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Política y fe: la

polémica de
Habermas y
Ratzinger DEBATE realizado en junio

del 2005 en la Universidad Católica de Munich

Fuentes:
Diario EL CLARIN. Buenos Aires – Argentina. Revista Ñ, 2005
Diario “La Vanguardia”. España, 2005.

Comentario LA VANGUARDIA. El entonces cardenal Joseph Ratzinger,


actual Papa Benedicto XVI, y el filósofo Jürgen Habermas, profesor de la
escuela de Frankfurt y padre del patriotismo constitucional, celebraron
el día 19 de enero del 2004 un diálogo en la Academia Católica de
Munich sobre los Fundamentos morales prepolíticos del Estado liberal,
desde las fuentes de la razón y de la fe. La diversidad de las posiciones
de uno y otro respecto a las raíces de la legitimidad del Estado
democrático puso de relieve la oposición entre revelación y razón. Pero
también hubo coincidencias entre ambos, como es la necesidad de
controlar los peligros que religiones y razón suponen para los derechos
del hombre, mediante lo que Habermas califica de aprendizaje recíproco
entre razón y fe. La Vanguardia ofrece los textos completos leídos por
Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger, en un diálogo que, a buen seguro,
será referencia básica en el futuro.

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Comentario EL CLARÍN. Antes de ser Papa, Joseph Ratzinger mantuvo
una discusión con el filósofo Jürgen Habermas sobre el papel de la fe en
la construcción de un mundo más democrático. El análisis del debate
que aquí se ofrece revela facetas poco conocidas de estos dos eruditos.
Además, un comentario de los ensayos teológico-políticos de Ratzinger.

Comentario por: José Fernández Vega

En enero de 2004 la Academia Católica en Baviera reunió al


entonces cardenal Joseph Ratzinger (1927) con el filósofo
Jürgen Habermas (1929). La cumbre intelectual se mantuvo
entonces en discreta reserva. Personalidades de amplia
influencia en mundos muy distintos —el reino vaticano en un
caso, la república académica en otro—, ambos son alemanes
de una generación que, muy joven, participó del colapso
bélico del Tercer Reich.

Maestros de vasta experiencia si bien, por así decir, con libros


opuestos, ofrecieron en esa ocasión su visión de las relaciones
entre la religión y la política a comienzos del siglo XXI.
¿Pueden llegar a ser hermanas la fe y la democracia? ¿O bien
persistirán en su añeja y mutua hostilidad? Más allá del
resultado del encuentro, resulta claro que el ahora Benedicto
XVI enfrentó con energía a su antagonista, sin dudas el
pensador vivo más célebre tras la desaparición de figuras
como Norberto Bobbio, John Rawls o Jacques Derrida.

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Pensadores bajo otra luz

La conferencia de Baviera modifica algo del perfil


convencional por el que son conocidos sus protagonistas. Es
cierto que Habermas se muestra preocupado por los temas de
siempre, la fundamentación no metafísica de los valores
modernos y la racionalización de la cultura política. Pero a la
vez —y esto es sorprendente en quien al pasar se define
como indiferente, "sin oído musical para la religión"— insistió
allí en la necesidad de contar con la fe para sostener la
debilitada vitalidad de la conciencia democrática.
Ratzinger defendió por cierto una filosofía tradicional que
tiene siglos detrás de él. En sus maneras, sin embargo, tomó
distancia del perfil mediático que supo proyectar como
guardián del dogma y purpurado ultramontano capaz de
sostener que los políticos católicos pueden aplicar la pena de
muerte pero jamás autorizar el aborto. En su Baviera natal
adoptó el papel de polemista urbanizado. Se permite incluso
un cortés comentario crítico acerca de una idea de Hans
Küng, un teólogo cuya enseñanza combatió desde su
implacable puesto institucional en Roma durante la era
Wojtyla.

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¿En qué creen los laicos?

Un problema de los laicos, comenzó Habermas, es que tienen


dificultades para afirmar valores sin recurrir a los respaldos
trascendentes o confesionales que pretenden negar. La
secularización —vale decir, el proceso de replanteo en
términos laicos del antiguo universo conceptual de la cultura
religiosa— amenaza con vaciar el sentido mismo de esos
conceptos que son también valores. ¿Cómo se justifican, por
ejemplo, el derecho y el Estado? Esta pregunta fundamental
para la política constituyó el centro de la discusión en Baviera.
Desde la filosofía de Habermas, una variante del liberalismo
político, el respaldo de las instituciones ya no puede ser
religioso o metafísico: debe ser racional. La ley que regula al
Estado se fundamenta en las mismas condiciones que hacen
posible el diálogo entre ciudadanos, quienes están
involucrados de una u otra forma en el procedimiento
legislativo. La argumentación es la fábrica de legitimidad del
sistema.

En esta visión, es el propio proceso democrático el que genera


el imprescindible consenso hacia un sistema que pretende
apoyarse no tanto en la represión que en el acuerdo más
imaginario que real de sus integrantes. Una derivación
importante es que el Estado democrático evita dar
instrucciones sobre la felicidad o fijar orientaciones acerca del

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sentido de la vida. Es neutral, dice Habermas, respecto de las
visiones del mundo. Sus ciudadanos pueden adoptar la que
prefieran; son libres de pensar y actuar como quieran siempre
que respeten la legalidad vigente.

Pero el verdadero problema —que, hay que decirlo, no


empezó a preocupar a Habermas en el momento en que se
encontró a debatir con Ratzinger sino mucho antes— se
perfila ahora con claridad, pues ¿qué motivará a estos
ciudadanos laicos, posmetafísicos, individualistas a participar
en política o a sacrificar algo de lo propio en aras de un
interés común? La razón puede justificar, pero no basta para
motivar, aclaró Habermas. Y es aquí donde halla un espacio
para que la religión haga su aporte a la cultura democrática
moderna con la que vive en disenso a la vez perpetuo y,
según él, tolerable. Este tono desconcertó a los
comentaristas. ¿El heredero de la tradición radical de
Frankfurt, el defensor de la Ilustración y del progresismo se
aprestaba ahora a un giro religioso ante un cardenal
oscurantista?

Conocer y creer

Un sistema político, explicó el filósofo, no puede nutrirse del


puro conocimiento o de la sola transparencia argumental en

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los debates. En el pasado, las convicciones republicanas
fueron sostenidas por ideologías o pasiones (el nacionalismo,
por ejemplo). Sin anclajes "pre-políticos", como los llama con
elegancia, es decir, sin motores pasionales e irracionales,
difícilmente alguien iría a la guerra o resignaría ganancias en
aras de la igualdad. Un Estado no puede prescindir de valores
altruistas ni tampoco imponerlos jurídicamente. La
modernización, con su individualismo y su frialdad ante lo
trascendente, puede llegar a disolver el cemento de la
sociedad.

¿Cómo implantar una convicción solidaria eficaz con medios


sólo racionales? En lo que Habermas denomina "post-
secularización", la religión tiene un papel relevante para la
formación de virtudes civiles; apuntala, no amenaza, a la
modernidad secular. ¿Acaso los derechos humanos, hito de la
civilización, no hunden sus raíces en la escolástica católica,
comentó Habermas?

Cristianos y no creyentes deberían soportar la perpetua


discrepancia sobre temas de sexo o familia. La razón, por su
lado, ganaría en profundidad si reconociera en la fe un
"potencial de verdad" que ésta sin embargo no puede
demostrar por sus propios medios. La filosofía no debería
enjuiciar a la fe con criterios estrictos de verdad o falsedad

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(cosa que hizo abundante e inútilmente en el pasado), sino
cambiar de actitud y estimar lo que puede aprender de ella.

El cristianismo le parece a Habermas un aliado adecuado en


la lucha contra el posmodernismo, enemigo común, pues, a
diferencia de éste, no reniega de la racionalidad ni le atribuye
a ella el origen de todos los males. Con todo, para Habermas
sería preciso "desinfectar" de cierto irracionalismo remanente
a las culturas no liberales, como las religiosas, para admitirlas
en la ciudad. Pero, ¿qué queda de la religión después de esta
profilaxis?

En su respuesta, Ratzinger sostiene que la racionalidad, único


Dios que Habermas admite, también debería reflexionar sobre
los desastres que producen sus sueños y comprender las
reacciones contrarias que genera. Por un momento parece
acercarse más que el propio Habermas a las ideas en las que
éste se formó.
Cierta o no, su indirecta objeción es a la vez pertinente y
popular (algunos la calificarían de populista, otros de mero
lugar común) y contribuye a delinear la imagen final con la
que el cardenal quiere identificar a su rival, la estrella
intelectual. Aunque, a decir verdad, Habermas manifiesta la
aspiración a convivir con la religión, la argumentación de
Ratzinger intenta convertir al filósofo en una especie de
fanático del racionalismo; un dogmático de distinto tipo.

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Contra el relativismo moral

Ratzinger aprovecha las cartas que su antagonista deja sobre


la mesa para elaborar su argumento utilizando un lenguaje
menos técnico, algo que quizá constituya también una lección
para progresistas. Sabe que ante un eventual auditorio no
creyente llevaría todas las de perder y tiene que defender la
noción de derecho natural, es decir, de una ley cuyo
fundamento no es un razonamiento o el resultado de un
debate sino que se deriva de una esencia "natural" de origen
divino y revelada a los hombres, ¿Cómo hacerlo sin exigir que
los demás participen de sus creencias?

El verdadero enemigo que obsesiona al cardenal se llama


relativismo moral, sin dudas amplificado por el
posmodernismo que Habermas deplora, pero no exclusivo
efecto de éste, sino de la propia modernidad que el filósofo
reivindica. Los valores firmes no surgen de los caprichos
personales del individuo ni pueden fundarse siempre de
manera racional o democrática. Esto último es claro en el
ejemplo de los derechos humanos. ¿Acaso las mayorías que
votaron y llevaron legalmente a Hitler al poder en Alemania
hubieran consagrado la dignidad humana, arguye Ratzinger?
Hay valores que se sostienen por sí mismos, sin necesidad de

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argumentos o consensos. No es sensato postrarse ante el
fetiche del yo moderno ni el de sus mayorías. Estas no
siempre tienen razón, dijo el cardenal el año pasado en
Baviera.

La religión, afirma con Habermas, será una auténtica fuente


normativa para las democracias abúlicas siempre que se
admita que los principios del orden moral y civil fluyen de la
naturaleza divina. Porque detrás de ese reconocimiento
vendrán los necesarios valores para el mundo moderno cuyo
ateísmo amenaza incluso la dignidad de la persona. Si bien es
preciso que el derecho vuelva a disponer de un fundamento
trascendente deberá ser, por supuesto, uno racionalmente
estructurado. Sólo así podrá combatirse el relativismo,
enemigo común, que Habermas abomina sólo bajo la forma
de posmodernismo. El filósofo había ofrecido su mano, pero el
cardenal busca tomarlo del codo.

En efecto, Ratzinger explota a fondo los gestos concesivos de


Habermas y extrae de ellos casi la exigencia de restaurar la
centralidad de la fe en un mundo que ya no cree en nada ¿No
había sido Habermas quien subrayó la genealogía católica de
los derechos humanos, hoy venerados por todo el mundo
globalizado (a excepción quizá de algunas diócesis
meridionales)? Puesto que la metafísica confesional —la fe—
no puede limitarse a ser un mero correctivo para el vacío del

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mundo moderno que ha diagnosticado Habermas porque es
su única verdad sustancial y ha sido relegada. Si la necesidad
de un más franco regreso a la fe asusta a los progresistas
como Habermas por sus peligrosos núcleos irracionales, ¿por
qué se muestran tan poco alterados por las atrocidades de la
razón, empezando por la bomba atómica y pasando por su
desprecio a las culturas distintas, cuya religiosidad, sostiene
el cardenal, el propio Vaticano respeta y estima?

¿Liberales o católicos?

Para Ratzinger es obvio que el laicicismo de la modernidad


racionalista domina —por el momento y para su propio mal—
el actual panorama espiritual. Con todo, razón y fe —los
padres de la iglesia, dice el cardenal, lo enseñaron hace ya
muchos siglos— son complementarias antes que enemigas.
Además, queda claro que la razón tiene sus propias
patologías, no menores ni menos mortíferas de las que la
religión sufrió en el pasado. Atrocidades históricas aparte, y
pese a que superficialmente no parezca así, desde un
exclusivo plano doctrinal el ecumenismo de la fe católica
manifiesta una mayor disposición a la relación con lo distinto
que la cultura liberal.

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La lucha de Habermas contra el posmodernismo, deja
entender el cardenal, lo terminará arrastrando hacia la
intolerancia cultural. Después de todo, no sólo París es la
capital de la diferencia. También el Islam, el modo de vida de
la India o las sensibilidades nativas de Latinoamérica tienen
sus propias visiones no coincidentes con las del Occidente
racionalista, la mayor cultura operativa a nivel global.

Para Ratzinger, y en ello se adivina el intento de una estocada


final (¿populista?), la modernidad que Habermas defiende
debería aprender a modular sus pretensiones de universalidad
tomando lecciones de la tradición católica. Esta tradición no
sería menos firme pero sí (al menos en teoría) menos
absolutista o paranoica que la modernidad laica. Si ésta no
modera su ciega arrogancia, lo pagará caro. Y ya lo está
pagando, insinuó en Baviera el hombre que sería Papa.

JÜRGEN HABERMAS
Ideas principales:

"El liberalismo político se concibe como una justificación no


religiosa y posmetafísica del Estado democrático".

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"En el Estado constitucional no existe ninguna autoridad que
se sustente en una sustancia prejurídica".

