Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
uiopasdfghjklzxcvbnmqwertyuiopasd
fghjklzxcvbnmqwertyuiopasdfghjklzx
cvbnmqwertyuiopasdfghjklzxcvbnmq
wertyuiopasdfghjklzxcvbnmqwertyui
DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS
opasdfghjklzxcvbqwertyuiopasdfg
BECCARIA
hjklzxcvbnmqwertyuiopasdfghjklzxc
vbnmqwertyuiopasdfghjklzxcvbnmq
wertyuiopasdfghjklzxcvbnmqwertyui
opasdfghjklzxcvbnmqwertyuiopasdfg
hjklzxcvbnmqwertyuiopasdfghjklzxc
vbnmqwertyuiopasdfghjklzxcvbnmq
wertyuiopasdfghjklzxcvbnmqwertyui
opasdfghjklzxcvbnmqwertyuiopasdfg
hjklzxcvbnmrtyuiopasdfghjklzxcvbn
mqwertyuiopasdfghjklzxcvbnmqwert
yuiopasdfghjklzxcvbnmqwertyuiopas
INDICE
Presentación de Chantal López y Omar Cortés.
Al lector.
Introducción.
Origen de las penas y Derecho de penal.
Consecuencias.
Interpretación de las leyes.
Obscuridad de las leyes.
De la detención.
Indicios y formas en los juicios.
De los testigos.
Acusaciones secretas.
Preguntas sugestivas. Disposiciones.
De los juramentos.
Del tormento.
Procesos y prescripciones.
Atentados, complices, impunidad.
Mitigación de las penas.
De la pena de muerte.
Bando y confiscaciones.
2
Infamia.
Prontitud de la pena.
Certidumbres de las penas. Gracias.
Asilos.
De poner a precio la cabeza de los reos.
Proporción entre los delitos y las penas.
Medida de los delitos.
División de los delitos.
Delitos de lesa majestad.
Delitos contra la seguridad de los particulares. Violencias. Penas de los nobles.
Injurias al honor.
De los duelos.
Hurtos.
Contrabandos.
De los deudores.
De la tranquilidad pública.
Del ocio político.
Del suicidio y de los emigrantes.
Delitos de prueba dificil.
De un género particular de delitos.
3
Falsas ideas de utilidad.
Del espíritu de familia.
El fisco.
Cómo se previenen los delitos.
Conclusión.
4
PRESENTACIÓN
El medianamente comprender ese auténtico laberinto de conceptos antiquísimos que
servían de base al criterio francamente escalofriante que sobre el derecho penal
privaba, llevóle un considerable tiempo, pero la ayuda, explicaciones y consejos de los
hermanos Verri sirviéronle mucho para ir poco a poco entiendiendo esa madeja de
disposiciones y contradisposiciones que en muchos casos se contradecían. Así, César
Beccaria tardaría un poco más de un año en escribir la obra que a la postre le daria
renombre universal, Tratado de los delitos y de las penas.
Finalmente su libro aparecería publicado en el mes de julio de 1764 logrando un
enorme éxito, puesto que en dos años se hicieron cuatro ediciones.
César Beccaria moriría el 24 de noviembre de 1794, legando a la humanidad su
magistral libro que en mucho serviría para sentar los mínimos criterios de certidumbre
y claridad que siempre deben estar presentes en el derecho penal.
Chantal López y Omar Cortés
5
AL LECTOR
Algunos restos de la legislación de un antiguo pueblo conquistador, compilada por
orden de un príncipe que reinaba hace doce siglos en Constantinopla, envueltos en el
fárrago voluminoso de libros preparados por obscuros intérpretes sin carácter oficial,
componen la tradición de opiniones que una gran parte de Europa honra todavía con
el nombre de Leyes; y es cosa tan funesta como general en nuestros días, que una
opinión de Carpzovio, una antigua costumbre referida por Claro, un tormento ideado
con iracunda complacencia por Farinaccio, sean las leyes a que con obediencia segura
obedezcan aquéllos que deberían temblar al disponer de las vidas y haciendas de los
hombres. Estas leyes, reliquias de los siglos más bárbaros, vamos a examinarlas en este
libro en aquélla de sus partes que se refiere al derecho criminal; y los desórdenes de
las mismas osaremos exponérselos a los directores de la felicidad pública con un estilo
que deje al vulgo no ilustrado e impaciente la ingenua indagación de la verdad. La
independencia de las opiniones vulgares con que está escrita esta obra, se debe al
blando e ilustrado gobierno bajo el que vive el autor de ella.
Los grandes monarcas, los bienhechores de la humanidad que nos rigen, gustan de las
verdades expuestas por cualquier filósofo obscuro con un vigor desprovisto de
fanatismo, propio sólo del que se atiene a la fuerza o a la industria, pero rechazado por
la razón; y para el que examine bien las cosas en todas sus circunstancias, el desorden
actual es sátira y reproche propios de las edades pasadas, pero no de este siglo, con
sus legisladores.
Quien quiera honrarme con su crítica debe comenzar, por consiguiente, ante todo, por
comprender bien la finalidad a que va dirigida esta obra; finalidad que, bien lejos de
disminuir la autoridad legítima, serviría para aumentarla, si la opinión puede en los
hombres más que la fuerza y si la dulzura y la humanidad la justifican a los ojos de
todos. Las mal entendidas críticas publicadas contra este libro, se fundan sobre
confusas nociones de su contenido, obligándome a interrumpir por un momento mis
6
razonamientos ante sus ilustrados lectores para cerrar de una vez para siempre todo
acceso a los errores de un tímido celo o a las calumnias de la maliciosa envidia.
Son tres las fuentes de que manan los principios morales y políticos que rigen a los
hombres: la revelación, la ley natural y los convencionalismos ficticios de la sociedad.
No hay comparación entre la primera y las otras dos fuentes, cuanto al fin principal de
ella; pero se asemejan en que las tres conducen a la felicidad en esta vida mortal.
Considerar las relaciones de la última de las tres clases, no significa excluir las de las
dos clases primeras; antes bien, así como hasta las más divinas e inmutables, por culpa
de los hombres de las falsas religiones y las arbitrarias nociones de delicia y de virtud,
fueron alteradas de mil modos distintos en sus depravadas mentalidades, así también
parece necesario examinar separadamente de cualquier otra consideración lo que
pueda nacer de las meras comprensiones humanas, expresas o supuestas por
necesidad y utilidad común; idea en que necesariamente debe convenir toda secta y
todo sistema de moral; así es que siempre será una empresa laudable la que impulsa
hasta a los más obstinados e incrédulos sujetos a conformarse con los principios que
impulsan a los hombres a vivir en sociedad. Tenemos, por consiguiente, tres clases
distintas de virtudes y de vicios: religiosas, naturales, y políticas. Estas tres clases nunca
deben contradecirse; pero no todas las consecuencias y deberes que resultan de una
de ellas, derivan de las demás. No todo lo que exige la revelación lo exige la ley
natural; ni todo lo que exige la ley natural lo exige la mera ley social; pero es
importantísimo separar lo que resulta de los convencionalismos expresos o de los
pactos tácitos de los hombres, pues tal es el límite de la fuerza que puede ejercerse
legítimamente de hombre a hombre, a no mediar una misión especial del Ser
Supremo. Por tanto, la idea de la virtud política puede llamarse sin tacha variable, en
tanto que la de la virtud natural sería siempre límpida y manifiesta si no la
obscureciesen la imbecilidad o las pasiones de los hombres y la de la virtud religiosa
será siempre pura y constante, por haber sido revelada inmediatamente por Dios y
conservada por él.
Así es que sería erróneo atribuir a quien habla de convenciones sociales y de las
consecuencias de la misma, principios contrarios bien a la ley natural o a la revelación,
7
puesto que no se trata ni de la una ni de la otra. Hablando de un estado de guerra
antes del estado de sociedad, sería erróneo tomar estos conceptos en el sentido que
los dio Tomás Hobbes, es decir como faltos de ningún deber o de ninguna obligación
anterior, en lugar de tomarlos como un hecho nacido de la corrupción de la naturaleza
humana y de la falta de una sanión expresa. Sería erróneo acusar de delito a un
escritor que considerase las consecuencias del pacto social si antes no hubiese
admitido primeramente el pacto mismo.
La justicia divina y la justicia natural son inmutables y constantes por esencia, porque
la relación entre los dos mismos objetos es siempre la misma; pero la justicia humana,
o sea la justicia política, como no es más que una relación entre la acción y el distinto
estado de la sociedad, puede variar a medida que la acción en cuestión se haga
necesaria y útil a la sociedad y sólo llega a distribuirse bien por el que analiza las
complicadas y mutabilísimas relaciones de las convenciones civiles. Desde el momento
en que estos principios, que son esencialmente distintos, se confunden, se pierde toda
esperanza de razonar bien en asuntos públicos. Incumbe a los teólogos trazar los
límites entre lo justo y lo injusto, en cuanto se refiere a la malicia o a la bondad del
acto, pero el establecer las relaciones de lo justo y de lo injusto desde el punto de vista
político, o sea en relación con la utilidad o el daño de la sociedad, es asunto del
publicista. Uno de estos objetos no podrá nunca prejuzgar al otro, pues todos vemos
que la virtud puramente política debe ceder ante la inmutable virtud que emana de
Dios.
Volveré a repetir que todo el que quisiese honrarme con sus observaciones críticas, no
debe comenzar suponiendo en mí principios destructores de la virtud o de la religión,
puesto que he demostrado que no son tales mis intenciones; y así, en vez de
presentarme como incrédulo o sedicioso, lo que debe hacer es procurar señalarme
como un lógico malo o un político imprevisor; no tiemble a cada proposición que
sostenga los intereses de la humanidad; convénzame de la inutilidad o del daño
político que podrían nacer de mis principios y hágame ver las ventajas de las prácticas
admitidas.
8
En las Notas y observaciones, he dado público testimonio de mi religiosidad y sumisiÓn
a mi soberano, de modo que sería superfluo responder a otros escritos semejantes.
Todo aquel que escriba con la decencia que conviene a los hombres honrados, a la vez.
que con la ilustración conveniente, me dispensará de probar los primeros principios de
cualquier carácter que sean y encontrará en mí más bien que un hombre que trata de
contestar, un enamorado pacífico de la verdad.
INTRODUCCIÓN
Por lo general los hombres suelen descuidar las precauciones más importantes,
abandonándose a la prudencia diaria o a la discreción de aquéllos cuyo interés pueda
ser oponerse a las leyes más providentes, de ventaja universal por naturaleza; y
resisten asimismo al esfuerzo por el cual tienden a condensarse un poco tanto en unos
el colmo del poder y de la dicha y en otros toda la debilidad y la miseria. Por lo cual, si
no después de haber pasado entre millares de errores en las cosas más esenciales a la
vida y a la libertad, sí después de estar cansados de sufrir los males, y llegados a su
extremo, no se entregan a remediar los desórdenes que les oprimen y a reconocer las
verdades más palpables, las cuales, escapan por su misma sencillez a los
entendimientos vulgares no acostumbrados a analizar los asuntos, sino a recibir las
impresiones de golpe, más por tradición que por examen.
Si abrimos las historias, veremos que las leyes, que son, o que deberían ser, pactos
entre hombres libres, por lo general no han sido más que instrumento de las pasiones
de unos pocos, cuando no han nacido de una necesidad fortuita y pasajera; es decir,
que no han sido dictadas por un frío estudioso de la naturaleza humana que
concentrase en un solo punto los actos de una multitud humana, considerándolas
desde este ángulo visual la máxima felicidad dividida entre el mayor número. Felices
son las poquísimas naciones que no aguardaron a que el lento movimiento de las
combinaciones y vicisitudes humanas, hiciese suceder en el límite extremo de los
males un encaminamiento hacia el bien, sino que aceleraron con buenas leyes los
tránsitos intermedios; y merece la gratitud de los hombres el filósofo que desde la
9
obscuridad de su despreciado aposento de estudio, tuvo el valor de lanzar entre la
multitud las primeras semillas de las verdades útiles, largol tiempo infructuosas.
Conocidas son las verdaderas relaciones entre el soberano y sus súbditos y entre las
diversas naciones; el comercio se ha animado al aspecto de las verdades filosóficas
vulgarizadas por la imprenta y entre las naciones se ha encendido una tácita guerra de
industrias, la más humana y digna de los hombres razonadores. Frutos son éstos
debidos a la luz de nuestro siglo. Pero son poquísimos los que han examinado y
combatido la crueldad de las penas y la irregularidad de los procedimientos criminales,
parte de la legislación que es tan principal y que tan descuidada está en casi toda
Europa. Poquísimos son los que remontándose a los principios generales, aniquilaron
los errores acumulados por los siglos, frenando, por lo menos con la fuerza que
pudieran tener las verdades conocidas, el excesivo libre curso de la mal dirigida fuerza
que hasta ahora ha autorizado el largo ejemplo de las frías atrocidades. Y sin embargo,
los gemidos de los débiles sacrificados a la cruel ignorancia y a la rica indolencia, los
bárbaros tormentos multiplicados con severidad pródiga e inútil por delitos no
probados o quiméricos, la melancolía y horrores de la prisión, aumentados por el
verdugo más cruel de los desgraciados, la incertidumbre, además, debieran sacudir el
corazón de los magistrados que guían las opiniones de los seres humanos.
El inmortal Presidente Montesquieu ha tratado rápidamente este asunto y la indivisible
verdad me fuerza a seguir las huellas luminosas de tan grande hombre, seguro como
estoy de que los pensadores, a quienes me dirijo, sabrán distinguir mis pasos de los
suyos. Me consideraré afortunado si llego a conseguir, como él, la secreta gratitud de
los obscuros y pacíficos secuaces de la razón y si logro inspirar el dulce
estremecimiento con que las almas sensibles responden a los que sostienen los
intereses de la humanidad.
El orden de las cosas me conduciría ahora a examinar y distinguir las distintas clases de
delitos y la manera de penarlos, si la naturaleza de ellos, variable según las diversas
circunstancias de los siglos y de los lugares, no me obligase a un detalle inmenso y
enojoso. Me bastará indicar los principios más generales, y los errores más funestos y
comunes, para desengañar tanto a aquéllos que, por un mal entendido amor de
10
libertad, quisieran introducir la anarquía, como a los que gustarían de reducir a los
hombres a una regularidad claustral.
¿Pero cuáles serán las penas convenientes a tales delitos?
¿La muerte es una pena verdaderamente útil y necesaria para la seguridad y el buen
orden de la sociedad? ¿el tormento es también justo y obtiene el fin que se proponen
las leyes? ¿cuál es la mejor manera de prevenir los delitos? ¿las mismas penas son
igualmente útiles en todos los tiempos? ¿qué influencia tienen sobre las costumbres?
Estos problemas merecen ser resueltos con la precisión geométrica a que no pueden
resistir la niebla de los sofismas, la seductora elocuencia y la duda tímida. Si yo no
tuviese más mérito que ser el primero que hubiera presentado a Italia con alguna
mayor evidencia lo que en otras naciones se haya osado escribir y comenzado a
practicar, me consideraría afortunado sólo por ello; pero si, sosteniendo los derechos
de los hombres y de la invencible verdad, contribuyese a arrancar de los espasmos y
angustIas de la muerte a alguna víctima infortunada de la tiranía o de la ignorancia,
igualmente fatales, las bendiciones y lágrimas de un solo inocente en los transportes
de su alegría, me consolarían del desprecio de los hombres.
ORIGEN DE LAS PENAS Y DERECHO DE PENAL
No puede esperarse ventaja alguna duradera de la política moral, si ésta no se funda
en los sentimientos indelebles en el hombre. Toda ley que se desvíe de éstos,
encontrará siempre una resistencia contraria que al cabo vencerá, del mismo modo
que una fuerza, aunque sea muy pequeña, si se aplica muy continuadamente, vence
cualquier movimiento violento comunicado a un cuerpo.
Consultemos el corazón humano y en él hallaremos los principios fundamentales del
verdadero derecho del soberano para penar los delitos.
Ningún hombre ha hecho el don gratuito de parte de su libertad en vista del bien
público; esta quimera sólo existe en las novelas. Si fuese posible, todos nosotros
11
quisiéramos que los pactos que nos atan con los demás, no nos ligasen; todo hombre
se siente centro de todas las combinaciones del globo.
La multiplicación del género humano, pequeña por sí misma, pero superior con mucho
a los medios que la estéril y abandonada naturaleza ofrecía para satisfacer las
necesidades que cada vez más se enredaban entre sí, fue lo que reunió a loS primeros
salvajes. Las primeras uniones formaron necesariamente otras para resistir a las
primeras; y de este modo el estado de guerra se transportó desde el individuo a las
naciones.
Las leyes son las condiciones mediante las cuales los hombres independientes y
aislados, se unieron en sociedad, cansados de vivir en un continuo estado de guerra,
así como de gozar una libertad inútil por la incertidumbre de conservarla. Por eso,
debieron sacrificar una parte de su libertad para disfrutar del resto, seguros y
tranquilos. La suma de todas estas porciones de libertad sacrificadas al bien de todos,
es lo que forma la soberanía de una Nación, siendo el soberano su legítimo depositario
y administrador. Pero no bastaba formar este depósito; era preciso defenderle de las
usurpaciones de cada hombre en particular, pues el hombre trata siempre de
substraer del depósito, no sólo su porción propia, sino que además procura usurpar las
porciones de los demás. Hacían falta motivos sensibles que bastasen a disuadir el
ánimo despótico de cada individuo de sumergir en el caos antiguo las leyes de la
sociedad. Estos motivos sensibles son las penas establecidas contra los infractores de
las leyes.
Digo motivos sensibles, porque la experiencia ha hecho ver que la mayoría no adopta
principios estables de conducta ni se aleja del principio universal de disolución que se
observa en el Universo físico y moral, sino con motivos que afectan inmediatamente a
los sentidos y que se presentan de continuo a la mente para contrapesar las fuertes
impresiones de las pasiones parciales que se oponen al bien universal, sin que la
elocuencia y las declamaciones, ni aun las más sublimes verdades basten para refrenar
por largo tiempo las pasiones excitadas por las vivas sacudidas de los objetos
presentes. De modo que fue la necesidad la que obligó a los hombres a ceder parte de
su libertad y, por tanto es cosa cierta que ninguno de nosotros desea colocar en el
12
depósito público más que la mínima porción posible, tan sólo aquélla que baste a
inducir a los otros a defender el depósito mismo. El conjunto de estas mínimas
porciones posibles, forma el derecho de penar; todo lo demás es abuso, y no justicia;
es un hecho, y no ya derecho.
Las penas que superan la necesidad de conservar el depósito de la salud pública son
justas por naturaleza; y las penas son tanto más justas cuanto más sagrada e inviolable
es la seguridad y mayor la libertad que el soberano conserva a los súbditos.
CONSECUENCIAS
La primera consecuencia de estos principios es que tan sólo las leyes pueden decretar
las penas de los delitos, sin que esta autoridad pueda residir más que en el legisladar,
que es quien representa a la sociedad entera, unida por un contrato social. Ningún
magistrado (que es una parte de la sociedad) puede con justicia infligir penas contra
otro miembro de la sociedad misma. Pero una pena aumentada más allá del límite
fijado por las leyes, o sea de la pena justa, sería otra pena más; de modo que el
magistrado no puede aumentar la pena establecida para un delincuente ciudadano,
aunque sea bajo el pretexto de un celo mal entendido o del bienestar público.
La segunda consecuencia es que el soberano representante de la sociedad misma sólo
puede dictar leyes generales que obliguen a todos los miembros de aquélla, pero sin
que pueda juzgar más que al que haya violado el contrato social, porque entonces la
nación se dividiría en dos partes: una representada por el soberano que afirma la
violación del contrato, y otra por el acusado, que lo niega. De modo que es necesario
que haya un tercero que juzgue de la verdad del hecho. Aquí tenemos la necesidad de
un magistrado cuyas sentencias sean inapelables, consistiendo en meras afirmaciones
o negaciones de hechos particulares.
La tercera consecuencia es que si llegase a probarse que la atrocidad de las penas,
inmediatamente opuesta al bien público y a la finalidad misma de impedir los delitos,
fuese inútil, también en este caso aquélla no sólo sería contraria a las virtudes
13
benéficas, efecto de una razón ilustrada que prefiere mandar más bien a hombres
felices, que no a una manada de esclavos en que se mantenga siempre una perpetua
circulación de tímida crueldad, sino que sería también contraria a la propia justicia y a
la naturaleza del mismo contrato social.
INTERPRETACIÓN DE LAS LEYES
Cuarta consecuencia. Ni tampoco la autoridad de interpretar las leyes penales puede
residir en los jueces del orden criminal, por la misma razón de que no son legisladores.
Los jueces no han recibido las leyes de nuestros antiguos padres como una tradición
doméstica y un testamento que sólo dejase a la posteridad el cuidado de obedecerlo;
sino que le reciben de la sociedad viva, o del soberano que la representa como
depositario legítimo del resultado actual de la voluntad de todos; es decir, que las
reciben no como obligaciones de un juramento antiguo, nulo porque ligaba voluntades
aun inexistentes, e inicuo, porque reducía a los hombres desde el estado de sociedad
al de rebaño, sino como efectos de un juramento, tácito o expreso; hecho por las
voluntades reunidas de los súbditos vivos al soberano, como vínculos necesarios para
refrenar y regir el fermento interior de los intereses particulares. Tal es la autoridad
física y real de las leyes. Por consiguiente ¿quién será el intérprete legítimo de la ley?
¿el soberano, que es el depositario de las voluntades actuales de todos, o el juez, cuyo
oficio es tan sólo determinar si tal o cual hombre ha realizado ó no una acción
contraria a las leyes?
El juez; debe hacer en todo delito un silogismo perfecto: la mayor de este silogismo
debe ser la ley general; la menor, será la acción conforme o no a la ley; y finalmente, la
consecuencia tendrá que ser la libertad o la pena. Si el juez se ve obligado o pretende
hacer, en vez de uno, dos silogismos, se abre la puerta a la incertidumbre.
No hay nada más peligroso que el axioma común de que precisa consultar el espíritu
de la ley. Este es al modo de dique roto por el torrente de las opiniones y me parece
demostrada esta verdad que parece una paradoja a los entendimientos vulgares a
14
quienes afecta más un pequeño desorden presente que las funestas, aunque remotas
consecuencias, que nacen de un falso principio arraigado con una noción.
