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Sábado 9’30

Dedicamos la mañana a exponer


nuestra fe en Jesús crucificado /
resucitado y a preparar nuestra
celebración de la VIGILIA
PASCUAL

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LA FE DE LOS TESTIGOS

La primera “experiencia pascual” fue la de los que conocieron a Jesús y


llegaron a creer en él. Esta fe fue la consecuencia de un largo proceso y el
comienzo de una vida diferente. Su fe comenzó a orillas del lago, cuando le
conocieron por primera vez. Descubrieron en él una persona excepcional, les
produjo fascinación, se fueron con él. Después, lo descubrieron como un
sanador sorprendente, un maestro extraordinario … A esa persona fascinante,
convincente, le aplicaron sus propias esperanzas y formulaciones: el Mesías
que esperamos, el libertador de Israel, el nuevo David. Fue su primera fe.

Esta fe se vino abajo cuando murió crucificado. La cruz fue para ellos, como
para los sacerdotes que le insultaban, la “prueba” de que “Dios no estaba con
él”. Seguían sin duda recordándole como una gran persona, seguían
admirando las enseñanzas que le habían oído pero.... La escena de los dos de
Emaús muestra muy bien en qué había quedado aquella fe: “nosotros
esperábamos que iba a ser el libertador de Israel, pero hace ya tres días que lo
mataron y …” Esperábamos, ya no esperamos.

Sin embargo, la cosa no quedó ahí: a través de eso que hemos llamado
“experiencia pascual”, llegaron al convencimiento íntimo, fundante, de que “Dios
estaba con Él”. Este es el resultado de aquella “experiencia pascual”. Tuvieron
una convicción inquebrantable: que Jesús no está muerto, acabado, Jesús no
pertenece al pasado. Jesús está vivo, más vivo que nadie, definitivamente Vivo,
más allá de la muerte, más allá del mal; Jesús está Vivo “a la derecha del
Padre”.

Esta fe sorprendente, superación del escándalo de la cruz, supuso también lo


que ellos llamaron “re-leer las Escrituras”, entender la Promesa, renunciar a una
Mesías Davídico Rey Triunfante sobre las naciones, y aceptar que Jesús es el
Esperado. Jesús, como él era, no como ellos e habían imaginado.

La fe en el resucitado significó, para aquellos, volver a creer en el crucificado: la


muerte en cruz significó la duda: “creíamos que éste era, pero ...” Ahora,
después de la experiencia vivida, creen definitivamente en Él: Él es el Enviado
del Padre, y no un enviado más, como uno de los profetas. Es “el Hijo”, en el
cual se ve cómo es el Padre, y a Él hay que creerle. Esto se expresa muy bien
en las fórmulas que emplearon al escribir la escena del Bautismo en el Jordán:
“Este es mi Hijo, el Predilecto: escuchadle”.

Las fórmulas que emplearon para expresar y comunicar lo que creían de él


tienen mucho de sus formas culturales, las expresiones acostumbradas en su
religión, la simbología habitual de sus libros sagrados: el Cristo, el Hijo de
Dios, la Palabra hecha carne … Pero bajo ellas o en ellas hay algo muy

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profundo: hasta dónde creyeron en él, y ésta es una situación cercana,


diríamos que idéntica, a la nuestra.

Ellos creyeron que Jesús es un trabajo de Dios. Creyeron que a Jesús no se le


puede comprender solamente “desde abajo”: que ni su enseñanza ni su
comportamiento son fruto simplemente de un gran cerebro y un gran corazón.
Creyeron que Jesús se explica desde Dios. Llamarle “Hijo de Dios” o “el
hombre lleno del Espíritu”, decir “Dios estaba con él” o “en él reside la plenitud
de la divinidad”, identificarlo con Dios ... son intentos de expresar algo que
está más allá de las posibilidades del lenguaje, incluso de las posibilidades de
comprensión del cerebro. ¡la mente, y las palabras, tienen límites!. Pero todas
esas palabras, tomadas del mesianismo de Israel o de la mitología de cualquier
cultura, no son más que expresiones de una doble convicción:

 Jesús de Nazaret fue un ser humano, no una apariencia. Un ser tan humano
como todo ser humano. Su carne es como mi carne, su angustia como mi
angustia, su muerte como mi muerte. Toda fe en Jesús que le prive de su
humanidad nada tiene que ver con la fe de los testigos.

 Jesús de Nazaret fue una presencia de Dios. Como en ningún otro ser
humano. Nos hacíamos la pregunta. ¿quién es este hombre? y ahora damos
la respuesta: ese hombre es así porque está lleno del Espíritu, es obra del
Espíritu. A Jesús no lo explica un cerebro excepcional ni una educación
magnífica, ni nada de lo que explica a las personas notables o a los genios.
A Jesús lo explica sólo “la fuerza del Espíritu”, que “Dios estaba con él”.

