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LA CASA DE CARTÓN

MARTÍN ADÁN
A José María Eguren
Ya ha principado el invierno en Barranco; raro invierno, lelo y frágil,
que parece que va a hendirse en el cielo y dejar asomar una punta de
verano. Nieblecita del pequeño invierno, cosa del alma, soplos del
mar, garúas de viaje en bote de un muelle a otro, aleteo sonoro de
beatas retardadas, opaco rumor de misas, invierno recién entrado...
Ahora hay que ir al colegio con frío en las manos. El desayuno es una
bola caliente en el estómago, y una dureza de silla de comedor en las
posaderas, y unas ganas solemnes de no ir al colegio en todo el
cuerpo. Una palmera descuella sobre una casa con la fronda,
flabeliforme, suavemente sombría, neta, rosa, fúlgida. Y ahora silbas
tú con el tranvía, muchacho de ojos cerrados. Tú no comprendes
cómo se puede ir al colegio tan de mañana y habiendo malecones con
mar debajo. Pero, al pasar por la larga calle que es casi toda la ciudad,
hueles zumar legumbres remotas en huertas aledañas. Tú piensas en
el campo lleno y mojado, casi urbano si se mira atrás, pero que no
tiene límites si se mira adelante, por entre los fresnos y los alisos, a la
sierra azulita. Apenas el límite de los cerros primeros, ceja de
montaña... Y ahora vas tú por el campo en sordo rumor abejero de
rieles frotados aprisa y en una gimnasia de aires deportivos aunque
urbanos. Ahora el sol mastica jalde una cumbre serrana y una huaca,
una mambla amarilla como el mismo sol. Y tú no quieres que sea
verano, sino invierno de vacaciones, chiquito y débil, sin colegio y
sin calor.
Más allá del campo, la sierra. Más acá del campo, un regato bordeado
de alisos y de mujeres que lavan trapos y chiquillos, unos y otros del
mismo color de mugre indiferente. Son las dos de la tarde. El sol
pugna por librar sus rayos de la trampa de un ramaje en que ha caído.
El sol —un coleóptero, raro, duro, jalde, zancudo—. El señor cura
Párroco saca a su sombrero de teja, ladeando la cabeza, once reflejos
de sombrero alto de seda, de tarro de ceremonia —los once reflejos se
juntan arriba, en una convexa luz redonda—. Más allá de la ciudad, la
sima clara y tierna del mar. Al mar se le ve desde arriba, con peligro
de caer por la pendiente. Los acantilados tienen arrugas y tersuras
impolutas, y livideces y manchas amarillas de frente geológica,
académica. Ahí están, en miniatura, las cuatro épocas del mundo, las
cuatro dimensiones de las cosas, los cuatro puntos cardinales, todo,
todo. Un viejo... Dos viejos... Tres viejos... Tres pierolistas. Hay que
ganar tres horas de sol a la noche. La ropa viene grande con exceso al
cuerpo. El paño recepillado se esquina, se triedra, se cae, se tensa —
el paño, hueco por dentro—. Los huesos crujen a compás en el
acompasado accionar, en el rítmico tender de las manos al cielo del
horizonte —plano que corta el del mar, formando un ángulo X —
último capítulo de la geometría elemental (primer curso)—; el cielo
donde debe de estar Piérola. Los mostachos de los viejos cortan
finamente, en lonjas como mermelada cara, una brisa marina y la
impregnan de olor de guamanripa, de tabaco tumbesino, de pañuelo
de yerbas, de jarabes criollos para la tos. Una bandera de seis colores,
al henchirse lentamente de un viento muy alto, insensible abajo,
acusa flancos de bailarina española. Consulado general de Tomesia,
país que hizo Giraudoux con una llanura húngara, dos millonarios
limeños, algunos árboles ingleses y un tono de cielo chino bordado.
Tomesia, no lejos de su consulado general en cualquier parte. Una
carreta de heladero pasa tras un jamelgo que cuelga afuera la
lenguaza áspera y blanquecina. El pobre animal comería con gusto
los helados del cubo escondido —helados de esencia de lúcuma,
sabor opaco y elegante, apenas frío; helados de leche, amplios y
lindos como un retrato juvenil de mamá al lado de papá; helados de
esencia de piña que corresponden a los claveles rojos; helados de
esencia de naranja, leves y nada conocidos—. ¡Cómo suena la
carreta! Con las piedras se va rompiendo el alma la pobre. Y por nada
del mundo enmienda ella el rumbo —el rumbo recto hasta traspasar
las paredes en las calles sin salida, recto hasta la imbecilidad—.
Carretita, ven por este césped, que el agua de la fuente mantiene
suave para ti. Hay entre las cosas, ligas de socorro mutuo, que el
hombre impide. El sonar de las ruedas de la carreta en las piedras del
pavimento alegra a la fuente las aguas tristes de la pila. El cholo, con
mejillas de tierra mojada de sangre y la nariz orvallada de sudor en
gotas atómicas, redondas —el cholo carretero no deja pasar la carreta
por el césped del jardín ralísimo—. Los viejos observan. “Hace frío.
¿Ayer?... ¡Lindo día! Diga usted, Mengánez...”.

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