El desorden que nazca de la observancia rigurosa de la letra de una ley penal, no debe
compararse con los desórdenes que nazcan de su interpretación. Un tal momentáneo
inconveniente impulsa a la fácil y necesaria corrección de las palabras de la ley motivo
de su incertidumbre; pero impide la fatal licencia de razonar de que nacen las
controversias venales y arbitrarias. Cuando un código fijo de leyes que deben
observarse a la letra no deja al juez otra tarea más que la de examinar los actos de loS
ciudadanos y juzgarlos conformes o disconformes con la ley escrita; cuando la norma
de lo justo y de lo injusto, que debe dirigir las acciones tanto del ciudadano ignorante
como del sabio, no es asunto de controversia, sino de hecho, entonces los súbditos no
están sujetos a las pequeñas tiranías de muchos, tanto más crueles cuanto menor es la
distancia entre el que sufre y el que ha de sufrir, y más fatales que las tiranías de uno
solo, porque el despotismo de muchos no es corregible más que por el despotismo de
uno solo, y la crueldad de un déspota es proporcionada no a su fuerza, sino a los
15
obstáculos que encuentra. Es así como los ciudadanos adquieren la seguridad de sí
mismos, que es justa, pues éste es el objeto y el fin que llevó a los hombres a la
sociedad; y que es, además, útil, porque los coloca en situación de calcular con
exactitud los inconvenientes de una mala acción; también es verdad que de este
modo, los hombres adquirirán espíritu de independencia, pero no para salirse de las
leyes y oponerse recalcitrantemente a los supremos magistrados, sino para oponerse a
quienes se hayan atrevido a llamar con el sagrado nombre de virtud la debilidad de
ceder a las opiniones interesadas o caprichosas de los poderosos.
Estos principios desagradarán a los que se hayan creado el derecho de trasmitir a los
inferiores los golpes de tiranía recibidos de sus superiores. Todo deberá temerse si el
espíritu de tiranía pudiese conciliarse con el de la lectura; o sea con la capacidad de
comprender lo leído.
OBSCURIDAD DE LAS LEYES
Si la interpretación de las leyes es un mal, es evidente que será otro mal la obscuridad
que arrastra trás de sí a la interpretación necesariamente; y el mal será grandísimo
cuando las leyes de un país estén escritas en lengua extranjera para el pueblo,
poniendo a éste entonces bajo la dependencia de unos cuantos que entiendan aquella
lengua y sin que pueda juzgar por sí mismo cuál sería el éxito de su libertad o de sus
propios miembros; en una lengua que haga de un libro solemne y público algo casi
privado y doméstico.
Cuando mayor sea el número de los que entiendan y tengan en sus manos el sagrado
código de las leyes, tanto menos frecuentes serán los delitos, pues es indudable que la
ignorancia y la incertidumbre de las penas ayudan a la elocuencia de las pasiones.
¿Qué deberíamos pensar de esto, si tenemos en cuenta la inveterada costumbre de
gran parte de la culta e ilustrada Europa?
Una consecuencia de esta última reflexión es que sin la escritura, una sociedad no
podrá tomar una forma fija de gobierno en que la fuerza sea un efecto del todo, y no
16
de las partes, y en que las leyes, inalterables sólo por la voluntad general, no
degeneren al pasar por la multitud de los intereses privados.
La experiencia y la razón nos han hecho ver que la probabilidad y la certidumbre de las
tradiciones humanas disminuyen a medida que se alejan de su fuente. ¿Qué no será
cuando no existe ningún monumento estable del pacto social? ¿Cómo resistirían las
leyes a la fuerza inevitable del tiempo y de las pasiones?
Por esto vemos cuán útil sea la imprenta que hace depositario de las santas leyes al
público en general, y no a unos pocos, y cuando tenga de disipado el tenebroso
espíritu de cábala y de intriga que desaparece ante las luces y las ciencias,
aparentemente despreciadas, pero temidas en realidad de los secuaces de aquellas
tendencias. Tal es la razón de que en Europa haya disminuído la atrocidad de los
delitos que hacían gemir a nuestros antiguos padres, unas veces tiranos y otras
esclavos. El que conozca la historia de hace dos o tres siglos y la nuestra, podrá ver
como del seno del lujo y de la molicie nacieron las virtudes más agradables, tales como
la humanidad, la beneficencia, la tolerancia de los errores humanos. Y del mismo modo
podrá ver cuáles fueron los efectos de aquélla que equivocadamente se llama antigua
sencillez y buena fe: La humanidad gimiendo bajo la implacable superstición; la
avaricia y la ambición de pocos tiñendo de sangre humana las arcas del oro y los tronos
del Rey; las traiciones ocultas, los públicos estragos; cada uno de los nobles tiranos de
la plebe, los ministros de la verdad evangélica con las manos manchadas de sangre,
aquellas manos que día por día se alzaban hacia el Dios de la mansedumbre ... Todo
ello ha dejado de ser obra de nuestro siglo ilustrado que algunos llaman corrompido.
DE LA DETENCIÓN
Un error no menos común que contrario a la finalidad social, que es el convencimiento
de la seguridad propia, es dejar que el magistrado ejecutor de las leyes sea dueño de
aprisionar a un ciudadano, de quitar la libertad a un enemigo suyo por frívolos
17
pretextos o de dejar impune a un amigo a despecho de los indicios más fuertes de
culpabilidad. La prisión es una pena que necesariamente debe preceder a la
declaración del delito, a diferencia de cualquiera otra; pero este carácter distintivo
suyo, no le quita otro carácter esencial, a saber: que sólo la ley puede determinar los
casos en que un hombre pueda merecer la pena.
La ley por consiguiente indicará cuáles sean los indicios de un delito que merezcan la
custodia del reo, que le sometan a un examen y a una pena. La fama pública, la fuga, la
confesión extrajudicial, la de un compañero de delito, las amenazas y la enemistad
constante del ofendido, el cuerpo del delito y otros indicios semejantes, son pruebas
suficientes para hacer que se detenga a un ciudadano. Pero estas pruebas deben estar
establecidas por las leyes, y no por los jueces, cuyas providencias se oponen siempre a
la libertad política, cuando no son proposiciones particulares de una máxima general
que conste en el código público. A medida que las penas vayan siendo moderadas, que
se acabe con la desolación y escualidez de las cárceles, que la compasión de la
humanidad penetre a través de las puertas cerradas y gobierne a los inexorables y
endurecidos ministros de justicia, las leyes podrán contentarse para detener a los
ciudadanos con indicios que sean más débiles.
Un hombre que haya sido acusado de delito, encarcelado y absuelto después no
debería llevar en sí nota alguna de infamia. ¡Cuántos romanos, acusados de delitos
gravísimos y a quienes se estimó luego inocentes, fueron reverenciados por el pueblo,
y honrados con magistraturas! ¿Por qué razón es tan distinto en nuestro tiempo el
éxito de un inocente? Porque parece que en el sistema criminal actual, según opinión
de los hombres, prevalece la idea de la fuerza y de la prepotencia sobre la de la
justicia, porque se arroja confundidos en la misma caverna a los acusados y a los
convictos, porque la prisión más bien es un suplicio que la custodia del reo y porque la
fuerza interna tutelar de las leyes marcha separada de la externa, defensora del trono
y de la nación, cuando debieran estar unidas así. La primera, por medio del apoyo
común de las leyes, se combinaría con la facultad de juzgar, pero no dependería de
aquélla con inmediata potestad; y la gloria que acompaña a la pompa y el lujo de un
cuerpo militar, cancelaría la infamia, más unida al modo que a la cosa, como todos los
18
sentimientos populares; y está probado que en la opinión común las prisiones militares
no son tan infamantes como las forenses. Todavía duran en el pueblo, en las
costumbres y en las leyes, inferiores siempre en más de un siglo en bondad a la
ilustración actual de una nación, todavía duran las bárbaras impresiones y las feroces
ideas de los septentrionales longobardos que expulsaron a nuestros padres ...
INDICIOS Y FORMAS DE LOS JUICIOS
Hay un teorema general muy útil para calcular la certidumbre de un hecho: por
ejemplo, la fuerza de los indicios de un delito. Cuando las pruebas de un hecho
dependen unas de otras, o sea, cuando los indicios sólo se prueban entre sí, cuanto
mayores sean las pruebas que se aduzcan, tanto menor será la probabilidad del hecho,
porque los casos que harían fallar las pruebas antecedentes, hacen fallar también las
subsiguientes. Cuando todas las pruebas de un hecho dependen por igual de una sola,
no aumenta el número de las pruebas ni disminuye la probabilidad del hecho, porque
todo su valor se resuelve en el de aquella única de que depende. Cuando las pruebas
son independientes una de otra, o esa, cuando los indicios se prueban de otro modo
que por sí mismos, cuanto mayores pruebas se aduzcan, tanto más crecerá la
probabilidad del hecho, porque la falacia de una prueba no influye sobre la otra. Estoy
hablando de probabilidades en materia de delito, probabilidades que deben ser
ciertas, para merecer pena; pero se desvanecerá la paradoja para quien considere que,
rigurosamente considerada, la certidumbre moral no es más que una probabilidad,
probabilidad de tal género que se llama certidumbre, porque todo hombre de buen
sentido consiente en ella necesariamente por una costumbre nacida de la necesidad
de obrar, y anterior a toda especulación. Por tanto, la certidumbre que se requiere
para considerar reo a un hombre, es la misma que determina a todo hombre en los
actos más importantes de la vida. Las pruebas de un delito pueden distinguirse en
perfectas e imperfectas. Considero perfectas las que excluyen la posibilidad de que
alguien no sea reo de lo que se le atribuye; e imperfectas las que no la excluyen. De
entre las primeras, una sola es suficiente para la condena; de las segundas, son
necesarias para ello tantas cuantas basten a formar una perfecta. Es decir, que si en
19
cada una de éstas en particular es posible que alguien no sea reo, mediante la unión
entre sí sobre el mismo sujeto es imposible que no lo sea. Obsérvese que las pruebas
imperfectas, de las cuales el reo puede justificarse, se hacen perfectas si el sujeto
sobre quien recaen deja de hacerlo. Pero esta certidumbre moral de las pruebas es
más fácil de sentir que de definir con exactitud. Por lo cual yo creo óptima la ley que
establece que el juez principal se halle asistido de asesores tomados a la suerte, y no
por elección, pues en este caso será más segura la ignorancia que juzga por
sentimientos que la ciencia, que juzga por opinión. Cuando las leyes son claras y
precisas, la función del juez no consiste más que en comprobar un hecho. Si para
buscar las pruebas de un delito se requiere habilidad y destreza, si para presentar el
resultado de ellas precisa claridad y precisión, para juzgar del resultado mismo de las
cosas, sólo se necesita un buen sentido simple y ordinario, menos falaz que el de un
juez acostumbrado a ver reos en todo caso y que lo reduce todo a un sistema ordinario
tomado a préstamo de sus estudios. ¡Feliz la nación en que las leyes no sean una
ciencia!
Es una ley utilísima aquélla según la cual todo hombre debe ser juzgado por sus
iguales, porque cuando se trata de la libertad y fortuna de un ciudadano, deben callar
todos los sentimientos que inspira la desigualdad, dado que en el juicio no deben obrar
ni la superioridad con que el hombre afortunado mira al infeliz ni el desdén con que el
inferior mira al superior. Pero cuando el delito sea una ofensa a tercero, entonces el
juez debería ser, por mitad, parte del reo y parte del ofendido. Entonces, estando
contrabalanceados todos los intereses particulares, que modifican, incluso
involuntariamente, las apariencias de las cosas, sólo hablarían las leyes y la verdad.
También es conforme a justicia que el reo pueda excluir hasta un cierto punto a los
que le sean sospechosos y que esta recusación se le conceda sin obstáculo por algún
tiempo, con lo cual casi parecerá que el reo se condena por sí mismo. Públicos deben
ser los juicios y públicas las pruebas del delito, para que la opinión, que acaso sea el
cemento único de la sociedad, imponga un freno a la fuerza y a las pasiones; para que
el pueblo diga que no es esclavo y que se encuentra defendido: sentimiento que
inspira valor y que equivale a un tributo para un soberano que comprende sus
20
verdaderos intereses. No añadiré más detalles ni cautelas de las que requieren
semejantes instituciones. No habría dicho nada si fuese necesario decirlo todo.
DE LOS TESTIGOS
Un punto muy considerable en toda buena legislación es el de determinar con
exactitud la credibilidad de los testimonios y las pruebas del delito. Todo hombre
racional, quiero decir, que tenga cierta conexión entre sus ideas y cuyas sensaciones
sean conformes a las de los demás hombres, puede ser testigo. La verdadera medida
de su credibilidad, o sea de la atención que puede merecer la deposición suya, no es
otra sino el interés que tenga en decir, o no decir, la verdad; de suerte que es frívolo el
motivo de rehusar el testimonio de las mujeres por causa de su propia debilidad; pueril
la aplicación a los condenados de los efectos de la muerte real a la civil e incoherente
la nota de infamia a los infames cuando no tengan interés alguno en mentir. Entre los
abusos de la gramática que han influído no poco en los asuntos humanos, es notable el
que hacía nula e ineficaz la deposición de un reo ya condenado. Los jurisconsultos
peripatéticos decían que el reo ya condenado estaba muerto civilmente y que un
muerto no es capaz de acción alguna. Por sostener esta bárbara metáfora, se ha
sacrificado a muchas víctimas y muy a menudo y con seria reflexión se ha disputado si
la verdad debiera ceder ante las fórmulas judiciales. ¿Con tal de que las deposiciones
de un reo condenado no lleguen a un punto que cierre el paso de la justicia? ¿por qué
no habría de concederse, incluso después de la condena, tanto a la extremada miseria
del reo como al interés de la sociedad, un espacio suficientemente enérgico que,
aduciendo cosas nuevas que cambiasen la naturaleza del hecho, puedan justificar al
reo mismo o a otro con un nuevo juicio? Las formalidades y ceremonias son necesarias
en la administración de la justicia, tanto porque no dejen nada al arbitrio de la
administración cuanto porque dan idea al pueblo de lo que es un juicio no tumultuoso
ni interesado, sino estable y regular, así como también porque en los hombres, que
son imitadores y esclavos de las costumbres, hacen más eficaz impresión las
sensaciones que los raciocinios. Pero a menos de correr un peligro fatal, estas
formalidades y ceremonias nunca podrán ser fijadas por la ley de una manera que
21
perjudique a la verdad, la cual, por ser demasiado sencilla o demasiado complicada,
necesita de alguna pompa exterior que la concilie con el pueblo ignorante. Así pues, la
credibilidad de un testigo tendrá que disminuir en proporción con el odio, la amistad o
las relaciones estrechas que medien entre él y el reo. Es necesario que halla más de un
testigo, porque mientras uno afirma y otro niega, nada hay de cierto y prevalece el
derecho de que todos deben ser creídos inocentes. La credibilidad de un testigo se
hace tanto más sensiblemente menor cuanto más crece la atrocidad de un delito, o la
inverosimilitud de sus circunstancias. Tales son, por ejemplo, la magia y los actos
gratuitamente crueles. Es muy probable que los hombres mientan en la primera
acusación, porque es más fácil que se combinen en varios sujetos la ilusión de la
ignorancia o el odio perseguidor, que no que un hombre ejerza una potestad que Dios
no ha dado o que ha quitado a todo ser creado. Del mismo modo, en la segunda,
porque el hombre sólo es cruel en proporción con su interés, propio, con el horror o
con el temor concedido. Hablando propiamente, no hay ningún sentimiento superfluo
en el hombre; el sentimiento es siempre proporcional al resultado de las impresiones
sobre los sentidos. Del mismo modo, la credibilidad de un testigo puede disminuir
algunas veces, cuando el testigo pertenezca a alguna sociedad particular cuyos usos y
máximas sean no bien conocidos o distintos de los públicos. Un sujeto de esta clase,
tendrá no sólo sus pasiones propias, sino también las ajenas.
Finalmente, es casi nula la credibilidad de un testigo cuando se refiera a las palabras
que puedan mediar en un delito, porque el tono y el gesto, todo aquello que precede o
que sigue a las diferentes ideas que los hombres unen a las mismas palabras, alteran y
modifican de tal modo los dichos de un hombre que es casi imposible repetirlas tal
como fueron pronunciadas. Además, las acciones violentas y fuera del uso ordinario,
como son los verdaderos delitos, dejan huellas de sí, con la multitud de circunstancias
y efectos resultantes; y cuanto más número de circunstancias se aduzcan como
prueba, tanto mayores medios de justificarse se suministran al reo. Pero las palabras
sólo quedan en la memoria, que casi siempre es infiel y que a menudo sufre la
seducción de los que las escuchan; por eso es mucho mas fácil una calumnia sobre las
palabras de un hombre, que no sobre sus actos.
22
ACUSACIONES SECRETAS
Desórdenes evidentes, aunque consagrados y que en muchas naciones se han hecho
necesarios por la debilidad de su propia constitución, son las acusaciones secretas.
Esta costumbre hace a los hombres falsos y simuladores, porque cualquiera de ellos
puede sospechar entre los demás un delator, es decir, un enemigo; y entonces los
hombres se acostumbran a disfrazar sus sentimientos, escondiéndolos a los demás,
con lo que, finalmente, llegan a esecondérselos a sí mismos. ¡Infelices los hombres
cuando han llegado a tanto! Sin principios claros e inmutables que les guíen, vagan
extraviados y fluctuantes en el vasto mar de las opiniones, y siempre ocupados en
salvarse de los monstruos que les amenazan, pasan cada uno de los momentos
presentes amargados siempre por la incertidumbre del futuro; privados de los placeres
duraderos de la tranquilidad y la seguridad, tan sólo algunos de ellos, dispersos acá y
allá en la triste vida que llevan, devorados por la prisa y el desorden de su existencia,
se consuelan de haber vivido. ¿Y haremos nosotros de esta clase de hombres los
soldados intrépidos defensores de la patria y del trono? ¿Encontraremos entre ellos a
los incorruptibles magistrados que con libre y patriótica elocuencia sostengan y
desarrollen los verdaderos intereses del soberano y que lleven al trono, con sus
tributos, el amor y las bendiciones de todos, conquistando para los palacios y las
cabañas la paz, la seguridad y la industriosa esperanza de mejorar la suerte, fermento
útil y vida de los Estados?
¿Quién será el que pueda defenderse de la calumnia armada con el más fuerte escudo
de la tiranía, que es el secreto? ¿qué especie de gobierno será aquél que quien le rija
sospeche que tiene un enemigo en cada uno de sus súbditos, viéndose obligado, para
el reposo público, a quitárselo a cada cual?
¿Cuáles son los motivos que justifican las acusaciones y las penas secretas? ¿la salud
pública, la seguridad, el mantenimiento de la forma de gobierno? ¡Pero qué extraña
constitución aquélla en que el que es dueño de la fuerza y de la opinión, más eficaz
que aquélla, teme de cada ciudadano! ¿La indemnidad del acusador? Entonces es que
23
las leyes no le defienden suficientemente y que los súbditos son más fuertes que el
soberano. ¿La infamia del delator? ¡Luego entonces se autoriza la calumnia secreta y
se castiga a la pública! ¡La naturaleza del delito! Si las acciones indiferentes, si hasta las
que sean útiles al público se llaman delitos, las acusaciones y los juicios nunca son
suficientemente secretos. ¿Podrá haber delitos, es decir, ofensas públicas, en que al
mismo tiempo no sea de interés para todos la publicidad del ejemplo, o sea la del
juicio? Yo respeto todo gobierno, sin hablar de ninguno en particular. Tal es a veces la
naturaleza de las circunstancias, que puede tomarse como caso de extrema ruina
suprimir un mal cuando éste sea inherente al sistema de una nación. Pero si yo tuviese
que dictar leyes nuevas en cualquier abandonado rincón del Universo, antes de
autorizar costumbre como ésta me temblaría la mano, teniendo toda la posteridad
ante mis ojos.
Ha dicho Montesquieu que las acusaciones públicas son más conformes a la República,
en que el bien público debe ser la primera pasión de los ciudadanos, que a la
Monarquía, en que este sentimiento es muy débil, por razón de la naturaleza misma
del gobiemo, y donde es una institución óptima la de crear comisarios que en nombre
público ejerzan la acusación contra los infractores de las leyes. Pero todo gobierno, sea
republicano o monárquico, debe imponer al calumniador la pena que correspondería
al acusado.
PREGUNTAS SUGESTIVAS. DISPOSICIONES
Nuestras leyes prohiben las preguntas que llaman sugestivas en un proceso; es decir,
aquéllas que, según dicen los doctores, interrogan sobre la especie, cuando deben
interrogar sobre el género en las circunstancias de un delito; las preguntas, por tanto,
que, teniendo una conexión inmediata con el delito, sugieran al reo una respuesta
inmediata. Según los criminalistas, las preguntas deben, por decirlo así, envolver
espiralmente al hecho, en vez de dirigirse a él en línea recta. Los motivos de este
método obedecen a no sugerir al reo una respuesta que le exponga a la acusación, o
acaso también porque parece contra naturaleza que el reo se acuse inmediatamente
24
por sí mismo. Cualquiera que sea el mejor de estos dos motivos, es de notar la
contradicción de las leyes que autorizan el tormento a la vez que la costumbre de que
hablamos, porque ¿podrá haber alguna pregunta más sugestiva que el dolor? El
primero de estos motivos se presenta en el tormento, porque el dolor sugerirá al
hombre robusto una taciturnidad obstinada, a fin de cambiar la pena mayor con la
menor, y en cambio, al hombre débil le sugerirá la confesión, para librarse del
tormento presente, más eficaz entonces que no el dolor venidero. El segundo motivo
es evidentemente el mismo, porque si una pregunta especial hace confesar al reo,
contra el derecho de naturaleza, los espasmos del dolor producirán este mismo efecto
con mayor facilidad; pero los hombres se gobiernan más por la diferencia de los
nombres que por la de las cosas. Finalmente, aquél que se obstinase en no responder a
las preguntas que se le dirigen, merece una pena fijada por las leyes, y pena de las más
graves que se le intimen, para que los hombres no hagan fracasar la necesidad del
ejemplo que deben al público. Esta pena no será necesaria cuando sea indudable que
un determinado acusado haya cometido un determinado delito, de modo que las
preguntas sean inútiles, de igual manera que es inútil la confesión del delito cuando
hay otras pruebas que justifiquen la culpabilidad del sujeto. Este último caso es el
ordinario, porque la experiencia enseña que en la mayor parte de los procesos los reos
se mantienen en una posición negativa.
