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Agradecimientos

Agradecemos a Alicia Calandra por su trabajo desinteresado y constante.

Agradecemos a todos los que posibilitan que desde hace diez años funcione el
Centro Cultural City Bell.

Agradecemos al personal del Área de Impresiones del Departamento de


Publicaciones y Archivo de la Honorable Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos
Aires.

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A modo de prólogo

Me estoy dando el gran gusto de tipear las primeras letras de este librito. Un librito
que con gran dedicación escribieron mis alumnos del Taller de Escritura Creativa del Centro
Cultural City Bell.
Empezamos a juntarnos en el calor de marzo de 2006 y todavía, en la tibieza de
noviembre de 2007, nos sigue dando placer hacerlo. Es una rutina que nos saca de la rutina
y nos sacude un poco. Cada martes a las 10 am llegamos, buscamos un rincón cerca de la
estufa o cerca de la puerta abierta o contra el ventanal y nos refugiamos un buen rato. Cada
martes leemos, escribimos, reescribimos, discutimos, acertamos, avanzamos,
retrocedemos. Cada martes tenemos una idea y la desarrollamos, o escribimos un cuento
que tiene adentro otros cuentos, o a uno le agarra el bloqueo creativo, o uno se tropieza con
la piedra de la sobreadjetivación. Cada martes nos interrumpimos, nos animamos, nos
respetamos, nos felicitamos, nos aplaudimos, nos criticamos, nos enojamos, nos
sugerimos…
Estamos convencidos de que el acercamiento a esa belleza tras la que corremos
desde hace varios meses se producirá por la búsqueda individual pero también en el seno
de una comunicación horizontal y dialogal, en un verdadero taller. Disfrutamos
intercambiando oraciones y títulos, poniendo puntos y comas, inventando finales para
historias ajenas, construyendo tramas para personajes prestados, llorando historias de amor
que jamás existieron, festejando desilusiones que nos hubiera gustado escribir a nosotros.
“Reescribiendo II” recopila algunos textos que nacieron en esos contextos: textos
apurados, textos desprolijos, textos borroneados de lágrimas, textos con pretextos, textos
que empiezan y no terminan, textos que se ven, textos que se huelen, textos que se sienten,
textos que no se entienden… textos que se inventan y reinventan semanalmente en una
despelotada factoría que está frente a plaza Belgrano.
Escribir un libro que incluya varias historias no es una empresa sencilla. La dificultad
radica, no sólo en las cuestiones formales, sino también en el esfuerzo de dejar historias
afuera. Escribir obliga a elegir algunas cosas y a renunciar a otras. En cambio ustedes, los
lectores, tienen más libertad. Así como hice meses atrás en el prólogo del primer
“Reescribiendo”, los invito a pegarse una vuelta por este puñado de escritos. Perdón, por
este puñado de reescritos. Pueden leernos y quedarse por acá, pueden volar, pueden
decidir si quieren esforzarse por entender lo que connotamos, pueden ver nuestras
imágenes como las plasmamos o como se les ocurra, pueden compartir nuestras ideas o
discutirlas… también pueden seguir de largo, pueden leer por arriba, pueden detenerse,
pueden empezar de atrás para adelante, pueden cambiarle el nombre a nuestros

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personajes, pueden hacerse protagonistas, pueden dar vuelta las hojas a mil por hora… o
pueden salir corriendo en busca de las historias que no están. Nos gustaría que hagan todo
eso… y lo que quieran. Para eso hicimos este librito.

Mariana García Sampietro


City Bell, primavera de 2007

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I. (Re) escribientes

"Un escritor profesional es un amateur que no se rinde." (Richard Bach, narrador)

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Miriam (por N. R)

Su figura condice plenamente con su personalidad. Su aspecto físico trasunta


dulzura, paz, inteligencia. Su escritura avanza por caminos paralelos a su imagen. De cada
trabajo emana una sensibilidad que conmueve y deleita. Miriam escribe y además de
conmovernos nos hace pensar, nos obliga a bucear en los vericuetos de la escritura para
completar los sentidos de su mensaje.
Miriam lee con voz suavecita, deja la vista en la hoja y esboza una sonrisa
esperando nuestras sentencias. Después parece ajena a los elogios y continúa con su bajo
perfil y con la humildad que caracteriza a quienes, aún sin proponérselo, sobresalen
naturalmente.

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Claudia (por H. R)

Claudia es docente de música, esposa y madre de dos hijos con los que forma una
linda familia. Hace poco que regresó a vivir a City BEI luego de haberlo hecho durante
muchos años en Puerto Madryn. La decisión del regreso se basó principalmente en las
dificultades que le presentó esa sociedad cerrada y las limitadas posibilidades educativas
para sus hijos.
A sus 44 años cree que el regreso le permitirá desarrollar algunas actividades
nuevas de índole laboral y cumplir con ciertos objetivos postergados. Entre estos últimos se
encuentra la concurrencia al Taller de Escritura, en el que intenta superar una reconocida
timidez que le acarrea algunos problemas de comunicación.
Claudia llega y dice que el texto no le gusta, que no sabe si era eso lo que había que
hacer. Lee sus hojitas tachadas a pesar de que el temblor de su mano se lo dificulta. Claudia
lee y todos quedamos sorprendidos.

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Héctor D. (por N. R)

Conversar con Héctor es sentir la presencia de una persona dueña de una


sensibilidad especial. Su forma de ser invita a intentar ser su amigo y disfrutar de sus
anécdotas, de su bonhomía y de su cultura.
Al rato de que nos conocimos me cuenta que lo que desea transmitir a través de la
escritura son sus experiencias y las vivencias acumuladas en distintas etapas o ciclos de la
historia de nuestro país. Sin que medie cuestionario, Héctor se explaya en un monólogo
fluido y apasionado sobre diferentes aspectos de su vida. Centraliza sus dichos en dos
lugares, que me atrevo a llamar “sus lugares en el mundo”.
El Museo de Ciencias Naturales de La Plata es más que su espacio de trabajo.
Representa para él un ámbito generador de energía positiva, es la polea de su crecimiento
personal. A sus sesenta y tantos ha recorrido el mundo gracias a su amado trabajo.
Su otro lugar en el mundo es su pago chico: Romero. Héctor recuerda a diario al
pueblo de su niñez: es capaz de describir con detalles a “La Clementina”, una máquina
traída del Uruguay, que se asemejaba a un tranvía. También las bicicletas con motor, la
llegada de la televisión, a sus hermanos, a sus vecinos…
Héctor escribe y escribe sobre sus lugares en el mundo y también sobre sus
antepasados italianos. Este año tuvo la satisfacción de recibir el primer premio en el
Certamen Literario del 61° aniversario de la República de Italia organizado por FAILAP
(Federación de Asociaciones Italianas de la Circunscripción Consular de La Plata).
Héctor llega apurado desde La Plata y pone el agua y ceba mate tras mate, y cuenta
anécdota tras anécdota… hasta que el mediodía nos atrapa.

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Susana (por L. M)

Susana tiene 70 años pero representa menos. Camina ligero y derechita


derrochando una vitalidad envidiable. Vive en City BEI con su marido, con quien se casó a
los 22 años y tuvo dos hijos: Gabriel y Claudia. Actualmente está feliz de tener también en
su hogar a su hija y a sus nietos.
Es poseedora de una gran versatilidad. Siendo joven trabajó y se desempeñó en
varios ambientes. Fue desde secretaria de un servicio de investigación cardiológico hasta
diseñadora de ropa femenina. El arte ha atravesado su vida desde niña, cuando soñaba ser
bailarina del Teatro Argentino. Además es hija de madre pianista y en su juventud estudió
música en el Conservatorio. También quiso ser cantante pero la vida la llevó por otros
rubros.
A lo largo de su vida Susana ha plasmado en papeles y papelitos sus vivencias.
Escribe desde el sentimiento. Después lee lo que escribe y se emociona y todos nos
emocionamos. Después lee y se ríe y todos nos reímos.

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Lucía (por S. H)

Lucía es una agradable y bonita joven de 20 años con sueños de producir cambios.
Tuvo una infancia “familiera” rodeada de sus padres, sus hermanos, sus abuelos y sus
primos. Cuando quiso acordar terminó el secundario y, luego de unos meses en
Humanidades viendo qué era eso de la psicología y otros meses haciendo ricos panes y
facturas, decidió que lo suyo era la comunicación. Así que actualmente estudia periodismo
en la Universidad Nacional de La Plata.
Se reconoce con ciertas características de su signo Tauro, pero no cree en los
horóscopos. Es muy sensible, comprometida, cariñosa y adorable. Escribe desde la pasión,
desde las entrañas, desde el compromiso… escribe, escribe y escribe.

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Héctor R. (por C. B)

Héctor es contador y recién hace unos años que dejó de ejercer su profesión. Una
enfermedad, de la que salió fortalecido, lo hizo replantearse algunas cosas. En esta nueva
etapa de su vida recorre el país y el mundo, disfruta de su familia de la cual se enorgullece y
se ha reencontrado con dos amores: la escritura y la pintura.
Pero además hace otras cosas: le gustan los idiomas y las tareas manuales, como la
carpintería, que desarrolla en su galponcito.
Varios meses en el taller de escritura tuvieron como corolario el primer premio en el
Concurso Literario 2007 otorgado por el Rotary Club de City Bell.
Es un integrante fundamental del grupo: metódico, prolijo, puntual, organizado…
sensible, escritor, amigo…

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Tato (por H. D)

Tato, el mayor de tres hijos de una familia trabajadora, nació en Bahía Blanca donde
pasó toda su infancia. A los 17 ingresó como cadete en el Poder Judicial. Su fuerte vocación
social lo llevó a tener una importante actividad en la política sindical. Sus claros
pensamientos y su facilidad de palabra le permitieron expresar sus ideas en memorables
discursos de tono encendido en los que pedía las reivindicaciones de los trabajadores.
Recios encuentros sindicales, multitudinarias asambleas y trascendentales
congresos lo llevaron a frecuentar importantes esferas de la vida política nacional e
internacional y a conocer muchos países en los que cultivó profundas y sólidas amistades.
Hoy, lejos en el tiempo de aquellos años trajinados, encontramos a Tato junto a su
nieta Lucía puliendo y acrecentando sus naturales condiciones literarias. Quiere reflejar en
sus textos la rica experiencia de su labor de años y regalarle historias a sus nietos.

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II. Reflexionando

“… puedo elegir mi destino


aunque no sepa darle forma adecuada
ni por dónde empezar
puedo imaginar el tiempo que desconozco
luchar por esa o por otra dulce aspiración
puedo olvidar.” (Paco Urondo)

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Ciervo vulnerado (por M. A)

Gracias a Nicolás Atilio Arado,


a su sencillita ternura y entrega,
al valor de su palabra y al consejo certero.
Gracias a quien supo producir brisa de amor.

Miraba la fachada gris de la tarde. Era el mismo lugar donde, entre tazas de café,
amigos y años transité un camino duro, pesado, feliz, responsable. Estudiaba para "ser
alguien" como si en ese momento "fuese nadie". Los deseos de mi madre y los esfuerzos
de mi padre así lo promulgaban.
Como de costumbre, se levantaba de madrugada, caminaba siete cuadras hasta la
estación de trenes y algunas veces, cuando llovía durante el invierno, regresaba a buscar
ropa seca. Escuchaba la llave de la cocina bochinchear sobre la cerradura, saltaba de la
cama y corría a buscar una toalla, entonces mi amor se resbalaba sobre su rostro bueno y él
me protegía con un susurro suave diciendo "Negra estoy bien", mientras sacudía su
abundante pelo entre los dedos largos y la entrega. Y otra vez, ganándole al amanecer,
juntaba sus pasos al sendero de la lomita que lo llevaba en diagonal hasta la estación de
chapas de Paso del Rey. Varios calendarios cayeron tras esa rutina: el Sarmiento hasta
Plaza Once. Después un micro hasta el puerto de Buenos aires, donde prestaba servicios
en un dique flotante. Luego de un feroz incendio, fue reasignado como contramaestre en
una draga arenera. Desde allí vio pasar la vida. Casi cuatro horas de viaje entre ida y vuelta
durante cuarenta y cuatro años. Todas las emociones y una en particular, el frío de la
ausencia entre el caudal helado de los años. La tarde golpeaba fuerte el alma, la tarde que
me trajo sus ojos jaspeados y, con sus alas abiertas, también me trajo esa soledad que ni
siquiera encontró refugio en sí misma. Esa tarde que me enfrentó al tiempo sin tiempo
donde todo y nada eran gemelos, esa tarde que me convidó a beber un sorbo de piedad
que me sirvió la realidad: "ya no se vuelve".
En la fachada gris encontré aquellas vivencias. Las toqué, las desanduve entre una
servilleta blanca, las puse sobre el tapiz azul de una mesita y, con muchos callos en el alma,
las enfrenté: "no está en el sólo querer del hombre dirigir el camino".
Aún vagaban las nubes por los cristales del bar. La gente pasaba acurrucada entre
las solapas, otros avanzaban con cigarrillos y sin abrazos. La tarde aún estaba respirando,
mi garganta cosía los pensamientos y regurgitaba las palabras, impugnaba lo impugnable y
ponía como Dios a la nostalgia. Allí encontré aquellos sueños por los que abandoné los

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mejores sueños. El tiempo no suele ser indulgente con los débiles y allí estaba de vuelta
"buscando".
Miré, busqué un rayo de sol en el ocaso y rodó la ficha de lo cumplido, la formación
de lo perfecto, la escritura sobre piedra, la ternura que se descubrió y me invitó a dar una
vuelta, sólo una cuadra de ida y bien despierta. Acepté, fuimos a expandirnos por el aire,
fuimos a gastar sin libreta, total, en definitiva, sólo la ternura cuenta. Repetí bajito una
estrofita del cántico espiritual de San Juan de la Cruz:
Vuélvete, paloma,
que el ciervo vulnerado
por el otero asoma
al aire de tu vuelo, y fresco toma.
Ya lo ven, al ciervo herido no le atrae la altura, sino el aire del vuelo, y un solo batir
de las alas puede producir esta brisa de amor.

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Amar (por L. M)

Ese agosto su alma dejó de sentirse sola. Le costaba acomodar las ideas de su
mente. Percibía sólo unas pocas cosas: que encontrar era difícil (tan difícil como asumirlo) y
que aquello le daba felicidad. Nunca se había sentido así, tan brillante como la luz de sus
ojos, que hablaban con calma pero con mucha intensidad.
¿Y cómo entender que aquello podía ser amor?
Así despertó, abriendo sus ojos y viendo el contraste de la mañana. Soñó. Supo que
su sueño significaba algo: un gran cambio, tan lento como especial.
Antes creía que vivir era fácil. Resultó que cayó varias veces y jamás supo que
quizás tratar de levantarse era volver a caer.
Pero así estaba ese agosto … amando de pie.

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Añoranzas (por S. H)

Siempre se puede volver a soñar…

Cuán lejos están aquellas tardes de caminatas, cuando tomados de la mano


imaginábamos nuestra vida juntos y soñábamos. Soñábamos con un futuro, que en ese
entonces no podíamos vislumbrar, pero que en ese divagar de jóvenes con ilusiones era de
una realidad certera. El mañana nos pertenecía e iba a ser casi perfecto y no importaba
nada ni nadie: el mundo era todo nuestro.
Me enternece recordar nuestros paseos bajo las sombras llovidas de los viejos
sauces que limitaban el pueblo con los campos vecinos. Veo a tus hermanitos siguiéndonos
los pasos, esos queridos bullangueros tratando de descubrirnos en un beso, y las
escapadas al parquecito del costado de la iglesia donde la madre del padre Rogelio
cultivaba esas hermosas rosas de aroma tan intenso que aspirábamos hasta embriagarnos
en los atardeceres que cubrían nuestras citas. Después, campo y más campo y allá muy
lejos esa ansiada ciudad a la que algún día iríamos porque representaba el porvenir.
Suponíamos que iba a tener todo lo que no había en nuestro pueblo pequeño.
Casi sin darnos cuenta llegó el momento de tu despedida y las promesas de
juntarnos pronto. Finalmente, tras largo discutir con mi familia logré viajar para encontrarnos.
Pronto viví una libertad nunca soñada. Todo era nuevo y entre estudio y trabajo, aún sin
dinero, nos amamos. Nos amamos intensamente sin preocuparnos por nada.
Pero la realidad nos fue ganando, dejaste la facultad, yo los estudios y hoy el
cansancio cotidiano nos muestra muy distintos. En vano trato de mantener con rutinarios
besos algo de aquello que anhelamos y que la vida gestionó distinto. Así, mientras te espero
me rapta por momentos el pasado y cuando estamos juntos presiento que cada día estás
más lejos. Ya no sé cómo encauzar lo nuestro, cómo acortar esa distancia de encuentro y
desencuentro, cómo rescatar el sueño de aquellos dos jóvenes que éramos. Quisiera
reinventar la vida, atenuar el hoy con la esperanza de algo nuevo. ¿Será posible hacerlo?
¿Será posible emerger de la rutina desgastante sin más fisuras, remendando sueños?
Hoy cuando llegues y te bese seguro intente decirte todo esto, pero te bañarás,
cenaremos como siempre en el silencio para acostarnos luego. A las seis muy temprano, te
irás a cumplir con tu trabajo sin saber qué, como otras veces y sin avisarte, me fui hasta el
pueblo, añorando momentos del pasado, para beber en ellos la paz que ya no tengo. Quizás
es tu obligada rutina y tu cansancio de no haber alcanzado nuestras metas lo que no te
permite siquiera imaginar que yo también quebré mis sueños.

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La vida (por M. A)

Una noticia interrumpe mi prolongado letargo. Abro los ojos que ya estaban en vigilia y
la observo. Ella se presenta misteriosa, presuntuosa, elocuente, avasallante. Es como una
gran corte que me juzga, me condena y luego me absuelve.
Algunas veces le pido indulgencias. Otras, la niego, la busco, la apruebo y la amo.
Una caricia rompe la senectud del sol sobre la tarde. Ella permanece allí, dándome lo que
no le pido y tomando para sí lo que es más mío.
Mientras la luna deshilacha sombras entre los árboles, ella sigue besándome de
tanto en tanto. Es entonces cuando mis pasos se detienen y la abrazo, mis venas se dilatan
y la respiro, mis pulmones se ensanchan y la contengo y mis manos cansadas de luchar se
hunden en ella hasta los codos.

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Rutina (por N. R)

Es 24 de abril y estoy cumpliendo 45 años. Como en los últimos tiempos me acerqué


a esta plaza, símbolo inequívoco de mi desgano y mi apatía. Busco un lugar donde
sentarme para ser alcanzado por la tibieza del sol del otoño, que languidece en sintonía con
mi estado de ánimo. Hasta hoy mi mente ha permanecido en blanco. He mirado a mi
alrededor sin retener lo que veía, todo me era indiferente.
Pero esta mañana, mientras las hojas caen lentamente y la brisa, más fresca que
otros días, se hace sentir, por primera vez observo atentamente el paisaje que me rodea.
Niños correteando, indiferentes a la baja temperatura, gozando de sus juegos y travesuras.
Parejas de jóvenes abrazados, besándose, paladeando el éxtasis del amor, fogoneado por
los tempraneros años. Entonces, pienso en mí. Me siento viejo y cansado. La sensación de
soledad me invade, me lastima y me angustia. Miro el amor estallar a mi lado y siento
nostalgias del ayer y me pregunto por qué dejé que la rutina destruyera mi vida. Por qué no
fui capaz de defender lo que amaba y modificar todo aquello que era modificable. Llego a la
tremenda conclusión que no fue hastío lo que me llevó a separarme de Gloria, simplemente
fue cobardía. No supe, no fui capaz de comprenderla, de demostrarle que mi amor era
capaz de superar esa invisible barrera de lo cotidiano.
Absorto en mis pensamientos, prisionero de mis recuerdos, no advierto que la plaza
se va quedando vacía, que el sol ha desaparecido, que el frío castiga con más crudeza y
que el amor se ha alejado buscando otros refugios íntimos para transformarse en pasión.
Lentamente, casi sin desearlo, dejo mi sitio en la plaza y, con la cabeza gacha y el peso de
mis fracasos sobre los hombros, marcho hacia mi casa.
La calle ha quedado desierta como mi existencia. Una niebla espesa comienza a
hacerse dueña del paisaje acentuando la tristeza que me embarga. Surgida de la nada, la
silueta de la mujer se dibuja frente a mí. Nuestros cuerpos se rozan y ambos nos detenemos
respondiendo a un mandato desconocido e indescifrable. La penumbra no me impide divisar
sus ojos impregnados de dolores y angustias comparables con las mías. Todo su ser clama
un poco de ternura, de compañía. Se ve desprotegida y solitaria. En forma instintiva tomo
sus manos frías y temblorosas y comienzo a caminar sin soltarla. Ella se deja llevar. Los
besos, las caricias y su delicada presencia dibujan un entorno al que ya estaba
desacostumbrado. Susurrando, me promete una y otra vez, que no va haber un momento en
el que no repetirá esos mismos besos y esas mismas caricias. La rutina había regresado a
mi vida. La miré, sonreí y dije para mis adentros: “rutina... rutina... alabada seas rutina”.

