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REVISTA PHILOSOPHICA Nº 26 (2003) Instituto de Filosofía Pontificia Universidad Católica de Valparaíso

METAMORFOSIS.
UN PRONÓSTICO PARA EL SIGLO XXI

ERNST JÜNGER [1895-1998]1

Alguien que hable (ahora y una vez más) de dioses no se torna por esto, ni de esa
manera, una persona por completo irrefutable, como lo fuera durante la primera
mitad de nuestro siglo, incluso con las elites, ya desde Voltaire.
Lo cierto es que estos doscientos años representan un corte insignificante y quizá
hasta sólo una interrupción, comparado con épocas en las que dioses y demonios
fueron reverenciados. Es natural que también siempre haya habido, ya antes de
Luciano, espíritus que se burlaban de los dioses, al menos de aquellos de los demás.
Si bien siempre se mantuvo el asunto entre unos pocos, todavía con San Agustín se
hallaban estos dioses presentes, aunque les concediese a ellos sólo un carácter
demónico o titánico. Su cuestionamiento de si acaso aquellos dioses podían
establecer o mantener un reino en este mundo, atañe a lo medular de nuestra
situación actual. Cuando Nietzsche sopesa a Apolo y a Dionisos uno frente al otro,
apunta de esa forma mucho más allá de un simbolismo de orden mitológico, a lo
que se alude es a una sustancia mítica.

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Aun cuando el nombre de “Dios” no sea pronunciado o el lenguaje se retuerza


persuadido o no de su entorno, conserva aquel nombre todavía cierto respeto y
dignidad. Que el arreglo de cuentas con nuestro aquí y ahora no ha acaecido aún, se
puede sentir instintivamente y es reconocido en cualquier estadio del espíritu. El
rezo se ha formado de un modo correspondiente.
La fórmula de Nietzsche, “Dios ha muerto”, sólo puede significar que, el estado
epocal del conocimiento ya no satisface. Además el autor se contradice él mismo
con el “eterno retorno”.

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Lo divino vive. Cuando se pronuncian sus nombres la mayoría piensa en las


divinidades precristianas pretéritas o de determinados sitios, cuyos templos se
hallan ya en ruinas. De muchas de ellas, que allí fueran alguna vez veneradas, no se
conocen hoy ni siquiera sus nombres. Por tanto, los dioses serían mortales; pero
esto no dice nada acerca de su esencia, ni de su realidad.
1
El siguiente texto apareció como “Prólogo” al Catálogo de “La Biennale di Venezia” de 1993 y fue
concebido por Jünger, también, como una respuesta a la “Fórmula del mundo” propuesta por Werner
Heisenberg; la versión original en: DIE ZEIT, N°29, 16.6.1993. Sobre la imagen de lo sacro cfr. el mismo E.
Jünger: Los titanes venideros. Ideario último recogido por A. Gnoli y F. Volpi., Ediciones Península,
Barcelona 1998; pp. 96ss.

ERNST JÜNGER [1895-1998] / Metamorfosis. Un Pronóstico Para El Siglo XXI


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También los dioses cuentan entre nuestras representaciones. Nos podemos acercar
a ellos como en los sacrificios y las oraciones, pero no detrás de la cortina desde la
cual ellos mismos aparecen, ellos se mantienen allí en la “cosa en sí”. Mediante
estas coordenadas (La Religión dentro de los límites de la pura razón) se
normativizó a su modo a Kant, en su tiempo, como un “profanador del cristianismo
y un peligroso innovador de la fe” (y por orden del gabinete prusiano, en 1794).
Con la esperanza de un encuentro con los dioses se fundaron cultos; elevarlos a
certeza sigue siendo la tarea de éstos. Un culto es tanto más sobrecogedor, cuanto
más convincente se celebre este saber en las fiestas y las obras de arte. En la ciudad
que se acercó a los eternos tuvo que hacerse sacra la obra de arte y lo sagrado
alcanzar la forma del arte. Esto es algo inalcanzable en el tiempo, de allí que en una
disputa de imágenes pueda esto alcanzar cierto nivel de ajuste, pero ningún
resultado. En la ciudad eterna no existen los templos, porque el arte ha alcanzado la
belleza atemporal, a la que aspiraba incansablemente, mas siempre en vano. Hemos
de conformarnos con lo que se nos ha otorgado, como una anciana que venera un
trozo de hueso como una reliquia.

