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EL ARTE Y EL CAPITALISMO

El espíritu del romanticismo


Ernst Fischer*

Al llegar la era capitalista, el artista se encontr ó en una situación muy peculiar. El


rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba: el capitalismo lo convertía todo en
mercancía. Con un aumento entonces inimaginable de la producción y de la productividad,
con la extensión di námica del nuevo orden a todas las partes del globo y a todas las zonas
de experiencia humana, el capitalismo disolvió el viejo mundo en una nube de moléculas
revoloteantes, destruyó todas las relaciones directas entre el productor y el consumidor y
canalizó todos los productos hacia un mercado anónimo, donde debían venderse o com prarse.
Hasta entonces, el artesano trabajaba para un cliente particular. El productor de
mercancías del mundo capitalista, en cambio, trabajaba para un comprador des conocido.
Sus productos desaparecían en el torrente de la competencia, hacia el mar de la
incertidumbre. La pro ducción de mercancías que se propagaba por todas partes, la creciente
división del trabajo, la escisión de cada tarea, el anonimato de las fuerzas económicas:
todo esto contribuyó a destruir el carácter directo de las relaciones hu manas y condujo a
una creciente alienación del hombre, a un creciente alejamiento de la realidad social y de
sí mismo. En aquel mundo, el arte se convirtió también en una mercancía y el artista en un
productor de mercancías. El mecenazgo personal fue sustituido por un mercado li bre cuyo
funcionamiento era difícil o imposible de com prender, por un conglomerado de
consumidores innomi nados, el llamado «público». La obra de arte se sometió cada vez
más a las leyes de la concurrencia.

Por primera vez en la historia de la humanidad, el ar tista se convirti ó en artista «libre»,


en personalidad «li bre», libre hasta lo absurdo, hasta la soledad glacial. El arte se
convirtió en una ocupación medio romántica, me dio comercial.

Durante largo tiempo, el capitalismo consider ó el arte como algo sospechoso, frivolo
y oscuro. El arte «no com pensaba». La sociedad precapitalista tendía a la extrava gancia,
al gasto frívolo en gran escala, a la diversión las civa y a la promoción del arte. El
capitalismo se carac terizaba por el cálculo sobrio y por la regla puritana. En su forma
precapitalista, la riqueza era volátil y expansiva; la riqueza capitalista exigía una
acumulación y una con centración constantes, un aumento incesante. Karl Marx
describió así el capitalista:

«Fanáticamente entregado a la expansión del valor, lleva incesantemente a


nuevos seres humanos a la pro ducción por la producción, aumentando con ello la produc -
tividad social y creando unas condiciones materiales de producción que sólo pueden
constituir la base real de un tipo superior de sociedad, basado en el principio fun -
damental del pleno y libre desarrollo de cada individuo. El capitalista sólo es respetable
como personificación del capital. Como tal,«comparte con el avaro la pasión por la
riqueza en sí. Pero lo que en el avaro se convierte en pura manía, es en el capitalista
efecto de un mecanismo social, del que no es, personalmente, más que un resorte. Ade -

*
Tomado del libro La necesidad del arte, Barcelona, Península, 1973.
más, el desarrollo de la producción capitalista exige un incremento continuo del capital
invertido en una empre sa industrial; y el capitalismo supera a todos los capita listas
individuales a las leyes inmanentes de la produc ción capitalista como leyes coactivas
exteriores. La con currencia le obliga a ampliar continuamente su capital para
conservarlo, y sólo puede ampliarlo con la acumu lación progresiva» 1.

Más adelante, añade:

«¡Acumulad, acumulad! ¡He aquí la panacea! "La in dustria suministra los


materiales que el ahorro acumula" (Adam Smith, The Wealth of Nations). Por
consiguiente, hay que ahorrar, ahorrar, reconvertir la mayor propor ción posible de
plusvalía o de producto excedente en ca pital. La acumulación por la acumulación, la
producción por la producción: con esta fórmula, la economía política clásica proclamó
la misión histórica de la época bur guesa.»

Cierto que la creciente riqueza de los capitalistas fo mentó un nuevo consumo de


lujo, pero como observó Marx, «... la extravagancia del capitalista nunca tiene el
carácter de prodigalidad desenfrenada que caracterizaba a ciertos magnates feudales...
En el fondo hay una sór dida avaricia y un cálculo interesado». Para el capitalista, el
lujo puede significar la satisfacción puramente privada de sus deseos, pero significa
también el despliegue, la os tentación de su riqueza por razones de prestigio. El capi -
talismo no es, por esencia, una fuerza social bien dis puesta hacia el arte o fomentadora
de éste; si el capita lista medio tiene necesidad del arte es para embellecer su vida
privada o para hacer una buena inversión. Por otro lado, es indudable que el
capitalismo liberó fuerzas tre mendas para la producción artística y económica. Dio vida
a nuevos sentimientos e ideas y puso al alcance del artista nuevos medios para
expresarlos. Para éste resultó impo sible seguir rígidamente aferrado a un estilo fijo o
sujeto a lenta evolución; las limitaciones locales que sirven de marco a la formación
de estos estilos fueron superadas y el arte se desarrolló en un espacio más extenso y en
un tiempo acelerado. Y así, aunque el capitalismo fuese bá sicamente extraño a las
artes, favoreció su desarrollo e impulsó la producción de una enorme cantidad de
obras expresivas y originales.

