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Todo el poemario de Lorca -lo dijo él mismo- es contradictorio, paradógico, condimentado de

contrastes: La luz de la poesía es la contradicción [...] La poesía no quiere adeptos, sino amantes, por
eso pone ramas de zarzamora y erizos de vidrio para que se hieran por su amor las manos que la
buscan. Un moderno diría que es maniqueo y simplista, como si el número dos, las dos Córdobas,
fuera deleznable y no uno de los ejercios más lúcidos de dialéctica lírica:
Por las ramas del laurel
vi dos palomas oscuras,
la una era de sol
y la otra era de luna.
La una era la otra
y las dos eran ninguna.
La contradicción de los opuestos (luna y sol, gitanos y guardia civil, carne y cuchillo, noche y dia) es
una metáfora de la vida, que en Lorca exige siempre la negación de una figura simétrica, frente a la
cual el poeta no permanece neutral, sino que toma partido: él está con la luna, con los gitanos, con la
carne y, naturalmente, con la noche íntima.
La contradicción está también en la forma. Aparentemente, por ejemplo en el Romancero gitano
estamos en presencia de un poemario popular, folklórico, tradicional, donde Lorca relata sucesos
dramáticos en verso romance, sin duda el más típico de la poesía española. Pero en realidad Lorca
nos introduce en un mundo intelectualmente rebuscado, en un bosque anegado de símbolos, culto
hasta el extremo de incorporar las últimas innovaciones de la vanguardia artística europea. Lo
reconoció él mismo: El Romancero gitano no es un libro popular, aunque lo sean algunos de sus
temas. Sólo son populares algunos versos míos, pero sólo en minoría [...] la mayor parte de mi obra
no puede serlo, aunque lo parezca por su tema, porque es un arte, no diré aristocrático, pero sí
depurado, con una visión y una técnica que contradicen la simple espontaneidad de lo popular.
Coinciden, por tanto, el más elevado refinamiento estilístico con un lenguaje espontáneo y sencillo, lo
más tradicional con lo más vanguardista. Lorca desarrolló formas renovadas de transmitir
poéticamente los temas eternos del hombre y, para lograrlo, rescató las vivencias cotidianas, abrevó
en las fuentes mismas del arte popular tradicional y las envolvió en un lirismo renovado y pletórico de
sugerencias.
Aludiendo al Romancero gitano Lorca le anuncia a Melchor Fernández Almagro en una carta que está
trabajando en un romance misterioso y claro a la vez y, por eso, no es de extrañar que, en ocasiones,
sus versos rezumen magia y, en otros, transparencia a partes iguales. A veces sus versos se
manifiestan de una forma explícita y directa, como en la Oda a Walt Whitman, donde demuestra que
puede expresarse con rotundidad cuando quiere decir marica o cabrón; en otras, como en el
Romancero gitano, sus alusiones son cifradas y escondidas:
Bajo el agua
están las palabras
Esta duplicidad le permite a Lorca, por una lado, acercarse al lenguaje popular y, por el otro, imbuir
de magia y misterio a sus versos. Lo expresó en una entrevista publicada en el diario La Voz en abril
de 1936: La poesía es algo que anda por las calles. Que se mueve, que pasa a nuestro lado. Todas las
cosas tienen su misterio, y la poesía es el misterio que tienen todas la cosas.
La unión del cielo y la tierra
Lorca escribió la aportación más importante a la poesía erótica de los tiempos modernos,
recuperando una tradición lírica que parecía relegada definitivamente. Esa aportación no concierne
sólo al amor, a la parte emocional del ser humano, sino muy especialmente al sexo, al deseo, al
instinto y la carne.
Los temas amorosos han inspirado un sinfín de versos a lo largo de siglos, incluidos los Sonetos del
amor oscuro del mismo Lorca, que tienen un carácter bien distinto de otros, por ejemplo los del
Romancero, donde la tensión lasciva es tan intensa que asistimos a un intento de violación, un
incesto, un adulterio y a las fantasías libidinosas de una monja. Recordemos la persecución que,
voluptuoso, el viento-hombrón inicia contra la gitana Preciosa: está furioso, se levanta, muerde y
quiere hurgar bajo su falda.