DE LOS JURAMENTOS
Una contradicción entre las leyes y los sentímíentos naturales del hombre nace del
juramento que se exige al reo, para que sea veraz aquél que tiene el mayor interés en
ser falso; como si los hombres pudiesen jurar contribuyendo a su propia destrucción,
como si la religión no callase, en la mayoría de los hombres, cuando habla el interés. La
experiencia de todos los siglos ha hecho ver cuánto se ha abusado de este precioso
don del Cielo. ¿Y por qué motivo habrían de respetarle los malvados, si los hombres
tenidos por más prudentes le han infringido con frecuencia? Son muy débiles, por
hallarse muy remotos de los sentidos, por lo menos para la mayoría, los motivos que la
religión contrapone al tumulto del temor y al amor a la vida. Los asuntos del Cielo se
25
rigen por leyes muy distintas de las que gobiernan los asuntos humanos. ¿Por qué
comprometer los unos con los otros? ¿por qué colocar a un hombre en la terible
condición de faltar a Dios o de contribuir a su propia ruina? La ley que obligue a tal
juramento, mandará a la vez ser o un mal cristiano o un mártir. Poco a poco, el
juramento se va convirtiendo en una simple formalidad, con lo cual se destruye a la
vez la fuerza de los sentimientos y la de la razón, única prenda de honradez de la
mayor parte de los hombres. La inutilidad de los juramentos la ha hecho ver inútiles, y
por consigt1Íente perjudiciales, todas las leyes que se oponen a los sentimientos
naturales del hombre. Sucede con ellos lo mismo que con lo que ocurre con los diques
opuestos directamente al curso de un río, y que pronto son destruídos o superados, o
bien un remolino formado por las aguas los corroe y mina insensiblemente.
DEL TORMENTO
Una crueldad, consagrada por el uso de la mayor parte de las naciones, es el tormento
del reo mientras se instruye el proceso, bien para obligarle a confesar el delito, bien
por causa de las contradicciones en que haya podido incurrir, o para descubrir los
cómplices que pueda haber tenido, o por cierta metafísica e incomprensible purgación
de infamia, o, finalmente, por otros delitos en que pudiera haber incurrido, aun
cuando no se le acusara de ellos.
No puede llamarse reo a un hombre antes de la sentencia del juez, ni la sociedad
puede suprimirle la protección pública más que cuando este resuelto que aquel
hombre ha violado los pactos con los cuales se le concedió la misma. ¿Cuál es, pues, el
derecho, si no el de la fuerza, que concede a un juez la facultad de penar a un
ciudadano mientras se duda si es verdaderamente reo o inocente? No es nuevo el
siguiente dilema: o el delito es cierto, o incierto: si es cierto, no le conviene otra pena
sino la que esté establecida por las leyes, siendo inútiles los tormentos, porque es
inútil la confesión del reo; si el delito es incierto, no se debe atormentar a un inocente,
pues tal es, según las leyes, todo hombre a quien no se le ha probado delito alguno.
26
¿Cuál es el fin político de las penas? El terror de los demás hombres. ¿Pero cómo
deberemos juzgar nosotros las secretas y particulares crueldades que la tiranía del uso
ejerce sobre los reos y los inocentes? Importa que todo delito evidente no quede
impune. Pero es inútil que se revele quien haya cometido un delito que está sepultado
en las tinieblas. Un mal ya hecho y para el que no hay remedio, no puede ser penado
por la sociedad política más que en cuanto influya sobre los demás con el atractivo de
la impunidad. Si es cierto que es mayor el número de los hombres que respetan las
leyes, por temor o por virtud, que el de los que las quebrantan, el riesgo de
atormentar a un inocente debe apreciarse tanto más cuanto mayor sea la probabilidad
de que un hombre, en igualdad de términos, mejor las haya respetado que
despreciado.
Pero además, yo añadiré que es pretender confundir todas las relaciones, exigir que un
hombre sea al mismo tiempo acusado y acusador y que el dolor se convierta en el
crisol de la verdad, como si el criterio de ella residiera en los músculos y fibras de un
pobre hombre.
La ley que ordena el tormento, es una ley que dice: Hombres, resistid el dolor; y si la
naturaleza ha creado en vosotros un inextinguible amor propio, si os ha concedido un
derecho inalienable a defenderos, yo voy a crear en vosotros un afecto enteramente
contrario, es decir, un odio heroico hacia vosotros mismos, y os mando que os acuséis,
diciendo la verdad, aunque sea entre el desgarramiento de los músculos y el
quebrantamiento de los huesos. Este infame crisol de la verdad es un monumento aún
en pie, de la legislación antigua y salvaje, cuando se llamaba juicios de Dios a las
pruebas del fuego y del agua hirviente y a la incierta suerte de las almas, como si los
eslabones de la eterna cadena que inside en el seno de la Razón Primera a cada
instante debiesen soltarse y desordenarse por las frívolas creaciones humanas. La
única diferencia que media entre el tormento y las pruebas del fuego y del agua, es
que el éxito del primero dependerá siempre de la voluntad del reo, mientras que el de
las segundas deberá atribuirse a un hecho puramente físico y extrínseco; pero esta
diferencia es sólo aparente, y no real, pues tampoco el hombre es libre de declarar la
verdad entre los espasmos y los destrozos, como no lo era entonces impedir sin fraude
27
alguno los efectos del fuego y del agua hirviente. Todo acto de nuestra voluntad es
proporcionado siempre a la fuerza de la impresión sensible de que emana, pues la
sensibilidad de todo hombre es limitada. Por tanto, la impresión del dolor puede
crecer a medida que, ocupándola toda, no deje otra libertad al atormentado que la de
elegir el camino más corto para sustraerse de la pena en el momento presente.
Entonces la respuesta del reo es tan necesaria como las impresiones del fuego o del
agua en este caso. El inocente que sea sensible, será llamado reo, cuando él crea que
con esto puede hacer cesar el tormento. Toda diferencia entre ello desaparece por la
acción del mismo medio que se pretende emplear para hallarla. Este es el medio
seguro de absolver a los malvados robustos y de condenar a los inocentes débiles.
Tales son los fatales inconvenientes de este pretendido criterio de verdad, pero
criterio digno de un caníbal, que los romanos, bárbaros también por más de un motivo,
reservaban tan sólo a los esclavos, víctimas de una virtud feroz demasiado alabada.
De dos hombres igualmente inocentes, o igualmente reos, el robusto y animoso será
absuelto, el débil y tímido será condenado, en virtud de este razonamiento exacto: Yo,
que soy vuestro juez, debo consideraros reo de tal delito; tú, vigoroso, has sabido
resistir al dolor, y por ello te absuelvo; tú, débil, has cedido bajo él, y por ello te
condeno. Creo que la confesión arrancada entre tormentos, carece de fuerza alguna,
pero os volveré a atormentar si no confirmáis lo que habéis confesado.
De modo que el éxito del tormento es asunto de temperamento y de cálculo, que varía
en los hombres a medida de la robustez y sensibilidad; tanto es así, que con este
método, un matemático resolvería mejor que un juez este problema: Dada la fortaleza
de los músculos y la sensibilidad de las fibras de un inocente, hallar el grado de dolor
que le hará confesarse reo de un delito.
La indagatoria del reo se hace para conocer la verdad. Pero si esta verdad difícilmente
puede descubrirse en el aspecto, en el gesto, en la fisonomía de un hombre tranquilo,
mucho menos se descubrirá en un hombre en quien las convulsiones del dolor alteren
todos los signos por los cuales, a pesar suyo, la verdad transpira en la mayoría de los
hombres. Toda acción violenta confunde y hace desaparecer las diferencias mínimas
entre los objetos por los cuales a veces se distingue lo verdadero de lo falso.
28
Una consecuencia extraña que deriva necesariamente del uso del tormento, es que al
inocente se le coloca en peor condición que al reo, porque si se aplica el tormento a
los dos, el primero tiene todas las combinaciones en su contra, pues, o confiesa el
delito, y es condenado entonces, o si se le declara inocente, ha sufrido una pena
indebida. Pero el reo cuenta con un caso favorabIe para él, cuando, habiendo resistido
el tormento con firmeza, deba ser declarado absuelto como inocente, cambiando una
pena mayor por otra menor. Así es que el inocente sale perdiendo siempre y el
culpable sale ganando.
En resolución, esta verdad la comprenden, aunque confusamente, aquellos mismos
que se apartan de ella. La confesión prestada durante el tormento, no es válida si,
cesado éste, no se la confirma después bajo juramento; pero si el reo no confirma su
declaración durante el tormento, se le somete a tormento nuevamente. Hay doctores
y hay algunas naciones que no permiten tan infame petición de principio más que por
tres veces; pero hay otras naciones y doctores que lo dejan al albedrío del juez.
Es superfluo redoblar la ilustración del caso citando los innumerables ejemplos de
inocentes que se confesaron reos entre los espasmos del tormento; no hay nación ni
edad que no cite los suyos; pero ni los hombres cambian ni cosechan consecuencias.
No hay hombre alguno que haya impulsado sus ideas más allá de las necesidades de la
vida, que alguna vez no corra hacia la naturaleza, que le llama así con voces secretas y
confusas; el uso, que es tirano de las mentalidades, le rechaza, asustándole.
El segundo motivo es el tormento a que se somete a los presuntos reos cuando
incurren en contradicción; como si el temor a la pena, la incertidumbre del juicio, el
aparato y majestad del juez, la ignorancia común a casi todos los malvados y los
inocentes, no hubiesen de hacer caer probablemente en contradicción así al inocente
que teme como al reo que trata de defenderse; como si las contradicciones, comunes
a los hombres cuando están tranquilos, no debieran multiplicarse en la turbación del
ánimo, todo absorto en la idea de salvarse del peligro inminente.
También se da tormento para descubrir si el reo tiene a su cargo otros delitos distintos
de aquéllos de que se le acusa, lo cual equivale a este razonamiento: Tú eres reo de un
29
delito, de modo que es posible que lo seas de otro ciento y como esta duda me
atormenta, quiero salir de ella sirviéndome de mi criterio de verdad: las leyes te
atormentan porque eres reo, porque puedes ser reo, porque quiero que seas reo.
Se somete a tormento a un acusado para descubrir los cómplices de su delito ¿pero si
está mostrado que el tormento no es medio oportuno para descubrir la verdad, cómo
servirá para revelar a los cómplices, que es una de las verdades que se trata de
descubrir? Como si el hombre que se acusa a sí mismo, no acusara más fácilmente a
los demás. ¿Y será justo entonces atormentar a nadie por los delitos ajenos? ¿no podrá
descubrirse a los cómplices por las declaraciones de los testigos, por la indagatoria del
reo, por las pruebas, por el cuerpo del delito, en una palabra, por todos aquellos
medios que han de servir para comprobar el delito del acusado? Por lo general, los
cómplices huyen tan luego como cae en prisión su compañero; la inseguridad de su
suerte les condena por sí mismos al destierro y libra a la nación del peligro de nuevas
ofensas, en tanto que la pena del reo, actuando con su fuerza sobre él, obtiene el
único de sus fines, que es el de aterrorizar a los demás hombres, alejándoles de
semejantes delitos.
Otro ridículo motivo del tormento es la purgación de la infamia, según la cual el
hombre a quien se considera infame por las leyes, debe confirmar su deposición a
costa de sus propios huesos. Este abuso no debería tolerarse ya en el siglo XVIII. Se
cree que el dolor, que es una sensación, limpia de la infamia que es una mera relación
moral. ¿Acaso el dolor es un crisol y la infamia un cuerpo mixto impuro? Pero la
infamia es un sentimiento que no está sometido ni a las leyes ni a la razón, sino tan
sólo a la opinión. El propio tormento ocasiona a su víctima una infamia real. De
manera que con este método, se trata de quitar la infamia produciendo la infamia
misma.
No es difícil remontarse a los orígenes de esta ridicula ley de purgación de la infamia,
porque los absurdos que adopta una nación entera tienen siempre alguna relación con
otras ideas comunes respetadas por la propia nación. Esta costumbre parece proceder
de las ideas religiosas y espirituales que tanto influyen sobre el pensamiento de los
hombres, sobre las naciones y sobre los siglos. Un dogma infalible nos asegura que las
30
manchas adquiridas por la debilidad humana y que no han merecido el enojo eterno
del Gran Ser, deben purgarse mediante un fuego incomprensible; ahora bien, la
infamia es una mancha civil y así como el dolor y el fuego limpian las manchas
espirituales e incorpóreas ¿por qué los espasmos del tormento no borrarán la mancha
civil de la infamia? Yo creo que la confesión del reo, que algunos tribunales exigen
como esencial a la condena, tiene un origen semejante, porque en el miterioso
tribunal de la penitencia, la confesión del pecado es una parte esencial del
Sacramento. Aquí vemos como los hombres abusan de las luces más seguras de la
Revelación, y como estas luces son las únicas que quedan en las épocas de ignorancia,
a ellas recurre la dócil humanidad en todas las ocasiones, aprovehándolas para las
aplicaciones más absurdas y lejanas.
Estas verdades ya las conocieron los legisladores romanos, que no usaron el tormento
sino en relación exclusiva con los esclavos, que carecían de toda personalidad; también
las ha adoptado Inglaterra, nación en que la gloria de las letras, la superioridad del
comercio y de las riquezas, y por lo mismo del poder, y los ejemplos de virtud y de
valor, no dejan duda alguna de la bondad de sus leyes. El tormento ha sido abolido en
Suecia y también le ha abolido uno de los más sabios monarcas de Europa (Se refiere a
Federico II de Prusia, nacido en 1712 y muerto en 1786), el cual, habiendo llevado al
trono la Filosofía y como legislador amigo de sus súbditos, les ha hecho iguales y libres
en la dependencia de las leyes, que es la única igualdad y libertad que los hombres
razonables pueden exigir en las presentes combinaciones de las cosas. El tormento
tampoco le han creído necesario las leyes militares, es decir, del ejército, compuesto,
en su mayoría, de la escoria de las naciones, aunque parezca que los soldados debieran
servir mejor para ello. ¡Cosa extraña, para el que no considere cuán grande sea la
tiranía del uso, ésta de que las leyes pacíficas deban aprender el método más humano
de juzgar de las almas endurecidas en la sangre y el estrago!
PROCESOS Y PRESCRIPCIONES
31
Conocidas las pruebas y calculada la certeza del delito, es necesario conceder al reo
tiempo y medios oportunos para justificarse; pero un tiempo tan breve que no
perjudique a la prontitud de la pena, la cual, como ya hemos visto, debe ser uno de los
frenos principales de los delitos. Un mal entendído amor de humanidad, parece
contrario a esta brevedad de tiempo; pero se desvanecerá toda duda si se reflexiona
que los peligros de la inocencia crecen con los defectos de la legislación.
Las leyes deben fijar cierto espacio de tiempo a la defensa del reo y a las pruebas de
los delitos; y el juez se convertiría en legislador si fuese él quien debiese decidir del
tiempo necesario para probar un delito. Del mismo modo, los delitos atroces, cuya
memoria queda en los hombres cuando están probados, no merecen ninguna
prescripción en favor del reo que se haya sustraído a la justicia con la fuga. Pero los
delitos menores y obscuros deben, con la prescripción, suprimir la incertidumbre de la
suerte de un ciudadano, porque la obscuridad en que han estado ocultos largo tiempo,
elimina el ejemplo de impunidad y permite al reo la posibilidad de ser mejor. Me
bastará aludir aquí a estos principios, porque el límite preciso de las prescripciones
sólo puede fijarse para una determinada legislación y en determinadas condiciones de
cada sociedad. Añadiré tan sólo que una vez probada en una nación la moderación de
las penas, las leyes que proporcionadamente a los delitos disminuyan o aumenten el
plazo de la prescripción, o el de las pruebas, haciendo una parte de pena de la prisión
preventiva y del destierro voluntario, suministrarían una fácil división de algunas penas
leves para un gran número de delitos.
Pero los plazos de que hablamos no deberán crecer en la proporción exacta de la
gravedad de los delitos, pues la probabilidad de los delitos está en razón inversa de su
atrocidad. Por tanto, deberá disminuirse el tiempo para recibir las pruebas y
aumentarse el plazo de la prescripción. Parecería esto una contradicción a lo que
tengo dicho, o sea que pueden imponerse penas iguales a delitos desiguales,
apreciando el tiempo de prisión y de la prescripción, anterior a la sentencia, como una
pena. Para explicar al lector mi pensamiento, distinguiré dos clases de delitos: La
primera clase es la de los delitos atroces, que principian por el homicidio,
comprendiendo todas las perversidades ulteriores; la segunda clase es la de los delitos
32
menores. Esta distinción tiene su fundamento en la naturaleza humana. La seguridad
de la vida propia es un derecho natural y la seguridad de los bienes es un derecho
procedente de la sociedad. El número de motivos que arrastran a los hombres a
despreciar el sentimiento natural de piedad, es mayor con mucho de aquellos otros
que por la natural avidez de ser felices les impulsan a violar un derecho que no
encuentran en sus corazones, sino sólo en las convenciones de la sociedad. La máxima
diferencia de probabilidades de estas dos clases de delitos, exige que se regulen con
principios diversos. En los delitos más atroces, como son los más raros, debe reducirse
el tiempo del examen para aumentar las probabilidades de inocencia del reo; pero
debe crecer el tiempo de prescripción porque de la sentencia definitiva de inocencia o
culpabilidad de un hombre depende suprimir el atractivo de la impunidad, cuyo, daño
crece con la atrocidad del delito.
Pero en los delitos menores, como las probabilidades de inocencia del reo disminuyen,
debe aumentar el tiempo del examen y debe disminuirse el tiempo de la prescripción,
por ser menor el daño de la impunidad. Semejante distinción de los delitos en dos
clases, no debería admitirse si el daño de la impunidad menguase tanto como creciese
la probabilidad del delito. Piénsese bien que un acusado cuya inocencia o cuya
culpabilidad no consten, aunque sea puesto en condición libre por falta de pruebas,
puede quedar sometido otra vez a detención y a indagatoria por causa del mismo
delito, mientras no se agote el tiempo de la prescripción de éste. Por lo menos, me
parece que éste es el temperamento oportuno para defender la seguridad y la libertad
de los súbditos, pues es muy fácil que la una no se favorezca a expensas de la otra; de
modo que ambos bienes, que forman el inalienable e igual patrimonio de todo
ciudadano, no estén protegidos y custodiados, uno por despotismo abierto o
enmascarado, otro por la alteración anárquica popular.
Hay algunos delitos que a la vez son frecuentes en la sociedad y difíciles de probar; y
en estos delitos la dificultad de la prueba ocupa el puesto de la probabilidad de la
inocencia; en cuanto al daño de la impunidad, que es tanto menos apreciable cuanto la
frecuencia de los delitos en cuestión depende de principios distintos que el peligro de
la impunidad, el tiempo del examen y el de la prescripción deben disminuir
33
igualmente. No obstante, los adulterios, las lascivias, que son delitos de prueba difícil,
son los que, según los principios recibidos, admiten las tiránicas presunciones. las
cuasi‐pruebas, las semi‐pruebas (como si un hombre pudiese ser semi‐inocente o semi‐
reo o sea semi‐punible o semi‐absolvible) en que el tormento ejerce su cruel imperio
en la persona del acusado, en los testigos, y hasta en toda la familia de un infeliz, como
con inicua frialdad enseñan algunos doctores que se señala al juez como norma y ley.
En vista de estos principios, parecerá extraño al que no reflexione que la razón no ha
sido casi nunca legisladora de las naciones, que los delitos más atroces o los más
obscuros y quiméricos, aquéllos cuya improbabilidad es mayor, sean probados por
conjeturas o por las pruebas más débiles y equívocas. Como si las leyes y el juez no
tuviesen interés en investigar la verdad, sino en encontrar delitos; como si en
condenar a un inocente no hubiese tanto mayor peligro cuanto la probabilidad de la
inocencia supera a la del delito.
En la mayoría de los hombres falta el brío necesario tanto para los grandes delitos
como para las grandes virtudes; por lo cual parece que los unos van siempre
contemporáneos con las otras, en las naciones que se sostienen más por la actividad
del gobierno y las pasiones que se dirigen al bienestar público que por su masa y la
bondad constante de las leyes. En estas naciones de que hablo, las pasiones atenuadas
parecen más aptas para mantener que para mejorar la forma de gobierno. Y de aquÍ se
logra la importante consecuencia de que no siempre en una nación los grandes delitos
prueban su decadencia.
ATENTADOS, CÓMPLICES, IMPUNIDAD
Porque las leyes no castiguen la intención, no por ello un delito que comience con
algún acto que manifieste la voluntad de realizarle, deja de merecer una pena, aunque
ésta sea menor que la debida a la ejecución misma del delito. La importancia de
prevenir el atentado autoriza la pena; pero como entre el atentado y la ejecución
puede haber intervalo, la pena mayor, reservada para el delito consumado, puede dar
lugar al arrepentimiento. Otro tanto diremos cuando haya varios cómplices de un
34
delito y no todos sean ejecutores inmediatos, aunque por una razón distinta. Cuando
varios hombres se unen para un riesgo, cuanto tanto mayor sea éste, tanto más
buscarán que sea igual para todos, y por tanto será más difícil hallar quien se contente
con ser su ejecutor, corriendo un riesgo mayor que los demás cómplices. La única
excepción sería la del caso en que al ejecutor del delito se le fijase un premio, pues
entonces, mediando una compensación por causa del riesgo mayor, la pena debería
ser igual. Estas reflexiones parecerán demasiado metafísicas al que no considere cuán
útil debe ser que las leyes procuren los menos motivos posibles de acuerdo entre los
compañeros de un delito.
