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ambiente
Los representantes de las naciones desarrolladas han adoptado ocho compromisos para el
milenio, uno de los cuales tiene que ver con la protección del medio ambiente, creando las
condiciones para que disminuya la contaminación, se modifiquen los hábitos de consumo y
exista una mayor conciencia social sobre el entorno natural. Sin embargo, evaluaciones que se
han hecho en este campo, arrojan como resultados que los avances son insignificantes y que
los impactos negativos contra los recursos mantienen su curva ascendente, con mayores y más
evidentes implicaciones sociales y ambientales que en el pasado.
La utilización irregular de los recursos también se observa cuando muchos ríos del mundo han
dejado de circular por sus tradicionales cauces y millones de personas han visto cómo las
fuentes de agua que pasaban cerca de sus viviendas desaparecieron. La causa radica en que
los caudales han sido desviados hacia grandes represas. El efecto social se mide en el
número de personas que ya no acceden con facilidad a este recurso y la propagación de
enfermedades generadas por aguas mal tratadas. Es de tal dimensión este problema que a
nivel mundial se conmemora el 14 de marzo de cada año el Día Internacional de Acción Contra
las Represas y en Defensa de los Ríos, el Agua y la Vida[5]. La caída de la oferta hídrica en
los ríos y quebradas afecta la posibilidad de surtir a la comunidad del líquido suficiente para sus
necesidades, y eso hace, como lo ha manifestado la Unesco, que se ponga en grave riesgo la
supervivencia de vastos conglomerados humanos.
En otros casos, los bienes ambientales son utilizados como depósitos de desechos. La
atmósfera es un recipiente de por lo menos 6.000 millones de toneladas de carbono por año,
contenidas en el petróleo, carbón y gas[6], una cifra que supera cualquier opción de que la
naturaleza pueda autolimpiarse, originando una situación de características muy críticas para la
calidad de vida de las personas. Los ciudadanos ya están asistiendo a una realidad espantosa:
varias de las ciudades más grandes del mundo tienen unos niveles de contaminación de su aire
que impiden respirar libremente. Lo que ayer era una imagen de ciencia ficción, donde las
personas aparecían con máscaras de oxigeno o entrando a cabinas para desintoxicar los
pulmones, hoy es una situación relativamente normal en algunas capitales.
Hace mil años apareció en Europa el carbón como un combustible de alta calidad calorífica,
abundante y durable. Hoy todavía sigue vigente. Las estelas de humo negro que expele son
incomodas, sin embargo, se acepta su presencia dado que se usa masivamente para las
actividades domésticas y productivas por su bajo precio y fácil adquisición. La lenta combustión
del carbón se extendió por el mundo deteriorando la salud de las personas y convirtiendo a las
ciudades en unos habitáculos sucios, infecciosos e irrespirables. Pero quién lo creyera, ese
producto que se mira con desdén y que se sabe es altamente perjudicial para la salud, goza de
la preferencia en la generación de energía a pesar de los avances tecnológicos y científicos en
áreas como la hidráulica, la transformación atómica y el gas natural. Un estudio realizado por
Brown[7] (1997), revela cómo increíblemente el carbón es la principal fuente de generación de
energía en Australia (79%), Estados Unidos (56%), Canadá (42%) y Unión Europea (46%), en
tanto la nuclear apenas sí tiene importancia en la Unión Europea y Japón.
Las emisiones de estos componentes a la atmósfera por la acción del hombre se presentan en
forma de gases, vapores, polvos y aerosoles, y a través de la termodinámica y la
radioactividad. Igualmente, hay contaminación de origen natural a través de partículas y gases
que emiten los volcanes, o se originan en el viento, incendios, ciclo hidrológico y distintas
formas de energía. La contaminación ambiental regularmente se presenta de manera
intencional en la actividad industrial y agrícola, dado que los inversionistas son concientes de
los impactos del uso de ciertos elementos eficientes en el proceso productivo, pero sumamente
dañinos para el entorno natural. También existen descargas ocasionadas por accidentes, tales
como las fugas en válvulas, tanques y tuberías. Adicionalmente, hay elementos como el azufre
y el nitrógeno que son esenciales para la vida humana por la ingerencia que tienen en los
aminoácidos y, por lo tanto, en las moléculas proteínicas. Sin embargo, la mayoría de sus
compuestos orgánicos son tóxicos como el sulfato y el sulfuro de cobre en el caso del azufre y
el amoniaco, el cianuro y los cianatos para el nitrógeno.