"Compartir religión y lengua y recuperar la conciencia


nacional sirvieron para el surgimiento de la solidaridad
ciudadana"

"El catolicismo tuvo dificultades para asumir el humanismo,


la ilustración y el liberalismo político".

"La razón descubre que tiene su origen en otra cosa y debe


aceptar el poder fatal de esta otra cosa".

"La religión debe abandonar la aspiración de monopolizar la


interpretación y a organizar todos los aspectos de la vida".

"Al Estado constitucional le conviene ser respetuoso con


todas las fuentes culturales de las que se nutre".

"Los ciudadanos secularizados no deben negarles a las


visiones religiosas del mundo un potencial de verdad"

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TEXTO COMPLETO DE LA INTERVENCIÓN:

El tema que hoy debatimos me hace evocar aquella pregunta


que Ernst-Wolfgang Böckenförde planteó a mediados de los
años sesenta en términos claros y concisos: ¿es posible que el
Estado liberal secular se sustente sobre unas premisas
normativas que él mismo no puede garantizar? (1). Lo que se
pregunta Böckenförde es si el Estado democrático
constitucional es capaz de renovar sus presupuestos
normativos valiéndose de recursos propios, ya que no es
inconcebible que pueda depender en realidad de tradiciones
éticas autóctonas, ya sean ideológicas o religiosas; en
cualquier caso, vinculantes a escala colectiva. Para el Estado,
que debe hacer profesión de neutralidad en el terreno
ideológico, esto representaría un obstáculo ante el "hecho
innegable del pluralismo" (Rawls), aunque esta conclusión no
basta para descartar la mencionada sospecha.

Para empezar, quisiera caracterizar el problema en dos


sentidos. En sentido cognitivo, la duda se circunscribe a la
cuestión de si el poder político, consumada la total
positivización del Derecho, sigue admitiendo una justificación
secular, es decir, no religiosa o posmetafísica. Aun en el caso
de que se acepte esa clase de legitimación, desde el punto de
vista motivacional se mantiene la duda de si es posible
estabilizar desde un punto de vista normativo -es decir, más
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allá de un mero modus vivendi- una colectividad
ideológicamente pluralista sobre la base de un consenso
fundamental que no pasaría de ser en el mejor de los casos
meramente formal y limitado a procedimientos y principios
(2). Aun en el caso de que se pueda despejar esa duda,
resulta indiscutible que los ordenamientos liberales dependen
de la solidaridad de sus ciudadanos, cuyas fuentes podrían
agotarse por completo si se produjera una secularización
desencaminada de la sociedad. Este diagnóstico no se puede
rechazar de plano, pero eso no significa que los elementos
cultos entre los defensores de la religión puedan extraer de él,
por así decirlo, una plusvalía (3). En lugar de ello, propongo
entender la secularización cultural y social como un doble
proceso de aprendizaje que obligue tanto a las tradiciones de
la ilustración como a las doctrinas religiosas a reflexionar
acerca de sus límites (4). Finalmente, en lo que respecta a las
sociedades postseculares, cabe preguntarse, desde el punto
de vista cognitivo y expectativo, qué premisas normativas
debe imponer el Estado liberal a sus ciudadanos creyentes y
no creyentes en su relación recíproca (5).

1. EL LIBERALISMO POLÍTICO - al que me adhiero en su


variante específica del republicanismo kantiano (2) - se
concibe a sí mismo como una justificación no religiosa y
posmetafísica de los fundamentos normativos del Estado
democrático constitucional. Esta teoría se encuadra en la
tradición de un derecho racional que renuncia a las hipótesis

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fuertes cosmológicas o histórico-teológicas de las doctrinas
clásicas y religiosas del derecho natural. La historia de la
teología cristiana en la edad media, en especial la escolástica
española tardía, se encuadra, por supuesto, en la genealogía
de los derechos humanos. Pero los fundamentos de
legitimación de la autoridad estatal ideológicamente neutral
proceden en última instancia de las fuentes profanas de la
filosofía de los siglos XVII y XVIII. La teología y la Iglesia no
fueron capaces de afrontar hasta mucho más tarde los
desafíos del Estado constitucional surgido de la revolución
burguesa. Sin embargo, a mi entender, desde el punto de
vista católico, que asume sin problemas la existencia del
lumen naturale, nada se opone en lo esencial a una
fundamentación autónoma (es decir, independiente de las
verdades reveladas) de la moral y el derecho.

En el siglo XX, la fundamentación poskantiana de los


principios constitucionales liberales ha adoptado
preferentemente la forma de una crítica historicista y
empirista, y ha descuidado el análisis de las consecuencias
negativas del derecho natural objetivo (como por ejemplo la
ética material de valores). Desde mi punto de vista, para
defender frente al contextualismo un concepto de razón no
derrotista y frente al positivismo jurídico un concepto no
decisionista de la validez del derecho, basta con formular
algunas hipótesis débiles acerca del contenido normativo de

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la constitución comunicativa de formas de vida
socioculturales. La tarea fundamental consiste en explicar:
-por qué el proceso democrático es considerado un proceso
de legislación legítima: en la medida en que satisface las
condiciones de una formación de la voluntad colectiva
inclusiva y discursiva, justifica la hipótesis de la aceptabilidad
racional de los resultados; y -por qué la democracia y los
derechos hullinek manos se limitan recíprocamente de
manera equiprimordial en el proceso constituyente: la
institucionalización jurídica del proceso de legislación
democrática exige la simultánea garantización de los
derechos fundamentales, tanto liberales como políticos (3).
El punto de referencia de esta estrategia de fundamentación
es la constitución que se otorgan los ciudadanos asociados, y
no la domesticación de una autoridad estatal ya existente,
pues ésta todavía ha de ser creada por medio de un proceso
constituyente democrático. Una autoridad estatal constituida
(y no sólo domesticada constitucionalmente) está
fundamentada en derecho hasta lo más íntimo de su esencia,
de modo que el derecho impregna por completo la autoridad
política, sin excluir ningún aspecto. Con la concepción
positivista de la voluntad de Estado, la doctrina del derecho
público alemana (de Laband y Je-hasta Carl Schmitt), cuyas
raíces se retrotraen a la época del imperio alemán, dejaba
abierta una puerta para una sustancia ética del Estado o de lo
político no sometida a derecho; en cambio, en el Estado

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constitucional no existe ninguna autoridad que se sustente en
una sustancia prejurídica (4). La soberanía preconstitucional
del monarca no deja libre ningún hueco que fuera necesario
rellenar -en forma del ethos de un pueblo más o menos
homogéneo- por medio de una soberanía popular igualmente
sustancial.

A la luz de este problemático legado, la pregunta de Ernst-


Wolfgang Böckenförde ha sido entendida en el sentido de que
un ordenamiento constitucional completamente positivizado
necesitaría la religión o algún otro poder sustentador como
respaldo cognitivo de sus fundamentos de validez. De acuerdo
con esta interpretación, la aspiración de validez del derecho
positivo dependería de su fundamentación en las convicciones
éticas-prepolíticas de las comunidades religiosas o nacionales,
ya que tal clase de ordenamiento jurídico no puede
justificarse únicamente de modo autorreferencial a partir de
procesos jurídicos generados democráticamente. En cambio,
si se concibe el proceso democrático no a la manera
positivista de Kelsen o Luhmann, sino como método para la
creación de legitimidad a partir de la legalidad, no puede
hablarse de un déficit de validez que deba ser compensado
mediante la eticidad. En contraste con la concepción del
Estado constitucional procedente de la derecha hegeliana, la
doctrina procedimentalista de inspiración kantiana insiste en
una fundamentación autónoma de los principios

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constitucionales con la pretensión de ser racionalmente
aceptable para todos los ciudadanos.

2. EN LO QUE SIGUE partiré de la base de que la


constitución del Estado liberal puede satisfacer su necesidad
de legitimación de forma autosuficiente, es decir, a partir de
los recursos cognitivos de una economía argumentativa
independiente de toda tradición religiosa y metafísica. Sin
embargo, aun bajo esta premisa persiste una duda desde el
punto de vista motivacional. En efecto, las premisas
normativos del Estado democrático constitucional exigen al
individuo un mayor compromiso en la medida en que éste
asume el papel de ciudadano del Estado (y por lo tanto autor
del derecho), y un compromiso menor en la medida en que se
concibe a sí mismo como miembro de la sociedad (y por lo
tanto mero destinatario del derecho). De los destinatarios del
derecho sólo se espera que no traspasen los límites legales a
la hora de materializar sus libertades (y aspiraciones)
subjetivas. Las motivaciones y actitudes que se esperan de
los ciudadanos en su papel de colegisladores democráticos
tienen poco que ver con la obediencia prestada a las leyes
coercitivas que regulan la libertad; se espera de ellos que
materialicen sus derechos comunicativos y participativos de
manera activa, y no solo en un legítimo interés propio, sino en
pro del bien común. Esto requiere un mayor esfuerzo
motivacional, que no puede imponerse por vía legal. En un

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Estado de derecho democrático, la obligación de votar en las
elecciones estaría tan fuera de lugar como la solidaridad por
decreto ley. La disposición a tomar bajo su responsabilidad,
en caso necesario, a conciudadanos desconocidos y
anónimos, y a hacer sacrificios en nombre del interés
colectivo, es algo que a los ciudadanos de una comunidad
liberal solo se les puede, como mucho, sugerir. Por eso las
virtudes políticas, aunque solo se recauden en calderilla, son
esenciales para la existencia de una democracia. Forman
parte de la socialización y de la habituación a las prácticas y
maneras de pensar de una cultura política liberal. El estatus
de ciudadano del Estado se halla, en cierto modo, insertado
en una sociedad civil que se nutre de fuentes espontáneas,
pre políticas por así decirlo. De ello no cabe deducir, sin
embargo, que el Estado liberal sea incapaz de reproducir sus
presupuestos motivacionales a partir de recursos seculares
propios. Sin duda, los motivos para la participación de los
ciudadanos en la opinión pública y los procesos de decisión
tienen su origen en proyectos de vida éticos y formas de vida
culturales; pero las prácticas democráticas desarrollan una
dinámica política propia. Sólo un Estado de derecho sin
democracia, algo a lo que en Alemania hemos estado
acostumbrados largo tiempo, sugeriría una respuesta
negativa a la pregunta de Böckenförde: "¿Pueden los pueblos
unificados estatalmente apoyarse sólo en la garantización de
las libertades individuales, sin que exista un vínculo unificador

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previo a esas libertades?" (5). En efecto, el Estado de derecho
constituido democráticamente no solo garantiza libertades
negativas para los miembros de la sociedad preocupados por
su propio bien, sino que, al ofrecer libertades comunicativas,
moviliza también la participación de los ciudadanos del Estado
en el debate público en torno a temas que afectan a toda la
colectividad. El vínculo unificador perdido es un proceso en el
que se discute, en última instancia, la interpretación correcta
de la constitución.

Así, por ejemplo, en las discusiones actuales en torno a la


reforma de Estado del bienestar, la política de inmigración, la
guerra de Iraq y la abolición del servicio militar obligatorio, lo
que se juzga no son meramente políticas concretas, sino
también, en todos los casos, la interpretación correcta de los
principios constitucionales, y, de modo implícito, el modo en
que queremos entendernos a nosotros mismos como
ciudadanos de la República Federal Alemana y como
europeos, a la luz de la multiplicidad de nuestras formas de
vida culturales y del pluralismo de nuestras ideologías y
convicciones religiosas. Ciertamente, al volver la vista atrás
debe reconocerse que el hecho de compartir religión y lengua,
y sobre todo la recuperación de la conciencia nacional, fueron
útiles para el surgimiento de una solidaridad ciudadana, por
otra parte sumamente abstracta. Pero entre tanto las
convicciones republicanas se han desprendido en buena parte

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de esos lastres pre políticos: el hecho de que no estemos
dispuestos a morir por Niza no representa objeción alguna
contra una constitución europea. Piensen ustedes en los
discursos político-éticos en torno al holocausto y la
criminalidad de masas, que han permitido a los ciudadanos de
la República Federal ser conscientes del logro que representa
la Constitución. El ejemplo de una política de la memoria de
carácter autocrítico (algo que hoy en día ya no es excepcional,
pues también está presente en otros países) muestra hasta
qué punto la propia política puede ser un caldo de cultivo para
la formación y renovación de los vínculos del patriotismo
constitucional.

Al contrario de lo que sugiere un malentendido muy


frecuente, el patriotismo constitucional significa que los
ciudadanos se hagan suyos los principios de la Constitución
no solo en su contenido abstracto, sino en su significado
concreto, desde el contexto histórico de su respectiva historia
nacional.

El proceso cognitivo no basta para que los contenidos morales


de los principios fundamentales se afiancen en las
convicciones de los ciudadanos. El razonamiento moral y la
coincidencia mundial en la indignación ante las violaciones
masivas de los derechos humanos solo bastarían para
fomentar la integración de una sociedad constituida de

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ciudadanos del mundo (si tal cosa llega a existir algún día).
Entre los miembros de una comunidad política, la solidaridad,
tan abstracta como se quiera, y jurídicamente mediada, sólo
puede surgir en el momento en que los principios de justicia
encuentran acomodo en el entramado, más denso, de las
orientaciones de valor culturales.