Las consecuencias que esta fe en Jesús tuvo para ellos son claras. Las podemos
concretar así:

 creen en Dios como lo muestra Jesús y como se muestra en Jesús.


Creen en Abbá, el Padre, y en ningún otro. Y lo creen porque le creen a Jesús
y porque “lo ven” en Jesús, el Hijo. Creen en Abbá por Jesús, por lo que dice
y por lo que hace.

 creen en el ser humano como hijo de Abbá, querido por su padre,


responsable de sus hermanos.

 creen en su propia vida como una misión, la misma de Jesús: que todos
los hombres conozcan a Abbá y se conozcan a sí mismos como hijos y como
hermanos. Es decir, se enrolan en la misma misión de Jesús, en el Reino.

A aquellas personas que llamamos “los testigos” les importó mucho esa fe en
Jesús. Su vida quedó totalmente afectada. La de sus parientes, la de la gente
con quienes vivieron, también. Este es el planteamiento que nos preocupa. Si
mi fe en “Jesús Hijo de Dios” cambia o no mi vida y la de los que me rodean.
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NUESTRA FE

Todo lo anterior nos lleva a plantearnos definitivamente la pregunta esencial:


¿qué significa para nosotros “creer en Jesús, crucificado y resucitado”?
Partamos una vez más de la escena en que se encierra más violentamente
todo el mensaje de la pasión, aquella en que los sacerdotes y notables de
Jerusalén, al pie de la cruz en que Jesús agoniza, le increpan con las palabras
del desafío definitivo: ”Si es el Hijo de Dios, que baje de la cruz y creeremos
en él”. Es el resumen final, cuyo significado no hemos apreciado
suficientemente. Significa que aquí hay dos bandos: en uno de ellos, el
crucificado; en el otro, los crucificadores. El hecho de haberle podido crucificar
es para los crucificadores la confirmación de que “Dios no estaba con Él”, y,
por consiguiente, que “Dios está con nosotros”.

Y ésa es, precisamente, la pregunta dramática, válida para aquel momento y


para toda la historia, para aquellas personas y para todos y cada uno de
nosotros: ¿CON QUIÉN ESTÁ DIOS? y ¿CON QUIÉN ESTOY YO? Cuando los
discípulos creen en Jesús lo formulan de una manera inequívoca: “Jesús está
vivo, porque Dios estaba con Él”. Lo que significa: Dios no estaba con los
otros. Este es el corazón de la fe de los discípulos, la consecuencia inmediata,
la esencia de la experiencia pascual. Y este es el corazón de nuestra propia fe:
saber con quién está Dios y decidir con quién estamos nosotros.

“Dios estaba con Él” no es una simple “declaración de divinidad”, como suele
interpretarse. Es más, y más cercano. Quiere decir: sus criterios, sus valores,
su forma de ver el mundo, su manera de actuar, son cosa de Dios. Y la manera
de actuar contraria, los valores y criterios contra los que ha chocado y que le
han costado la muerte, no lo son. La fe en Jesús crucificado-resucitado significa
que estamos convencidos de que Dios estaba con Él, y por eso en Él
entendemos cómo es Dios y qué es el ser humano. Dios es el que lleva al ser
humano más allá de la muerte y del poder del mal, el que es capaz de hacernos
hijos, y para siempre. El ser humano es el que puede ser hijo, el que puede
tener Espíritu, el que puede ser más fuerte que la muerte y el pecado. Por eso
llamamos a Jesús “el Primogénito”, el primero de la fila de humanos que, con la
fuerza del Espíritu, van más allá de todo lo esperable de esta naturaleza, que
aparentemente sólo es carne, barro mortal sometido a tantas limitaciones.

Así que la pregunta es ¿dónde está Dios? Y la consecuencia es ¿estoy donde


debo estar? Me llama la atención una expresión que repetimos en varios
cantos religiosos: “Dios está aquí” … ¿seguro? ¿en qué consiste eso de “estar
aquí”? ¿En una presencia vaga, Dios está en todas partes …? ¿En una
presencia física, encerrado en un templo? La pregunta se puede invertir:
¿estamos con Dios?

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Esta pregunta es la que se planteó de manera dramática, en torno a la cruz.