Más aún: la problemática condición de las artes en el mundo capitalista no se puso


claramente de manifiesto mientras la burgues ía fue una clase ascendente y el artista que
afirmaba las ideas burguesas formó parte de una fuerza activa y progresiva.

Durante el Renacimiento, primera ola del avance burgu és, las relaciones" sociales eran
todavía relativamente transparentes, la división del trabajo no había asumido las formas
rígidas y estrechas que había de asumir más tarde y la riqueza de las nuevas fuerzas
productivas per manecía latente, como un potencial dentro de la personali dad burguesa. Los
nuevos y triunfantes burgueses y los príncipes que con ellos colaboraban eran mecenas
generosos. Se abrieron, con ello, nuevos mundos para los hom bres de espíritu creador. El
naturalista, el descubridor, el ingeniero, el arquitecto, el escultor, el pintor y el escri tor se

1
Capital.
combinaban a menudo en una sola persona, que afirmaba apasionadamente la época en que
vivía y adoptaba una actitud fundamental que podría resumirse con la frase: «¡Qué bello es
vivir!» La segunda ola fue la de la rebelión democrático-burguesa, que culminó con la Re -
volución Francesa. El artista volvió a expresar nuevamen te, con su orgullosa subjetividad,
las ideas de la época, porque la bandera de ésta, el programa ideológico de la burguesía
ascendente era, precisamente, esta subjetividad del hombre libre que defendía la causa de
la humanidad y de la unificación de su propio país y de todos los hom bres en el espíritu de
libertad, igualdad y fraternidad.

Cierto que ya se manifestaban las contradicciones in ternas del capitalismo. Proclamaba


la libertad mientras practicaba su propia idea de libertad en la forma de escla vitud del
salario. Sometía el prometido libre juego de las aptitudes humanas a la ley de la jungla de
la concurrencia capitalista. Obligaba a la personalidad multilateral del hombre a limitarse a
una estrecha especialización. Estas contradicciones empezaban ya a plantear problemas.
El artista sinceramente humanista había de experimentar una profunda desilusión ante los
resultados prosaicos, gri ses pero inquietantes de la revolución democrático-bur guesa. Y
después de 1848, el año del colapso de aquella revolución en toda Europa, se puede hablar
de un verdadero desencanto en todas las artes. El brillante período artístico de la burguesía
había terminado. El artista y las artes entraron en el mundo plenamente desarrollado de la
producción capitalista de mercancías, con su alienación total del ser humano, la
exteriorización y la materialización de todas las relaciones humanas, la división del tra -
bajo, la fragmentación, la especialización rígida, la com plicación y difuminación de todas
las conexiones sociales, el aislamiento y la negación crecientes del individuo.

El humanista sincero no podía ya asumir aquel mundo. No podía seguir creyendo en


conciencia que la victoria de la burguesía significaba el triunfo de la humanidad.

El romanticismo

El romanticismo fue un movimiento de protesta —de protesta apasionada y


contradictoria contra el mundo ca pitalista burgués, el mundo de las «ilusiones perdidas», de
protesta contra la dura prosa de los negocios y el lucro. La violenta crítica a que Novalis,
el romántico alemán, sometió la obra de Goethe Wilhelm Meister es un ejemplo
característico de esta actitud (aunque Friedrich Schlegel, otro romántico, alabase la gran
novela). En Wilhelm Meister, Goethe presenta los valores burgueses desde un án gulo
positivo y señala el camino que va desde el esteticis mo a la vida activa dentro del prosaico
mundo burgués. Novalis no lo acepta.

«Los ingredientes de esta novela son aventureros, co mediantes, cortesanos, tenderos y


filisteos. El sector que crea todo lo que dice, no leerá jamás otra novela.»

Desde los Discursos de Rousseau hasta el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, el


romanticismo fue la actitud dominante en el arte y la literatura europeos. En t érminos de
conciencia pequeño-burguesa, el romanticismo es el reflejo más completo en la filosofía, la
literatura y el arte de las contradicciones de la sociedad capitalista en desarrollo. Sólo con
la obra de Marx y Engels se pudo comprender la naturaleza y el origen de aquellas contra -
dicciones, entender la dialéctica del desarrollo social y ver que la clase obrera era la única
fuerza que podía superar aquellas. La actitud romántica tenía que ser forzosamen te
confusa, pues la pequeña burguesía era la encarnación misma de la contradicción social:
esperaba participar en el enriquecimiento general pero temía ser aplastada en el curso del
proceso, soñaba con nuevas posibilidades pero se aferraba a la seguridad del viejo orden
jerárquico, volvía la vista hacia los nuevos tiempos, pero también mira ba con nostalgia los
«buenos» tiempos de antes.