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De cualquier forma, lo atemporal no nos es extraño. Provenimos de ello y vamos


hacia ello: nos acompaña en el viaje como único equipaje, que no puede ser
extraviado. Arroja una sombra sobre nosotros cuando padecemos y nos regala vida
cuando nos toca su luz.

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El título Metamorfosis se lo debo a Leopold Ziegler, así como una conversación


sobre El Trabajador (1932), al breve tiempo de que éste fuera publicado. La
conversación la tuvimos casi íntegra en las cercanías del refugio, en la parte
superior, en la capilla o el santuario de Goldbacher, desde donde ahora escribo
estas breves notas, con excelente panorámica hacia el lago.
La “metamorfosis” de los dioses significa que se modifica su apariencia, la figura en
la que éstos son venerados. De ese modo, hay lugares que por largo tiempo siguen
considerándose como sagrados, aunque las religiones hayan cambiado. Quizá fuese
el hecho que apareciera allí alguna vez un ángel, un milagro. Nuevos templos
fueron construidos sobre los antiguos. Y siguieron siendo la meta de muchas
peregrinaciones, fiestas, sacrificios y conmemoraciones. Las oraciones fueron
siempre importantes, se dice que en esos lugares éstas serían oídas incluso de un
modo especial.

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La lucha de los titanes y el crepúsculo de los dioses son metahistóricos, ellos echan
mano de la historia a partir de la naturaleza y del cosmos. Considerados
temporalmente, es de suponer que los titanes precedieron a los dioses y, a su vez,
administraban el caos. A esto le siguió el mito que afirma que fueron los titanes
quienes generaron y educaron a los dioses. Su revuelta hizo temblar el Olimpo,
luego fueron refrenados por Zeus y exiliados al mundo subterráneo. Con todo, ellos
han de retornar siempre de nuevo; así, por ejemplo, Prometeo encadenado, en la
figura y aspecto del trabajador. Los dioses crean desde lo atemporal; los titanes
empero, actúan e inventan en el tiempo. Se hallan emparentados más con la técnica
que con las artes. De allí que Hölderlin aconsejase al poeta soñar y dejarse consolar
por Dionisos, mientras sea que dominen los “hombres del acero”, no obstante, él
sabe que los dioses han de retornar.

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Con respecto al cálculo. El exponente es la cifra puesta encima de un número base,
que anuncia cuan seguido puede ser multiplicado (o potenciado) éste consigo
mismo. En la equivalencia 2³=8, el número base es igual a 2, el exponente es igual a
3, y el resultado es igual al número 8. El número base se llama también “la raíz” y el
exponente es “el índice”. El signo de equivalencia o de igualdad representa “el
medio”. El medio media, divide y reúne a la vez.

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Respecto a la botánica. Si transportamos esta equivalencia a un símil,


concebiríamos el número base como siendo la raíz, el signo vinculante siendo el
tronco y el exponente como la corona de un árbol. El resultado es el fruto. Este ha
de ser considerado, dentro de poco, como un puro producto y, por lo tanto, fuera de
toda valoración económica, estética y moral, que los caracterice.

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En relación con la rectitud de la escritura. “Exponer” es tanto “alejarse” como


“explicitar” o “interpretar”. Yo me ocupo con un trabajo, un trozo de escrito hasta
en sus partes integrales, corrijo su disposición y la interpreto.
“Exponerse” significa “alejarse”, “instalarse afuera”, en especial, frente al peligro.
Es, visto desde un punto de vista neutral, un “resaltar-se”. Esta capacidad (la
expositiva) es por lo pronto puramente potencial, pero logra hechos. (Los
accidentes en el sentido de Tomás de Aquino.) Propiedades como las de Bien y Mal,
Bello y Feo les son colgadas a ellos como etiquetas según el lugar y la gente. Casi
siempre influye la distancia misma también sobre la óptica, y con ello en el estilo;
algo así como: no “yo soy juzgado”, sino más bien “yo participo en mi
enjuiciamiento”. Lo que atañe ya a la trascendencia.
La participación exponencial en hechos y obras determina la apariencia que ellas
provocan. Sobre la duración vital de una poesía o de una obra de arte determina
únicamente el número base, esto es, su carácter.