Los sacerdotes y sus satélites tenían una cosa clarísima: ”Dios está con
nosotros, no con Él. Por eso hemos podido matarle”. Y la fe en Jesús consistió
en invertir esa certeza: “Jesús está vivo porque Dios estaba con Él”. Desde
aquel momento el mundo se divide en dos partes: los crucificadores y el
crucificado: y Dios está en una de ellas, no en las dos. Creer en el
crucificado/resucitado es colocarse de su parte. Optar, a eso se refiere “el
juicio” de que habla el cuarto evangelio. Y es un juicio muy extraño. En un
juicio suelen estar el juez y “las partes”. Pero en este juicio, el juez está en
una de las partes, crucificado por la otra. Creer en el crucificado es tomar
partido, con dos dimensiones: personal y de grupo.

 La dimensión personal significa lo que expresó tan bien Pablo (Gálatas


6,14): “El mundo es para mí un crucificado; para el mundo, yo soy un
crucificado”. El mundo, el poder, el dinero, la acepción de personas, la
envidia, el consumismo … crucifica a Jesús; esto es el máximo del rechazo y
del desprecio. Si estamos de parte de Jesús, con sus valores, criterios,
modos de actuar, modos de relacionarnos con las personas, nos mirarán
igual, y en algún modo nos crucificarán. Pero el poder, el dinero, la acepción
de personas, la envidia, el consumismo, eran mirados por Jesús de la
misma manera, con desprecio porque no tienen valor, con horror porque
crucifican. Si somos de Jesús, los miraremos igual.

 La dimensión grupal significa estar a favor de los crucificados del mundo.


(Mejor aún, ser uno de ellos, pero no estamos quizá en situación de aspirar
a tanto). Nosotros solemos quedarnos en una dorada neutralidad,
procurando o hacer mucho daño intencionadamente pero participando en la
rueda del mundo que crucifica. Cuando la iglesia proclama su “opción
preferencial por los pobres” confiesa – con increíble tranquilidad – que “los
pobres” son “otros”, porque no tiene sentido una opción preferencial por sí
mismo. Y en este mundo, los mas crucificados son los más pobres, a los
que empobrecen los otros, entre los que parecen incluirse los que hacen esa
opción preferencial.

Creer en el crucificado significa entender la realidad más profunda, de antes y


de ahora, de siempre: que hay en el mundo crucificadores y crucificados. Que
los crucificadores son siempre los mismos: el dinero, el poder, el desprecio de
las personas, la utilización de Dios. Éstos mataron a Jesús y éstos siguen
matando hoy. Pero todo esto nos lleva a una comprensión más profundamente
humana de esos “dos bandos”. Tendemos a identificar a los crucificados con
las personas que sufren y a los crucificadores con los que hacen sufrir. La
realidad es más profunda: el crucificador es el pecado y los crucificados somos
todos, porque a todos nos crucifica, a todos nos deshumaniza. Y por aquí
llegamos a la idea de “salvación”.

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¿De qué nos tienen que salvar? Esto es tan sencillo que tiene poco que
explicar: del pecado, es decir, de la destrucción. El consumo, la envidia, la
violencia, el poder opresor… todo eso nos destruye como personas, destruye a
la humanidad y destruye el planeta. El que no lo vea necesita un milagro, está
ciego. ¿Quién o qué nos va a salvar de destruir y destruirnos? Pues eso,
precisamente eso, ofrece Jesús. Jesús es un salvador de personas, y eso es lo
que significa quitar los pecados, salvar del pecado: hacernos salir de esa
trampa mortal, liberarnos de las trampas mortales del consumo, de la envidia,
de todos esos demonios que están dentro de cada uno.

Jesús no es un salvador desde fuera o desde arriba: es un salvador desde


dentro, fermentando, haciendo germinar lo humano de los humanos, llevando
hacia a delante la hominización que desemboca en divinización. Eso es
salvación y eso es Jesús: todo Jesús, incluida su crucifixión, que muestra el
poder destructivo, inexplicable pero tangible, que se opone a lo humano y a su
éxito.

Por esto, creer en el crucificado / resucitado es creer en LA VIDA. “He venido


para que tengan vida en abundancia” (Jn 10,10). Jesús resucitado muestra
que la vida es más que esta forma biológica que nos hace afines a los
animales. Jesús esta vivo, está en la Vida, y nos invita a estar vivos con él, a
estar. ya desde ahora, en LA VIDA, la que no muere, la que no es simplemente
carne sino Espíritu.

¿La cruz es salvación? La cruz es el poder del mal, de lo anti-humano. Y existe,


la llevamos a cuestas. Que existiera también para Jesús, que tuviera que
llevarla a cuestas, que le costara la vida, significa que es uno de nosotros. Que
la cruz no acabara con él, que siga vivo a pesar de la cruz, significa que en Él
hay más: que Dios estaba con Él, y por lo tanto con nosotros, los crucificados.

