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I

Orestes salió corriendo hacia la pampa. El sudor le recorría la frente. Montó su caballo
sin terminar de ajustarse el arma. Conforme la bestia echaba a andar sus mú sculos, los
pistones y las hebillas metá licas en su brazo brillaban intensamente bajo el sol rojizo del
ocaso. “¿Qué mierda hago aquí?” pensó . O intentó pensar. La explosió n que siguió lo dejó
aturdido.
Detrá s de él, se formaba una inmensa bola de fuego que arrojaba escombros y trozos
de metal a muchísimos metros de distancia. La fá brica de aeronaves que estaba al lado del
Río Argénteo había sido destruida y con gran parte de su personal dentro. “¿Para esta
mierda es que soy un Hojaancha?” se preguntaba mientras apretaba fuertemente las
riendas.
Su capa no dejaba de volar con el viento. Su cabello negro y corto tenía ondulaciones
semejantes a las de los pastos. El polvo se le empezaba a acumular en los ojos, por lo que
se colocó las antiparras. Bajo los cascos de M. el mundo giraba con otro eje.
¿Y si alguno estaba aú n con vida?
No debía voltear.
Tras media hora de cabalgar por la llanura, luego que el sol del otoñ o agonizante se
ocultara, llegó al campamento, cerca a las colinas. Allí, otros diez mercenarios Hojaancha
como él esperaban las nuevas alrededor de una fogata. Estaban encabezados por Rapetto,
un hombre curtido y tuerto, que se levantó apoyá ndose en una vieja espada de los tiempos
de la Conquista. Su ú nico ojo resplandecía de forma inquietante bajo un ajado sombrero
marró n.
–Llegaste al fin –dijo con desdén el viejo mercenario.
–Así parece –respondió Orestes mientras se levantaba las gafas protectoras y
descendía de su montura.
–¿Está hecho?
–Ra, me conoces –dijo algo irritado Orestes–. Sabes que nunca he dejado un trabajo a
medias.
–Sí compadre –respondió con una sonrisa burlona Rapetto–, y porque te conozco sé lo
difícil que es para ti cargar con tu conciencia de cura.
Los hombres que estaban alrededor de la lumbre no contuvieron sus carcajadas.
–Ya, no jodan. Ustedes no hubieran podido volar ni un taller de relojería.
Las carcajadas aumentaron y Orestes se limitó a sacar del fuego un pedazo de carne
casi carbonizado y pedir un trago a uno de sus compañ eros.

La luz apenas si podía atravesar las ventanas llenas de polvo y ceniza. Las poleas que
sostenían parte del armazó n metá lico del coloso en construcció n hacían que el techo del
laboratorio semejara a un nido de arañ as. Debajo, apoyado en una mesa de madera
desproporcionadamente grande, Abel Ninnian, joven científico y empirista de la Metró poli
estaba al lado de su esclavo negro examinando por decimosexta vez en el día los planos de
su “Magnum opus”.
–Pentecostés, algo debe estar mal –sentenció Abel mientras arreglaba su canosa
cabellera peinada con aceites de oriente–. Considerando que con excepció n de sus leyes,
nada en el universo es perfecto, en algú n punto debo haber errado.
–Sí –dijo con desgano Pentecostés, acostumbrado a ese tipo de preguntas y
preocupaciones obsesivas–, pero só lo si continú a con la construcció n podrá saber dó nde.
–¡Imposible! –exclamó escandalizado el científico mientras golpeaba teatralmente la
mesa– ¡Hablas como si pudiésemos fallar! ¿Tienes idea de cuá n difícil ha sido poder juntar
el dinero suficiente para hacer iniciar la construcció n del Pacificador?
–En realidad…
–No sé por qué discuto esto contigo –interrumpió descortésmente Abel mientras
colocaba sus gruesos lentes sobre la mesa–. Dejemos la tertulia y ayú dame a traer del
patio esas planchas de acero que llegaron hoy.
–Có mo no… –dijo en un suspiro el esclavo.

Al amanecer, los Hojaancha empezaron su viaje hacia el pueblo de Malia siguiendo el


sendero que atraviesa las colinas. No podían ir por los caminos de la llanura puesto que
sabían que toda aquella zona de la frontera los haría muy visibles para los milicianos del
intendente De Alonzo. A la cabeza del grupo iban Rapetto y Orestes
–¿Nunca has pensado que somos como piratas de tierra? –preguntó Orestes mientras
se daba cuenta que tenía la barba algo crecida.
–En realidad, somos má s como corsarios –respondió con su clá sica sonrisa el viejo–.
Nosotros no saqueamos para nosotros.
–¿No?
–Bueno –dijo tras una pausa Rapetto–, no para nosotros solamente.

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