“De corresponsal a Cómplice” es un libro singular. Trae una
marca nueva, una atmósfera más próxima a la poesía que al relato. Y, sin embargo, es un conjunto de diecisiete cuentos donde el autor nos refiere lo que ve (inmediatamente) sin lejanía alguna. Él siempre está presente como un corresponsal que se obliga a ser testigo personal de todo cuanto da a conocer al lector. Esta proximidad entre el suceso y el narrador es quizá la razón que ha llevado a Ybrahim Luna al título elegido: “De corresponsal a cómplice”.
Lo que da personalidad propia a este conjunto de cuentos es
el lenguaje, producto indudable de la intención de su autor. No es la fábula o el suceso anecdótico lo esencial de este libro. Prima el mundo interior, la reflexión, el modo de ver y sentir y pensar todo lo que acontece. Un universo de reflexiones, sabia manera de apreciar el mundo, de contarlo. Una compleja simbiosis de lo real (por no decir de una visión próxima a la fidelidad del hecho narrado) con esa otra realidad imaginada (por no decir onírica, soñada) propia de una visión surrealista, donde todo es posible porque todo lo que sucede dentro y en torno del humano tiene su propia manera de mirarse, de nombrarse.
“Dicen que si te cae uno de esos ángeles encima no te mata
pero te envejece sólo lo de adentro”. “Allá, incluso los sueños tienen olor”. “…se dice que en su confinamiento, en las sierras agrestes, los ancianos se ven obligados al canibalismo”. “…vacas que dejaron de dar leche para dar vinagre”. “El primer día que piso Leningrado, los estigmas desaparecieron para siempre”. “Dolor de algodones mojados”. “Tiene un gusto especial por los poetas malditos y los vehículos último modelo”. “La diversidad crea una armonía fantástica entre sus costillas y la luz amarga de los fotógrafos”.
No obstante que la citas de frases enumeradas resultarían
suficientes para apreciar el estilo literario peculiar, originalísimo de Ybrahim Luna, me resulta difícil dejar de sumar otras expresiones de “Corresponsal a cómplice” que por lo menos en algo redondeen la visión novedosa y honda con la que el autor moldea su creación. Vale decir, con la que Ybrahim Luna va dibujando el mundo, va construyendo sus ficciones: “Filudo como barracuda. Luminoso como cabeza de ángel”. “Los faros de los autos que llegaban y partían…formaban una gran serpiente de innumerables ojos dorados”. “Había más actividad en las raíces profundas que en nuestros deseos de salvación”. “Los gatos se drogan con valeriana”. “Los ángeles en el cuaderno de Violeta ya no se suicidan”. “… aquella vez en que Marcela bajó por sus arterias hasta un vaso de agua, y se quedó mirando con sus ojos zarcos un pez muerto”. “La noche siempre llega después del humo grueso de las panaderías”.
Hay en “De corresponsal a cómplice” una sólida y, por ello,
desconcertante sabiduría. Sabiduría acumulada, no cabe duda, de las múltiples experiencias del autor nacidas tanto de su propia “calle” como de sus propias lecturas, de sus propias maneras de oír y de ver cuanto ha visto y oído. La ficción que no surge de la realidad es un disparate, carece de asidero, de verdad, es decir de esa autenticidad necesaria que da valor a las palabras.
Ybrahim posee innegablemente un estilo que abre en nuestra
literatura una puerta nueva. Tal parece que construyera un caos y, sin embargo, tras la serena contemplación de sus narraciones se advierte que todo está en su lugar. Acomodado al gusto (la intención) del escritor, ajeno a estampas verbales, a decorados de postales turísticas, sentencia con dureza, no exenta de ironía, de humor (del verdadero humor-ajeno al chiste) aquello que fustiga: “Nunca quiso ser escritor porque no quiso ser estúpido”. “Sabe que el homo sapiens fue el peor error del mono”. “Un país roto, parchado, fracturado y vuelto a parchar”...llegan también las series norteamericanas…Y la muerte se hace un teatro digerible. Y todos creen ver al asesino en el chico raro de la esquina”.
Si en verdad resulta poco común (o quizá poco cuerdo)
abundar en citas, excederse en repetir lo que hallará quien lee “De corresponsal a cómplice”, me obliga a este proceder el afán (la prisa del buen asombro) de hacer ver por anticipado lo “novedoso” de un libro realmente “novedoso”, sorprendente. Nada común en un mar de producciones donde la anécdota, vale decir la fábula, se apodera del lector para concluir en el punto final. Este libro no pertenece a esa categoría. Bien puede decirse que empieza en el punto final, además de iniciarse también en los primeros renglones. En “De corresponsal a cómplice” las descripciones no estancan la fluidez de su lectura; al contrario, la aceleran, le dan más vigor. No se limitan al contorno sino van a la hondura, al más allá de la piel de lo descrito, sin faltarle por cierto ese típico gesto irónico del que Ybrahim Luna hace gala en esta obra.
En fin, qué más decir de un libro que llega alto y robusto.
Quizá confesar que en él hay notorios y notables vientos vallejianos a la par que ese candor poético hasta demás de Carlos Oquendo de Amat. Aires que ennoblecen esta obra, que realzan su brillo y que le auguran a su autor un notable lugar en la cima de nuestra literatura.
Si por excederme en citas de “De corresponsal a cómplice” en
este prólogo, alguien dijera: “Para qué ya leer el libro si ya me lo contaron”, yo lo invitaría a recorrer sus páginas arengándolo con esta expresión de Vallejo: “…Vámonos a beber lo ya bebido”, que de una u otra forma no es sino la transfiguración de aquel dicho popular “en la repetición esta el gusto”, agregando, por cierto, “cuando se trata de algo bueno” si no ya para qué.