 Creer en el crucificado significa por lo tanto, creer en nosotros mismos,


creernos hijos, creernos con destino y con futuro, a pesar de la evidencia
del pecado, de la cruz y de la muerte.
 Creer en el crucificado significa creer que Dios es para resucitar: Dios es el
que engendra, el que da vida, y el que la devuelve; el amor más poderoso
que la muerte y el pecado.
 Creer en el crucificado significa creer en su sueño, el sueño por el que dio la
vida: una humanidad resucitada. A eso le llamaba Jesús “EL REINO”. Creer
en el crucificado significa enrolarse con él en la construcción del Reino.

Jesús resucitado es nuestro futuro. Y eso es precisamente nuestra fe: confianza


en el futuro, porque la aventura humana, que parece abocada a la muerte y al
fracaso, está garantizada por el Padre, que por amor engendra hijos y los saca
adelante.

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Con esto, la vida cambia de sentido: la jerarquía de nuestros valores se


transforma. La vieja manera de vivir, resignada a morir, esclava de pecados y
de temores, ha desaparecido. Vivimos para sembrar aquí vida definitiva;
tememos a la muerte como a un mal trago, pero no como a un final desastroso.
Nos vemos molestados por la carga de nuestros pecados que nos deshumanizan
y nos hacen infelices, pero no tememos ser castigados por ellos, porque
sabemos que son nuestras cargas más que nuestras culpas. Creemos en los
seres humanos, en su capacidad de cambio, de compromiso, de superación.
Sabemos que es posible construir una humanidad mejor, nueva, en que todos
vivan con dignidad de hijos, sabemos que estamos invitados a ese trabajo ... a
todo eso le llamamos VIVIR COMO RESUCITADOS. Y entendemos que nuestra fe
es una vida diferente, nueva, distinta, mejor.

Todo eso, por lo menos todo esto, creemos al creer en Jesús resucitado.

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NUESTRA EXPERIENCIA PASCUAL

Es frecuente que nosotros, que creemos en Jesús, nos preguntemos sobre


nuestra propia experiencia pascual, especialmente cuando oímos decir que
seguir a Jesús es consecuencia de esa experiencia. Sentimos que nosotros no
hemos tenido esa experiencia. Pero no es verdad.

Lo que pasa es que identificamos "experiencia pascual" con "apariciones" o al


menos con algo extraordinario y repentino que nos haya de suceder en un
momento especial, que determine un cambio radical en nuestra vida ... o algo
semejante. De esto tiene mucha culpa la iconografía religiosa, que necesita
representar las experiencias interiores en un momento estático y con signos
espectaculares. Pero las experiencias religiosas no son habitualmente así.

Nuestra experiencia pascual está mejor representada en la parábola de la


levadura. Algo, desde dentro, en silencio, insistentemente, imparablemente,
nos ha llevado de un conocimiento mediocre a una intimidad profunda, de un
sentimiento de lejana atracción a una adhesión personal, de una fe mítica y
sociológica a un convencimiento elemental y profundo.

Nuestra experiencia pascual es un convencimiento que se va haciendo cada


vez más irrenunciable, unido a un sentimiento de atracción y adhesión cada
vez más vinculante. Nuestra experiencia pascual quiere decir que antes
creíamos - de alguna manera - en Jesús, por lo que nos habían transmitido,
porque estaba en nuestra cultura, porque nos parecía un buen sistema de
pensamiento y prácticas religiosas ... por muchas razones semejantes, todas
ellas "de fuera a dentro”.

Pero, progresivamente, lo hemos experimentado internamente, lo hemos


vivenciado de tal manera que el conocimiento, la persuasión, la adhesión, se
dan de dentro a fuera, como algo sentido personalmente, como se siente el
amor a un ser querido, desde dentro, sin necesidad de demostración.

Esa experiencia se alimenta, como todo lo que crece: se alimenta en la


contemplación, se alimenta en las obras y se alimenta en la comunidad. La
contemplación de Jesús multiplica la fascinación y la adhesión; las obras, como
puesta en práctica de sus valores y criterios, reafirman la validez del mensaje;
la comunidad, la iglesia de referencia, muy especialmente en la celebración
fraternal de la eucaristía, contagia la fe, nos hace vivir en común nuestra
experiencia pascual.

Una vez más, necesitamos abandonar nuestras mitologías, nuestra fe en


divinidades disfrazadas, nuestra afición a identificar lo religioso con lo
maravilloso. Nuestra experiencia pascual es nuestra progresiva conciencia de
conversión a Jesús y al Reino.

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