3. DE ACUERDO CON las anteriores consideraciones, la


naturaleza secular del Estado democrático constitucional no
muestra ninguna debilidad inherente al sistema político como
tal, es decir, interna, que pueda dificultar su
autoestabilización desde el punto de vista cognitivo o
motivacional. Esto no excluye factores externos. Una
modernización desencaminada de la sociedad en su conjunto
podría muy bien debilitar el vínculo democrático del que
depende necesariamente (pero no puede forzar por vía legal)
el Estado democrático. En ese caso nos hallaríamos
exactamente ante la situación que describe Böckenförde: la
transformación de los ciudadanos de las sociedades liberales
bienestantes y pacíficas en mónadas aisladas que actuarían
sólo por su propio interés y sólo se dedicarían a usar las unas
contra las otras como armas sus derechos subjetivos. En un
contexto más amplio, se aprecian indicios de esa clase de
desmoronamiento de la solidaridad interciudadana en la
dinámica, no controlada políticamente, de la economía y la
sociedad globales. Los mercados, que como es sabido no

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pueden democratizarse como si se tratara de instituciones
estatales, asumen de manera creciente funciones de control
en sectores de la vida cuya cohesión se había mantenido
hasta ahora de modo normativo, es decir, por vías políticas o
mediante formas prepolíticas de comunicación. Con esto, no
sólo las esferas privadas se invierten transformándose en
medida creciente en mecanismos de acción al servicio de las
preferencias propias de cada uno, que persiguen
exclusivamente el éxito, sino que también se reduce el ámbito
sometido a las necesidades de legitimación de la esfera
pública.

El privatismo del ciudadano se ve reforzado por la


desmoralizante pérdida de función de un proceso democrático
de formación de opinión y voluntad que a estas alturas ya sólo
funciona, y de manera parcial, en los ámbitos nacionales, y
por ello ya no alcanza a los procesos de decisión desplazados
a niveles supranacionales.También la esperanza cada vez más
mermada en la capacidad estructuradora de la comunidad
internacional fomenta la tendencia a la despolitización de los
ciudadanos. A la vista de los conflictos y de las sangrantes
desigualdades sociales de una sociedad global fuertemente
fragmentada, crece la decepción con cada nuevo tropiezo en
el camino, iniciado sólo a partir de 1945, hacia la
constitucionalización del derecho internacional.

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Las teorías posmodernas, ejerciendo una crítica de la razón,
entienden las crisis no como consecuencia de un agotamiento
selectivo de los potenciales de racionalidad acumulados en la
modernidad occidental, sino como resultado lógico de un
proyecto de racionalización intelectual y social
autodestructivo. Aunque el escepticismo radical con respecto
a la razón es algo intrínsecamente extraño a la tradición
católica, lo cierto es que hasta los años sesenta del siglo
pasado el catolicismo tuvo dificultades para asumir el
pensamiento secular del humanismo, la ilustración y el
liberalismo político. Por eso hoy en día vuelve a encontrar eco
el teorema según el cual sólo la orientación religiosa hacia un
punto de referencia transcendente puede sacar del callejón
sin salida a una modernidad que se siente culpable. En
Teherán, un compañero me preguntó si, desde el punto de
vista de la comparación entre culturas y la sociología de la
religión, no sería precisamente la secularización europea la
anomalía necesitada de corrección. Eso me hace pensar en la
atmósfera intelectual de la República de Weimar, en Carl
Schmitt, Heidegger o Leo Strauss. Personalmente prefiero no
llevar al límite, desde un punto de vista de la crítica de la
razón, la cuestión de si una modernidad ambivalente puede
estabilizarse únicamente por medio de las fuerzas seculares
de la razón comunicativa; lo mejor es huir de todo
dramatismo y tratarla como una mera cuestión empírica no
resuelta. Con esto no pretendo contemplar el hecho de la

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pervivencia de la religión en un entorno cada vez más
secularizado como un mero fenómeno social. La filosofía debe
tomar en serio este dato y contemplarlo, por así decirlo,
desde dentro, como un desafío cognitivo. Sin embargo, antes
de proseguir la discusión por esta línea, quisiera mencionar
una derivación plausible del diálogo en otra dirección. Debido
a la creciente radicalización de la crítica de la razón, la
filosofía se ha implicado también en la autorref lexión acerca
de sus propios orígenes religioso-metafísicos, y
ocasionalmente también en el diálogo con una teología que,
por su parte, busca conectar con los intentos filosóficos de
autoreflexión poshegeliana de la razón (6). Excurso. Uno de
los posibles puntos de arranque del discurso filosófico sobre la
razón y la revelación es una figura de pensamiento que
reaparece continuamente: la razón, al reflexionar acerca de
sus fundamentos más profundos, descubre que tiene su
origen en otra cosa; y si no quiere perder su orientación
racional en el callejón sin salida de la autoapropiación híbrida,
debe aceptar el poder fatal de esa otra cosa.

Como modelo sirve el ejercicio de una mutación llevada a


cabo, o por lo menos puesta en marcha, mediante las propias
fuerzas, una conversión de la razón por medio de la razón; el
desencadenante de la reflexión puede ser la autoconciencia
del sujeto cognoscente y actuante (como en Schleiermacher),
o la historicidad de la autoconfirmación existencial del

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individuo (como en Kierkegaard), o el desgarro doloroso de los
valores éticos imperantes (como en Hegel, Feuerbach y Marx).
A pesar de carecer inicialmente de intención teológica, la
razón que se hace consciente de sus propios límites acaba
convirtiéndose en otra cosa, sea por medio de la amalgama
mística con una conciencia de aspiraciones cósmicas, o la
espera desesperada de un acontecimiento histórico en forma
de mensaje redentor, o la solidaridad anticipatoria con los
humillados y ofendidos, que pretende acelerar la redención
mesiánica. Estos dioses anónimos de la metafísica
poshegeliana -la conciencia de alcance cósmico, el
acontecimiento inmemorial y la sociedad no alienada- son
presa fácil para la teología, pues se prestan a ser descifrados
como seudónimos de la trinidad del Dios personal que se
comunica a sí mismo.

Estos intentos de renovación de una teología filosófica


después de Hegel despiertan, en cualquier caso, más simpatía
que ese nietzscheanismo que se limita a tomar prestados los
conceptos, de connotación cristiana, de escuchar y aprender,
devoción y expectación de la gracia, llegada y
acontecimiento, a fin de proyectar un pensamiento vacío de
proposiciones hacia una era arcaica indefinida, más allá de
Cristo y Sócrates. Frente a esto, una filosofía consciente de su
falibilidad y de su posición frágil dentro del complejo edificio
de la sociedad moderna, ha de insistir en la diferenciación

26
genérica, pero de ningún modo peyorativa, entre el discurso
secular, que aspira a ser accesible a todo el mundo, y el
discurso religioso, que depende de verdades reveladas. A
diferencia de lo que sucede en Kant yHegel, esta delimitación
gramatical no se vincula con la aspiración filosófica de
determinar de modo autónomo qué hay de verdadero o falso
en el contenido de las tradiciones religiosas, más allá del
saber mundano socialmente institucionalizado. El respeto que
va asociado a esa renuncia cognitiva al juicio se fundamenta
en la consideración hacia las personas y modos de vida que
claramente extraen su integridad y autenticidad de sus
convicciones religiosas. Pero hay algo más que respeto: a la
filosofía no le faltan motivos para adoptar ante las tradiciones
religiosas una actitud dispuesta al aprendizaje.

4. A DIFERENCIA de la austeridad ética del pensamiento


posmetafísico, al que resulta ajeno todo concepto general
vinculante de vida buena y ejemplar, en los libros sagrados y
las tradiciones religiosas se articulan intuiciones de error y
salvación, de la redención de una vida que se experimenta
como huera de esperanza, que han sido deletreadas
sutilmente durante milenios y refrescadas continuamente
gracias a la hermenéutica. Por eso en la vida de las
comunidades religiosas, en la medida en que eviten el
dogmatismo y las restricciones a la conciencia, puede
permanecer intacto algo que en otros lugares se ha perdido y

27
que no puede recuperarse sólo por medio del saber
profesional de los expertos: me refiero a la sensibilidad y la
capacidad de expresión diferenciada para hablar de la vida
carente de objeto, para las patologías sociales, para el fracaso
de proyectos de vida individuales y la deformación de
contextos de vida desfigurados. A partir de la asimetría de las
aspiraciones epistémicas se puede fundamentar la disposicion
de la filosofía al aprendizaje con respecto a la religión, y no
por motivos funcionales, sino -en recuerdo de sus exitosos
procesos de aprendizaje hegelianos-por motivos de contenido.
Como es sabido, la influencia recíproca del cristianismo y la
metafísica griega no sólo ha dado lugar a la concreción
intelectual de la dogmática teológica y a una helenización -no
siempre positiva- del cristianismo, sino que, por otro lado,
también ha fomentado la asunción de ideas genuinamente
cristianas por parte de la filosofía. Esa tarea de apropiación se
ha plasmado en redes de conceptos normativos fuertemente
connotados, como los de responsabilidad, autonomía y
justificación, historia y recuerdo, recomienzo, innovación y
retorno, emancipación y realización, renuncia, interiorización
y encarnación, individualidad y comunidad. Esa tarea ha
transformado el sentido religioso original de los conceptos,
pero sin deflacionarlo y consumirlo hasta dejarlo vacío. Un
ejemplo de ese tipo de transformación salvadora es la
traducción de la idea del ser humano a imagen y semejanza
de Dios a la idea de que todos los hombres poseen la misma

28
dignidad, que debe respetarse incondicionalmente. Así se
expande el contenido de los conceptos bíblicos más allá de las
fronteras de una comunidad religiosa hacia el público general
de creyentes y no creyentes. Por ejemplo, Walter Benjamin
logró más de una vez realizar ese tipo de transformaciones.A
partir de esa experiencia de la liberación secularizadora de
potenciales de significado encapsulados en la religión,
podemos conferir un sentido no capcioso al teorema de
Böckenförde. Ya he mencionado el diagnóstico según el cual
el equilibrio conseguido en la modernidad entre los tres
grandes medios de integración social está en peligro debido a
que los mercados y el poder administrativo expulsan de cada
vez más ámbitos de la vida la solidaridad social, es decir, la
actuación coordinada en lo que afecta a valores, normas y
usos lingüísticos al servicio del entendimiento. Por eso al
Estado constitucional le conviene, por su propio interés, tratar
de modo respetuoso a todas las fuentes culturales de las que
se nutre la conciencia normativa y la solidaridad de los
ciudadanos. Esa conciencia que se ha vuelto conservadora se
refleja en el discurso en torno a la sociedad postsecular (7).
Con ello no se alude sólo al hecho constatable de la
supervivencia de la religión en un entorno crecientemente
secularizado y la persistencia en el tiempo de las
comunidades religiosas. La expresión postsecular tampoco se
limita a pagar peaje público a las comunidades religiosas por
su aportación funcional a la reproducción de motivaciones y

29
actitudes deseables. No: en la conciencia pública de una
sociedad postsecular se refleja, ante todo, una visión
normativa que tiene consecuencias para las relaciones
políticas entre ciudadanos no creyentes y ciudadanos
creyentes. En la sociedad postsecular se abre paso la noción
de que la modernización de la conciencia pública abarca y
modifica, por medio de la reflexión y de modo asincrónico,
todas las mentalidades, tanto las religiosas como las
mundanas. Así, ambos bandos, si entienden conjuntamente la
secularización de la sociedad como un proceso de aprendizaje
complementario, pueden tomar en serio recíprocamente, y
por motivos cognitivos, sus respectivas aportaciones al
debate público sobre temas sujetos a controversia.

5. POR UN LADO, la conciencia religiosa se ha visto forzada


a llevar a cabo procesos de adaptación. Toda religión es
originariamente visión del mundo o doctrina omniabacadora,
y también en el sentido de que reclama la autoridad para
estructurar en su conjunto una forma de vida completa. La
religión debería abandonar esa aspiración a erigirse en
monopolio de la interpretación y a organizar la vida en todos
sus aspectos, para lo cual deberían cumplirse condiciones
como la secularización del saber, la neutralización de la
autoridad estatal y la generalización de la libertad religiosa.
Con la diferenciación funcional de los sistemas sociales
parciales, la vida de la comunidad religiosa se separa también

30
de sus entornos sociales. El papel de miembro de la
comunidad religiosa se disocia del papel de miembro de la
sociedad. Y como el Estado liberal depende necesariamente
de una integración política de los ciudadanos que vaya más
allá de un mero modus vivendi, esa disociación no debe
agotarse en una adaptación, privada de aspiraciones
cognitivas, del ethos religioso a las leyes impuestas de la
sociedad secular. Antes bien, el ordenamiento jurídico
universalista y la moral social igualitaria deben conectarse de
modo interno al ethos de la comunidad religiosa de modo que
los primeros se deduzcan de manera consistente a partir del
segundo. Para esa inserción (Einbettung), John Rawls escogió
la imagen de un módulo: a pesar de que ha sido construido
sobre fundamentos ideológicamente neutrales, ese módulo de
la justicia mundana debe poder insertarse en los respectivos
contextos de fundamentación ortodoxos (8).

Esa expectación normativa con la que el Estado liberal


confronta a las comunidades religiosas se da la mano con los
intereses propios de dichas comunidades en la medida en que
de este modo se les abre la posibilidad de ejercer, a través de
la opinión pública política, una influencia sobre la sociedad en
su conjunto. Ciertamente, las consecuencias de la tolerancia,
como muestran las distintas regulaciones del aborto más o
menos liberales, no reparten simétricamente entre creyentes
y no creyentes; pero también la conciencia secular tiene que

31
pagar un precio por el ejercicio de la libertad religiosa
negativa. De ella se espera la práctica de una autorreflexión
que permita familiarizarse con los límites de la ilustración.

