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METAMORFOSIS.
UN PRONÓSTICO PARA EL SIGLO XXI
Alguien que hable (ahora y una vez más) de dioses no se torna por esto, ni de esa
manera, una persona por completo irrefutable, como lo fuera durante la primera
mitad de nuestro siglo, incluso con las elites, ya desde Voltaire.
Lo cierto es que estos doscientos años representan un corte insignificante y quizá
hasta sólo una interrupción, comparado con épocas en las que dioses y demonios
fueron reverenciados. Es natural que también siempre haya habido, ya antes de
Luciano, espíritus que se burlaban de los dioses, al menos de aquellos de los demás.
Si bien siempre se mantuvo el asunto entre unos pocos, todavía con San Agustín se
hallaban estos dioses presentes, aunque les concediese a ellos sólo un carácter
demónico o titánico. Su cuestionamiento de si acaso aquellos dioses podían
establecer o mantener un reino en este mundo, atañe a lo medular de nuestra
situación actual. Cuando Nietzsche sopesa a Apolo y a Dionisos uno frente al otro,
apunta de esa forma mucho más allá de un simbolismo de orden mitológico, a lo
que se alude es a una sustancia mítica.
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También los dioses cuentan entre nuestras representaciones. Nos podemos acercar
a ellos como en los sacrificios y las oraciones, pero no detrás de la cortina desde la
cual ellos mismos aparecen, ellos se mantienen allí en la “cosa en sí”. Mediante
estas coordenadas (La Religión dentro de los límites de la pura razón) se
normativizó a su modo a Kant, en su tiempo, como un “profanador del cristianismo
y un peligroso innovador de la fe” (y por orden del gabinete prusiano, en 1794).
Con la esperanza de un encuentro con los dioses se fundaron cultos; elevarlos a
certeza sigue siendo la tarea de éstos. Un culto es tanto más sobrecogedor, cuanto
más convincente se celebre este saber en las fiestas y las obras de arte. En la ciudad
que se acercó a los eternos tuvo que hacerse sacra la obra de arte y lo sagrado
alcanzar la forma del arte. Esto es algo inalcanzable en el tiempo, de allí que en una
disputa de imágenes pueda esto alcanzar cierto nivel de ajuste, pero ningún
resultado. En la ciudad eterna no existen los templos, porque el arte ha alcanzado la
belleza atemporal, a la que aspiraba incansablemente, mas siempre en vano. Hemos
de conformarnos con lo que se nos ha otorgado, como una anciana que venera un
trozo de hueso como una reliquia.
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La lucha de los titanes y el crepúsculo de los dioses son metahistóricos, ellos echan
mano de la historia a partir de la naturaleza y del cosmos. Considerados
temporalmente, es de suponer que los titanes precedieron a los dioses y, a su vez,
administraban el caos. A esto le siguió el mito que afirma que fueron los titanes
quienes generaron y educaron a los dioses. Su revuelta hizo temblar el Olimpo,
luego fueron refrenados por Zeus y exiliados al mundo subterráneo. Con todo, ellos
han de retornar siempre de nuevo; así, por ejemplo, Prometeo encadenado, en la
figura y aspecto del trabajador. Los dioses crean desde lo atemporal; los titanes
empero, actúan e inventan en el tiempo. Se hallan emparentados más con la técnica
que con las artes. De allí que Hölderlin aconsejase al poeta soñar y dejarse consolar
por Dionisos, mientras sea que dominen los “hombres del acero”, no obstante, él
sabe que los dioses han de retornar.
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Con respecto al cálculo. El exponente es la cifra puesta encima de un número base,
que anuncia cuan seguido puede ser multiplicado (o potenciado) éste consigo
mismo. En la equivalencia 2³=8, el número base es igual a 2, el exponente es igual a
3, y el resultado es igual al número 8. El número base se llama también “la raíz” y el
exponente es “el índice”. El signo de equivalencia o de igualdad representa “el
medio”. El medio media, divide y reúne a la vez.
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Respecto a la biografía. En la vida se expone uno cual más cual menos. El uno
prospera con sus hallazgos, el otro los derrocha o los desperdicia y los entierra,
entremedio háyase el justo y preciso medio, la economía de la casa.
El individuo puede duplicar su fuerza, multiplicarla por diez, lo que no cambia nada
en la base. Napoleón hacía valer su presencia en el campo de batalla por cien mil
hombres. Empero fracasaba en el carácter, no en la potencia. Esto vale también en
forma eminente para Hitler.