Además de la atmósfera, los cuerpos de agua se convirtieron en extensos basureros. Los ríos y
los mares dinamizaron el comercio, impulsaron las infraestructuras industriales y desarrollaron
el transporte multimodal, generando con ello nuevos polos de crecimiento en las nacientes
ciudades de los siglos XVIII y XIX. A sus orillas y en sus puertos se construyeron las bases de
la civilización moderna. Grandes factorías para la producción de celulosa y papel,
procesamiento de alimentos y manufacturas químicas procuraron estar ubicadas cerca de las
fuentes de agua, con el fin de verter allí directamente sus desechos. Durante varias centurias
hubo consenso de que el lecho de los ríos o el cuerpo del mar fueran los depósitos de los
residuos de las actividades comercial, poblacional y productiva.
Con el surgimiento de la teoría ecológica, el interés por el cuidado de los recursos naturales y
la urgencia de mantener el equilibrio ambiental, se empezaron a denunciar los efectos
catastróficos que genera la contaminación del agua y la necesidad de construir infraestructuras
que ayuden a recuperar los vertimientos residuales. Sin embargo, a pesar de lo loable e
interesante de esos llamados, los ríos y los mares del mundo reciben diariamente cerca de dos
millones de toneladas de desechos. El panorama actual es desolador debido a que la cantidad
de residuos va en crecimiento y a que las aguas siguen siendo muy atractivas como lugares
para su deposición. Obviamente, se hacen esfuerzos por recuperar la vida ictiológica, la
calidad de las aguas de los ríos y su navegabilidad. Pero los resultados de estas iniciativas no
logran igualar los efectos de los daños que produce la contaminación.
La situación ha llegado a niveles tan preocupantes, que hay lugares donde las altas
concentraciones de materia orgánica en el agua evitan la acción del cloro sobre los
microorganismos. También se ha comprobado que la temperatura que está alcanzando el agua
disminuye la solubilidad de oxígeno y con ello se altera el metabolismo de los alimentos[8].
Pero más grave aun, es que el proceso de contaminación se convierte en una cadena
interminable. Vale decir, que hay centros poblados que toman el agua contaminada que le
envían sus vecinos, le hacen el tratamiento adecuado, y cuando el liquido regresa al cauce es
nuevamente dañado por las descargan de desechos, afectando a otras comunidades y
usuarios, haciendo que se produzca un ciclo vicioso totalmente antieconómico e insalubre.
La gran paradoja surge del hecho que a pesar de los excepcionales avances en producción de
alimentos, cerca de 1.000 millones de personas que habitan los países más pobres no tienen
acceso a la comida, lo que deja al descubierto un problema aterrador: hay alimentos pero no
una racional distribución, lo cual se debe analizar no sólo como un hecho simplemente
operativo, sino como un fenómeno cargado de implicaciones políticas y económicas. Las
propias organizaciones mundiales relacionadas con los temas alimenticios, aceptan que cerca
del 17 por ciento de la comida se pierde por mala manipulación y por deformaciones en el
mercado, cantidad suficiente para evitar que hubiese hambre en el planeta.
El gran nivel de consumo se concentra sólo en un 25 por ciento de la población mundial, que
mayoritariamente vive en las naciones más ricas y tiene gran capacidad de compra. Sus
características son las que han motivado una revolución consumista que promueve la
individualización, la diferenciación y la exclusividad. Las teorías relacionadas con el consumo
para las elites han impulsado no sólo el surgimiento de guetos sociales sino avances
tecnológicos sin precedentes en alimentos, empaques, vestidos, electrodomésticos, sistemas
satelitales, muebles, materiales de construcción, etc., casi todos muy agresivos y desafiantes
con la capacidad de absorción de la naturaleza.
La realidad muestra el 58 por ciento de personas que tienen un nivel medio de consumo de
artículos que le brindan satisfacciones a sus necesidades básicas sin llegar a los niveles tan
ostentosos de los más ricos. Los residuos son igualmente dañinos para el entorno natural.
Mayoritariamente este grupo vive en las naciones subdesarrolladas, cuyos principales activos
tienen que ver con la producción y provisión de materias primas, especialmente biomásicas.
En las regiones pobres del sur del mundo toma cuerpo un obstáculo bastante crítico en materia
ambiental, y es su pérdida de competitividad comercial frente a los grandes mercados por los
negativos impactos naturales que genera la producción. Por efectos de la pobreza se le ha ido
ganando terreno a las áreas protegidas y a las zonas forestales, con el fin de utilizar la tierra en
proyectos de producción de alimentos. Sin embargo, debido a las ineficientes prácticas
productivas que se utilizan en las regiones más subdesarrolladas por la falta de tecnologías
adecuadas, el suelo queda inservible, contribuyéndose de esta manera a crear una espiral de
los problemas sociales y ambientales, traducidos ellos en hambre, desnutrición, deshidratación,
enfermedades gastrointestinales, contaminación, retrazo de los ciclos naturales y erosión. A
pesar de saber que esto sucede, tanto en Europa como en Estados Unidos les exigen a los
productores una serie de condicionamientos basados en la protección de la naturaleza para
permitirles el ingreso de alimentos bioorgánicos a sus economías. Obviamente ellas en la
mayoría de las ocasiones no se cumplen debido a que los estándares de protección ambiental
que se aplican son muy reducidos o inexistentes.
