cielo te encomendó, proteger a los humanos. Cada vez, con más frecuencia, las pesadillas horripilantes inundan mis días. He soñado a todos los nuestros en museos del futuro. Exhibidos en una polvorienta habitación llena de polillas acechándonos. Esta leyenda yace bajo nuestros pies: Paraguas: Insulsos objetos utilizados por antiguas civilizaciones. Obsoletos después de la abolición de todas las actividades al aire libre, y más tarde con la desaparición del agua lluvia por el extremo cambio climático. Los días pasaron de grises a negros. Tengo el sentimiento que no soy el único. El señor J sufre este encierro aún peor. Se nota a primera vista. Todos sus trajes elegantes, sombreros, gafas de sol, zapatos coloridos, encerrados en un ropero lleno de humedad enfermiza que promete devorar hasta los muy buenos recuerdos. Las ojeras de mapache, las pijamas descoloridas, las pantuflas rucias pasaron a remplazar sus otras pieles. Su rostro se ha tornado cetrino, triste, cansado. Brotan más cabellos del color de sus esperanzas. Todo como en una lenta película a blanco y negro. Para ambos, los días de la semana se confunden, simplemente han perdido su esencia. Los martes de helado de stracciatella en la 85, los viernes de espectáculos en el Colón o en el Gaitán. Los domingos de montañas y cerros. reducidos todos en una medida de tiempo, extraña, pesada, críptica.
En ocasiones viene hacia el perchero junto a la puerta, me mira con
desilusión; con un suspiro profundo se pueden escuchar las profundidades de su ser diciendo: “Si tan solo fuera un paraguas para simplemente pender de un perchero, esperar a que pase la tormenta, o ser las impávidas manecillas de un reloj quienes ignoran el impacto de cada uno de sus movimientos. Sin sentir, ni esperar nada de nadie. Aguardar en sepulcral calma”. De mi parte, me conformo con hacerme planes para mi futuro juntos en casa. Podría espantar palomas de las tejas desde la ventana, remplazar al telemando cuando este ya no funcione y apagar la tele desde la cama, o tan simple como alcanzar objetos en lugares que sólo un esbelto paraguas pudiera alcanzar. Para el final, por qué no, servir de bastón para cuando se ponga más viejo y le falten las fuerzas, unidos como de costumbre en los días gloriosos fuera de casa. Ahora entiendo, lo gris no es completamente oscuro.