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Alivio (por L. M)

Los relojes golpean a cada segundo. Los teléfonos suenan, suenan y suenan. La
radio no calla aunque nadie la escuche. Los autos corren carreras en calles peatonales. Las
bocinas aturden cabezas contracturadas. Insaciables subterráneos tragan personas hacia la
oscuridad y las llevan por túneles eternos, curvos y vertiginosos hasta destinos inciertos.
Cubículos grises y monitores destrozan miradas. Sistematización. Competencia. Temor.
Odio. Responsabilidad. Obligación. Necesidad. Silencio.
Vuelvo a casa y la encuentro en la puerta. Hermosa, luciendo un vestido azul. Me
mira, me abraza y ruega por un beso. Trae la calidez de los aromas y sabores del hogar.
Café, menta y sahumerios. La cena humeando, la cama estirada. Sonrisas, complicidad,
besos, contención, cuidado, amor. Cada día ella siempre hace todo igual. Y es el alivio
necesario al acabar el día y la mejor forma de amanecer y sentirme humano.

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Vejez (por N. R)

A mi esposa Lucía, sostén inigualable y compañera permanente

Aparece de pronto, tomándome por sorpresa. Pequeños síntomas me anuncian,


aunque mi conciente no lo perciba, que el ciclo evolutivo comienza a transitar la curva del
regreso. El espejo marca con precisión la vejez, pero la imagen que devuelve, no me
sorprende ni me preocupa. Esa figura que veo reflejada me sigue perteneciendo,
simplemente sigo siendo yo mismo. Ni siquiera el deterioro físico es un síntoma que me
alarme en demasía. Pero algo va cambiando a mi alrededor. El trato de los demás enciende
la luz de alarma. Mi autoestima, mi seguridad que hasta ayer me mantuvieran “joven”
declinan inexorablemente. Voy quedando al costado de los hechos. El respeto de otrora
cambia su matriz. Ahora lo que respetan los demás son mis canas, mis arrugas, mi físico
deteriorado, al que no le daba demasiada importancia. La vejez, ha llegado.
Pero me aferro a los recuerdos, me apoyo en todo lo que creí ser y me resisto a que
comience la agonía. Entonces, recurro a toda mi experiencia, a la sabiduría que los años, la
militancia, el protagonismo, el aprendizaje y las enseñanzas de otros, me han legado y me
planto. Me autoconvenzo de que todavía puedo y levanto la cabeza en un dramático grito
silencioso: “acá estoy... sigo vivo y aún vigente”.
La vejez trae consigo otro tipo de valores. Es la línea de partida para un volver a vivir.
Nazco por segunda vez y un horizonte nuevo, inmenso, infinito, se abre a mi frente.
Comprendo abruptamente, así como advertí que la vejez había llegado, que todo ese bagaje
de experiencia pasa a ser un capital tan importante que debe ser correctamente invertido.
Entonces lo invierto… en la familia, en los amigos, en los que sufren, en los que extienden
su mano pidiendo el calor de otra.
Soy viejo y como una continuación de mí mismo están mis nietos. ¡Y sí! la vejez
permite que la palabra “abuelo” me emocione, me cargue de energía, me haga gozar de la
vida… debo cantar con toda el alma “bienvenida vejez, gracias por haber llegado”.

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III. Cosas de chicos

“Los niños han de tener mucha tolerancia con los adultos.” (Antoine De Saint Exupery)

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Anita del norte (por H. R)

A Petty, Adriana y Beto con quienes tuve el placer de conocer Tilcara

A fines de mayo, cuando las tardes se están venciendo, en Tilcara empieza a


instalarse un frío seco, quieto, limpio. Su densidad abraza, es casi palpable. En las afueras
del pueblo se nota aún más. Anita lo venía sintiendo en su piel morena mientras bajaba por
el apenas visible sendero de las cabras. Tenía un atado de ramas secas apoyado en su
espalda y la cabeza cubierta por una gorra de lana con dibujos coyas que dejaba escapar
algunas mechitas renegridas. Iba vestida con un pulóver marrón de lana virgen, salpicado
por algunos abrojos, y unos vaqueros gastados. Sus piecitos curtidos y mal calzados
esquivaban las bolitas de estiércol y piedras sueltas del camino, aunque no siempre con
éxito. Caminaba encorvada por la carga y, con sus 9 años, a duras penas podía con el peso
de las leñas. Estaba cansada, pero se consoló al reconocer la curva cerrada que llevaba al
final del camino y al rancho, donde la abuela Asunta la esperaba para que reavivase el
fogón.
Esa mañana en la escuela se festejó el 25 de Mayo y Anita tomó con gusto uno de
sus esperados chocolates anuales, con unas tortitas de quesillo y miel. Fue su único
alimento del día, porque su abuela quedó bastante enferma cuando ella partió para la
escuela y al regresar, la encontró recostada en su jergón, quejándose de un fuerte dolor en
el pecho. A diferencia de todos los días, no había preparado nada para comer y además el
fogón se estaba apagando. Por eso Anita había tenido que ir a buscar algo de leña, a
pesar de la hora, para poder cocinar y calentar un poco el rancho.
Cuando se acercaba al rancho se sorprendió al ver, detenida en la entrada, una
camioneta larga y blanca. Tenía la puerta abierta y eso cortaba la palabra pintada con letras
grandes en su costado. Alcanzó a leer: A…LANCIA pero no logró deducir la palabra
completa. También le extrañó ver la motito de su vecino Artemio recostada en el cardón
seco de la pirquita del frente. Fue justamente él, quien salió a recibirla, y mientras la
ayudaba a descargar las leñas le contó que había pasado a ver a la abuela y como se sentía
muy mal, llamó a los doctores. En ese momento, dos señores vestidos de blanco sacaban
del rancho en una camilla a Asunta, que estaba como dormida y casi irreconocible por la
mascarilla que le cubría la cara; su trenza gris colgaba de la cabecera balanceándose
lentamente. Anita corrió hacia ella y la abrazó como siempre, apoyando su cabecita en el
pecho y superando el vano intento de los médicos por impedirlo. La rugosa mano derecha
de la abuela la apretó levemente sobre su cuerpo en un esbozo de sus acostumbradas
caricias. Anita se incorporó y comenzó a besarla repetidamente en la frente, mientras con
sus deditos sucios y maltratados peinaba hacia atrás los cenicientos y secos cabellos de

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Asunta. Los ojos de la anciana, convertidos en dos guiones oscuros, empezaron a
humedecerse. Pero eso no impidió que Anita pudiese leer en ellos, la sonrisa que su abuela
le estaba regalando y que la mascarilla que cubría su boca transformaba en mueca.
También la niña comenzó a sollozar. Uno de los doctores la separó suavemente de la
camilla y le dijo que debían llevarla urgente al hospital y que al otro día podría ir a verla.
Después de que se fue la ambulancia Anita quedó por unos momentos sola, quieta y
seca como el cardón que la escoltaba. Con el oscuro rancho de fondo y apenas iluminada
por una reptante penumbra invasora, conformaba una trágica postal norteña.
Esa noche Anita durmió en la casa de su buen vecino Artemio. Fueron muchas las
veces que se despertó viendo la cara ajada y bonachona de su querida abuela y también
pensando en su propio e incierto destino. No sabía ni qué iba a hacer a la mañana siguiente,
sola y sin nadie que la despidiera cuando se fuese a la escuela. ¿Tendría que ir igual?,
¿dónde quedaría el hospital?, se preguntaba sin encontrar respuestas.
Por la mañana llegó temprano otra camioneta y Anita volvió a extrañarse al ver, a
través de la ventana, que descendía su maestra, la querida señorita Carmen. Y fue por ella
que se enteró que su abuela se había ido al cielo y que la iban a buscar otras señoritas para
llevarla a Jujuy.
Anita estaba acongojada, se sentía indefensa, vulnerable y en su desamparo sólo
atinó a acurrucarse cabizbaja en un rincón a esperar los acontecimientos. Sus ojos oscuros
tomaron ese brillo húmedo de quien ha llorado mucho y resaltaban como perlas negras en
su carita aindiada. Así la encontraron las dos asistentes sociales que le dijeron que
preparara sus ropitas y otras cosas que tuviera porque la iban a llevar a un lugar muy lindo:
una casa grande que quedaba en Jujuy, donde podría comer, dormir y jugar con otros
chicos.
Ella sabía que Jujuy era la capital, pero no tenía idea de cuán lejos quedaba. Nunca
había salido de Tilcara y pocas veces había andado en auto. El viaje comenzó después del
mediodía. Manejaba la camioneta un señor gordo y callado. Una de las señoritas iba junto a
él en el asiento de adelante y la otra y Anita en el de atrás. El recorrido duró poco más de
una hora, pero a ella le pareció larguísimo. Sus ojitos azorados no daban abasto para
abarcar los paisajes que se veían a través de las ventanillas: grandes cerros multicolores y
de formas caprichosas; laderas y valles inmensos sembrados de cardones, muchos de ellos
en flor; una quebrada anchísima, interminable y hacia adelante un camino tan largo como
jamás había visto.
Finalmente llegaron a Jujuy. Curiosidad y temor predominaban en sus sensaciones.
Estaba impactada por el ruido, el movimiento de personas y vehículos, las luces y los
coloridos carteles que abundaban en ese lugar, donde había tantas casas grandes. Al poco
tiempo, se detuvieron frente a una de ellas y la señorita de adelante dijo que habían

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llegado. Llevaron a Anita de la mano hasta la puerta. Mientras esperaban que las
atendieran, ella permaneció tiesa y presa de una mezcla de ansiedad y nerviosismo. Nunca
antes se había sentido así. Sus piernitas se apretaban en sus rodillas tratando de reducir el
temblor. Igualmente, no sin esfuerzo, sus ojitos negros alcanzaron a leer en la placa que
había en el frente una palabra rara y nueva para ella: orfanato. No la entendió, pero no
necesitó la ayuda de ningún diccionario ni demasiado tiempo para llegar a saber su real
significado. Y desde ese momento se anidó en su almita coya su gran deseo: volver a
Tilcara.

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Tortura (por N. R)

Lloré. No quería ir. Pero, como siempre, había que hacerle caso a los grandes
aunque no tuvieran argumentos. El simple hecho de imaginar a ese señor de gesto adusto,
delantal blanco, con mirada en la que se entremezclaban la compasión y el sadismo,
exhibiendo en su mano el extremo del elemento de tortura, me llenaba de pánico. Mis
padres, inconmovibles, insistían y presionaban. ¿Comprendían ellos lo que yo sentía?
¿Habrían estado alguna vez en ese sillón?
Y ahí estaba yo: indefenso, sujeto al imperio de las leyes dictadas por adultos
desmemoriados, que no recuerdan los padecimientos de la niñez. Las palabras que como
una cascada incontenible brotaban de los labios de mi padre, no lograban acallar mi llanto.
Había que obedecer. El mandato era el único argumento para ellos. Pensé en cómo eludir
esa obligación impuesta y sólo la súplica surgió como defensa de mis derechos. Pero fui
derrotado. El odontólogo se salió con la suya y mis padres saborearon orgullosos el éxito
obtenido.
Hoy, unos años después, exhibo una dentadura sana y las huellas en mi rostro de los
padecimientos sufridos. Cuando se modifiquen las normas que reglan los derechos del niño,
deberá agregarse un capítulo relacionado con el torno, herramienta de tortura infame y
aberrante, cuya eliminación se deberá disponer inexorable y definitivamente.

32
La caída (por L. M)

Tan solo tenía 5 años. Mamá intentaba atarme los cordones de los zapatos pero yo
no le acercaba los pies. Sus palabras eran inútiles. No me importaban ni los amiguitos del
jardín, ni la maestra buena, ni los juegos en los recreos. Tampoco me incentivaba la oferta
de un regalo a la salida.
Era temprano, quería dormir, la camisa me molestaba y la mochila era grandota.
Papá, desde el auto, tocaba y tocaba bocina. Eso me hacía poner más nerviosa. No podía
parar de llorar.
Cuando al fin logré desprenderme de las manos de mamá, corrí a esconderme
debajo de la cama. El clima iba poniéndose tenso en casa: los bocinazos, cada vez más
seguidos, mis gritos, cada vez más fuertes.
Repentinamente se hizo un silencio. Esperé unos segundos antes de salir de mi
escondite. Despacio fui asomándome, arrastrándome por el suelo. Había mucho polvo en el
aire. Papá entró corriendo a socorrernos. Sacó a mamá de entre los escombros. Por suerte
sólo tenía un par de golpes. De mi casa, sólo quedaban ruinas.

33
Cuando papá habla (por H. R)

A mis nietos

I.
Yo, cuando papá habla, a veces no lo entiendo. Bah, yo sé lo que dice, pero lo que
no entiendo es por qué muchas veces dice una cosa y hace otra. En la escuela, la seño
siempre dice que tenemos que escuchar, hacerles caso y seguir el ejemplo de los padres.
Yo lo quiero hacer, pero por ahí no me sale. Por ejemplo, el otro día dijo en la mesa que
había que ahorrar luz porque había poca y estaba cara y nos hizo apagar la tele y
acostarnos temprano a mí y a mi hermanito, pero yo ví, cuando me levanté a hacer pis, que
en la pieza de él había luz y ya era bastante tarde.
Hace poco, dijo que el domingo era el día para descansar, que nos teníamos que
portar bien y no hacer ruido a la mañana para poder dormir hasta el mediodía. Pero ayer,
que era domingo, él se fue a pescar. Se levantó retemprano, era de noche y yo me di cuenta
porque me desperté por el bochinche que hizo preparando las cosas y arrancando la
camioneta.
Yo lo quiero mucho, igual que a mi mamá, pero a veces, cuando viene del trabajo,
dice que está cansado y habla poco. Es una lástima, porque a mí me gusta escucharlo, más
cuando cuenta cosas lindas de cuando él era chico: que jugaba a la pelota en una canchita
cerca de la casa, que andaba en bici por la calle, que se subía a los árboles y todo eso. Pero
él dice que ahora eso no lo podemos hacer porque es muy peligroso. Y a mí me dan unas
ganas de hacerlo, sería de lindo…
No sé cómo volverá hoy del taller, pero igual le voy a mostrar la notita que me mandó
la seño pidiéndole a los papás que actúen en el acto del día del padre. Seguro que no le va
a gustar nada y no va a querer participar, pero yo igual se la voy a dar, por ahí capaz que
dice que sí.

II.

Hoy me levanté tarde y tengo pocas ganas de escribir en mi cuadernito azul. Estoy
un poco triste porque mi papá me dijo que no a lo del acto de la escuela, que él no servía
para eso y que no sabía hablar bien. No sé, todavía falta y capaz que lo convenzo porque a
mí me gustaría mucho. Y se lo voy a decir sin llorar. Yo creo que podría hacerlo bien, total le
tocaría hablar poco y fuerte y hacer de rey. A mí me parece que para él eso sería fácil, y a
mi mamá también, porque dice que es lo que hace siempre en casa.

34
III.

Bueno, hoy no fue un día triste como ayer, porque pasó una cosa muy linda. Papá
volvió muy contento del trabajo, había comprado unas masitas, una coca para nosotros y
vino o algo así para los grandes pero también con globitos. Dijo que por fin había terminado
no sé qué problema que tenía con impuestos o algo parecido, no sé, era algo de plata que
yo no entendí bien, pero el asunto es que estaba recontento. Entonces aproveché, le di un
beso y un abrazo y le volví a decir lo de la escuela. Me miró un ratito a los ojos y me apretó
contra su pecho fuerte fuerte. Y no habló con la boca, pero yo sentí como su corazón, me
decía que sí. Entonces, le di otro besito cerca del oído y despacito le dije: “gracias pá”. Fue
un momento de lo más lindo. Para los dos, creo. Seguro que si él hubiera sabido que iba a
ser así, me decía que sí el día que le di la notita; pero bueno, yo estoy contenta igual.

35
Libres a la hora de la siesta (por M. A)

Para Nico, Eugi y Miri

Viene la solapa amenazando a los gurises que juegan en la siesta, cuando suben las
manitos por el sol dando sombras chiquitas a la tierra. Con sonrisas desdentadas y
rubionas, vocecitas de ángeles diurnos llenan el patio de bullicio, en finos tonos decorados
de ternura. El viejo de la bolsa hace guardia en los tapiales por si acaso alguno quisiera
treparse. Ese hombre de barba blanca, saco oscuro y prominentes venas trae una bolsa de
arpillera donde caben niños que juegan en la siesta. El loco Tivó corre en las veredas,
exhalando ese cansancio que atraviesa hasta el zaguán. Y su ropa de mil colores se agita
mojada, muy suelta.
Por las dudas nadie se atreve a ver más allá de la cerca. Cuando el sol aprieta,
cuando todos sueñan, cuando se mete el miedo en la sangre y en ancas va la inocencia de
aquellos gurises traviesos que inundan de pomos la fiesta de anunciar el carnaval,
inyectando vida nueva.
Por las dudas nadie se atreve a ver más allá de la cerca, sacando pasteles de la
cocina, pintando de rojo las puertas, garabateando payasos sobre la luna redondeada en el
espacio de pequeñas burbujitas.
Por las dudas nadie se atreve a ver más allá de la cerca... pero qué libres son los
niños que juegan a la hora de la siesta.

36
Qué susto, mamá (por S. H)

A Sofi e Igna

I.

-¡Mamaaaaaá! ¡Hay un bicho en mi cuarto! ¡Mamaaaaaá!


-No soy tu mamá… tampoco un bicho… pero qué te pasa…
-¿Quién me habla? No veo a nadie, yo me voy… Acá no hay nadie, sólo ese bicho que brilla
y me da mucho miedo.
-Eso no es cierto… hay alguien… yo brillo pero no me digas bicho, soy del país de los
gnomos.
-No me hablés, que me das más miedo… y si hablás no mientas: sos un bicho que brilla, no
un gnomo… a mí los bichos de luz me gustan, pero cuando están afuera de mi cuarto… y
vos estás adentro, muy cerca de mi cama… ¡Y hablás!
-Ves lo que te digo… tengo razón… si fuera un bicho de luz no hablaría.
-Mmm, no sé… lo que sé es que tengo mucho miedo y voy a salir corriendo.
-Si te prometo que no te hago ningún daño, ¿serías capaz de quedarte en el cuarto y
escucharme?
-¿Me lo prometés?
-Te lo prometo
-Yo vivía en un país que está muy lejos de aquí. Por desobediente me alejé de mi casa y
después no supe cómo volver. Caminé y caminé hasta que encontré un lago…
-¿Me seguís?
-Te sigo…
-Allí vivía la reina del lago. Ella odiaba a los gnomos. Yo no lo sabía y tampoco sabía que
ese era un lago encantado. Ella me miró fijo y levantando su mano me convirtió en un bicho
de luz. Desde entonces busco volver a mi país y vuelo por muchos mundos… hasta ahora
no encontré ni un niño que quiera escucharme… y mucho menos ayudarme.
-¿Y cómo podría ayudarte?
-La reina del lago me dijo: “si un niño de la tierra te cree, tráemelo y te quito el hechizo”.
-¿Y yo soy el niño que elegiste para salvarte? ¿Cómo podría ayudarte si ni sé dónde está
ese lago? Además todavía no viajo solo y ni mi mamá ni mi papá me dejarían.
-No te aflijas, yo tengo una estrella amiga que nos podría ayudar, no te olvides que vengo de
viajar por muchos mundos… dale, ¿me acompañás?
-Todavía tengo miedo… no quiero ir muy lejos, ¿y si nos perdemos?
-Gima te traerían de vuelta… te lo prometo… por favor, ayudame.

37
-Bueno… pero sin mi hermanita Sofia no voy. Ella está en su cuarto durmiendo.
-Vamos, vamos a despertarla… pará que antes, desde tu ventana, le aviso a Gima que nos
lleve cuando despiertes a tu hermana. ¿La ves allá? Ella está haciéndonos un guiño y nos
va a mandar su polvo de estrellas para subir y viajar con ella hasta mi país.
-Sofi, Sofi… despertate… mirá qué brillo tiene el polvo de estrellas, ¡es hermoso!
-Dejame dormir, Igna, estoy muerta de sueño…
-Pero mirá, Sofi, mirá… no te lo pierdas.
-¿Qué es lo que pasa? Tengo sueño… ¿qué pasa?
-Bueno, no te enojés, te voy a contar… es que mi amigo… bah, mi casi amigo el gnomo,
bah, el bicho de luz…
-¿Y si le contamos todo por el camino, Igna?
-Tenés razón… vamos Sofi, te contamos por el camino… qué bueno va a estar subir con
Gima hasta allá arriba.
-Igna, no entiendo nada… ¿quién es Gima? ¿quiénes me van a contar qué cosa por qué
camino?
-Es largo, Sofi, confiá en mí…
-Uia… ¿y esa luz que brilla en tu ventana? ¿y las otras lucecitas en el cielo?
-Mi amigo… y el camino de lucecitas que le hizo la estrella Gima para que podamos subir.
-Está bien, Igna, vamos…
-Uy ¡estamos flotando!
-Igna, Sofi… gracias por acompañarme. Gima, ellos son mis amigos de la tierra, vienen
conmigo para que la reina del lago termine con el hechizo y me deje libre para volver a mi
país.

