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BON-BON

EDGAR ALLAN POE

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Librodot Bon-Bon Edgar Allan Poe 2

Quand un bon vin meuble mon estomac


Je suis plus savant que Balzac,
Plus sage que Pibrac;
Mon bras seul faisant l'attaque
De la nation Cossaque,
La mettroit au sac;
De Charon je passerois le lac
En dormant dans son bac;
J'irois au fier Eac,
Sans que mon Coeur fit tic ni tac,
Présenter du tabac1.
(Vodevil francés)

Que Pierre Bon-Bon era un restaurateur de talento poco común, nadie que durante el
reinado de... frecuentara el pequeño café en el cul-de-sac Le Febre, en Rouen, se animará -
supongo- a discutirlo. Que Pierre Bon-Bon era, en un grado equivalente, versado en la
filosofía de ese período resulta -presumo- más indiscutible todavía. Sus pâtés a la fois eran sin
duda inmaculados; pero, ¿qué pluma puede hacer justicia a sus ensayos sur la Nature, a sus
pensamientos sur l'Ame, a sus observaciones sur l'Esprit? Si sus omelettes, si sus fricandeaux
eran inestimables, ¿qué littérateur de esos días no hubiera dado el doble por una "Idée de
Bon-Bon" que por toda la hojarasca de "Idées" de todo el resto de los savants? Bon-Bon había
hurgado en bibliotecas en las que nadie más había hurgado, había leído más de lo que nadie
sospechara que se podía leer, había entendido más de lo que cualquier otro hubiera imaginado
posible entender. Y aunque en su época no faltaban algunos autores en Rouen para los cuales
"su dicta no mostraba ni la pureza de la Academia ni la profundidad del Liceo", o aunque -
nótese bien- sus doctrinas eran en general muy poco comprendidas, no se desprende de ello
que fueran difíciles de comprender. Creo que su propia evidencia llevaba a muchas personas a
considerarlas abstrusas. El mismo Kant -y no llevemos esto más lejos- le debe su metafísica
principalmente a Bon-Bon. Este no era por cierto platónico ni, estrictamente hablando,
aristotélico, ni desperdició, como el moderno Leibnitz, las preciosas horas que podían
emplearse en la invención de una fricassé o el simple análisis de una sensación, en vanos
intentos de reconciliar las obstinadas aguas y aceites de la discusión ética. De ninguna ma-
nera. Bon-Bon era jónico... E igualmente era itálico. Razonaba a priori... Razonaba a
posteriori. Sus ideas eran instintivas... o no. Creía en George de Trebizond... y creía en
Bossarion. Bon-Bon era, categóricamente, bonbónico.

He hablado del filósofo en su calidad de restaurateur. No quisiera, sin embargo, que


ninguno de mis amigos piense que nuestro héroe, al cumplir sus deberes hereditarios en esa