En las sociedades pluralistas dotadas de una constitución


liberal, el concepto de tolerancia fuerza a los creyentes a
comprender, en su trato con los no creyentes o los creyentes
de otras religiones, que deben contar, razonablemente, con el
desacuerdo persistente de aquellos; pero por el otro lado, en
el marco de una cultura política liberal también se fuerza a los
no creyentes a asumir esa misma posibilidad en su trato con
los creyentes. Para el ciudadano carente de oído para la
religión, esto significa la nada trivial exigencia de determinar
autocríticamente la relación entre la fe y el saber desde la
perspectiva del saber global. Y es que la expectativa de una
falta de coincidencia persistente entre la fe y el saber sólo
merece el calificativo de racional si, a su vez, a las
convicciones religiosas también se les concede, desde el
punto de vista del saber secular, un estado epistémico no
totalmente irracional. Por eso, en la opinión pública política,
las visiones del mundo naturalistas, deudoras de una
elaboración especulativa de informaciones científicas, y
relevantes para la autoconciencia ética de los ciudadanos (9),
no tienen ni mucho menos preponderancia prima facie ante
las concepciones ideológicas o religiosas que les hacen la
competencia. La neutralidad ideológica de la autoridad

32
estatal, que garantiza las mismas libertades éticas para todos
los ciudadanos, es incompatible con la generalización política
de una visión del mundo secularista.
Los ciudadanos secularizados, en la medida en que actúen en
su papel de ciudadanos del Estado, no deben negarles en
principio a las visiones del mundo religiosas un potencial de
verdad, ni negarles a sus conciudadanos creyentes el derecho
a hacer aportaciones a los debates públicos utilizando un
lenguaje religioso. Una cultura política liberal puede esperar
incluso de los ciudadanos secularizados que tomen parte en
los esfuerzos para traducir las aportaciones relevantes del
lenguaje religioso a un lenguaje más accesible al público en
general.

33
JOSEPH RATZINGER

Ideas principales:

“La decisión mayoritaria no resuelve la cuestión de las bases


éticas del derecho y de cosas irrevocablemente justas”.

“Los derechos humanos son un repertorio de elementos


normativos que se han sustraído al juego de las mayorías”.

“La cuestión de la ley y la ética se ha desplazado para frenar


el poder anónimo del terrorismo global".

“La ciencia como tal no puede generar una ética y no se


obtiene conciencia ética mediante debates científicos”.

"Si el terrorismo se alimenta también de fanatismo religioso,


cabe preguntarse si superar la religión sería un progreso".

"Pero también cabe preguntarse, que dado que la razón no


es un potencia fiable, si no es necesario ponerle freno".

"Por tanto, es bueno plantearse la cuestión de si razón y


religión no debieran limitarse recíprocamente".

"Nos hemos de liberar de la falsa idea de que la fe ya no


tiene nada que decir a los hombres de hoy".

34
TEXTO COMPLETO DE LA INTERVENCIÓN

En la época de aceleración del ritmo de la evolución histórica


en la que nos encontramos, hay, a mi entender, ante todo dos
factores característicos de un fenómeno que hasta ahora se
había venido desarrollando lentamente: por un lado, la
formación de una sociedad global en la que los distintos
poderes políticos, económicos y culturales se han vuelto cada
vez más interdependientes y se rozan e interpenetran
recíprocamente en sus respectivos espacios vitales. El otro es
el desarrollo de las posibilidades humanas, del poder de crear
y destruir, que suscita mucho más allá de lo acostumbrado la
cuestión acerca del control jurídico y ético del poder. Por lo
tanto, adquiere especial fuerza la cuestión de cómo las
culturas en contacto pueden encontrar fundamentos éticos
que conduzcan su convergencia por el buen camino y puedan
construir una forma común, jurídicamente legitimada, de
delimitación y regulación del poder. El eco que ha encontrado
el proyecto de ética global presentado por Hans Küng
muestra, en cualquier caso, que la cuestión está abierta. Y eso
no cambia aunque se acepte la perspicaz crítica que
Spaemann dirige a ese proyecto (1), ya que a los dos factores
mencionados anteriormente se añade otro: en el proceso del
encuentro y la interpenetración de las culturas se han
quebrado en buena parte una serie de certezas éticas que
hasta ahora resultaban fundamentales. La cuestión de qué es

35
entonces realmente el bien, especialmente en el contexto
dado, y por qué hay que hacer el bien, aunque sea en
perjuicio propio, es una pregunta básica que sigue careciendo
de respuesta.
Me parece evidente que la ciencia como tal no puede generar
una ética, y que por lo tanto no puede obtenerse una
conciencia ética renovada como producto de los debates
científicos. Por otro lado, es indiscutible que la modificación
fundamental de la imagen del mundo y el ser humano a
consecuencia del incremento del conocimiento científico ha
contribuido decisivamente a la ruptura de las antiguas
certezas morales. Por lo tanto, sí existe una responsabilidad
de la ciencia hacia el ser humano como tal, y especialmente
una responsabilidad de la filosofía, que debería acompañar de
modo crítico el desarrollo de las distintas ciencias, y analizar
críticamente las conclusiones precipitadas y certezas
aparentes acerca de la verdadera naturaleza del ser humano,
su origen y el propósito de su existencia, o , dicho de otro
modo, expulsar de los resultados científicos los elementos
acientíficos con los que a menudo se mezclan, y así mantener
abierta la mirada hacia las dimensiones más amplias de la
verdad de la existencia humana, de los que la ciencia solo
permite mostrar aspectos parciales.

PODER Y LEY. En un sentido concreto, es tarea de la política


someter el poder al control de la ley a fin de garantizar que se

36
haga un uso razonable de él. No debe imponerse la ley del
más fuerte, sino la fuerza de la ley. El poder sometido a la ley
y puesto a su servicio es el polo opuesto a la violencia, que
entendemos como ejercicio del poder prescindiendo del
derecho y quebrantándolo. Por eso es importante para toda
sociedad superar la tendencia a desconfiar del derecho y sus
ordenamientos, pues solo así puede cerrarse el paso a la
arbitrariedad y se puede vivir la libertad como algo
compartido por toda la comunidad. La libertad sin ley es
anarquía y por ende destrucción de la libertad. La
desconfianza hacia la ley, la revuelta contra la ley se
producirán siempre que ésta deje de ser expresión de una
justicia al servicio de todos y se convierta en producto de la
arbitrariedad, en abuso por parte de los que tienen el poder
para hacer las leyes.

La tarea de someter el poder al control de la ley nos lleva, en


fin, a otra cuestión: ¿de dónde surge la ley, y cómo debe estar
configurada para que sea vehículo de la justicia y no privilegio
de aquellos que tienen el poder de legislar? Por un lado se
plantea, pues, la cuestión del origen de la ley, pero por el otro
también la cuestión de cuáles son sus propias proporciones
internas. La necesidad de que la ley no sea instrumento de
poder de unos pocos, sino expresión del interés común de
todos, parece, al menos en primera instancia, satisfecha
gracias a los instrumentos de la formación democrática de la

37
voluntad popular, ya que estos permiten la participación de
todos en la creación de la ley, y en consecuencia la ley
pertenece a todos y puede y debe ser respetada como tal.
Efectivamente, el hecho de que se garantice la participación
colectiva en la creación de las leyes y en la administración
justa del poder es el motivo fundamental para considerar la
democracia como la forma más adecuada de ordenamiento
político.

Y, sin embargo, a mi entender queda una pregunta por


responder. Dado que difícilmente puede lograrse la
unanimidad entre los seres humanos, los procesos de decisión
deben echar mano imprescindiblemente de mecanismos
como, por un lado, la delegación, y por el otro la decisión de
la mayoría, esta última de distintos grados según la
importancia de la cuestión a decidir. Pero las mayorías
también pueden ser ciegas o injustas. La historia nos
proporciona sobrados ejemplos de ello. Cuando una mayoría,
por grande que sea, sojuzga mediante leyes opresoras a una
minoría, por ejemplo religiosa o racial, ¿puede hablarse de
justicia, o incluso de derecho en sentido estricto? Así, el
principio de la decisión mayoritaria no resuelve tampoco la
cuestión de los fundamentos éticos del derecho, la cuestión
de si existen cosas que nunca pueden ser justas, es decir,
cosas que son siempre por sí mismas injustas, o,
inversamente, cosas que por su naturaleza siempre sean

38
irrevocablemente justas y que por lo tanto estén por encima
de cualquier decisión mayoritaria y deban ser respetadas
siempre por ésta.

La era contemporánea ha formulado, en las diferentes


declaraciones de los derechos humanos, un repertorio de
elementos normativos de ese tipo y los ha sustraído al juego
de las mayorías. La conciencia de nuestros días puede muy
bien darse por satisfecha con la evidencia interna de esos
valores. Pero esa clase de autolimitación de la indagación
también tiene carácter filosófico. Existen, pues, valores que se
sustentan por sí mismos, que tienen su origen en la esencia
del ser humano y que por tanto son intocables para todos los
poseedores de esa esencia. Más adelante volveremos a hablar
del alcance de una representación semejante, sobre todo
teniendo en cuenta que hoy en día esa evidencia no está
reconocida ni mucho menos en todas las culturas. El islam ha
definido un catálogo propio de los derechos humanos,
divergente del occidental. En China impera hoy una forma
cultural procedente de Occidente, el marxismo, pero eso no
impide a sus dirigentes preguntarse -si estoy bien informado-
si los derechos humanos no serán acaso un invento
típicamente occidental que debe ser cuestionado.

NUEVAS FORMAS DE PODER Y NUEVAS CUESTIONES EN


TORNO A SU CONTROL. Cuando se habla de la relación

39
entre el poder y la ley y de los orígenes del derecho, debe
contemplarse también con atención el fenómeno del poder
mismo. No pretendo definir la naturaleza del poder como tal,
sino esbozar los desafíos que se derivan de las nuevas formas
de poder que se han desarrollado en los últimos cincuenta
años. En los primeros años posteriores a la Segunda Guerra
Mundial imperaba el horror ante el nuevo poder de
destrucción que había adquirido el ser humano con la
invención de la bomba atómica. El hombre se veía de repente
capaz de destruirse a sí mismo y a su planeta. Se imponía la
pregunta: ¿qué mecanismos políticos son necesarios para
impedir esa destrucción? ¿Cómo pueden crearse esos
mecanismos y hacerlos efectivos? ¿Cómo pue-den movilizarse
las fuerzas éticas capaces de dar cuerpo a esas formas
políticas y dotarlas de efectividad? Pero lo que nos preservó
de facto de los horrores de la guerra nuclear durante un largo
periodo fue la competencia entre los bloques de poder
opuestos y su temor a desencadenar su propia destrucción si
provocaban la del otro. La limitación recíproca del poder y el
temor por la propia supervivencia se revelaron como las
únicas fuerzas capaces de salvar a la humanidad.

Lo que nos angustia en nuestros días no es el temor a una


guerra a gran escala, sino el miedo al terror omnipresente,
que puede golpear eficazmente en cualquier momento y

40
lugar. Ahora nos damos cuenta de que la humanidad no
necesita una guerra a gran escala para hacer imposible la
vida en el planeta. Los poderes anónimos del terror, que
pueden hacerse presentes en todo lugar, son lo bastante
fuertes para infiltrarse en nuestra vida cotidiana, y ello sin
excluir que elementos criminales puedan tener acceso a los
grandes potenciales de destrucción y desencadenar así el
caos a escala mundial desde fuera de las estructuras políticas.
Así, la cuestión en torno a la ley y la ética se ha desplazado
hacia otro terreno: ¿de qué fuentes se alimenta el terrorismo?
¿Cómo podemos poner freno desde dentro a esa nueva
enfermedad del género humano?A este respecto, resulta muy
inquietante que el terrorismo consiga, aunque sea
parcialmente, dotarse de legitimidad. Los mensajes de Bin
Laden presentan el terror como la respuesta de los pueblos
excluidos y oprimidos a la arrogancia de los poderosos, como
el justo castigo a la soberbia de estos y a su autoritarismo y
crueldad sacrílegos. Parece claro que esa clase de
motivaciones resultan convincentes para las personas que
viven en determinados entornos sociales y políticos. En parte,
el comportamiento terrorista también es presentado como
defensa de la tradición religiosa frente al carácter impío de la
sociedad occidental.

En este punto cabe hacerse una pregunta sobre la que


igualmente deberemos volver después: si el terrorismo se

41
alimenta también del fanatismo religioso -y efectivamente, así
es-, ¿debemos considerar la religión como un poder redentor
y salvífico o más bien como una fuerza arcaica y peligrosa,
que erige falsos universalismos y conduce, con ellos, a la
intolerancia y el terror? ¿No debería la religión ser sometida a
la tutela de la razón y limitada severamente?Y en tal caso,
¿quién sería capaz de hacerlo? ¿Cómo habría que hacerlo?
Pero la pregunta más importante sigue siendo: si la religión se
pudiera ir suprimiendo paulatinamente, si se pudiera ir
superando, ¿representaría tal cosa un necesario progreso de
la humanidad en su camino hacia la libertad y la tolerancia
universal o no?

En los últimos tiempos ha pasado a primer plano otra forma


de poder que en principio aparenta ser de naturaleza
plenamente benéfica y digna de todo aplauso, pero que en
realidad puede convertirse en una nueva forma de amenaza
contra el ser humano. Hoy en día, el hombre es capaz de
crear hombres, de fabricarlos en una probeta, por así decirlo.
El ser humano se convierte así en producto, y con ello se
invierte radicalmente la relación del ser humano consigo
mismo. Ya no es un regalo de la naturaleza o del Dios creador:
es un producto de sí mismo. El hombre ha penetrado en el
sanctasanctórum del poder, ha descendido al manantial de su
propia existencia. La tentación de intentar construir ahora por
fin el ser humano correcto, de experimentar con seres

42
humanos, y la tentación de ver al ser humano como un
desecho y en consecuencia quitarlo de en medio, no es
ninguna creación fantasiosa de moralistas enemigos del
progreso.