II.

-Reina del lago, aquí estoy y traje amigos de la tierra. Cumplí con lo pedido… quiero ser otra
vez un gnomo.
-Está bien, bicho… 1, 2 ,3 ya sos un gnomo… pero nunca más te acerques a mi lago.
-Gnomo… ahora que ya te ayudamos queremos volver a casa.
-¿No quieren primero visitar mi país?
-A mí me volvió a dar miedo… mejor quiero volver… ¿Y sofi? ¿Dónde está mi hermanita?
¡Sofiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!

III.

-Chicos, chicos, ¡arriba! Nos quedamos dormidos… es la hora de ir a la escuela.

38
-Mamá, má, ¿dónde estoy? ¡qué suerte, estoy en casa! ¿Y Sofi?
-Nene, ¿qué te pasa? ¿sos tonto?
-No me hables, así, Sofi… siempre me tratás mal…
-Ay, pobrecito, él… a ver llorá… llorá y decile a mamá que trato mal…
-Sofi, no sabés, tuve un sueño… vos me acompañabas y viajábamos…
-Chiiiiicoooos, se hace tarde, vamos, vengan a desayunar.
-Vamos, fantasioso, vos siempre soñando… bajemos a desayunar que se arma.

IV.

-Mamá, ¿sabés qué susto? Soñé que…


-Vamos, vamos… se hace tarde… a la vuelta me contás.

39
Pa´ mi gurisito (por M. A)

Gurisito de ojos tiernos


Corazón del corazón
De dos ceibos que murieron
En enero por tu amor.

Levanta tus manos pequeñas


No demores en llegar
Que mi amor está vacío
Sin tu cuerpo pa´ acunar.

Seré madre entre los cientos


Rayos blancos del maizal
Jugando a crecer con tus sueños
Que mi vida han de cambiar.

Recoge ramitas del aire


Y al aire devuélvelas
Que caerán todas juntas
Enseñándote a contar
Por cada rama caída
Cómo se debe volar.

Gurisito desprolijo
En tu llanto en tu soñar
Quiero ver tus pies chiquitos
Por mi panza caminar
Hundiendo mi carne desnuda
Que a tu carne han de abrigar.

40
Viaje al gris (por H. R)

Otro domingo con mamá y la abuela en el micro rumbo al cementerio. Ellas llevaban, como
de costumbre, un ramillete de flores envueltas en sus cabos humedecidos con papel de diario,
tijeras, pulidor de metales y algunos trapitos viejos en un bolso. Antes de entrar, nos detuvimos en
la vereda en un puesto de flores a comprar algunas más, previa selección y regateo. Yo odiaba
esa situación, a mis nueve años el gris del cementerio se contraponía con mi idea de que la muerte
era algo que estaba a una distancia casi infinita en el tiempo.
Una vez adentro, mientras caminábamos por esas calles estrechas, desoladas y sombrías,
entre panteones viejos y abandonados, teñidos de un gris de humedad, no podía resignarme al
hecho de que un día sería yo quien iba a estar ahí. Imaginar que quizás una tumba podía tener mi
retrato enmarcado en esas horribles y enlozadas fotos en sepia, escapadas de los inicios de la
fotografía, incrementaba aún más la angustia que siempre me carcomía por ser consciente de mi
incapacidad para impedirlo.
Después de soportar el repetido ritual del recambio de las flores marchitas y otros
menesteres que ellas siempre hacían en la tumba de mi abuelo, yo empezaba a renacer desde el
mismo momento en que salíamos del cementerio y tomábamos el micro de regreso a casa donde el
sol, los colores y el aire libre me esperaban siempre dispuestos a hacerme gozar de la alegría de
sentirme vivo.

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Enseñanzas (por N. R)

A Lucía, Salomé, Elías, Amalia, Lorenzo, Vicente, Luna, Lisandro y Eva

Como los miércoles de cada semana, Damián, sentado en una viga de cemento
apoyada sobre sendas pilas de ladrillos huecos, observaba cómo su nieto Lisandro
correteaba junto a otros niños de su edad detrás de una pelota, intentando seguir las
directivas del director técnico. A las 7 de la tarde el entrenamiento llegó a su fin. Lisandro se
despidió de su profesor con un beso y caminó hacia el playón que lindaba con el campo de
juego, donde lo esperaba Damián. Éste se incorporó del precario banco, avanzó al
encuentro del niño, lo acarició y le puso una campera de abrigo.
-Hola abuelo, ¿cómo estuve? –preguntó con una sonrisa genuina.
-Brillante, mi amor, sos un fenómeno.
Ese diálogo -palabras más, palabras menos- se repetía todas y cada una de las
veces en que Lisandro entrenaba o finalizaba algún partido de fútbol infantil.
Damián tomó de la mano al niño, saludó a algunos amigos del club y avanzó hacia la
salida en busca de su automóvil. De pronto, la pregunta fuera de libreto. Damián estaba
acostumbrado a que su nieto lo sorprendiera con temas o preguntas inesperadas. Solía
decir que Lisandro había nacido computarizado y que innegablemente la televisión y la
informática influían para el desarrollo mental de los niños a una velocidad distinta a la de su
generación.
-Abuelo, ¿a vos te da igual que tu equipo gane o pierda?
-No, mi amor, no me da igual. Más vale que quiero que gane… si pierde me siento mal-
respondió Damián sonriendo, mientras conducía con su mano izquierda y apoyaba la
derecha sobre las rodillas de su nieto.
-¿Entonces por qué el profe nos dice que no importa si perdemos?
Damián acentuó su sonrisa, dudó una fracción de segundo y le puso continuidad al
diálogo.
-Lo que pasa Lisandro, es que a los 6 años el fútbol debe tomarse como un juego y nada
más.
-Pero a mí no me da igual. Yo quiero que ganemos
-Escuchá lo que te voy a decir. Está bien que quieras ganar, pero te repito: a tu edad, jugar,
divertirse y tener nuevos amigos, es lo más importante del deporte. Cuando entrenás los
miércoles o tenés un partido los sábados, en realidad estás jugando. Por eso aunque te
toque perder eso también te sirve… ganar o perder para vos, debe ser nada más que algo
pasajero y sin demasiada importancia, ¿entendido?
-Pero abuelo, los otros chico tienen otra camiseta, son de otro club.

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-Lisandro… a ver… es bueno que quieras ganar y no es malo que te duela perder. Eso
demuestra que estás creciendo y que razonás las cosas y que querés encontrarle alguna
explicación a los comentarios de tu entrenador…
-Además, si ganar o perder da lo mismo, ¿por qué los papás gritan tanto en la cancha?
-Porque así de tontos somos los grandes. Ya vas a tener tiempo de sufrir presiones. Ahora
haceme caso, seguí divirtiéndote, disfrutando del juego y festejando los triunfos como a vos
te gusta, pero sin darle demasiada importancia a las derrotas.
Lisandro desvió la vista del rostro de su abuelo y mirando hacia adelante dijo:
“gracias, abuelo, ya llegamos a casa”.

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44
IV. XXI: Presente imperfecto

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Mercancía (por N. R)

Entraron nerviosos y expectantes. No se conocían entre sí. Sebastián, Tomás, Pablo,


Valeria y Soledad habían sido seleccionados en un casting para participar de una publicidad
televisiva. El estudio les parecía un inmenso espacio excitante y desconocido. El aviso que
los había congregado destacaba: “empresa líder de publicidad busca 5 jóvenes de entre 25
y 35 años de buena presencia para publicidad televisiva”.
Llegaban con experiencias de vida disímiles. La vida fácil de unos, contrastaba con
los pesares del resto. Sebastián, hijo único de padres profesionales, abogado el hombre,
arquitecta la mujer, tenía 27 años y había abandonado la facultad de derecho hacía dos
años. Niño mimado, sin ocupación alguna, se sentía hastiado de las comodidades y,
subconscientemente fracasado. La invitación que emanaba del periódico, lo sacó de su
letargo. Avizoró la posibilidad, no sólo de obtener algo en qué ocuparse, sino también la de
hacerse famoso a través de una actuación televisiva.
Tomás, hijo menor de tres hermanos, 30 años, soltero, clase media, ayudaba a su
padre en el negocio de venta de electrodomésticos, ocupación que no era de su agrado. De
allí que el conocimiento de la convocatoria, resulto para él, un efectivo disparador para
intentar cambiar de trabajo. Su posición social y los hábitos cotidianos, coincidían con los de
Sebastián. No resultó extraño por lo tanto, que ambos llegaran a la prueba vestidos con traje
azul, camisa blanca y corbata de vistosos colores.
Pablo tenía la mirada triste y los cabellos del color del trigo. Vestía campera y
pantalón de jean, remera azul descolorida y zapatillas azules. Estaba separado y
desocupado. Descendiente de una familia de obreros, había concurrido a la cita tal cual lo
hacía diariamente con cuanto aviso pidiendo trabajo se publicara. La pobreza, la falta de
ocupación fija, la impotencia, habían desgastado su relación de pareja. Claudia, harta de
padecimientos económicos, se alejó de su lado. Marina, la hija de 4 años de ambos, había
quedado al cuidado de él.
Valeria, 25 años, soltera, escultural, empleada en una cafetería, vivía sola en un
pequeño departamento, herencia de sus padres fallecidos en un accidente de tránsito. Su
único hermano, se había ido del país. Consciente de la casi perfección de su cuerpo,
Valeria disfrutando exhibiéndose.
Soledad, cabello renegrido, ojos oscuros como la noche, mediana estatura, andar
altivo y agresivo. Hija de madre soltera, comenzó a trabajar a los 15 años en quehaceres
domésticos. A esa edad concurría a talleres de teatro. Hoy, con 26 años, esta bellísima
morocha de ajustada remera blanca y minifalda ideal para exhibir sus contorneadas piernas,
preveía la posibilidad de edificar un futuro más digno y desarrollar su vocación actoral.

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-Chicos… por favor vengan -convocó el gerente de producción-. Ustedes han sido
seleccionados para representar una tanda publicitaria que ofrecerá al mercado un nuevo
producto. Les informo que además de sus cualidades intelectuales, hemos tenido muy en
cuenta el aspecto físico… las escenas que tenemos que filmar hoy tienen un fuerte
contenido erótico.
Sebastián, Tomás y Valeria no se movieron ni pestañaron. Pablo y Soledad se
balacearon sobre sus pies nerviosamente y sus miradas se endurecieron.
-Bueno como ustedes no se conocen y las escenas van a grabarlas juntos los dejo solos
para que charlen un rato y evalúen la propuesta… demás está decirles que vamos a
pagarles muy buena plata.
-Perdón… cuál es el producto que vamos a promocionar- preguntó Pablo.
-La nueva marca de un automóvil… ¿por?
-No sé… me llama la atención lo de las escenas subidas de tonos.
-Mirá, el mundo de la farándula es así… el auto se ve a través de sus cuerpos, que son los
que en realidad venden.
El gerente los dejó solos.
-Esto es fantástico… - dijo Sebastián- podemos ser famosos y además ganar mucha guita.
-Siempre soñé con algo así- agregó Valeria.
-¡Chau a los electrodomésticos!- gritó Tomás.
-La verdad, me resisto a exhibirme como una mercancía- sentenció Pablo-. ¿Un auto es
más importante que nosotros? ¿Acaso tiene precio la dignidad?... Me voy.
Valeria, Tomás y Sebastián, lo miraron asombrados. No entendían, o no querían
entender ese renunciamiento a la fama y al dinero.
-Esperá, esperá, flaco, me voy con vos.
Tres meses después de esa tarde, la pantalla del televisor mostraba a cinco jóvenes
desnudos en el interior de un automóvil convertible. En tanto, mientras el sol primaveral
inundaba la plaza, Soledad y Pablo, llenos de sueños y tomados de la mano planificaban el
debut en un club de barrio, de la compañía de teatro que habían formado con amigos y
alumnos del taller al que ambos concurrían. La hija de Pablo correteaba a lado de ellos.

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La muerte del río (por M. A)

No a las papeleras

Eran las cinco cuando entre un sapucay ronco de chicharras, el Juancho acomodaba
las redes sobre el bote mientras de un solo salto el gurí del patrón ganaba un sitio en la proa
de la improvisada embarcación. Los sauces escondían sus rostros entre sombras y gallos y
la complicidad jugaba un serio con las pequeñas estelas que provocaba el remo. El agua del
majestuoso río mojaba la orilla dormida del arenal pescador y un rosado resplandor
pretendía despertar el monte de enfrente.
Los vaqueanos tripulantes de la canoa avanzaron hasta internarse en una correntosa
derivación detrás del pajonal donde las aguas solían traer enormes dorados desde el norte.
Ese era el lugar, la corredera ideal. Tiraron el ancla sobre la derecha y entre sordos trinos
convirtieron las horas en un gran caudal de esperanza y de paciencia. Los ojos de los
hombrecitos se achicaban lejos buscando las tanzas que panzeaban sobre el Uruguay sin
evidencia de pique. El balanceo de la ardiente carcaza embravecía bajo el mediodía hiriendo
las resecas melenas rubionas y curtiendo sus cueritos sin ropa.
Él se aproximaba de repente sosteniendo sobre su lomo diminutas ramitas tiernas,
peludas, tupidas. Entonces se veía verde, verde claro, verde oscuro y luego se alejaba
marrón, turbio, acerado. Más allá, cerca de la barranca donde solía habitar sin apuro,
acumulaba una espuma parda y aceitosa que resbalaba finalmente por las lánguidas
canillas de las totoras, mientras la brisa arrancaba desde su entraña un tibio aroma a
muerte.
Ellos hundían primero sus manos y después sus pies arañando desde el asiento de
madera la rareza ya sin alma del río que los había visto nacer.

49
La toma (por H. R)

“La vida cabe en un click…”

Ese jueves de abril Buenos Aires amaneció templada. Eran casi las 7 de la mañana
y las primeras luces hacían recortar sobre el cielo las figuras de los edificios de la 9 de
Julio. La ciudad lucía despoblada, era Semana Santa, muchos habían anticipado sus
minivacaciones y a esa hora recién empezaba el movimiento.
Casi en la esquina de la calle Moreno, seis personas aguardaban el colectivo.
Cuando el señor de anteojos y corbata que estaba primero en la fila vio pasar al primer
hombre desnudo, no pudo contener la risa, pero ésta se transformó en una especie de
mueca al comprobar que lo seguían dos mujeres y otro muchacho también sin ropas. Se dio
vuelta y, como la que continuaba en la cola era una señora mayor, le habló al siguiente, un
joven de jeans y remera que aparentaba unos 25 años.
-¿Qué les pasa a ésos, están todos locos?
No pudo a escuchar la respuesta porque las dos chicas que estaban más atrás,
típicas porteñitas de pancitas al aire hasta en otoño, empezaron a reírse y con fuertes
exclamaciones señalaban al ya incontable grupo de personas que avanzaban desnudas
por la avenida o por sus ramblas. La señora mayor, presa de un estupor creciente, se
incorporó a la conversación en que rápidamente se habían involucrado todos los de la cola.
-¡Qué barbaridad! ¡Ésto no puede ser, hay que llamar a la policía!
El adolescente que cerraba la fila, ni abrió la boca; dejó su lugar y cruzó velozmente
hasta la rambla para ver de cerca a las émulas de Eva. La invasión era constante y
numerosa. En pocos instantes, las personas desnudas ya caminaban al lado de los que
esperaban el colectivo. Un par de muchachas, al pasar cerca del joven de la fila, le hicieron
señas de invitación.
-¡Vení flaco!, unite al grupo - dijeron casi a coro.
-¿Adónde van así?- alcanzó a preguntar el invitado, que para no perderse la respuesta
empezó a acompañarlas. Una vez que llegaron a la rambla, los de la ya deshecha cola
vieron cómo, después de una corta charla, el joven se desvestía hasta quedar también
completamente desnudo y con el montoncito de sus ropas en la mano. Luego de titubear
unos instantes decidió volver sobre sus pasos y acercándole la ropa a la señora mayor, le
preguntó:
-¿Señora, me la cuida un ratito?
-¡Salí de acá, degenerado! -exclamó ella.
Y cuando se preparaba para propinarle un carterazo, la oportuna intervención del
señor de anteojos, que se interpuso entre ambos, evitó que la cosa pasara a mayores.

50
-¡Eh! ¿Pero qué te pasa flaco, vos también te enloqueciste?- lo increpó.
- Disculpemé, pero es una cosa artística.
Al oír eso, las porteñitas, que seguían ansiosamente todo lo que sucedía, se miraron
entre ellas y enseguida una le preguntó al joven:
-¿Podemos ir?
-Sí, es para cualquiera, cuantos más seamos mejor- respondió él mientras se alejaba,
mezclándose en la marea de desnudistas, transformada a esas alturas en un catálogo
inagotable y viviente de cuerpos en movimiento.
Poco después, resultaba increíble ver cómo esa infinita variedad de modelos
humanos se uniformaba. Luego de las precisas órdenes en inglés dadas con un megáfono
por un fotógrafo desde lo alto de una escalera, todas las personas se acostaron en el
pavimento en una suerte de surrealista y anárquico ballet. Inmediatamente, la avenida, con
el tránsito ya cortado, quedó transformada en una gran cinta alfombrada por cientos de
cuerpos humanos desnudos, quietos, asexuados. Eran todos diferentes, pero a la vez
iguales. Se los veía hermanados por una sana y colectiva desvergüenza liberadora que les
permitía ser vistos y sentirse tal como naturalmente eran; reflejarse en el espejo de los otros
y al mismo tiempo percibir la inédita sensación de ser protagonistas de una experiencia
única.
La luz nueva de la mañana permitió una toma perfecta. La foto recorrió el mundo.
Pocos reconocieron el desnudo de Buenos Aires a pesar de tener al obelisco como fondo.
La señora de la cola jamás llegó a verla. Contó el hecho - nunca igual - más de cien veces.
Al señor de anteojos y corbata le descontaron medio día.

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¡Diariooooooo! (por H. R)

A Juan Osorio nunca le dijeron Juancito. Ya desde muy chico, todos lo llamaban
Juancho. Es posible que haya ayudado mucho a ello la temprana expresión seria de su
rostro; esa característica, que aún hoy mantiene, se complementa con sus escasas
sonrisas y sus ojos oscuros y profundos. También contribuye el alero que forman sus
espesas cejas, que se unen cada vez que frunce el seño, cosa que ocurre con bastante
frecuencia.
Su aspecto general sugiere un cierto desinterés por la elegancia pero no así por la
higiene. Se viste sencillamente, con jeans algo gastados y zapatillas que se adecuan a su
trabajo. Es delgado, de estatura mediana, cabello entrecano y bastante movedizo. Tiene
casi 50 años pero sólo cinco de canillita. Desde que tuvo que cambiar de trabajo, vende
diarios en una esquina muy transitada de La Plata, donde los vehículos deben detenerse un
buen rato a esperar el turno del semáforo.
Como canillita es realmente atípico. No está sentado hojeando revistas o tomando
mate en su puesto a la espera de sus clientes. Juancho camina todo el día a la par de los
autos anunciando y comentando las noticias. Es una actitud tan poco común, que
sorprende y a veces asombra a los conductores. Porque sucede que no dice pavadas.
Recita los principales titulares con la seriedad que lo caracteriza, con voz clara, potente y
buena dicción. A poco que lo escuche, cualquiera nota que no sólo ha leído la noticia
completa sino muchas cosas más. Más que canillita, parece un periodista ejerciendo su
particular estilo oral y callejero.
Quien pase por la esquina del Loco Juancho, como algunos le dicen, y se detenga a
observarlo, podrá apreciar un original espectáculo. Lo verá desplazarse raudamente con sus
diarios bajo un brazo mientras que con el otro subraya con ademanes sus palabras. Se
expresa como un orador muy seguro de sus dichos, que son cortos y contundentes.
Muchas veces interroga a sus escuchas obligándolos a emitir un juicio respecto a una
noticia sobre la que ya adelantó su propio y jugado parecer. Pero no lo hace con una
actitud amenazante, grosera o molesta. Lo logra mediante el compromiso y la incomodidad
que significa quedarse callado ante un personaje que habla mirando a los ojos y con un
comportamiento que desborda el límite lógico de su rol.
-¡Nuevo impuesto que incluye a jubilados!- grita - ¿le parece justo? – interroga acercándose
a la ventanilla de un auto.
-¡Secuestro, otra vez falló la Policía!- vocea fuertemente- qué muerte inútil, son unos
inservibles- le comenta desde cerca a otro conductor, quedando a la espera de su opinión.
Y así los involucra, los hace analizar efímeramente la realidad y reparar en la
importancia de su única y perecedera mercancía: las noticias.

52
Resulta francamente entretenido verlo actuar y observar las distintas reacciones que
genera, que van de la ignorancia a la discusión, pasando por toda una gama de
participaciones. Y lo más grato es ver cómo, a pesar de su aparente seriedad, algunos
esbozos de sonrisas - cuando las luces verdes - le impiden esconder que por dentro está
disfrutando y divirtiéndose con lo que hace.
Además, vende muchos diarios.