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Cuando un buen vino amuebla mi estómago
Soy más sabio que Balzac,
Más juicioso que Pibrac,
Mi brazo atacando solo
La nación cosaca
La saquearía
De Charon el lago pasaría En su barca dormiría
Iría al orgulloso Eac,
Sin que mi corazón hiciera tic ni taco
A presentar tabaco.
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profesión, les restaba a éstos dignidad e importancia. Lejos de ello. Era imposible determinar
qué rama de su trabajo le inspiraba más orgullo. En su opinión, los poderes del intelecto
tenían una íntima conexión con las facultades del estómago. No creo, en realidad, que
discrepara mucho con los chinos, para quienes el alma se aloja en el abdomen. En todo caso,
pensaba él, tenían razón los griegos, que usaban la misma palabra para la mente y el
diafragma. No quiero insinuar con esto una acusación de glotonería ni ningún otro cargo
grave en perjuicio del metafísico. Si Pierre Bon-Bon tenía sus debilidades -¿y qué gran
hombre no tiene miles?-, si tenía sus debilidades, digo, eran debilidades de muy poca
importancia; faltas que, en otros temperamentos, suelen considerarse a la luz de las virtudes.
Una de esas debilidades no merecería siquiera mención en esta historia, si no fuera por la
notable prominencia, el extremo alto relieve con que se destaca en el plano general de su
personalidad: jamás pasaba por alto una oportunidad de regatear.
No es que fuera avaro, no. No era en modo alguno necesario, para la satisfacción del
filósofo, que el regateo le fuese favorable con tal que se llegara a un trato. Un trato de
cualquier clase, en cualquier término y en cualquier circunstancia. Una sonrisa triunfante le
iluminaría el rostro durante días, y un guiño astuto en sus ojos daría pruebas de su sagacidad.
Un humor tan peculiar como el que acabo de describir llamaría la atención en cualquier
época, sin que ello tuviera nada de extraordinario. Y habría sido en realidad sorprendente si
esa peculiaridad no hubiera atraído la atención en la época de nuestro relato. Pronto se
advirtió que, en esas ocasiones, la sonrisa de Bon-Bon era muy diferente de la sonrisa franca
con que festejaba sus propios chistes o recibía a un conocido. Corrieron rumores de carácter
emocionante; se contaron historias acerca de tratos peligrosos pactados deprisa y lamentados
a la hora del sosiego; y se habló de facultades extrañas, anhelos ambiguos e inclinaciones no
naturales, implantados por el autor de todo mal para sus propios y astutos fines.
El filósofo tenía otras debilidades, pero apenas merecen nuestro análisis detallado. Por
ejemplo, son pocos los hombres de extraordinaria profundidad que no tengan inclinación por
la bebida. Si dicha inclinación es la causa o, por el contrario, la prueba válida de esa
profundidad, es algo difícil de precisar. Hasta donde sé, Bon-Bon no creía que la cuestión jus-
tificara una investigación minuciosa; y yo tampoco. Pero no debe suponerse que, al ceder a
una propensión tan auténticamente clásica, el restaurateur perdía de vista esa discriminación
intuitiva que solía caracterizar, a la vez y por igual, sus essais y sus omelettes. En sus
reclusiones, el vino de Bourgogne tenía su hora, y había asimismo momentos para el Cote du
Rhone. Para él, el Sauterne era al Medoc lo que Catulo a Romero. Jugaba con un silogismo
sorbiendo un St. Peray, pero desentrañaba un razonamiento con un Clos de Vougéot, y
desbarataba una teoría en un torrente de Chambertin. Bueno hubiera sido que ese mismo
sentido agudo de lo apropiado lo hubiese acompañado en la frívola tendencia a que aludí, pero
no fue el caso. De hecho, esa característica del filosófico Bon-Bon empezó a adquirir con el
tiempo una extraña intensidad y misticismo, y parecía profundamente teñida de la diablerie de
sus estudios germánicos favoritos.
Entrar en el pequeño café en el cul-de-sac Le Febre era, en la época de nuestro relato,
entrar en el sanctum de un hombre de genio. Bon-Bon era un hombre de genio. No había en
Rouen un sous-cuisinier que no dijera que Bon-Bon era un hombre de genio. Hasta su gata lo
sabía, y evitaba acicalarse la cola en presencia del hombre de genio. Su gran perro de aguas
también lo reconocía y, cuando su amo se acercaba, revelaba la conciencia de su propia
inferioridad portándose beatíficamente, bajando las orejas y dejando caer la mandíbula
inferior en un proceder nada indigno de un perro. Es verdad, sin embargo, que una buena
parte de ese respeto habitual podía atribuirse a la apariencia del metafísico. Un aspecto
distinguido, debo decir, impactará incluso a una bestia, y admitiré que en la envoltura carnal