Algunos tribunales ofrecen la impunidad al cómplice de un delito grave que descubra a
sus compañeros. Este recurso tiene sus inconvenientes y sus ventajas. Los
inconvenientes son que la nación autoriza las traiciones, detestables hasta entre los
malvados; porque son menos fatales a una nación los delitos de valor que los de vileza;
porque los primeros no son frecuentes por sus autores y porque sólo esperan una
fuerza benéfica directora que le encamine al bien público; en tanto que los delitos de
carácter vil son más comunes y contagiosos, concentrándose siempre en sí mismos.
Además, el tribunal pone en evidencia su misma incertidumbre y la debilidad de la ley,
que implora la ayuda de quien la ofende. Las ventajas, en cambio, son la prevención de
delitos importantes que atemorizan al pueblo por ser manifiestos sus efectos y ocultos
sus autores; además de lo cual, contribuyen a mostrar que quien falta a la fe de las
leyes o sea, al público, probablemente faltará a los particulares. A mí me parece que
una ley general que prometiese la impunidad al cómplice que evidenciara cuaLquier
delito, sería preferible a las declaraciones especiales en cada caso particular, porque
de este modo podrían preverse las maquinaciones con el temor recíproco que cada
cómplice tendría de no exponerse más que a sí mismo, por lo cual el tribunal no
acrecería la audacia de los malvados que ven solicitada su cooperación en un caso
particular. Sin embargo, esta ley a que aludimos debería agregar a la impunidad la
proscripción del delator, dejándole sometido a bando ... pero en vano me atormento a
mí mismo para acabar con el remordimiento que siento, autorizando a las sagradas
leyes, monumento de la confianza pública y base de la moral humana, a la traición y el
disimulo. ¿Qué ejemplo se daría a la nación si se faltase a la impunidad prometida, y
35
tras largas cavilaciones, se arrastrase al suplicio, con vergüenza de la fe pública, al que
hubiese respondido a la invitación de las leyes?; ejemplos de esta clase no son raros en
las naciones, como tampoco son raros los que sólo tienen de una nación la idea de una
máquina complicada en que los más diestros y poderosos manejan los resortes a
placer suyo: fríos e insensibles a cuanto forma el goce de las almas tiernas y elevadas,
excitan con imperturbable sagacidad los sentimientos más caros y las pasiones más
violentas, siempre que puedan ser útiles a sus fines, tañendo los ánimos como los
músicos los instrumentos.
MITIGACIÓN DE LAS PENAS
De la simple consideración de las verdades hasta aquí expuestas, resulta
evidentemente que la finalidad de las penas no es atormentar y afligir a un ser
sensible, ni deshacer un delito ya cometido. En un organismo político que lejos de
obrar por pasión es el tranquilo modelador de las pasiones particulares ¿puede
albergarse crueldad tan inútil, instrumento del furor y del fanatismo, o de débiles
tiranos?
El grito de un infeliz, ¿podrá evitar que el tiempo, que no retrocede, deshaga acciones
ya consumadas? La finalidad de las penas, por tanto, no es otra sino la de impedir al
reo que nuevamente dañe a sus conciudadanos, impidiendo también que los delitos
los cometan otros tantos. Con esto queremos decir que las penas y el modo de
infligirlas, deben estudiarse de tal manera que guardando la debida proporción, hagan
una impresión más eficaz y duradera sobre el espíritu de los hombres, y a la vez menos
tormentosa sobre el cuerpo de los reos.
El que haya leído las historias ¿cómo no ha de llenarse de horror ante los tormentos
bárbaros e inútiles imaginados a sangre fría y ejecutados por hombres que se tenían
por sabios? ¿quién dejará de sentir estremecerse todas sus partes más sensibles,
contemplando los millares de infelices a quienes la miseria, tolerada o querida de las
leyes, que siempre han favorecido a pocos y ultrajado a los demás, arrastraron a un
desesperado regreso al primer estado de naturaleza, o a quienes acusó de delitos
36
imposibles urdidos por la tímida ignorancia, o simplemente, reos tan sólo, de ser fieles
a sus principios, hombres dotados de los mismos sentidos, y por tanto, de las mismas
pasiones, lacerados con formalidades meditadas o con lentos tormentos, jocundo
espectáculo de una fanática multitud?
Para que una pena logre su efecto, basta con que el mal de la misma exceda del bien
que nace del delito; y en este exceso de mal debe tenerse en cuenta la infalibilidad de
la pena y la pérdida del bien que produciría el delito. Todo lo demás es supérfluo y
tiránico, por lo mismo. Los hombres se gobiernan por la acción repetida de los males
que conocen, y no por la de los que ignoran. Tomemos dos naciones, en una de las
cuales, en la escala de las penas proporcionada a la escala de los delitos, la pena mayor
sea la servidumbre perpetua, y en la otra la roeda (Se refiere a un particular método de
ejecución sancionado por Carlos I de España y V de Alemania en el año de 1532, el cual
consistía en amarrar al reo a una gran rueda sobre la cual el verdugo, haciendo uso de
una gran barra de hierro, le golpeaba ocasionándole severísimas fracturas en
estómago y pecho, dejándole luego agonizar y morir sobre la misma rueda. Cabe
precisar que este tormento‐ejecución tan sólo se aplicaba a hombres condenados por
delitos atroces. Este suplicio‐ejecución fue aplicado al célebre Calas, quien fuere
condenado por el Parlamento de Toulouse en el año de 1762, y tiempo después
rehabilitado por el mismo Parlamento, después de que Voltaire demostrase su
inocencia, así como el gravísimo error judicial cometido en ese tristemente célebre
caso).
Yo diré que la primera temerá tanto a su pena mayor como la segunda; y si hubiese
alguna razón para transportar a la primera las mayores penas de la segunda, esta
misma razón serviría para acrecentar las penas de la última, pasando sensiblemente
desde la rueda a tormentos más lentos y estudiados, hasta los últimos refinamientos
de una ciencia que es muy conocida de los tiranos.
A medida que los suplicios se hacen más crueles, el espíritu de los hombres, que, al
modo de los líquidos, se pone siempre al nivel con los objetos que le circundan, estos
espíritus, pues, se irán endureciendo; y la fuerza siempre viva de las pasiones hace que
después de cien años de crueles suplicios, la rueda aterrorice tanto como antes
37
aterrorizó la prisión. La propia atrocidad de la pena hace atreverse tanto más para
esquivarla, cuanto es más grande el mal contra el cual marcha, haciendo que se haya
cometido más de un delito con este propósito. Los países y los tiempos de los suplicios
más atroces han sido siempre los de las acciones más inhumanas y sanguinarias,
porque el mismo espíritu de ferocidad que guiaba la mano del legislador era el que
regía la del parricida y la de los sicarios; el Trono dictaba leyes de hierro a almas
atroces de esclavos obedientes y en la obscuridad privada palpitaba el estímulo a
inmolar a los tiranos para crear otros.
Hay dos funestas consecuencias que derivan de la crueldad de las penas, contraria al
fin mismo de precaver los delitos. La primera es que no es tan fácil mantener la
proporción esencial entre el delito y la pena, porque aun cuando la industriosa
crueldad de las penas llegue a variar muchísimo la especie de éstas, no pueden nunca
traspasar la fuerza última a que está limitada la organización; y la sensibilidad humana
una vez que se ha llegado al extremo, no encontraría ya para los delitos más dañosos y
atroces una pena mayor correspondiente, como sería forzoso para prevenirlos. La otra
consecuencia es que la propia impunidad nace de la atrocidad de los suplicios. Tanto
para el bien como para el mal, los hombres están encerrados entre ciertos límites y un
espectáculo demasiado atroz para la humanidad, sólo puede ser un furor pasajero, no
un sistema constante, como deben ser las leyes. Pues si verdaderamente éstas son
crueles, una de dos: o se reemplazan por otras o fatalmente la impunidad nace de las
leyes mismas.
Terminaré con la reflexión de que la magnitud de las penas debe ser relativa al estado
de la nación misma. Muy fuertes y sensibles deben ser las impresiones sobre las almas
endurecidas de un pueblo que apenas ha salido del estado de salvajismo. Para abatir a
un león feroz que resiste al disparo de un fusil, se necesita un rayo. Pero a medida que
las almas se ablandan en el estado de sociedad, crece la sensibilidad, y al crecer ella,
debe mermar la fuerza de la pena, si quiere mantenerse constante la relación entre el
objeto y la sensación.
38
DE LA PENA DE MUERTE
La inútil probabilidad de suplicios, que no ha servido nunca para mejorar a los
hombres, me impulsa a examinar si la muerte sea verdaderamente útil y justa en un
gobierno bien organizado.
¿Cuál puede ser el derecho que se atribuyen los hombres de destruir a sus
semejantes? Seguramente no aquél del que derivan la soberanía y las leyes. La una y
las otras son tan sólo la suma de mínimas porciones de libertad particular de cada cual,
y representan la voluntad general, que es una agregación de las particulares. ¿Quién
podrá ser aquél que haya querido dejar a otros hombres el arbitrio de matar? ¿Cómo
en el mínimo sacrificio de la libertad de cada cual puede estar incluído el del máximo
entre todos los bienes, que es la vida? y si así fuese ¿cómo puede concertarse tal
principio con aquel otro que enseña que el hombre no es dueño de darse la muerte?
Pues en realidad debiera serIo ya que ha podido conceder a otros este derecho, o a la
sociedad entera.
Por tanto, la pena de muerte no es un derecho, puesto que he demostrado que no
puede serIo, sino que es una guerra de la nación con un ciudadano, en que se juzga
necesaria o útil la destrucción de éste. Pero si llego a demostrar que la muerte no es ni
útil ni necesaria, habré ganado la causa de la humanidad.
La muerte de un ciudadano sólo puede considerarse necesaria por dos motivos.
El primero, cuando, aun estando privado de libertad, tenga todavía tantas relaciones y
tal fuerza que su muerte interese a la seguridad de la nación; es decir, cuando su
existencia pueda producir una revolución peligrosa en la forma de gobierno
establecida. La muerte del ciudadano se hará necesaria cuando la nación recupere o
pierda con ella su libertad, o bien en tiempos de anarquía, cuando el desorden
reemplace a las leyes. Durante el reinado tranquilo de las leyes, en una forma de
gobierno en la que los votos de la nación se encuentren reunidos, estando ella bien
provista en el interior y en el exterior de sus fronteras de fuerza y opinión, pues esta
última acaso es más eficaz que la fuerza misma, en una nación cuyo mando pertenezca
sólo al verdadero soberano, en que las riquezas sirvan para comprar placeres, y no
39
autoridad, yo no veo que haya necesidad alguna de destruir a un ciudadano, sino tan
sólo cuando la muerte del mismo sea el verdadero y único freno para impedir a los
demás ciudadanos que cometan delitos. Este es el segundo motivo que puede hacer
creer justa y necesaria la pena de muerte.
Cuando la experiencia de todos los siglos durante los cuales el último suplicio nunca
disuadió a ciertos hombres de ofender a la sociedad; cuando el ejemplo de los
ciudadanos romanos y el de los veinte años de reinado de la Emperatriz Isabel de
Moscovia, en los cuales ella dio a los directores de los pueblos ejemplo tan ilustre, que
equivale a muchas conquistas compradas con la sangre de los hijos de la Patria
(referencia directa a Isabel de Prusia, hija de Pedro el Grande, quien en diez años
continuos de su periodo de reinado, esto es, de 1741 a 1751, no hubo ninguna
ejecución) cuando todo esto no persuadiese a los hombres a quienes el lenguaje de la
razón es siempre sospechoso, en tanto que el de la autoridad es siempre eficaz,
bastaría consultar la naturaleza del hombre para sentir la verdad de mi afirmación.
No es la intensidad de la pena lo que hace mayor efecto sobre el ánimo humano sino
su extensión, la duración de la pena misma, porque nuestra sensibilidad es tal que
actúan sobre ella con mayor facilidad estabilizadas las impresiones que, aun siendo
mínimas, se repiten mediante un movimiento, aunque sea pasajero, más bien que
fuerte. El imperio de la costumbre es universal, sobre todo ser que siente; y como el
hombre habla, anda y atiende a sus necesidades bajo su ayuda, así las ideas morales
no se imprimen en su mente más que a través de sacudidas duraderas y repetidas. No
es el terrible, pero pasajero espectáculo de la muerte de un malvado, sino el largo y
prolongado ejemplo de un hombre privado de libertad que, convertido en bestia de
carga, recompensa con sus servicios a la sociedad a quien ha ofendido, como el freno
más fuerte contra los delitos. Pues, en efecto, a menudo nos repetiremos a nosotros
mismos palabras como éstas: También yo me veré reducido a tan larga y mísera
condición, si cometo iguales males, siendo ésta una idea más poderosa que la de la
muerte, que los hombres ven siempre en, una obscura lejanía.
La pena de muerte causa una impresión que, con toda su fuerza, no suple al pronto
olvido, natural al hombre hasta en las cosas más esenciales, y que se ve acelerado por
40
las pasiones. Regla general : las pasiones violentas sorprenden a los hombres, pero no
por largo tiempo, por lo cual son aptas para producir revoluciones como aquéllas que
hicieron de hombres vulgares o bien persas o bien lacedemonios; pero en un gobierno
libre y tranquilo, las impresiones más bien deben ser frecuentes que fuertes.
La pena de muerte se convierte en un espectáculo y en un motivo de compasión
desdeñosa para algunos; ambos sentimientos ocupan más el ánimo de los
espectadores que no el saludable temor que pretende inspirar la ley. Pero en las penas
moderadas y continuas, el sentimiento dominante es el último, porque es también el
único que inspiran. El limite que el legislador debiera fijar al rigor de las penas, parece
consistir en el sentimiento de compasión, cuando comienza a prevalecer sobre
cualquiera otro en el ánimo de los espectadores de un suplicio, más bien hecho para
ellos que para el reo.
Para que una pena sea justa sólo debe tener los justos grados de intensidad que
basten para apartar del delito a los hombres. Ahora bien: no hay nadie que
reflexivamente pueda elegir la pérdida total y perpetua de su propia libertad por
ventajosa que pueda resultarle la comisión de un delito. De modo que la intensidad de
la pena de esclavitud perpetua, o sea de la perpetua prisión, puesta en lugar de la pena
de muerte, tiene lo suficiente para apartar a cualquiera del ánimo determinado de
delinquir. Añadiré que todavía hay más. Son muchísimos los que miran la muerte con
rostro tranquilo y firme: éste por fanatismo, aquél por vanidad que casi siempre
acompaña al hombre incluso más allá de la tumba; quien por una última y desesperada
tentativa de no vivir o de salir de la miseria. Pero ni el fanatismo ni la vanidad gustan
de estar entre cepos y cadenas, bajo el látigo o bajo el yugo, o en una jaula de hierro
en que el desesperado no acaba sus males, sino que los comienza. Nuestro ánimo
resiste más a la violencia y a los dolores extremos, aunque pasajeros, que al tiempo y
al fastidio incesante, porque, por decirlo así, puede él condensarse en sí mismo por un
momento para resistir a los primeros pero su vigorosa elasticidad no basta para resistir
la larga y repetida acción de los segundos. Con la pena de muerte cada ejemplo que se
da a la nación, supone un delito; y en la pena de servidumbre perpetua, en cambio, un
solo delito da muchísimos y duraderos ejemplos; y si es importante que los hombres
41
vean con frecuencia el poder de las leyes, las condenas de muerte no deben
distanciarse mucho unas de otras a través del tiempo, de modo que suponen la
frecuencia de los delitos. De lo cual resulta que para que este suplicio sea útil, precisa
que no ejerza sobre los hombres toda la impresión que debiera, o, dicho de otra
manera, que sea útil y que no lo sea, al mismo tiempo. Al que dijera que la
servidumbre penal perpetua es tan dolorosa como la muerte, y, por tanto, igualmente
cruel, yo le respondería que, sumando todos los momentos infelices de la servidumbre
penal misma, lo sería acaso más, porque éstos se extienden sobre toda la vida y
aquélla ejerce toda su fuerza en un momento; siendo ésta la ventaja de la servidumbre
penal, que asusta más al que la ve que al que la sufre, porque el que la ve considera
toda la suma de los momentos infelices; y en el que la sufre, la infelicidad del
momento presente le distrae de la infelicidad futura. Todos los males se agrandan en
la imaginación y el que los sufre encuentra compensaciones y consuelos desconocidos
o no creídos por los espectadores, que cambian su sensibilidad propia por el ánimo
encallecido del infeliz.
He aquí, sobre poco más o menos, el razonamiento que hace un ladrón o un asesino
que para no violar las leyes no tienen otro contrapeso más que la horca o la rueda.
Bien sé yo que es un arte saber desarrollar los sentimientos de nuestro ánimo, un arte
que se aprende con la educación; pero porque un ladrón no sepa expresar bien sus
principios, no por eso dejarán de obrar menos en su ánimo: ¿qué leyes son éstas que
yo debo respetar y que dejan tan gran distancia entre mí y el rico?; éste me niega la
moneda que yo busco y se excusa recomendándome un trabajo desconocido para él.
¿Quién ha hecho estas leyes?; sin duda hombres ricos y poderosos que jamás se han
dignado visitar las míseras chozas de los pobres, que jamás han partido un negro pan
entre los inocentes gritos de los hambrientos hijitos suyos y las lágrimas de su mujer.
Rompamos estos vínculos fatales para los más y útiles sólo para algunos pocos e
indolentes tiranos; ataquemos a la injusticia en su fuente. Regresaré con esto a mi
estado de independencia natural, viviré libre y feliz por algún tiempo con los frutos de
mi valor y de mi industria; acaso llegará el día del dolor y del arrepentimiento, pero
este tiempo se va en breve y tendré un día de fatiga por muchos años de libertad y
placeres. Rey de un pequeño número, corregiré los errores de la fortuna y veré a los
42
tiranos palidecer y temblar en presencia de aquéllos a quienes, con insultante lujo,
posponían a sus caballos y a sus perros. La religión aparece entonces ante la mente del
desgraciado que abusa de todo, y, con un fácil arrepentimiento, le presentan casi la
certidumbre de la eterna felicidad, disminuyendo con mucho el error de la última
tragedia.
Pero aquél que ve ante sus ojos un gran número de años, o hasta todo el curso de la
vida, pasar en la servidumbre penal y en el dolor, frente a frente de sus
conciudadanos, con los que vive libre y sociable, pero él esclavo de las leyes mismas
que le protegían, hace una comparación útil de todo ello con la incertidumbre del éxito
de sus delitos y la brevedad del tiempo en que aprovecharía sus frutos.
El ejemplo continuo de aquéllos a quienes ve actualmente víctimas de su propia
imprevisión, le causa a él una impresión mucho más fuerte que el espectáculo de un
suplicio que le endurece más que le corrige.
La pena de muerte no es útil por el ejemplo de atrocidad que da a los hombres. Si las
pasiones, por la necesidad de la guerra, han enseñado a verter la sangre humana, las
leyes, moderadoras de la conducta de los hombres, no deberían aumentar tan fiero
ejemplo, tanto más funesto cuanto que la muerte legal se otorga con estudio y
formalidades. Me parece absurdo que las leyes, que son expresión de la voluntad
pública, que detestan y castigan el homicidio, cometan ellas mismas también uno,
ordenando un homicidio público para alejar a los ciudadanos del asesinato. ¿Cuáles
son las leyes verdaderas y más útiles? ¿Lo serán los pactos y condiciones que todos
quisieran observar y proponer cuando calla la voz, siempre escuchada, del interés
privado o se combinan con la del interés público?
¿Cuáles son los sentimientos de todos en cuanto a la pena de muerte? Podemos leerlo
en la conducta de indignación o de desprecio con que todos miramos al verdugo,
inocente ejecutor de la voluntad pública, buen ciudadano que contribuye al público
bien, instrumento necesario para la seguridad interior como lo son los soldados para la
exterior. ¿Por consiguiente, cuál es el origen de esta contradicción? ¿y por qué es
indeleble en los hombres tal sentimiento, a despecho de la razón?; porque los
43
hombres, en lo más secreto de su ánimo, en aquella parte del mismo que conserva
más que otra alguna todavía la forma original de la antigua naturaleza, han creído
siempre que la vida propia de cada cual no está en poder de nadie, a no ser la
necesidad con que su centro de hierro rige el Universo.
¿Qué deberán pensar los hombres cuando ven a los sabios magistrados y a los graves
sacerdotes de la justicia haciendo arrastrar, con indiferente tranquilidad suya, a un reo
hasta la muerte; y cuando un desgraciado expira en las últimas angustias, esperando el
golpe fatal, el juez, con insensible frialdad y acaso con la secreta complacencia de su
autoridad propia, se dispone a gustar de los placeres y comodidades de la vida? ¡Ay!,
dirán los desgraciados, ¡estas leyes no son más que pretextos de la fuerza; y las
meditadas y crueles formalidades de la justicia sólo son un lenguaje convenido para
inmolarnos con mayor seguridad como víctimas destinadas en sacrificio al ídolo
insaciable del despotismo! El asesinato, que se nos predica como un terrible maleficio,
ahora le vemos aquí usado sin repugnancia y sin pudor. Aprovechemos el ejemplo. La
muerte violenta nos parecía una escena terrible según las descripciones que se nos
hacían, pero ahora vemos cómo es asunto de momentos. Y mucho menos lo será en
quien, sin esperarla, se ahorre casi todo lo que haya en ella de doloroso.
Estos son los funestos paralogismos que, si no con claridad, confusamente por lo
menos, se hacen para su uso los hombres dispuestos a los delitos, en los cuales, como
ya hemos visto, el abuso de la religión puede más que la religión misma.
Si se me opusiese el ejemplo de casi todos los siglos y de casi todas las naciones que
imponen la pena de muerte a algunos delitos, yo respondería que este ejemplo se
aniquila frente a la verdad, en contra de la cual no hay prescripción de ninguna clase; y
que la historia de los hombres nos causa la impresión de un inmenso piélago de
errores entre las cuales flotan algunas verdades pocas y confusas y a grandes
intervalos distantes. ¿Los sacrificios humanos no fueron comunes a casi todas las
naciones y quién podrá excusarlos por eso? Que tan sólo algunas pocas sociedades, y
por tiempo escaso solamente, se hayan abstenido de dar la muerte como pena, es más
bien favorable que contrario a lo que vengo sosteniendo, pues tal es la fortuna de las
grandes verdades, cuya duración no es más que un relámpago en la larga y tenebrosa
44
noche que envuelve a los hombres. No ha llegado todavía la época afortunada en que
la verdad sea patrimonio del mayor número, según hasta ahora es el error; y de esta
ley universal sólo se han exceptuado hasta el día las verdades que la Sabiduría Infinita
ha querido separar de las demás, revelándolas.