Si antes habíamos de preguntarnos si la religión es realmente


una fuerza moral positiva, ahora debemos poner en duda que
la razón sea una potencia fiable. Al fin y al cabo, también la
bomba atómica fue un producto de la razón; al fin y al cabo, la
crianza y selección de seres humanos han sido también
concebidas por la razón. ¿No sería, pues, ahora la razón lo que
debe ser sometido a vigilancia? Pero ¿quién o qué se
encargaría de ello? ¿O quizá sería mejor que la religión y la
razón se limitaran recíprocamente, se contuvieran la una a la
otra y se ayudaran mutuamente a enfilar el buen camino? En
este punto se plantea de nuevo la cuestión de cómo, en una
sociedad global con sus mecanismos de poder y con sus
fuerzas desencadenadas, así como con sus diferentes puntos
de vista acerca del derecho y la moral, es posible encontrar
una evidencia ética eficaz con suficiente capacidad de
motivación y autoridad para dar respuesta a los desafíos que
he apuntado y ayudar a superarlos.

FUNDAMENTOS DEL DERECHO: LEY-NATURALEZA-


RAZÓN. En este punto se impone ante todo echar una mirada
a situaciones históricas comparables a la nuestra, suponiendo

43
que sea posible la comparación. En cualquier caso vale la
pena recordar brevemente que Grecia también tuvo su propia
Ilustración, que la validez del derecho fundamentado en lo
divino dejó de ser evidente y que se hizo necesario indagar en
busca de fundamentos más profundos del derecho. Así nació
la idea de que frente al derecho positivo, que podía ser
injusto, debía existir un derecho que surgiera de la naturaleza,
de la esencia del hombre, y que había que encontrarlo y
usarlo para corregir los defectos del derecho positivo.

En una época más cercana a nosotros, podemos examinar la


doble fractura que se produjo en la conciencia europea en el
inicio de la modernidad, y que puso las bases para una nueva
reflexión sobre el contenido y los orígenes del derecho. En
primer lugar está el desbordamiento de las fronteras del
mundo europeo-cristiano, que se consumó con el
descubrimiento de América. En ese momento se entró en
contacto con pueblos ajenos al entramado de la fe y el
derecho cristianos, que hasta entonces había sido el origen y
el modelo de la ley para todos. No había nada en común con
esos pueblos en el terreno jurídico. Pero ¿eso significaba que
carecían de leyes, como algunos afirmaron -y pusieron en
práctica- por entonces, o bien había que postular la existencia
de un derecho que, situado por encima de todos los sistemas
jurídicos, vinculara y guiara a los seres humanos cuando
entraran en contacto diferentes culturas? Ante esa situación,

44
Francisco de Vitoria puso nombre una idea que ya estaba
flotando en el ambiente: la del ius gentium (literalmente el
derecho de los pueblos), donde la palabra gentes se asocia,
sobre todo, a la idea de paganos, de no cristianos. Se trata de
una concepción del derecho como algo previo a la concreción
cristiana del mismo, y que debe regular la correcta relación
entre todos los pueblos.

La segunda fractura en el mundo cristiano se produjo dentro


de la cristiandad misma debido al cisma, que dividió la
comunidad de los cristianos en diversas comunidades
opuestas entre sí, a veces de modo hostil. De nuevo fue
necesario desarrollar una noción del derecho previa al dogma,
o por lo menos una base jurídica mínima cuyos fundamentos
no podían estar ya en la fe, sino en la naturaleza, en la razón
del hombre. Hugo Grotius, Samuel von Pufendorf y otros
desarrollaron la idea del derecho natural como una ley basada
en la razón, que otorga a ésta la condición de órgano de
construcción común del derecho, más allá de las fronteras
entre confesiones.

El derecho natural ha seguido siendo -en especial en la Iglesia


católica- la figura de argumentación con la que se apela a la
razón común en el diálogo con la sociedad secular y con otras
comunidades religiosas y se buscan los fundamentos para un
entendimiento en torno a los principios éticos del derecho en

45
una sociedad secular pluralista. Pero por desgracia el derecho
natural ha dejado de ser una herramienta fiable, de modo que
en este diálogo renunciaré a basarme en él. La idea del
derecho natural presuponía un concepto de naturaleza en el
que naturaleza y razón se daban la mano y la naturaleza
misma era racional. Pero esta visión ha entrado en crisis con
el triunfo de la teoría de la evolución. La naturaleza como tal,
se nos dice, no es racional, aunque existan en ella
comportamientos racionales: ese es el diagnóstico
evolucionista, que hoy en día parece poco menos que
indiscutible (2). De las diferentes dimensiones del concepto
de naturaleza en las que se fundamentó originariamente el
derecho natural, solo permanece, pues, aquella que Ulpiano
(principios del siglo III después de Cristo) resumió en la
conocida frase: "Ius naturae est, quod natura omnia animalia
docet" (3). Pero precisamente esa idea no basta para nuestra
indagación, en la que no se trata de aquello que afecta a
todos los animalia, sino de cuestiones que corresponden
específicamente al hombre, que han surgido de la razón
humana y que no pueden resolverse sin recurrir a la razón.

El último elemento que queda en pie del derecho natural (que


en lo más hondo pretendía ser un derecho racional, por lo
menos en la modernidad) son los derechos humanos, los
cuales no son comprensibles si no se acepta previamente que
el hombre por sí mismo, simplemente por su pertenencia a la

46
especie humana, es sujeto de derechos, y su existencia
misma es portadora de valores y normas, que pueden
encontrarse, pero no inventarse. Quizá hoy en día la doctrina
de los derechos humanos debería complementarse con una
doctrina de los deberes humanos y los límites del hombre, y
esto podría quizá ayudar a renovar la pregunta en torno a si
puede existir una razón de la naturaleza y por lo tanto un
derecho racional aplicable al hombre y su existencia en el
mundo. Un diálogo de esas características solo sería posible si
se llevara a cabo y se interpretara a escala intercultural. Para
los cristianos ese concepto tendría que ver con la Creación y
el Creador. En el mundo hindú correspondería al concepto del
Dharma, la ley interna del ser, y en la tradición china a la idea
de los órdenes del cielo.

LA INTERCULTURALIDAD Y SUS CONSECUENCIAS. Antes


de intentar llegar a alguna conclusión, quisiera transitar
brevemente por la senda en la que acabo de adentrarme. A
mi entender, hoy en día la interculturalidad es una dimensión
imprescindible de la discusión en torno a cuestiones
fundamentales de la naturaleza humana, que no puede
dirimirse únicamente dentro del cristianismo ni de la tradición
racionalista occidental. Es cierto que ambos se consideran,
desde su propia perspectiva, fenómenos universales, y lo son
quizá también de iure; pero de facto tienen que reconocer que
solo son aceptados en partes de la humanidad, y solo para

47
esas partes de la humanidad resultan comprensibles. Con
todo, el número de las culturas en competencia es en realidad
mucho más limitado de lo que podría parecer.

Ante todo es importante tener en cuenta que dentro de los


diferentes espacios culturales no existe unanimidad, y todos
ellos están marcados por profundas tensiones en el seno de
su propia tradición cultural. En Occidente esto salta a la vista.
Aunque la cultura secular rigurosamente racional, de la que el
señor Habermas nos acaba de dar un excelente ejemplo,
ocupa un papel predominante y se concibe a sí misma como
el elemento cohesionador, lo cierto es que la concepción
cristiana de la realidad sigue siendo una fuerza activa. A
veces, estos polos opuestos se encuentran más cercanos o
más lejanos, y más o menos dispuestos a aprender el uno del
otro o rechazarse mutuamente.

También el espacio cultural islámico está atravesado por


tensiones similares; hay una gran diferencia entre el
absolutismo fanático de un Bin Laden y las posturas abiertas a
la racionalidad y la tolerancia. El tercer gran espacio cultural,
la civilización india, o, más exactamente, los espacios
culturales del hinduismo y el budismo, están también sujetos
a tensiones parecidas, por más que, al menos desde nuestro
punto de vista, puedan parecer menos dramáticas. También
esas culturas, a su vez, se ven sometidas a la presión de la

48
racionalidad occidental y a la de la fe cristiana, ambas
presentes en sus ámbitos, y asimilan tanto una cosa como la
otra de formas muy variables, sin dejar de mantener pese a
todo su propia identidad. Las culturas tribales de África (y
también las de América Latina, que experimentan un
resurgimiento gracias a la acción de determinadas teologías
cristianas) completan el panorama. En buena parte parecen
poner en cuestión la racionalidad occidental, pero al mismo
tiempo también la aspiración universal de la revelación
cristiana.

¿Qué se deduce de todo esto? Para empezar, tal como lo veo,


el hecho de que las dos grandes culturas de Occidente, la de
la fe cristiana y la de la racionalidad secular, no son
universales, por más que ambas ejerzan una influencia
importante, cada una a su manera, en el mundo entero y en
todas las demás culturas. En ese sentido, la pregunta del
compañero iraní del señor Habermas me parece de una cierta
entidad; se preguntaba si desde el punto de vista de la
sociología de la religión y la comparación entre culturas, no
sería la secularización europea la anomalía necesitada de
corrección. Personalmente no creo imprescindible, ni siquiera
necesario, buscar la clave de esa pregunta en la atmósfera
intelectual de Carl Schmitt, Martin Heidegger y Leo Strauss, es
decir, de una situación europea marcada por la fatiga del
racionalismo. Lo cierto es, en cualquier caso, que nuestra

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racionalidad secular, por más plausible que aparezca a la luz
de nuestra razón configurada a la manera de Occidente, no es
capaz de acceder a toda ratio, y que en su intento de hacerse
innegable acaba topando con sus límites. Su evidencia está
ligada fácticamente a determinados contextos culturales, y
debe reconocer que no es reproducible como tal en el
conjunto de la humanidad y, en consecuencia, no puede ser
operativa a escala global. En otras palabras, no existe una
definición del mundo, ni racional, ni ética ni religiosa con la
que todos estén de acuerdo y que pueda servir de soporte
para todas las culturas; o por lo menos actualmente es
inalcanzable. Por eso mismo, esa ética denominada global
tampoco pasa de ser una mera abstracción.

CONCLUSIONES. ¿Qué se puede hacer, pues? En lo que


respecta a las consecuencias prácticas, estoy en gran medida
de acuerdo con lo expuesto por el señor Habermas acerca de
la sociedad postsecular, la disposición al aprendizaje y la
autolimitación por ambas partes. Voy a resumir mi propio
punto de vista en dos tesis y con ello concluiré mi
intervención.

1. Hemos visto que en la religión existen patologías


sumamente peligrosas, que hacen necesario contar con
la luz divina de la razón como una especie de órgano de
control encargado de depurar y ordenar una y otra vez la

50
religión, algo que, por cierto, ya preveían los padres de la
Iglesia (4). Pero a lo largo de nuestras reflexiones hemos
visto igualmente que también existen patologías de la
razón (de las que la humanidad hoy en día no es
consciente, por lo general), una desmesurada arrogancia
de la razón que resulta incluso más peligrosa debido a su
potencial eficiencia: la bomba atómica, el ser humano
entendido como producto. Por eso también la razón
debe, inversamente, ser consciente de sus límites y
aprender a prestar oído a las grandes tradiciones
religiosas de la humanidad. Cuando se emancipa por
completo y pierde esa disposición al aprendizaje y esa
relación correlativa, se vuelve destructiva.
Hace poco, Kurt Hübner formuló una exigencia similar,
afirmando que esa tesis no implica un inmediato "retorno
a la fe", sino "que nos liberemos de la idea enormemente
falsa de que la fe ya no tiene nada que decir a los
hombres de hoy en día, porque contradice su concepto
humanista de la razón, la ilustración y la libertad" (5). De
acuerdo con esto, yo hablaría de la necesidad de una
relación correlativa entre razón y fe, razón y religión, que
están llamadas a depurarse y redimirse recíprocamente,
que se necesitan mutuamente y que deben reconocerlo
ante el otro lado.

51
2. Esta regla básica debe concretizarse luego de modo
práctico en el contexto intercultural de nuestro presente.
Sin duda, los dos grandes agentes de esa relación
correlativa son la fe cristiana y la racionalidad secular
occidental. Esto puede y debe afirmarse sin caer en un
equivocado eurocentrismo. Ambos determinan la
situación mundial en una medida mayor que las demás
fuerzas culturales. Pero eso no significa que las otras
culturas puedan dejarse de lado como una especie de
quantité négligeable. Eso representaría una muestra de
arrogancia occidental que pagaríamos muy cara y que de
hecho ya estamos pagando en parte. Es importante que
las dos grandes componentes de la cultura occidental se
avengan a escuchar y desarrollen una relación
correlativa también con esas culturas. Es importante
darles voz en el ensayo de una correlación polifónica en
el que ellas mismas descubran lo que razón y fe tienen
de esencialmente complementario, a fin de que pueda
desarrollarse un proceso universal de depuración en el
que, al cabo, todos los valores y normas conocidos o
intuidos de algún modo por los seres humanos puedan
adquirir una nueva luminosidad, a fin de que aquello que
mantiene unido el mundo recobre su fuerza efectiva en
el seno de la humanidad.

52
53
Comentarios del Blog:
Alemania: economía, sociedad y
política.

Jueves, 02 junio 2005


Sobre las bases morales prepolíticas del Estado liberal
I: Razón secular y religión en el Estado moderno
Jürgen
Habermas (1)

Ponencia leída por Jürgen Habermas, el 19 de enero de 2004, en la "Tarde de


discusión" junto a Joseph Ratzinger, organizada por la Academia Católica de
Baviera en Munich. El tema fue: "Las bases morales prepolíticas del Estado
liberal".