del restaurateur había mucho que podía impresionar la imaginación del cuadrúpedo. Hay una
peculiar majestad en la atmósfera de los pequeños grandes -si se me permite una expresión tan
equívoca- que la mera corpulencia física no podría crear por sí misma. Aunque Bon-Bon
medía apenas tres pies de alto y su cabeza era diminutamente pequeña, era imposible
contemplar la rotundidad de su estómago sin sentir una magnificencia que rozaba lo sublime:
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en su tamaño, tanto los perros como los hombres debían de ver un símbolo de sus logros; en
su inmensidad, un espacio para alojar su alma inmortal.
Podría aquí, si quisiera, extenderme en el tema de la vestimenta y otros detalles
exteriores del metafísico. Podría señalar que nuestro héroe usaba el cabello corto, suavemente
combado sobre su frente y coronado por un gorro blanco de franela, cónico y con borlas; que
su chaqueta verde no seguía la moda imperante entre el común de los restaurateurs; que sus
mangas eran un poco más amplias que las permitidas por la convención; que el doblez de los
puños no estaba hecho, como era habitual en aquel período bárbaro, con tela de la misma
clase y color que la prenda, sino que estaban forrados, más imaginativamente, en terciopelo
multicolor de Génova; que sus pantuflas eran de un púrpura brillante, curiosamente
filigranadas, y que podían parecer japonesas, salvo por la exquisita terminación en punta y los
tintes brillantes de la costura y el bordado; que sus calzas eran de ese material amarillo
parecido al satén, llamado aimable; que su capa celeste, parecida a una bata y ricamente
adornada con dibujos carmesíes, flotaba caballerescamente sobre sus hombros como la niebla
de la mañana; y que su tout ensemble dio lugar a la notable observación de Benvenuta, la
Improvisatrice de Florencia: "que era difícil decir si Pierre Bon-Bon era un ave del paraíso o,
más bien, un paraíso de perfección". Podría, digo, explayarme sobre todos estos puntos si
quisiera, pero me abstengo; los detalles meramente personales pueden ser dejados a los
novelistas históricos: están por debajo de la dignidad moral de los hechos.
He dicho que "entrar en el café en el cul-de-sac Le Febre era entrar en el sanctum de un
hombre de genio", pero sólo un hombre de genio podía estimar debidamente los méritos del
sanctum. Un gran cartel pintado, con forma de libro, colgaba a la entrada. Una cara del
volumen mostraba una botella; la otra, un pâté. En el lomo se leía en letras grandes: CEuvres
de Bon-Bon. Así quedaban delicadamente insinuadas las dos ocupaciones del propietario.
Al traspasar el umbral se presentaba a la vista todo el interior del local. En realidad,
todo lo que ofrecía el café era un largo salón de techo bajo, de construcción antigua. En un
rincón del lugar se hallaba la cama del metafísico. Un arreglo de cortinas con un dosel a la
Grecque le daba un aire a la vez clásico y confortable. En el rincón diagonalmente opuesto
aparecían, en familiar comunión, los elementos de la cocina y la bibliothéque. Un plato de
polémicas descansaba pacíficamente en el aparador. Aquí, una hornada de las últimas éticas...
allá, una pava de mélanges en duodécimo. Los tratados alemanes de moral eran carne y uña
con la parrilla; podía verse un trinchante al lado de Eusebius; Platón se reclinaba a sus anchas
en la sartén, y manuscritos contemporáneos se apilaban en la asadera.
En otros aspectos, podría decirse que el Café de Bon-Bon no era muy distinto de los
restaurants normales de la época. Un gran hogar bostezaba enfrente de la puerta. A la derecha
de éste, una alacena abierta exhibía una formidable colección de botellas etiquetadas.
Fue allí una vez, alrededor de la medianoche, en el duro invierno de..., donde Pierre
Bon-Bon, después de escuchar durante un rato los comentarios de sus vecinos acerca de su
singular propensión, que Pierre Bon-Bon -repito echó a todos de su casa, cerró la puerta
con un juramento y fue a instalarse, no de muy buen humor, en un confortable sillón de cuero,
delante de un buen fuego.
Era una de esas noches terribles que sólo se ven una o dos veces en un siglo. Nevaba
con furia y la casa temblaba hasta los cimientos con las ráfagas de viento que, filtrándose por
las grietas de la pared y bajando impetuosamente por la chimenea, agitaban con violencia las
cortinas de la cama del filósofo y alteraban el orden de sus fuentes de pâté y sus papeles.
Expuesto a la furia de la tempestad, el gran cartel colgante crujía ominosamente, y sus
puntales de roble macizo emitían un sonido lastimero.