La palabra de un filósofo es demasiado débil contra el tumulto y los gritos de aquéllos
a quienes sólo guían las costumbres; pero los pocos sabios esparcidos sobre la faz de la
Tierra, me harán eco en lo íntimo de sus corazones; y si la verdad pudiese llegar hasta
el trono, a través de los infinitos obstáculos que la alejan de un monarca, incluso a
pesar de éste, sepan que ella irá unida a los deseos secretos de todos los hombres, que
callarán frente a la sanguinaria fama de los conquistadores y que la justa prosperidad
les concederá el primer puesto entre los pacíficos trofeos de los Titos, Antoninos y
Trajanos.
¡Feliz, la humanidad si por primera vez se le dictasen leyes, ahora que vemos colocados
en los tronos de Europa monarcas buenos, amantes de las virtudes pacíficas, de las
ciencias, de las artes, padres de sus pueblos, ciudadanos coronados cuya autoridad
aumentada constituye la felicidad de sus súbditos, puesto que suprime el despotismo
intermediario, más cruel por cuanto menos seguro que sofocaba los deseos sinceros
de los pueblos, y siempre faustos cuando pueden llegar hasta el trono! Si estos
monarcas, diré, dejan subsistir las leyes antiguas, ello depende de la dificultad infinita
de borrar en tales errores la añeja roña de muchos siglos. Este será para los
ciudadanos ilustrados un motivo para desear, con mayor ardor todavía, el continuado
aumento de su autoridad.
BANDO Y CONFISCACIONES
El que turba la tranquilidad pública, el que no obedece a las leyes, o sea, a las
condiciones bajo las cuales se soportan los hombres comerciando entre sí y
defendiéndose, los que deban ser excluídos de la sociedad, han de ser pregonados en
bando.
45
Parece que el bando debería ser publicado contra aquéllos que, estando acusados de
un delito atroz, cuentan con grandes probabilidades, aunque no con la certidumbre, de
ser realmente reos. Pero para esto sería necesario laborar un estatuto lo menos
arbitrario y lo más preciso que fuese posible, condenando a bando a todo aquél que
pusiera a la nación en la fatal alternativa de temerle o de ofenderle, dejándole, no
obstante, el sagrado derecho de probar su inocencia. Por consiguiente, los motivos de
un bando debieran ser mayores contra un nacional que contra un extranjero, contra
un inculpado por primera vez que contra quien ya lo fue varias veces.
Pero el que ha sido sometido a bando y está excluído para siempre de la sociedad
¿deberá ser también privado de sus bienes? Esta cuestión presenta aspectos
diferentes. Perder los bienes es pena mayor que la del bando; de modo que deberá
haber algunos casos en que, proporcionalmente con los delitos, se aplique la pérdida
de todo o parte de los bienes, y algunos otros casos en que no se aplique.
La pérdida de la totalidad de los bienes, se producirá cuando el bando con que intima
la ley sea tal, que aniquile todas las relaciones que existan entre la sociedad y el
ciudadano delincuente; entonces muere el ciudadano, quedando tan sólo el hombre,
en relación con el cuerpo político, el bando debe producir el mismo efecto que la
muerte natural. Parecería, pues, que los bienes que se le quitasen al reo deberían
pasar a sus sucesores legítimos, más bien que al Príncipe, porque la muerte y el bando
de esta clase son la misma cosa, en relación con el cuerpo político. Pero no es por esta
sutileza por lo que yo me atrevo a desaprobar la confiscación de bienes. Si algunos han
sostenido que la confiscación pueda ser freno de las venganzas y excesos particulares,
no piensan que, aun cuando las penas produzcan un bien, no por ello son siempre
justas, porque para ser tales deben ser necesarias y una injusticia útil sólo puede ser
tolerada por aquellos legisladores que quieren cerrar todas las puertas a la vigilante
tiranía, que halaga con el bien momentáneo y la felicidad de algunos sujetos ilustres,
despreciando el exterminio futuro y las lágrimas de infinitos obscuros ciudadanos. Las
confiscaciones ponen precio a las cabezas de los débiles, hacen sufrir al inocente la
pena del reo y a los mismos inocentes los colocan en el desesperado trance de
delinquir. ¿Podrá haber espectáculo más triste que el de una familia arrastrada a la
46
infamia y a la miseria por los delitos de quien es cabeza de ella, cuando la sumisión
ordenada por las leyes impidiera prevenirlos, aun habiendo medios para ello?
INFAMIA
La infamia es una señal de la desaprobación pública que priva al reo de los sufragios
públicos, de la confianza de la patria y de la especie de fraternidad que la sociedad
inspira. Pero la infamia no depende del albedrío de la ley. Por tanto, precisa que la
infamia que aplica la ley sea la misma que nace de las relaciones de las cosas, la misma
que inspiran la moral universal o la moral particular que dependa de los sistemas
relativos, legisladores de las opiniones vulgares y de la nación en cuestión. Si la una es
diferente de la otra, o la ley pierde la veneración pública o las ideas de moralidad y de
probidad se desvanecerán a despecho de las reclamaciones, que nunca pueden resistir
a los ejemplos. Aquél que declare infame acciones que por sí mismas son indiferentes,
disminuirá la infamia de las acciones que verdaderamente sean infamantes.
Las penas corporales y dolorosas no deben imponerse a aquellos delitos que,
fundándose en el orgullo, recaban del dolor mismo gloria y provecho, cuando mejor le
convendrían el ridículo y la infamia; penas que refrenan el orgullo de los fanáticos con
el de los espectadores de las mismas y de las cuales la propia verdad se libra
difícilmente con lentos y obstinados esfuerzos. De este modo, oponiendo unas fuerzas
a otras fuerzas y unas opiniones a otras opiniones, el prudente legislador quebranta la
admiración y sorpresa ocasionada en el pueblo por un falso principio, cuyas bien
deducidas consecuencias suelen velar al vulgo su absurdo originario.
Las penas de infamia no deben ser ni demasiado frecuentes ni recaer sobre un gran
número de personas a la vez. No lo primero, porque los efectos reales y demasiado
frecuentes de las cosas de opinión, debilitan la fuerza de la opinión misma; no lo
segundo, porque la infamia de muchos se resuelve en la infamia de nadie.
47
Esta es la manera de no confundir las relaciones y la naturaleza invariable de las cosas,
la cual, no estando limitada por el tiempo y obrando incesantemente, confunden y
desarrollan todos los reglamentos limitados que se separan de ella.
No sólo las artes de gusto y placer, que tienen como principio universal la imitación fiel
de la naturaleza, sino también la política misma, al menos la verdadera y duradera,
está sujeta a la máxima general que hemos establecido, pues no es otra cosa que el
arte de dirigir bien los sentimientos inmutables de los hombres, haciéndoles útiles.
PRONTITUD DE LA PENA
La pena será tanto más justa y útil cuanto sea más pronta y más vecina al delito
cometido. Digo más justa, porque ahorra al reo los tormentos inútiles y fieros de la
incertidumbre, que crecen con el vigor de la imaginación y el sentimiento de la
debilidad propia; digo más justa, porque, siendo la privación de la libertad una pena,
no puede preceder a la sentencia, sino cuando la necesidad lo pide. La cárcel, por
tanto, es la simple custodia de un ciudadano mientras al reo se le juzga; y esta
custodia, siendo, como es, esencialmente penosa, debe durar el menor tiempo posible
y además debe ser lo menos dura que se pueda. El menor tiempo de ella debe ser
medido por la duración necesaria del proceso y por la edad de quien tenga derecho a
ser juzgado antes. La estrechez de la cárcel sólo puede ser la necesaria para impedir la
fuga del delincuente o para que no oculte las pruebas de sus delitos. Todo el proceso
debe acabarse con la mayor brevedad posible. ¿Podrá haber contraste más cruel que
el de la indolencia del juez y las ansias de un reo, que las comodidades y placeres de un
magistrado insensible, por una parte, y, por otra, las lágrimas y la demacración de un
preso? Por lo general, el peso de la pena y las consecuencias del delito deben ser lo
más eficaces para los demás y lo menos duras que sea posible para quienes la sufren,
pues no es posible llamar sociedad legítima a aquélla en que no sea principio infalible
el de que los hombres sólo han tratado de someterse a los menores males posibles.
He dicho que la prontitud de las penas es más útil, porque cuanto menor sea el tiempo
que transcurra entre la pena y el delito, tanto más fuerte y duradera será en el alma
48
humana la asociación de estas dos ideas: delito y pena, de tal suerte que
insensiblemente se consideren, la una como razón, y la otra como efecto necesario
indefectiblemente. Está demostrado que la asociación de las ideas es el cemento de
toda la fábrica de la inteligencia humana, sin el cual el placer y el dolor serían
sentimientos aislados y de ningún efecto. Cuanto más se alejan los hombres de las
ideas generales y de los principios universales, es decir, cuanto más vulgares son, tanto
más obrarán por las asociaciones más inmediatas y próximas, olvidando las más
remotas y complicadas, útiles sólo para los hombres fuertemente apasionados del
objeto a que tienden, toda vez que la luz de la atención aclara tan sólo un objeto,
dejando a los demás a obscuras. Del mismo modo sirven a las mentalidades más
elevadas que han adquirido el hábito de descubrir rápidamente muchos objetos de
una vez, teniendo la facilidad de contrastar muchos sentimientos parciales unos con
otros, para que el resultado, que es la acción, sea menos peligroso e incierto.
Así es como vemos la suma importancia de la vecindad entre el delito y la pena, si se
quiere que en las rudas mentes vulgares se asocie inmediatamente la idea de la pena
con la sugestiva pintura de un delito provechoso. El largo retraso de la pena con el
delito no puede producir otro efecto más que el de desunir las dos ideas; y aunque el
castigo de un delito cause impresión, lo será menos como castigo que como
espectáculo, y no la causará sino cuando se haya atenuado en los ánimos de los
espectadores el horror de un tal delito particular que servirá para reforzar el
sentimiento de la pena.
Otro principio hay que sirve admirablemente para apretar siempre la importante
conexión que debe haber entre la acción punible y la pena, y es el de que la pena debe
ser conforme, cuanto más se pueda, a la naturaleza del delito. Esta analogía facilita
admirablemente el contraste que debe existir entre el estímulo para el delito y la
repercusión de la pena; queremos decir que ésta, la pena, debe alejar y conducir el
ánimo del reo a un fin opuesto al que le encamina la seductora idea de la infracción de
la ley.
A los reos de los delitos más leves se les castiga enviándoles a la obscuridad de una
cárcel o a que sirvan de ejemplo en naciones a quienes no han ofendido, con la lejana
49
y casi inútil esclavitud del destierro o de la deportación. Si los hombres no se deciden
en un momento dado a cometer los delitos más graves, la pena pública de una gran
maldad se considerará por la mayoría como algo extraño e imposible de realizar; pero
la pena pública de los delitos más leves, a que el ánimo está siempre más vecino, hará
una impresión tal que, al apartarle de ellos, le alejará aún más de aquellos otros. Las
penas no sólo deben ser proporcionadas entre sí con los delitos en cuanto a su fuerza,
sino en cuanto al modo de infligirlas.
CERTIDUMBRE DE LAS PENAS. GRACIAS.
Uno de los más grandes frenos del delito no es la crueldad de las penas, sino la
infalibilidad de las mismas, y, por consiguiente, la vigilancia de los magistrados y la
severidad de un juez inexorable, virtud útil que, para serlo, debe ir acompañada de una
legislación mitigada. La certidumbre de un castigo, aunque éste sea moderado,
siempre causará más impresión que no el temor de otro más terrible al que vaya unida
la esperanza de la impunidad, porque los males cuando son ciertos, aunque sean
pequeños, asustan siempre el ánimo de los hombres, y la esperanza, don del cielo que
a todos se extiende, aleja siempre la idea de los males mayores, sobre todo cuando
aumenta su fuerza la impunidad que otorgan con frecuencia la avaricia y la debilidad.
Algunos se libran de la pena de un delito leve cuando la parte ofendida les perdona:
acto conforme a la beneficencia y a la humanidad, pero contrario al bien público, como
si un ciudadano particular pudiese suprimir con su remisión la necesidad del ejemplo, a
la manera que se puede condonar el resarcimiento de la ofensa. El derecho de penar
no es sólo de un ciudadano, sino de todos ellos y del soberano. Los particulares sólo
pueden renunciar a la porción de derecho que tengan por vivir en sociedad y no
pueden anular la porción correspondiente a los demás ciudadanos.
A medida que las penas se suavizan, la clemencia y el perdón se hacen menos
necesarios. ¡Feliz la nación en que estos bienes fueran funestos! Por consiguiente, la
clemencia, virtud que a veces es para un soberano suplemento de todos los deberes
50
del trono, debería quedar excluída en una legislación perfecta, en que las penas fuesen
suaves y regular y fácil el método de enjuiciar.
Esta verdad parecerá dura a quien viva en el desorden del sistema criminal; sistema en
el cual el perdón y las gracias son necesarias en proporción de lo absurdo de las leyes y
la atrocidad de las condenas. La gracia, el indulto, es la prerrogativa más hermosa del
trono, el atributo más deseable de la soberanía, la tácita desaprobación que los
benéficos dispensadores de la felicidad pública dan a un código que, con todas sus
imperfecciones, tienen en su favor el prejuicio de los siglos, el voluminoso e imponente
equipo de infinitos comentaristas, el grave aparato de las eternas formalidades y la
adhesión de los más insinuantes y menos temidos semidoctos. Pero debe tenerse en
cuenta que la clemencia es virtud del legislador, y no del ejecutor de las leyes, que
debe resplandecer en el código y no ya en las sentencias particulares; que hacer ver a
los hombres que los delitos pueden perdonarse o que la pena no es consecuencia
necesaria de los mismos, es fomentar la promesa de la impunidad, hacer creer que,
toda vez que las condenas pueden perdonarse, las no perdonadas son más bien
violencias de la fuerza que emanaciones de la justicia. ¿Qué se dirá luego, cuando el
príncipe conceda la gracia del indulto, o sea la seguridad pública aun particular, el
decreto público de la impunidad, con un acto particular de beneficencia no siempre
acertada? Por consiguiente, las leyes deben ser inexorables e inexorables los
ejecutores de las mismas en los casos particulares; quien debe ser suave, indulgente,
humano, es, el legislador. Semejante aun sabio arquitecto, el legislador debe levantar
su edificio sobre la base del amor propio, debiendo ser el interés general resultado de
los intereses de cada ciudadano, y así no se verá obligado, con leyes parciales y con
remedios tumultuosos, a separar a cada momento el bien público del bien de los
particulares, alzando el simulacro de la salud pública sobre el temor y la desconfianza.
Profundo y sensible filósofo, deje que los hombres, sus hermanos, gocen en paz de la
pequeña parte de felicidad en el inmenso sistema establecido por la Primera Causa y
de todo lo que se permite gozar en este ángulo del universo.
51
ASILOS
Aun me quedan dos cuestiones que examinar, siendo una de ellas la de si son justos los
asilos y si es útil, o no, el pacto que las naciones hacen de devolverse recíprocamente a
los reos. Dentro de las fronteras de un país, no debe haber lugar alguno independiente
de las leyes, porque la fuerza de las mismas debe seguir a cada ciudadano como la
sombra sigue al cuerpo. La impunidad y el asilo sólo se diferencian en más o menos; y
como la impresión de la pena más consiste en la impresión de la seguridad de
encontrarla que en su propia fuerza, los asilos invitan más a los delitos que las penas
los alejan de ellos. Multiplicar los lugares de asilo es crear otras tantas pequeñas
soberanías, pues donde no hay leyes que mandan, allí podrán formarse leyes nuevas
opuestas a la común y, con ello, un espíritu opuesto al del cuerpo entero de la
sociedad. Todas las historias enseñan que de los asilos nacieron las grandes
revoluciones en los Estados y en las opiniones de los hombres. Algunos han sostenido
que donde quiera que se cometa un delito o sea una acción contraria a la ley, pueda
ser penado el delincuente, como si el carácter de súbdito fuese indeleble, sinónimo, y
hasta peor, que el de esclavo, como si uno pudiese ser súbdito de un dominio y habitar
en otro y como si sus acciones pudiesen sin contradecirse, estar subordinadas a dos
soberanos y a dos códigos contradictorios a menudo. Algunos creen igualmente, que
una acción cruel, cometida en Constantinopla, por ejemplo, puede ser castigada en
París, por la razón abstracta de que quien ofende a la humanidad merece tener por
enemigo a la humanidad entera, con la execración universal, y como si los jueces
fuesen vindicadores de la sensibilidad de los hombres, y no más bien de los pactos que
les ligan entre sí. El lugar de la pena es el lugar del delito, pues solamente en él, y no
en otros lugares, los hombres se ven forzados a ofender a un particular para prevenir
la ofensa pública. Un malvado que no ha roto los pactos de una sociedad de la que no
era miembro, puese ser temido, y, por lo mismo, ser desterrado y excluído por la
fuerza superior de aquella sociedad misma, pero no puede ser castigado con las
formalidades de la ley, que son vindicadoras de los pactos, no de la malicia intrínseca
de las acciones.
52
Pero si sea útil entregarse recíprocamente los reos entre las naciones, no me atreveré
a decidirlo mientras las leyes más conformes a las necesidades de la humanidad, las
penas más suaves y extinguida la dependencia del arbitrio y de la opinión, no aseguren
la inocencia oprimida y la virtud detestada; mientras la tiranía no venga del todo de la
razón universal, que siempre une los intereses del trono y de los súbditos, confinada
en las vastas llanuras de Asia. Aun cuando la persuasión de no encontrar un palmo de
tierra que perdone a los verdaderos delitos, sería un medio eficacísimo de prevenirlos.
DEL PONER A PRECIO LA CABEZA DE LOS REOS
La otra cuestión, de las dos a que aludíamos, es la de si es útil poner a precio la cabeza
de un hombre conocido como reo, y, armando el brazo de cada ciudadano, hacer de
ellos verdugos. O el reo se encuentra dentro de los confines nacionales, o fuera de
ellos. En el primer caso, el Soberano estimula a los ciudadanos a cometer un delito y
les expone a un suplicio, cometiendo una injuria y una usurpación de autoridad en los
dominios de otro, y a la vez. autorizando de este modo a las demás naciones para que
hagan lo mismo con respecto a él. En el segundo caso, muestra la misma debilidad. El
que tiene fuerzas bastantes para defenderse, no procura comprarlas. Además, el
edicto poniendo precio a la cabeza de un reo, trastorna todas las ideas de moral y
virtud que el menor soplo desvanece en el alma humana. Unas veces, las leyes invitan
a la traición; y otras la castigan. Con una mano, el legislador aprieta los lazos de
familia, de parentela, de amistad; y con la otra premia al que los rompe y los desprecia;
siempre contradictorio consigo mismo, ora invita a la confianza el ánimo sospechoso
de los hombres, ora siembra la desconfianza en todos los corazones. En vez de
prevenir un delito, hace que nazcan cientos. Estos son los recursos de las naciones
débiles cuyas leyes no son más que reparaciones momentáneas de un edificio ruinoso
que cruje por todas partes. A medida que crece la ilustración en una nación, la buena
fe y la confianza recíproca se hacen necesarias en ella, tendiendo siempre más a
confundirse con la política verdadera. Los artificios, las cábalas, los caminos obscuros e
indirectos son más previsibles y la sensibilidad general humilla la sensibilidad de cada
uno en particular. Hasta los siglos de ignorancia, en los cuales la moral pública obliga a
53
los hombres a obedecer a la privada, sirven de instrucción y experiencia a los siglos
ilustrados. Pero las leyes que premian la traición y que suscitan una guerra clandestina,
esparcen las sospechas recíprocas entre los ciudadanos, se oponen a tan necesaria
reunión de la moral con la política, a que los hombres deberían su felicidad, las
naciones su paz y el universo algún intervalo mayor de tranquilidad y reposo a los
males que se ciernen sobre él.
PROPORCIÓN ENTRE LOS DELITOS Y LAS PENAS
No solamente es interés común que no se cometan delitos, sino que sean más raros en
proporción con el mal que causan a la sociedad. Por consiguiente, los obstáculos que
detengan a los hombres de los delitos, deben ser más fuertes a medida que sean
contrarios al bien público y a medida de los impulsos que arrantren a ellos.
Es decir, que debe haber proporción entre los delitos y las penas.
Si el placer y el dolor son los motores de los seres sensibles; si entre los motivos que
empujan a los hombres hasta las obras más sublimes, el invisible Legislador puso el
premio y la pena, de la inexacta distribución del uno y de la otra nacerá la tanto menos
observada contradicción cuando más común es, de que las penas deben castigar los
delitos que hayan hecho nacer. Si una pena igual se impone a dos delitos que ofenden
a la sociedad desigualmente, los hombres no encontrarán obstáculo más fuerte para
cometer el delito mayor, si con ello va unida una mayor ventaja.
Por ejemplo: aquél que vea establecida la misma pena de muerte a quien mate a un
faisán y a quien asesine a un hombre, o a quien falsifique un documento importante, la
ley no establecerá diferencia entre tales delitos y destruirá sentimientos morales obra
de muchos siglos y de mucha sangre, lentísimos y difíciles de producirse en el alma
humana, hasta el punto de que se creyera que para la germinación de ellos hubiera
sido necesaria la ayuda de los motivos más sublimes y un gran aparato de graves
formalidades. Imposible es prevenir todos los desórdenes posibles en el combate
universal de las pasiones humanas. Estos desórdenes, crecen en razón compuesta de la
54
población y del cruce de los intereses particulares, de modo que no es posible
someterlos a una dirección geométrica para la utilidad pública. En vez de la exactitud
matemática, en la aritmética política hay que servirse del cálculo de las probabilidades.
