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Transmisor

Como médula resplandeciente


no tuvo más futuro que la victoria
sobre la tarima.

Les voy a contar lo que pasó el día perdido.

Caminaba por los desiertos de la costa


entre fósiles y aves migratorias,
a pie entre islas guaneras y restos
de millones de formas,
entre pirámides de olvido y murales rojizos
erosionados por la sal caliente.

Por la noche iluminaba el desierto


buscando vida con su apéndice luminoso.

La luz de su sexo
rastreaba como navaja
cada duna de cada playa.
Pero los niños se escondían con los cangrejos
y los ancianos con las lagartijas.

Y en su pecho,
tatuado un escudo muy antiguo
de cuatro ventrículos sin aurículas,
separados por una cruz en alto relieve.

En cada casilla, señales hirvientes


asentadas al calor
que pueden no significar nada:
un ángel, una quimera, un demonio
y un puente de dos columnas
con tres estrellas y un triángulo
en el cielo.

Su escudo, presuntuoso como todos los escudos,


era la simple teoría de los ambidiestros alados.

Entonces,
repitió el pecado de los amantes
y el pecado de las fortalezas
y dejó anidar
millones de pequeños anfibios
en su bajo vientre.

Y germinó al viento todo su poder.

Esparció su fe sobre la calavera intacta


de los primeros conquistadores,
sobre sus barcos y ministros, su pólvora y su lengua,
sobre su mismo escudo que no significaba nada.

Esparció su milagro hasta secarse.

El amor líquido es tan parecido al pecado.

Sentenciado a ser polvo


pisado por miles y miles de huellas
ha sido despertado
-al fin- para ser ungido
sobre la tarima
como el último de los Virreyes,
como el padre de la segunda humanidad,
antes de ser ejecutado públicamente
en un acto de infinito amor.

Disparar ciego contra el futuro


y sin querer pegarle a tu hijo.

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