No fue de buen humor, repito, que el metafísico acomodó su asiento en el lugar habitual
junto al fuego. Durante el día habían ocurrido varias cosas de naturaleza desconcertante que
perturbaron la serenidad de sus meditaciones. Al preparar unos oeufs a la Princesse le había
salido, lamentablemente, una omelette a la Reine; un guiso que se volcó malogró el des-
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cubrimiento de un principio ético, y por último, aunque no lo de menos importancia, se había


visto frustrado en uno de esos admirables regateos que siempre le encantaba llevar a feliz
término. Pero, a la irritación surgida en su espíritu ante esas inexplicables vicisitudes, no le
faltaba un poco de esa nerviosa ansiedad que la furia de una noche tempestuosa puede
producir con tanta facilidad. Silbándole a su vecino más inmediato, el gran perro negro de
aguas del que hablamos antes, y acomodándose inquieto en su sillón, no pudo evitar echar una
mirada cauta e intranquila hacia los rincones del salón cuyas sombras implacables ni siquiera
la intensa luz roja del fuego alcanzaba a disipar por completo. Después de concluir un
escrutinio cuyo propósito exacto era quizás incomprensible para él mismo, acercó a su asiento
una pequeña mesa llena de libros y papeles, y pronto quedó absorto en la tarea de retocar un
voluminoso manuscrito que pensaba publicar a la brevedad.
Llevaba así ocupado unos minutos, cuando una voz plañidera murmuró de repente en el
lugar:
-No tengo ningún apuro, Monsieur Bon-Bon.
-¡Al Diablo! -exclamó nuestro héroe, incorporándose de un salto, derribando la mesa y
mirando perplejo alrededor.
- Muy cierto -replicó la voz tranquilamente.
-¡Muy cierto! ¿Qué es muy cierto? ¿Cómo entró aquí? -vociferó el metafísico, posando
la mirada en algo que estaba tendido a sus anchas sobre la cama.
-Le decía -prosiguió el intruso, sin hacer caso a las preguntas-que no estoy en absoluto
apurado por la hora, que el asunto por el que me tomo la libertad de venir no es urgente; en
pocas palabras, que puedo perfectamente esperar hasta que haya terminado su Exposición.
-¡Mi Exposición! Pero... ¿cómo sabe usted..., cómo llegó usted a saber que estaba
escribiendo una Exposición? ¡Santo Dios!
-¡Shh...! -contestó la figura y, levantándose rápidamente de la cama, avanzó un paso
hacia nuestro héroe mientras una lámpara de hierro que colgaba sobre él se balanceó
convulsivamente evitando su cercanía.
El asombro del filósofo no le impidió efectuar un minucioso examen de la vestimenta y
apariencia del desconocido. Un raído traje negro, ceñido al cuerpo y de un corte muy propio
del siglo anterior, permitía apreciar claramente su figura, sumamente delgada, pero muy por
encima de la estatura común. Era evidente que esa ropa había sido hecha para una persona
mucho más baja que su actual poseedor, cuyos tobillos y muñecas quedaban varias pulgadas
al desnudo. En sus zapatos, sin embargo, un par de hebillas muy brillantes contradecían la
extrema pobreza que traslucía el resto del atuendo.
Llevaba la cabeza descubierta2 y era completamente calvo, salvo por una queue de
considerable longitud que le nacía de la nuca. Un par de anteojos verdes, con cristales
laterales, protegían sus ojos de la luz y, al mismo tiempo, le impedían a nuestro héroe
determinar su color y conformación. No se le veía camisa por ningún lado, pero llevaba
anudada con sumo cuidado una corbata blanca, de aspecto sucio, cuyas puntas colgaban
solemnemente dando la idea (aunque me atrevo a decir que sin intención) de un eclesiástico.
Por cierto, muchos otros detalles, tanto en su apariencia como en sus maneras, podrían haber
sustentado muy bien una impresión de esa naturaleza. En la oreja izquierda llevaba, al modo
de un oficinista moderno, un instrumento que semejaba el stylus de los antiguos. En el bolsillo
superior del saco asomaba conspicuamente un pequeño libro negro asegurado con broches de
acero. Ese libro, accidentalmente o no, sobresalía de modo tal que dejaba ver las palabras
Rituel Catholique en letras blancas sobre el lomo. Toda su fisonomía era atractivamente
saturnina, cadavéricamente pálida incluso. La frente era alta, profundamente marcada por las
arrugas de la contemplación. Las comisuras de la boca se recortaban hacia abajo
imprimiéndole una expresión de la más sumisa humildad. Tenía además una forma de juntar
las manos mientras se acercaba a nuestro héroe, un modo de suspirar y un aspecto general de

