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El mortecino sol comenzó su salida a través del horizonte de las Colinas de Fuego.

John se
abrazó a sus piernas, recostado contra una roca, incapaz de dormir. La verdad es que a una
parte de sí mismo no le importaba si ese mundo dejaba de existir o no, pero dos terceras partes
de su ser le gritaban en contra de esa indiferencia. Una de las dos, más irracional, le decía que
aquel era, de alguna manera, su lugar. Sin tener que ir a la fábrica. Sin tener que soportar las
horribles condiciones, simplemente trabajando como Perros Abandonados, el quinto Jinete... El
poco tiempo que durara... La tercera parte de sí mismo le aconsejaba que posiblemente, si la
tierra esa era destrozada, él mismo sería erradicado junto a ella. La sola idea bastaba para
ponerle los pelos de punta.
Se arropó con la manta de Bakunin, la misma que Hambre le había ganado a la Muerte en una
especialmente reñida partida de dados. Olía a caballo, pero eso no era algo malo, ni siquiera era
un caballo normal, a fin de cuentas.

Había acordado continuar con los Cuatro hasta una cadena montañosa llamada Paso de
Medianoche, desde la cual, en dirección estrictamente distinta a la suya; los Cuatro tenían una
cita con una desafortunada población de hombres topo. Quizá por ese motivo la cantidad de
agujeros que por la zona se repartían se iba multiplicando como las espinillas tras reventar una
de especial tamaño.
Él había aparecido (O caído, como prefiráis decirlo) en un lugar llamado Llanuras de Vaca Azul,
desde las cuales continuaron hasta el Río de los Cazadores de Etiquetas Marinas, que
remontaron a lomos de sus respectivas monturas (Hambre había vomitado un equino
especialmente flaco para el nuevo Jinete) hasta llegar a las Colinas de Fuego. Estas estaban
compuestas por un paraje con tintes de sabana, entre los cuales solían nacer, esporádicamente,
una especie de insectos llama que quemaban con su simple presencia hectáreas y hectáreas de
maleza seca; por ese motivo, la gente prefería no hacer altos en aquel lugar, claro que ellos no
eran precisamente normales, por lo que prefirieron descansar ahí. El descanso se había
convertido en un tentempié de media tarde. El tentempié en una interesante partida de
parchís. El parchís en una siesta. Y la siesta en un “Tíos, yo de aquí no me muevo hasta
mañana”, generalizado. Para recorrer todo eso habían tardado una semana; lo cual desmentía
el extendido y más que falso proverbio de “La muerte llega rápida y silenciosa”.

John miró el horizonte, que ya permitía vislumbrar los picachos más elevados de Paso de
Medianoche... Y más allá... Casi se le paró el corazón al ver la columna de formas volubles y casi
irreales que se alzaba más allá. Era casi un erial de luz...
Una mano se posó en su hombro, John miró hacia arriba, asustado, para toparse a un dedo de
su cara con una espada roja como la tez del recién llegado. La afilada nariz oteaba el horizonte,
si hubiera sido una escopeta, cientos de patos habrían muerto de un ataque al corazón.

-No pongas esa cara de cordero en celo. Está muchísimo más lejos, Perros Abandonados. Ya te
dije hace tiempo que la autora de todo esto nunca hizo un mapa, por lo que, cada día, cada
población tenía una localización distinta.
-Ya, ya lo dijiste.
-Pero bueno, te conviene saber que, con el fin del Cuento, esto se ha ralentizado muchísimo.
Quién sabe, quizá llegues.
-Ya. Quizá.

John se levantó y se fue, dejando solo a Guerra. Realmente no se había enfadado, simplemente
había ido a despertar a los gandules de los demás Jinetes, y se preparaba para preparar las
monturas antes de que los insectos de fuego comenzaran con sus sesiones de sexo extremo
quema-hierbas. Pese a que le habían dicho que el proceso de destrucción tardaría todavía,
prefería no arriesgarse. Por otro lado, prefería no dormir demasiado; sus sueños siempre
estaban llenos de llaves. Llaves que nacían del suelo y que miles de sombras arrancaban para
lanzarse a la más profunda oscuridad, como si fueran mártires... o moscas especialmente
estúpidas acercándose a la típica lamparita fumigadora que siempre aparece en los locales
malos al aire libre. Como fuera, el último en lanzarse contra la oscuridad era él mismo, que
miraba a ésta con un profundo terror antes de dar media vuelta y huir... Se despertaba
entonces, con un sentimiento de culpa martilleándole en los oídos que le duraba durante gran
parte de la mañana.