Al principio, el romanticismo fue una rebeli ón pequeño-burguesa contra el clasicismo de


la nobleza, contra las reglas y las normas, contra la forma aristocrática y con tra un
contenido del que estaban excluidos todos los te mas «comunes y ordinarios». Para
aquellos rebeldes románticos no había temas privilegiados: todo podía ser un tema
artístico.

«Los extremismos y las excrecencias —dijo Goethe, el admirador de Stendhal y de


Merimée, ya anciano, el 14 de marzo de 1830— desaparecerán gradualmente; pero
quedará, por lo menos, una gran conquista: junto a una forma más libre, habrán surgido
temas más ricos y diversificados, y no se excluirá de la poesía ningún objeto del ancho
mundo ni ninguna forma de vida» 2.

Pese a su oposición a Goethe, Novalis vio también que el romanticismo alentaba al


tratamiento poético de temas hasta entonces prohibidos. «El romanticismo —escribió—
significa dar una elevada significación a todo lo común, dar una apariencia misteriosa a
todo lo ordinario, dar la dignidad de lo desconocido a todo lo corriente y familiar.» Shelley
escribió en The Defence of Poetry: «La poesía... hace aparecer los objetos familiares como
si no lo fuesen.» El romanticismo huyó del bien cuidado parque del clasicismo y buscó
refugio en la salvaje frondosidad del ancho mundo.

Sin embargo, el romanticismo no sólo se enfrentaba con el clasicismo sino también con
la Ilustración. En muchos casos no era un enfrentamiento total sino únicamente una
oposición a las ideas mecanicistas y a las simplificaciones optimistas. Es cierto que
Chateaubriand, Burke, Coleridge, Schlegel y muchos otros —especialmente en la escuela
romántica alemana— rechazaron solemnemente la Ilustración; pero Shelley, Byron,
Stendhal y Heine, cuya visión de las contradicciones del desarrollo social era más profunda,
continuaron la obra de aquella.

Una de las experiencias básicas del romanticismo fue la del individuo aislado e
incompleto, producto de la creciente división y especialización del trabajo y de la con-
siguiente fragmentación de la vida. Bajo el antiguo orden, el rango que ocupaba cada
hombre era una especie de intermediario en sus relaciones con los demás y con la sociedad
en general. En el mundo capitalista el individuo se enfrentaba solo con la sociedad, sin
intermediarios, como un extraño entre extraños, como un «yo» aislado opuesto al
inmenso «no yo». Aquella situación estimulaba la conciencia de uno mismo y el
subjetivismo orgulloso, pero también producía una sensación de terror y de abandono.
Alentaba el «yo» napoleónico pero también un «yo» que se inclinaba a los pies de las

2
. GOETHE, Conversations with Eckermann, Everyman Edition, J. M. Dent and Sons,
Londres y Toronto, 1930.
efigies sagradas, un «yo» dispuesto a conquistar el mundo pero vencido por el terror y la
soledad. El «yo» del escritor y del artista, aislado y vuelto hacia sí mismo, luchaba por la
existencia vendiéndose en el mercado pero, al mismo tiempo, desafiaba el mundo
burgués con su pretensión de «genio», soñaba con volver a una unidad perdida y sentía
nostalgia por una colectividad imaginativamente proyectada en el pasa do o en el futuro.
La tríada dialéctica —tesis (unidad de origen), antítesis (alienación, aislamiento,
fragmentación) y síntesis (superación de las contradicciones, reconciliación con la
realidad, identidad de sujeto y objeto, vuelta al paraíso)— constituía el núcleo
fundamental del romanticismo.

Todas las contradicciones inherentes al romanticismo alcanzaron un grado de verdadero


paroxismo con la gran tempestad revolucionaria que prologó la Guerra de la Independencia
norteamericana y terminó la batalla de Waterloo. La revolución y las actitudes tomadas
ante ella —en conjunto y en relación con sus diversas fases— son el tema clave del
movimiento romántico. Una y otra vez, en cada punto decisivo, el movimiento se escindió
en dos tendencias: la progresiva y la reaccionaria. En cada ocasión la pequeña burguesía
demostró ser, como escribió Marx a Schweitzer, «la contradicción encarnada».