53
Inscripción (por C. B)

Eran las dos de la tarde de un lunes y el sol de noviembre era intenso. Los chicos
estaban en recreo y desde adentro de la escuela salían gritos de algarabía. Un cartel
pegado en la puerta de entrada decía: “Inscripción para el primer ciclo: del 8 al 20 de
noviembre de 8 a 12 horas”.
En la vereda de la escuela ya se había formado una cola que llegaba hasta la
esquina, daba la vuelta y ocupaba otros 50 metros. Encabezaba el acampe Clara, una
señora gordita con canasta y silla preparada como para un pic-nic. Y la seguían más
madres, padres, abuelas, abuelos, hermanos, que querían anotar a sus hijos, nietos y
hermanos en la prestigiosa y centenaria escuela 8 de La Plata.
-¿Para qué es esta cola?- preguntó Julia, una joven de unos 30 años.
-Es la fila para la inscripción- respondió Clara.
-¿Me está diciendo que hay que quedarse acá hasta mañana a las 8? Es una locura, esto
no puede ser- continuó Julia indignada, dando el puntapié inicial de una conversación
masiva.
-Yo que usted dejo de hablar y me pongo en la cola, ya se sumaron cinco desde que está
acá parada- le gruñó un viejito de gorra.
-Por ahí se queda y se termina colando- agregó, por lo bajo y sin largar el mate, una mujer
rubia, de 40 años sentada en una paqueta silla de pesca.
-¡Eh! Vaya para el fondo señorita… ahí adelante no va a resolver nada- gritó alguien desde
más atrás dirigiéndose a Julia.
-Para mí que se quiere colar- insistió la rubia ahora en un tono más alto.
Y los de adelante siguieron cuchichiando, controlando la fila, puteando contra el calor
y el gobierno. En eso apareció en escena un boliviano. Se notaba cansado y acalorado
adentro de una camisa y un pantalón de gabardina beige. Leyó el cartel y a paso lento
caminó encorvado buscando el final de la fila.
-Lo que faltaba… estos bolitas vienen al país, nos sacan el trabajo, se atienden en los
hospitales, tienen un montón de ventajas y no pagan nada… ahora pretenden anotarse en la
8… lo que faltaba- dijo la rubia encontrando gestos afirmativos en muchas cara de la cola.
El hombre escuchó pero siguió sin inmutarse y se acomodó a la vuelta de la esquina.
Se hicieron las 5 de la tarde y la directora salió a la vereda.
-Buenas tardes- dijo alargando las vocales – les pido que se corran para que los padres
puedan retirar a sus hijos y los chicos puedan esperar el transporte tranquilos… y a los que
no tengan domicilio en el radio ni se queden porque no los vamos a anotar… son órdenes
del ministerio...y a las órdenes de arriba hay que respetarlas…

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Los de la cola se empezaron a quejar. Nadie quería correrse por miedo a perder el
lugar.
-Mirá si son jodidos… claro, los hijos de los políticos van a escuelas privadas…no pasan por
lo que pasamos nosotros.
-Sí… o si quieren venir a la 8 los acomodan y listo.
Mientras continuaban los comentarios de los indignados de la cola empezaron a salir
los alumnos. Los padres se acercaban a la puerta y se topaban con las sillas, las reposeras,
las canastas, los termos, los bolsos… Como era de esperar se produjo un descalabro.
Algunos, silla en mano, aprovechaban para avanzar lugares, los de la cola discutían con los
otros padres y con las maestras y con los colados. Cuando las palabras ya no permitían
acuerdo empezaron los golpes de puño. Alguien llamó al 911. Vino la policía. Unos se
fueron corriendo, a otros se los llevaron presos, los chicos se fueron en los transportes o con
los padres, otros tuvieron que ir a declarar por los desmanes.
A las 6 de la tarde no quedaba nadie en la escuela 8. Sólo el hombre de beige que
se sentó en el escalón de la entrada y se dispuso a quedarse hasta el otro día.

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Ruido (por N. R)

“Lloro por todos los que estamos casi al final del asombro,
acostumbrados, acostumbrados, acostumbrados.” (Lucía de Sampietro)

Juan se acurrucó sobre el fondo del vagón perdido en la vía muerta. Se tapó con
unos diarios viejos y se dispuso a pasar la noche sólo con su indigencia. Apenas había
sobrepasado los 40 años pero su desaliño, su barba desprolija y sucia y las haraposas
prendas que lo vestían, lo hacían aparecer avejentado y enfermo. Su piel se veía seca y
cubierta de infinitas arrugas. En la profundidad de dos enormes huecos, unos ojos tristes de
mirada opaca y ausente. Vivía de la caridad de la gente y pernoctaba en la calle. Como
tantas otras noches, sintió el crudo frío del invierno y el otro, más intenso y más doloroso, el
frío de la soledad y la pobreza.
Llevaba un par de horas dormido cuando un estruendo lo despertó abruptamente.
Tardó algunos segundos en entender o precisar el origen del ruido y cuando pudo
descifrarlo, las llamas ya rodeaban el vagón. Juan se desesperó e intentó salir, pero el
fuego intenso se lo impedía. Tuvo conciencia de que su vida se extinguía y, cansado de
luchar para sobrevivir, se dejó morir.
Los diarios de la mañana informaban acerca del cadáver calcinado que se había
encontrado en el interior de un furgón en desuso. Un rayo había encendido los secos
pastizales del descampado lindero a la estación. Un N.N, decía la crónica, había fallecido en
el siniestro.
Juan era un ser anónimo, indocumentado, olvidado; uno más para incorporar a la
estadística de muerte y marginación: un número.

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Tsunami (por H. R)

Andrés se consideraba un privilegiado. A los 35 años, su cargo de gerente de una


de las más importantes agencias de viajes y turismo de Buenos Aires, le había dado la
posibilidad de conocer buena parte del mundo. Reflexionaba sobre esto tendido sobre la
playa de la isla de Phuket, mientras acariciaba suavemente la mano de Silvia. No se
arrepentían de haber elegido Tailandia como destino de su luna de miel. A pesar de no
conocer el lugar, los decidió el hecho de que a ambos les gustaban las playas cálidas y
tranquilas. Y realmente a ese rincón del mundo, la conjunción de temperatura, arena y mar
lo convertían en un verdadero paraíso, tal como algunos pasajeros les habían comentado.
Mientras entrecerraba los ojos para filtrar los rayos del sol, Andrés veía el horizonte
de un mar esmeralda, apenas matizado por el blanco de espaciadas olas mansas, que al
romper sobre la playa, se irisaban en su cresta. Un bullicio de Babel llegaba intermitente a
sus oídos; turistas de los más diversos orígenes y no pocos lugareños disfrutaban del
momento. Se estaba adormeciendo. Algunos excesos de la víspera – 25 de diciembre –
deseaban cobrarle el crédito a su cuerpo. Ese descanso placentero y reparador estaba
poniendo sus energías en orden. Los recuerdos se mezclaban en su duermevela con un
desorden que le agradaba. Los primeros escarceos amorosos con Silvia, sus temores
iniciales al rechazo, los primeros besos, se le aparecían entrecortados con pantallazos de la
fiesta de casamiento, alguna discusión, las primeras vacaciones juntos, el viaje en avión,
pequeñas escenas de celos, fugaces y dulces encuentros sexuales. La anarquía cronológica
no le impedía disfrutar del ensueño. Se sentía muy feliz de tener a su lado a alguien como
ella, a quien quería profundamente. Silvia era una mujer adorable, que también le
entregaba su amor.
Al poco tiempo de estar así, y a pesar del embeleso, sintió que el sol comenzaba a
abrasarle la piel.
-¿Silvia, trajimos la crema protectora?– preguntó en voz baja.
-Creo que la dejamos en la habitación- respondió ella luego de buscarla en su bolso-
¿querés que vaya a buscarla?
-No, dejá, voy yo– dijo Andrés levantándose lentamente.
Caminó hasta el Hilton pensando en la suerte de estar alojado en la misma playa, a
la que podría volver rápidamente. Ingresó al hotel y tomó el ascensor para subir a su
habitación, la 427 del cuarto piso que estaba casi al final del pasillo. Era amplia, muy
confortable y con vista a la piscina y el mar.
Cuando colocaba la tarjeta magnética en la cerradura, escuchó un sonido extraño.
Al principio creyó que era un trueno algo lejano, pero enseguida desechó la idea ya que el
día estaba espléndido y sin nubes a la vista. Era un bramido grave, continuo, inédito para

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sus oídos y que venía desde abajo. Por un momento pensó que el origen del ruido podía ser
alguna maquinaria de las instalaciones del hotel, pero en cuanto abrió la puerta, notó que
esa especie de rugido penetraba por las ventanas entreabiertas. Andrés corrió hasta el
balcón. Entonces, sus ojos y su mente titubearon al tratar de asimilar la confusa escena
que se le presentaba. Una inmensa y rápida masa de agua proveniente del mar avanzaba
invadiendo torpemente hasta el último rincón. Calles, senderos peatonales, jardines, todo
era cubierto por esa furiosa arremetida líquida, que reptando velozmente arrastraba sobre
su grupa encrestada autos, sillas, sombrillas, carteles, plantas y lo que suelto o enterrado
encontraba a su paso. Mucha gente, aferrada a cualquier cosa que flotase, luchaba como
podía contra esa fuerza indómita e incontenible. Alaridos desgarradores provenían de todas
partes. Andrés vio azorado cómo el agua de esa ola gigantesca alcanzaba la piscina del
hotel y la rebalsaba en un instante sumergiendo a algunos de los desprevenidos bañistas y
revolcando a otros contra las paredes. Gritos y llamadas de chicos y padres desesperados,
proferidos en clave de terror, se mezclaban con los ruidos de las cosas que se
entrechocaban y con el estruendo de los grandes cristales que estallaban.
Andrés buscaba infructuosamente el lugar donde había dejado a Silvia. Las pocas
referencias que recordaba, como el kiosco de las toallas o la sombrilla, habían
desaparecido. Cualquier enfoque mostraba un escenario vertiginoso, ilógico y desordenado.
Sólo la ola invasora aportaba algo de uniformidad a la superficie con su parda inundación,
empujando con esa fuerza arrolladora típica de los elementos de la naturaleza cuando el
genio les explota. Una mezcla de adrenalina, intuición y temor lo impulsó a salir corriendo de
la habitación para ir en busca de su esposa. El pasillo estaba apenas alumbrado por las
luces de emergencia, por lo que ignoró los ascensores y a grandes zancadas bajó por las
escaleras. Cuando llegó al rellano del segundo piso, escuchó un coro de gritos aterrados.
No podía entender lo que decían aunque le pareció que repetían una misma palabra.
Unos escalones más abajo tuvo que detenerse. Un numeroso grupo de personas, en
su mayoría empleados del hotel, le impedía seguir descendiendo. Subían rápidamente y
parecían escapar de un monstruo conocido. Entre los intersticios de sus cabezas, Andrés
pudo ver cómo el agua se extendía por el lobby y estaba alcanzando los primeros
escalones. Los más asustados, repetían continuamente esa palabra en tailandés que le
sonaba tan extraña.
El tiempo y la vida se le congelaron en ese instante. Jamás hubiese imaginado que
en el futuro, en cada recuerdo de su querida Silvia, esos gritos volverían a repicar en sus
oídos, mientras que otra terrible inundación, la de tristeza, invadiría su alma sin consuelo.

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V. Lugares

"Algo es bello en relación con su contexto." (Roman Jakobson, ensayista)

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Court Hermanos (por M. A)

COURT HERMANOS
Tienda- Ropería y Anexos
Fundada en 1913
----------
Del valle 1250- Telef. 2840
Gualeguaychú- E.R.
---------
Solía sentarme en el umbral de la Tienda de Ramos Generales Court Hermanos,
cerquita de los palenques, a esperar la llegada de algunos paisanos que se saludaban los
unos con los otros en cordiales apretones de manos. Mediando la mañana, ubicaban los
carros sobre la calle Aguado donde los paraisales cubrían la tierra con grandes manchones
de sombra. En un balanceo continuo de mi cabeza repetía: "derecha a izquierda. Izquierda
a derecha" y seguía el movimiento de las lánguidas colas de aquellos caballos y sus patas
nerviosas que levantaban polvo. "¡Quietos!", gritaba con autoridad feliz.
La fachada de la tienda era alta, antigua, con amplias vidrieras y picaportes de estilo.
Bah, la mejor esquina del mundo. Así lo había declarado mi amor por ese lugar. En lo alto se
leía: "Court Hnos, desde 1913". En la entrada, hacia la derecha, estaba la perfumería que en
forma personalizada atendía en puntas de pie desde la banquina del mostrador. Ofrecía las
refrescantes colonias Polyana 555, la amarilla, la celeste y la rosada. Además, los robustos
potes de gomina Glostora y el talco suelto que tantos estornudos me producía a la hora de
envasarlo.
Mi pequeña cartera de juego era el terror de la mercería, allí mezclaba los hilos de
bordar formando grandes bollos enredados que paseaba sin piedad ante los ojos de quienes
debían ordenar todo.
Las ventas eran copiosas cuando llegaba Doña Gerarda Bentancourt, sabia mujer
cocinera del Potrero quien preparaba las mejores tortas fritas en mil leguas a la redonda.
Sus batones floreados en variados tonos de campo eran una marca registrada de esa casa
de alta costura que también contaba con capas y capotes, guardamontes, equipos de
montar, bombachas y trajes en impecables casimires ingleses. Todo hecho a medida en la
trastienda sobre la larga mesa de corte donde diseñaba con inteligente dedicación y
perfección Juan José Court.
En vísperas de fiestas patrias, venían desde Ibicuy, Colonia Elía, Aldea San Antonio
y desde el mismo corazón del pueblo buscando sombreros de ala corta aunque
preferentemente los aludos junto a pañuelos, trabas de alpaca y bombachas batarazas que

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luego lucían en los desfiles montados realizados en calle 25 de mayo o bien en la
Costanera Sur besando el Gualeguaychú.
Hacia el fondo de la tienda, pasando los recados y mandriles se atomizaba la luz por
la galería y el pasadizo de tierra que conducía al galpón. Lugar de ensueños tóxicos con su
gran rostro de humo y hollín donde se preparaba el aceite de lino doble cocido que servía
para impermeabilizar las capas y encerados. La fórmula se pasaba de generación en
generación: aceite de lino que vehiculizaba al cromo como mordiente y le otorgaba un color
maíz oscuro a la alucinante barriga de hierro más unas pizcas de sulfato de sodio anhidro
cuya propiedad permitía eliminar el agua de dicha solución. En un esquinero, la gran olla
cumplía el rol principal de aquella alquimia que mágicamente preparaba Oscar Bazín, con
el pucho armado del otro lado de su labio que bajaba y subía al ritmo del cucharón mientras
tarareaba de costado una canción del momento. Este fiel hincha de River y del vino tinto,
quien poseía una mesita de patas azules, un catre y una radio a "tansitore", era además el
sereno de la tienda.
Al portón del fondo le precedían dos piezas armadas con ladrillos de barro y revoque
del mismo material, cuyas ventanitas pequeñísimas dejaban filtrar apenas un hilo de luz
suficiente como para mostrar un gran cartel que tenía dibujado un tigre reproducido al
tamaño natural. El animal adelantaba sus filosos dientes y garras en actitud de salto,
abriéndose paso en medio de un ambiente selvático. Aunque ese objeto tan real me
aterraba, no podía dejar de espiarlo. Luego con el corazón en la boca corría hasta la vereda
y, en un espaldarazo apretado contra la pared de la tienda, descansaba.
Allá, cruzando Del Valle venía Geroma Alegre dando pasos cortos, vestida de negro
con un pañuelito blanco sobre la cabeza. Al acercarse, el aire se vestía de encanto ante el
balanceo de su canasta. Entonces se mezclaban los aromas del orégano con el poleo, el
palam palam y la temperatura de noviembre bajaba desde los árboles florcitas celestonas
que impecables resbalaban por los pequeños pies de la yuyera.
A las once de la mañana la difusora comenzaba su transmisión con la clásica marcha
de los granaderos y todos los transeúntes parecían moverse al compás. El Barbincho de
Don Carlos Elgart montaba guardia en la esquina. La cooperativa de almaceneros abría su
puerta de dos hojas. El vasco Imas sacaba su silla petisa revestida en cuero de vaca y la
acomodaba al filo del cordón. Se sentaba al revés abrazando el respaldo, encendía un
habano, guiñaba un ojo y en esas condiciones cabeceaba una breve siesta.
Cuando el sol ya había girado lo suficiente, sacudiendo mi letargo caminaba por la
zanja seca rumbo a la cuadra donde Eduardo Bazín -hermano de Oscar- me daba un trozo
de pan. Y antes de "sestear" con infantil complicidad me contaba: "En tiempo pasado, había
en esta gran tienda un lugar destinado a una barraca por donde se leía un cartel que decía:
DECIMAS de Don Juan el Zorro y sus camaradas.

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Una comadreja y un conejo,
comentaban con desprecio,
el tan reducido precio
que pagan por sus pellejos,
pero un zorro que de lejos
oyó tan triste lamento
le gritó en ese momento
¡En la Unión de Court Hermanos
dan un precio soberano y lo dejan muy contento!
Tal noticia fue acogida
con mucha satisfacción,
y se nombró una comisión
por don zorro presidida
que a su frente muy ufano
y fumándose un habano
a “La Unión” fueron reunidos,
y entre alegrías y ruidos
vivaban a Court Hnos.
Tan grande fue la reunión,
que marchó por la Del valle
que llenó toda la calle,
y entre vivas a "La Unión"
y otros vivas de ocasión
el Zorro que es muy galano
levantó bien alto la mano
diciendo con emoción:
¡Ya llegamos a "La Unión"
voy a hablar con Court Hnos!
Como jefe de esta Comisión
que con gusto represento
les traigo en este momento
la tan gratísima misión
de entregarles a "La Unión"
antes de que el precio baje
nuestro más lindo ropaje
y nuestras palabras de fieles
de venderles nuestras pieles

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y marcharnos sin el traje.
Bazín, Bazín, ¿cómo era el zorro? ¿Existieron? ¿Y los pelaban? ¿Y los parroquianos?
¿Qué es un parroquiano? ¿Qué quiere decir anónimo? Repetíamos juntos: una comadreja y
un conejo comentaban con desprecio... la, la, la. ¿Y el tigre? ¿Qué tigre? ¿El que tienen
encerrado entre los guardamontes? Ummm. Después venían las respuestas. Juan J. te
llama. Entonces su sonrisa gorda y brillosa me despedía con cariño. ¡Hasta las cuatro
Eduardo!

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Sur (por S. H)

A Silvia, Ruben, Martín y Patricio

Desde lo alto se divisaba, como escondido y cercado por montañas, el pintoresco y


pequeño pueblo de San Martín de los Andes. Las laderas vestidas con centenarios pinos
matizaban la armonía del paisaje vistiéndolo con distintas tonalidades de verdes. Al avanzar
por el serpenteante camino de ripio que a veces se angostaba impidiendo el paso conjunto
de dos autos, podía contemplarse la altura de esos gigantes de la naturaleza que
sobrepasaban el camino con sus soberbias ramas, elevando sus puntas hacia el cielo.
Iluminando ese paradisíaco paisaje sureño, la solanera se atenuaba a través del
ramaje cuando bajábamos hacia el poblado. Ya en él contemplábamos esa gran plaza
cubierta de rosas mosqueta de intensos colores carmesí que avivaban sus tonos con el
fuerte sol. Pasado el mediodía el sitio parecía descansar, horas en las que nadie se atrevía
a soportar el calor, negocios y casas se mantenían cerrados.
Hacia las afueras se apreciaba, a la orilla de una montaña, un brazo del lago Lácar
que permitía una diminuta playa. El agua tan límpida y transparente invitaba a gozarla
hundiendo los pies en ella para sentir esa frescura helada sólo por minutos, pues era
imposible soportar su frío casi glacial a pesar de los deseos.
Unos pasos más allá se observaba el trabajo de unos hombres que, por medio de
bueyes con arneses, retiraban del lago los troncos cortados de los árboles. Impresionaba oír
el estrépito que provocaban los leños cuando al descender con cierta rapidez se
acumulaban chocando entre sí en el remanso. Con sus botas altas de goma, dos peones se
adentraban en el espejo de agua encargándose de subirlos a una plancha formada con
leñosos tallos que los bueyes arrastraban hacia la orilla. Se podía apreciar claramente el
esfuerzo de esos enormes animales acicateados por el azote de los rudos hombres.
A la tardecita, ya de vuelta al centro, éste había cobrado vida. Los negocios abiertos
ofrecían trabajos en orfebrería, maderas talladas y dulces elaborados con frutas ó yuyos de
la zona. “El pollo de oro”, un pequeño restaurante nos recibía con esmerada atención de sus
dueños; cerca, una maltería brindaba cervezas artesanales de variados sabores.
Dejamos el pueblo cuando el sol se escondía entre reflejos anaranjados y rojizos
brillantes, encegueciendo la visión que se atenuaba con su lento ocultamiento detrás de las
cumbres.
Nos detuvimos en un costado del sendero a sentir ese silencio sobrecogedor, sólo
quebrado por el silbido que la brisa producía entre los árboles. Quedamos sin movernos
largo rato. Una magia se había instalado en ese instante único e irrepetible. La montaña

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filtraba su misterio de siglos en nuestro espíritu. Quedamos varios minutos cobijados bajo
esa bóveda de azul tan intenso iluminada con brillantes destellos estelares.

