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Del alma de Gijón La Nueva España 15 /08/2006

POR LUIS MEANA


No es Gijón hija de un azar milenario, ni el fruto casual de una nada ancestral perdida en la penumbra histórica
lejana. Es, más bien, hija de la necesidad y de una determinación extraña a cualquier lógica. Nació Gijón, como
Afrodita, de las olas, de la mar inmensa y océana, de la mar creadora que todo lo genera, de la mar imperiosa que
todo lo ordena, de la mar violenta que todo lo transforma, de la mar furiosa que ruge como un león en la oscura
selva del agua. Como el león es determinante de la selva, la mar es determinante de la tierra. Y eso es precisamente
Gijón: tierra constituida y determinada por el indómito mar Cantábrico.

Es Gijón fruto fecundo de la confluencia, del eterno encuentro del mar con la tierra. De esa comunión difusa nació
esta ciudad confusa, mezcla de tantas esencias. De esencias de mar y de esencias de tierra. Somos hijos de la
ambigua confluencia y llevamos en el alma la indeterminación propia de todas las confluencias. Somos a la vez mar
y tierra sin ser ninguna de ellas. Tenemos el alma hecha de agua y de arena. Lo que nos vuelve líquidos, cambiantes
y sin consistencia. Nada tenemos que ver con el contrapunto de la piedra, que es Oviedo, soberbia de la piedra,
antítesis y negación de la arena. Nosotros somos hijos del desasosiego del mar y del espíritu movedizo de la arena.
Gijón es el sueño de la mar que quiere ser tierra y el ansia de la tierra que sueña con ser océano. Es Gijón la suave
boca de arena en la que un mar bravío y furioso entra a desovar sus violencias, hasta volverse tan estático y quieto
como la tierra. Y es Gijón, a su vez, la tierra osada y atrevida que penetra en la mar dispuesta a vivir la locura y la
libertad de las olas, a sentirse tan cambiante, poderosa y viajera como el océano. Esa anárquica ensoñación
contradictoria explica la ambivalencia de toda nuestra existencia. Somos el ansia de lo contrapuesto. La
contradicción es el músculo y la hilatura con la que tenemos tejida el alma, y de ahí brotan nuestras constantes e
inexplicables piruetas.

Salió Gijón de la mar océana como emerge del agua siempre la tierra: ya casi hecha. Salió Gijón del océano con
cuerpo inconcluso de península, pero alma de cerro, espíritu encastillado entre arenas y convertido por nacimiento
en turbia selva de aguas y tierras. Como tantas morfologías marinas, es Gijón un don de los dioses, la huella dejada
en la arena por una graciosa dádiva divina. Pero Gijón está hecha por la mano de un dios menor y negligente, y de
sensibilidad limitada para la belleza. Es Gijón la hechura de un Dios de mano chapucera, que pudiendo regalarnos la
divina perfección que poseía se contentó con darnos algo mucho más imperfecto. No poseemos la divina perfección
de otras bahías, ni tampoco la ilimitada belleza de esas ciudades marítimas en las que un Dios perfecto dejó su
huella suprema. Nuestro Dios negligente nos concedió únicamente un pálido reflejo de la hermosura divina, algo así
como una lágrima furtiva. Está hecha Gijón a imagen y semejanza de ese Dios negligente. No cabe por eso
asombrarse de nuestra negación ancestral para la belleza arquitectónica o la forma estética. Llevamos en el alma
esa mácula de imperfección que pesa determinantemente sobre nuestra existencia.

Dice poéticamente Hesiodo en su «Teogonía» :«Primero fue el Caos, luego la Tierra con su ancho pecho, perenne
sitial inconmovible de todos los inmortales...; y luego fue Eros, el más hermoso entre todos los dioses inmortales, el
que agita los miembros, el que domina el pensamiento y el cuerdo querer de todos los dioses y los hombres». Es
Gijón hija del Caos. Del caos salimos y a él volvemos siempre. Somos una condensación del caos que ha ido
dilatándose anárquicamente. Somos un minúsculo promontorio al que un Dios desconocido «insufló en su nariz un
alma viviente», un aliento de vida que, inexplicablemente, ha pervivido durante milenios. En esa dorada arena que
rodea y acaricia a ese altivo y encrespado cerro nació un día ya muy lejano la «yerba verdín germinadora de toda
simiente» de la que brotó ese Eros vital llamado Gijón, fuerza interior que ninguna circunstancia histórica ha podido
frenar ni ninguna pulsión anárquica matar, y que nos ha traído desde el origen hasta la contemporaneidad misma.
Flota Gijón en el agua de la historia como una nave a la deriva que no
hubiera tenido nunca un timonel firme que la orientara. Flota Gijón en el
agua como un náufrago perdido en medio de la eternidad infinita. Ése es el
sino de Gijón y ése es su destino. El milagro de un hálito vital que recorre la
longitud entera de la historia humana sin columna vertebral que la sostenga,
rompiendo así las leyes de la gravitación y de la lógica.

La Naturaleza, no la Civilización, es nuestra madre y progenitora. Antes que


«oppidum», «pobla» o «urbs» fuimos playa en ausencia de toda existencia.
En nuestro principio hay una naturaleza exuberante deleitándose en su
propia belleza, magia que no puede expresar ningún nombre, ni reproducir
ninguna lengua. A ese paraíso originario sin nombre se le llamará mucho
más tarde Gijón, palabra misteriosa y mágica que nos baña el cuerpo como
un dulce bálsamo. Sorprendentemente llama el Génesis «Gihón» o «Guijón»
al cuarto de los ríos que rodean y riegan el Paraíso, junto con el Pisón, el Éufrates y el Tigris. Gijón es el resonante
nombre de un antiquísimo misterio que no ha logrado aclarar el conocimiento, ni ha sido capaz de desvelar la
«mnemosine» de las musas.

Venimos de la noche informe, de una antigüedad remota anterior a lo seco, cuando las tinieblas aún cubrían la
superficie del océano y cuando cielo y tierra, día y noche, hombres y peces aún se confundían en el magma
originario de la existencia. Existíamos como bahía aun antes de que el tiempo existiera. Somos coetáneos de la hora
prodigiosa en la que nacieron los primeros dioses. Gijón es una astilla de eternidad caída de la eternidad misma.
Una costilla de la naturaleza que una divinidad distraída olvidó en esta duna desierta. Somos un Paraíso perdido

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