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FRIDAY, 27 MARCH 2009 16:22 POR WALDEMAR GRACIA

Parece que fue ayer, parece que fue tan


sólo unos momentos que estuve con mi
madre y aún abrigo el recuerdo de mi
última conversación con ella. La realidad es
que el 1ro de Abril del 2009 se cumple su
primer año de estar en la presencia de
nuestro Señor. Muchos de mis lectores me
han solicitado que les publique
nuevamente la bella reflección de mi muy
colaborador y amigo Francisco-Manuel
Nácher López, quien muy gentilmente me
ha autorizado a compartir con todos
ustedes ese caudal de conocimiento y
profundidad espiritual.
La pérdida de una madre es algo imposible
de describir o explicar. Toda suerte de
pensamientos, recuerdos y sentimientos se unen a una para producir en uno una
especie de sentimiento nuevo, algo jamás experimentado en el pasado y difícil de
reproducirse durante el curso de la vida.
Ayer murió mi madre. Hoy me siento muy diferente. Es la sensación de estar
incompleto, la sensación de que algo falta, un vacío inexplicable. El amor, apoyo y
cariños recibidos de tantas personas que lo estiman a uno y que respetan el dolor
y el sufrimiento producen alivio y paz la cual a su vez dilatan el cierre de esta
herida tan profunda.
Espero que al leer estas líneas escritas por Francisco-Manuel Nácher López
puedas identificarte con una parte con el dolor y sufrimiento de aquellos que como
yo hemos perdido al ser que nos dio la vida, al ser que nos traja a este mundo, a
nuestra madre.
Ayer murió mi madre. ¡Qué frase tan breve! ¡Y qué fácil de pronunciar! Sólo cuatro
palabras. Pero, ¡cuántas cosas significa y contiene, y cuántas cosas clausura!
¡Qué cúmulo de pensamientos y de emociones se amontonan en mi memoria y
pugnan en estos instantes por ocupar mi mente y mi corazón!
¡Cuántas escenas vividas, cuántas situaciones, cuantos acontecimientos, cuántos
sacrificios, cuántos sobresaltos, cuántos sinsabores, cuántas incertidumbres en
los malos tiempos, y cuántas alegrías y cuántas satisfacciones y cuántas risas en
los buenos!
Mi madre siempre vivió ajena al mundo, a todo lo que no fuera su hogar, los
suyos. Jamás le importó lo que sucediera al otro lado de la frontera familiar. Sólo
cuando fue preciso introducirse en esa maraña, para ella inextricable y agresiva,
que es la sociedad, se lanzó a hacer gestiones, a conseguir entrevistas, a pedir
favores y a mendigar ayudas para salvar la vida de su marido y para dar de comer
a los suyos. Luego, una vez logrado, volvió a encerrarse en su familia... hasta
ayer. Y ha muerto como vivió: Sin hacer ruido, sin molestar, sin estridencias, sin
llamar la atención más allá del círculo familiar.
Al margen de sentimentalismos, sé, puedo afirmar con orgullo, que mi madre ha
cumplido. Ha cumplido como hija, ha cumplido como esposa y ha cumplido como
madre y aún como abuela y como bisabuela. Su vida ha sido dilatada y, como los
patriarcas de la Escritura, ha podido conocer su descendencia hasta la tercera
generación.
Es impresionante pensar que, entre todas las madres posibles, fue ella la que
prestó oídos a mi deseo de nacer, y me ofreció su seno y su sangre y su amor
para toda una vida, y yo surgí de ella y fui causa de sus ilusiones y sus miedos, de
sus alegrías y sus tristezas, vivencias que nunca pude ni podré recordar porque se
pierden en ese tiempo sin memoria que es la infancia. Esos años y esas vivencias
eran patrimonio exclusivo suyo y se los ha llevado consigo.
Curiosamente, a los padres sólo se les llega a comprender, a valorar y a estimar
con justicia cuando se es padre. ¿Y yo? ¿Hice lo posible por hacerla feliz? ¿Le
creé problemas, le suscité preocupaciones? ¿Le proporcioné alegrías y
satisfacciones? ¿La dejé participar de mis momentos felices? ¿La ayudé y asistí
siempre que me necesitó? ¿Supe valorar y agradecer lo que, como madre, me
brindó siempre, sin esperar compensación?
Ahora ya es tarde para hacer lo que no hicimos y para deshacer lo hecho. Ya no
podemos modificar nada. Ni explicar nada. Ni justificar nada. Pero sí podemos
agradecer, recordar, elevar el corazón, sentir su contacto, oír el eco de su voz y
revivir sus consejos...
Ayer murió mi madre. Y con ella murió una parte importante de mí mismo. ¡Qué
terrible sentimiento el de la orfandad! Porque, aunque anciana, gastada, ajada y
afeada por los años, seguía siendo ella y a mí aún me parecía hermosa y llena de
vida... y estaba ahí, al alcance de mi mano.
Ayer aún tenía madre. Ella seguirá ahora su camino. Se habrá reunido con mi
padre, tíos y otros familiares que, con toda seguridad, habrán acudido a recibirla,
lo mismo que sus padres, a los que tanto quiso y tanto la quisieron. Y emprenderá
una nueva etapa con la satisfacción del deber cumplido. El fardo de la vida
quedará atrás, y sentirá su alma ligera, libre, sin limitaciones, y nos enviará sus
recuerdos y su amor y recibirá nuestros pensamientos cariñosos que acariciarán
su rostro...
¡Adiós madre! ¡Adiós mamá!
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