Si dirigimos una mirada a la historia veremos cómo crecen los desórdenes con las
fronteras del imperio; y mermando en la misma proporción el sentimiento nacional, el
impulso a delinquir crece en razón del interés que toma cada cual en los propios
desórdenes. Por esto, la necesidad de agravar las penas va aumentando siempre. La
fuerza, semejante a la gravedad, que nos impulsa a nuestro bienestar, no se retiene
sino a medida de los obstáculos que se le oponen. Los efectos de esta fuerza son la
serie confusa de las acciones humanas. Si éstas chocan recíprocamente y se ofenden
entre sí, las penas, a las que yo llamaría obstáculos políticos, impedirán el mal efecto
sin destruir la causa impelente, que es la misma sensibilidad inseparable del hombre;
el legislador obra como un hábil arquitecto, cuyo oficio es oponerse a las direcciones
ruinosas de la gravedad, colaborando con todas las que contribuyen a la fuerza del
edificio.
Dada la necesidad de la reunión de los hombres, dados los pactos que necesariamente
resultan de la oposición misma de los intereses privados, hay una escala de
desórdenes cuyo primer grado está en los que destruyen la sociedad inmediatamente
y el último en la mínima injusticia posible hecha a los particulares, miembros de
aquélla. Entre estos extremos se hallan comprendidas todas las acciones opuestas al
bien público llamadas delitos, todas las cuales, por grados insensibles, van decreciendo
desde lo más elevado a lo más ínfimo. Si la geometría pudiese adaptarse a las infinitas
y obscuras combinaciones de las acciones humanas debería haber una escala
correspondiente de penas, que descendiesen desde la más fuerte a la más débil; y si
hubiese una escala universal de las penas y de los delitos, tendríamos una probable y
común medida de los grados de tiranía o de libertad, del fondo de humanidad o de
maldad de las distintas naciones. Bástele al prudente legislador, señalar los puntos
principales de la misma, sin turbar el orden, de modo que no decrete para los delitos
de primer grado las penas del último.
55
MEDIDA DE LOS DELITOS
Hemos visto que el daño a la sociedad es la verdadera medida de los delitos.
Esta es una de las verdades palpables que, aun cuando no necesiten cuadrantes ni
telescopios para ser descubiertas, por estar al alcance de cualquier mediana
inteligencia, sin embargo, por una combinación maravillosa de circunstancias, no han
sido conocidas más que por algunos contados pensadores, hombres de todas las
naciones y de todos los siglos. Pero si las opiniones asiáticas, las pasiones vestidas de
autoridad y de poder, muchas veces por insensibles estímulos, y otras pocas por
violentas impresiones sobre la tímida credulidad de los hombres, disiparon las sencillas
nociones que formaron acaso la primera filosofía de las sociedades nacientes y a las
que la luz de nuestros siglos parece reconducir con mucha mayor firmeza que la que
puede suministrar un examen geométrico, con sus mil funestas experiencias y por sus
propios obstáculos, se equivocan los que creen que la verdadera medida de los delitos
está en la intención de quien los comete. La intención depende de la impresión actual
de los objetos y de la disposición precedente de la mente, variando en todos los
hombres, y hasta en cada uno de ellos, con la velocísima sucesión de las ideas, las
pasiones y las circunstancias. Si así fuese, si se admitiese aquel error, sería necesario
formar, no sólo un código particular para cada ciudadano, sino una nueva ley para
cada delito. Con la mejor intención, algunas veces los hombres causan el mayor mal a
la sociedad y otras veces con la más mala voluntad procuran el mayor bien.
Otros miden los delitos mas por la dignidad de la persona ofendida que por la
importancia de ellos respecto al bien público. Si fuese ésta la verdadera medida de los
delitos, toda irreverencia al Ser de los seres, debería castigarse con mayor atrocidad
que el regicidio, por ser la superioridad de la naturaleza una compensación infinita a la
diferencia de la ofensa.
Finalmente, algunos piensan que la gravedad del pecado interviene en las medidas de
los delitos.
La falacia de esta opinión saltará a la vista del que más indiferentemente examine las
verdaderas relaciones que median entre los hombres y entre los hombres y Dios. Las
56
primeras son relaciones de igualdad. Sólo la sociedad ha hecho nacer del choque de las
pasiones y de las oposiciones de los intereses, la idea de la utilidad común, base de la
justicia humana. Las segundas son relaciones de dependencia de un Ser Perfecto y
Creador, que se ha reservado el derecho de ser legislador y juez, al mismo tiempo,
porque sólo él puede serIo sin inconvenientes. Si El ha establecido penas eternas
contra los que desobedecen a su Omnipotencia, ¿cuál será el insecto que se atreverá a
suplir a la Justicia Divina, que quiera vindicar al Ser que se basta a sí mismo, que no
puede recibir de los objetos impresión alguna de placer o de dolor y que, único entre
todos los seres, obra sin reacción? La gravedad del pecado depende de la inescrutable
malicia del corazón, que no puede ser conocida, sin revelación, por seres finitos.
¿Cómo, pues la tomaríamos como norma para castigar los delitos? En este caso, los
hombres podrían penar cuando Dios perdona y perdonar cuando Dios castiga. Si los
hombres pueden estar en contradicción con el Omnipotente, al ofenderle, también
pueden estarlo al castigar.
DIVISIÓN DE LOS DELITOS
Hay delitos que destruyen inmediatamente la sociedad o a quien la representa; otros
ofenden la seguridad particular de un ciudadano, en su vida, sus bienes o su honor; y
algunos otros son actos contrarios a lo que cada cual está obligado a hacer o a no
hacer en vista del bien público.
Cualquiera acción que no esté comprendida dentro de estos límites, ni puede ser
llamada delito ni castigada como tal, sino por aquéllos que tengan algún interés en
llamarla de tal modo. La incertidumbre de estos límites ha producido en las naciones
una moral que contradice a la legislación, por ser diversas las legislaciones que se
excluyen recíprocamente, con el ejemplo de una multitud de leyes que al más
prudente le exponen a las más rigurosas penas. Por ello son tan vagos y oscilantes los
nombres de vicio y virtud, con la incertidumbre consiguiente que produce el letargo y
el sueño fatal en los organismos políticos. La opinión que debe tener todo ciudadano
de poder hacer cuanto no sea contrario a las leyes, sin temer otro inconveniente más
57
que el que pueda nacer de la acción misma, tal es el dogma político en que los pueblos
deberían creer, así como sus supremos magistrados. con la incorrompible custodia de
las leyes, debidamente predicada: sacro dogma sin el cual no puede haber sociedad
legítima, justa recompensa del sacrificio que los hombres hicieron de aquella acción
universal sobre todas las cosas, que es común a todo ser sensible y que no tiene otros
límites más que las fuerzas propias. Tal es el convencimiento que forma las almas
libres y fuertes y las mentalidades luminosas lo que hace vigorosos a los hombres,
virtuosos, con aquella virtud que sabe resistir al temor, y no con la prudencia
acomodaticia, digna tan sólo del que puede sufrir una existencia precaria e incierta.
Todo el que lea con mirada filosófica los códigos y anales de las naciones, hallará casi
siempre que los nombres de virtud y de vicio, de buen ciudadano y de reo, cambian
con las revoluciones de los siglos, no en razán de las mutaciones que acaecen en las
circunstancias de los países, y, por consiguiente, siempre conformes al interés común,
sino en razón de las pasiones y de los errores que agitaron sucesivamente a 1o's
distintos legisladores. Y muy a menudo verá que las pasiones de un siglo forman la
base de la moral de los siglos venideros; que las pasiones fuertes, hijas del fanatismo y
del entusiasmo, debilitadas y roídas, digámoslo así, por el tiempo, que reducen todos
los fenómenos físicos y morales al equilibrio, poco a poco forman la prudencia del siglo
y el instrumento útil en manos de los fuertes y hábiles.
De este modo nacieron las obscurísimas nociones de honor y de virtud, pues así como
la acción del tiempo hace que se cambien los nombres de las cosas igual que se cambia
el de los ríos y las montañas, dentro de los confines de la física; así sucede también con
la geografía moral.
DELITOS DE LESA MAJESTAD
Los delitos llamados de lesa majestad, son los primeros de todos y los mayores, por ser
los más dañosos. Sólo la tiranía y la ignorancia, que confunden los vocablos y las ideas
más claras, pueden otorgar este nombre, y por consiguiente, la mayor de las penas, a
delitos de naturaleza diferente, haciendo a los hombres, igual que en otras mil
58
ocasiones, víctimas de una palabra. Todo delito, aunque sea privado, ofende a la
sociedad; pero no todo delito procura la inmediata destrucción de ella. Las acciones
morales, lo mismo que las físicas, tienen su limitada esfera de actividad, y están
diversamente circunscritas, como todos los movimientos de la naturaleza, del tiempo y
del espacio; y sólo la interpretación capciosa, que de ordinario es la filosofía de la
esclavitud, puede confundir lo que distinguió la verdad eterna en sus inmutables
relaciones.
DELITOS CONTRA LA SEGURIDAD DE LOS PARTICULARES, VIOLENCIAS, PENAS DE LOS
NOBLES
Tras los delitos de lesa majestad, van los delitos contra la seguridad de los partículares.
Como la seguridad de los particulares es el fin primario de toda asociación legítima, no
puede dejar de asignarse a la violación del derecho de seguridad, adquirido por cada
ciudadano, alguna de las penas más considerables establecidas por las leyes.
Hay delitos que son atentados contra las personas y otros contra la subsistencia.
Infaliblemente, los primeros deben sufrir penas corporales.
Los atentados contra la seguridad' y la libertad de los ciudadanos, son delitos de los
mayores; y bajo esta clase entran no sólo los asesinatos o hurtos cometidos por los
plebeyos, sino también los de los grandes y los magistrados, cuya influencia obra a
mayor distancia y con mayor vigor, destruyendo en los súbditos las ideas de justicia y
de deber, reemplazadas por la del derecho del más fuerte, tan peligroso finalmente en
quien le ejerce y en quien le sufre.
Ni los grandes ni los ricos deben poder poner precio a los atentados contra el débil y el
pobre, pues de otro modo las riquezas, que son premio de la industria bajo la tutela de
las leyes, degeneran en pasto de la tiranÍa. No hay libertad cualquiera de las veces en
que las leyes permiten que, en determinados eventos, el hombre deje de ser persona y
se convierta en cosa; veríamos entonces el esfuerzo del poderoso para hacer surgir de
la multitud de combinaciones civiles, la que la ley da en su favor. Este descubrimiento
59
es el secreto mágico que cambia a los ciudadanos en bestias de carga, pues tal es en
manos del fuerte la cadena con que se carga las acciones de los incautos y los débiles.
Tal es la razón por la cual en algunos gobiernos, que tienen todas las apariencias de
libertad, la tiranía se esconde o se introduce, imprevista, en cualquier ángulo ignorado
por el legislador, y en el cual insensiblemente arraiga y se engrandece.
Por lo general, los hombres ponen los más sólidos diques a la tiranía abierta; pero no
ven el insecto imperceptible que los roe, abriendo al río inundador un camino tanto
más seguro cuanto más oculto.
¿Cuáles serán las penas, por consiguiente, debidas a los delitos de los nobles, cuyos
privilegios forman gran parte de las leyes de las naciones? Yo no examinaré aquí si esta
distinción hereditaria entre nobles y plebeyos es útil en un gobierno, o necesaria en las
monarquías, ni si es verdad que constituya un poder intermedio que limite los excesos
de los dos extremos, o si más bien forma un rango que, esclavo de sí mismo y de los
demas, encierra toda circulación de crédito y esperanza en un círculo estrechísimo,
como aquellas fecundas y amenas islas pequeñas que resaltan en los arenosos y vastos
desiertos de Arabia; así como tampoco examinaré si es cierto que las desigualdades
sean inevitables o útiles en la sociedad y si es verdadero también que ella, la
desigualdad misma, deba residir más bien en las clases que en los individuos, es decir,
fijarse en una parte del organismo político, en vez de circular por todo el mismo;
perpetuarse, más bien que nacer y destruirse incesantemente. Me limitaré tan rolo a
las penas debidas a este rango noble, asegurando que las penas deben ser las mismas
para el primero y el último de los ciudadanos. Para que sea legítima, toda distinción en
los honores o en las riquezas, supone una igualdad anterior fundada en las leyes que
consideran a todos los súbditos como igualmente dependientes de ellas. Se debe
suponer que los hombres, al renunciar a su natural despotismo, hayan dicho: El que
sea más industrioso, tenga honores mayores y su fama resplandezca en sus sucesores;
el que sea más feliz, o más honrado, espere más aún, pero no tema menos que los
otros hombres violar los pactos que le han alzado. Verdad es que estos decretos no se
dieron en una asamblea del género humano, pero insiden en las inmutables relaciones
de las cosas; no destruyen las ventajas que se suponen debidas a la nobleza, ni
60
tampoco impiden sus inconvenientes; lo que hacen es que las leyes sean formidables
cerrando el paso a la impunidad. A quien dijere que la misma pena otorgada al noble y
al plebeyo no es realmente la misma por la diversidad de educación, por la infamia que
extiende a una familia ilustre, yo le respondería que la sensibilidad del reo no es
medida de las penas, sino el daño público, tanto mayor cuanto más favorecido está el
que le causa; y añadiría que la igualdad de las penas sólo puede ser extrínseca, por ser
realmente diversa en cada individuo; y que la infamia de toda una familia, puede
apartarse por el Soberano con demostraciones públicas de benevolencia que haga a la
familia del reo. ¿Quién ignora que las formalidades sensibles sirven de razón al pueblo,
crédulo y admirador?
INJURIAS AL HONOR
Las injurias personales y contrarias al honor, que es la porción justa de las simpatías
que un ciudadano tiene derecho a exigir de los otros, deben castigarse con la infamia.
Hay una notable contradicción entre las leyes civiles, celosas custodias del cuerpo y
bienes de cada ciudadano, más que de otra cosa alguna, y las leyes de lo que se llama
el honor, presididas en todo por la opinión. Esta palabra de honor, es una de las que
han servido de base a largos y brillantes razonamientos, sin adherirse a ninguna idea
fija y estable. ¡Mísera condición de las mentes humanas ésta de que las lejanísimas y
menos importantes ideas de los movimientos de los cuerpos celestes le estén
presentes con un conocimiento más preciso, que las vecinas e importantísimas
nociones morales, siempre fluctuantes y confusas, según el viento de las pasiones las
arrastra y las recibe y transmite la ignorancia! Pero esta aparente paradoja
desaparecerá al considerar que así como las cosas muy próximas a los ojos se
confunden, del mismo modo la excesiva vecindad de las ideas morales hace que con
facilidad se mezclen con las muchísimas ideas simples que las componen,
confundiendo las líneas de separación necesarias al espíritu geométrico que trata de
medir los fenómenos de la sensibilidad humana. Y disminuirá del todo la maravilla del
indiferente indagador de las cosas humanas, que sospechará acaso que no sea
61
necesario tanto aparato de moral ni tantos compromisos para hacer que los hombres
sean libres y felices.
Este honor, por consiguiente, es una de aquellas ideas complejas que son un agregado,
no sólo de ideas simples, sino también de ideas igualmente complicadas, que al
presentarse de un modo vario ante la mente, unas veces admiten y otras excluyen
algunos de los elementos que las componen, sin conservar más que algunas pocas
ideas comunes, al modo que las cantidades complejas algebraicas admiten un divisor
común. Para encontrar este común divisor en las válidas ideas que los hombres se
forman del honor, es necesaria una rápida mirada a la formación de la sociedad.
Las primeras leyes y los primeros magistrados nacieron de la necesidad de reparar los
desórdenes del despotismo físico de todo hombre. Este fue el fin institutor de la
sociedad, y este fin primario de ella se ha conservado siempre, realmente o en
apariencia, a la cabeza de todos los códigos, incluso los destructores. Pero las
relaciones de los hombres y el progreso de sus conocimientos, hicieron nacer una
infinita serie de acciones y necesidades recíprocas de los unos para con los otros,
siempre superiores a la previsión de las leyes e inferiores al poder actual de cada uno.
De esta época data el despotismo de la opinión, que era el único medio de obtener de
los otros aquellos bienes y de alejar aquellos males que las leyes eran insuficientes
para atender. La opinión es lo que atormenta al sabio y al hombre vulgar; lo que ha
puesto en crédito la apariencia de la virtud por encima de la virtud misma; lo que
convierte en misionero incluso al malvado porque en ella encuentra su propio interés.
Así es como las simpatías, las opiniones de los hombres, se hicieron no sólo útiles, sino
necesarias, para no caer por debajo del nivel común. De modo que si el ambicioso
conquista el honor como útil, si el vanidoso le mendiga como testimonio de su mérito,
el hombre de honor ha de exigirle como necesario. Este honor es una condición que
muchísimos hombres ponen a su propia existencia. Nacido después de la formación de
la sociedad, no ha podido ser puesto en el depósito común y hasta es un retorno
instantáneo, al estado natural, una substracción momentánea de la persona propia a
las leyes, cuando éstas no defienden suficientemente a un ciudadano. En resolución,
en la extremada libertad política, igual que en la extrema dependencia, desaparecen
62
las ideas del honor o se confunden perfectamente con otras; porque en la primera de
aquellas dos situacines, el despotismo de las leyes inutiliza la busca de otros sufragios y
simpatías; y en la segunda, porque el despotismo de los hombres anulando la
existencia civil, reduce a ésta a una personalidad precaria y momentánea. De modo
que el honor es uno de los principios fundamentales de las monarquías que tiene el
carácter de un despotismo disminuído; y en ellas está lo que está en las revoluciones
en los estados despóticos: un momento de regreso al estado natural, un recuerdo que
se le hace al amo de la igualdad antigua.
DE LOS DUELOS
De esta necesidad de los sufragios ajenos, nacieron los duelos privados, cuyo origen se
encuentra precisamente en la anarquía de las leyes. Se pretende que estos duelos los
desconoció la antigüedad, acaso porque los antiguos no se reunían sospechosamente
armados en los templos y en los teatros, o con los amigos; acaso porque el duelo era
un espectáculo ordinario y común que daban al pueblo los gladiadores, esclavos y
envilecidos, de modo que los hombres libres desdeñaban ser considerados y llamados
gladiadores, al participar en combates singulares. En vano los edictos de muerte contra
todo aquél que aceptara un duelo, trataron de extirpar esta costumbre, cuyo
fundamento está en algo que algunos hombres temen más que a la muerte, porque,
privado de los sufragios favorables de los demás, el hombre de honor se ve expuesto a
convertirse en un ser meramente solitario, lo cual es un estado insufrible para un
hombre social, o bien a convertirse en blanco de los insultos y la infamia que con su
acción repetida superan el peligro de la pena. ¿Cuál es el motivo de que el pueblo bajo
no se bata en duelo tanto como los grandes? No sólo porque está desarmado, sino
porque la necesidad de los sufragios ajenos es menos común en la plebe que en
aquellos otros, que, siendo más elevados, se miran Con mayor sospecha y envidia.
No será inútil repetir lo que han escrito otros, a saber: que el mejor método de
prevenir este delito, es castigar al agresor, o sea al que diera ocasión al duelo,
63
declarando inocente, en cambio, al que, sin culpa suya, se ha visto obligado a defender
lo que las leyes actuales no aseguran, que es la opinión.
HURTOS
Los hurtos a que no va unida la violencia, deberían castigarse con pena pecuniaria.
Aquél que trata de enriquecerse con lo ajeno debería ser empobrecido de lo propio.
Pero como por lo común este delito es propio de la miseria y la desesperación, el delito
de tan infeliz porción de hombres a quienes el derecho de propiedad (terrible y acaso
no necesario derecho) no ha dejado más que una existencia desnuda; como las penas
pecuniarias aumentan el número de los reos por encima del de los delitos y quitan el
pan a los inocentes como a los malvados, la pena más oportuna de los hurtos sería
aquella especie de servidumbre que pudiera llamarse justa, o sea una servidumbre
temporal del trabajo y de las personas en favor de la sociedad ordinara, para resarcir
con la propia y perfecta dependencia del injusto despotismo usurpado sobre el pacto
social. Pero cuando el hurto vaya acompañado de violencia, la pena debe ser también
una aleación de castigo corporal con la servidumbre penal. Otros escritores antes que
yo han demostrado el desorden evidente que nace de no distinguir bien las penas de
los hurtos violentos de los no violentos, estableciendo la absurda ecuación de una
importante suma de dinero con la vida de un hombre. Los delitos de que hablamos son
de naturaleza distinta; y es ciertÍsimo también en política el axioma matemático de
que entre cantidades heterogéneas hay un infinito que las separa. Pero quizá no sea
superfluo repetir lo que casi nunca se haya cumplido. Las máquinas políticas conservan
más que otra alguna el movimiento recibido, siendo las más lentas en adquirir otro
movimiento nuevo.
CONTRABANDOS
El contrabando es un verdadero delito que ofende al Soberano y a la nación; pero su
pena no debe ser infamante, porque cometerle no produce infamia en la opinión
64
públIca. ¿Pero por que este delito no infama a sus autores, siendo como es, un hurto
que se leo hace al Príncipe, y por consiguiente, a la nacón misma? Responderé a esta
pregunta dlciendo que las ofensas que los hombres creen que no pueden hacérseles,
no les interesan tanto que baste para producir la indignación pública contra el que las
comete. Así es el contrabando. Los hombres a quienes las consecuencias remotas
impresionan muy poco, no consideran el daño que puede acarrearles el contrabando, y
hasta más bien aprovechan sus ventajas presentes. Ellos no ven en el contrabando más
que el daño que recibe el Príncipe y no les interesa privar de sus sufragios al
contrabandista, igual que hacen con el que comete un hurto privado, el que falsifica un
documento y comete otros males de éstos. Es un principio sensible evidente el de que
todo ser sensible sólo se interesa por los males que conoce.
