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Las increíbles

aventuras de
Lucas Daga.
De Castilla a
México
Juan V. Oltra. Mayo de 2011. Para Luis
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ENVÍO

A ti, Luis, pequeño Almogávar. No se si te gustará o no, pero con cariño queda escrito.

A ti, Juan, ya mayor para este tipo de cuentos. Pero por ti, también va.

Con cariño,

Papá.

Juan V. Oltra
Valencia, mayo de 2011.

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EL PRINCIPIO

Cuentan los libros de historia que en un viejo pueblo de Castilla


vivía un niño.

Lucas, Lucas Daga, zagal que con sus siete añazos cuidaba en
las montañas el rebaño de su padre.

El Rey, el César Carlos, había pasado hacía pocas semanas por


el pueblo, y los ojos de Lucas aun soñaban con el espectáculo de
la corte andante.

Era 1519, y había pocas


cosas con las que soñar
en el pueblo.

Pero esa tarde, cuando


atravesaban la cañada
con las ovejas, se cruzó
con un ciego y su lazarillo.
Pararon a su lado, para
refrescarse y, de paso,
beber un poco de leche
gratis.

Venían de Tormes, un
pueblo no muy lejano, y el
lazarillo le contó uno de los cantares con los que el ciego se
sacaba unas monedas en las plazas mayores de los pueblos.

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Le habló de unas tierras nuevas, allá donde se ponía el sol, y de
unos héroes que fueron a conquistarla para el César, con la cruz
y la espada.

Esa noche, Lucas, no podía dormir. Pensaba en servir al


emperador, tenía que conocer y conquistar esa Nueva España.

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LA ESCAPADA

Amanecía en Castilla. Los gallos empezaban a hacer ruido, y a


Jerónimo le extrañó no ver a su hijo pequeño salir con el rebaño.

Fue a su jergón y no le vio, pero había una nota, escrita con esa
mala letra que intentaba mejorar. Jerónimo era de los pocos que
sabían leer y escribir y quería que su hijo disfrutara de esa
ventaja también.

La nota solo decía “Perdón, padre, me voy a servir al emperador”.

Y es que Lucas
había hecho un
hatillo, había metido
dentro su muda
limpia, un chorizo, un
trozo de queso, un
cacho de pan y unas
monedas que eran
su tesoro, y se había
marchado temprano.

Lucas quería ser un héroe

Un carro de bueyes atravesaba el camino de Andalucía. Lucas lo


vio y le pidió al carretero que lo llevase.

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El viejo, hombre duro y con la cara agrietada por el sol, sintió
pena de ese chiquillo que parecía estar solo por el mundo.

-¿Adonde vas, zagal?

- A Sevilla, señor. Dicen que allí preparan viajes al nuevo mundo.


Seguro que necesitarán grumete.

- Pues tienes suerte, chico. Allí voy a vender mi vino, que es


mucha la sed de los marinos. Anda, sube, y coge una de esas
manzanas que llevo en el zurrón, que pareces tener hambre.

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EL ENCUENTRO

En Sevilla hacía mucho calor. Demasiado calor. Decían que los


pajaritos se caían de los arboles por no poder soportarlo.

A Lucas no le fue fácil encontrar quien le ayudara. Nadie parecía


fijarse en él, tan pequeño.

Una noche, se quedó dormido en un portal y le robaron el hatillo.

Lucas se puso a llorar ¡ojalá


no hubiera dejado a sus
padres!. En ese momento se
abrió la gran puerta. Su llanto
había despertado al dueño de
la casa.

- ¡Quien osa molestarme!

Tronó una voz potente.

Lucas cortó sus lágrimas al ver aparecer a ese caballero cubierto


con un camisón y con una espada enorme en la mano.

- Yo, señor.

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Una vez Lucas le explicó quien era, de donde venía y lo que
había pasado, el caballero sintió pena. Miró al cielo y dijo:

- ¡Dios mío, Dios de los ejércitos, sabes que no he sido un


hombre santo, espero que lo que voy a hacer lo tengas en cuenta
cuando llegue mi hora de rendir cuentas a ti!

- Tienes suerte, zagal. Desde éste momento estás bajo la


protección de Rigoberto Espadas, alférez del reino.

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TIERRA

Lucas no sabía que decir.

- ¡Gracias, gracias, señor!. Pero yo lo que quiero es ir al Nuevo


Mundo

- ¡Y quién te ha dicho que no irás, muchacho!. En dos semanas


tengo que embarcar. Y tú, serás mi ayudante. Ya te meteré en la
nao.

Pasaron los días y Lucas embarcó. La nave no dejaba de


menearse y el estómago de Lucas se vaciaba una y otra vez ¡que
mareo!

Rigoberto reía cada vez que veía pasar a Lucas corriendo a popa
o a proa para calmar su mareo.

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Un día, avistaron tierra por fin.