El rasgo común a todos los románticos era la antipatía por el capitalismo (algunos lo
veían desde un ángulo aristocrático, otros desde un ángulo plebeyo), una creencia fáustica
o byrónica en la insaciabilidad del individuo y la aceptación de la «pasión por sí misma»
(Stendhal). A medida que la producción material se fue considerando oficialmente como la
quintaesencia de todo lo digno y valioso, a medida que se formó un costra de respetabilidad
alrededor del sucio corazón de los negocios, los artistas y escritores intentaron cada vez
con mayor intensidad revelar el corazón del hombre y lanzar la dinamita de su pasión a la
cara del mundo burgués, aparentemente tan ordenado. Y a medida que los métodos de la
producción capitalista pusieron de relieve la relatividad de todos los valores, la pasión —la
intensidad de la experiencia— se convirtió en un valor absoluto. Keats dijo que en nada
creía tanto como en el «afecto del corazón». En el prefacio de The Cenci, Shelley escribió:
«La imaginación es el Dios inmortal hecho carne para la redención de la pasión mortal.»
Géricault, «extremo en todas las cosas», como dijo de él Delacroix, escribió un ensayo en el
que hablaba de «la fiebre de la exultación que todo lo derroca y aplasta» y del «fuego de un
volcán que ha de atravesar irresistiblemente la luz del día».

El romanticismo fue, efectivamente, una gigantesca explosión. Llevó hacia lo salvaje y lo


exótico, hacia los horizontes ilimitados: pero también hacia el propio pueblo, el propio
pasado, la naturaleza específica de cada uno. Todos los grandes románticos admiraban a
Napoleón, el «yo cósmico», la personalidad sin límites; pero, a la vez, la rebelión romántica
se fundió con los movimientos de liberación nacional. Foseólo saludó a Napoleón con una
oda titulada A Bonaparte liberatore. En 1802 pidió a Napoleón- que proclamase la
independencia de la República Cisalpina, es decir, de Italia. Al final, acabó enfrentándose,
lleno de odio, contra Napoleón, el conquistador. Leopardi, igualmente amargado y
desilusionado por la incapacidad del liberador francés de liberar a su país, exclamó en sus
Canzoni:

«... l'armi, qtia l'armi! io solo


Combatiera, procomberó sol io.
Dammi, o del, che sia foco
Agli italici petti il sangue mió»
(¡Armas, dadme armas! Yo solo
lucharé, yo solo sucumbiré.
Haz, oh Cielo, que sea fuego
para los pechos italianos mi sangre)

En Europa oriental, donde el capitalismo todavía no había triunfado y el pueblo vivía y


trabajaba bajo el yugo de un medievalismo en decadencia, el romanticismo significó la
rebelión pura y simple, la trompeta que llamaba al pueblo a levantarse contra los opresores
extranjeros e interiores, un llamamiento a la conciencia nacional, una lucha contra el
feudalismo, el absolutismo y el dominio extranjero. Byron galvanizó todos aquellos países.
La idealización romántica de las costumbres y del arte populares se convirti ó en un arma
para levantar al pueblo contra las condiciones degradantes; el individualismo
romántico fue un medio de liberar la personalidad humana de la servidumbre
medieval. La revolución democrático-burguesa, no realizada todavía en el Este,
brillaba como un relámpago lejano en las obras de los artistas román ticos de Rusia,
Hungría y Polonia.

Pese a las diferencias que asumi ó en los diversos paí ses, el romanticismo tenía en
todas partes algunos rasgos comunes: una sensación de incomodidad espiritual en un
mundo con el que el artista no podía identificarse; una sensación de inestabilidad y
aislamiento, de la que surgió el anhelo de una nueva unidad social; una preocupación
por el pueblo y sus canciones y leyendas («el pueblo» es taba dotado de una unidad casi
mística en las mentes de los artistas), y la proclamación de la absoluta singulari dad del
individuo, el ilimitado subjetivismo byrónico. En la época del romanticismo apareció
por vez primera el tipo del escritor libre que rechazaba todos los vínculos y
limitaciones, se proclamaba adversario del mundo bur gués y, al mismo tiempo,
aceptaba —sin tener una clara conciencia de ello— el principio burgués de la
producción para el mercado. En su protesta romántica contra los va lores burgueses y en
su esfuerzo de emancipación, que acabó haciendo de ellos verdaderos bohemios,
aquellos escritores convirtieron sus obras en lo mismo que preten dían, precisamente,
denunciar: en mercancías. Pese a sus invocaciones a la Edad Media, el romanticismo
era un movimiento eminentemente burgués, y en él se encuentran ya implícitos todos
los problemas que hoy consideramos modernos.