El tema de discusión que se nos ha propuesto recuerda una


pregunta planteada a mediados de los años sesenta en el
contexto del debate alemán acerca del fundamento de
obligatoriedad de la constitución: si el Estado liberal
secularizado vive de presupuestos normativos que él mismo
no puede garantizar.

En esta pregunta se expresa la duda de si el Estado


constitucional democrático puede cubrir con sus propios

54
recursos los fundamentos normativos en los que ese Estado
se basa.

Se expresa también la conjetura de que ese Estado depende


de tradiciones autóctonas de cosmovisiones o religiosas, en
todo caso tradiciones éticas colectivamente vinculantes. Esto
pondría en aprietos a un Estado que está obligado a mantener
la neutralidad en lo que se refiere a cosmovisiones,
precisamente en atención al "hecho del pluralismo" (Rawls).

Para dar respuesta a este problema, distinguiré primero dos


aspectos: la cuestión de la posibilidad de una justificación
secular del derecho y la posibilidad de que, desde el punto de
vista de la motivación de los ciudadanos, una sociedad
secular sea capaz de mantener su estabilidad. Luego
examinaré el problema que plantea para un orden político
liberal la necesidad de solidaridad de sus ciudadanos. El
tratamiento de esta cuestión me permitirá plantear un modelo
de relación entre la filosofía secular y la religión. Finalmente,
a la luz de este modelo, identificaré las exigencias que un
Estado liberal plantea tanto a creyentes como a los no
creyentes.

Primero

55
La justificación secular del derecho. El liberalismo político que
yo defiendo bajo la forma especial de un republicanismo
kantiano se entiende como una justificación no religiosa y
postmetafísica de los fundamentos normativos del Estado
constitucional democrático.

Esta teoría se mueve en la tradición del derecho racional, que


renuncia a las fuertes presuposiciones tanto cosmológicas
como relativas a la historia de la salvación, que
caracterizaban a las doctrinas clásicas y religiosas del derecho
natural.
La fundamentación postkantiana de los principios
constitucionales liberales ha tenido que enfrentarse en el siglo
XX, no tanto a la nostalgia de un derecho natural objetivo o de
una ética material de los valores, sino más bien a formas de
crítica de tipo historicista y empirista. Conforme a mi punto de
vista, son suficientes presuposiciones débiles acerca del
contenido normativo de la estructura comunicativa de las
formas de vida socioculturales para defender contra el
contextualismo un concepto no derrotista de razón, y contra
el positivismo jurídico un concepto no decisionista de validez
jurídica.

La tarea central consiste en este sentido en explicar, en


primer lugar, por qué el proceso democrático se considera un
procedimiento de establecimiento legítimo del derecho o de

56
creación legítima del derecho. La respuesta es que, en cuanto
cumple condiciones de una formación inclusiva y discursiva
de la opinión y de la voluntad, el proceso democrático permite
fundar la conjetura de una aceptabilidad racional de los
resultados.

En segundo lugar, debe explicarse por qué la democracia y los


derechos del hombre son las dimensiones normativas básicas
que nos aparecen siempre originalmente entrelazadas en lo
que son nuestras constituciones, es decir, en lo que en
Occidente ha venido siendo el establecimiento mismo de una
constitución. La respuesta es que la institucionalización
jurídica del procedimiento de creación democrática del
derecho exige que se garanticen a la vez tanto los derechos
fundamentales de tipo liberal como los derechos
fundamentales de tipo político ciudadano.
El punto de referencia de esta estrategia de fundamentación
es la constitución que se dan a sí mismos los ciudadanos
asociados, y no la domesticación de un poder estatal ya
existente, pues ese poder ha de empezar generándose por la
vía del establecimiento democrático de una constitución. Un
poder estatal "constituido" y no sólo constitucionalmente
domesticado es siempre un poder juridificado hasta en su
núcleo más íntimo, de suerte que el derecho penetra
totalmente el poder político.

57
La cuestión es, pues, si un orden constitucional totalmente
"positivado" necesita todavía de la religión o de algún otro
"poder sustentador" para asegurar cognitivamente los
fundamentos que lo legitiman.

Conforme a una determinada lectura, la pretensión de validez


del derecho positivo dependería de una fundamentación en
convicciones de tipo ético-prepolítico, de las que serían
portadoras las comunidades religiosas o las comunidades
nacionales, porque tal orden jurídico no podría legitimarse
autorreferencialmente a partir sólo de procedimientos
jurídicos generados democráticamente.

Pero si se concibe al procedimiento democrático como un


método para generar la legitimidad a partir de la legalidad, no
surge ningún déficit de validez que hubiera que rellenar
mediante moralidad.

Así, pues, existe una concepción procedimental, inspirada por


Kant, de una fundamentación autónoma de los principios
constitucionales que, conforme a su pretensión, resulta
racionalmente aceptable para todos los ciudadanos.

Segundo

58
La motivación de los ciudadanos. Aun cuando se parta de la
base de que la constitución del Estado liberal puede cubrir su
necesidad de legitimación en términos autosuficientes, sigue
en pie, con todo, la duda en lo que respecta a la motivación
de los ciudadanos.

Efectivamente, los presupuestos normativos en que se asienta


el Estado constitucional democrático son más exigentes en lo
que respecta al papel de ciudadanos, que se entienden como
autores del derecho, que en lo que se refiere al papel de
personas privadas o de miembros de la sociedad, que son los
destinatarios de ese derecho que se produce en el papel del
ciudadano.

De los destinatarios del derecho sólo espera que en la


realización de sus libertades no transgredan los límites que la
ley les impone. Pero algo bien distinto es lo que se supone en
lo que respecta a las motivaciones y actitudes que se esperan
de los ciudadanos precisamente en el papel de colegisladores
democráticos.

Los ciudadanos han de ejercitar activamente sus derechos de


comunicación y sus derechos de participación, y no sólo en
función de su propio interés bien entendido, sino orientándose
al bien de todos. Esto exige la complicada y frágil puesta en
juego de una motivación, que no es posible imponer por vía

59
legal. De ahí que las virtudes políticas sean esenciales para la
existencia de una democracia. Esas virtudes son un asunto de
la socialización, y del acostumbrarse a las prácticas y a la
forma de pensar de una cultura política traspasada por el
ejercicio de la libertad política y de la ciudadanía.

Por tanto, el estatus de ciudadano político está en cierta


medida inserto en una sociedad civil que vive de fuentes
espontáneas, y, si se quiere, "prepolíticas".

Pero de ello no se deduce que el Estado liberal sea incapaz de


reproducir sus propios presupuestos motivacionales a partir
de su propio potencial secular, no-religioso. Los motivos para
una participación de los ciudadanos en la formación política
de la opinión y de la voluntad colectiva se nutren,
ciertamente, de proyectos éticos de vida (es decir, de ideales
de existencia) y de formas culturales de vida. Pero las
prácticas democráticas desarrollan su propia dinámica
política.

El Estado de derecho articulado en términos de constitución


democrática garantiza no sólo libertades negativas para los
miembros de la sociedad que, como tales, de lo que se
preocupan es de su propio bienestar, sino que ese Estado, al
desatar las libertades comunicativas, moviliza también la
participación de los ciudadanos en una disputa pública acerca

60
de temas que conciernen a todos en común. El "lazo
unificador" es el proceso democrático mismo, en el que en
última instancia lo que está en discusión es la comprensión
correcta de la propia constitución.

Viernes, 03 junio 2005


Sobre las bases morales prepolíticas del Estado liberal
II: Razón secular y religión en el Estado - Jürgen
Habermas (2)

Tercero

El agotamiento de las fuentes de la solidaridad. Conforme a


las consideraciones que hemos hecho hasta aquí, la
naturaleza secular del Estado constitucional democrático no
presenta, pues, ninguna debilidad interna, inmanente al
proceso político como tal, que en sentido cognitivo o en
sentido motivacional pusiese en peligro su autoestabilización.
Pero con ello no están excluidas todavía las razones externas.

Una modernización descarrilada de la sociedad en conjunto


podría aflojar el lazo democrático y consumir aquella
solidaridad de la que depende el Estado democrático sin que
él pueda imponerla jurídicamente. Y entonces se produciría
precisamente la situación temida: la transformación de los

61
miembros de las prósperas y pacíficas sociedades liberales en
átomos aislados, que actúan interesadamente, que no hacen
sino lanzar sus derechos subjetivos como armas, los unos
contra los otros.

Evidencias de tal desmoronamiento de la solidaridad


ciudadana se hacen sobre todo visibles en esos contextos más
amplios que representan la dinámica de una economía
mundial y de una sociedad mundial, las que aún carecen de
un marco político adecuado desde el que pudieran ser
controladas. Los mercados asumen crecientemente funciones
de regulación en ámbitos de la existencia cuya integración era
de tipo político o se producía a través de formas prepolíticas
de comunicación.

Con ello, no solamente esferas de la existencia privada pasan


a asentarse en creciente medida sobre los mecanismos de la
acción orientada al propio éxito particular, sino que también
se contrae el ámbito de lo que queda sometido a la necesidad
de legitimarse públicamente.

Se produce un reforzamiento del privatismo ciudadano a


causa de la desmoralizadora pérdida de función de una
formación democrática de la opinión y de la voluntad
colectiva.

62
Las teorías postmodernas, situándose en el plano de una
crítica de la razón, entienden estas crisis como el resultado
lógico del programa de una racionalización cultural y social
que no tiene más remedio que resultar autodestructiva.

En el marco de este escepticismo radical, en lo que toca a la


razón, vuelve a encontrar resonancia el teorema de que a una
modernidad casi descalabrada sólo puede sacarla del
atolladero la orientación hacia un punto de referencia
trascendente.

A mí me parece que es mucho mejor, o que es más


productivo, no exagerar en términos de una crítica de la razón
la cuestión de si una modernidad que se ha vuelto
ambivalente podrá estabilizarse sola a partir de las fuerzas
seculares de una razón comunicativa, sino tratar tal cuestión
de forma no dramática como una cuestión empírica que debe
considerarse abierta.

Pero en vez de seguir esta vía de discusión quiero mencionar


una posible ramificación del diálogo en un sentido distinto,
que resulta también obvia. Me refiero a que en el curso de la
reciente radicalización de la crítica de la razón, también la
filosofía se ha dejado mover hacia una reflexión acerca de sus
propios orígenes religiosos metafísicos, dando lugar a intentos
de renovación de una teología filosófica.

63
Cuarto

El interés de la filosofía secular en la religión. Desde luego,


una filosofía que permanezca consciente de su falibilidad, y de
su frágil posición dentro de la diferenciada morada de una
sociedad moderna, tiene que atenerse a una distinción
genérica entre un discurso secular que, por su propia
pretensión, es un discurso de todos y accesible a todos, y un
discurso religioso, que es dependiente de las verdades
religiosas reveladas.

A diferencia de lo que sucedía en Kant y en Hegel, esta


delimitación discursiva no lleva asociada la pretensión
filosófica de decidir qué es lo verdadero y qué lo falso en el
contenido de las tradiciones religiosas que quedan allende el
saber mundano socialmente institucionalizado.

El respeto que va de la mano de este abstenerse


cognitivamente de todo juicio en este terreno se funda en el
respeto por las personas y formas de vida que evidentemente
extraen su propia integridad y su propia autenticidad de sus
convicciones religiosas. Pero el respeto no es aquí todo, sino
que la filosofía tiene también muy buenas razones para
mostrarse dispuesta a aprender de las tradiciones religiosas.

64
En las Sagradas Escrituras y en las tradiciones religiosas han
quedado articuladas intuiciones acerca de la culpa y la
redención, acerca de lo que puede ser la salida salvadora de
una vida que se ha experimentado como carente de
salvación, intuiciones que se han venido deletreando y
subrayando sutilmente durante milenios y que se han
mantenido hermenéuticamente vivas.

Por eso en la vida comunitaria de las comunidades religiosas,


en la medida en que logran evitar el dogmatismo y la coerción
sobre las conciencias, permanece intacto algo que en otros
lugares se ha perdido y que tampoco puede reconstruirse con
sólo el saber profesional de los expertos. Me refiero a
posibilidades de expresión suficientemente diferenciadas y a
sensibilidades suficientemente diferenciadas en lo que
respecta a la vida malograda y fracasada, a patologías
sociales, al malogro de proyectos de vida individual y a las
deformaciones de contextos de vida distorsionados.

A partir de la asimetría de pretensiones epistémicas entre


filosofía y religión, se puede fundamentar una disponibilidad
de la filosofía a aprender de la religión, y no por razones
funcionales, sino por razones de contenido. La mutua
compenetración de Cristianismo y metafísica griega, por
ejemplo, no sólo dio lugar a la configuración espiritual y
conceptual que cobró la dogmática teológica. También

65
fomentó una apropiación de contenidos genuinamente
cristianos por parte de la filosofía.

Ese trabajo de apropiación cuajó en redes conceptuales de


alta carga normativa, como fueron las formadas por los
conceptos de responsabilidad, autonomía y justificación, las
formadas por los conceptos de historia, memoria, nuevo
comienzo, innovación y retorno, las formadas por los
conceptos de emancipación y cumplimiento, por los conceptos
de extrañamiento, interiorización y encarnación, o por los
conceptos de individualidad y comunidad.

Ese trabajo de apropiación transformó el sentido religioso


original, pero no deflacionándolo ni vaciándolo, ni tampoco
consumiéndolo o despilfarrándolo. La traducción de que el
hombre es imagen de Dios a la idea de una igual dignidad de
todos los hombres que hay que respetar incondicionalmente
es una de esas traducciones salvadoras.

Es una de esas traducciones que abre el contenido de los


conceptos bíblicos al público universal de quienes profesan
otras creencias o de quienes simplemente no son creyentes.