Lucas estaba contentísimo.

Lo que veía le sorprendía. Que plantas más raras y grandes, que


agua más azul. Hasta la gente es rara, casi todo eran soldados,
unos pocos curas, y esos morenos casi desnudos que le miraban
con la misma sorpresa que él a ellos.

Rigoberto salió del cuartel y le dijo:

- Tengo que ir a llevar un mensaje a un puesto que está a unos


días de aquí ¿deseas venir?

- ¡No lo dude, mi señor!

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BERNAL

El caballero galopaba y Lucas, en la grupa, se agarraba con


fuerza al peto de Rigoberto para no caerse, mientras lo árboles
parecían correr hacia ellos.

Hicieron noche comiendo unos tasajos de carne sea y unas


galletas y, nada más acostarse, escucharon un grito:

- ¡España!

Rigoberto se giró y ambos se


vieron sorprendidos. No
esperaban ver a nadie en ese
lugar perdido del mundo, y de
repente de la oscuridad salieron
unos soldados.

Eran Bernal Díaz del Castillo y


sus hombres que habían
escapado de una celada y se
habían extraviado, buscando a
su señor, Hernán Cortés.
Vieron la hoguera desde lejos y
caminaron hacia ellos.

Se abrazaron con ellos y


decidieron hacer el camino

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juntos. Y es que el mensaje que Rigoberto llevaba a Cempoala
era para el propio Hernán Cortés.

No sabía lo que era, pues el pergamino estaba lacrado, pero


imaginaba que era muy importante. Mejor entonces, así tendrían
una escolta para llevarlo.

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CORTÉS

En el campamento español, celebraron la llegada de sus


compañeros perdidos. Ver a un niño allí les sorprendió mucho.
Un gigantón pelirrojo, Alvarado le llamaban, le levantó con una
mano, como si fuera un trasto inútil.

Cuando Lucas pensaba que le tiraría al suelo, una voz de mujer


gritó ¡ALTO!.

Era doña Marina, la Malinche, la mujer del que allí mandaba, el


gran Cortés.

Y entonces le vio. Con una barba aún más poblada que la de los
otros españoles y unos ojos que no dejaban dudar sobre quién
era el jefe.

Hernán Cortés se acercó, le tomó de la mano y le preguntó:

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- ¿Como te llamas, hijo?
- Lucas, para servir a Dios, al emperador y a usted, y en ese
orden.

Todos rieron.

Pero había poco tiempo para reír, tenían que avanzar, la lectura
del mensaje pareció dar prisas a Cortés.

Y caminaron. Rigoberto y Lucas se unieron a Hernán y


caminaron días y días, mientras, cada vez había más indios
acompañándoles y cada vez más peligros les rodeaban.

Cada vez, los árboles eran más verdes.

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¡FUEGO!

Llegaron a un punto de la selva donde todo hacía pensar a


Cortés que les tendían una emboscada. Buscando como escapar
de ella, mandó exploradores en todas direcciones.

Junto con Diego de Ordás fueron Lucas y Rigoberto. Vieron una


montaña con humo encima.

Un incendio,
dijo Diego.
No, parece
niebla, dijo
Rigoberto.
Subamos a
ver.

Y allí fueron
ese grupo de
locos,
cargados
con arma y
resbalando
por la
montaña.

Pero nada más llegar arriba, empezaron a bajar corriendo, como


si el demonio les siguiera. Y es lo que creían. Habían llegado a

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ver un agujero tremendo, de donde salía el humo. Se acercaron y
entonces ¡FUEGO!

Una llamarada les tostó las barbas y dejó sus caras negras y
oliendo a azufre.

Uno de ellos juró que había visto al demonio dentro y empezaron


a correr.

No lo sabían, pero habían subido a un volcán, el


POPOCATEPETL, que nosotros llamaremos PEPE, para que
sea más fácil.

Pero no fue malo: en la carrera ¡vieron un paso que les ayudará a


escapar! Que contento estará Cortés.

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MÉXICO y los 300

Junto con los 300 españoles iban unos 3.000 indios. Llegaron a
la ciudad de México. Todos les esperaban con una mezcla de
miedo y respeto.

¡Creían que esos tipos barbudos, que montaban unos animales


tan grandes eran dioses!

Nunca habían visto un caballo,


al principio, creían que el caballo
era parte del cuerpo de los
españoles. Y como además una
leyenda suya decía que
vendrían dioses del ESTE,
creían que eran ellos los dioses
que esperaban.

¡Dioses nacidos en Extremadura


y Castilla!.

Allí se quedaron un tiempo,


disfrutando de la buena vida que
les daba la hospitalidad de los mayas.

Pero no siempre sería así, claro que esa, es otra historia.

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Dejemos mientras tanto a Lucas desayunando el chocolate de
los mayas. Fue el primer niño español en disfrutar de él.

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