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Salto, 30 de Agosto de 2005

La muerte del Tata Alsino


Son fines de agosto. La llamada desde Tacuarembó. Que el Tata se muere. Con noventa y pico
de años, bisabuelo de mis hijos, no hay discusión posible: nos vamos. Quedará para atrás la chorizada
de Martín y sus amigos, planificada para este fin de semana, las clases del viernes de Raquel y las mías
del viernes y del sábado. Pensamos salir el 25 de agosto por la tarde. Pero no es tan simple: fin de mes,
plata como para apenas llegar. Al final, soluciono el problema sacando un préstamo de $ 4.000.- en el
BROU, en condiciones tan ventajosas, que no me cuesta nada y todavía ahorro quinientos pesos. Cosa
de locos, pero así es.

Con el dinero en la mano, ya es como si estuviéramos en Tacuarembó. Compro dos cubiertas


usadas pero en buen estado para sustituir a las de atrás, que están en estado calamitoso, y además
cambio las cuatro llantas, que estaban todas deplorables y perdiendo aire por los talones. Como a
principios de mes hice arreglar la suspensión de atrás, y los frenos delanteros, el auto ahora está que es
una preciosura, con la colita levantada, como provocando a los demás. Aprovecharé, además, para
visitar a mis princesas, o sea, mis estudiantas de Profesorado de Biología en Tacuarembó y Rivera,
para sacarles dudas sobre mi materia, animarlas a que y jugar un poco al profe viejo.

Todo bien, salvo que se me demoran mis tareas en Salto, y considerando que ya son las cinco
de la tarde, y que todavía me queda llenar papeles de los seguros, de común acuerdo con Raquel
decidimos salir a las cuatro de la mañana del viernes, para poder llegar a tiempo a Tacuarembó y dar
mi clase en el Instituto de Formación Docente a eso de las diez. Así que con los bolsos ya preparados y
el auto en condiciones como no lo está desde hace al menos veinte años, nos vamos a la cama
temprano.

Son las tres, y ya estoy de pie. Nada extraño, realmente. Últimamente me alcanza con dormir
cuatro horas y me levanto casi siempre por ahí, entre las dos y media y las tres, mientras todos reposan.
Levantamos a los dos más chicos, preparamos almohadas y frazadas en el asiento de atrás, reviso la
presión de las gomas y salimos a eso de las 04:15 hacia el este por la 31, la ruta que más nos gusta,
preñada de soledad. El auto avanza, pero empiezo a notar algo raro: es como si las luces titilaran. Por
mi parte, a la hora de viaje, no me siento demasiado bien. No sé bien lo que es, pero con un tumor
adentro, la cabeza me empieza a trabajar. Nunca estoy seguro si sufriré un infarto, o si se me está por
venir una hemiplejia, o si me estará empezando un derrame. La otra vez, hace un año y un mes, me
sentía genial y terminé con un riñón de menos. ¿Qué me está pasando ahora? ¿O será el auto? Si, la
verdad, el auto me tiene un poco nervioso… Raquel nota que algo me pasa y me pregunta.

- ¿Qué te pasa, bicho? ¿Te sentís bien?


- Y siii….. no sé….
- ¿Pero estás bien?
- Mirá…. La verdad, no me siento muy bien. Pienso que estoy nervioso por el auto.
- No me mientas!
- No, en serio. Estoy nervioso, y creo que es por el auto.

No acabo de decir esto, y quedo sin acelerador.

Estamos como a 90 Km. de cualquier otra cosa en el mundo, salvo del pasto y las estrellas. Los
focos largos iluminan el camino hasta que las piedras dejan de moverse. Entonces, los apago, abro el
capó y me bajo. La oscuridad es casi total. Afuera hace frío, y yo tiemblo. Levanto el capó, tanteo el
cable del acelerador y lo encuentro totalmente suelto. Sigo tanteando por donde sé que viene la palanca
que da al pie del conductor, y descubro que el cable de acero se cortó. El trozo cortado está ubicado en
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un lugar tan escondido, que no hay la menor esperanza de repararlo como la otra vez. Me devano los
sesos pensando qué puedo hacer. Para mejor, el celular lo tenemos sin tarjeta. Camilo y mi mujer me
la gastaron en llamadas al cuete, y yo la verdad, fastidiado, ni quise saber de comprar otra. ¡¡¡Mierda
de celulares!!!!

