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Sin embargo, y a pesar de que fue trasladada de inmediato a un hospital de Los Ángeles, la pesadilla de
la pequeña Genie aún no había terminado. Animados por el estreno de la película “El pequeño salvaje”
de Truffaut, varios investigadores se interesaron por su caso y creyeron ver en ella una oportunidad para
avanzar en sus estudios sobre el lenguaje y el cerebro humano.
Durante largos meses Genie fue sometida a decenas de pruebas, con un valor más experimental que
terapéutico, mientras los investigadores se peleaban por ver quién se quedaba con su caso. La doctora
Jeanne Butler, en concreto, presumía de que aquel caso iba a hacerle famosa y terminó llevándose a la
niña a su propia casa, donde la grabó durante horas mientras realizaba con ella todo tipo de pruebas de
dudoso valor científico.
Después de aquella situación, otra pareja de científicos, el matrimonio Rigler, se hizo cargo de Genie y
siguió con los experimentos. A pesar de que hubo algunos progresos, las pruebas incluían actividades
contradictorias para la niña, como obligarle a recordar lo que le hacía su padre o permitir que se arañara
la cara como forma de expresar su rabia. Después de comprobar las irregularidades, y la ausencia de un
plan científico, la Asociación de Salud Mental de los Estados Unidos retiró el apoyo económico a la
investigación y los Rigler perdieron el interés por la niña.
Por si el desbarajuste era pequeño, un tribunal devolvió la custodia a la madre, que interpuso una
demanda contra todo el equipo de investigación y el hospital infantil de Los Ángeles por haberla sometido
a “excesivas e insoportables” pruebas. Finalmente, la madre no fue capaz de cuidar de Genie y la niña
pasó por otros seis hogares adoptivos, en algunos de los cuales volvió a sufrir malos tratos que le llevaron
a profundas regresiones.
Hoy día sólo sabemos que, de estar viva, Genie se encuentra ingresada en alguna institución mental
después de una vida miserable y sin haber superado ninguno de sus problemas.
Además de los interrogantes que plantea, el comportamiento de los científicos en el caso de Genie nos
retrotrae a otras situaciones en las que los límites de la investigación no están del todo claros. En 1822,
por ejemplo, el doctor William Beaumont se hizo cargo de un paciente herido durante una cacería al que
los disparos habían dejado un agujero en el estómago. Durante los siguientes veinte años, el médico puso
todo tipo de excusas para no cerrar la herida y seguir experimentando con aquel hombre, al que
introducía alimentos con una cuerdecita para ver el efecto de los jugos gástricos.
Las investigaciones de Beaumont con aquella “cobaya humana” sirvieron para avanzar de manera muy
significativa en el conocimiento de la digestión y ayudaron a salvar la vida de muchas personas. De igual
forma, en el caso de Genie, los controvertidos experimentos de los psicólogos sirvieron para conocer algo
más sobre el origen del lenguaje y las funciones cerebrales.
Salvando las distancias, y más allá de la buena o mala voluntad de los investigadores, en ambos casos
alguien dio prioridad al resultado de una investigación frente al bien del paciente y en ambos casos es
legítimo hacerse la misma inquietante pregunta: ¿Tenían derecho a hacerlo?