A causa de la posici ón central que Alemania ocupaba entre el mundo capitalista de


Occidente y el mundo feudal del Este, y a causa de «las desventuras alemanas», die
deutsche Misere, resultado de una desastrosa evolución histórica, el romanticismo
alemán fue el más contradic torio de todos. El «desencanto» capitalista se había ma -
nifestado en el arte antes de que la revolución democrá tico-burguesa se propagase a
Alemania; las ilusiones se perdieron antes de haberse podido formar; y as í, amarga do
por las consecuencias capitalistas de los levantamien tos revolucionarios, el
romanticismo alemán se enfrentó con estos levantamientos, con sus postulados y sus
ideas. Heine vio en ello el fundamento de la protesta anticapi talista.
«Quizá fue la aversión al actual culto del dinero —es cribió— y la aversión al feo
rostro del egoísmo que veían acechando en todas partes lo que llevó a algunos
poetas de la escuela romántica alemana, de intenciones totalmen te honestas, a alejarse
del presente y a buscar refugio en el pasado, clamando por el retorno a la Edad
Media.»

Los rom ánticos alemanes dijeron «no» a la realidad social que se estaba
desarrollando ante ellos. Pero la sim ple negación nunca puede ser una actitud artística
perma nente; para ser productiva, esta actitud debe anunciar un «sí», como la sombra
anuncia el objeto que la proyecta. Pero, en última instancia, este «sí» no puede ser
más que la afirmación de una clase social que encarne el futuro. En los países
occidentales, la clase obrera empezaba a de sarrollarse detrás de la burguesía. En el
Este, todo el pue blo —campesinos, obreros, burgueses, intelectuales— se oponía al
sistema vigente. Pero los románticos alemanes, aunque sentían repulsión por la figura
del hombre de ne gocios burgués, no podían detectar en la aplastada y mi serable clase
obrera alemana una fuerza capaz de edificar el futuro; por ello intentaban refugiarse
en un pasado feudal idealizado. Pudieron, así, oponer algunos rasgos positivos de
aquel pasado a los correspondientes rasgos negativos del capitalismo: por ejemplo, la
estrecha vincu lación del productor, del artesano o del artista con el con sumidor; el
carácter más directo de las relaciones socia les; el mayor sentido de colectividad; la
mayor unidad de la personalidad humana, debida a una división del trabajo más
estable y menos estrecha. Pero estos elementos se veían fuera de su contexto,
idealizados, convertidos en fetiches antes de oponerlos a los horrores, justamente
criticados, del capitalismo. Los románticos anhelaban una vida «total», pero eran incapaces
de ver a través de la totalidad real de los procesos sociales. En este sentido, puede decirse
que eran verdaderos hijos del mundo capi talista. No comprendían que, precisamente, al
aniquilar la estabilidad social, al destruir las relaciones humanas fundamentales y al
atomizar la sociedad, el capitalismo estaba abriendo el camino una nueva unidad —al
tiempo que resultaba totalmente incapaz de forjar una nueva to talidad con los fragmentos
existentes.

Novalis, el más original de los románticos alemanes, hombre en el que se combinaba


un gran talento con un penetrante intelecto, tenía plena conciencia de los aspec tos
positivos del capitalismo y por ello escribió estas sor prendentes frases:

«El espíritu del comercio es el espíritu del mundo. Es el espíritu esplendoroso, puro y
simple. Lo pone todo en movimiento, todo lo conecta. Crea países y ciudades, na ciones y
obras de arte. Es el espíritu de cultura, de per fección de la humanidad.»

Pero la brillantez de estas ideas resulta obnubilada por su temor a la mecanizaci ón de la


vida, a la máquina en todas sus formas. Novalis atacó el nuevo Estado co mercial y
burgués que se estaba formando en Alemania: «La forma moderada de gobierno es medio
Estado, medio naturaleza; es una máquina artificial, muy frágil —y, por consiguiente,
repugnante para todas las grandes mentes—, pero es la manía, el tema de nuestro tiempo. Si
pudiésemos transformar esta máquina en un ser vivo y autóno mo, los grandes problemas
se resolverían.» Es el concep to de «orgánico», que los románticos opusieron al de «me -
cánico»: «El origen de toda la vida ha de ser una oposi ción antimecánica al mecanismo —
una explosión violenta.» En las obras de E.T.A. Hoffman esta antítesis se intensifica hasta
convertirse en un duelo fantasmagórico entre el hombre y el autómata; como dijo Heine,
toda la obra de Hoffman «no es más que un grito de terror en veinte volúmenes». La
idealización romántica de todo lo «orgánico», de todo lo que crece o adquiere forma «natu-
ralmente», se convirtió en una protesta reaccionaria contra las consecuencias de la
revolución: se calificó de «orgánicas» a las viejas clases y relaciones sociales, y de «me-
cánicos» los movimientos y condiciones creados por las nuevas clases. No debe perturbarse
el «sueño del mundo». No debe sustituirse la vieja noche por el nuevo día. En los Himnos a
la noche, Novalis preguntó:

«¿Debe volver siempre la mañana?