Partieron ese día antes de lo normal, cuando los Jinetes menos madrugadores (Muerte y
Hambre) hubieron desayunado entre maldiciones y bostezos. Había que reconocer que ese día
estaban especialmente agrios y poco conversadores (Refiriéndome a los bostezos y a las
maldiciones, de los que ya no os sorprenderéis al saber que tomaron forma al ser
pronunciados y echaron una partida de cartas antes antes de desvanecerse). Tras otros cinco
días, tenían planeado llegar a Paso de Medianoche, por lo que, interiormente, ya habían
comenzado a preparar las despedidas pertinentes.
Estas incluían algunas fórmulas formales propias de aquel mundo, de las cuales la
mayoría tenían que ver con perros bailando danzas de nombres casi obscenos; esa última parte
era la más difícil de recordar, a fin de cuentas, tenía menos de quince años.

Al contrario de lo que podáis pensar, no hubo ningún tipo de incidente entre la partida y la
llegada, con posible exclusión de unos ocasionales incendios que se habían cobrado la vida de
varios pastores. La Muerte no les prestó más atención de la debida y todos continuaron su
avance, que se vio interrumpido por múltiples paradas durante las cuales hicieron poco más
que abrevar a las cabalgaduras. El silencio se había impuesto como norma de rigor, ya que por
la zona había una superpoblación de gigantes a los que no convenía despertar si apreciaban sus
ojetes. Sus oídos superdesarrollados eran algo a tener en cuenta por los viajeros desprevenidos.
Una vez en la dichosa cordillera, procedieron a las despedidas más que ensayadas y re-
ensayadas.
Tras mentar por última vez a un chachorro destripado guardándole en el largo,
probablemente suicida y doloroso camino que le esperaba; los Cuatro se despidieron y John
tuvo que escalar, solo pero a lomos de su burro, las empinadas y oscuras laderas de las
montañas.

Durante su travesía a través de la falda de éstas, le pareció que el monte en cuestión le dirigía
una larga y reprochante mirada con sus ojos de piedra. Un tanto contrariado, John continuó su
ascensión, parando solo de vez en cuando para que el equino tomara algo de aire... O lo que
fuera que tomaran los equinos para respirar. Según le había contado Hambre, tenía que ver con
la botánica.

En pocos días debería llegar a la Torre... Fue lo que pensó mientras el animal continuaba su
bajada, tratando de manejar sus torpes y resbaladizas pezuñas. Pezuñas que habían sido
engrasadas a conciencia por Enfermedad días atrás con la única finalidad que con la de
divertirse mientras veía al animal tropezar.

Lo consiguió, aunque tardíamente; de todas formas, justo cuando el animal perdía pie, y aun
pese a la distancia, tuvo la sensación más orgásmica que un espectro puede sentir.
O sea, ninguna.

Pues bien, ahora, mientras John recorre varios hectómetros rodando sobre piedras y,
posiblemente, destrozándose columna y huesos; vamos a pensar en cosas menos escabrosas,
como por ejemplo en la apacible y bucólica ciudad de Regestern, habitada por una graciosa y
hermosa familia de hombres y mujeres topo. El padre, al que llamaremos Papá Topo, es
licenciado en la Universidad de Licenciaturas. La madre es una respetable médico de prestigio
en las cercanías. Los hijos, Frey y Arnold, juegan diariamente en el columpio de su patio. Todo
sería un día perfectamente normal, si no fuera porque en esos momentos se encontraban en un
dilema ciertamente peliagudo. Tantísimo como podía ser el hecho de que su amada y preciosa
urbe estaba siendo arrasada por cuatro figuras a lomos de terribles caballos. Como sea, dejaré
que os recreéis en la destrucción que los Cuatro estaban llevando a cabo, sin entrar en detalle
ni describir siquiera, a fin de cuentas, John ha terminado de caer finalmente. Si bien es cierto
que, de nuevo y por arte de la Fantasía, no se ha roto nada, también lo es que esa falta de
contusiones graves está siendo equilibrada en otro lado por ciertos Jinetes especialmente
ociosos.

John se levantó a duras penas y se recostó sobre el tronco de un árbol con forma de periquito
deforme, tanto en un aproximado aspecto como en olor... y color. El cielo se había vuelto rojo,
pero eso era algo sobre lo que le habían advertido, después de todo, el final del Cuento ya
había comenzado.

-Oh, maldita sea.-Tosió algo de sangre y cayó sobre su costado. Cerró los ojos, agotado.

Silencio...

