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Un desafío a la esperanza
Congreso de Teología – 70 años “Dar razón de nuestra esperanza”
La palabra de la teología al pueblo desplazado que sufre sólo puede ser una
palabra de esperanza. Así lo comprendió la tradición profética durante el
exilio en Babilonia y así lo entiende el quehacer teológico de la Facultad de
Teología de la Universidad Javeriana en la coyuntura colombiana.
El pueblo de Israel comprendió en el exilio que Dios se pone del lado del
pobre que sufre. La forma como Dios se pone del lado del que sufre es
creando y subsistiendo en él. Que Dios se ponga del lado del débil y del
desplazado significa que se convierte en una apelación — que interpela —
sin poder dirigida al opresor para que cambie su conducta con el oprimido.
Es precisamente la víctima quien salva a su victimario y opresor; lo salva en
la medida que lo libera de su autosuficiencia y orgullo y lo abre hacia su
auto-trascendencia en “otro”. Este es el signo más importante de todos los
tiempos — revelado por Jesús — Dios que subsiste en el sufriente y lo hace
instrumento de salvación de los pecadores, opresores y homicidas.
La perspectiva del autor nos pone delante del actuar “misterioso” de Dios,
más aún del “misterio de obrar de Dios”. No se trata simplemente de un
obrar “misterioso”, sino de una acción que es ella mismo “misterio”. Por esta
misma razón no se puede expresar por medio de lenguajes descriptivos, sino
analógicos y convencionales.
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Si el sufrimiento del pobre es consecuencia de su desobediencia a la Alianza, es decir, es resultado del castigo de
Dios por la desobediencia, ¿cómo y por qué su sufrimiento se convierte en testimonio de obediencia y sumisión a la
voluntad de Dios?
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— ¿cómo se puede convertir o entender entonces tal gesto de desobediencia
en “testimonio de obediencia y sumisión a la voluntad de Yhwh”? Segundo,
¿no es acaso la “obediencia” una categoría “pasiva” que descarga la
responsabilidad de la justificación de los pecadores, a pesar de sus propios
pecados, sobre Dios? El mismo autor nos previene al final de su escrito sobre
las imágenes inadecuadas de Dios. ¿Por qué la “obediencia” a la voluntad de
Dios no es simple sumisión al destino inexorable que priva a los sujetos de la
responsabilidad? ¿Cómo podemos estar ciertos de que tal obediencia no es
un simple gesto de subordinación a una imagen inadecuada de Dios? ¿Cuál
es la obediencia que aquí está en juego?
Para terminar, una última categoría que quizás merece ser precisada es la de
“misterio”. El autor se refiere a: “El misterio del modo de obrar del Dios
creador real” (p.12), o en otro lugar: “misterio de modo de obrar de Dios” (p.
12). La pregunta en este caso es si el actuar de Dios es “misterioso” o si es
“misterio” en sí mismo. La diferencia no es fútil. Un obrar “misterioso” se
podría entender como inaccesible al ser humano, no cognoscible ni
pensable. Si por el contrario se trata de “misterio”, la expresión adquiere el
significado de un actuar que es vehículo de una realidad más profunda aún
no revelada o revelada sólo a un grupo de iniciados. ¿No será acaso que el
misterio de la acción de Dios escondido por muchas generaciones fue dado a
conocer ahora plenamente a los apóstoles y profetas (Ef 3,5) en Cristo?
El pueblo de Israel durante el exilio comprendió con no poco dolor que era el
siervo de Yhwh expuesto a la humillación y al dolor. La interpretación
neotestamentaria del siervo sufriente ha subrayado notablemente el valor
individual de este siervo. La otra interpretación, la colectiva, sin embargo,
acentúa rasgos que definen mejor el valor dado al sufrimiento en la
Escritura. Estas consideraciones obligan al lector a volver al Antiguo
Testamento para preguntarse: ¿qué fue lo que realmente comprendió el
pueblo de Israel en el exilio?
Los creyentes tienen ahora motivos para la esperanza, ellos pueden ahora si
esperar lo que antes de Jesús no podían aguardar: la liberación completa de
los seres humanos de su egoísmo por medio de la participación en el
sufrimiento de la cruz de Cristo y del conocimiento de su misterio.
Esta concepción “objetiva” del lenguaje ignora, sin embargo, que el efecto o
los efectos queridos sobre el lector no obedecen simplemente a la
actualización de un contenido, sino que están dirigidos a crear un nuevo
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orden de cosas. Esta creación sucede por la inter-acción del lector con el
texto. Se trata entonces no de un lenguaje analógico sino “narrativo”. Ahora
bien, ¿por qué Dios preferiría decirse como narración antes que como
convención? Quizás porque el ser humano, su principal lector y receptor, sólo
puede digerir la locura y sabiduría del evangelio revelado en Jesucristo por
medio de lenguajes igualmente paradójicos y finitos. La narración, en este
sentido, quizás sea el mejor medio para comunicar el conocimiento amante
del misterio de Cristo que transforma no sólo victimarios, sino también
víctimas y pueblos en una nueva creación.
4. Conclusión