Este tipo de acciones se conocen como biocomercio, el cual se erige como una barrera
adicional para el desarrollo de las naciones pobres disfrazada bajo el ropaje de una política de
incentivos para fortalecer los precios e impulsar la biodiversidad. Los supuestos “beneficiados”
son los países africanos y latinoamericanos, que deben certificar sus productos a través de
firmas instaladas en las naciones ricas, las cuales les venden las tecnologías y los productos
esenciales para la elaboración de las mercancías que pretenden importar. Las prácticas
biocomerciales son inconvenientes e injustas dentro de un mercado global y abierto, en el cual
las economías más avanzadas imponen barreras comerciales encubiertas, restricción de
acceso a los conocimientos biotecnológicos y subsidios excesivos a favor de sus productores
creando un mercado con precios ficticios. Por eso el Biocomercio es visto como una
subvención para los productores de los países desarrollados y, además, como una estrategia
proteccionista que les impide a las naciones tercermundistas penetrar esos mercados[2].
La exportación de la contaminación
La aceleración de la desertización, la contaminación atmosférica, el cambio climático, la
creación de productos no biodegradables, la falta de agua para una cuarta parte de la
humanidad, la inexistencia de tratamiento a las aguas residuales a una tercera parte de los
habitantes de la tierra, el aumento del nivel del mar y la disminución de la capa de ozono son
problemas que no surgieron de la nada. Ellos son el resultado de la acumulación de focos
contaminantes y de acciones de devastación localizadas a lo largo y ancho del planeta,
impulsadas por capitales que sólo se interesan por su lucro y no tienen en cuenta los impactos
ambientales de sus acciones.
Muchos de estos impactos negativos son irreversibles y han afectado la calidad de vida de los
seres humanos, a pesar de que ellos surgen de los deseos del hombre por acrecentar su
progreso y bienestar. En medio de esta paradoja, los recursos naturales se diluyen de manera
paulatina y algunos para siempre.
Los primeros grandes afectados son las personas que viven en torno a esos focos productivos
contaminantes. Después aparecen los ciudadanos de otros lugares, incluidos los habitantes de
los países más desarrollados. Es paradigmático que Estados Unidos y Europa central estén
sufriendo inundaciones, oleadas de calor, sequías, pérdida de cultivos, enrarecimiento de la
calidad del aire y lluvia ácida, con su carga de muerte y destrucción. Estos hechos en el
pasado reciente sólo eran previsibles para las naciones más pobres y marginadas.
Sin embargo, la exportación contaminante sigue siendo una constante a pesar de que
organismos como el Banco Mundial lo nieguen. En efecto, las naciones pobres aceptan que en
sus territorios se instalen proyectos industriales y de extracción altamente contaminantes
arguyendo la necesidad de emplear su mano de obra y de acceder a la inversión extranjera
para mejorar sus perfiles productivos y competitivos. Los empresarios extranjeros miran con
interés hacia Latinoamérica, Asia o África, donde es posible contaminar gracias a que las
legislaciones ambientales de los distintos países son muy laxas, cosa que no ocurre
normalmente en las naciones más desarrolladas. Además, las instancias gubernamentales
encargadas de ejercer la autoridad, el control y la aplicación de los mandatos legales sobre el
ambiente, no tienen en general la estructura administrativa, la solvencia técnica, los elementos
científicos, los recursos económicos ni la voluntad política para actuar en concordancia con su
papel. Un ejemplo reciente[1] que ratifica esta visión se presentó en Uruguay, donde se le dio
autorización a una inversión española-finlandesa de 1.000 millones de dólares para instalar dos
fábricas productoras de papel en la frontera con Argentina, obligando al gobierno de este último
país a denunciar que el proyecto contaminará el aire y el agua, mientras manifestantes
argentinos bloquearon los puentes de acceso a Uruguay en señal de protesta. Las
construcciones, sin embargo, siguieron adelante.