Por suerte, como siempre cuando nos pasan cosas en la carretera (y muchas veces nos pasan
cosas) ninguno le carga las tintas al otro. Es un problema que tenemos entre los dos, y los dos tratamos
de solucionarlo. La única solución es armar un acelerador de mano. Así que procuramos con Raquel
hacer un nudo en la maroma de acero (cosa difícil si la hay). En eso estamos cuando viene una
camioneta. Le pedimos auxilio. Se baja un gaucho de campaña, de esos que pesan como cien kilos, de
faja apretada y sombrero aludo. El hombre por suerte tiene un piloto, con el cual alumbramos para
poder ver qué estamos haciendo. Además, como buen hombre de campaña, sabe más de nudos que
nosotros. Mientras tanto, yo sigo pensando cómo sacar el acelerador hacia la cabina. Entonces veo la
palanca del acelerador, que ahora está suelta. Atamos el cable a la palanca. El movimiento normal es
de subida. Ahora, será el de bajada. O sea, en vez de apretar el acelerador, tengo que alzarlo. Hacemos
la prueba y el coche arranca y acelera. Bueno… algo es algo. Pongo mi pie bajo el acelerador, y
levantándolo con los dedos puedo regular bastante bien. Así seguimos, con el gaucho por delante sin
alejarse demasiado, hasta que él llega a destino, una portera en medio de la oscuridad. Al despedirse se
baja del auto y me pregunta:
- ¿Cuál es su apellido, si puedo saber?
- Caro, señor. Soy Mario Caro
- Ahhhh…. Mi hija tenía razón. Ella es Elisa Do Nascimento. Fue alumna suya en el IGAP, en
Tacuarembó. Ella me dijo: “Tiene que ser Caro, sólo que con el pelo blanco…!
- Me acuerdo bien de ella, señor. Era rubia…
- Y sí. Ahora está con sus hijos. Pasaron más de veinte años.
- Bueno…. Muchas gracias
- Que tenga un buen viaje. Va a llegar sin problemas.
- Adiós.
- Adiós y hasta la vuelta!!!

Y así seguimos, acelerando al revés. Se me complica con el freno, porque es la misma pata, y
no es lo mismo apretar que meter por debajo. La ruta, además, tiene un montón de curvas en ángulo
recto, en las cuales hay que medir muy bien la velocidad, porque de otra manera terminás
conversando con las ovejas. Así que después de unos kilómetros le sacamos un zapato a Facundo, y
con el cordón y un calcetín que encontramos por ahí atamos la palanca del acelerador. Ahora puedo
acelerar con la mano derecha, lo cual me da muchísimo más control de la potencia. Así, agarrado al
calcetín, seguimos viajando entre las sierras, que ya amanecen.

Ya lo he dicho otras veces, pero la realidad es tan porfiada que no tengo más remedio que
repetirlo. Es la ruta más bonita del país. Llena de curvas increíbles, ahora el sol que se levanta se
refleja en lagos de plata. Son los bolsones de niebla que hay en los valles. El efecto es increíblemente
bello, el sol brillante por delante, los espejos partidos entre los cerros, los distintos tonos de verde.
Raquel va sacando fotos con la cámara digital. Sé que la mayoría de ellas, si no todas, serán
inservibles, ya que las está sacando a contraluz y desde dentro del auto. Pero…. ¿qué puedo ganar con
complicarle la vida? Que se saque las ganas. Yo también quisiera hacer algo para poder atrapar la
infinita belleza que nos rodea. Esta ruta, estos paisajes soñados son como un amor imposible. Uno
siempre queda embriagado, con ganas de más, por un lado, pero lleno de plenitud por el otro.