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His head was bare, en el original. En un aparente descuido, un poco más adelante el autor le asigna al
personaje un sombrero. [N. del T.]
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una santidad tan absoluta que no podía ser sino forzosamente simpático. Una vez finalizada su
inspección del visitante, toda sombra de ira se disipó en el rostro del metafísico; le estrechó
entonces la mano cordialmente y lo invitó a tomar asiento.
Pero sería un error radical atribuir este instantáneo cambio de humor en el filósofo a
cualquiera de esas razones que, como naturalmente se supondría, podrían haber influido en él.
Hasta donde he llegado a entender su carácter, Pierre Bon-Bon era sin duda, de todos los
hombres, el menos propenso a dejarse llevar por ninguna clase de apariencia externa. Era im-
posible que un observador tan agudo de hombres y de cosas no advirtiera, en el acto, el
verdadero carácter del personaje que había sacado provecho de su hospitalidad. Por no decir
más, la conformación de los pies del visitante era bastante llamativa, llevaba puesto a la ligera
un sombrero inusitadamente alto, se notaba un trémulo ondular en la parte posterior de sus
calzas, y la vibración del faldón de su chaqueta era un hecho palpable. Júzguese, entonces,
con qué satisfacción nuestro héroe se encontró de repente en compañía de un personaje por el
que tuvo siempre el más incondicional de los respetos. No obstante, era demasiado
diplomático como para dejarle ver la menor señal de sus sospechas respecto de la verdad. No
era su intención mostrarse consciente del gran honor que tan inesperadamente disfrutaba, sino
entablar una conversación con su huésped y elucidar algunas importantes ideas éticas que,
incluidas en el trabajo que pensaba publicar, podrían esclarecer a la raza humana y, al mismo
tiempo, inmortalizar al autor; ideas que, cabe agregar, la edad de su visitante y su conocido
dominio de la ciencia moral le permitirían seguramente abordar sin problemas.
Movido por estas miras elevadas, nuestro héroe invitó al caballero a sentarse mientras
agregaba algunos leños al fuego y colocaba sobre la mesa, devuelta a su posición natural,
algunas botellas de Mousseux. Terminadas rápidamente estas operaciones, puso su sillón vis-
a-vis del de su compañero y esperó a que éste iniciara la conversación. Pero aún los planes
mejor concebidos suelen desbaratarse en la práctica, y el restaurateur se vio completamente
desconcertado por las primeras palabras de su visitante.
-Veo que me conoce, Bon-Bon -le dijo-. ¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Ji, ji, ji! ¡Jo, jo, jo! ¡Ju,
ju, ju!
Dejando de lado la santidad de su aspecto, el Diablo abrió la boca al máximo, de oreja a
oreja, mostrando un conjunto de dientes desparejos, semejantes a colmillos y, echando hacia
atrás la cabeza, rió larga, sonora, perversa y ruidosamente, mientras el perro negro,
agazapado, le hacía coro con entusiasmo y la gata atigrada, huyendo de golpe, se erizaba y
chillaba desde el rincón más alejado de la habitación.
No así el filósofo; era un hombre de mundo muy aplomado para reír como el perro o
revelar con chillidos la indecorosa alarma de la gata. Hay que confesar que sintió un poco de
estupefacción al ver que las letras blancas que formaban las palabras Rituel Catholique, en el
libro de su huésped, cambiaban súbitamente de color y de significado y que, en pocos segun-
dos, en lugar del título original, brillaban en caracteres rojos las palabras Régistre des
Condamnés. Este hecho sorprendente dio a la respuesta de Bon-Bon un tono de embarazo
que, en otras circunstancias, probablemente no habría tenido.
-¡Vaya, señor! -dijo el filósofo-. ¡Vaya, señor! Para ser sincero... creo que usted es..., le
doy mi palabra..., el d..., es decir, creo..., supongo..., tengo una vaga..., una muy vaga idea...
del notable honor...
-¡Oh... ah! i Sí, muy bien! -lo interrumpió Su Majestad-. No diga más, ya entiendo.
Y, quitándose los anteojos verdes, limpió los cristales con la manga de la chaqueta y se
los guardó en el bolsillo.
Si el incidente del libro había asombrado a Bon-Bon, el espectáculo que ahora se
presentaba ante él aumentó ese asombro de manera considerable. Al levantar la mirada con
una gran curiosidad por saber qué color de ojos tenía su huésped, vio que no eran en absoluto
negros, como esperaba, ni grises, como podría haber imaginado, ni castaños, ni azules, ni
amarillos o rojos, ni púrpuras, ni blancos, ni verdes, ni de ningún otro color que existiese en
los cielos o en la tierra, o en las aguas bajo la tierra. Para abreviar, Pierre Bon-Bon no sólo vio
claramente que Su Majestad no tenía ojos, sino que tampoco advirtió señales de que los
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hubiera tenido alguna vez, pues el espacio donde naturalmente deberían hallarse era tan sólo -
me veo obligado a decirlo- un plano liso de carne.
No estaba en la naturaleza del metafísico abstenerse de hacer alguna pregunta sobre la
causa de tan extraño fenómeno, y la respuesta de Su Majestad fue inmediata, digna y
satisfactoria.
- ¡Ojos! ¡Mi querido Bon-Bon...! ¿Ojos, dijo? ¡Oh, ah! ¡Ya entiendo! ¿Las ridículas
imágenes que circulan le han dado una idea falsa de mi apariencia? ¡Ojos, por supuesto! Los
ojos, Pierre Bon-Bon, están muy bien en su lugar adecuado..., y ese lugar, diría usted, ¿es la
cabeza? Correcto, la cabeza de un gusano. Para usted, además, esas ópticas son indispen-
sables. Pero le demostraré que mi visión es más aguda que la suya. Veo que hay una gata en el
rincón..., una linda gata..., mírela..., obsérvela bien. Ahora, Bon-Bon, ¿ve usted los
pensamientos..., los pensamientos, digo..., las ideas..., las reflexiones que se están generando
en su pericráneo? ¡Ahí tiene, usted no los ve! En este instante piensa que admiramos el largo
de su cola y la hondura de su mente. Acaba de concluir que yo soy el más distinguido de los
eclesiásticos y que usted es el más superficial de los metafísicos. Como verá, no soy nada