En el Romancero un tesoro de escenas lascivas nos excita con todos los sabores de una noche íntima,
furiosa y desatada. No trata ahí del amor oscuro sino más bien del sexo prohibido. Más que las
emociones, en la obra del granadino lo que está presente, como en ningún otro, es la lujuria.
Tratándose de Lorca no resulta ocioso exponer que esa exaltación libidinosa es una exaltación de la
vida misma, contrapuesta con su par dialéctico, la muerte, también extensamente representada en el
Romancero. Más bien, es importante insistir en ello y en que aludimos, con la vida, a la
heterosexualidad: Para tener un hijo ha sido necesario que se junte el cielo con la tierra, dice Yerma.
La vida siempre vence a la muerte, pero sólo puede brotar del encuentro de los dos sexos opuestos.
La pasión lúbrica está en romances explícitos, como el sensacional de La casada infiel:
Aquella noche corrí
el mejor de los caminos,
montado en potra de nácar
sin bridas y sin estribos.
Ahí resumió Lorca, desembozadamente, buena parte de las claves lujuriosas de todo el poemario, no
sólo por el directísimo corrí que alude tanto a la carrera como a la eyaculación, sino a la no menos
explícita escena de la montura, tan repetida en el vate andaluz, verdadero obseso de los jinetes y las
carreras a caballo, animal que simboliza la masculinidad y cuyas carreras sin bridas y sin estribos no
son más que corridas desaforadas. Lo mismo cabe decir de otras de sus evocaciones, como las
corrientes de los rios, o también los ríos puestos en pie y las llanuras empinadas.
Otros dos objetos, los peces y los muslos, aparecen reiterados muchas veces en el Romancero,
aunque la explicación más evidente de su combinación la dio en la farsa teatral Amor de Don
Perlimplín con Belisa en su jardín:
Entre mis muslos cerrados
nada como un pez el sol.
Asociado al sol que, en contraste con la luna, es la réplica masculina, aparece el pez, que en el
Romancero tiene una presencia claramente fálica:
Pero el pez, que dora el agua
y los mármoles enluta,
les da lección y equilibrio
de solitaria columna.
Por eso también la noche está llena de peces. Los estandartes masculinos nos los presenta Lorca
siempre erectos y aparecen en numerosas ocasiones: farola, cuchillo, fusil, espada, puñal, sable,
revólver... Por un lado, se trata de objetos metálicos, fríos, instrumentos de muerte; por el otro,
aparecen caballos desbocados, enfurecidos y de larga cola:
Montado en un ágil
caballo sin freno
venía en la busca
del pan y del beso.
Por supuesto, los arquetipos masculinos contrastan totalmente con los femeninos: uno es la tierra,
donde el arado deja un rastro de surcos vaginales, que a veces nos los presenta igualmente como
cicatrices; otro es la carne, penetrada por cuchillos fálicos; otro es la higuera, cuyo fruto sirve
también para denominar a la vulva. Es la incorporación al lenguaje culto del sinnúmero de
expresiones sexuales que habitualmente tenemos por vulgares e incluso soeces.
Pero quizá el símbolo femenino por antonomasia sea una luna omnipresente lúbrica y pura a la vez,
como un ejemplo de que la lujuria no está enjuiciada (y ensuciada) por una superestructura moral
castrante y estigmatizadora.
Esa sexualidad desbordante está, además, al margen del amor. En el romance de la casada infiel, el
gitano reconoce que no quiso enamorarse: todo fue sexo puro y duro, sin convencionalismos
sentimentales. El amor es eterno, pero el deseo al que Lorca canta, se enciende y se apaga en un
instante como una llamarada. En La casada infiel se retrata sólo una noche de placer fugaz. En su
primer Libro de poemas reclama también:
Sólo tu corazón caliente,
y nada más.