-¿Hola?-Preguntó alguien. La voz era demasiado aguda como para ser la de un gigante, pero
igualmente se protegió ahí donde Enfermedad le había dicho que se protegiera. Con cuidado,
se incorporó. El dolor permanecía vigente. Aferró fuertemente un palo seco del suelo y tragó
saliva.

-S...sal de ahí o me veré obligado a golpearte con mi fiel mandoble hasta que te salga zumo
por la cabeza.-Amenazó interponiendo el palo entre él y un enemigo invisible sin concretar. Los
árboles se movieron igual que las faldas de unas bailarinas especialmente lujuriosas en un baile
de salón del Lejano Oeste. Él hechó su arma hacia atrás y esperó... Esperó... Hasta que una
cabeza infantil asomó de entre la maleza.

Tenía el pelo rojo, tan rojo como el período de una rosa. Y era, en apariencia, un hada; y digo en
apariencia porque era la primera vez que John veía una. Podría desenvolverme en elogios hacia
su cuerpo pequeño y casi de porcelana, sobre sus alas cristalinas y perfectamente talladas, de la
misma manera que podría elogiar sus ojos azules como zafiros y profundos como el mar. Sí...
Podría hacer eso. Pero también podría no hacerlo, ya que debido a la repentina explosión de su
cabeza, John no pudo fijarse en lo antes mentado.

-¡Tío, creo que le he dado a la enana esa!-Dijo alguien a través de la espesura.


-Relájate, Niesztche.Todavía queda uno.-Calmó otra voz. Fueran lo que fueran aquellos dos
seres, se acercaban.

John se había quedado paralizado en el sitio, agarrado, como si se tratara del último salvavidas
del Titánic, a su cayado. Al otro lado de los árboles, oía a las dos figuras todavía charlando
acerca de lo divertido que sería destrozarlo todo al final del Cuento. Que trataran un tema que
John dominaba a la perfección no le resultó especialmente halagüeño, a fin de cuentas, y por lo
que le habían contado sus compañeros de viaje en aquellas gratas semanas de travesía, solo
ciertas entidades conocían los detalles sobre el Final. Y la mayoría no eran precisamente seres
agradables con aquellos a exterminar, es decir, no solo no tenían la decencia de invitarte a un
cafelito antes de darte el dagazo mortal, sino que, además, te destrozaban físicamente sin que
pudieras siquiera presentarte. Se asomaron ahí donde antes había estado la pequeña, dulce y
ahora adorable y horriblemente mutilada criaturita.

-Vaya, vaya ¿Qué tenemos aquí?-El primero de los dos seres era un señor de fulgurantes ojos
castaños y fermoso bigote, de cuya espalda emergían un par de alas perlinas y cuyas manos
sostenían un par de explosivos, o lo que tenían pinta de ser explosivos. O sea, tenían forma de
patatas con mecha.

-Oh, relájate, Niestzche.-El otro venía a ser algo así como un cruce entre un caniche y un
cuadrángulo. Su pelo verde contrastaba seriamente con su barba blanca. De su espalda también
brotaban dos alitas angelicales. Eso no sirvió para relajar a John.-En fin...-El ser lo miró con
atención. Luego con sorpresa.-O... Oye... No me digas que eres un humano.-Se le hizo la boca
agua.-Sí, joder, reconocería ese olor hasta borracho. Mira, Niesztche, es un humano ¿Cuánto
hace que no comemos uno?
-Años.
-Sí... Años...

John dio un paso hacia atrás. El crujido de una ramita lo avisó de que no era buena idea seguir
por ese camino.

-Dime, Estadio ¿Crees que nos da tiempo almorzar antes de que terminen de destrozar este
bosque?
-Hmmm.-Caviló el preguntado. La temperatura había empezado a bajar.-Está empezando ya.
Pero míralo, no parece especialmente problemático ¡Ni siquiera está armado!
-¡Tengo un palo, alejaos u os arranco las tripas!-Las lecciones de amenazas de La Muerte
estaban dando sus frutos.
-¡Que tiene un palo!-Rió Niesztche.

John trató de alcanzar al que tenía más cerca, pero Estadio ya había desenfundado un machete
y, en esos momentos, se lanzaba contra él enarbolándolo con destreza. Apenas tuvo tiempo
para cerrar los ojos... Tan cerca el filo, tan cerca la Muerte.

...¿Vas a morir?...
De esta manera.
Tan patético.
Me... Me arrepiento de haberte escrito.

John movió los brazos con desesperación, lanzando un mandoble que el cuchillo paró sin
problemas. Las alas blancas de Estadio habían empezado a cubrirse de escarcha. Nuevas voces
se oían en el bosquecillo. El sonido de las alas de su enemigo lo llenaba y embargaba pero, por
encima de todo, aquella infantil voz que con él se comunicaba.
No quiero acabar aquí. Pero no puedo hacer nada. Nada.