El delito de contrabando nace de la misma ley, porque al crecer el impuesto crecerá
siempre la ventaja, y por tanto la tentación de cometer el contrabando; y la facililidad
de cometerle, crece con la circunferencia que haya de custodiarse y con la disminución
del volumen de la mercancía misma. La pena de perder la mercancía prohibida y lo que
la acompaña, es justísima; pero será tanto más eficaz cuanto sea más pequeño el
impuesto, puesto que los hombres sólo se arriesgan en proporción de la ventaja que
produciría el éxito feliz de la empresa. ¿Pero deberá dejarse impune tal clase de delitos
contra quien nada tiene que perder? No hay contrabandos que interesan de tal modo
a la naturaleza del tributo, parte tan esencial y difícil en una buena legislación, que el
delito en cuestión merece una pena considerable, incluso hasta la prisión y hasta la
servidumbre penal; pero prisión y servidumbre conformes a la naturaleza del delito
mismo. Por ejemplo: la prisión del contrabandista de tabaco no debe ser común con la
del sicario o del ladrón; y el trabajo del primero, limitado al servicio de la propia renta
a que se ha querido defraudar, será el más conforme a la naturaleza de las penas.
DE LOS DEUDORES
La buena fe de los contratos y la seguridad del comercio obligan al legislador a
asegurar a los acreedores con la persona del deudor insolvente. Pero yo creo
65
importante distinguir al insolvente doloso del inocente; el primero debería recibir igual
pena que se asigna a los falsificadores de moneda, porque falsificar una pieza de metal
acuñado, que representa una prenda de las obligaciones de los ciudadanos, no es
mayor delito que falsificar las obligaciones mismas. Pero el insolvente inocente, el que,
tras un riguroso examen, ha probado ante sus jueces que la malicia o la desgracia
ajenas, o vicisitudes inevitables de la prudencia humana, le despojaron de sus bienes
¿por qué bárbaro motivo deberá ser recluído en prisión, privado del único y triste bien
que le resta, o sea la desnuda libertad, experimentando las angustias de los culpables,
la desesperación de la probidad oprimida, arrepentido acaso de la inocencia en que
vivía tranquilo, bajo la tutela de las leyes que no estaba en su albedrío dejar de
ofender? ¡Leyes dictadas por la avidez de los poderosos y que los débiles sufren con la
esperanza, que casi siempre brilla en el alma humana, que nos hace creer que los
sucesos desfavorables deben ser para los demás y los favorables para nosotros! Los
hombres, abandonados a sus sentimientos evidentes, gustan que las leyes sean
crueles, aun cuando, sujetos a las mismas, a cada uno de ellos le interesaría que fuesen
moderadas, por ser mayor el temor de sufrirlas que los deseos de ofenderlas.
Volviendo al insolvente no culpable, diré que si, por una parte, su obligación debe ser
inextinguible hasta que se haya pagado por completo, a menos que se le hubiere
otorgado la facultad de sustraerse a ella sin el consentimiento de la parte, o de
trasladar su industria al imperio de otras leyes, industria que debería estar
comprometida, bajo pena, a garantizar el compromiso proporcionalmente a las
ganancias, por otra parte, ¿qué pretexto legítimo, como la seguridad del comercio o la
sagrada propiedad de los bienes, podría justificar una privación de libertad que sería
del todo inútil, salvo el caso de que los rigores de la prisión pudieran servir para revelar
los secretos del supuesto insolvente, caso rarísimo en el supuesto de un riguroso
examen?
(El comercio, la propiedad de los bienes, no son fin del pacto social, pero pueden ser
medio para llegar a él. Exponer a todos los miembros de la sociedad a los males que se
ha tratado de evitar con la constitución de ella, sería subordinar los fines a los medios,
lo cual es un paralogismo en todas las ciencias, y sobre todo, en la política,
66
paralogismo en que yo mismo he caído en las ediciones precedentes, cuando decía
que el insolvente inculpable debiese ser tenido en custodia, como prenda de sus
deudas, o utilizado como esclavo trabajando a favor de sus acreedores. Me avergüenzo
de haber escrito tales palabras. Se me ha acusado de sedición sin merecerlo. He
ofendido los derechos de la humanidad, ¿y nadie me lo ha reprochado? ‐Nota
posterior del autor).
Se podría distinguir el dolo de la culpa grave, la culpa grave de la leve y la leve de la
inocencia completa; asignando al primero de estos casos las penas de los delitos de
falsificación; a la segunda, penas menores, pero con privación de libertad; reservar al
último caso la libre elección de los medios de restablecerse, y en el tercero reservar a
los acreedores la libertad de la elección misma. Pero la distinción entre lo que sea
grave y leve en la culpa debe fijarse por la ley, ciega e imparcial, y no por la peligrosa y
arbitraria prudencia de los jueces. La fijación de los límites es tan necesaria en la
política como en las matemáticas, así en la medida del público bien como en la de las
dimensiones.
¡Cuán fácil sería para el cuidadoso legislador impedir gran parte de las insolvencias
culpables y remediar las desgracias de los inocentes laboriosos! El registro público y
manifiesto de todos los contratos y la libertad de los ciudadanos para consultar los
documentos respectivos, bien ordenados; un banco público constituído con fondos
prudentemente tomados de los tributos sobre las mercancías buenas, destinado a
socorrer con sumas oportunas a los infelices e inculpables que lo merecieran, no
presentarían ningún inconveniente real, y, en cambio, podrían producir ventajas
innumerables. Pero las fáciles, las sencillas, las grandes leyes que no aguardan más que
la señal del legislador para extender en el seno de las naciones la abundancia y la
opulencia, leyes que encontrarían himnos inmortales de reconocimiento de
generación en generación, son las menos conocidas y las menos deseadas, a pesar de
todo. Un espíritu inquieto y meticuloso, la tímida prudencia del momento presente, la
rígida prevención contra las novedades, se adueñan de los sentimientos del que se
ocupa de combinar la multitud de quehaceres de los pequeños mortales ...
67
DE LA TRANQUILIDAD PÚBLICA
Finalmente, entre los delitos de la clase tercera que hemos presentado, están los que
van contra la tranquilidad pública y la quietud de los ciudadanos, tales como los
alborotos y tumultos en las calles públicas, destinadas al comercio y tránsito de los
ciudadanos, los discursos fanáticos que excitan las fáciles pasiones de las multitudes
curiosas, envalentonadas por la curiosidad y por la frecuencia y número de los oyentes
y sobre todo por el obscuro y misterioso entusiasmo, no en cambio, por la razón, clara
y tranquila, que jamás obra sobre las grandes masas de hombres.
El alumbrado público, los guardias distribuídos en los diferentes barrios de la ciudad,
los sermones sencillos y morales de la religión en el silencio y sagrada tranquilidad de
los templos protegidos por la autoridad pública, las arengas encaminadas a sostener
los intereses particulares y públicos en las reuniones de la nación, en los parlamentos y
donde resida la majestad del Soberano, todos éstos son medios eficaces para prevenir
la peligrosa acumulación de las pasiones particulares. Todo esto es materia de un ramo
principal de la vigilancia del magistrado que los franceses llaman Policía; pero si los
magistrados de este orden obrasen mediante leyes arbitrarias, que no estuvieran
establecidas por un código circulando en manos de todos los ciudadanos, sí abriría una
puerta a la tiranía, siempre acechando todos los confines de la libertad política.
Yo, por mi parte, no hallo excepción alguna para este axioma general, a saber, que
todo ciudadano debe saber cuándo es reo y cuándo inocente. Si los censores, y en
general, los magistrados arbitrarios son necesarios en algunos gobiernos, ello se debe
a la debilidad de la propia constitución de éstos, y no a la naturaleza de un gobierno
bien organizado. La incertidumbre de la suerte propia, ha sacrificado más víctimas a la
obscura tiranía, que no la crueldad pública y solemne. Aquella rebela los ánimos más
que los envilece. El verdadero tirano siempre comienza reinando sobre la opinión y el
valor sólo puede llegar a resplandecer a la clara luz de la verdad, en el fuego de las
pasiones, o en la ignorancia del peligro.
68
DEL OCIO POLÍTICO
Un gobierno sabio no sufre el ocio político en el seno del trabajo y de la industria. Yo
llamo ocio político a todo aquello que no contribuye a la sociedad ni con el trabajo ni
con la riqueza; a todo aquello que gana sin perder nunca, a lo que, siendo venerado
por el vulgo con admiración estúpida, el sabio lo mira con desdeñosa compasión hacia
sus víctimas; lo que, careciendo del estímulo de la vida activa, que es la necesidad de
conservar o aumentar las comodidades de la vida, entrega todas sus energías a las
pasiones de la opinión, que no son las menos fuertes. Los austeros declamadores han
confundido este ocio con el ocio de Ias riquezas acumuladas por Ia industria; por lo
cual son Ias leyes las que deben definir el ocio punible, no la austera y limitada virtud
de algunos censores. Políticamente hablando, no es ocioso el que goza de los frutos de
los vicios o las virtudes de sus antepasados, vendiendo por placeres actuales el pan y Ia
vida de la pobrez.a trabajadora; el que ejerce en paz Ia tácita guerra de Ia industria con
la opulencia, en vez de la guerra incierta y sanguinaria con la fuerza. El ocio de que
hablamos es necesario y útil a medida que la sociedad se dilata y la administración se
restringe.
DEL SUICIDIO Y DE LOS EMIGRANTES
El suicidio es un delito que parece no poder admitir pena propiamente dicha, supuesto
que la pena no podrá recaer sino sobre inocentes o sobre un cuerpo frío e insensible. Y
si la pena, en estas condiciones, no puede hacer ninguna impresión sobre los vivos,
como no lo haría despedazar una estatua, sería injusta y tiránica la pena, porque la
libertad política de los hombres supone necesariamente que las penas sean
meramente personales. Los hombres aman mucho la vida y todo cuanto les rodea les
confirma en este amor. La imagen seductora del placer, y la esperanza, dulcísimo
engaño de los mortales, por la cual soportan a grandes sorbos el mal mezclado con
algunas pocas gotas de contento, les seduce tanto para que pueda temerse que la
impunidad necesaria de un delito como éste ejerza algún influjo sobre los hombres.
Quien teme al dolor, obedece a las leyes; pero la muerte extingue todas las fuentes
69
que halla en el cuerpo. ¿Cuál será pues, el motivo que alentará la mano desesperada
del suicida?
Aquél que se mata causa menos daño a la sociedad que el que se sale para siempre de
los límites de ella, pues aquél deja allí toda sus substancias, mientras que éste se
transporta a otro lugar con todo su haber. Antes bien, si la fuerza de la sociedad
consiste en el número de los ciudadanos, al sustraerse a sí mismo y darse a una nación
vecina, el emigrante hace un doble daño que aquél que simplemente con la muerte se
aparta de la sociedad. Por consiguiente, la cuestión se reduce a saber si es útil o
perjudicial para las naciones dejar a los hombres la libertad perpetua de ausentarse de
la sociedad a que pertenecían.
Toda ley que no va armada o a quien deja insubsistente la naturaleza de las
circunstancias, no debe prolongarse; y como sobre los ánimos reina la opinión, que
obedece a las lentas e indirectas impresiones del legislador, resistiendo a las que son
directas y violentas, las leyes inútiles, despreciadas por los hombres, comunican su
envilecimiento hasta a las leyes más saludables, a las que se considera más bien como
un obstáculo que deba superarse que como depósito dél bien público.
Y si, como se ha dicho, nuestros sentimientos son limitados, cuanto mayor sea la
veneración que tengan los hombres hacia asuntos extraños a las leyes, tanto menos de
aquélla quedará para las leyes mismas. El prudente dispensador de la felicidad pública,
puede sacar algunas útiles consecuencias del principio que acabamos de sentar; pero
el exponerlas me apartaría demasiado de mi asunto, el cual no es otro que demostrar
la inutilidad de hacer del Estado una prisión. Una ley de este género será inútil, pues, a
no ser que haya escollos inaccesibles o mares innavegables que separen un país de
todos los demás ¿cómo cerrar todos los puntos de la circunferencia de aquél y cómo
custodiar a los que custodian? Aquél que todo lo lleva consigo, no puede ser castigado,
después de lo que hizo. Un delito como éste no puede ya castigarse después de haber
sido cometido, y el castigarle antes sería castigar la voluntad de los hombres, y no sus
actos; sería imponerse a la intención, que es una parte enteramente libre del hombre,
independiente del imperio, de las leyes humanas. Por otra parte, castigar al ausente en
las cosas que haya dejado tras de sí, además de la fácil e inevitable colusión que no
70
puede suprimirse sin tiranizar los contratos, encallaría todo comercio de nación en
nación. Penar el delito cuando regresase el reo, sería tanto como impedir que se
reparase el mal causado a la sociedad, pues todas las ausencias entonces se harían
perpetuas. Hasta la prohibición de salir de un país, aumenta en los nacionales del
mismo el deseo de salir de él, y es una advertencia a los forasteros para que no
penetren en el mismo.
¿Qué deberíamos pensar de un gobierno que no tuviese otro medio sino el temor para
retener a los hombres en su patria, a la que están naturalmente unidos por las
primeras impresiones de la infancia? El modo más seguro de fijar a los ciudadanos en
su patria, es aumentar el bienestar relativo de todos. Del mismo modo que debe
hacerse toda clase de esfuerzos para que la balanza del comercio esté en favor
nuestro, así también el máximo interés del Soberano y de la nación es que la suma de
felicidad de los súbditos sea mayor que en cualquier otra parte de las naciones
circundantes. Los placeres del lujo no son los elementos principales de esta felicidad,
aun cuando sean un remedio necesario a la desigualdad, que crece con el progreso de
las naciones, pues sin ella las riquezas se condensarían en una sola mano.
(Cuando los límites de un país aumentan en mayor razón que la población del mismo,
el lujo allí favorecerá al despotismo, tanto porque cuanto es menor el número de los
habitantes tanto es menor la industria, cuanto porque cuanto menor sea la industria,
mayor será la dependencia de la pobreza en relación con el fausto, y tanto más dificil y
menos temida será la reunión de los oprimidos contra los opresores, pues las
adoraciones, los oficios, las distinciones, la sumisión que hacen más sensible la
distancia entre el fuerte y el débil, se obtienen con mayor facilidad de pocos que de
muchos, pues los hombres son tanto más independientes cuanto menos obedientes y
tanto menos obedientes cuanto es mayor su número. Pero donde la población crece
en proporción mayor que las fronteras, el lujo se opone al despotismo, porque anima a
la industria y a la actividad de los hombres, y la necesidad ofrece demasiados placeres
y comodidades al rico para que la ostentación que aumenta la impresión de
dependencia, destaque sobre todo. Asi puede observarse que en los Estados grandes y
débiles, por despoblados, si no median otros motivos que les sirvan de obstáculo, el
71
lujo de ostentación prevalece sobre el de comodidades; pero en los Estados poblados,
el lujo de comodidades hace disminuir siempre el de ostentación.‐ Nota posterior del
Autor).
Pero el comercio y el paso de los placeres de lujo tienen el inconveniente de que,
aunque se haga por medio de muchos, siempre terminan en pocos y sólo una
pequeñísima parte aprovecha su mayor número; de modo que no impide el
sentimiento de la miseria, más bien ocasionado por la comparación que por la
realidad.
Pero la seguridad y la libertad limitada sólo por las leyes, forman base principal de esta
felicidad, con lo que los placeres del lujo favorecen la población y sin las cuales se
convierten en instrumentos de tiranía. Al modo que los animales más generosos y los
pájaros, tan libres como son, se alejan en las soledades y en los bosques inaccesibles,
abandonando las campiñas fértiles y risueñas al hombre que los acecha, así los
hombres huyen hasta de los placeres, cuando se los distribuye la tiranía.
Por consiguiente, está demostrado que la ley que encierra a sus súbditos dentro de su
país, es inútil e injusta; y lo será del mismo modo la que ponga pena al suicidio, pues,
aunque ésta sea una culpa que castiga Dios, que es quien puede castigar hasta después
de la muerte, el suicidio no es delito ante los hombres, toda vez que la pena, en lugar
de recaer sobre el reo, cae sobre su familia: Si alguno me opusiese que la pena del
suicidio podría por lo menos, apartar de la muerte a algún hombre determinado, yo le
respondería que aquél que renuncia tranquilamente al bien de la vida, que odia la
existencia de aquí abajo, hasta el punto de preferir a ella una eternidad infeliz, ni
siquiera se disuadiría de su resolución por la consideración de sus hijos y parientes.
DELITOS DE PRUEBA DIFICIL
Hay algunos delitos que son al mismo tiempo frecuentes en la sociedad y difíciles de
probar. Estos delitos son el adulterio, la Venus ática y el infanticidio.
72
El adulterio es un delito que, considerado políticamente, tiene su fuerza y dirección en
dos motivos: las leyes variables de los hombres y la atracción fortísima que impulsa a
uno de los sexos hacia el otro.
(La atracción de los sexos es semejante en muchos casos a la gravedad, fuerza motriz
del Universo, porque, igual que ésta, disminuye con las distancias, y si la una modifica
todos los movimientos de los cuerpos, así lo hace la otra con casi todos los del alma,
mientras dura su tiempo. En cambio, es desemejante en que la gravedad se equilibra
con los obstáculos, mientras que la atracción de los sexos por lo general aumenta a
medida que crecen los obstáculos que se oponen a ella.‐Nota posterior del Autor).
Si yo tuviese que hablar a naciones faltas todavía de la luz de la religión, diría que
también hay otra diferencia considerable entre éste y otros delitos.
Este nace del abuso de una necesidad constante y universal a toda la humanidad;
necesidad anterior, y hasta fundadora de la sociedad misma; en tanto que los demás
delitos destructores de ella, tienen un origen más determinado en pasiones
momentáneas que en una necesidad natural. La necesidad sexual, para todo aquél que
conozca la historia y el hombre, es siempre igual en el mismo clima, y tiene una
cantidad constante. Si esto fuese cierto, serían inútiles y hasta perniciosas, las leyes y
las costumbres que intentasen disminuir su suma total, porque su efecto sería cargar
una parte de las necesidades propias y ajenas, de modo que serían más sabias, por el
contrario, aquellas otras leyes que, por decirlo así, siguiendo la fácil inclinación de la
pendiente, dividiesen y derramasen la suma en tantas porciones pequeñas e iguales,
que impidiesen uniformemente en todas partes la aridez, y el desbordamiento. La
fidelidad conyugal es siempre proporcional al número y libertad de los matrimonios.
Allí donde estas cualidades se combinan y disuelven, la galantería rompe secretamente
los prejuicios imperantes, cuando la potestad doméstica, a despecho de la moral
vulgar, cuyo oficio es declamar contra los efectos, olvidándose de las causas, ataca los
vínculos contraídos. Pero no hay razón para estas reflexiones, viviendo en la verdadera
religión, cuyos sublimes motivos corrigen la fuerza de los efectos naturales. La acción
del delito a que aludimos, es tan instantánea y misteriosa, está tan cubierta por el velo
que las leyes le han puesto (velo necesario, pero frágil, y que aumenta el precio de la
73
cosa, en lugar de mermarlo); sus ocasiones son tan fáciles, sus consecuencias tan
equívocas, que más está en manos del legislador prevenirle que corregirle. Regla
general: en todo delito en que, por su naturaleza, la impunidad sea fácil, la pena se
convierte en un incentivo. Es propio de nuestra imaginación que las dificultades,
cuando no son insuperables o demasiado difíciles ante la pobreza de ánimo de cada
hombre, exciten más vivamente la imaginación, agrandando su objeto, pues son casi
otros tantos reparos que impiden a la vagabunda y voluble imaginación salirse de su
objeto, y constriñéndola a recorrer todas las relaciones, se detiene más estrechamente
en la parte agradable a que naturalmente se afecta más nuestro ánimo, que no en la
dolorosa y funesta, de que huye y se aleja.
La Venus ática (Beccaria se refiere, mediante el uso de este término, a la inversión
sexual, esto es, al homosexualismo), tan severamente castigada por las leyes y tan
fácilmente sometida a los tormentos vencedores de la inocencia, tiene menos
fundamento en las necesidades del hombre aislado y libre que en las pasiones del
hombre sociable y esclavo. Su fuerza la adquiere no tanto en la saciedad de los
placeres cuanto en la de la educación, que comienza por hacer a los hombres inútiles a
sí mismos para que sean útiles a los demás; en los lugares en que se condensa la
ardiente juventud, en los que habiendo un dique insuperable a cualquier otro
comercio, todo el vigor de la naturaleza que se desarrolla, se consume inútilmente
para la humanidad, anticipando la vejez.
En cuanto al infanticidio (mediante el uso de este término, Beccaria más bien hace
referencia al aborto procurado), es también efecto de la inevitable contradicción en
que está colocada la mujer que ha cedido por debilidad o por violencia. Quien se
encontrase colocado en la disyuntiva de la infamia o la muerte de un ser incapaz de
sentir los males ¿cómo no preferirá esta última solución a la miseria infalible a que
quedarían expuestos la madre y su hijo infeliz? La mejor manera de evitar este delito,
sería proteger con leyes eficaces la debilidad contra la tiranía, la cual exagera los vicios
que no pueden cubrirse con el manto de la virtud.
Yo no pretendo disminuir el justo horror que merecen estos delitos de que hablamos;
pero señalando sus fuentes, me creo con el derecho a obtener una consecuencia
74
general, a saber: que no puede llamarse precisamente justa (lo que quiere decir
necesaria) la pena de un delito mientras la ley no ha utilizado el mejor medio posible
para prevenirle, dadas las circunstancias de una nación.
DE UN GENERO PARTICULAR DE DELITOS
El que lea este libro, advertirá que he omitido un género de delitos que ha cubierto a
Europa de sangre humana, y que ha alzado hogueras en que servían de alimento a las
llamas cuerpos vivos humanos, cuando era alegre espectáculo y grata armonía para la
ciega multitud oír los sordos y confusos gemidos de los desgraciados, a través de los
remolinos de humo negro, humo de miembros humanos, entre el crujido de los huesos
carbonizados y el chirriar de las vísceras aun palpitantes. Pero los lectores razonables
tendrán en cuenta que el lugar, el tiempo y la materia, no me permiten examinar la
naturaleza de esta clase de delitos. Sería ajeno y apartado de mi asunto demostrar que
debe ser necesaria una perfecta uniformidad de pensamiento en un Estado, en contra
del ejemplo de muchas naciones; y como opiniones que difieren entre sí solamente
por algunas sutilísimas y obscuras diferencias, harto lejanas de la capacidad humana,
pueden también perturbar el bien público, cuando una no esté autorizada con
preferencia a otras; y como la naturaleza de las opiniones está compuesta de tal modo
que mientras algunas, las verdaderas, se aclaran y sobrenadan con el contraste,
fermentando y combatiendo juntas, las falsas se sumergen en olvido, y otras, mal
seguras en su desnuda substancia, requieren ser vestidas de autoridad y de fuerza.