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La perla del Egeo (por H. R)

Mykonos se ha ganado justamente el título de Perla del Egeo. Es realmente la


cuenta más brillante del collar de islas del mar griego. Pertenece al numeroso archipiélago
de las Cíclades. Es chica, todo su perímetro, a pesar de las numerosas entrantes y
salientes, sólo alcanza a 88 kilómetros, pero parece grande en función de su capacidad de
dar placer a quienes la visitan.
Lo primero que ofrece, en forma ilimitada, son los agentes naturales que la
caracterizan: mar, sol y viento.
El mar, de un azul intenso en lo profundo, rodea la isla como para que no se le
escape. En todos los rincones de sus costas la lame suavemente con sus aguas frescas y
transparentes que forman pequeñas bahías y acogedoras playas.
El sol dice presente más de 300 días al año. En su cielo de pocas nubes, él siempre
está para abrazarla, y a veces, también para abrasarla. Se mete por todos los rincones,
inundando con su luz y su calor toda la isla, que tiene muchas rocas, algunas colinas,
pocos árboles y ningún bosque. La sombra escasea y en gran parte ha sido generada por el
hombre en base a ingenio y trabajo.
Y el viento, ese otro protagonista vivo e invisible del clima mykoniata, muchas veces
se afemina bajo la forma de una brisa suave que envuelve y acaricia. Pero cada tanto, ruge
un rato para recordar su condición de macho bravío, transformándose en meltemi- el fuerte
viento del verano – que hace temblar las cosas. Dura poco y, por fortuna, siempre aparece
justo cuando hace falta: en los días más bochornosos. El viento en Mykonos está presente
aún cuando no sopla y ello se debe a la presencia de innumerables molinos, de cuyas
grandes aspas de tela sólo quedan los esqueletos. Se los ve esparcidos por doquier, como
mudos testimonios de la época en que giraban. Hoy parecen sólo blancos y erguidos
monumentos que enmarcan y enriquecen cada foto.
La arquitectura de Mykonos es agradable y singular. Las casas, casi todas de más
de un piso, parecen acurrucarse entre sí en montoncitos irregulares y rebuscados, con
muchas escaleras de acceso emplazadas en lugares, a veces insólitos, pero siempre
funcionales. Las construcciones revocadas y hechas sin plomadas ni niveles, están
indefectiblemente pintadas de un blanco luminoso y refractario, matizado por el color azul o
a veces terracota de sus cúpulas, aberturas y pasamanos. Sólo rompe esa blancura del
estuco la gran cantidad de macetas y jarrones con malvones y otras flores de sol que
pincelan de colores los rincones y peldaños.
La población autóctona es escasa y su principal conglomerado es la localidad de
Chora. La gente es sencilla, amable y trabajadora. Su actividad principal siempre estuvo

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relacionada con el mar, ya sea a través de la pesca, como astillero o como puerto obligado
de paso hacia la mitológica y vecina islita de Delos. Es común ver hombres maduros,
típicos marinos de piel curtida e infaltable bigote, casi uniformados con sus camisas
celestes, pantalones oscuros y la característica gorra negra de visera dura y brillosa.
Pocos pobladores se dedican a la horticultura y a la escasa ganadería, empeñados
desde siempre en sacarle a una tierra casi estéril algún jugo, que a veces sabe rico, como
el de algunas frutas o el vino local.
También hay buenos artesanos, entre ellos muchas mujeres, que producen artículos
textiles o cerámica de calidad y buen gusto y una orfebrería y joyería que ofrecen una
variedad casi infinita de modelos hechos en metales preciosos.
Muchos usan burros para el traslado de cosas y personas y los palomares rematan el
techo de la mayoría de las casas. Y cómo no nombrar a Petros, el pelícano urbano que se
pasea orondo por las calles y entre las mesas de los bares, dejándose acariciar por grandes
y chicos y posando gratis para quienes desean fotografiarlo
Actualmente, la actividad económica preponderante es el turismo. Por ello, cuesta un
poco al visitante imaginar la vida de esos habitantes en los meses de baja temporada
cuando se encuentran casi solos.
No se equivocará quien suponga que muchas más mujeres salen a tejer a la puerta
de sus casas, que la comunicación entre vecinos y amigos se intensifica y que las
manifestaciones religiosas son más libres y frecuentes, basadas en sus fuertes creencias de
la ortodoxia cristiana. Y también que trabajan con orgullo en el mantenimiento y pintado de
casas, calles y veredas, para que siempre luzcan como se las ve: impecables y cuidadas.
La paz reina en Mykonos cuando no hay turistas. Los rojos atardeceres y el silencio,
apenas quebrado por el murmullo del mar, les permiten a sus habitantes reencontrarse
entonces con lo que más aprecian del lugar donde viven: naturaleza y tranquilidad.
Las noches resplandecen en Chora. Ya desde el atardecer, decenas de restaurantes,
muchos de ellos al aire libre y a orillas del mar, brindan comidas típicas sabrosas y
abundantes que regadas por los ricos vinos locales, preparan para una diversión larga e
intensa. Muchos bares y clubes permanecen abiertos hasta el amanecer para alegría de
clientes y dueños.
Ningún lugar es perfecto, pero resulta difícil opacar el intenso brillo de Myconos. No
es en vano que debe su nombre a un héroe griego hijo de Apolo, el dios del sol y de la luz,
que también lo era de la música y otras artes, todas placenteras. Y son muchos los que
piensan que dejó como herencia en la Perla del Egeo, los principales motivos de su gran
adoración.

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Bahía (por N. R)

A mis amigos bahienses, a los que están y a los que no están

Entre mate y mate, hablando sobre los nietos, la política y los recuerdos, transitamos
con mi esposa ya más de 600 kilómetros por la ruta 3. Partimos hacia el sur de la provincia
desde La Plata. A la mano derecha de la ruta, se destaca un barrio de casas construidas
sobre amplio terrenos parquisados, tejas rojas, ladrillos a la vista, calles serpenteadas,
diseño urbano irregular. Es el barrio Parque Patagonia que alguna vez habitamos en familia.
A continuación el cementerio municipal de la ciudad y de improviso, allá abajo, en
una especie de pozo profundo, se divisan los imponentes edificios del centro. A la izquierda
de nuestra posición y siempre en escala descendente, los elevadores del importante puerto
de Ingeniero White. En él los silos de almacenamiento de cereal se asemejan a esa
distancia a enormes formaciones rocosas emergidas de las aguas de la bahía. Hemos
llegado.
Estamos en Bahía Blanca, nuestra ciudad, el lugar en el que nacimos, crecimos, nos
enamoramos, nos casamos y nacieron nuestros hijos y un par de nietos. El corazón acelera
su ritmo. Acá está el recuerdo de nuestros padres y hermanos y de los amigos de siempre.
Aquí padecimos el terror de la dictadura y la guerra de Malvinas. Aquí militamos y lloramos
la desaparición física de compañeros a los que nunca olvidaremos. Aquí cambia
radicalmente nuestro ánimo. Estamos en casa pese a que hace ya más de 20 años que
partimos. Los afectos, los recuerdos y una misteriosa imposición visceral hacen que
periódicamente regresemos por unos días al reencuentro con nuestra historia de vida.
“Puerta y puerto del Sur Argentino”, “Capital del Sur” y otros calificativos similares
recibe la ciudad de Bahía Blanca. Situada bajo el nivel del mar, se caracteriza por su pujante
actividad comercial, cultural, social y deportiva. Existen ciertos rasgos que marcan el perfil
de la sociedad bahiense. Es muy marcado el contraste entre las clases que la componen.
En la parte alta de la ciudad, desde la cual se domina todo el escenario urbano, se
encuentra ubicado el barrio Parque Palihue. Allí reside la clase alta que integran
empresarios, comerciantes y profesionales. Los suntuosos chalets construidos sobre
amplios terrenos esmeradamente parquisados, resaltan por su fastuosidad y uniformidad.
Desde la altura de Parque Palihue se divisa el puerto y el caserío que lo circunda.
Esta posición geográfica, resulta todo un simbolismo. Desde arriba los ricos miran a los
pobres que se encuentran abajo. Alrededor del puerto habitan pescadores, estibadores,
peones, obreros de las industrias petroquímicas, cartoneros y cirujas. Sus casas son en
abrumadora mayoría de chapa, cartón y madera. En conjunto dibujan un paisaje similar a

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alguna zona del barrio de La Boca, en la ciudad de Buenos Aires. Predominan las cantinas y
bares, algún prostíbulo clandestino y oscuros tugurios con berretín de cabaret.
Hay épocas del año en que la llegada de barcos extranjeros, convierte a la zona
portuaria en una pequeña Babel, en la que los diversos idiomas se entremezclan,
agregándole al lugar un nuevo y pintoresco elemento de curiosidad. Las humildes y vetustas
barcazas de los pescadores, contrastan con las lanchas deportivas y yates que navegan la
bahía provenientes del club de pesca y náutica, ubicado a escasa distancia de Ingeniero
White, en lo que se denomina Puerto Galván.
Los habitantes de White tienen una rica historia de lucha por la dignidad del
trabajador, especialmente del obrero ferroviario. Este paraje cobijó en su momento a cientos
de anarquistas que huían de la represión. El ferrocarril tuvo vital influencia en el crecimiento
y desarrollo de la ciudad. El uniforme azul de sus empleados supo ser un distingo de la
pujanza bahiense. El transcurrir del tiempo y la aplicación de políticas ajenas al sentir
popular, lograron que esa figura casi emblemática fuera desapareciendo poco a poco,
convirtiéndose hoy en una faceta más de la nostalgia que embarga a los pobladores más
antiguos.
La instalación de industrias petroquímicas en la zona de referencia ha modificado la
ciudad. Aquel cielo color celeste profundo, orgullo de los lugareños, se encuentra hoy con
evidentes señales de contaminación.
Regresando al aspecto social, es importante señalar que Bahía Blanca cuenta con
una fuerte y gravitante clase media. Gran parte de ésta gusta de las salidas nocturnas, lo
que hace casi imposible obtener ubicación en los bares, café y restaurantes de la zona
céntrica y sus adyacencias. Los teatros, cines y otros escenarios de características
similares, se encuentran generalmente al máximo de su capacidad. Gustan los bahienses de
los buenos espectáculos. Es por eso que todos los fines de semana, distintas expresiones
del arte provenientes de la Capital Federal, se acercan a Bahía Blanca.
Entre los diversos escenarios con que la ciudad cuenta para el desarrollo de la
actividad cultural, merece mención especial el Teatro Municipal, una de las principales salas
del país en su género. La afinada acústica del lugar es semanalmente la caja de resonancia
de expresiones del arte de primerísimo nivel. El ballet, la lírica, la ópera, el teatro y las más
diversas expresiones de la cultura, lucen allí sus mejores galas. Su majestuoso escenario
está enclavado a escasos 700 metros de la plaza central de la ciudad y frente al nacimiento
de la avenida Leandro N. Alem, coqueta arteria que bordea el Parque de Mayo, espacio
verde muy frecuentado por los bahienses. En esta avenida se encuentra la Universidad
Nacional del Sur y frente a la misma la fuente de Lola Mora. La biblioteca Rivadavia, el
Museo, los diversos teatros y salas cinematográficas y distintos reductos en los que la

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música popular encuentra su ámbito de desarrollo, completan la faz cultural y artística de la
ciudad.
Bahía Blanca se destaca además por su creciente actividad deportiva. El tenis, el
fútbol y las bochas apasionan a una importante porción de la juventud. El automovilismo
deportivo cuenta en Aldea Romana, paraje lindante con el casco urbano, con uno de los
mejores escenarios de la república. Todas estas disciplinas deportivas no alcanzan empero
a igualar la pasión que despierta en los bahienses la práctica del baloncesto. No existe
prácticamente un club, en el cual no se destine un espacio para este deporte. Bahía Blanca
es sin dudas capital del básquetbol.
Pasamos unos días visitando familiares y amigos. Hemos realimentado nuestro
espíritu. Debemos regresar a nuestras obligaciones habituales. La ruta nos espera. Otra vez
el mate. La charla sobre lo que dejamos atrás, las cosas lindas que hemos vivido y el
proyecto de un nuevo viaje hacia Bahía, nuestra ciudad.

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VI. Historias

“Los novelistas y los editores creen que una novela es más importante que un cuento. No
les creas. Sólo es más larga.” (Abelardo Castillo, escritor)

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Coco (por M. A)

Con los tobillos desnudos y sin ataduras al mundo material, vuelve con los ojos
buenos repletos de sueños que suele compartir con sus propios sueños. Al mediodía, sus
manos morenas llevan el amor en un ramo de plumas y su silueta alta marca sombras sobre
la vereda mientras balancea una bolsita de tela con sueltos bollitos de pan. ¡Llegó Coco! y
en un juego de sorpresas se esconde finito en el hueco del portón, aunque no logra ocultar
sus hombros anchos y derechos luciendo saco de traje. Luego, con sonrisa prudente, se
asoma despacito mostrando humilde esa presencia que le prescribe lo que debe hacer y lo
que debe evitar. Rápidamente estrecha su alma a la mía como un signo de cariño. Pero
pronto, mi alma se queda sola mirando su rostro de cobre y huesos suspendido en un gesto
que sobrevuela la inocencia. No hay diálogo que rompa tanta ternura.
Él es un niño que se conecta lejos disponiendo de su tiempo, que se contrae y se
expande como una ola que se aleja y se acerca besando apenas la orilla de la realidad. No
sabe llorar. En la adversidad suena pequeño, urgente, se encapsula y espera migajas de
amor para sanar su pena. Me gusta decirle precioso y él replica: "prezioso, je, je, me dijo
prezioso". Entonces frota sus manos, eleva los hombros y como ungido por un ángel junta la
comisura de sus labios con las orejas.
Siempre elige celebrar la vida junto al mate amargo, el perro Verde, la vaca Pablo y
la oveja Nena. Fieles testigos de aquel cuadernito rayado donde guarda magníficas historias
en repetidos números como el cero (0-0-0...), el uno (1-1-1...) o bien el dos (2-2-2...).
Los domingos cuando saca a pasear su delicada alegría por los aires de Puerta del Sol, se
detiene en la mitad del trayecto en un tránsito de regreso a su pasión: el autódromo. Allí su
presencia se torna atemporal y desarrolla una personalidad hacedora. Él es piloto, copiloto,
preparador, banderillero, premio, fracaso pero nunca olvido. Al atardecer vuelve al pueblo en
su espíritu libre y comparte incondicional la maravillosa experiencia.
Celso Fernández, nuestro Coco, nace en Gualeguaychú en un ardiente verano, o en
un erizado invierno, o en un soleado otoño o en una vivificante primavera con el corazón
abierto y la ternura en la soledad de la vía láctea. Sin documentos ni tibieza en la carne
abraza al destino como un misterio que no debe ser solucionado, sólo ser vivido. Propietario
de dos sacramentos, un rosario y un bolsillo donde mete el cielo. Educado a diario para
regocijarse en la providencia mientras parte de su entorno sólo le ofrece pan, circo y burla.

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Noticia (por M. A)

A la memoria de Elba Ronconi de Court,


quien con inmensa entrega cotidiana cuidó
y dignificó a Coco durante casi toda una vida.

"Un incansable caminante de las calles de la ciudad donde seguramente casi nadie
sabía su nombre (...) No fue ni un gobernador, ni un legislador, ni una destacada
personalidad, pero por la compañía sencilla, noble y digna que dejó en tantos sitios,
será recordado como pocos.
Seguramente hoy será un día de tristeza en los talleres mecánicos, en los kioscos y
en cada una de las esquinas donde desde anoche falta alguien" (Fragmento extraído
del diario El Argentino)

El cielo estaba aún dormido, las sábanas tibias y el aliento húmedo de las chapas
sobre el corazón de la casa. Goteaba la helada junto a mi oración que lo abarcaba todo.
Secaba la frente del ventanal el humito gris del brasero. Di vueltas y vueltas, esperando que
clareara, esperando el golpe de tu mano cerrada sobre el filo del portón, el rugir de tu risa
abierta por las hendijitas del frente.
Como de costumbre, acomodé mi radio entre la cama y la pared, descendí los
pensamientos hasta la nada y a vuelo de pájaro sintonicé los mensajes del padre Yanout
Sueiro quien con santa bendición despedía tu almita morena. Corrí el velo de la mañana
sabiendo que ya no te esperaría.

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La aguada de los relinchos (por H. R)

Estoy saliendo del entresueño de la peor noche de mi vida. Tiemblo al pensar que
esta mañana debo enfrentar las consecuencias del trágico hecho en el que estoy
involucrado. Quisiera no haberme despertado, aunque en realidad, no sé si en algún
momento alcancé a dormirme. Sólo caí vencido de a ratos, agotado por la tensión que me
agobia.
Mientras me baño y me visto rutinariamente, pienso y revivo lo que me pasó anoche
tratando de entenderlo. El repaso en mi memoria comienza cuando Emilio, el encargado de
“La aguada”, me llamó para que fuera urgente porque la señora del puestero estaba por dar
a luz.
En todos estos años que llevo como médico rural no he podido superar el disgusto
que me causa manejar de noche por caminos vecinales. Y anoche, encima, estaba
lloviznando. Eso, que seguramente era una alegría para los chacareros después de una
larga sequía, para mí resultaba un trastorno adicional.
Sin embargo, me sentía compensado en estos casos, porque en su momento no
pude elegir la especialidad de pediatría ya que me cuesta aceptar el sufrimiento y la
muerte de los niños, y ahora, por razones contrarias, me complace ayudar en los
nacimientos. Por lo tanto allá fui, a “La aguada de los relinchos”, la estancia más grande y
conocida de la zona y a la que todos llamaban simplemente “La aguada”. A pesar de la
noche, me gustaba poder asistir a Beatriz en el que sería su quinto parto.
Llegué al puesto con alguna dificultad dado el estado del camino, pero a tiempo
para atender el parto, que se produjo sin mayores inconvenientes.
Con el nuevo chango en los brazos, Juancho, el puestero, hombre buenazo y
conocido por todos, insistió para que antes de que me fuera tomara una ginebrita con él.
Aunque me esperaba un regreso complicado por la lluvia, no pude negarme. Había pasado
por la misma ceremonia con sus otros hijos y no hacerlo en esa oportunidad, hubiera sido un
desprecio.
Los mayorcitos ya andaban por los quince años y trabajaban con su padre en las
tareas del campo. Hacía tiempo que no los veía. Pregunté por ellos y me dijeron que el más
grande había ido a arrimar un rodeo al cuadro del molino, por temor a que la tormenta
empeorara durante la noche. Los otros, cansados de esperar al nuevo hermano que se
demoraba en llegar, ya se habían dormido.
Emprendí el regreso en medio de una noche cerrada, de un oscuro profundo que
contribuía a espejar las gotas reduciendo aún más la escasa visibilidad. Un séquito de
perros, ladrando a coro, me siguió hasta la tranquera. “Este lugar bien podría llamarse La
aguada de los ladridos”, pensé para mis adentros.

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El camino se había puesto más difícil que a la ida, era angosto y estaba resbaladizo.
Llovía copiosamente y, entre el cansancio y la ginebrita, me costaba bastante mantener en
línea la camioneta.
De pronto, quizás por la mojadura, se apagaron las luces bajas. Probé con las altas
pero tampoco funcionaban. Sólo alumbraban pobremente las luces de posición. En medio
de esa penumbra y ayudado por los golpes de luz de algunos relámpagos, alcancé a
vislumbrar que en el costado del camino, entre la casi inexistente banquina y el alambrado,
caminaban lentamente algunas vacas. Sus sombras fugaces y algo deformes, contribuían
a aumentar la intranquilidad que ya me venía generando la situación. Ciertamente que no
me daban ganas de estar allí.
Al advertir la presencia de los animales, disminuí la velocidad y cuando estaba casi
frente a la tranquera principal de la estancia, me sorprendió escuchar un fuerte aullido y casi
al mismo tiempo un golpe seco en la parte delantera de la camioneta. Frené como pude.
“Seguro que agarré un perro”, pensé de inmediato. Instintivamente puse marcha atrás y noté
que una rueda trasera, después de un crujido extraño, pasaba en su retroceso por encima
de algo bastante voluminoso que no alcancé a darme cuenta qué era. Quedé unos
segundos expectante, busqué en mi maletín la linternita que uso para examinar las
gargantas y me bajé a ver qué había pasado. Cuando el pequeño haz de luz iluminó el bulto
que estaba en el camino, una corriente helada me recorrió la espalda dejándome paralizado.
Allí estaba, al lado de un perro sangrante que aún gemía, el cuerpo de un jovencito, un
boyerito que yacía exánime, con los miembros en extrañas posturas y el rostro desfigurado y
teñido de sangre y de barro. Estaba inmóvil. Se notaba claramente que una pierna estaba
quebrada y quizás también un brazo. Al pasar la lucecita por su hombro, noté las marcas
de la rueda sobre sus ropas sucias y ensangrentadas. Sentí que se me nublaba la vista,
atiné apenas a tocar su cuello buscando un latido que no pude encontrar. A través de una
manga, el filo de un hueso denunciaba la existencia de una fractura expuesta. Aún no sé
cómo me animé a alumbrar una vez más y por un instante su rostro. Ello fue suficiente para
advertir el rictus inconfundible de la muerte.
Ahora pienso que se me deben haber nublado también la mente y la conciencia,
porque sino, no hubiese subido nuevamente a la camioneta escapándome del lugar como lo
hice.
Al llegar al curvón del molino, no muy lejos de allí, me detuve un instante. Apoyé mi
frente sobre el volante y comencé a emitir una especie sollozo ronco y convulsivo como
nunca antes lo había hecho. Perdí la noción del tiempo. No podía entender cómo eso me
estaba pasando a mí, que estaba tan acostumbrado a enfrentar la muerte. Si bien era cierto
que siempre ocurría por causas ajenas, esta vez, en la que yo sí me veía involucrado,
estaba actuando de la peor manera.