¿No ha de acabar nunca el poder de las cosas terrenales?
La industria sacrilega consume
el celestial manto de la noche.»

Friedrich Schlegel protestó contra la expresión «edad de la tinieblas» y dijo que «aquel
notable período de la humanidad» podía compararse a la noche,

«...pero, ¡qué noche tan estrellada! Hoy parece que vivamos en un estado de penumbra
provisional, confuso y brumoso. Las estrellas que iluminaban aquella noche han palidecido
y en su mayoría han desaparecido del todo. Pero el nuevo día no ha amanecido todavía.
Muchas veces se nos ha anunciado la aparición inminente de un nuevo sol de comprensión
y de bendición universal. Pero la realidad no ha confirmado tan temeraria promesa y si algo
permite esperar que pronto se cumplirá es el frío que, en el aire de la mañana, acostumbra a
preceder la salida del sol.»

Junto al tema de «las ilusiones perdidas», encontramos el del «frío», la sensación de


habitar en un mundo solitario e inhóspito. Esta nota, que hizo sonar por vez primera el
romanticismo, nunca más ha dejado de oírse; al contrario, a medida que se desarrolla el
mundo capitalista y aumenta la alienación de la vida, la nota aumenta de tono. Junto a ella
encontramos el anhelo de volver a encontrar calor y seguridad, es decir, una situación que,
en la imaginación, se parece a la del vientre materno. Existe también una atracción por la
voluptuosidad de la muerte, un deseo de muerte muy propio del romanticismo alemán. La
unidad, la totalidad omnicomprensiva, se identifica con la muerte:

«Algún día todo será cuerpo,


un solo cuerpo,
y la feliz pareja nadará
en sangre celestial.
¡Oh, si el océano
pudiese ya rugir
y el acantilado convertirse
en fragante carne!»

La sexualidad universal y la atración de la muerte que caracterizan el romanticismo


anuncian ya algunas de las ideas de Sigmund Freud, del mismo modo que Friedrich
Schlegel anunció las ideas de Nietzsche con su concepto de «dionisíaco» y «apolíneo». «Los
órganos del pensamiento —escribió Novalis— son los órganos sexuales de la naturaleza, los
órganos genitales del mundo.» Y también: «Es curioso que la asociación del placer sexual
con la religión y la crueldad no haya llamado ahora la atención sobre sus estrechos vínculos
y su tendencia común.»

Para la mente romántica, la realidad social no se llegaba a «abolir», pero sí se deformaba


y disolvía extravagantemente con la ironía. Friedrich Schlegel había dicho:

«La poesía alemana penetra cada vez más en el pasado; encuentra sus raíces en las
leyendas, donde la corriente de la fantasía fluye fresca y transparente del manantial; sólo
puede captar la realidad del mundo actual con el humor, si es que puede.»

Y Novalis escribió:

«Debemos romantizar el mundo. Descubrimos nuevamente su significado original...


dando una elevada significación a todo lo común, una apariencia misteriosa a todo lo
ordinario, la dignidad de lo desconocido a todo lo corriente, al aspecto de infinito a todo lo
finito... Si no conseguimos vernos en un mundo de leyenda es por le debilidad de nuestros
órganos físicos y de nuestras percepciones.»

Los medios realistas no sirven para acercarnos a este «mundo de leyenda»; sólo podemos
hacerlo cuando la conciencia está apagada y los sueños se imponen. Novalis sugiere, pues,
una nueva teoría del arte:

«Narraciones sin conexión alguna con las asociaciones, como los sueños; poemas
simplemente melodiosos, llenos de palabras que suenen bellamente, pero sin significado ni
conexión: sólo unos cuantos versos comprensibles, como máximo; todo deben ser
fragmentos de cosas absolutamente diferentes.»

Esta sensación de vivir en un mundo escindido, roto, en un mundo de fragmentos; esta


huida de la realidad para refugiarse en asociaciones sin sentido ni conexión, para aprender
una realidad mística; todas estas ideas proclamadas por primera vez por los románticos se
convirtieron más tarde en principios artísticos aceptados por el mundo burgués.

La protesta romántica contra la sociedad burguesa-capitalista y su refugio en el pasado


tuvo, sin embargo, |un aspecto positivo. No sólo había una «noche» sino también un «día».
Se expresaba en forma de un profundo deseo de unidad, de noble creencia en la
capacidad del hombre para dominar su destino.

«La comunidad, el pluralismo — escribió Novalis— es nuestra esencia. La tiranía


que nos oprime es nuestra in dolencia espiritual. Ampliando y cultivando nuestras ac -
tividades, dominaremos nuestro destino... Si establecemos una armonía entre nuestra
inteligencia y nuestro mundo, seremos iguales a Dios.»

Y entrev é un futuro: «El juicio universal, el comienzo de una nueva era culta,
poética.»