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Respecto a la biografía. En la vida se expone uno cual más cual menos. El uno
prospera con sus hallazgos, el otro los derrocha o los desperdicia y los entierra,
entremedio háyase el justo y preciso medio, la economía de la casa.
El individuo puede duplicar su fuerza, multiplicarla por diez, lo que no cambia nada
en la base. Napoleón hacía valer su presencia en el campo de batalla por cien mil
hombres. Empero fracasaba en el carácter, no en la potencia. Esto vale también en
forma eminente para Hitler.

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En relación con la trascendencia. Hay encuentros a todo trance, que ponen en


cuestionamiento el cuerpo y la vida, éstos abren un amplio espectro entre
inteligencia política y disciplina ética.
Del último encuentro, aquél con la muerte, no puede escaparse nadie. Allí se expone
cada cual, en forma absoluta. Su potencia se sustrae al tiempo y a la cifra. Se vuelve
imaginaria. Si instalamos para el individuo, como para el que de sí mismo se
desconoce, el número base “X”, éste se expondrá infinitamente: X .
Recién ahora deviene el individuo “indivisible”, como lo afirma su nombre. Que su
potencia sobrepase toda medida y toda valoración, encierra una esperanza que
supera aquella del paraíso. El arte y los cultos encierran y adornan la barrera del
tiempo; el sacramento de la muerte lo cruza cada cual solo.
Tolstoi describió en la muerte de Iván Ilisch, el tránsito por el cual la existencia ya
no es más sustraída, sino a la que se renuncia.
Al respecto agrega Heidegger: “La renuncia no toma. La renuncia da. Ella da la
fuerza inagotable de lo infinito.”

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Lo mismo dice Schopenhauer, en su “Doctrina de la indestructibilidad de nuestra


verdadera naturaleza a través de la muerte”: “Para nosotros es y sigue siendo la
muerte una cosa negativa, un cesar de vivir; sólo que ella tiene que tener también
un lado positivo, que nos queda empero oculto, porque nuestro intelecto sigue
siendo incapaz de asirlo del todo. Desde ese ángulo reconocemos, pues, qué es lo
que perdemos con la muerte, pero no lo que ganamos con ella.

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Mas la sospecha no conduce a ninguna parte. El pensador voraz se lamenta, porque


a nosotros se nos esconde justamente entonces la luz, cuando recién comienza a
alborear una nueva mañana: “Si un filósofo, entretanto, imaginara que él mismo
hallaría su propio consuelo para sí al morir, y con ello resolvería así un problema,
que le ha ocupado frecuentemente, entonces, de esa forma, puede que le pase en
verdad como a alguien que, justo cuando ha dado con el concepto de lo que andaba
buscando, se le extingue sin más la fuente de luz”.

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Aquí nos cabe entretanto cierta duda. Puesto que si una luz muy fuerte comienza a
brillar, no apaga a la otra más débil, sino que la absorbe en su fulgor. Nietzsche
profetizó un relámpago de tiempo de una densidad tal, que mil años no sólo
pasarían “como un día”, sino como parte rota de un segundo. De esa forma, lo
“eterno” se consume desde lo atemporal.
Para Hölderlin la barrera del tiempo es la pared de la cárcel que ha de ser derribada
en “lo más sagrado de las tormentas”.

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Así, si hay una flor en el espacio, ella no es barrida por la marea de la luz, sino que
brilla por esto aún más fuerte: es integrada. Ella es liberada, porque el adorno y la
belleza no bastan; tal es la razón por la que es mortal. La moneda arrojada se
transforma en oro en la aduana, el óbolo se vuelve un abrepuertas.