78
Cuando recuperé un poco la calma y la conciencia, un sentimiento de culpa me empujó a
regresar al lugar del accidente. Me costó retomar el camino en sentido inverso. Creí
reconocer el lugar a pesar de la oscuridad, apenas quebrada por las tenues luces de
posición. Me bajé con la linternita en la mano y comencé a buscar frenéticamente el cuerpo
del chico. Pero en el lugar donde creí que debía estar, sólo pude encontrar unos charcos
rojizos y un huellón en el barro como el que dejan las cosas que se arrastran. También el
perro había desaparecido. Otras cientos de huellas, que como pequeños aljibes quedaron
moldeadas en el barro, atestiguaban que una jauría hacía poco había estado por allí.
Entré en un estado de desesperación que me hizo pensar en pocos segundos
muchas cosas. No sabía qué hacer. Los ladridos algo lejanos, sumados al barro chapoteado
que invadía mis pies y el frío de la lluvia que se me colaba a través de la ropa, ayudaron a
sacarme del trance. Volví a subir a la camioneta para regresar al pueblo.
Aún con el riesgo de encajarme, decidí tomar por un atajo menos transitado para
evitar ser visto. Sentía que mi cerebro estaba a punto de explotar pensando en lo sucedido y
en lo que tenía que hacer. Lo primero que se me ocurrió fue ir a dar aviso a la Policía. Sin
embargo, no estaba del todo convencido de que esa fuese la mejor opción. Camino a mi
casa pasé por la puerta del Destacamento y lo vi cerrado. Parecía lógico dada la hora y el
estado del tiempo. Eso me ayudó a postergar mi decisión Seguí de largo, y mientras
entraba al garaje pensé que primero le contaría todo a mi esposa. Necesitaba compartir mi
angustia y pedir ayuda para elegir el mejor camino a tomar.
Después de echarle un vistazo a la camioneta, buscando algún rastro del accidente,
comprobé que no había ninguna marca, sólo barro. Entré al dormitorio sigilosamente y me
paré al lado de la cama. Vi que mi esposa dormía plácidamente, acostumbrada a mis
ausencias por la atención de casos urgentes. Iba a despertarla, pero no me animé a
hacerlo. Temía enfrentar su juicio y me sentía avergonzado y culpable. Me desvestí en
silencio y apenas recostado en la cama cerré los ojos y repasé una y mil veces los horribles
momentos vividos, pensando lo que, ineludiblemente, debería enfrentar a la mañana
siguiente.
Y ese momento ha llegado. Es más temprano que de costumbre. Sin definición
alguna sobre cómo proceder dirijo mis pasos hacia el Hospital, como todos los días.
Mientras cruzo el portal, me siento un autómata. Perturbado por una mezcla de culpabilidad
y arrepentimiento, apenas alcanzo a escuchar la voz del enfermero de guardia:
-Hola Doctor, ¿vio lo que pasó anoche en “La aguada”?
-No -respondo en un tono de mal simulada sorpresa-, ¿qué pasó?
-Atropellaron a un arrierito. Lo encontró Emilio, el encargado.
-¿Y se supo quién era?
-El hijo del Juancho. Está grave el pobrecito, lo internaron en su sala.

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El mozo de Trinidad (por H. D)
En memoria de Bernardo

Bernardo, Horacio y Héctor llegaron al hotel “Los Tamarindos” de Trinidad, la capital


del Departamento del Beni, Bolivia, a eso de las 2 de la tarde. El calor aplastante acariciaba
los 40 grados. Se dieron una refrescante ducha con agua de tanque entibiada por el sol.
Descansaron un par de horas en reconfortantes y limpias camas, bajo la suave brisa de las
aspas de los antiguos ventiladores de techo.
Más tarde, con el agradable fresco que acompaña la llegada del atardecer, salieron
al patio-jardín del hotel. Su dueño, el capitán Velazco, comandante jubilado de
embarcaciones de los río interiores de Bolivia como el Mamoré, Beni, Itenez, Madre de Dios,
los invitó a sentarse en unos cómodos y estratégicamente ubicados sillones para ver y
saludar a la gente que pasa por la calle enladrillada, a compartir unas frescas cervezas.
Selva, la hija del capitán, bella señora que habitualmente atendía a los pasajeros, fue la
encargada de acercarles la bebida fresca. Además de saludarlos y preguntar por el estado
de las excavaciones arqueológicas que el grupo realizaba en la localidad de Casarabe, a 80
kilómetros de Trinidad.
Cuando ya entraba la noche y los mosquitos se preparaban para su hematófago
festín, los muchachos decidieron, después de dar una caminata por el centro de la jesuítica
ciudad, aislarse de los insectos en un restaurant al que solían concurrir. Ubicados en una
mesa cercana a los ventiladores, se armaron de paciencia a la espera de alguien que les
levantara el pedido. A los 20 minutos Bernardo golpeó sus manos contra la mesa para
llamar la atención.
-¿Señor?- se escuchó minutos después.
Era Ramón, un joven petiso de unos 13 o 14 años, con un gorro de visera hasta la
orejas.
-¿El encargado o el dueño, querido?- preguntó Bernardo.
-Hoy no hay dueño, yo los atiendo.
-¿Qué menú tenemos?- lo interrogó Horacio.
-Ya le pregunto al cocinero.
-Preguntale por algo que sea rápido- dijo Héctor.
-Y trae dos cervezas bien frías- ordenó Bernardo.
Ramón salió, les llevó rápidamente la bebida solicitada y desapareció sin realizar
ningún comentario respecto al menú.
Los tres comenzaron a beber la cerveza y a recordar la jornada: las excavaciones
realizadas desde las primeras horas del día y el viaje posterior desde Casarabe en la Toyota
de don Vilo, un personaje lugareño, esposo de la alcaldesa del pueblo, recorriendo los 80

80
polvorientos kilómetros, hasta Trinidad. También conversaron sobre algunos pormenores
que tenían que charlar esa noche con los ingeniero Pintos y Padilla encargados del
mantenimiento de la red de caminos del departamento del Beni.
Fue cuando se les terminó la cerveza que recordaron que Ramón no había
regresado. Nuevamente Bernardo golpeó sus manos. Rato después, el mozo reapareció.
-¿Señores...?
-Hace rato te preguntamos qué comida era la más rápida- le recriminó Héctor, a quien sólo
se lo ve fastidiado cuando el problema tiene que ver con la comida.
-Ya- dijo Ramón y se alejó.
-Dos cervezas más- le ordenó Horacio.
Ramón se fue y regresó a los cinco minutos con la cerveza.
-¿Y el encargue?- le recriminó Héctor en tono de fastidio.
-Ya.
Nuevamente los vasos estaban vacíos cuando apareció Ramón con el menú.
-El cocinero dice que la comida más rápida es pollo a la portuguesa con papas al natural…
-Pollo para todos y dos cervezas más- ordenó Bernardo ya más contento.
Al rato apareció el mozo con las botellas.
-Dice el cocinero que cómo quieren que les prepare la portuguesa.
-Cebolla, tomate, ají y lo que quiera- respondió Héctor de muy mala gana.
-Ya, señor.
Se cumplían las dos horas de espera cuando apareció Ramón sin nada y con cara
de preocupación.
-Señor, dice el cocinero que se acabó el pollo.

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Alicia y Eliseo (por M. A)

Las pantuflas azules estaban debajo de la biblioteca. Por el lado izquierdo de la


cama asomaba una mesa de noche y sobre ella un par de anteojos, una pipa y un
portarretratos con rostros iluminados. Eliseo, sentado al filo del colchón movía lento sus
dedos blancos separando rubias hebras de tabaco sobre una cajita con aroma cubano.
En la sala de abajo, que estaba abierta al jardín, su esposa corría los muebles,
plumereaba las paredes mientras la cera se evaporaba urgente por la escalera
confundiendo los sentidos de su esposo a quien poco le importaba semejante aseo. Como
de costumbre el hombre esgrimía largos rezongos cotidianos sobre el tema pero esa vez un
grito lo calló de golpe. Sólo uno. Uno solo. Luego, silencio y más silencio. El músculo de su
corazón trotaba en sobrepaso de tal forma que arrastraba la sangre helada desde los pies
erizándolo hasta la cabeza. Era el mismo corazón que ataba la garganta entre agotados
borbotones de palabras que no salían. Una fuerza inválida le imprimía a su maxilar cuadrado
movimientos torpes por lo que mordía su labio inferior arrastrando la barba hacia arriba. De
repente, manoteó un atizador y como pudo descendió.
El temor y la desazón tenían ya poco influencia sobre Eliseo. Nada podía producirle
más terror que imaginar a Alicia tendida y nada podía causarle más desolación que el eco
de aquel grito seco, agudo, solo. Giró su cabeza y echó un vistazo valiente. Esa valentía no
era barata. Le costó un golpe de adrenalina que incendió el borde de sus orejas grandes y
filosas.
Allí estaba ella. El hombre se puso en cuclillas rozando el cuerpo que yacía sobre
uno de sus lados, pálida muy pálida y sin signos de agresión. Bajó aún más hasta el pecho,
arrimó la cara, apoyó el anular sobre su cuello sintiendo que latía tímido por la yugular.
Eliseo inhaló profundo en confuso temblor y se aflojó. Ella dobló sus dedos. Estaba viva. La
puerta del porche se abrió de golpe. Las cortinas agitaban las pequeñas voces que
cruzaban desde la plaza. Eran Lucía, Pedro y Efraín quienes descubrieron la peluda
comadreja que había desmayado a la impresionable abuela Alicia.

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La carta (por C. B)

Cuando abrí la puerta, la mucama del hotel me entregó una carta. Estaba dirigida a
mí y era de mi madre. La dejé sobre la mesita de luz sin abrirla y me recosté nuevamente.
La cama estaba tibia y no quería salir de mi letargo. La sensación de despreocupación ante
la vida, como cuando era chica, me sorprendía. Ese domingo decidí descansar después de
dos semanas agotadoras. La empresa me había trasladado a Rosario, querían una persona
de confianza y sin compromisos familiares para ocupar un cargo gerencial.
Eran casi las doce del mediodía y el sol se filtraba por entre las cortinas. Vi la carta
sobre la mesa y me dispuse a leerla. Me reconfortaba enterarme de algunos
acontecimientos que mamá relataba con sumo cuidado, sobre todo si se trataba de temas
familiares. Pero esa vez fue distinto, me decía que Ema, una amiga de mi infancia se había
suicidado.
Me puse a recordar vividos con Ema. Siempre estaba dispuesta para emprender
cualquier aventura que le propusieran. Dejé de verla cuando sus padres se separaron y se
mudó con su madre a Mendoza. El día que nos despedimos las dos lloramos y nos
propusimos seguir siendo las mejores amigas y prometimos que ninguna otra ocuparía ese
lugar.
Mientras leía, sentí nostalgia de esa época, cuando creíamos que todo era posible.
Nunca volvimos a vernos hasta que un día volvió al barrio, había heredado la casa de su
padre, se había casado y tenía cuatro hijos. Cuando me enteré fui a verla y me encontré
con una desconocida, quedé sorprendida al verla. Mientras hablábamos y me contaba su
vida, mis pensamientos se concentraban en esa imagen que, a simple vista, parecía tener
más del doble de su edad. Distaba mucho de aquella niña inquieta y jovial que yo había
conocido. Salí de su casa con la idea de visitarla nuevamente pero no nos vimos más.
No quise preguntarme por qué habría tomado esa decisión. Sentí pena. Aparté de mi
mente la última imagen que tenía de ella y hasta me pareció que todo tenía cierta lógica.
Dejé la carta y encendí el televisor.

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Jesús (por N. R)

I.

Un sol cálido penetraba a raudales en aquel sector del bosque. Los árboles
desnudos, descarnados, con su follaje herido mortalmente por la voracidad del otoño,
permitían dócilmente el ingreso de sus rayos. Éstos los acariciaban, preanunciando su
cíclica resurrección. Las hojas muertas de un color amarillento rojizo dispersas por el piso,
otorgaban al lugar un encanto singular. Se lo veía apacible, sereno, digno de ser retratado y
exhibido como muestra de la belleza. El silencio, profundo e indescifrable, se vio de pronto
cortado por el rumor de suaves pisadas sobre el follaje. Era Tomás que caminaba
desorientado por el lugar, caminaba sin rumbo fijo buscando una salida al laberinto que lo
rodeaba.
Tomás tenía 10 años y vivía con sus padres en un pequeño caserío lindante con la
zona boscosa. Esa mañana presenció ensimismado el vuelo de extrañas y coloridas aves
que se internaban en el conglomerado de plantas y árboles. Como si un extraño y misterioso
mandato se lo exigiera, emprendió el camino hacia el interior de la selva, siguiendo el surco
imaginario que en el cielo dibujaba la bandada. A poco de andar, advirtió que se había
perdido. Curtido por rigurosos inviernos y criado en la inhospitalidad de la zona, no sintió
miedo. Estaba seguro de que sus padres, sus dos hermanos mayores y aún los propios
vecinos, se movilizarían de inmediato al notar su ausencia.
Ramiro y Natalia Taylor, los padres de Tomás, estaban acostumbrados a que el niño
hiciera uso de la independencia y libertad que ellos le otorgaban. Pese a ello, comenzaron a
preocuparse cuando llegado el mediodía su hijo menor no regresaba. Los hermanos de
Tomás, Lautaro y Javier, retornaban de sus tareas de labranza y cría de animales cuando se
anoticiaron de la preocupante ausencia. Alertas y poseedores de una intuición
magistralmente desarrollada por los hombres acostumbrados a vivir con lo inesperado,
soslayaron la comida y comenzaron la búsqueda del niño. Temían que la noche les
dificultara hacerlo. Jeremías, vecino y amigo de Tomás, dijo haber visto al niño internarse en
el bosque hacía unas tres horas.
A las 4 de la tarde, sintiendo el cansancio de tantas horas de andar sin rumbo fijo,
Tomás vio a lo lejos una columna de humo que se alzaba sobre los árboles y hacia allí se
encaminó.
Jesús aparentaba más de los 50 años que tenía. Las duras tareas del bosque habían
dejado sus visibles huellas. Tenía una larga cabellera lacia, sucia y entrecana y una barba
de igual color. Esa tarde estaba hambriento. Había pasado ya la hora del almuerzo. Con
desesperación devoraba un trozo de carne de conejo que había caído en una de las tantas

84
trampas que colocaba en los alrededores de su rancho. No usaba utensilio alguno, llevaba
la carne fría, que solía asar el día anterior, directamente de sus manos a la boca.
El hombre estaba acostumbrado a la soledad y al silencio. Su oído había adquirido
un importante desarrollo que le permitió percibir el sonido de las pisadas cercanas.
Ágilmente saltó del rústico banco, tomó el viejo rifle de dos caños y se acercó a la ventana.
Se sorprendió de ver al niño pero lo reconoció enseguida. Era el que, a diferencia de los
otros chicos, aceptaba naturalmente su presencia cuando bajaba al poblado. Jesús solía ir
al pueblo a permutar cueros y carne por comestibles, semillas, cartuchos y repuestos.
La mayoría de los pobladores le temía o le rehuía por su apariencia ruda y agresiva.
Quizás por eso era que sentía una ternura especial por aquel niño al cual intuía alegre,
vivaz, inteligente y desprovisto de prejuicios.
El chirriar de la puerta que Jesús abrió bruscamente sobresaltó a Tomás.
-Tomás, ¿qué hacés tan lejos de tu casa?- inquirió el hombre con su voz fuerte y
carrasposa.
-Hace horas que camino y estoy perdido.
-Entrá amigo, acercate al fuego, debés tener frío… comé un trozo de conejo… sentate y
charlemos un rato.
-…
-Tu familia debe estar preocupada. La oscuridad llega muy pronto en el bosque y no estás
en condiciones de seguir caminando. Nos vamos a arreglar para que pases la noche acá y
mañana te voy a acompañar hasta el poblado.
Tomás siguió en silencio. Miró a su alrededor y a diferencia de lo que hubiera
ocurrido con cualquiera de sus amigos, se sintió tranquilo, protegido. Aquel gigantón
escondía detrás de ese aspecto hostil una dulzura especial.
Tal como lo había anunciado Jesús, las sombras inundaron muy temprano el entorno
del rancho. Los árboles, dejaron de ser majestuosos para convertirse en esculturas
fantasmales. A diferencia de ese panorama exterior, Tomás sentía la calidez y la ternura con
que Jesús colocaba sobre su cuerpo una raída manta para defenderlo del frío, que se hacía
sentir rigurosamente puertas afuera del rancho. Sereno y tranquilo, se quedó dormido. En su
sueño se vio en el interior del templo evangélico al cual con su familia y vecinos concurría
dominicalmente. Allí, observaba absorto la imagen de Jesús, que clavado en la cruz le
sonreía cálidamente. El sueño potenció su placidez.
Los hombres que participaban de la búsqueda, se dividieron en dos grupos. Un par
de vecinos hacia un rumbo y el padre y hermano de Tomás hacia otro. Llegada las primeras
horas de la noche y ante el fracaso de la pesquisa, los tres miembros de la familia Taylor
decidieron pernoctar y aprovechar las primeras luces del día siguiente para continuarla.

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II.

Lautaro, el mayor de los hermanos Taylor, fue el primero en despertar. Somnoliento


aún, percibió el paso veloz de un pequeño animal salvaje que desapareció tras unos
matorrales. A los pocos segundos, sintió un sonido seco y al mismo instante el gemir
agonizante del animal. Caminó unos pasos, rodeo el matorral y vio cómo un conejo salvaje
había caído en las garras de una trampa preparada por el hombre. Lautaro, se sacudió
como si una descarga eléctrica lo hubiera alcanzado.
-¡Jesús! ¡Cómo no se nos ocurrió caminar en dirección a su rancho!- exclamó.
Su padre y su hermano, que ya se encontraban a su lado asintieron ilusionados.
Aquella trampa y aquel agonizante animal, les señalaban una vía precisa de búsqueda. Ellos
sabían que Jesús, merodeaba amplias zonas del bosque y era factible que pudiera haber
visto al niño perdido.
La sospecha se confirmó luego de unos minutos. Tomás descansaba en el rancho de
Jesús. Los cuatro varones de la familia Taylor se abrazaron emocionados. El padre se
despidió de Jesús con un fuerte apretón de manos, mientras que Tomás rodeó el cuello del
hombre por espacio de varios segundos en señal de agradecimiento y afecto.
El comentario sobre la aventura vivida por Tomás duró un par de días en el caserío.
Jesús volvió al pueblo periódicamente y como era habitual, la mayoría le rehuía y los niños
le temían. Por el contrario, Tomás, profundizaba su relación amistosa con Jesús
compartiendo largas charlas.

III.

Un joven de 30 años, descendió de su automóvil. Miró a su alrededor. Poco o nada


había cambiado en el poblado desde que él partiera 15 años atrás. Durante ese período,
había regresado dos veces. Ambas con tres meses de diferencia. Regresó a despedir los
restos de su madre y al poco tiempo los de su padre que no había podido soportar la
soledad.
Tomás avanzó a paso firme hacia el templo evangélico en el cual lo esperaba
Jeremías, su amigo de la infancia convertido en el pastor del lugar. Fue Jeremías el que le
comunicó la muerte de Jesús. Se abrazaron, conversaron sobre el hecho que los había
convocado y, después de otro fuerte abrazo, se despidieron.
El muchacho entró en el bosque. El sol ya no ingresaba como aquel día en que se
había extraviado 20 años atrás. El verano estaba en plenitud y el frondoso follaje de los
árboles impedía que la luminosidad fuera total. Existían además senderos marcados que
facilitaban el acceso a las zonas más densas del lugar. Encontró rápidamente el rancho,

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convertido hoy en una vulgar tapera. En el claro del bosque, divisó el montículo de tierra, las
blancuzcas piedras que lo cubrían y la pequeña cruz de palo enclavada sobre él. Tomás se
inclinó frente a la tumba de su gran amigo. Unas lágrimas rodaron por sus mejillas y el
recuerdo del hombre cubriéndolo dulcemente con una manta, la extraña calidez del rancho y
aquel trozo de carne asada volvieron a su mente, alimentando y alegrando su dolido
espíritu.
No pudo precisar cuánto tiempo estuvo parado frente a la tumba. De pronto algo lo
motivó a alzar su vista. Un grupo de extrañas y coloridas aves, surcaban el cielo en
dirección opuesta a la que él había tomado. Sonrió y se dijo que una vez más, aquella
bandada le señalaba un camino. Esta vez, el de regreso. Atrás lo esperaban su trabajo en el
laboratorio, esposa Matilde y su hijo de 2 años al que había bautizado con el nombre de
Jesús. Jesús como el de Cristo. Jesús como el del ogro del bosque, aquél que también llevó
su cruz y que para Tomás supo ser otro dios de carne y hueso.