Los rasgos negativos y retr ógrados del romanticismo alemán acabaron convirtiendo a
muchos escritores ro mánticos en católicos y reaccionarios fanáticos. Friedrich Schlegel
predicaba un arte de «belleza puramente cristia na» y condenaba el «falso esplendor del
entusiasmo demo níaco, abismo a que se inclina cada vez más la musa de lord Byron». Y
así, mientras Byron moría de malaria lu chando por la libertad de Grecia, mientras
Stendhal apo yaba el movimiento de liberación nacional de Italia, mien tras Puchkin
simpatizaba con los decembristas, muchos románticos alemanes se convirtieron en
acólitos de Metternich y se hicieron plenamente merecedores del despre ciativo veredicto
de Heine: «Su partido es el de la men tira; son los paniaguados de la Santa Alianza, los
restauradores de todas las miserias, los horrores y las locuras del pasado.»

Al estudiar el romanticismo alem án y todos los movimientos posteriores del mismo


tipo, debemos analizar sus contradicciones internas y ver su papel positivo y negati vo.
Existe siempre el mismo conflicto: por un lado, una protesta hondamente sentida contra
los valores burgue ses y el mecanismo del capitalismo; por otro lado, un te mor a las
consecuencias de la revolución, una huida hacia el misticismo que, inevitablemente,
lleva a la reacción. El romanticismo alemán era el prototipo de todos los movimientos
divididos que florecieron más tarde entre la intelligentsia del mundo capitalista,
incluyendo entre ellos, en nuestra propia época, el expresionismo, el futu rismo y el
surrealismo. El conflicto subyacente a estos movimientos se refleja también en el hecho
de que no todos los artistas con ellos relacionados son reaccionarios. Entre los
románticos alemanes, Heinrich Heine y Nikolaus Lenau fueron revolucionarios; y otros,
como Uhland y Eichendorff nunca se ligaron con el «partido de la mentira». Debe
recordarse también que una parte del romanti cismo se convirtió en crítica realista de la
sociedad. El romanticismo y el realismo se mezclan estrechamente en las obras de
muchos grandes escritores —Byron y Scott, Kleist y Grillparzer, Hoffmann y Heine,
Stendhal y Balzac, Puchkin y Gogol—; en algunas ocasiones predomina el elemento
romántico, en otras el realista. Thomas Mann, el gran escritor realista del mundo
burgués contemporá neo, tenía profundas raíces en las tradiciones del roman ticismo
alemán y, particularmente, en la brillante multi plicidad de significados de la ironía —
una ironía que el propio Mann describió como «refracción de los instintos
fundamentales».

El arte por el arte

L'art pour Van fue un movimiento relacionado con el romanticismo. Nació en el


período postrevolucionario del mundo burgués, junto con el realismo, que se proponía,
como hemos dicho, explorar y criticar la sociedad. L'art pour l'art —la actitud adoptada
por un gran poeta, por un poeta fundamentalmente realista, Baudelaire— es tam bién una
protesta contra el utilitarismo vulgar, y las ás peras preocupaciones mercantiles de la
burguesía. Su origen radica en la decisión del artista de no producir mer cancías en un
mundo donde todo era mercancía. Walter Benjamin, el gran ensayista alemán que se
suicidó en 1940 después de haber huido del régimen hitleriano, y cuyas obras todavía
esperan la traducción, intentó demostrar lo contrario con una interpretación original de
Baudelaire. Escribió, al respecto:

«El comportamiento de Baudelaire en relación con el mercado literario fue el siguiente: su


profunda comprensión de la naturaleza de las mercancías le permitió o le obligó a aceptar
el mercado como un test objetivo... Baudelaire quería hacerse un lugar para sus obras y
para ello tuvo que empujar a otros hacia fuera... Sus poemas están llenos de fórmulas y
recursos especialmente concebi dos para apartar a otros poetas.»

Contra esta opinión, quiero reafirmar algo que ya es cribí hace algunos años:

«Baudelaire levantó la sagrada efigie de la belleza contra el feo mundo de la burguesía.


Para el hipócrita vulgar y el esteta sin energía, la belleza es una forma de huir de la
realidad, una empalagosa pintura sacra, un se dante barato: en cambio, la belleza de los
poemas de Baudelaire es un coloso de piedra, una diosa del destino dura B inexorable. Es
como el ángel de la ira blandiendo la es- liada llameante. Su ojo desgarra y condena un
mundo llonde triunfan lo feo, lo banal y lo inhumano. La miseria |lisfrazada, la enfermedad
oculta y el vicio secreto son revelados por su radiante desnudez. Es como si la civi lización
capitalista fuese llevada ante un tribunal revolu cionario: la belleza es el juez y pronuncia su
veredicto Con versos de acero.»