ciego; pero para alguien de mi profesión, los ojos de los que usted habla serían solamente un
estorbo, expuestos a ser arrancados en cualquier momento por un tenedor o una horquilla.
Admito que para usted esos elementos ópticos son indispensables. Esfuércese, Bon-Bon, por
usarlos bien; mi visión se ocupa del alma.
Tras esto, el visitante se sirvió del vino que estaba en la mesa y, llenando una copa para
Bon-Bon, le pidió que lo bebiera sin escrúpulos y se sintiera como en su casa.
-Un libro brillante el suyo, Pierre -continuó Su Majestad, palmeándole con aire
conocedor el hombro a nuestro amigo cuando éste dejó su vaso, después de complacer
puntillosamente el requerimiento del visitante-, un libro brillante, palabra de honor. Un
trabajo de los que me gustan. Creo, sin embargo, que su tratamiento del asunto podría
mejorarse; muchas de sus ideas me recuerdan a Aristóteles. Ese filósofo fue uno de mis
conocidos más íntimos. Me caía bien, tanto por su terrible malhumor como por el don que
tenía para equivocarse. Hay una sola verdad indiscutible en todo lo que escribió, y porque yo
se la sugerí, por pura compasión, al verlo tan absurdo. Supongo, Pierre Bon-Bon, que sabe
muy bien a qué divina verdad moral me estoy refiriendo...
-No puedo decir que...
-¡Vaya! Pues, yo fui quien le dijo a Aristóteles que, al estornudar, el hombre expele las
ideas superfluas por la nariz.
-Lo que es... ¡hic!... indudablemente cierto dijo el metafísico mientras se servía otra
copa de Mousseux y le ofrecía su caja de rapé al visitante.
-También estaba Platón -continuó Su Majestad, declinando modestamente el rapé y el
cumplido que implicaba-. También estaba Platón, por quien, en un momento, sentí todo el
afecto de un amigo. ¿Conoce usted a Platón, Bon-Bon? ¡Ah, por supuesto..., le pido mil
perdones! Me lo encontré una vez en Atenas, en el Partenón, y me dijo que necesitaba an-
gustiosamente una idea. Le sugerí escribir que . Me dijo que lo haría y
se marchó a su casa, en tanto yo me encaminé hacia las pirámides. Pero me remordía la
conciencia por haber expresado una verdad, aunque fuera para ayudar a un amigo, y,
volviendo a Atenas a toda prisa, me acerqué por detrás a la silla del filósofo, que estaba
escribiendo . Aplicándole a la lambda un golpecito con el dedo, la di vuelta. De
modo que la frase dice ahora , y es, como usted sabe, la doctrina
fundamental de su metafísica.
-¿Ha estado usted en Roma? -preguntó el restaurateur mientras terminaba la segunda
botella de Mousseux y extraía de la alacena una generosa provisión de Chambertin.
-Sólo una vez, monsieur Bon-Bon, sólo una vez. En un tiempo -dijo el Diablo, como si
estuviera recitando el pasaje de algún libro-hubo allí una anarquía que duró cinco años,
durante los cuales la república, privada de todos sus funcionarios, no tenía otros magistrados
que los tribunos del pueblo, quienes no estaban legalmente investidos de ningún poder
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ejecutivo... En ese momento, monsieur Bon-Bon, sólo en ese momento estuve en Roma, y no
tengo, por lo tanto, relación terrena alguna con nada de su filosofía3.
-¿Qué piensa usted de... qué piensa de... ¡hic!... Epicuro?
-¿Qué pienso de quién? -respondió el Diablo sorprendido-. ¡Supongo que no pretenderá
encontrar ningún error en Epicuro! i Qué pienso de Epicuro! ¿Está usted hablando de mí? ¡Yo
soy Epicuro! Yo soy el mismo filósofo que escribió cada uno de los trescientos tratados
elogiados por Diógenes Laercio.
-¡Eso es mentira! -dijo el metafísico, pues el vino se le había subido un poco a la
cabeza.
-¡Muy bien! i Muy bien, señor mío! i Realmente muy bien! -dijo Su Majestad,
sumamente halagado, al parecer.
-¡Es mentira! -repitió el restaurateur dogmáticamente-. ¡Es... ¡hic!... mentira!
-¡Bien, bien, como usted diga! -respondió el Diablo pacíficamente, y Bon-Bon, al
derrotar a Su Majestad en esa disputa, consideró su deber acabar con una segunda botella de
Chambertin.
-Le decía -prosiguió el visitante-, como le señalé hace un momento, que hay algunas
ideas demasiado outrées en ese libro suyo, monsieur Bon-Bon. ¿Qué quiere usted decir, por
ejemplo, con toda esa patraña del alma? Se lo ruego, señor, ¿qué es el alma?
-El... ¡hic!... alma -contestó el metafísico, remitiéndose a su manuscrito- es sin duda...
-¡No, señor!
-Indudablemente...
-¡No, señor!
- Indiscutiblemente...
-¡No, señor!
- Evidentemente...
-¡No, señor!
-Incontrovertiblemente...
-¡No, señor!
-¡Hic!...
-¡No, señor!
- Y fuera de toda duda, el...
-¡No, señor, el alma no es tal cosa! (Aquí el filósofo, echando chispas, aprovechó para
terminar, en el acto, la tercera botella de Chambertin).
-Entonces... ¡hic!... le ruego me diga..., señor, ¿qué... qué es?
- Eso no viene al caso, monsieur Bon-Bon -contestó Su Majestad, pensativo-. He
probado..., es decir, he conocido algunas almas muy malas, y algunas otras bastante buenas.
Al decir esto se relamió los labios y apoyó inconscientemente la mano en el libro que
tenía en el bolsillo, tras lo cual tuvo un violento ataque de estornudos.
Por fin, continuó:
-Estaba el alma de Cratino... pasable; la de Aristófanes... picante; la de Platón...
exquisita; no su Platón, sino Platón el poeta cómico; su Platón le habría revuelto el estómago
a Cerbero... ¡puaj! Luego, déjeme ver... estaban Nevius, Andrónico, Plauto y Terencio.
Después, Lucilio, Catulo, Naso y Quinto Flaco... ¡querido Quinti! Como lo llamé cuando me
cantó una seculare para entretenerme, mientras yo lo tostaba, de muy buen humor, en una
horqueta. Pero a los romanos les falta sabor. Un griego gordo vale por una docena de ellos y,
además, se conserva, lo que no puede decirse de un Quirite. Probemos su Sauterne.
Bon-Bon, a esa altura, había optado por el nil admirari, y procedió con esfuerzo a bajar
las botellas en cuestión. Podía oír, sin embargo, un extraño sonido en la habitación, como el
meneo de una cola. Pero no se dio por enterado de esa conducta, tan impropia de Su Majestad;