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Figuritas de cristal (por L. M)

Desde el día en que la conocí la relación fue complicada. Me la presentaron en su


casa: amplia, ordenada, muy iluminada. Enseguida su mamá y mi papá nos mandaron a
jugar a la habitación.
En esa época teníamos 12 años. Mi mamá había muerto cuando yo apenas era un
bebé. Los papás de ella acababan de separarse y su mamá estaba de novia con mi papá.
Ella era rubia y usaba vestidos y moños y siempre zapatitos al tono. En su cuarto,
pintado de rosa, tenía una repisa con una colección enorme de figuritas de cristal, animales,
muñequitos, princesas, casitas… “Mi mamá me compra un juguete por día”, me dijo. Yo
estaba nerviosa, tenía miedo de ensuciar o de que algo se cayera. “Son lindos”, contesté,
“los debés cuidar mucho”. Su respuesta me impactó: “No hace falta. Me compran uno por
día”, insistió y extendió su mano tirando al suelo una decena de ellos, haciendo que se
rompieran en miles de pequeños pedazos. Después gritó y se puso a llorar. Su mamá llegó
corriendo para ver qué había pasado. Le dijo que se le habían caído, que todo le salía mal,
que extrañaba a su papá y otro montón de cosas.
Unos días después volvimos de visita y su cuarto estaba lleno de cosas nuevas: una
radio, una casita de muñecas, 20 figuritas de cristal relucientes; y en el patio… radiante…
una bicicleta azul… reluciente, impecable. Su comentario fue seco: “yo la quería en rojo”.
Unos meses después mi papá y su mamá se casaron y nos mudamos a la casa de
ellas. Lo que más le molestó fue tener que compartir la habitación conmigo. Había una cama
nueva y una cajonera para mi ropa. Ni bien nos quedamos a solas me miró fijamente y me
dijo: “no quiero que toques mis cosas, ni que uses ningún espacio más que el que tenés. Si
me molestás puedo hacer que mi mamá los eche”.
Yo lo veía feliz a papá, entonces no dije nada. Viví tranquila, sin meterme con nadie
y sin hablar más de la cuenta.
Cuando cumplí 19 me fui a estudiar a Buenos Aires. Durante esos años siempre fue
la misma historia. Ella era vivísima y sabía hacer que su mamá complaciera sus caprichos.
La separación de sus padres siempre era la excusa perfecta.
Desde que me fui no volví a verla hasta ayer. 30 años después. Recibí un llamado de
mi papá pidiéndome que fuera porque su mujer había tenido un accidente muy grave.
Llegué y me enteré que había muerto. Me reencontré con mi hermanastra en el funeral.
Lloraba y lloraba. Era un llanto incontenible y desgarrador… era quizás su primer llanto real.

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Mis circunstancias (por C. B)

Qué puedo decir. Tenía que enfrentar cada día de mi vida con esfuerzo y
levantarme a pesar de que las horas más felices eran las que pasaba durmiendo.
Recuerdo que después de tomar unos mates, salía caminando hacia la parada,
maldiciendo al intendente de turno que había cambiado el recorrido de las líneas de
micros. Entonces en vez de caminar 15 cuadras tenía que andar el doble. Como
todas las mañanas llegaba a la casa de los Suárez y como todas las mañanas al
entrar se apoderaba de mí un sentimiento de envidia que no podía dominar. Codiciaba
todo lo que poseían, incluso sus vidas placenteras, casi perfectas. En cambio, mi
existencia me parecía ingrata. A veces, le echaba la culpa de mi situación a Dios, que
si tenía una lista de almas, seguramente la mía no figuraba. Otras veces, a los
gobiernos, que prometían un futuro próspero y mejor, que evidentemente no era para
mí. En otras oportunidades, a la suerte que nunca me acompañaba. Pero quién era
realmente el responsable de mi desgraciada vida. Siempre estaba amargada, mis
propios pensamientos me asfixiaban.
Un sábado fui a la bailanta. Allí conocí a Pablo. Esa noche me invito a salir y
acepté. Continuamos viéndonos. No sentía atracción física por él, pero me trasmitía
una sensación de seguridad que nunca había experimentado.
Pronto la idea de ir a vivir juntos comenzó a entusiasmarme. Veía la oportunidad
de tener una vida propia, de dejar de limpiar casas ajenas, de alejarme por fin de mi
familia y de no tener que soportar más los golpes de mi padre, la indiferencia de mi
madre y el desamor de mis hermanos. Me aferré a esa ilusión. Hice todo lo que
estaba a mi alcance para cumplir ese sueño. ¿Por qué no podía pensar que una vez las
cosas me iban a salir bien?
Hoy cuando Pablo sale o vuelve a la casa y lo beso, siento que no me equivoqué al
elegirlo. Era mi mejor opción y la tomé. Él trabaja como albañil y construyó nuestra propia
casa en el fondo de la de sus padres. Cuando mi suegra nos visita algunas veces hace
alusión de mi antigua condición, yo soy indiferente.

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Horizonte (por M. A)

Él estaba parado en la orilla del mar, algunas voces decían que se trataba del
Océano Atlántico, justo donde la ola barre suave la arena dejando huecos debajo de los
dedos. Manuel permaneció largas horas y luego días en esa misma postura. Una mañana
en que el viento asomaba por los cuatro costados en forma bastante violenta, un
guardavidas que lo venía observando se le acercó preocupado.
-Disculpe, ¿puedo ayudarlo?
-No, gracias. Estoy esperando ver quiénes habitan mi horizonte.
-¡Eso no es posible!
-Creo en la existencia de un horizonte habitado- repitió Manuel con firme convicción.
-Horizonte: "línea que limita la parte de superficie terrestre visible"- explicó el hombre
intentado persuadirlo para que abandonara el lugar.
Manuel agradecido pero presuroso para sacárselo de encima agregó:
-¡Claro, clarísimo! Cielo y agua, cielo y sal, cielo y tierra, cielo y cielo.
-Si usted cambiara su punto de vista podría ampliar lo que desea ver, si se ubicara más
cerca de la otra orilla tal vez... - le gritó al oído el socorrista mientras lo manoteaba del
brazo. La respuesta de Manuel fue contundente.
-¡Tonterías! Éste es el punto perfecto. Voy a esperar el atardecer y luego la noche, horario
en que las luces se encienden mediante algún artificio… entonces podré ver esas señales a
lo lejos. Pero mi horizonte real aparecerá cuando esas luces se apaguen pues se mostrará
natural, y la única señal concreta aunque no visible será el misterio… porque la Fe en su
existencia le dará crédito a mi creencia. Así, estaré feliz y seguro de haberlo hallado.
Más tarde apareció la luna donde colgó su ansiedad y practicando el disimulo para
no ser perturbado continuó esperando. Las estrellas se sumergían en el agua jugando en la
cresta de las olas. Él seguía observando aquellos brillos que no se apagaban a pesar de los
azotes y arrastres de fondo a superficie y de superficie a fondo. El tiempo pasaba y el
misterio no se develaba, sentía que su Fe no era tan fuerte, que se quebrantaba. Entonces
sacudía sus brazos, zumbaba como una abeja, giraba la cabeza para relajar los atajos que
le ofrecía tal desorientación: abandonarlo todo. Un pescador que pasaba con su red media
llena y media vacía le ofreció caminar en otra dirección y desde la lógica lo más acertado
era recorrer el espinel.
-No, gracias, no me rendiré a la realidad de su limitación. Me correré unos centímetros para
lograr un ángulo diferente y esperaré ver quién habita mi horizonte.
Cuando comenzó a amanecer los tintes rosados del alba pincelaban una silueta lejana
que se percibía más nítida cada vez que el rosa se amalgamaba con el fucsia, que en
proximidad al lila con los finos giros de luz, abría los párpados del gran océano que

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mostraba una pequeña embarcación. El rostro de Manuel recibía la sabiduría de su corazón
al ver a Cuccinatto descender desde la nada. El mago, sin amarrar su barcaza, se acercó a
Montilla diciendo:
-Siempre navego sobre lo sencillo. Es más fácil pasar las tormentas y huracanes tripulando
la simpleza.
Después escupió de costado, frotó sus labios con el puño cerrado y exclamó:
-¡Carajo, yo sabía que podía ver más allá de mí mismo! Este sitio es perfecto y aquí me
quedo. Arremangó sus pantalones caminó unos metros entre el agua, desembarcó un baúl
y su único contenido: un calidoscopio.
-¿Y eso qué es?- preguntó Manuel.
-Es como la vida, donde el cambio se presenta como el único factor permanente. En el
fondo tiene espejos y cristales de colores, al mirar a través de él y girarlo se ven numerosos
dibujos simétricos. Muestra la proporción adecuada de las partes de un todo.
Manuel lo observó fascinado, giró el tubito apuntando al sol y disfrutó de los
vertiginosos cambios de figuras.
A Cuccinatto le había llevado mucho tiempo ese viaje durante el cual venía tirando
por la borda todos los cargamentos de mago que transportaba en el baúl. Deseaba que su
travesía fuera liviana, sólo dudó a la hora de deshacerse del calidoscopio, deseaba un viaje
de honestidad consigo mismo, deseaba sentirse libre de fingimientos, para lo cuál practicó el
despojo.
Ambos disfrutaron el hallazgo de sus almas, del aroma que la vida exhaló sobre sus
narices sintiendo la libertad que da el poder elegir. En un abrazo cerrado caminaron por la
playa, la magia aparente encontró su identidad en el milagro, el milagro del encuentro.
Se anda diciendo por ahí que, Manuel encontró su propio horizonte en una amplia
región ubicada más allá del insondable océano: su mismísimo corazón, y que Cuccinatto
agotó su travesía bajo el beso de las gaviotas del ancho mar.

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Dimensión desconocida (por S. H)

A mis amigas

Jorge fue por negocios a Formosa, yo debía quedarme en Jujuy para hacer unos
trámites. Pero ese fin de semana iba a estar libre, entonces decidí visitar a mi querido
hermano. Él y Martha se habían conocido cuando estudiaban arquitectura en la ciudad de
La Plata, ni bien recibidos fueron al norte donde pudieron cumplir con el sueño de construir
un complejo turístico en la quebrada norteña de Purmamarca. Para llegar había que cruzar
el pueblo por la única ruta existente, tomando luego un camino secundario, desde donde se
visualizaba la gran casona enmarcada por esos cerros policromos y sierras multicolores de
imponente belleza.
No nos veíamos desde la inauguración. Por eso anhelaba compartir unos días con
ellos. El sábado 8 de octubre emprendí mi viaje. Después de varias horas al volante mis
músculos contraídos delataban cierto cansancio. Me reproché haber emprendido sola el
trayecto. La tarde estaba comenzando a caer y no quería llegar muy de noche. A pesar del
cansancio aprecié el hermoso atardecer. Vi esa enorme esfera de intenso color naranja
estampada en el cielo inmensamente azul, emitiendo brillantes y penetrantes destellos que
proyectándose en las laderas de los altos cerros, recreaban y acentuaban los tonos sobre
las altas paredes que por tramos caían a pico o en declive.
Cuando el sol lentamente se escondía detrás de las altas cumbres, sus últimos
reflejos dorados dibujaban luces de distintos matices contra las sierras y esa visión, que era
un festín para los ojos, se filtraba en mi alma. Faltaban pocos kilómetros para dejar la ruta
de cerros, no tardaría mucho en encontrarme con la última curva. La caída de la noche me
inquietaba y hubiera deseado estar con mi familia.
Inesperadamente mi coche se detuvo, no sabía por qué. Intenté con la mayor
tranquilidad que mis nervios me permitían encenderlo nuevamente, pero la máquina no
respondía. Tampoco andaba mi teléfono celular. Traté de no asustarme, no quería que el
pánico me venciera, no sabía qué hacer. De pronto frente a mí, apareció una fuerte luz que
enceguecía mis ojos y temí el encontronazo con algún camión. A esa instancia, mi mente se
fue aletargando y sin poder evitarlo fui entrando en un profundo sueño. Soñé que me metía
en un gran espacio, caminaba y no sentía mis pies, era un lugar extraño. Me rodeaban seres
que no conocía. No podía precisar bien sus formas que se mezclaban con colores rosados y
liláceos. Un brillo especial emanaba de sus difusas siluetas, que me invitaba a seguirlos. Iba
con ellos sin resistencia, una fuerza superior dominaba mi cuerpo.
Cuando desperté y miré a mi alrededor, me asombró ver el día. Mi reloj marcaba
las seis de la tarde y llovía. Mis ideas no estaban claras. Recordaba vagamente la tarde

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soleada cuando repentinamente me encontraba en un camino aledaño a la ruta en pleno
valle.
Enseguida divisé el complejo rodeado del hermoso parque, la lluvia destacaba su
intenso verde. Vi la casona y me extrañó no ver a nadie esperándome. Más me sorprendió
ver a Jorge, aún tenía que en Formosa. Pensé que estaba enfermo. Estaba pálido, inmóvil,
serio. Me aprisionó como si no me hubiese visto en mucho tiempo. Tampoco entendí por
qué Martha tenía los ojos llorosos cuando me vio. Ni decir la impresión que me causó el
rostro de mi hermano con expresión de angustia y sus ojos enrojecidos e hinchados. Pensé
en alguna desgracia familiar. Ninguno hablaba. Me apretujaron entre abrazos y besos.
Decidí darles tiempo y dejé que las emociones desbordadas se calmaran. Ya habría tiempo
de aclaraciones, estábamos juntos otra vez.

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Réquiem (por N. R)

Lidia había muerto hacía sólo un mes, cuando apenas tenía 38 años. Ella y Germán
llevaban 13 años en pareja, profesándose mutuamente un amor que carecía de límites.
Germán dejaba atrás el pueblo en que habían convivido, pretendiendo mitigar su
dolor a través de la distancia. Sus pertenencias personales se encerraban en dos bolsos y
una maleta que portaba en el baúl de su coche. La casa que había sido el hogar de ambos
estaba en venta.
La noche había caído sobre la carretera y la tormenta que se avecinaba la hacía más
oscura y misteriosa. Desde el equipo de audio del vehículo, brotaban los acordes de una
orquesta sinfónica interpretando Réquiem de Mozart.
Sin darse cuenta, Germán imprimía al vehículo cada vez más velocidad. Parecía que
el subconsciente lo invitaba a alejarse lo antes posible del lugar en el que se habían
conjurado la felicidad y el dolor. Al rato, una curva cerrada, el chirriar de los frenos y el
vehículo que saltó del camino, dio varios tumbos y se estrelló contra un árbol.
Germán vio venir a Lidia. La abrazó, la besó una y mil veces. Una música celestial
los envolvía y tomándola de la cintura comenzó a danzar con ella, alcanzaron un goce que
jamás habían experimentado. La vida los había unido y la muerte los reencontraba mas allá
de la razón y de la lógica.
Los peritos forenses que concurrieron al lugar del accidente no se explicaban cómo
Germán, pese las múltiples fracturas mortales que presentaba el cuerpo, tenía en su rostro
una sonrisa de éxtasis digna del mejor retrato.

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Concierto (por S. H)
A Claudia

Durante ese año, bajo la mirada correctora de Maria Luisa, preparé


disciplinadamente la pieza que ella había compuesto. Llegado el mes de noviembre sentía la
seguridad de ejecutar con precisión esa partitura. Las dos controlábamos los matices de
cada movimiento para depurar toda imperfección. A pesar de eso, una leve inquietud me
rozaba la piel a medida que la fecha del concierto se acercaba. No quería defraudarla. Ella
me había elegido entre sus alumnos preferidos y el tiempo ya no me permitía vuelta atrás.
La ocasión era muy importante también para mí, nada debía hacerme titubear.
Maria Luisa era una mujer de carácter y muy exigente, pero sabía comprendernos y
así lograba que cada uno de nosotros diera lo mejor de sí. Sus alumnos la respetábamos y
admirábamos su fortaleza, sobre todo cuando nos enteramos de la dolencia en sus manos,
que le impedía continuar su carrera como concertista, negándole el destino la posibilidad de
presentar sus composiciones. Ella, justo ella, que era elogiada como una de las mejores
ejecutantes del momento por los más exigentes críticos en cada una de sus
interpretaciones. Tuvo que confiar en uno de sus discípulos para la presentación de ese
concierto tan esperado por ella y la elegida fui yo.
Finalmente el gran día llegó para las dos. El teatro se veía colmado, público y críticos
esperaban con interés la anunciada sonata en fa mayor de su autoría y el debut de una
joven pianista, preparada nada menos que por la maestra y compositora más prestigiosa del
país. Respiré profundo. Mis temores se disiparon al verla en primera fila, mirándome y
asintiendo con una sonrisa para demostrar su confianza plena en mí. Al sentarme en el
piano mis manos se deslizaban por él guiadas por la belleza de esa pieza musical. Creo que
sólo volví a la realidad cuando los aplausos llenaban la sala y obligaban a María Luisa a
subir al escenario. Fue para ella el broche de oro en su extensa carrera. Y yo me sentía
orgullosa.

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La otra Isabel (por H. R)

-¡Chau vieja! Me voy a trabajar- saludó Gerónimo cuando estaba ya casi cerrando la puerta.
-Hasta luego hijo, ¿cuándo volvés por acá?- preguntó Matilde mirándolo por encima de sus
anteojitos de leer.
- Creo que el domingo que viene. Yo te aviso por teléfono.
Y así, como tantos otros lunes, Gerónimo emprendió el comienzo de una nueva
semana después de haber pasado parte del domingo en la casa de su madre. Esa situación
se presentaba asiduamente desde que se había ido a vivir solo, hacía ya casi nueve años
.Él tenía en aquel entonces treinta años y después de un concubinato fallido, acostumbrado
a la casa propia, sólo volvía a la de su madre los fines de semana, generalmente los
domingos, después de los partidos de fútbol a los que concurría casi siempre.
Gerónimo vivía en Avellaneda y trabajaba desde hacía muchos años en una
importante empresa constructora de esa zona como encargado de compras. Era un cargo
de bastante responsabilidad y lo ejercía con gran eficiencia, ya que tenía una buena
formación técnica a pesar de haber abandonado sus estudios de ingeniería. Su trabajo lo
obligaba a viajar con frecuencia a la ciudad de Buenos Aires y ese lunes, poco después del
mediodía, caminaba por una avenida del barrio de Flores, adonde solía ir cuando tenía que
comprar un vehículo ya que en esa zona existían algunas agencias y concesionarias de
automóviles con las que había hecho buenas operaciones en oportunidades anteriores. Le
habían encargado la compra de una camioneta tipo pick-up. La marca no era un factor
determinante por lo que decidió buscar una agencia multimarca o de venta de vehículos
usados, ya que de paso, ésto le permitiría ver la posibilidad de cambiar su auto.
Andaba en esas cavilaciones, cuando al pasar frente a una agencia, la vio a través de
los cristales. Estaba sentada en un pequeño escritorio, hablando con un señor canoso. El
intenso color oscuro de su cabello recogido, semiondulado y brillante, fue lo primero que
atrajo la atención de Gerónimo. Pero el recorrido general de su figura, que se adivinaba
proporcionada, sus ojos negros, grandes y vivaces que resplandecían en un rostro de piel
levemente aceitunada y especialmente su boca, de labios bien dibujados que enmarcaban
una sonrisa frecuente, se conjuraron para que él se quedase parado frente a la gran puerta
de vidrio, mal disimulando mirar un auto en venta. La escena del señor canoso
levantándose y dándole la mano, lo sorprendió mirándolos y su reacción defensiva ante el
in fraganti, fue entrar al local como un autómata.
El diseño del acceso llevaba directamente al escritorio, por lo cual, luego de cruzarse
con el señor que se retiraba, quedó frente a ella, que ya de pie, se dirigió a él:
-Buenas tardes, ¿puedo servirle en algo?