Al comenzar el siglo XXI las zonas urbanas del mundo congregan en promedio al 48 por ciento
de la población. En los países más desarrollados vive en las ciudades el 76 por ciento de la
gente y la tasa anual de crecimiento urbano entre 2000 y 2005 fue del 0,4%. En tanto, en las
regiones más pobres y menos adelantadas la población citadina es del 26 por ciento, pero su
crecimiento urbano para el primer lustro fue del 4,6%. El proceso de urbanización mantendrá
su espiral creciente y en pocos años el 50% de la población en promedio vivirá en ciudades con
más de un millón de habitantes y en muchas otras de más de 10 millones[3]. El problema
radica en que de las 24 ciudades del mundo que hoy tienen más de diez millones de
habitantes, 18 están localizadas en los países en desarrollo, lo cual implica grandes impactos
sociales, económicos y ambientales y demuestra un crecimiento demográfico
desproporcionado.
El crecimiento urbano es más acelerado cuando las poblaciones son pobres, ya que los
emigrantes llegan a las ciudades impulsados por el deterioro del medio ambiente, las penurias,
la violencia en sus zonas rurales, o por la esperanza de mejorar su situación económica[4].
Este desmadre demográfico y el crecimiento constante de la pobreza han creado una realidad
agobiante, donde se pasó del respeto por el entorno natural a la devastación. Los culpables se
encuentran entre la comunidad que busca en los bosques la madera para levantar sus
viviendas, tener fuego y ganar terreno para la siembra de alimentos. Este comportamiento
acelera los procesos erosivos e incrementa los niveles de riesgo por deslizamientos de tierra e
inundaciones. Sus excretas y los residuos que se originan en su vida cotidiana van a parar
especialmente a las fuentes superficiales de agua, que son utilizadas para su ingesta, con lo
cual se crea un círculo de contaminación y enfermedad que desmejora la calidad de vida de las
personas y obliga a múltiples inversiones públicas en saneamiento básico y atención
hospitalaria.
A las causas del desabastecimiento de agua potable se suman los problemas de infraestructura
de los sistemas de acueducto, dificultades geográficas para distribuir el líquido en las áreas
marginales, gran contaminación y utilización en propósitos distintos al consumo humano. Por
estas razones es que en América Latina existen poblaciones sin agua, a pesar de que la
relación de disponibilidad del recurso es cuatro veces mayor a la población de acuerdo con la
participación global de cada una, tal como se observa en el siguiente cuadro:
La geografía mundial del abastecimiento de agua
Esta realidad geográfica que crea iniquidades en la distribución del agua, se refleja en el hecho de que
sea Asia la que más población tenga con problemas de abastecimiento, seguida por África y Europa.
La realidad de la disponibilidad y de la distribución muestra que en la Tierra hay 1.200 millones
de personas (22% del total de la población) sin fácil acceso al agua. Esa cifra podría aumentar
significativamente, al punto de hablarse por parte de los expertos que a mediados del siglo XXI,
cuando la población del planeta llegue a 10.700 millones[1], el 60 por ciento estará afectada por
el insuficiente abastecimiento del liquido, entre otras razones, porque el 90 por ciento de los
nuevos habitantes estarán ubicados en los países más pobres, los cuales no tienen los
recursos suficientes para garantizar la prestación de un servicio que cobije a la mayoría de sus
gentes.
Sumado al problema de la oferta hídrica, está el hecho de que 2.000 millones de personas no
cuentan con infraestructura de saneamiento básico. En Asia, la región más habitada del
mundo, sólo le ofrece saneamiento a un 20 por ciento de las familias. África deja de brindarle
saneamiento al 13 por ciento de su población, mientras en América ese problema afecta al 5
por ciento de la gente y en Europa sólo se presenta para el 2 por ciento, según cifras de la
Organización Mundial de la Salud.
[1] Estado de la población mundial 2002. Fondo de Población de las Naciones Unidas
Las regiones pobres del mundo no han adoptado políticas de Estado que conviertan la
educación y el acceso al conocimiento como un eje orientador de su desarrollo y crecimiento, y
ello se refleja en cifras tan críticas como que en América Latina existen 42 millones de
analfabetas, o que el número de científicos es 30 veces menor al que tienen los países más
avanzados, o que el número de inventos patentados es exiguo frente a lo que sucede en
Estados Unidos, Europa y Japón. Esta realidad nos indica que si las sociedades pobres no
avanzan en una revolución educativa de fondo, no será posible que tengan la materia prima
que interprete la nueva realidad del mundo, que es impulsada esencialmente por el
conocimiento.
En la otra orilla aparece un reducido grupo de naciones desarrolladas, que han comprendido
que la lucha por la preeminencia contemporánea se basa en el saber y la creación, de los
cuales se deriva el poder. Dicho de otra forma, los descubrimientos científicos y tecnológicos
son instrumentos de dominación económica, penetración ideológica y sometimiento político.