3
"Ils écrivaient sur la Philosophie (Cicero, Lucretius, Seneca) mais c'était la Philosophie Grecque" (Condorcet):
Escribían sobre filosofía (Cicerón, Lucrecio, Séneca) pero era la filosofía griega. Condorcet.
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simplemente pateó al perro, ordenándole que se quedara quieto. El visitante continuó:


-Encontré que Horacio tenía un sabor muy parecido al de Aristóteles; y usted ya sabe,
me gusta la variedad. No hubiese podido diferenciar a Terencio de Menandro. Naso, para mi
sorpresa, era Nicandro disfrazado. Virgilio tenía un fuerte dejo de Teócrito. Marcial me hizo
recordar mucho a Arquíloco, y Tito Livio era Polibio en persona.
-iHic! -replicó Bon-Bon, y Su Majestad retomó la palabra.
-Pero si tengo un penchant, monsieur Bon-Bon, si tengo un penchant, es por los
filósofos. Permítame decirle, señor, que no todos los diab..., quiero decir, no todos los
caballeros saben cómo elegir un filósofo. Los altos no son buenos; y los mejores, si no están
bien descascarados, suelen ser un poco rancios, por la hiel.
-i Descascarados!
-Sin el cuerpo, quiero decir.
- ¿Qué le parecería... ihic!... un médico?
-¡Ni los mencione! ¡Puaj! -Su Majestad eructó violentamente-. Sólo probé uno... ¡Ese
canalla de Hipócrates!... ¡Olía a asafétida! ¡Uff! Me pesqué un resfrío espantoso al lavarlo en
la Estigia, y a pesar de eso me produjo cólera.
-¡El muy miserable...hic! -exclamó Bon-Bon-. ¡Ese aborto de pastillero... hic!
Y el filósofo dejó caer una lágrima.
-Después de todo -continuó el visitante-, si un diab..., si un caballero quiere vivir, debe
tener suficiente ingenio; entre nosotros, una cara rechoncha es muestra de diplomacia.
-¿Cómo es eso?
-Bueno, a veces estamos muy escasos de provisiones. Usted sabrá que, en un clima tan
sofocante como el nuestro, a menudo es imposible mantener vivo a un espíritu por más de dos
o tres horas; y, una vez muerto, si no lo adobamos de inmediato (y un espíritu adobado no es
bueno), comenzará a... oler..., usted entiende, ¿no es así? Siempre hay que cuidarse de la
putrefacción cuando nos envían las almas del modo habitual.
-¡Hic... hic! ¡Santo Dios! ¿Cómo se las arreglan?
En ese momento, la lámpara de hierro empezó a balancearse con redoblada violencia y
el Diablo dio un respingo en su asiento; pero luego, con un ligero suspiro, recobró la
compostura, diciéndole en voz baja a nuestro héroe:
-¿Sabe, Pierre Bon-Bon? Mejor no echemos más juramentos. El anfitrión apuró otro
trago, denotando su plena comprensión y aceptación, y el visitante continuó:
-Bueno, hay diversas maneras de arreglarse. La mayoría de nosotros pasa hambre;
algunos se conforman con la conserva adobada; personalmente, yo adquiero mis espíritus
vivent corpore, pues encuentro que así se conservan muy bien.
-¡Pero el cuerpo... hic... el cuerpo!
-El cuerpo, el cuerpo... ¿Qué hay con el cuerpo? ¡Oh, ya veo! Bien, señor mío, el
cuerpo no se ve afectado en absoluto por la transacción. He efectuado incontables
adquisiciones de esa clase en mis tiempos, y los interesados jamás sufrieron inconveniente
alguno. Puedo nombrarle a Caín y Nimrod, Nerón, Calígula, Dioniso, Pisístrato y... y otros
mil, que en la última parte de sus vidas ignoraron por completo lo que era tener un alma; no
obstante, señor, esos hombres adornaban la sociedad. ¿No tenemos ahora a A..., a quien usted
conoce tan bien como yo? ¿No está él en posesión de todas sus facultades, físicas y mentales?
¿Quién escribe epigramas más agudos? ¿Quién razona con más ingenio? ¿Quién...? i Pero, es-
pere! Tengo su contrato en el bolsillo.
Diciendo esto, sacó una cartera de cuero rojo y extrajo de ella una serie de papeles,
entre los cuales Bon-Bon alcanzó a ver escrito "Maquiav... ", "Maza...", "Robesp...", y los
nombres de "Caligula", "George", y "Elizabeth". Su Majestad eligió un pergamino angosto y
leyó en voz alta lo siguiente:
"A cambio de ciertos dones mentales que no hace falta especificar, y a cambio, además,
de mil luises de oro, yo, de un año y un mes de edad, cedo por la presente al portador de este
acuerdo todos mis derechos, títulos y privilegios sobre el espectro llamado `mi alma'.