Sin embargo, Benjamin desarrolla su sorprendente an álisis en los siguientes términos: el


elemento decisivo MI nuestra imagen de Baudelaire es que

«… fue el primero en comprender —y esta comprensión tuvo una importancia inmensa—


que la burguesía taba retirando sus encargos al artista. ¿Qué otro encargo social podía
reemplazarlo? Ninguna clase podía suminis trarlo: el único lugar donde el artista se podía
ganar la vida era el mercado de inversiones. A Baudelaire no le inte resaba la demanda
manifiesta, a corto plazo, sino la dem anda latente, a largo plazo... Pero, por su propia
naturaleza, el mercado —donde había de descubrirse esta demanda— imponía un tipo de
producción y un modo de vida muy diferentes a los de los poetas anteriores. Baudela ire se
vio obligado a reivindicar la dignidad del poeta en una sociedad que no disponía ya de
dignidad alguna que atribuir.»

Lo esencial en esta argumentaci ón es que el mundo burgués era ya incapaz de


«encargar» la obra de Baude laire, ni siquiera en sentido indirecto y que, por consi -
guiente, el poeta producía para un mercado inexistente, anónimo —de aquí el «arte por
el arte»—, pero con la es peranza de encontrar un público o un consumidor even tuales,
desconocidos. Se encuentran en Baudelaire muchas observaciones personales que
demuestran lo ambivalente de su actitud y tanto pueden justificar la interpretación de
Benjamín como la mía. Su arte no quería saber nada del mundo burgués, rechazaba con
arrogancia al lector burgués; pero, al mismo tiempo, intentaba fascinarle con efectos
sorprendentes. Baudelaire hablaba de la aversión que le producía la realidad pero
también hablaba del «aristocrático placer de no gustar». Su aversión por la rea lidad le
impulsó a refugiarse en l'art pour l'art; su aristo crático placer le movía a atemorizar al
despreciado bur gués con una belleza terrorífica, con centelleantes instru mentos de
tortura. Se negaba a producir para el compra dor burgués pero creía en un mercado
literario y produ cía para él como test definitivo. Recordemos las palabras de Marx
sobre el principio formulado por los economistas capitalistas —la producción por la
producción—; «la cien cia por la ciencia» o «el arte por el arte» son principios
correspondientes. En cada caso el mercado acecha en el fondo de la escena. L'art pour
l'art es, pues, un intento ilusorio de romper unilateralmente con el mundo capita lista y
burgués y, al mismo tiempo, una confirmación de su principio de «la producción por la
producción».

En la obra de Baudelaire se observa inequ ívocamen te el elemento de protesta


romántica, el agudo filo de la acusación; en sus teorías del arte aparecen una y otra
vez muchas de las ideas ya formuladas por Novalis. Mallarmé, el portavoz más
coherente de l'art pour l'art puso en prác tica en sus poemas lo que Novalis había
formulado como principio del romanticismo: «...sólo palabras melodio sas y bellas...
unos cuantos versos comprensibles, como máximo.» Hugo Friedrich, en su obra
The Structure of Modern Lyric Poetry, que contiene un sutil análisis de la | poesía
de Mallarmé, la resume así:

«La poesía lírica de Mallarmé es la encarnación de la soledad total. No quiere


saber de la tradición cristiana, la humanista o la literaria. Se niega a intervenir en el
presente. Mantiene el lector a buena distancia y no se permite a sí misma ser
humana.»

Como dice Hugo Friedrich, Mallarm é intentó escapar al «torrente de la


banalidad»:

«A los ojos de otros, mis obras son como las nubes ante el relámpago y las
estrellas: inútiles... Expulsa la realidad de tu canción, porque es vulgar... Lo único
que debe hacer el poeta es laborar misteriosamente, con los ojos puestos en el
Nunca.»

En esta poésie puré, en esta poesía alejada de toda realidad palpable, no queda ya
nada de la rebelión de Baudelaire; la protesta se ha convertido en retirada silen -
ciosa. En Baudelaire, el llamamiento a la muerte, el «vie jo capitán», y el salto en la
nada todavía tenían un senti do, el de inmersión en lo nuevo y lo desconocido; en la
obra de Mallarmé, en cambio, respiramos la pura nada, levemente cubierta con velos
fantasmales y arabescos má gicos. Ni siquiera se trata del «mundo de leyenda» al
que Novalis creía poder trasladarse; es un mundo tan glacial que ni las criaturas
legendarias podrían vivir en él. L'art pour l'art lleva, pues, al vacío. Lo mismo
ocurre con el romanticismo alemán. El elemento negativo predomina cada vez más,
a medida que transcurre el tiempo. L'art pour l'art culmina en las desmayadas
melodías de Mallar mé, en el tenue lirismo de Heredia y, finalmente, en el
¡aristocrático desprecio de Stefan George, que se refugió en un pequeño círculo de
discípulos y ensalzó la personalidad elegida contra la masa vulgar y común.

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