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Las masas no razonan, que admiten o rechazan las ideas en bloque, que no soportan
discusión ni contradicción y que las sugestiones que actúan sobre ellas invaden por
completo el campo de su entendimiento y tienden a transformarse de inmediato en actos.
Hemos mostrado que las masas, convenientemente sugestionadas, están prestas a
sacrificarse por el ideal que se les sugiera. Hemos visto, por último, que no conocen más
que sentimientos violentos Y extremos. En ellas, la simpatía se convierte muy pronto en
adoración y la antipatía, apenas nacida, se transforma en odio. Estas indicaciones
generales permiten presentir ya la naturaleza de sus convicciones.
Examinando de cerca las convicciones de las masas, tanto en las épocas de fe como en
las grandes conmociones políticas, tales como las del último siglo, se comprueba que
presentan siempre una forma especial, que no puedo determinar mejor sino dándole el
nombre de sentimiento religioso.
Este sentimiento tiene características muy simples: adoración de un ser al que se supone
superior, temor al poder que se le atribuye, sumisión ciega a sus mandamientos,
imposibilidad de discutir sus dogmas, deseo de difundirlos, tendencia a considerar como
enemigos a todos los que rechazan el admitirlos. Ya se aplique tal sentimiento a un Dios
invisible, a un ídolo de piedra, a un héroe o a una idea política, siempre es de esencia
religiosa. En él se aúnan lo sobrenatural y lo milagroso. Las masas revisten de un mismo
y misterioso poder a la fórmula política o al jefe victorioso que momentáneamente las
fanatiza.
Es asimismo una trivialidad inútil repetir que las masas precisan una religión. Las
creencias políticas, divinas y sociales no se establecen en las masas sino a condición de
adoptar siempre la forma religiosa que las pone al abrigo de discusiones. Si fuese posible
hacer adoptar a las masas el ateísmo, tendría todo el intolerante ardor de un sentimiento
religioso y, en cuanto a sus formas exteriores, se convertiría rápidamente en un culto. La
evolución de la pequeña secta positivista nos proporciona una curiosa prueba de ello. Se
asemeja a aquel nihilista cuya historia nos narra el profundo Dostoievski. Iluminado un día
por las luces de la razon, rompió las imágenes de las divinidades y los santos que
adornaban el altar de su pequeña capilla, apagó los cirios y, sin perder un instante,
sustituyó las imágenes destruidas por las obras de algunos filósofos ateos y luego volvió a
encender piadosamente los cirios. El objeto de sus creencias religiosas se había
transformado, pero, ¿puede afirmarse, en realidad, que habían cambiado sus
sentimientos religiosos?
Conmociones históricas como las que acabo de citar no son posibles más que cuando las
hace surgir el alma de las masas. Los déspotas más absolutistas serían impotentes para
desencadenarlas. Los historiadores que presentan la noche de San Bartolomé como la
obra de un rey ignoran la psicología de las masas tanto como la de los reyes.
Manifestaciones semejantes sólo pueden surgir del alma popular. El poder más absoluto
del más despótico monarca no logra sino adelantar o retrasar algo el correspondiente
momento. No fueron los reyes los que dieron lugar a la noche de San Bartolomé, ni a las
guerras de religión, ni tampoco fueron Robespierre, Danton o Saint-Just los que crearon el
Terror. Tras acontecimientos semejantes está siempre el alma de las masas.