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Así llegamos a Tacuarembó, con el acelerador de calcetín. Estacionamos frente a lo de los abuelos y
nos encontramos a toda la familia reunida: Marita, que vive al lado, Ana, que se vino de Maldonado,
Gulma, que pasó también la noche esperando el desenlace, el Yuyo, que dejó a su familia por San
Carlos, Miguel que llegó desde Montevideo, ….. que está desde hace casi un año nuevamente en
Tacuarembó y Teresa, que se vino desde campaña. Nos saludamos alegres de vernos, por un lado, y
compungidos por el motivo, por el otro. La abuela está lagrimeando.

- ¿Falleció?

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- No, todavía no. Pero pasó muy mal la noche. Le falta el aire.

Pasamos a verlo. El veterano está en las últimas, piel y huesos, con dificultades para respirar.
Me voy del cuarto después de saludarlo. ¿Qué puedo hacer ahí? Además, tengo dos asuntos por
delante: mis princesas que me esperan a las diez de la mañana, y arreglar el auto para irme esa misma
tarde a Rivera, para atender a las que cité por allá a eso de las cinco de la tarde.

Así, pues, me voy, le entrego el auto a mi cuñado para que lo arregle, me deja en el Instituto y
doy una clase de 2 horas. Las gurisas de lo más bien, les explico los puntos más importantes de lo que
han visto hasta ahora. Después pasamos a la biblioteca para ver qué es lo que hay y lo que les conviene
usar en sus estudios. La verdad, a estas mujeres que están haciendo profesorado de Biología “a
distancia” con mi apoyo como tutor por medio de una plataforma en Internet, este tipo de apoyos les
viene bárbaro. Me despido de todas y me vuelvo a lo de Alsino.

- ¿Falleció?
- No, todavía no. Pero anda muy mal.

Adentro se sentían las protestas del veterano, por no poder respirar.

Almuerzo, me tiro diez minutos y me voy para Rivera. El auto ya está arreglado. Mi mujer, que
me iba a acompañar, va a quedar en Tacuarembó, porque la cosa está tan complicada que dejar a los
chiquitos allí es cosa de locos. Por otra parte, ir con ellos a Rivera para volver a eso de las nueve de la
noche, peor. Invito a varios conocidos, pero todos tienen cosas para hacer. Mi cuñado se ofrece para
acompañarme, pero sólo de pierna, porque en realidad no quiere ir. Le digo que no, que no se haga
problema, que yo levantaré a alguien en la ruta. Y me voy, como gaucho solo en el mundo, asombrado
de que mi mujer me tenga tanta confianza.

No bien salgo a la ruta, veo dos grupos de dedistas. Paso por el de hombres, y me detengo en el
de mujeres. Ahí nomás subo a cinco en el auto: dos que quedarán a la entrada de la 26, a pocos
kilómetros, y tres que me acompañarán hasta Rivera. Pero entonces, cuando enfilo hacia el norte
recuerdo que mi mujer quedó con los documentos del auto. ¡Maldición! A volver, pues. De las cinco,
las dos de Villa Ansina se bajan, pero las otras, que no quieren perder la carona, me acompañan a lo de
los abuelos.

“¡¡¡Chicas!!! A esconderse cuando venga la mujer… ¡Si no le va a hacer problemas al


hombre!” Dice una, acostumbrada a esquivar las aduanas atravesando campos. “No, no. No hay nada
que esconder “dice la otra. Lo cierto es que con las tres bagayeras estaciono nuevamente, me bajo,
encuentro a mi mujer, le digo con cara de pocos amigos “Los documentos”.

- Ayyyyy, papi… me olvidé que los tenía en la cartera!!!!


La miro con ojos de tipo malo, pero… ¿Cómo no estar enamorado de ella?
“Mirá, ya tengo tres mujeres en el auto” – le digo para mandarme la parte -. Y me voy,
satisfecho por el efecto producido no sólo en Raquel, sino que entre toda su familia. Aunque no miro
para atrás, estoy seguro que están vichando por la ventana. Así pues, retomo el camino y llegamos, sin
novedades a Rivera, a eso de las cuatro y veinte de la tarde. Antes de despedirnos combinamos que las
traigo de vuelta a Tacuarembó, con sus bultos de bagayo y todo. Para todos es una ventaja. Para ellas,
porque tienen transporte asegurado. Para mí, porque a la hora que voy a salir, una cosa es levantar
gente conocida, y otra es levantar a quien no se conoce. La alternativa, de tener que manejar otras dos
horas en solitario, con el cansancio que voy a tener encima, es la peor de todas.