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Aquí nos cabe entretanto cierta duda. Puesto que si una luz muy fuerte comienza a
brillar, no apaga a la otra más débil, sino que la absorbe en su fulgor. Nietzsche
profetizó un relámpago de tiempo de una densidad tal, que mil años no sólo
pasarían “como un día”, sino como parte rota de un segundo. De esa forma, lo
“eterno” se consume desde lo atemporal.
Para Hölderlin la barrera del tiempo es la pared de la cárcel que ha de ser derribada
en “lo más sagrado de las tormentas”.
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Así, si hay una flor en el espacio, ella no es barrida por la marea de la luz, sino que
brilla por esto aún más fuerte: es integrada. Ella es liberada, porque el adorno y la
belleza no bastan; tal es la razón por la que es mortal. La moneda arrojada se
transforma en oro en la aduana, el óbolo se vuelve un abrepuertas.
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El próximo siglo pertenece a los titanes; los dioses se desvanecen aún más en su
aparecer. Ya que han de retornar, como lo han hecho siempre, el siglo 21 devendrá
entonces –visto desde un punto de vista religioso– como un eslabón intermedio y,
por tanto, un “ínterin”. ”Dieu se retire”.
Que el Islam aparezca siendo una excepción, no debe llevar a ningún engaño. No se
debe a que él sea superior durante esta época, sino que –visto desde lo titánico– es
tempestivo.
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Oswald Spengler acentúa en especial el valor que los occidentales le han otorgado
permisivamente al tiempo. A esto le siguen asimismo formas específicas de medir
el tiempo. Desde la época gótica los relojes pertenecen, junto a la cruz, dentro de la
factura y decorado de la torre de la iglesia. Su tañido suena y recubre toda la región.
Este desarrollo ha comenzado alrededor del año mil con la invención del reloj de
engranaje, que relevó a los relojes elementales o primarios. Nuestro siglo se
caracteriza entre otras cosas por ser una edad de los relojes: su precisión y duración
se acerca ya a la plenitud. A ello se suma el que su ritmo no sólo mensura lo más
pequeño y lo más grande, desde el átomo hasta el universo, sino que también, cual
motor, determina el movimiento cotidiano [del hombre].
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No sólo han de ser esperadas pérdidas, sino también sorpresas. Como, p. ej., nuevas
fuerzas y materias en lo inorgánico y nuevos tipos de animales en el mundo
orgánico. Navegaciones en lo invisible pueden contrapesar también el
descubrimiento de continentes.
Estos son desarrollos de fuerzas naturales, a las que ha de sumarse también la
asistencia humana. No han de ser confundidos con los fenómenos en el sentido de
culto religioso. Con ellos se acaba el ínterin.
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También allí donde las potencias naturales parecen equipararse unas con otras,
acontece esto sin un ordenamiento de rangos. Las figuras hercúleas, centáuricas y
prometeicas han comenzado a delinearse, como una de sus primeras se halla la del
trabajador. La técnica es su uniforme. Como lenguaje mundial libera ésta la tríada
de los bombos de las cifras y del alfabeto, en definitiva quizás hasta de la enseñanza
escolar obligatoria. Se aprende por juegos y viendo, de modo existencial.
No hay que olvidar tampoco a los gigantes y a las quimeras; ellas aparecen allí
donde la investigación de la técnica nuclear y de la genética van llegando a sus
límites, y comienzan ya a traspasarlos.
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Multiplícanse los biotopos, en los que ya no hace falta siquiera mover un dedo. Un
estado semejante nos aleja de la historia ya, de hecho, porque causa intranquilidad
y desazón. Nietzsche lo había previsto con “el último hombre”, y Huxley lo ha
detallado muy bien. El ínterin achata. A ello ha de asociarse también la caída de la
piel –una existencia sin conciencia histórica ni grandes pretensiones– se vive
meramente para el día.
Las elites se achican y se vuelven cada vez más poderosas, pues también ellas
alcanzan los límites en los cuales se modifica el pensamiento.
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Los dioses no son eternos, sino atemporales, de modo que los rezos que se dirigen a
ellos no satisfacen la esperanza terrena, sino que se cumplen por encima de toda
esperanza.
La llegada de los dioses se puede presentir, pero no calcular ni predecir. Con todo,
ellos han de aparecer, porque sin dioses no hay cultura. Las expectativas ante los
grandes cambios, tanto ingenuos como bien fundados, se dirigen hacia las
revelaciones.
Una revelación puede ir fomentándose en su irradiar por mil años y más tiempo
todavía y responder como un eco, pero se va debilitando cada vez más con el
tiempo, y así termina por agotar a la teología. Cada prédica se convierte cuál más o
cual menos en una buena oración fúnebre. De allí que su resultado en los sepelios
sea más efectivo.
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