Sobre la base de esta experiencia de la liberalización


secularizada de potenciales de significado encapsulados en
las religiones podemos dar al teorema un sentido que ya no

66
tiene por qué resultar capcioso. Es también en interés del
propio Estado constitucional que se debe tratar con respeto y
cuidado a todas aquellas fuentes culturales de las que se
alimenta la conciencia normativa de solidaridad de los
ciudadanos.

Es esta conciencia que se ha vuelto conservadora, lo que se


refleja en la expresión "sociedad postsecular". En la
conciencia pública de una sociedad postsecular se refleja una
intuición normativa que tiene consecuencias para el trato
político entre ciudadanos creyentes y ciudadanos no
creyentes. En la "sociedad postsecular" termina imponiéndose
la convicción de que "la modernización de la conciencia
pública" acaba abrazando por igual a las mentalidades
religiosas y a las mentalidades mundanas y cambia a ambas
reflexivamente.

Pues ambas partes, con tal de que entiendan en común la


secularización de la sociedad como un proceso de
aprendizaje, pueden hacer su contribución a temas
controvertidos en el espacio público, y entonces también
tomarse mutuamente en serio por razones cognitivas.

Quinto

67
Lo que el Estado liberal espera de creyentes y no creyentes.
La conciencia religiosa se ha visto ciertamente obligada a
hacer procesos de adaptación. Toda religión es originalmente
"imagen del mundo" o, como dice Rawls, una doctrina
omnicomprensiva, y ello también en el sentido de que
reclama autoridad para estructurar una forma de vida en
conjunto.

A esta pretensión de monopolio interpretativo o de


configuración global de la existencia hubo de renunciar la
religión al producirse la secularización del saber, y al
imponerse la neutralidad religiosa inherente al poder estatal y
la libertad generalizada de religión.

Además, con la diferenciación funcional de subsistemas


sociales, la vida religiosa de la comunidad se separa también
de su entorno social. El papel de miembro de esa comunidad
religiosa se diferencia del papel de persona privada o de
miembro de la sociedad, en el sentido de que ambos papeles
dejan de solaparse ya exactamente. Y como el Estado liberal
depende de una integración política de los ciudadanos que
tiene que ir más allá de un mero modus vivendi, es decir, que
tiene que contener un fuerte contenido normativo autónomo,
esta diferenciación que se produce en el carácter de miembro
de las distintas esferas sociales no puede reducirse a una
mera adaptación del hecho religioso a las normas impuestas

68
por la sociedad secular, en términos tales que el ethos
religioso renunciase a toda clase de pretensión.
Más bien, el orden jurídico universalista y la moral social
igualitaria han de quedar conectados desde dentro al ethos de
la comunidad religiosa de suerte que lo primero pueda
también seguirse consistentemente de lo segundo. Para esta
"inserción", John Rawls ha recurrido a la imagen de un
módulo. Este módulo de la justicia mundana, pese a que esté
construido con ayuda de razones que son neutrales en lo
tocante a cosmovisión, tiene que encajar en los contextos de
fundamentación de la ortodoxia religiosa de que se trate.

Esta expectativa normativa con la que el Estado liberal


confronta a las comunidades religiosas concuerda con los
propios intereses de éstas en el sentido de que con ello les
queda abierta la posibilidad de ejercer su influencia sobre la
sociedad en su conjunto a través del espacio público-político.

Ciertamente, las cargas de la tolerancia, como demuestran las


regulaciones más o menos liberales acerca del aborto, no
están distribuidas simétricamente entre creyentes y no
creyentes. Pero tampoco para la conciencia secular el goce de
la libertad negativa que representa la libertad religiosa se
produce sin costes. Pues de esa conciencia se espera que se
ejercite a sí misma en un trato autorreflexivo con los límites
de la Ilustración.

69
La comprensión de la tolerancia por parte de las sociedades
pluralistas articuladas por una constitución liberal, no
solamente exige de los creyentes que en el trato con los no
creyentes y con los que creen de otra manera se hagan a la
evidencia de que razonablemente habrán de contar con la
persistencia indefinida de un disenso. En el marco de una
cultura política liberal también se exige de los no creyentes
que se hagan asimismo a esa evidencia en el trato con los
creyentes.

Para un ciudadano religiosamente amusical esto significa la


exigencia nada trivial de determinar también
autocríticamente la relación entre fe y saber desde la
perspectiva del propio saber mundano.

Pues, después de todo, la expectativa de una persistencia de


la no-concordancia entre fe y saber sólo merece el predicado
de "racional", si, también desde el punto de vista del saber
secular, se admite para las convicciones religiosas un estatus
epistémico que no quede calificado simplemente de irracional.

Así pues, en el espacio público-político las cosmovisiones


naturalistas que se deben a una elaboración especulativa de
informaciones científicas y que son relevantes para la
autocompren-sión ética de los ciudadanos, de ninguna

70
manera gozan "prima facie" de un privilegio frente a las
concepciones de cosmovisiones o religiosas que están en
competencia con ellas.

La neutralidad del poder del Estado que garantiza iguales


libertades éticas para cada ciudadano es incompatible con
cualquier intento de generalizar políticamente una visión
secular del mundo. Y los ciudadanos secularizados, cuando se
presentan y actúan en su papel de ciudadanos, ni pueden
negar en principio a las cosmovisiones religiosas un potencial
de verdad, ni tampoco pueden discutir a sus conciudadanos
creyentes el derecho a hacer contribuciones en su lenguaje
religioso a las discusiones públicas.

Una cultura política liberal puede esperar incluso de los


ciudadanos secularizados que participen en los esfuerzos por
traducir contribuciones relevantes del lenguaje religioso a un
lenguaje públicamente accesible.

Sábado, 04 junio 2005


Sobre las bases morales prepolíticas del Estado liberal
III: Razón secular y religión en el Estado - Joseph
Ratzinger (1)

71
Ponencia leída por el cardenal Joseph Ratzinger -hoy Benedicto XVI- el 19 de
enero de 2004 en la "Tarde de discusión" con Jürgen Habermas, organizada por
la Academia Católica de Baviera.

JOSEPH RATZINGER

En la aceleración del tiempo de las evoluciones históricas en


la que nos encontramos, aparecen, a mi juicio, sobre todo dos
factores como elementos característicos de una evolución que
antes sólo parecía producirse lentamente. Se trata, por un
lado, de la formación de una sociedad mundial en la que los
poderes particulares políticos, económicos y culturales se ven
cada vez más remitidos recíprocamente unos a otros y se
tocan y se complementan mutuamente en sus respectivos
ámbitos de vida. La otra característica es el desarrollo de
posibilidades del hombre, de posibilidades de hacer y de
destruir, que, más allá de lo que hasta ahora era habitual,
plantean la cuestión del control jurídico y ético del poder. Y de
esta manera se convierte en una cuestión de gran urgencia la
de cómo las culturas que se encuentran, pueden hallar
fundamentos éticos que puedan conducir su convivencia por
el camino correcto y permitan construir una forma de domar y
ordenar ese poder, de la que puedan responsabilizarse en
común.

Que el proyecto presentado por Hans Küng de un "ethos


universal" se vea alentado desde tantos lados demuestra, en

72
todo caso, que la pregunta está planteada. Y ello es así
aunque se acepten las agudas críticas que Robert Spaemann
ha hecho a ese proyecto. Pues a los dos factores antes
señalados se añade un tercero: en el proceso de encuentro y
compenetración de las culturas se han quebrado y, por cierto,
bastante profundamente, certezas éticas que hasta ahora se
consideraban básicas. La pregunta acerca de qué sea el bien,
sobre todo en el contexto dado, y por qué hay que hacer ese
bien, aun en perjuicio propio, esta cuestión básica es una
cuestión para la que en buena parte se carece de respuesta.
Pues bien, a mí me parece evidente que la ciencia como tal no
puede producir ningún ethos, y que, por tanto, una renovada
conciencia ética no puede producirse como resultado de
debates científicos.

Asimismo, es también indubitable que el cambio fundamental


de visión del mundo y visión del hombre que se ha producido
como resultado de los crecientes conocimientos científicos
está implicado de manera muy esencial en la ruptura de
viejas certezas morales.

Primero

Poder y derecho. Concretamente es tarea de la política el


poner el poder bajo la medida del derecho y establecer así el

73
orden de un empleo del poder que tenga sentido y sea
aceptable.

La tarea de poner el poder bajo la medida del derecho remite,


por tanto, a una cuestión ulterior: a la de cómo surge el
derecho, y cómo tiene que estar hecho el derecho para
convertirse en vehículo de la justicia y no en privilegio de
aquellos que tienen el poder de dictar el derecho. Se trata,
pues, por una parte, de la cuestión de cómo se ha formado el
derecho, pero, por otra parte, se trata también de la cuestión
de su propia medida interna. El problema de que el derecho
no debe ser instrumento de poder de unos pocos, sino que
tiene que ser expresión de un interés común parece haber
quedado resuelto, al menos por de pronto, con el instrumento
que representa la formación democrática de la voluntad,
porque en esa formación democrática de la voluntad todos
cooperan en la producción de ese derecho, y, por tanto, ese
derecho es un derecho de todos y puede y debe ser respetado
por todos como tal. Y, efectivamente, es la garantía de una
cooperación común en la producción y configuración del
derecho y en la administración justa del poder; es esa
garantía, digo, la razón más básica que habla a favor de la
democracia como la forma más adecuada de orden político.

Sin embargo, queda, a mi juicio, todavía una cuestión. Como


difícilmente puede haber unanimidad entre los hombres, a la

74
formación democrática de la voluntad sólo le queda como
instrumento imprescindible la delegación, por un lado, y, por
otro, la decisión mayoritaria, exigiéndose mayorías de distinto
tipo según sea la importancia de la cuestión de que se trate.
Pero también las mayorías pueden ser ciegas y pueden ser
injustas. La historia lo demuestra de forma más que clara. Y
cuando una mayoría, por grande que sea, reprime a una
minoría, por ejemplo a una minoría religiosa, a una minoría
racial, mediante leyes opresivas, ¿puede seguirse hablando
de justicia? ¿puede seguirse hablando de derecho? Por tanto,
el principio de la mayoría deja todavía abierta la cuestión
acerca de los fundamentos éticos del derecho, la cuestión de
si no hay lo que nunca puede ser derecho; es decir, de si no
hay lo que siempre será en sí una injusticia o, a la inversa, de
si no hay también lo que por su esencia ha de ser
inamoviblemente derecho, algo que precede a toda decisión
mayoritaria y que tiene que ser respetado por ella.

La Edad Moderna ha expresado un conjunto de tales


elementos normativos en las diversas declaraciones de
derechos y los ha sustraído al juego de las mayorías. Pues
bien, es posible que la conciencia actual simplemente se dé
por satisfecha con la interna evidencia de esos valores.
Aunque la verdad es que tal autolimitación del preguntar
tiene también un carácter filosófico. Hay, pues, valores que se
sostienen por sí solos, que se siguen de la esencia del ser

75
humano y que, por tanto, resultan intangibles para todos
cuantos tienen esa esencia. Sobre el alcance de esta manera
de ver las cosas, habremos de volver todavía más tarde,
sobre todo porque esa evidencia (que no querría hacerse más
preguntas) de ninguna manera es reconocida hoy en todas las
culturas. El Islam ha definido su propio catálogo de derechos
del hombre, que se desliga del catálogo occidental. China
viene hoy determinada, ciertamente, por una forma de cultura
surgida en Occidente, por el marxismo, pero, si no estoy mal
informado, en China se plantea la cuestión de si los derechos
del hombre no son más bien un invento típicamente
occidental, al que habría que investigarle la trastienda.

Segundo

Nuevas formas de poder y nuevas cuestiones relativas a su


control. Cuando se trata de la relación entre poder y derecho
y de las fuentes del derecho, hay que examinar también más
detenidamente el fenómeno del poder. No voy a tratar de
definir la esencia del poder como tal, sino que voy a bosquejar
los desafíos que resultan de las nuevas formas de poder que
se han desarrollado en el último medio siglo. En el período
inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial era
dominante el terror ante el nuevo medio de destrucción que el
hombre había adquirido con el invento de la bomba atómica.
El hombre se vio de pronto en situación de poder destruirse a

76
sí mismo y de poder destruir la Tierra. Y entonces hubo que
preguntarse: ¿qué mecanismos políticos son menester para
excluir tal destrucción?, ¿podemos encontrar tales
mecanismos y hacerlos efectivos?, ¿pueden movilizarse
fuerzas éticas que contribuyan a dar configuración a tales
mecanismos políticos y a prestarles eficacia?

Mientras tanto, lo que nos angustia no es el miedo a una gran


guerra, sino más bien el terror omnipresente que puede
golpear y operar en cualquier sitio. La humanidad -es lo que
vemos ahora- no necesita en absoluto de la gran guerra para
convertir el mundo en un mundo invivible. Los poderes
anónimos del terror, que pueden hacerse presentes en todas
partes, son lo suficientemente fuertes como para perseguir a
todos, incluso en la propia existencia cotidiana de todos y
cada uno, permaneciendo en pie el fantasma de que los
elementos criminales puedan lograr acceder a los grandes
potenciales de destrucción y así, de forma ajena al orden de la
política, entregar el mundo al caos. Y de esta forma, la
pregunta por el derecho y por el ethos se nos ha desplazado y
se nos ha convertido en esta otra: ¿de qué fuente se alimenta
el terror?, ¿cómo se puede exorcizar, desde su propio interior,
esta nueva dolencia de la humanidad? Y lo tremendo es que
el terror, por lo menos en parte, trata de legitimarse
moralmente. Los mensajes de Bin Laden presentaban el terror
como respuesta de pueblos oprimidos e impotentes al orgullo

77
de los poderosos, como justo castigo por su arrogancia, por su
sacrílega soberbia y por su crueldad. Y a hombres que se
encuentran en determinadas situaciones políticas y sociales,
tales motivaciones les resultan evidentemente convincentes.
En parte, el comportamiento terrorista se presenta como
defensa de la tradición religiosa frente a la impiedad y al
ateísmo de la sociedad occidental.