En Rivera encuentro a mis dos princesas, les explico varias cosas y por fin, después de
comerme un pancho, enfilo para Tacuarembó. Estoy deseando llegar y poder quedar tranquilo.

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El viaje se realiza sin novedad. En la aduana ven que las mujeres llevan un montón de bultos en el
asiento de atrás (no quise que los pusieran en la valija), y después de un intercambio de gestos mudos
con el aduanero, las dejan pasar. Volvemos conversando, haciendo cuentos de platos voladores y de
fantasmas. Uno de ellos es realmente espeluznante. Dicen que se los contó un camionero, de esos que,
al igual que yo, las levanta en la ruta. El hombre iba a la altura de Peralta, sobre la Ruta 5, en la noche,
cuando le sale al paso, en un lugar muy desolado, una mujer con un chiquito en brazos. El hombre la
ve claramente, frena, pero el impulso le hace recorrer como cincuenta metros. Así que espera a que la
mujer alcance el camión preguntándose qué le habría ocurrido a esa señora para salir así, al
descampado, a esa hora de la noche. Pero hete aquí que la mujer no llega. Entonces el hombre
retrocede poco a poco con el camión, sin divisarla. Baja, alumbra con una linterna, pero la mujer no
está. Extrañado sube nuevamente al camión, arranca y unos pocos metros más adelante nuevamente la
mujer con el niño. Esta vez el hombre para en seco, se baja con la linterna para encontrar que no hay
absolutamente nada. El camionero entonces se da cuenta que hay algo demasiado raro, y lleno de
pánico se monta a toda velocidad, arranca el camión y se va disparando, como alma que lleva el
diablo. No comenta a nadie lo que le ocurrió, porque sabe que se van a reír de él. Pero hete aquí que en
una fonda, poco después, otro camionero le cuenta la misma anécdota, confirmando lo que él había
vivido. Yo contribuyo con varios cuentos propios, de los fantasmas que tenemos en casa. Les hablo del
fantasma de la niña de rojo y el del perro sediento, y así, entre historias de asombros llegamos a
Tacuarembó a eso de las nueve y veinte de la noche. Un viaje lindísimo.

- ¿Falleció?
- Todavía no, pero está horrible….

Nos alojaremos en lo del Tío Wen, un hombre de mi edad, grandote y mecánico. Su mujer
preparó un pollo al horno que está de rechupete. Wen descorcha un Tannat y comemos todos contentos.
Yo, apenas acabada la cena, me voy a la cama. Caigo como un tronco a eso de las once de la noche.
Me había levantado antes que las tres.

A eso de las tres, y como de costumbre, me despierto. Estoy solo en la cama. Raquel no está.
No hace falta ser muy inteligente para entender lo que ocurrió. El viejo falleció poco después que me
acosté, y se fueron todos a velarlo, dejándome al cuidado de los dos más chicos, que duermen en otra
habitación. Así, pues, me pego una charlada con el alma de Alsino y me duermo, contento porque ya
está en paz. Muy temprano se me arrima Alsino a la cama, y se mete bien junto a mí, como hace casi
todos los domingos. Es mi hijo menor, al cual le pusimos el nombre del Tata. Le explico:

- Mirá, m’hijo, el Tata Alsino se murió.


- ¿Y ahora dónde está?
- Ahora está con Dios, en el cielo. Ahora es un ángel.
- ¿Y puede volar?
- Si. Ahora puede volar, y es un ángel que es amigo tuyo. Así que de ahora en adelante, ese
ángel te va a acompañar siempre.

En eso estamos haciéndonos arrumacos cuando aparece Raquel.