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También después del cambio de siglo ha de continuar el alejamiento del hombre de


la historia. Los grandes símbolos, “corona y espada”, siguen en lo sucesivo
perdiendo su significado; el cetro se ha transformado. Los límites históricos han de
ser borrados; la guerra sigue siendo proscrita, el despliegue de poder y la amenaza
se hacen planetarios e universales.

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El próximo siglo pertenece a los titanes; los dioses se desvanecen aún más en su
aparecer. Ya que han de retornar, como lo han hecho siempre, el siglo 21 devendrá
entonces –visto desde un punto de vista religioso– como un eslabón intermedio y,
por tanto, un “ínterin”. ”Dieu se retire”.
Que el Islam aparezca siendo una excepción, no debe llevar a ningún engaño. No se
debe a que él sea superior durante esta época, sino que –visto desde lo titánico– es
tempestivo.

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Los titanes van y vienen como potencias naturales; son representados


figurativamente también por medio de animales y hombres.
Hölderlin predice su advenimiento en el himno “Pan y Vino”. Él delimita también
su dominio, en la medida que lo explica como un ínterin. Él alude con esto a que en
tiempos de “penuria”, o sea, en tiempos en que los dioses se hallan lejanos, para el
poeta “es mejor dormir”. Con esto no excluye que pueda acontecer entretanto algo
potente, y en cierta forma violento. Nacen “héroes en cunas de acero” que, sin
embargo, tan sólo se “asemejan” a los celestes.
El último refugio –sueño, ebriedad y olvido– lo haya el poeta con Dionisos. A este
respecto, anda Hölderlin de conformidad de la mano con Nietzsche.

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Desde Schopenhauer observamos el mundo como un campo de juego de la ciega


voluntad; ella es titánica, subordinada, por cierto, al eterno cambio, pero de
naturaleza pasajera.
“Pues todo, lo que surge y es de valor, ha de sucumbir.”
La cuestión, entonces de cómo a pesar de la ceguera de la voluntad surgen
figuraciones, la ha respondido ya Darwin. “¿Entonces un Taj Mahal surgiría
también del arrojo casual de un montón de piedras?” –se podría replicar.
Schopenhauer, que por lo demás rechazaba la teoría de Darwin, busca el sentido
propio de la humanidad en la intuición, por lo tanto, en la no-acción. Este
conocimiento atemporal produce cultos e ideas y, ante todo, obras de arte. Él cree
que alguna vez podría advenir sobre Europa una forma de “budismo purificador”:
“Por tanto, se trata de una metafísica popular, de una religión.” O, como dice
Ruskin: “La tarea definitiva del arte es la exposición de la acción divina en la
naturaleza.” Luego, un acercamiento.

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Mientras Hölderlin enfrenta en su visión al ínterin con miedo y Schopenhauer le


sale al encuentro al titanismo con cierto escepticismo, Nietzsche se siente con él en
su casa. En su año decisivo y fatal de 1888 anota éste, que reconoce al siglo XXI
como su hogar espiritual. Esta acentuación creciente de la voluntad corresponde al
desarrollo imperioso que brota de la energía dentro del mundo técnico.

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Característico de la afirmación de la voluntad en Nietzsche es su relación con el


tiempo. Mientras que Kant cuenta al tiempo como una de las formas de la intuición,
es éste para Nietzsche de una realidad incondicionada. Esta posición alcanza su
punto más extremo con la doctrina del eterno retorno.
Esta doctrina suele ser mal entendida la mayor parte de las veces, porque no ha sido
fruto del conocimiento, sino de una confesión.

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Oswald Spengler acentúa en especial el valor que los occidentales le han otorgado
permisivamente al tiempo. A esto le siguen asimismo formas específicas de medir
el tiempo. Desde la época gótica los relojes pertenecen, junto a la cruz, dentro de la
factura y decorado de la torre de la iglesia. Su tañido suena y recubre toda la región.
Este desarrollo ha comenzado alrededor del año mil con la invención del reloj de
engranaje, que relevó a los relojes elementales o primarios. Nuestro siglo se
caracteriza entre otras cosas por ser una edad de los relojes: su precisión y duración
se acerca ya a la plenitud. A ello se suma el que su ritmo no sólo mensura lo más
pequeño y lo más grande, desde el átomo hasta el universo, sino que también, cual
motor, determina el movimiento cotidiano [del hombre].