Y en este punto se plantea una cuestión sobre la que


asimismo tendremos que volver: si el terrorismo está tan bien
alimentado por el fanatismo religioso -y lo está-, ¿es la
religión un poder que levanta y salva, o es más bien un poder
arcaico y peligroso, que construye universalismos falsos y
conduce así a la intolerancia y al terror? ¿No habrá entonces
que poner a la religión bajo la tutela de la razón e imponerle
cuidadosos y estrictos límites? Pero entonces no se puede
evitar la pregunta: ¿y quién podrá hacer tal cosa?, ¿cómo se
hace tal cosa? Pero sigue en pie la pregunta general: la
supresión progresiva de la religión, su superación ¿no habrá
que considerarla un necesario progreso de la humanidad si es
que ésta ha de emprender el camino de la libertad y de la
tolerancia universal?

Mientras tanto, ha pasado a primer plano otra forma de poder,


otra forma de capacidad, pero que en realidad puede
convertirse en una nueva forma de amenaza para el hombre.

78
El hombre está ahora en condiciones de poder hacer hombres,
de producirlos, por así decir, en el tubo de ensayo. El hombre
se convierte entonces en producto, y de este modo se muda
de raíz la relación del hombre consigo mismo. Pues el hombre
deja de ser, entonces, un don de la naturaleza o del Dios
creador; el hombre se convierte entonces en su propio
producto. El hombre ha logrado descender así a las cisternas
del poder, a los lugares fontanales de su propia existencia. La
tentación de ponerse a construir entonces al hombre
adecuado (al hombre que hay que construir), la tentación de
experimentar con el hombre, la tentación también de
considerar quizá al hombre o a hombres como basura y de
dejarlos de lado como basura, ya no es ninguna quimera de
moralistas hostiles al progreso.

Si antes no podíamos eludir la cuestión de si las religiones


propiamente no eran una fuerza moral positiva, ahora no
tiene más remedio que surgirnos la duda acerca de la
fiabilidad de la razón. Pues en definitiva también la bomba
atómica es un producto de la razón, y en definitiva la cría y
selección del hombre es algo que también ha sido la razón la
que lo ha ideado. ¿No es, pues, ahora la razón lo que, a la
inversa, hay que poner bajo vigilancia? Pero, ¿por quién o por
medio de qué? ¿O no deberían quizá religión y razón limitarse
mutuamente y señalarse en cada caso sus propios límites y
traerse de esta forma la una a la otra al camino positivo? En

79
este lugar se plantea de nuevo la cuestión de cómo en una
sociedad mundial con sus mecanismos de poder y sus fuerzas
desatadas, así como con sus muy distintas visiones acerca de
qué es el derecho y la moral, podrá encontrarse una evidencia
ética efectiva que tenga la suficiente fuerza de motivación y
la suficiente capacidad de imponerse, como para poder
responder a los desafíos señalados y ayuden a esa sociedad
mundial a hacerles frente.

80
Domingo, 05 junio 2005
Sobre las bases morales prepolíticas del Estado liberal
IV: Razón secular y religión del Estado - Joseph
Ratzinger (2)
(Continuación de la ponencia de ayer, de Ratzinger; respuesta a la ponencia
anterior, de Habermas)

Tercero

Presupuesto del derecho: Derecho - naturaleza - razón. En la


Iglesia Católica, el derecho natural ha constituido siempre la
figura de pensamiento con la que la Iglesia en su diálogo con
la sociedad secular y con otras comunidades de fe ha apelado
a la razón común y ha buscado las bases para un
entendimiento acerca de principios éticos del derecho en una
sociedad secular pluralista. Pero, por desgracia, este
instrumento se ha embotado y, por tanto, en la discusión de
hoy no me voy a apoyar en él. La idea de derecho natural
presuponía un concepto de naturaleza en el que naturaleza y
razón se compenetran, en el que la naturaleza misma se
vuelve racional. Y tal visión de la naturaleza se fue a pique
con la victoria de la teoría de la evolución. La naturaleza como
tal no sería racional, aun cuando haya comportamiento
racional. Éste es el diagnóstico que desde la teoría científica
se nos hace, y que hoy se nos antoja casi incontrovertible. Y
así, de las distintas dimensiones del concepto de naturaleza
81
que antaño subyacían en el concepto de derecho natural, sólo
ha quedado en pie aquella que (a principios del siglo tercero
después de Cristo) Ulpiano articulaba en su famosa frase: "Ius
naturae est, quod natura omnia animalia docet" ("El derecho
natural es aquel que la naturaleza enseña a todos los
animales"). Pero, precisamente, esto no basta para nuestras
preguntas, en las que precisamente se trata de lo que no
concierne a todos los "animalia" (a todos los animales), sino
que se trata de tareas específicamente humanas que la razón
del hombre ha causado y planteado al hombre, y que no
pueden resolverse sin la razón.

Como último elemento del derecho natural, que en lo más


profundo quiso siempre ser un derecho racional, por lo menos
en la Edad Moderna, han quedado los "derechos del hombre".
Esos derechos son difíciles de entender sin el presupuesto de
que el hombre como hombre, simplemente por su pertenencia
a la especie hombre, es sujeto de derechos, sin el
presupuesto de que el ser mismo del hombre es portador de
normas y valores que hay que buscar, pero que no es
menester inventar. Quizá la doctrina de los derechos del
hombre deba completarse con una doctrina de los deberes del
hombre y de los límites del hombre, y esto podría quizá
ayudar a replantear la cuestión de si no podría haber una
razón de la naturaleza, y, por tanto, un derecho racional para
el hombre y para el estar del hombre en el mundo.

82
Tal diálogo debería interpretarse y plantearse
interculturalmente. Para los cristianos ello tendría que ver con
la creación y con el Creador. En el mundo hindú esos
conceptos cristianos se corresponderían con el concepto de
"dharma", con el concepto de la interna legiformidad del ser,
y en la tradición china a ello correspondería la idea de los
órdenes del cielo.

Cuarto

La interculturalidad y sus consecuencias. Antes de intentar


llegar a unas conclusiones, quisiera ampliar un poco más la
indicación que acabo de hacer. La interculturalidad me parece
una dimensión imprescindible de la discusión en torno a los
fundamentos del ser humano, una discusión que hoy no
puede efectuarse de forma enteramente interna al
cristianismo, ni tampoco puede desarrollarse sólo dentro de
las tradiciones de la razón occidental moderna. En su propia
autocomprensión, ambos (el Cristianismo y la razón moderna)
se presuponen universales, y puede que de iure (de derecho)
efectivamente lo sean. Pero de facto (de hecho) tienen que
reconocer que sólo han sido aceptados en partes de la
humanidad. El número de culturas en competición es,
ciertamente, mucho más limitado de lo que podría parecer a
primera vista. Y sobre todo es importante que dentro de los

83
distintos ámbitos culturales tampoco hay unidad, sino que los
espacios culturales se caracterizan por profundas tensiones
dentro de sus propias tradiciones culturales. En Occidente
esto es evidente. Aunque en Occidente la cultura secular de
una estricta racionalidad (y de ello nos ha dado un
impresionante ejemplo el señor Habermas) resulta
ampliamente dominante y se considera lo vinculante, no cabe
duda de que en Occidente la comprensión cristiana de la
realidad sigue teniendo igual que antes una fuerza bien
eficaz. Ambos polos guardan entre sí una cambiante relación
de proximidad o de tensión, están uno frente al otro, o bien en
una mutua disponibilidad a aprender el uno del otro, o bien en
la forma de un rechazarse más o menos decididamente el uno
al otro.
También el espacio cultural islámico viene determinado por
tensiones similares; desde el absolutismo fanático de un Bin
Laden hasta actitudes que están abiertas a una racionalidad
tolerante, se da un amplio arco de posiciones, pues. Y el
tercer gran ámbito cultural, el de la cultura india, o mejor los
espacios culturales del hinduismo y del budismo, están
asimismo determinados por tensiones similares, aun cuando,
en todo caso desde nuestro punto de vista, esas tensiones
ofrecen un aspecto mucho menos dramático. Y esas culturas
también se ven expuestas tanto a las pretensiones de la
racionalidad occidental como a las interpelaciones de la fe
cristiana, pues ambas han hecho acto de presencia en esos

84
ámbitos. De modos diversos, esas culturas asimilan tanto la
una como la otra, tratando, sin embargo, a la vez de proteger
también su propia identidad. Completan el cuadro las culturas
locales de África y las culturas locales de América,
despertadas estas últimas por determinadas teologías
cristianas. Todas esas culturas se presentan en buena medida
como un cuestionamiento de la racionalidad occidental, pero
también como un cuestionamiento de la pretensión
universalista de la revelación cristiana.

¿Y qué se sigue de todo esto? Pues bien, lo primero que se


sigue es, a mi entender, la no universalidad fáctica de ambas
grandes culturas de Occidente, tanto de la cultura de la fe
cristiana como de la cultura de la racionalidad secular, por
más que ambas culturas, cada una a su manera, se hayan
convertido en codeterminantes en todo el mundo y en todas
las culturas.
Es un hecho que nuestra racionalidad secular, por más que
resulte trivial y evidente al tipo de ratio que se ha formado en
Occidente, no es algo que resulte evidente y convincente sin
más a toda ratio, es decir, que esa racionalidad secular, en su
intento de hacerse evidente como racionalidad, choca con
límites. Su evidencia está ligada de hecho a determinados
contextos culturales y tiene que reconocer que, como tal, no
se la puede entender en toda la humanidad, es decir, no
puede encontrar comprensión en toda la humanidad, y que,

85
por tanto, no puede ser operativa en el conjunto. Con otras
palabras: no existe "fórmula del mundo", racional, o ética, o
religiosa, en la que todos pudieran ponerse de acuerdo y que
entonces fuese capaz de sostener el todo. O en todo caso, tal
fórmula es por el momento inalcanzable. Por eso, incluso los
proyectos de un "ethos universal", a los que hemos empezado
haciendo referencia, se quedan en una abstracción.

Quinto

Conclusiones. ¿Qué hacer, pues? En lo que respecta a las


consecuencias prácticas, estoy en profundo acuerdo con lo
que el señor Habermas ha expuesto acerca de la sociedad
postsecular, de la disponibilidad a aprender y acerca de la
autolimitación por ambos lados. Mi propio punto de vista voy
a resumirlo en dos tesis, con las que voy a concluir.

1. Habíamos visto que hay patologías en la religión que son


altamente peligrosas y que hacen necesario considerar
la luz divina que representa la razón, por así decir, como
un órgano de control, desde el que y por el que la
religión ha de dejarse purificar y ordenar una y otra vez,
cosa que era, por lo demás, la idea de los Padres de la
Iglesia. Pero en nuestras consideraciones hemos
obtenido también que (aunque la humanidad no sea por
lo general hoy consciente de ello) hay patologías de la

86
razón, hay una hybris de la razón que no es menos
peligrosa, sino que representa una amenaza aún mayor
a causa de su potencial eficiencia: la bomba atómica, el
hombre como producto. Por tanto, y a la inversa, hay
también que amonestar a la razón a reducirse a sus
límites y a aprender y a disponerse a prestar oídos a las
grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Si la
razón se emancipa por completo y se desprende de tal
disponibilidad a aprender y se sacude tal
correlacionalidad o se desdice de tal correlacionalidad, la
razón se vuelve destructiva.

Kart Hübner planteaba no hace mucho una exigencia


similar diciendo que en tal tesis no se trataba
inmediatamente de un "retorno a la fe", sino que de lo
que se trataba era de que "nos liberásemos de esa
obcecación de nuestra época, conforme a la que la fe no
podría decir ya nada al hombre actual porque la fe
contradiría a la idea humanista de razón, Ilustración y
libertad que ese hombre tiene". Yo hablaría, por tanto, de
una necesaria correlacionalidad de razón y fe, de razón y
religión, pues razón y fe están llamadas a limpiarse y
purificarse mutuamente y se necesitan mutuamente, y
ambas tienen que reconocer mutuamente tal cosa.
2. Esta regla fundamental debe hallar concreción en el
contexto intercultural de nuestra actualidad. Sin duda

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dos importantes intervinientes en esa correlacionalidad
son la fe cristiana y la cultura secular occidental. Y esto
puede decirse y debe decirse sin ninguna clase de
eurocentrismo. Pues ambos (cultura secular occidental y
fe cristiana) determinan la actual situación mundial en
una proporción en que no la determinan ninguna de las
demás fuerzas culturales. Pero esto no significa, ni
mucho menos, que se pueda dejar de lado a las otras
culturas como una especie de "quantité négligeable" (de
magnitud despreciable). Para ambos grandes
componentes de la cultura occidental es importante
ponerse a escuchar a esas otras culturas, es decir,
entablar una verdadera correlacionalidad con esas otras
culturas. Es importante implicarlas en la tentativa de una
correlación polifónica, en la que ellas se abran a sí
mismas a la esencial complementariedad de razón y fe,
de suerte que pueda ponerse en marcha un universal
proceso de purificaciones en el que finalmente los
valores y normas conocidos de alguna manera o
barruntados por todos los hombres lleguen a recobrar
una nueva capacidad de iluminación de modo que se
conviertan en fuerza eficaz para una humanidad y de esa
forma puedan contribuir a integrar el mundo.

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