Gitanos y oprimidos
Los gitanos y la luna están adornados del color de la pureza y comparten los mismos atributos
positivos:
si vinieran los gitanos
harían con tu corazón
collares y anillos blancos.
Los gitanos, por tanto, aparecen como absolutamente opuestos a su imagen habitual, al estereotipo
social impuesto, como seres del agua, transparentes, portadores además de un modo de vida y una
cultura alegre, divertida, hedonista, que la cultura dominante reprime a través de la guardia civil para
solapar ese modo de vida y situar otro en su lugar. La noche se ha puesto íntima, sí, pero guardias
civiles borrachos en la puerta golpeaban. La imagen se repite cuando la guardia civil irrumpe a saco
en la ciudad de los gitanos (una ciudad, por cierto, que Lorca nos presenta libre de miedo) para
quemar la imaginación.
No obstante, el decisivo protagonismo de los gitanos no nos autoriza a presentar el Romancero como
una obra solamente folklórica, solamente andaluza o solamente española. Ni sólo ni principalmente
esas tres cosas, porque se trata de un poemario que su autor definió como antipintoresco,
antifolclórico, antiflamenco, donde no hay ni una chaquetilla corta, ni un traje de torero, ni un
sombrero plano, ni una pandereta. Por el contrario, es una obra universal como ninguna, y es por eso
que su éxito ha sido y es también universal.
Con los gitanos sucede lo mismo que en Poeta en Nueva York, donde esta ciudad aparece sobre todo
en algunos de sus fragmentos (el puente de Brooklin, Harlem, East River, Bronx, Broadway, Wall
Street, el río Hudson, Manhattan...). Lo universal está en lo más singular.
También los gitanos son personajes universales en su Romancero, encarnación concreta de un tipo de
hombre. Según él mismo escribió: El libro en conjunto, aunque se llama gitano, es el poema de
Andalucía, y lo llamo gitano porque el gitano es lo más elemental, lo más profundo, más aristocrático
de mi país, lo más representativo de su modo y el que guarda el ascua, la sangre y el alfabeto de la
verdad andaluza universal. Los gitanos vivían en un mundo de ensueños, tremendamente vital, de
pasiones fuertes que Lorca supo estudiar y reflejar. Lorca definió así el Romancero gitano: Es un
conjunto de poemas sobre hombres y mujeres hechos de sangre ardorosa y de sueños fantásticos;
hechos de barro y de cielo. Un libro sobre la vida.
Los gitanos, pues, quedan fuera de los códigos de la cultura occidental; es más, están oprimidos por
ella precisamente porque ellos son portadores de los mejores valores de la humanidad, como es el
amor mismo: El amor está en los fosos donde luchan las sierpes del hambre, dice Lorca en Poeta en
Nueva York, y no en los salones lujosos y en los palacios de mármol. En el Romancero son lo que los
negros de Poeta en Nueva York, figuras arcaicas, supervivientes de épocas preclasistas. Lorca se
propone recuperar esa época antigua plena de vitalidad. En la obra de teatro La casa de Bernarda
Alba, ésta dice: Los antiguos sabían cosas que nosotros hemos olvidado, y en Yerma: ¡Qué pena
más grande no poder sentir las enseñanzas de los viejos!.
Para entender a Lorca es imprescindible recurrir a la mitología. Ya en su primer Libro de poemas
aparece:
¡Machos cabríos!
Sois metamorfosis
de viejos sátiros
perdidos ya.
vais derramando lujuria virgen
como no tuvo otro animal.
Los viejos sátiros están perdidos a causa de la civilización contemporánea, de una moral que ha
anegado antiguas creencias y costumbres, de las cuales la lujuria es sólo un ejemplo particular. El
desbocado erotismo manifiesta un instinto primitivo que deben yugular guardias civiles borrachos,
trasunto de una civilización castradora, dominante que encuentra su máxima expresión en el Estado,
a través de jueces y guardias civiles.
Esto es, en definitiva, otra expresión de la lucha de contrarios en forma ilustrada: la sociedad civil
contra el estado natural, el instinto y la moral, el impulso y la prohibición. En términos más generales
podemos afirmar que, envuelto en formas líricas mitológicas, Lorca enfrenta el comunismo primitivo
con las sociedades clasistas.
