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LA FE DE LOS TESTIGOS
Esta fe se vino abajo cuando murió crucificado. La cruz fue para ellos, como
para los sacerdotes que le insultaban, la “prueba” de que “Dios no estaba con
él”. Seguían sin duda recordándole como una gran persona, seguían
admirando las enseñanzas que le habían oído pero.... La escena de los dos de
Emaús muestra muy bien en qué había quedado aquella fe: “nosotros
esperábamos que iba a ser el libertador de Israel, pero hace ya tres días que lo
mataron y …” Esperábamos, ya no esperamos.
Sin embargo, la cosa no quedó ahí: a través de eso que hemos llamado
“experiencia pascual”, llegaron al convencimiento íntimo, fundante, de que “Dios
estaba con Él”. Este es el resultado de aquella “experiencia pascual”. Tuvieron
una convicción inquebrantable: que Jesús no está muerto, acabado, Jesús no
pertenece al pasado. Jesús está vivo, más vivo que nadie, definitivamente Vivo,
más allá de la muerte, más allá del mal; Jesús está Vivo “a la derecha del
Padre”.
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Jesús de Nazaret fue un ser humano, no una apariencia. Un ser tan humano
como todo ser humano. Su carne es como mi carne, su angustia como mi
angustia, su muerte como mi muerte. Toda fe en Jesús que le prive de su
humanidad nada tiene que ver con la fe de los testigos.
Jesús de Nazaret fue una presencia de Dios. Como en ningún otro ser
humano. Nos hacíamos la pregunta. ¿quién es este hombre? y ahora damos
la respuesta: ese hombre es así porque está lleno del Espíritu, es obra del
Espíritu. A Jesús no lo explica un cerebro excepcional ni una educación
magnífica, ni nada de lo que explica a las personas notables o a los genios.
A Jesús lo explica sólo “la fuerza del Espíritu”, que “Dios estaba con él”.
Las consecuencias que esta fe en Jesús tuvo para ellos son claras. Las podemos
concretar así:
creen en su propia vida como una misión, la misma de Jesús: que todos
los hombres conozcan a Abbá y se conozcan a sí mismos como hijos y como
hermanos. Es decir, se enrolan en la misma misión de Jesús, en el Reino.
A aquellas personas que llamamos “los testigos” les importó mucho esa fe en
Jesús. Su vida quedó totalmente afectada. La de sus parientes, la de la gente
con quienes vivieron, también. Este es el planteamiento que nos preocupa. Si
mi fe en “Jesús Hijo de Dios” cambia o no mi vida y la de los que me rodean.
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NUESTRA FE
“Dios estaba con Él” no es una simple “declaración de divinidad”, como suele
interpretarse. Es más, y más cercano. Quiere decir: sus criterios, sus valores,
su forma de ver el mundo, su manera de actuar, son cosa de Dios. Y la manera
de actuar contraria, los valores y criterios contra los que ha chocado y que le
han costado la muerte, no lo son. La fe en Jesús crucificado-resucitado significa
que estamos convencidos de que Dios estaba con Él, y por eso en Él
entendemos cómo es Dios y qué es el ser humano. Dios es el que lleva al ser
humano más allá de la muerte y del poder del mal, el que es capaz de hacernos
hijos, y para siempre. El ser humano es el que puede ser hijo, el que puede
tener Espíritu, el que puede ser más fuerte que la muerte y el pecado. Por eso
llamamos a Jesús “el Primogénito”, el primero de la fila de humanos que, con la
fuerza del Espíritu, van más allá de todo lo esperable de esta naturaleza, que
aparentemente sólo es carne, barro mortal sometido a tantas limitaciones.
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¿De qué nos tienen que salvar? Esto es tan sencillo que tiene poco que
explicar: del pecado, es decir, de la destrucción. El consumo, la envidia, la
violencia, el poder opresor… todo eso nos destruye como personas, destruye a
la humanidad y destruye el planeta. El que no lo vea necesita un milagro, está
ciego. ¿Quién o qué nos va a salvar de destruir y destruirnos? Pues eso,
precisamente eso, ofrece Jesús. Jesús es un salvador de personas, y eso es lo
que significa quitar los pecados, salvar del pecado: hacernos salir de esa
trampa mortal, liberarnos de las trampas mortales del consumo, de la envidia,
de todos esos demonios que están dentro de cada uno.
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Todo eso, por lo menos todo esto, creemos al creer en Jesús resucitado.
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