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Librodot Bon-Bon Edgar Allan Poe 10

Firmado: A...4." (Aquí Su Majestad dijo un nombre que no me siento autorizado a indicar de
manera más inequívoca.)
-Un sujeto talentoso -continuó diciendo-, pero, corno usted, monsieur Bon-Bon, se
equivocaba acerca del alma. i El alma un espectro! ¡Claro! ¡El alma un espectro! ¡Ja, ja, ja!
¡Je, je, je! ¡Ju, ju, ju! ¡Imagínese un espectro fricaseado!
-¡Imagínese... hic... un espectro fricaseado! -exclamó nuestro héroe, iluminadas aún
más sus facultades por la profundidad del discurso de Su Majestad-. ¡Imagínese... hic... un
espectro fricaseado! ¡Vaya... hic... pff! ¡Ojalá yo hubiera sido tan... hic... simplón! ¡Mi alma,
señor... pff...!
-¿Su alma, monsieur Bon-Bon?
- Sí, señor... ¡hic!... mi alma no es...
-¿Qué, señor?
-¡Ningún espectro, maldita sea!
-Usted quiere decir...
-Sí, señor, mi alma es... ¡hic!... ¡pff! ¡Sí, señor!
-No irá usted a sostener...
-Mi alma reúne... ¡hic!... todas las condiciones... ¡hic!... para un...
-¡Qué, señor?
- Guiso.
-¡Ja!
-Soufflée.
-¡Vaya!
-Fricassée.
-¡No me diga!
-Ragout y fricandeau... y, vea, mi buen amigo, se la dejaré a usted por... ¡hic!... una
bagatela -dijo el filósofo, y le palmeó la espalda a Su Majestad.
- Ni pensar en tal cosa -dijo este último en tono calmo, levantándose de su asiento.
Bon-Bon se quedó mirándolo.
-Estoy bien provisto por el momento -agregó Su Majestad.
-¡Hic! ¿Eh...? -dijo el filósofo.
- Y no tengo fondos a mano.
-¿Qué?
- Además, no estaría bien de mi parte...
-¡Señor!
- ... aprovecharme de...
-¡Hic!
- ... su vergonzoso estado, indigno de un caballero.
Entonces el visitante saludó y se fue -no se sabe exactamente de qué modo-. Pero en un
deliberado intento de arrojarle una botella al "villano", la delgada cadena que pendía del techo
se cortó, y el metafísico quedó tendido debajo de la lámpara.

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¿Arouet, quizás?

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