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El reloj de cuarzo es el retorno del reloj elemental a un nivel espiritual. La tierra se


despelleja.

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El hundimiento del Titanic, su fracaso frente al Eisberg, es un signo prometeico,


como sólo pueden darse éstos en el mito. Entre otras cosas ha de concluirse desde
aquí, que con el progreso de lo que se trata, de hecho, es de un ínterin –de un
fenómeno– que tiene inicio y fin. Que los árboles no crecen en el cielo, es algo que
ya sabemos hace rato.
Sólo que ahora se nos plantea la pregunta, como irá a verse la tierra, o “qué quiere
ella”. Las visiones apocalípticas parecen repetirse hacia el final de un siglo; hoy
corresponden al temple del mundo, de naturaleza predominantemente técnica.
Frente a ello, los astrólogos predicen una espiritualización extraordinaria y nada
común. Con esto armoniza asimismo la esperanza cristiana de una edad del espíritu
santo, que le sigue como tercera a la del padre y a la del hijo. Y con ello un tercer
testamento, cuya versión queda reservada a los poetas.

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Si ha de ser considerado el ínterin como algo desembozado, y por tanto también


como un delineado resurgimiento de los titanes, del mismo modo ha de asociarse a
ello, ante todo, una modificación de la tierra tal como esto ya se anuncia, y no
ulteriormente a través de catástrofes. Probablemente se han de sobrestimar en esto
los efectos en conjunto y el endeudamiento del hombre. Ex negativo puede
extraerse de aquí que el hombre se muestra al final como siendo impotente; si es
que acaso [él mismo] no arroja más leña al fuego.
Hace 200 años que hemos sido concebidos en una revolución mundial, por medio
de la cual han sido modificadas naturaleza y sociedad; en esto se anticipan los
impulsos técnicos a los sociales. Visto históricamente, se repite una situación que se
ha dado con frecuencia, así ha sido con la invención de armas e instrumentos, por
las guerras, las migraciones de los pueblos, y la devastación de paisajes por la
explotación exhaustiva de bosques y de praderas.
Cabe la pregunta empero, si con la perspectiva histórica basta o si acaso nos
encontramos al final de la historia, y de este modo ya fuera de ésta. Muchos indicios
apuntan hacia esta dirección, que la revolución de la tierra determina y encierra la
revolución mundial. También esto sería una repetición, ciertamente de un enorme
ciclo, en el que no se mide más por épocas históricas, sino por edades terrestres. Lo
que se acerca, en cierto aspecto mítico, a Hesíodo y científicamente al sistema de
Cuvier.
Esta perspectiva se va aceptando cada vez más, incluso se ha hecho popular. Ello,
cabe reflexionar asimismo, si evaluamos efectivamente de manera correcta el
significado de las grandes modificaciones que se han producido, como las del clima,
de la atmósfera, de las cifras en la natalidad. La atención ante las estadísticas y el
horror ante las enormes cifras le son ajenas a los titanes.

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No sólo han de ser esperadas pérdidas, sino también sorpresas. Como, p. ej., nuevas
fuerzas y materias en lo inorgánico y nuevos tipos de animales en el mundo
orgánico. Navegaciones en lo invisible pueden contrapesar también el
descubrimiento de continentes.
Estos son desarrollos de fuerzas naturales, a las que ha de sumarse también la
asistencia humana. No han de ser confundidos con los fenómenos en el sentido de
culto religioso. Con ellos se acaba el ínterin.