- Falleció, nomás….
- No. Todavía no.
- ¿¿Todavía no??
- No, pasó muy mal la noche, pero ahí sigue…
- ¡La mierda!!!!!! ¡Cuánto trabajo da morirse!!!!

Pienso en mi propio problema. Tiene que debe haber formas más sencillas de irse para el otro lado.
¡No puede ser que algo que debería ser fácil se vuelva tan complicado!

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Así, pues, vamos a verlo nuevamente al Tata. Encuentro a todos de vuelta, pero ahora ya no soy
el que vino recién, sino que ya estamos como chanchos entre los chanchos. Todos fuman como unos
murciélagos. El ambiente está cargado de humo. Cuando me ven llegar, y sabiendo lo que tengo en el
pulmón apagan los cigarrillos con aire culpable. Les digo que no se hagan problema, pero no hay caso.
Paso entonces al dormitorio donde está el Tata.

- ¿Cómo anda, veterano?


- Bien – responde con su voz gutural -. ¿Y a vos cómo te fue por Rivera?
- Fenomenal, Tata. Me conseguí tres novias.
- ¿¿Que qué?? (el Tata está medio sordo)
- Que me conseguí tres novias!!!!
- Ah… ja…ja…..ja….Sí….. ya me había enterado…. Vos sí que sos rápido, ¿no?
- Y bueno, Tata, uno hace lo que puede….

Salí nuevamente, y llega mi hija y su compañero. Aprovecho para decirles que quiero hablar
con ellos. Así, pues, nos vamos a la casa que alquiló, y conversamos. Lo que más me interesa, es que
comprenda que yo la respeto, que no quiero que estemos con equívocos. Si están viviendo juntos, están
viviendo juntos. Ella no le debe nada a nadie. Es mayor de edad, tiene su trabajo, se mantiene sola…
mi único interés, es que sea feliz. Les doy algunas ideas sobre puntos que me parecen importantes,
pero me abstengo de hacer recomendaciones. Simplemente menciono alguna experiencia que les puede
abrir los ojos. Jimena, terriblemente golpeada por la vida, tiene muchísimas cosas mucho más claras
que yo cuando tenía su edad. Sabe lo que quiere y cómo lo quiere, con una firmeza que yo no tenía a
los veinticuatro años. Un abrazo entre los tres sella esta especie de bendición paterna para una pareja
que se inicia. Para mí la realidad ha cambiado: ahora tengo otro hogar: el de mi hija.

Vuelvo a lo de los abuelos. Encuentro a mi suegro con los ojos enrojecidos.


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- ¿Falleció?
- No, todavía no. La verdad… parece que está mejorando.

Mi mujer me cuenta: después que me fui el viejo se puso a protestar:

- ¿Y Ustedes qué están haciendo, todos aquí? ¡Váyanse a trabajar! ¿No se dan cuenta que están
perdiendo el tiempo? ¿Qué es lo que se creen? ¿Qué me voy a morir?
- No, Tata, pero es que…
- Yo no pienso morirme todavía! Lo que pasa es que a mí me están matando de hambre!!!!
- ¿El qué, Tata??
- Que hace tiempo que no me dan nada para comer!!!! ¿Cómo voy a tener fuerza para respirar
si no me dan nada de comer?
- ¿Y qué querría comer, Tata?
- Y una polentita medio gorda no estaría mal. Pero… mi vieja hace años ya que no me cocina!!!
(la pobre Mama Clarinda, escucha resignada. Alsino fue toda la vida un viejo protestón, al cual ella ha
estado cuidando desde que tiene catorce años – llevan 69 años de casados - , haciéndole sus comidas
preferidas y soportando su mal humor)

- ¿Una polenta quiere, Tata?


- Y sí!!! Una polenta con algo de carne me gustaría comer, pero nadie me da nada. Y si no
como, ¿cómo me voy a recuperar?

Pues le hicieron la polenta al veterano, se la comió, pidió unos mates y al rato nomás andaba
levantado, armando un cigarrito “p’a no perder el vicio”.

Nos volvimos a Salto entre sierras encantadas. Atrás quedó el Tata Alsino y su polentita, de
esas que no le daban más.

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