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No contestó enseguida. Disfrutó unos segundos más del eco de esa voz. Era justo lo
que le faltaba conocer, la voz. Siempre fue un detalle determinante para completar la
apreciación de una mujer a primera vista. No le gustaban las voces femeninas demasiado
agudas, le parecía que le quitaban dulzura por lindas que fuesen sus dueñas. Pero ésta era
una voz perfecta, casi ronquecina, resultaba una caricia para sus oídos.
-Hola -dijo mientras aceptaba la invitación a sentarse- ando en busca de una camioneta,
vengo de la empresa....
A partir de ese momento cualquier espectador que se alejase lentamente de la
escena, como una cámara con el zoom en retroceso, no solamente dejaría de escuchar las
voces, sino que sucumbiría ante la tentación de adivinar el diálogo en base a los ademanes
y los gestos. Un juego que resultaría seguramente placentero, porque sería como ponerle
voz a dos muñecos vivos que disfrutaban de un buen momento. Un tácito acuerdo mutuo
estiró la conversación más allá de lo usual en estos casos, pero la charla ya estaba
llegando a su fin. Ella le entregó una tarjetita con los datos de la agencia, al pie de la cual,
en letras de imprenta se leía: “Isabel Santiago - Ventas”
Ambos se pararon. Gerónimo advirtió que le quedaban sólo unos segundos para
imaginar un argumento ingenioso que permitiera un reencuentro, más allá de la operación
comercial, que no sabía si se concretaría. Pocas veces se había visto urgido a pensar tan
rápido. A pesar de ello, por esas cualidades prodigiosas de la mente, una seguidilla de
flashes desfiló velozmente por ella. En primer lugar el nombre: Isabel, justo Isabel, como
su primera noviecita del barrio, la del primer beso, la que jamás pudo olvidar a pesar de no
haberla visto nunca más. Luego, el arranque de semana, que presumía rutinario y ya
pintaba distinto. Después, su última relación sentimental recientemente terminada. También
la cantinela de su madre cada vez que se hablaba de su soltería: “hijo, ¿cuándo te vas a
casar?”, “cómo me gustaría tener un nieto”. Además, el hecho de ser atendido por primera
vez por una mujer al comprar un vehículo, que le encantaban su aspecto, su voz y sus
maneras, que a pesar de llevar algunos adornos de oro, no tenía anillo de casada…
Se sintió bajo presión y, para zafar, apeló al recurso de ganar tiempo. Sacó su
billetera para buscar una tarjeta.
-Te dejo mis datos para que me ubiques cuando te vuelva a llamar. Seguramente será sobre
el fin de semana.
Sus oídos quedaron a la espera de una respuesta prometedora, por eso, fue más
confusión que sorpresa lo que lo invadió al sentir el dolor punzante en la espalda seguido
del grito:
-¡Dame eso y sentate o te quemo!
El muchachote, que empujándolo lo obligó a sentarse nuevamente, le arrancó la
billetera de las manos y apuntándolo con su revólver, se dirigió a ella:

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-¡Vos también, dame la guita!
-Acá no tengo nada- dijo Isabel mostrando su pollera sin bolsillos y abriendo a medias el
cajón del escritorio.
-Entonces, dame eso- dijo el muchacho señalándole con el revólver su collar de oro.
-No, por favor… es un recuerdo de...
-¡Qué recuerdo ni qué carajo, dameló!- la interrumpió y poniéndole acción a sus dichos le
arrancó el collar de un tirón.
Gerónimo saltó de su silla como un resorte al ver el maltrato y escuchar el grito de
Isabel y, sin pensarlo ni un instante, intentó impedir la acción del delincuente. Pero éste,
más rápido y preparado que él para estas situaciones, no dudó un segundo en asestarle un
culatazo en la cabeza, apenas arriba de la frente, provocándole un intenso dolor y un corte
del que comenzó a manar abundante sangre.
-¡No!- alcanzó a exclamar Isabel.
-¡Los dos al suelo! ¡Bocabajo! ¡Y quietos o los reviento!
-Ambos obedecieron y desde el suelo vieron que el ladrón se dirigía hacia la puerta que
decía “Privado”. Cuando estaba a un par de pasos de ella, ésta se entreabrió y apareció un
señor cincuentón, de calvicie avanzada y grandes bigotes. Su camisa blanca no alcanzaba a
disimular su abdomen prominente.
-¿Qué pasa acá? – alcanzó a preguntar.
-¡Quieto! ¡Metete adentro o te quemo! ¡Abrime la caja!
Terminó de abrir la puerta de una patada mientras apuntaba alternativamente a
Gerónimo e Isabel, que permanecían en el suelo, y al dueño de la agencia. Poco después,
el ladrón salió de la oficina y a grandes zancadas se dirigió hacia la puerta de salida, no sin
antes advertirles:
-¡Quédense quietos o los cago de un tiro!
Gerónimo, aún confundido por el golpe, dolorido y sangrando, sólo atinó a mirar
hacia la puerta. A través del vidrio vio cómo el muchacho montaba sobre la parte trasera de
una moto que lo estaba esperando y que, ruidosamente, arrancó a toda velocidad. Isabel
permanecía a su lado, sentada en el piso y sollozando sordamente con la cara apoyada
sobre las palmas de sus manos. A pesar de lo extraño de la situación, a Gerónimo lo invadió
una irrefrenable actitud protectora. En un acto impulsivo, se acercó a ella y casi
abrazándola, separó los cabellos de su nuca con una tímida caricia exploradora.
-A ver, a ver, permitime. ¿Te lastimó?
-No, creo que no, me duele un poco ahí, atrás del cuello, pero debe ser por el tirón… ¿vos
cómo estás? Mirá, estás sangrando, vamos al baño que te lavo esa herida. ¿Qué le habrá
pasado al señor Vargas?

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Se incorporaron casi al mismo tiempo y la cercanía de sus cuerpos y miradas, roto
imprevistamente el hielo de sentirse extraños, los asoció en la confianza.
El baño de la oficina tenía la puerta cerrada y al acercarse a ella para abrirla,
escucharon los gritos del dueño de la agencia que pedía que lo sacaran de su encierro.
Isabel abrió con su propia llave y luego de liberarlo y comprobar que no estaba lastimado,
hizo pasar a Gerónimo y lo ayudó con los primeros auxilios. La herida había dejado de
sangrar y, una vez limpia, vieron que no era demasiado importante.
-Si no te dan unos puntos, me parece que te va a quedar la marca- dijo Isabel algo
compungida.
-Mejor, así cada vez que la vea me voy a acordar de vos- respondió él mientras se apretaba
su pañuelo contra la frente.
Ella le regaló su mejor sonrisa, distinta, espontánea, fue más que un simple gesto de
sus labios, y Gerónimo la recibió complacido, contento por haber acertado con la frase
disparadora.
Eran casi las cinco de la tarde y terminada la rutina del inútil procedimiento policial en
que culminan estos casos, el dueño de la agencia les agradeció su ayuda para liberarlo y se
resignó a la idea de que habían tenido suerte, ya que sólo le robaron algo de dinero y, salvo
por el golpe recibido por Gerónimo estaban todos bien y podían “contar la historia”. Por otra
parte, la billetera de Gerónimo sólo contenía un poco de cambio chico, algunas tarjetas y
pequeños papeles de la empresa, ya que su documentación personal la había dejado en la
guantera del auto. Isabel, sin embargo, aún no podía consolarse por la pérdida de su
querido collar y aceptó gustosa la oferta de retirarse antes de su trabajo. Aún estaba
conmovida por los momentos vividos. Gerónimo, a la expectativa de esa situación que
imaginó se produciría, se acercó a Isabel.
-Si te vas ahora, te invito a tomar un café, me parece que nos vendría bien a los dos- le dijo
en voz baja.
Ella dudó unos instantes. Habían pasado demasiadas cosas en poco tiempo y ahora,
además, tenía que decidir si aceptaba salir con quien era prácticamente un desconocido. Lo
miró a los ojos y le inspiró confianza. Finalmente, en los dramáticos momentos compartidos,
su intención de defenderla le había costado recibir el golpazo y esa herida en su frente, que
ahora, semicubierta por un mechón de su pelo, le daba un toquecito heroico a su aspecto
varonil. Y no podía autoengañarse: le gustaba bastante. Decidió aceptar la invitación. Pensó
que sería una buena oportunidad para recomponerse y agradecer su gesto.
Salieron y caminaron hasta un café cercano. Formaban una buena pareja. Ella
manejaba con gracia su linda figura, era realmente una morena hermosa. Gerónimo no
desentonaba a su lado. Cercano a los 40 años, se mantenía delgado y en buen estado físico
gracias al gimnasio y a un poco de fútbol que practicaba con sus amigos. Le gustaba la ropa

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informal, rara vez usaba corbata, ese estilo le sentaba muy bien y tenía buen gusto para
elegirla. En su relación con las mujeres, sus experiencias lo hacían sentirse ganador,
aunque esa vez, algo lo llevaba a pensar que la historia iba a ser distinta y no una más.
Ya desde el inicio todo había sido diferente.
La charla en el café duró casi una hora. Después de repasar un par de veces lo
vivido en la agencia, la conversación derivó hacia un lógico intercambio de datos y
cuestiones personales. En ambos se instaló la sensación de que las puertas de un
reencuentro quedaron abiertas.
-Bueno, me tengo que ir- dijo Isabel mirando su reloj y levantándose de la silla.
-¿No querés que te lleve? Tengo el auto acá nomás, en una cochera.
-No gracias. Vivo bastante cerca de aquí, en Villa Devoto. Prefiero tomarme un taxi.
Además, a vos te conviene ir a descansar. Pobre...- dijo mientras con su mano separó un
poco el pelo de Gerónimo para ver mejor la herida y rematando el acercamiento, le dio un
beso en la mejilla mientras sus dedos bajaban recorriendo su mandíbula y terminando el
gesto con un suave pellizco de su mentón- gracias, que te mejores.
Gerónimo tardó un poco en reaccionar. Hacía tiempo que no vivía un momento tan
agradable. Cuando su mirada volvió a encontrarla, ella estaba casi en la puerta. Ya no tenía
chances de insistir en llevarla.
-¡Te llamo en la semana!- alcanzó a exclamar.
Isabel asintió con la cabeza y, sonriendo, lo saludó con un par de vaivenes de su
mano, desapareciendo rápidamente de su vista. Gerónimo volvió a sentarse lentamente y
permaneció allí un rato más, pensando complacido, y a la vez casi incrédulo, en los
acontecimientos de esa tarde. Finalmente pagó y se retiró en busca de su coche.
Durante el viaje de regreso, cruzó un par de semáforos en rojo y en otros tantos
arrancó con luz verde sólo después de los bocinazos de los autos que estaban detrás del
suyo. Se le presentaban continuamente la figura de Isabel, el beso de despedida, el perfume
de sus cabellos, su sonrisa, el recuerdo de su voz...
Ya en la tranquilidad de su casa, repasó algunos datos que quedaron de la charla del
café. Tenía 33 años, era soltera, huérfana desde chica, vivía con unos tíos que no tenían
hijos y tenía una hermana dos años menor que ella. El collar había sido heredado de su
abuela materna y salvo algunas cositas más, relacionadas con sus gustos personales, no
había comentado otros detalles de su vida o la de su familia. En realidad había sido bastante
escueta, especialmente en lo relativo a su historia personal.
El jueves siguiente por la mañana, mientras estaba trabajando en su oficina,
Gerónimo recibió un llamado telefónico. Atendió, creyendo que era un proveedor de la
empresa.
-Hola, ¿Gerónimo? ¿Cómo estás?- preguntó la inconfundible voz de Isabel.

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De la sorpresa, Gerónimo se paró e inmediatamente volvió a sentarse
-Hola, qué bueno que me llamaste. Esta tarde te pensaba llamar yo. Me ganaste de mano.
-Quería saber cómo estabas, ¿se te curó la herida?
-Si, está bastante bien. Pero igual creo que me va a quedar una marca. Por suerte... y ya
sabés por qué lo digo.
Siguió un corto silencio. Gerónimo la imaginó sonriendo.
-Y con respecto a la camioneta, qué piensan hacer, ¿la van a comprar?- preguntó ella
cambiando un poco su tono de voz.
-Si nos ponemos de acuerdo, puede ser.
-¿De acuerdo en qué? El precio ya lo habíamos convenido, ¿no?
-De acuerdo en donde vamos a ir a cenar después de la operación.
La risa cantarina y natural de Isabel fue la mejor señal de asentimiento que Gerónimo
podía esperar.
-¿Cuándo venís por acá?- preguntó algo ansiosa.
-Mañana a la tarde. Y no te comprometas para después, ¿de acuerdo?
-OK, te espero mañana. Chau.
-Nos vemos.
Desde ese momento y hasta el viernes a la tarde, Gerónimo no pudo apartar de sus
pensamientos el reencuentro con Isabel. Estaba nervioso como un adolescente ante su
primera cita. “No puede ser”, se decía, “que a esta altura de mi vida me sienta así”. Pero lo
cierto era que tensaban sus nervios, como a un cazador agazapado, sus ganas locas de
tenerla cerca y la posibilidad de conquistar esa presa tan deseada.
Afortunadamente, la empresa había decidido comprar la camioneta. Por lo tanto,
sobre el final de la tarde, Gerónimo se presentó en la agencia para concretar la operación.
Isabel lo recibió con su mejor sonrisa. El trámite se demoró hasta casi la hora de cierre. Eran
cerca de las ocho y esa tarde de noviembre ya estaba entregando sus últimas luces.
Gerónimo había elegido para invitarla, un pequeño restaurante que conocía en la zona
de Palermo Hollywood. De ambiente intimista, tenía una pequeña pista de baile en un sector
lateral del salón comedor. Su sugerencia fue aceptada con agrado por Isabel y allí se
dirigieron para disfrutar de una cena que transcurrió apaciblemente y en la que el juego de
seducciones mutuas encontró su coronación en un brindis con champán. Entre el tintineo de
las copas se filtraron las notas de una suave música caribeña que invitaba a la danza.
Gerónimo la tomó de la mano y se acercaron al sector de baile. La forma en que ella se
abandonó sobre él, apenas sostenida por sus propios brazos unidos por las muñecas en la
nuca de Gerónimo, le dieron a éste la señal que siempre espera el cazador de parte de la
presa a punto de ser abatida. También Isabel tuvo indicios e instintos similares.

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Una vez en el auto, sin mediar palabras, se entrelazaran como hiedras en una serie
interminable de besos apasionados, rebosantes de deseos contenidos, adultos, sinceros. En
el hotel se comportaron como amantes de novela. Él mostrando su experiencia bien
aplicada y ella, una mezcla justa de pasividad e iniciativa, de dulzura y pasión que
enloquecieron de placer a Gerónimo, quien descubrió así un estilo amatorio diferente, de
una audacia medida y complaciente a la vez.
Isabel no quería regresar a su casa demasiado tarde. Temía algún reproche de parte
de su tío que la seguía tratando y protegiendo como a una niña. Era un hombre de
costumbres rígidas y muy arraigadas. Isabel lo quería mucho y aunque ella estaba en una
postura mucho más moderna y liberal respecto a esas cuestiones, procuraba no causarle
preocupaciones o disgustos. Ella era como su segundo padre.
Cuando llegaron cerca de la casa de Isabel, ella le pidió a Gerónimo que la dejara en
la esquina para evitar que alguien la viera bajar del auto de un desconocido.
-Yo vivo allí- le dijo señalándole una casa de color blanco que tenía un pequeño jardín y
rejas en el frente.
Se despidieron con un par de besos y quedaron en llamarse por teléfono el lunes
siguiente. En el viaje de vuelta, Gerónimo se sentía un hombre afortunado. Estaba
satisfecho, relajado, con el regusto aún fresco de ese encuentro incomparable y analizando
si realmente habría encontrado a la mujer de su vida. Algo cansado de su soledad, pensaba
que era el momento ideal para iniciar una buena y duradera relación de pareja. Pero
también pensaba que recién la empezaba a conocer y una leve sospecha de que algo le
ocultaba relampagueaba entre sus pensamientos. Quizás todo fuese producto de su
imaginación o de un recóndito temor a que algo empañase su flamante y hermosa ilusión.
Al llegar a su casa, estacionó el auto frente al garage para guardarlo. Cuando abrió
la puerta para bajar, se encendieron las luces interiores y vio, en un rincón de la bandeja del
lado del acompañante, una pequeña cartera negra de mujer. Descontó que sería de Isabel,
pero igualmente no pudo resistir la tentación de abrirla. Efectivamente, comprobó que era
de ella y contenía algunos documentos personales, una tarjeta de crédito, algunos
cosméticos y un poco de dinero.
Recostado en un sillón de su living, Gerónimo se puso a pensar cómo resolver el
tema de la cartera. Reparó que con el intercambio de tarjetas, ambos tenían sólo los
teléfonos de sus respectivos trabajos y que durante la salida de esa noche no tuvieron la
oportunidad ni la ocurrencia de anotar los teléfonos particulares. Ella no sabía su domicilio y
si no estaba segura de haber dejado la cartera en el coche, cuando advirtiese la falta
seguramente se preocuparía muchísimo. También recordó que durante la cena, Isabel le
comentó que el sábado por la mañana no iría a trabajar porque, previsoramente, había
pedido franco. Así las cosas, la cadena de pensamientos lo encaminó a la conclusión que

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tenía que llevarle la cartera a la casa. No había otra posibilidad. Se fue a dormir con la
decisión tomada de ir a la mañana siguiente y presentarse con cualquier excusa que no la
comprometiese en sus relaciones familiares. Si todo seguía bien, ya iba a haber tiempo para
presentaciones formales, pero ahora tenía que solucionar cuanto antes ese asunto para
liberar a Isabel de la gran preocupación que seguramente tenía.
El sábado Gerónimo llegó a la casa de Isabel alrededor de las diez de la mañana. Se
acercó a la reja, y después de llamar, tuvo tiempo para echar un vistazo al jardín que le
recordaba un poco al de la casa de su madre. Los canteros cuidados, algunas macetas con
malvones rojos y un corto caminito central que llevaba a la puerta principal de acceso a la
casa formaban la escena. Cuando la puerta se abrió, apareció un chico que aparentaba
unos 8 o 9 años y que se acercó hasta la reja.
-Hola, ¿qué querés?- preguntó dirigiéndose a Gerónimo con el natural desenfado de los
niños.
Gerónimo demoró en su respuesta. No esperaba que lo atendiera un chico y menos
aún de rasgos que le recordaran tan claramente los de Isabel.
-¿Está Isabel?- atinó a preguntarle.
Sin responder, el chico giró sobre sí mismo y en pocos pasos llegó nuevamente a la
puerta principal. En ese breve lapso un torbellino de ocurrencias y deducciones invadió la
mente de Gerónimo. “Era esto”, fue su rápida conclusión respecto al sospechado secreto de
Isabel. No alcanzó a acomodarse a la idea cuando la voz del chico lo volvió a la realidad del
momento. Estaba asomándose hacia el interior de la casa con la puerta entreabierta y desde
allí gritó con fuerza:
-¡Tíííaaa! ¡Te busca un señor!
El corazón de Gerónimo volvió a latir al enterarse de que el alma le había regresado
al cuerpo. Segundos después, apareció Isabel recortada en el marco de la puerta. Gerónimo
tardó en reconocerla. Tenía el pelo suelto y entre sus ondulados mechones laterales se
asomaban parcialmente un par de finas argollas doradas que colgaban de sus orejas. Salvo
por un leve color carmín en sus labios, no tenía maquillaje, lo que acentuaba sus peculiares
rasgos naturales. Cuando empezó a caminar hacia la reja, su blusa amplia, sedosa y
multicolor copiaba el movimiento de sus pechos libres. La doble pollera larga, acampanada y
con grandes flores estampadas que jugaban entre sus pliegues, completaba la inconfundible
estampa de lo que realmente era: una hermosa gitana de pura cepa.
La figura petrificada de Gerónimo parecía una ridícula estatua surrealista titulada
“Hombre moderno con carterita de dama”. Sus oídos apenas escucharon las palabras de
Isabel, que cuando llegó a su lado, con un leve acento andaluz le dijo:
-Hola majo, muchas gracias.

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Textos incluidos

I. (Re) escribientes

Miriam (por N. R)
Claudia (por H. R)
Héctor D. (por N. R)
Susana (por L. M)
Lucía (por S. H)
Héctor R. (por C. B)
Tato (por H. D)

II. Reflexionando

Ciervo vulnerado (por M. A)


Amar (Por L. M)
Añoranzas (por S. H)
La vida (por M. A)
Rutina (por N. R)
Alivio (por L. M)
Vejez (por N. R)

III. Cosas de chicos

Anita del norte (por H. R)


Tortura (por N. R)
La caída (por L. M)
Cuando papá habla (por H. R)
Libres a la hora de la siesta (por M. A)
Qué susto, mamá (por S. H)
Pa´ mi gurisito (por M. A)
Viaje al gris (por H. R)
Enseñanzas (por N. R)

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IV. XXI

Mercancía (por N. R)
La muerte del río (por M. A)
La toma (por H. R)
¡Diariooooooo! (por H. R)
Inscripción (por C. B)
Ruido (por N. R)
Tsunami (por H. R)

V. Lugares

Court Hermanos (por M. A)


Sur (por S. H)
La perla del Egeo (por H. R)
Bahía (por N. R)

VI. Historias

Coco (por M. A)
Noticia (por M. A)
La aguada de los relinchos (por H. R)
El mozo de Trinidad (por H. D)
Alicia y Eliseo (por M. A)
La carta (por C. B)
Jesús (por N. R)
Figuritas de cristal (por L. M)
Mis circunstancias (por C. B)
Horizonte (por M. A)
Dimensión desconocida (por S. H)
Réquiem (por N. R)
Concierto (por S. H)
La otra Isabel (por H. R)

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