¡Ridículo!
No te di poder para que lo desaprovecharas.
No te quité la salud en tu vida real para que murieras así.
No te quité tu suerte para que no la usaras aquí para nada.

Aquellas revelaciones, reales aun pese a la reticencia del pequeño a creerlo, calaron en su
mente con fuerza. Las lágrimas afloraron en su rostro, consciente de la pérdida... No era como
si se creyera lo que le dijera, simplemente le era imposible no creer a aquella voz ¿Qué era?
El ángel pivotó, esquivando un nuevo envite. Saltó.

¿Pero qué puedo hacer...?

¡Deja atrás esas ridículas cadenas!


¿De qué te sirve razonar aquí?
Cuando el razonamiento en un mundo así...
…Solo lleva a la muerte.

El palo subió como bien pudo para interceptar una estocada vertical de Estadio, que golpeó su
pecho con una hábil patada para retroceder... Y se lanzó de nuevo contra él.

¿¡Qué cadenas!?

La cordura.

Y entonces comprendió. Había estado equivocado desde que llegó, tratando de que sus
pensamientos racionales mantuvieran una cada vez más fantasiosa consistencia. Tratando de
imponer orden en un mundo de caos. Él era el protagonista, de alguna manera, le bastaba con
pensar eso. No tenía por qué pensar en por qué lo era. Simple y llanamente. Era así.

La daga fue detenida con un grito del niño. Una espada plateada brillaba en las manos del
pequeño. Chispas casi inexistentes brotaban de la hoja espectral... Estadio retrocedió. Mirando
con nuevos ojos al niño, había imprimido muchas energías en hacer que ese golpe fuera letal.

Un viento gélido soplaba... Las hojas se pudrían... El Final del Cuento estaba cerca.

-¡Dejadme pasar!-Gritó un renovado John, moviendo su arma.-¡Dejadme pasar ahora!

Estadio no respondió, se limitó a lanzar una nueva estocada que el niño desvió con dificultad.
Viendo ahí su oportunidad, lanzó otra. John la paró y, girando sobre sí mismo, asestó un tajo a
la altura de los homoplatos contra el ángel; nunca había usado una, pero trataba de evitar
pensar que, en realidad, no sabía hacerlo. Estando éste desprevenido a causa de la finta,
apenas pudo gritar antes de que la hoja de fantasía atravesase limpiamente sus entrañas...

…O al menos creyó éste. Puesto que esa espada ni siquiera abrió una brecha en su cuerpo. Ni
siquiera rozó el más mínimo órgano interno. Simplemente lo cortó de la misma manera que un
arma de verdad corta una cascada. Por supuesto, Estadio no sabía esto, y el dolor fue tan
profundo que cayó sobre el helado suelo, inerte.

El viento gélido rugía. Cada vez hacía más frío. Los bigotes de Niesztche habían empezado a
volverse rubios, y su piel, pálida. John no estaba mejor, y aunque trataba de parecer resuelto y
fuerte, ese aspecto se perdía cuando sus piernas temblaban como cachorros recién nacidos.
Finalmente reaccionó, cogió a su burro y echó a correr bosque adentro, donde la glaciación ya
había comenzado. Antes de que eso pasara, el otro ángel trató de lanzarle una de sus bombas,
pero el viento gélido apagó la llama del mechero.
Dentro, las hojas hasta el momento verdes y frondosas habían empezado a convertirse
en láminas de fino cristal, y, junto a él. Las figuras de los ángeles corrían, lanzando golpes que
conseguía evitar gracias a la congelada maleza y al escaso equilibrio que el hielo les procuraba.
Casi creía haber escapado al fin... Cuando una maza lo golpeó en la cabeza y cayó.

Todo se volvió negro. La agitación se detuvo, y los ángeles detuvieron su cacería. El golpeador
escupió, y el escupitajo se convirtió en un trozo de hielo que rompió lo que quedaba de una
ardilla congelada.
Aun inconsciente, las tripas de John lanzaron un rugido hambriento. Había llegado justo a
tiempo.

-Llevadlo a la Torre. Encerradlo bajo llave, quiero que muera de hambre antes de que el Final
empiece.-Ordenó Hambre mientras limpiaba la sangre de su arma.-Y al burro también.

Hambre se sentía bien. Ser el Antagonista de la Historia era muy placentero. Aunque, bien
pensado, escribir la primera letra de las palabras importantes en mayúsculas también lo era.

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