Por esto, “mientras que en algunos lados del mundo se planea la instalación masiva del Wi-Fi
(las conexiones inalámbricas a Internet), y se debate sobre el poder de los blogs y los
podcasts, en otros lados del planeta apenas se tiene acceso a una computadora”[1].
Cuando se habla de desarrollo y crecimiento siempre se mira hacia unos puntos específicos del
mapa, que de vez en cuando aumentan como cuando ingresaron al club de los más
innovadores China, Brasil e India. Las referencias sobre ellos tienen que ver, además, con el
poder político que han acumulado, con la fortaleza económica que exhiben y con el
mejoramiento de los indicadores de calidad de vida, que para el trío de países novatos aun no
son lo suficientemente destacable, pero ya iniciaron la marcha por el camino correcto. Las
cifras corroboran estas apreciaciones. “Los nuevos esquemas globales han dado paso a un
mundo de excluidos, de desigualdad mundial, donde el ingreso del 1% de la población (los más
ricos) equivale al del 75% más pobre. El 10% más rico de la población de USA (25 millones de
personas), tiene tantos ingresos como el 43% más pobre de la población mundial (2.000
millones de personas)”[2].
Frente a un panorama tan desolador, donde el 81% de los habitantes del planeta están
sometidos a los países que hacen parte de la OCDE[3], la UNESCO proclamó en 2002 el Día
Mundial de la Ciencia para la Paz y el Desarrollo, pretendiendo alcanzar nuevos compromisos
éticos en los que el uso de la ciencia contribuya a erradicar la pobreza y a fortalecer la
seguridad humana. Para lograr estos buenos propósitos es necesario que se modifique
sustancialmente la política de cooperación técnica y científica que enarbolan en sus discursos
desarrollistas los embajadores del primer mundo.
8 - La normatividad ambiental
Los ciudadanos del mundo han presionado a sus gobiernos para que apliquen medidas
jurídicas y administrativas más efectivas para el control de la contaminación y evitar que se siga
poniendo en peligro la salud de las personas. Por ello, se han implementado leyes
relacionadas con el aire limpio, firmado acuerdos internacionales sobre descarga de gases y
exigido a la industria innovaciones tecnológicas no contaminantes en sus procesos, las que hoy
permiten que en muchas ciudades se hubiesen instalado equipos para monitorear la
contaminación atmosférica; que en otras los vehículos tengan catalizadores para sus
descargas de carbono; que se hayan construido en muchos lugres los canales interceptores y
las plantas de tratamiento para aguas servidas; que no se permita la instalación de botaderos a
cielo abierto; entre muchas otras acciones, que no son suficientes para contrarrestar los
esfuerzos de los contaminadores, quienes prefieren seguir utilizando el entorno natural como
botadero de residuos o como epicentro de explotación irracional.
La estructura legal en materia ambiental en los países pobres en general es muy laxa, aunque
algunos avances han generado una nueva concepción teórica, la que sin embargo queda en el
limbo porque la legislación no tiene elementos de presión suficientes para que sus
mandamientos se cumplan acordemente o porque contiene vacíos a través de las cuales se
eluden sus principios. Adicionado a esto, la normatividad se basa casi exclusivamente en el
ejercicio de la autoridad policiva y se le ha hecho el esguince a la aplicación complementaria de
instrumentos e incentivos que podrían producir buenos resultados gracias a la concertación
pública y privada, la información compartida entre ambos y la eliminación de las externalidades
en los costos de abatimiento de la contaminación.
El bajo nivel de inversión en el área ambiental marcha en dirección contraria con la cantidad de
descargas contaminantes y con la gravedad de los impactos ambientales que sufren las
naciones pobres. La participación de los costos de control a la contaminación en el PIB según
la CEPAL[2], sumados los niveles de inversión privada y de gasto público no superan el 0,3 por
ciento en los países del tercer mundo, mientras en los desarrollados llega al 1 por ciento.
Una conclusión dolorosa pero cierta, es que los daños ambientales poco importan frente a los
“beneficios” económicos de una inversión contaminante, la que destina cifras marginales e
insuficientes para la innovación tecnológica orientada a la producción limpia y el abatimiento de
las emisiones.
[1] American Association for the Advancement of Science. Air Conservation. Washington, D.C.,
1965.
[2] Jean Acquatella - División de Desarrollo Sostenible y Asentamientos Humanos. Economía
Ambiental: Curso CEPAL/ Banco Mundial/ Asdi/ Aeci