En Poeta en Nueva York Lorca recuerda los gemidos de obreros parados pero, en definitiva, es la
indiferencia ante cualquier especie de sufrimiento humano lo que le atormenta. Por eso tiene las más
duras palabras para la gran urbe capitalista: ola de fango, amargas llagas encendidas, allí no hay
mañana ni esperanza posible, cieno de números y leyes, América se anega de máquinas y llanto...
Al poeta no le gustaban ni Nueva York ni la guardia civil. No le gustaba esta sociedad. Quería una
sociedad sin clases y trató de buscarla en aquellos sectores oprimidos por ella que él consideraba que
aún portaban rasgos de lo que antiguamente fue el comunismo primitivo.
El reino de la espiga
No se trata de un regreso al pasado, de una vuelta a los orígenes, sino de una resurrección, de una
renacimiento, que Lorca no aborda para nada en el Romancero sino en su obra teatral El Público.
Nada más empezar esta obra, el Hombre 1 dice al Director: Usted lo que quiere es engañarnos.
Engañarnos para que todo siga igual y nos sea imposible ayudar a los muertos.
El Romancero canta con acento trágico la muerte, pero la muerte no es el final, sino un tránsito hacia
algo nuevo, que tiene su expresión más acabada en la hermética El Público, cuando el El Director
afirma que en último caso dormir es sembrar, idea repetida por La Madre en Bodas de Sangre,
cuando exclama Benditos sean los trigos, porque mis hijos están debajo de ellos. Por eso Yerma,
paradigma de la esterilidad femenina, asume un papel terrible y al final de la obra grita: Voy a
descansar sin despertarme sobresaltada, para ver si la sangre me anuncia otra sangre nueva [...] ¡No
os acerquéis, porque he matado a mi hijo, yo misma he matado a mi propio hijo!
El frenético canto a la sexualidad que es Romancero gitano no tendría ningún sentido si no
tomáramos en consideración que, ciertamente, la muerte es omnipresente pero, como en las mejores
películas, vence la vida, triunfa el deseo, aunque para ello algo deba morir, incluso morir
trágicamente y desaparecer.
La pasión sexual conduce a la muerte lo mismo que a la vida, y por eso adopta un mismo símbolo,
como el cuchillo en los versos finales de Bodas de sagre:
Con un cuchillo
con un cuchillito
que apenas cabe en la mano
pero que penetra fino
por las carnes asombradas
y que se para en el sitio
donde tiembla enmarañada
la oscura raíz del grito.
No es, pues, algo localista de lo que Lorca está hablando sino una reflexión común a todos los
pueblos en todos los tiempos, envuelta a veces en personajes precisos y definidos, y otras en
paradigmas de la mitología clásica (Filomela, Saturno, Baco, Ciso, Ceres, Erebo, Febe, danaides,
Silvano, Pegaso, Acis...). Siempre lo más popular unido a lo más culto: Quiero sacar de la sombra a
algunas niñas árabes que jugaron por estos pueblos y perder en mis bosquecillos líricos a las figuras
ideales de los romancillos anónimos, dice Lorca en su carta a Fernández Almagro. Pura contradicción.
Ese quiero se repite en Poeta en Nueva York de un modo contundente:
Quiero que un niño negro anuncie a los blancos del oro
la llegada del reino de la espiga.
En medio del asfalto deben empezar a brotar trigales, nuncios de una sociedad nueva que no llegará
sin dolor, sin violencia porque -añade el granadino- es preciso matar al rubio y dar con los puños
cerrados, lo que nos muestra un poeta bien diferente del que la cultura al uso nos dibuja. Al fin y al
cabo son los oprimidos los que deben matar a los opresores para liberarse de las cadenas.
Ese advenimiento ni es espontáneo ni fácil, sino que va acompañado de la sangre, de la violencia y
de la muerte. La vida y la muerte son las dos caras de la misma moneda: morir es sembrar, y a la
inversa.

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