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También allí donde las potencias naturales parecen equipararse unas con otras,
acontece esto sin un ordenamiento de rangos. Las figuras hercúleas, centáuricas y
prometeicas han comenzado a delinearse, como una de sus primeras se halla la del
trabajador. La técnica es su uniforme. Como lenguaje mundial libera ésta la tríada
de los bombos de las cifras y del alfabeto, en definitiva quizás hasta de la enseñanza
escolar obligatoria. Se aprende por juegos y viendo, de modo existencial.
No hay que olvidar tampoco a los gigantes y a las quimeras; ellas aparecen allí
donde la investigación de la técnica nuclear y de la genética van llegando a sus
límites, y comienzan ya a traspasarlos.

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La creciente espiritualización es en efecto altamente peligrosa, sin embargo,


también es capaz de ofrendar palabras de aniquilamiento
Por ejemplo, para la guerra, en la medida que la reduce a un intercambio de
fórmulas. El derrotado se entrega como en una partida de ajedrez. Si acaso lograra
reformular el tablero, de juego le depararía el mismo destino de los gigantes.

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Asimismo, la forma mundial del estado no ha de lograr suprimir la violencia,


puesto que ella pertenece a la creación. La guerra se transforma en acciones
policíacas de un alcance más grande y más pequeño. Ya que las armas atómicas han
sido monopolizadas, las revueltas no tienen ninguna perspectiva y, sin embargo, el
terror irá en aumento.

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El progreso de la técnica puede desembocar también en la magia. Las negociaciones


de pensamientos en acciones comienzan a abrirse paso en algunos ámbitos,
especialmente en los del tránsito. Ya una conversación telefónica no resulta ser tan
sencilla como lo parece. Barreras de luz, transplantados, quimeras, apariciones de
muertos en la pantalla y suma y sigue.

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Multiplícanse los biotopos, en los que ya no hace falta siquiera mover un dedo. Un
estado semejante nos aleja de la historia ya, de hecho, porque causa intranquilidad
y desazón. Nietzsche lo había previsto con “el último hombre”, y Huxley lo ha
detallado muy bien. El ínterin achata. A ello ha de asociarse también la caída de la
piel –una existencia sin conciencia histórica ni grandes pretensiones– se vive
meramente para el día.
Las elites se achican y se vuelven cada vez más poderosas, pues también ellas
alcanzan los límites en los cuales se modifica el pensamiento.

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Los titanes viven y realizan su actuar en el tiempo. Su poder se confirma con el


eterno retorno. Esta eternidad no es el fin del tiempo o de los tiempos, sino su
infinito dilatarse. Un corte, y ya se ha alcanzado su fin.
Los titanes no requieren de ningún rezo; a ellos se les sirve por medio del trabajo.
Son altamente considerados, a pesar de que su nombre se oculte tras sus acciones.
De tal forma que hoy ya no se dice más Uranos, sino Urano. Tampoco Plutón,
siendo poderoso en la tierra, pertenece al Olimpo.

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Los dioses no son eternos, sino atemporales, de modo que los rezos que se dirigen a
ellos no satisfacen la esperanza terrena, sino que se cumplen por encima de toda
esperanza.
La llegada de los dioses se puede presentir, pero no calcular ni predecir. Con todo,
ellos han de aparecer, porque sin dioses no hay cultura. Las expectativas ante los
grandes cambios, tanto ingenuos como bien fundados, se dirigen hacia las
revelaciones.
Una revelación puede ir fomentándose en su irradiar por mil años y más tiempo
todavía y responder como un eco, pero se va debilitando cada vez más con el
tiempo, y así termina por agotar a la teología. Cada prédica se convierte cuál más o
cual menos en una buena oración fúnebre. De allí que su resultado en los sepelios
sea más efectivo.

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En el ínterin, los mismos dioses en la poesía aparecen siendo intempestivos; lo


mejor es cuando se neutraliza su nombre. A esto le sigue que lo divino, para
aparecer en la forma más alta de espiritualización no requiera de máscaras de
animales, ni de hombres. Por cierto que nuevas mutaciones condicionan también
un nuevo estadio en el conocimiento. Pero en ello no habrá un estado de
precariedad, pues las tijeras cortan siempre más fuerte cuando han empezado a
cerrarse.

(versión de Breno Onetto-Muñoz, Santiago-Playa Ancha, 1998/2000)

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