Sería muy largo probar que, aunque parezca odioso, el imperio de la fuerza sobre las
mentalidades humanas, cuyas conquistas únicas son la disimulación, y con ella el
envilecimiento, aunque parezca contrario al espíritu de mansedumbre y fraternidad
aconsejado por la razón y la autoridad que más veneramos, es también, después de
todo, necesario e indispensable. Todo esto debe creerse evidentemente probado y
conforme a los verdaderos intereses de los hombres, si hay quien lo haga con
reconocida autoridad. Yo no hablo más que de los delitos que emanan de la naturaleza
humana y de la naturaleza social, pero no de los pecados, cuyas penas, incluso las
temporales, deben regirse por otros principios distintos de los de una limitada filosofía.
75
FALSAS IDEAS DE UTILIDAD
Una fuente de errores y de injusticias son las falsas ideas de utilidad que se forman los
legisladores.
Falsa idea de utilidad es la que antepone los inconvenientes particulares al
inconveniente general; la que manda a los sentimientos, en vez de dirigirlos hacia la
lógica, haciéndoles obedecer a ella. Falsa idea de utilidad es la que sacrifica mil
ventajas reales aun inconveniente imaginario o de escasas consecuencias, como sería
la de suprimir a los hombres el fuego, porque incendia y el agua porque aniega, y la de
no reparar a los males más que con la destrucción. Las leyes que prohiben llevar armas
son de esta clase, pues no desarman más que a los que no están inclinados ni
determinados a los delitos, en tanto que los que se atreven a violar las leyes más
sagradas de la humanidad y las más importantes del código ¿cómo van a respetar las
menores y las puramente arbitrarias y cuya contravención es tan fácil, con la
impunidad consiguiente y cuya ejecución exacta suprimiría la libertad personal, que el
hombre quiere tanto y que el legislador inteligente debe querer también, sometiendo
a los inocentes a todas las vejaciones debidas a los reos? Leyes como éstas empeoran
la condición de los agredidos y mejoran la de los agresores, sin que hagan disminuir los
homicidios, antes bien los aumentan, porque es mayor la confianza en asaltar a los que
van desarmados que no a los armados. A estas leyes se les podría llamar más bien
leyes miedosas de los delitos que no previsoras de ellos, y nacen de la tumultuosa
impresión de algunos casos particulares, no de la meditación razonada de los
inconvenientes y ventajas de un decreto universal.
Falsa idea de utilidad es la que pretendiera dar a una multitud de seres sensibles la
simetría y el orden que sufren la materia bruta e inanimada; la que olvida los motivos
presentes, únicos que con constancia y fuerza obran sobre la multitud, prefiriendo
motivos lejanos cuya impresión es brevísima y débil, cuando una fuerza de
imaginación, que no es ordinaria en la humanidad, no suple a todo agrandando el
objeto en lontananza.
76
Finalmente, es una falsa idea de utilidad la que, sacrificando la cosa al nombre, separa
el bien público del bien de todos los particulares. Entre el estado de sociedad y el de
naturaleza, hay esta diferencia: que el hombre salvaje no daña a los demás más que
cuando ello sirve para procurarse bien a sí propio, en tanto que el hombre sociable a
veces se ve obligado por leyes malas a ofender a los demás, sin que por ello se procure
bien personalmente. El déspota proyecta el temor y el abatimiento en el ánimo de sus
esclavos; pero si se le reprende, vuelve con mayor fuerza a atormentar su ánimo.
Cuando el temor es más solitario y doméstico, tanto es menos peligroso a quien hace
de él el instrumento de su provecho; pero cuanto es más público y actúa sobre una
multitud mayor de hombres, tanto más fácil es que entre ellos se encuentre el
imprudente, el desesperado o el audaz hábil que haga servir a los hombres a sus fines
propios, suscitando en ellos sentimientos más gratos y tanto más seductores cuando el
riesgo de la empresa recae sobre un número mayor; y entonces el valor que los
infelices dan a su existencia propia, disminuye en proporción de la miseria que sufren.
Esta es la razón por la cual las ofensas hacen brotar ofensas nuevas, pues el odio es un
sentimiento tanto más duradero que el amor, cuanto que el primero adquiere su
fuerza en la continuación de los actos que debilitan al segundo.
DEL ESPÍRITU DE FAMILIA
Tan funestas y autorizadas injusticias fueron aprobadas por hombres hasta de los más
ilustrados, y puestas en práctica por las Repúblicas más libres, a consecuencia de haber
considerado más bien la sociedad como una reunión de familias que como una unión
de hombres. Tenemos aquí cien mil hombres, o sea veinte mil familias, compuestas,
cada una de cinco personas, incluyendo en ellas el jefe de la misma. Si la asociación se
hace por familias habrá veinte mil hombres y ochenta mil esclavos; pero si la
asociación es de hombres, habrá cien mil ciudadanos y ningún esclavo. En el primer
caso tendremos una República y veinte mil pequeñas monarquías que la constituyen.
En el segundo, el espíritu republicano no sólo desaparecerá de las plazas públicas y en
las reuniones de la nación, sino que también desaparecerá entre los muros
domésticos, en que está gran parte de la felicidad o de la miseria de los hombres. En el
77
primer caso, como las leyes y las costumbres son efecto de los sentimientos habituales
de los miembros de la República, o sea de los jefes de las familias, el espíritu
monárquico se introducirá poco a poco en la República misma y sus efectos sólo serán
frenados por los intereses opuestos de cada uno, pero no por un sentimiento que
respire libertad e igualdad. El espíritu de familia es un espíritu de detalle, que se limita
en pequeñeces. El espíritu regulador de la República, dueño como es de principios
generales, ve los hechos y los condensa en las clases principales e importantes al bien
de la mayoría. En la República de familias, los hijos permanecen en la potestad del jefe,
mientras éste viva, estando obligados a esperar de la muerte del jefe una existencia
que sólo dependa de las leyes. Acostumbrado a obedecer y a temer en la edad más
juvenil y vigorosa, cuando los sentimientos se hallan menos modificados por el temor
de experiencia llamado moderación, ¿cómo podrían resistir a los obstáculos que el
vicio opone siempre a la virtud en las edades decadentes en que hasta la disposición
de ver los frutos se opone a los cambios vigorosos?
Cuando la República es de hombres, la familia no es una subordinación de mando, sino
de contrato; y los hijos, al llegar la edad que extingue la dependencia natural, que es la
edad de la debilidad y de la necesidad de educación y defensa, se convierten en
miembros libres de la ciudad, sujetándose al jefe de familia para participar de las
ventajas de ésta, igual que hacen los hombres libres en la sociedad mayor. En el primer
caso, los hijos, que son la mayor parte de la nación y la más útil de la misma, están a la
discreción de los padres; en el segundo, no existe más vínculo impuesto que el sagrado
e inviolable de suministrarse recíprocamente los auxilios necesarios, y el de la gratitud
por los beneficios recibidos, sin que este último sufra menoscabo por la malicia del
corazón humano más que por una mala entendida sujeción ordenada por las leyes.
Estas contradicciones entre las leyes de familia y las fundamentales de la República,
son una fuente abundante de otras contradicciones entre la moral doméstica y la
pública, las cuales engendran un perpetuo conflicto en el ánimo de cada hombre. La
primera inspira sujeción y temor; la segunda, valor y libertad; aquélla enseña a
restringir la beneficencia a un pequeño número de personas sin elección espontánea;
ésta, a extenderla a toda clase de hombres; aquélla impone un continuado sacrificio de
78
sí mismo a un ídolo vano llamado bien familiar, bien que muchas veces no es de
ninguno de los que componen la familia misma; ésta enseña a servIrse de las ventajas
propias, sin ofender a las leyes, o excita a inmolarse a la patria con el premio del
fanatismo que previene el acto.
Estos contrastes hacen que los hombres desdeñen seguir la virtud por encontrarla
confusa y revuelta, alejada en aquella lejanía que nace de la obscuridad de los objetos,
tanto físicos como morales. ¡Cuántas veces cuando un hombre recuerda sus acciones
pasadas, se asombra de encontrarse poco honrado! A medida que la sociedad se
multiplica, cada miembro de ella se hace una parte más pequeña del todo y el
sentimiento republicano disminuiría proporcionalmente si las leyes no cuidaran de
reforzarle. Igual que los cuerpos humanos, las sociedades tienen límites circunscritos,
creciendo más allá de los cuales se peturbaba su propia economía. Parece que la masa
de un Estado debiera estar en razón inversa de la sensibilidad de quienes le componen,
pues de otro modo, si crecieran la una y la otra, las leyes buenas encontrarían al
prevenir los delitos un obstáculo en el bien mismo que producen. Una República
demasiado grande, sólo se salva del despotismo, subdividiéndose y unificándose en
varias pequeñas Repúblicas federativas. ¿Pero cómo puede obtenerse esto?; tan sólo
podría lograrlo un dictador despótico que tuviese el valor de Sila y tanto genio para
edificar como el que tuvo Sila mismo para destruir. Un hombre de esta clase, siendo
ambicioso, logrará la gloria de todos los siglos; y si es filósofo, las bendiciones de sus
ciudadanos le recompensarán de la pérdida de la autoridad, si es que no hubiese
llegado a ser indiferente a su ingratitud. A medida que se debilitan los sentimientos
que nos unen a la nación, los sentimientos hacia los objetos que nos rodean se
refuerzan. Por esto es por lo que bajo el despotismo más fuerte, las amistades son más
duraderas y más comunes, o hasta del todo exclusivas las virtudes familiares, siempre
mediocres. Así se verá por parte de todos cuán limitado es el alcance de la mayor parte
de los legisladores.
79
EL FISCO
Hubo un tiempo en que casi todas las penas fueron pecuniarias (Refiérese Beccaria a
las leyes de los llamados pueblos bárbaros). Los delitos de los hombres eran entonces
el patrimonio del Príncipe; los atentados contra la seguridad pública eran objeto de
lucro, de modo que quien estaba destinado a defenderla tenía interés en que se la
ofendiera. Por consiguiente, el objeto de las penas era un pleito entre el Fisco, (exactor
de las penas en cuestión) y el reo: un asunto civil, contencioso, privado más bien que
público, que daba al Fisco más derechos que los exigidos por la defensa pública, y otros
perjuicios al reo que aquéllos en que había caído por necesidad del ejemplo. Así es que
el juez era un abogado del Fisco, más bien que un indiferente investigador de la
verdad; un agente del Erario, más bien que el protector y ministro de las leyes. Pero
como en este sistema el hecho de confesarse delincuente era confesarse deudor del
Fisco, propósito entonces del procedimiento criminal, la confesión del delito,
combinada de manera que favoreciese y no perjudicase a las razones fiscales, se
convirtió y todavía sigue sucediendo así (pues los efectos continúan siempre mucho
después que las causas) en centro en torno del cual giraban todos los órdenes
criminales.
Sin la confesión de que hablamos, un reo convicto por pruebas indubitables tendrá una
pena menor que la establecida y no sufrirá el tormento por otros delitos de la misma
especie que pudiera haber cometido. Pero mediando confesión, el juez, se apodera del
cuerpo de un reo y le aflige con metódicas formalidades para adquirir todo el provecho
que pueda, como si fuera un fondo adquirido por él. Probada la existencia del delito, la
confesión forma prueba convincente y para hacerla menos sospechosa, se la exige
entre ios espasmos y la desesperación del dolor, como si fuese una confesión
extrajudicial, tranquila, indiferente, sin el poderoso temor de un juicio tormentoso que
no basta para la condena. Se eliminan las investigaciones y pruebas que aclararían el
hecho, pero que debilitarían las razones del Fisco. No es en favor de la miseria y la
debilidad por lo que alguna vez, se ahorran al reo los tormentos, sino en favor de las
razones que podrían perjudicar a tal ente imaginario e inconcebible. El juez, se
convierte en enemigo del reo, de un hombre entregado en prenda a la flaqueza, a los
80
tormentos, al porvenir, el más terrible de todos; no busca la verdad del hecho, sino
que busca en el preso al delito, insidiando alrededor de él, creyendo perder y sin
conseguir aquella infalibilidad que el hombre se arroga en todas las cosas. Los indicios
para decretar la captura del reo están en poder del juez, para que alguien pruebe que
es inocente, tiene que ser declarado reo antes. A esto se llama proceso ofensivo
(Proceso inquisitorial), y así son en casi todos los lugares de la ilustrada Europa, en el
siglo XVIII, los procedimientos criminales, siendo de poquísimo uso en los tribunales
europeos el verdadero proceso, el informativo (Proceso acusatorio), que consiste en la
investigación indiferente del hecho, el que la razón manda, el que emplean las leyes
militares, usado hasta por el mismo despotismo asiático en los casos tranquilos e
indiferentes. ¡Qué complicado laberinto de extraños absurdos, increíble sin duda para
la posteridad, más feliz! Tan sólo los filósofos de entonces podrán hallar en la
naturaleza del hombre la posible aplicación de un sistema semejante.
CÓMO SE PREVIENEN LOS DELITOS
Es mejor prevenir los delitos que penarlos. Tal es el fin principal de toda buena
legislación, que es el arte de conducir a los hombres al máximo de felicidad o al
mínimo de desgracia posible, hablando según los cálculos de los bienes y males de la
vida.
Pero los medios empleados hasta ahora, por lo general son falsos y opuestos al fin que
se persigue. No es posible reducir la turbulenta actividad de los hombres a un orden
geométrico sin irregularidad y confusión. Lo mismo que las constantes y sencillísimas
leyes de la naturaleza no impiden que los planetas no se perturben en sus
movimientos, así también en las infinitas y opuestas atracciones del placer y el dolor,
tampoco las leyes humanas pueden evitar perturbaciones y desórdenes. A pesar de
todo, ésta es la quimera de los hombres cuando tienen en sus manos el poder. Prohibir
una multitud de acciones indiferentes, no es prevenir los delitos que puedan nacer de
aquéllas, sino crear otros delitos nuevos; es tanto como definir a capricho la virtud y el
vicio, predicados antes como eternos e inmutables. ¿A qué nos veríamos reducidos si
81
se nos prohibiese todo aquello que puede inducir a delito? Sería menester privar al
hombre del uso de sus sentidos. Por un motivo que haya que impulse a los hombres a
cometer un verdadero delito, hay mil que inducen a cometer las acciones indiferentes
llamadas delitos por algunas leyes malas; y si la probabilidad de los delitos es
proporcional al número de los motivos, ampliar la esfera de los delitos es hacer crecer
la probabilidad de cometerlos. La mayor parte de las leyes sólo son privilegios, o sea
tributos de todos a la comodidad de algunos.
¿Queréis prevenir los delitos? Haced que las leyes sean claras, sencillas, y que toda la
fuerza de la nación se encuentre condensada para defenderlas, sin que, por el
contrario, ninguna parte de la misma se emplee en destruirlas. Haced que las leyes
favorezcan menos a las clases sociales que a los hombres mismos. Que los hombres las
teman y que sólo teman a ellas. El temor de las leyes es saludable, pero el temor de
unos hombres hacia otros es fecundo en delitos. Los hombres esclavos son más
viciosos, más libertinos, más crueles que los hombres libres.
Los hombres libres piensan en la ciencia, en los intereses de la nación, admiran
asuntos grandes y tratan de imitarlos; pero los hombres esclavos, satisfechas con el día
presente, buscan en el estrépito del libertinaje una distracción al aniquilamiento en
que se ven; acostumbrados a la incertidumbre del éxito de todo, el de sus delitos se
hace problemático para ellos, en ventaja de la pasión que los determina. Si la
incertidumbre de las leyes recae sobre una nación indolente por su clima, esta
incertidumbre mantendrá y aumentará su propia indolencia y torpeza; si recae en una
nación voluptuosa, aunque activa, desperdiciará su actividad en un infinito número de
pequeñas combinaciones e intrigas que esparcirán la desconfianza en todos los
corazones y que harán de la traición y el disimulo la base de la prudencia; y si recae
sobre una nación valerosa y fuerte, la incertidumbre quedará suprimida al fin, no sin
formar antes muchas oscilaciones desde la libertad a la esclavitud y desde la esclavitud
a la libertad.
¿Queréis prevenir los delitos? Haced que la ilustración acompañe a la libertad. Los
males que nacen de los conocimientos están en razón inversa de la difusión de los
mismos, y los bienes lo están en razón directa. Un impostor atrevido, que siempre es
82
un hombre no vulgar , es sujeto de la adoración de un pueblo ignorante y de la burla
de un pueblo ilustrado. Facilitando las comparaciones entre los objetos y multiplicando
los puntos de vista para considerarlos, el conocimiento de las cosas contrapone entre
sí muchos sentimientos que proceden de ellas y que se modifican recíprocamente con
tanta mayor facilidad cuanto se anticipan en los otros los mismos puntos de vista y las
mismas resistencias. En presencia de las luces esparcidas con profusión en la sociedad
nacional, la calumniosa ignorancia calla y tiembla la autoridad desarmada de las
razones, permaneciendo inmóvil la fuerza vigorosa de las leyes, pues no hay un
hombre ilustrado que no ame los públicos, claros y útiles pactos de la seguridad
común, comparando lo poco de inútil libertad sacrificada con la suma de todas las
libertades sacrificadas por los demás hombres, libertades que pudieran conspirar
contra él si no existieran las leyes. Todo aquél que tenga sensibilidad en su ánimo, se
verá obligado a bendecir el trono y a quien lo ocupa, repasando un código de leyes
bien hechas, al ver que no ha perdido nada con ellas sino la funesta libertad de causar
mal a otro.
No es cierto que las ciencias sean siempre dañosas a la humanidad; y cuando lo sean,
será éste un mal inevitable para los hombres. La multiplicación del género humano
sobre la faz de la Tierra fue el origen de la guerra, así como de las artes más rudas,
igual que el de las primeras leyes, pactos momentáneos que nacían con la necesidad y
que perecían con ella. Tal fue la primera filosofía de los hombres y con la que se
contentaban éstos, en sus pocos elementos, porque su indolencia y poca sagacidad los
preservaba del error. Pero las necesidades se multiplicaban siempre más, según se
multiplicaban los hombres. Por consiguiente, eran necesarias impresiones más fuertes
y duraderas que les disuadiese de los repetidos regresos al primer estado de
insociabilidad, cada vez más funesta. De modo que fueron un gran bien para la
humanidad los primeros errores que poblaron la Tierra con falsas divinidades (quiero
decir, gran bien político) y que crearon un universo invisible regulador del nuestro.
Bienhechores de los hombres fueron aquellos otros que se atrevieron a sorprenderlos,
arrastrando a los altares la dócil ignorancia. Presentándoles objetos situados más allá
de los sentidos, que huían ante ellos a medida que creían alcanzarles, jamás
despreciados, por lo mismo que nunca eran suficientemente conocidos, reunieron y
83
condensaron las pasiones divididas en un solo objeto que les preocupaba mucho. Tales
fueron las primeras vicisitudes de todas las naciones formadas por pueblos salvajes;
esta fue la época en que se formaron las grandes sociedades, y tal fue su vínculo
necesario y acaso único. No hablo del pueblo hebreo, elegido de Dios, que en lugar de
la humana política, tuvo en su favor los milagros más extraordinarios y las gracias más
señaladas. Pero como es propiedad del error su subdivisión hasta el infinito, las
ciencias que nacieron luego hicieron de los hombres una fanática multitud de ciegos,
que chocan y se confunden entre sí de tal modo que algunas almas sensibles y
filosóficas llegaron a envidiar el antiguo estado salvaje (Referencia a Juan Jacobo
Rousseau). He aquí la primera época en que fueron dañosos los conocimientos, o
mejor dicho, las opiniones.
La segunda época de éstas se encuentra en el difícil y terrible tránsito de los errores a
la verdad, de la obscuridad no conocida a la luz. El choque inmenso de los errores
útiles a los pocos poderosos contra la verdad útil a los muchos débiles, el
avecinamiento y fermento de las pasiones que se destacan en semejante ocasión,
causan infinitos males a la pobre humanidad. Aquél que reflexione sobre las historias,
que tras ciertos intervalos de tiempo se asemejan entre sí en cuanto a las épocas
principales, hallará varias veces una generación entera sacrificada a la felicidad de las
que las sucedieron en el luctuoso, pero necesario tránsito de las tinieblas de la
ignorancia a la luz de la filosofía, y desde la tiranía a. la libertad, que son sus
consecuencias. Pero cuando. calmados los ánimos y extinguido el incendio que ha
purgado a la nación de los males que la. oprimían, la verdad, cuyos progresos primeros
son lentos y luego acelerados, acompaña a los monarcas en sus tronos y tiene culto y
altar en los parlamentos de las Repúblicas ¿quién podrá asegurar jamás que la luz, que
ilumina a las muchedumbres sea más dañosa que las tinieblas y que les sean funestas
las verdaderas y sencillas relaciones de las cosas bien conocidas por los hombres?
Si la ignorancia ciega es menos fatal que el saber mediano y confuso, porque éste
añade a los males de aquélla los del error, inevitable para el que tenga una vista
limitada ante los confines de la verdad, el hombre iluminado es el don más precioso
que pueda hacer a la nación, y hasta a sí propio, el soberano que le hace depositario y
84
custodio de las santas leyes. Acostumbrado a ver la verdad y a no temerla, privado de
la mayor parte de las necesidades de la opinión, nunca bastante satisfechas y que
ponen a prueba la virtud de la mayor parte de los hombres; acostumbrado a
contemplar a la humanidad desde los puntos de vista más elevados, su propia nación
se convierte para él en una familia de hombres hermanos y la distancia, desde los
grandes hasta el pueblo, le parece tanto menor cuanto es mayor la masa de
humanidad que tiene por delante. Los filósofos adquieren necesidades e intereses que
no conoce el vulgo, y principalmente el de no proyectar en la pública luz los principios
predicados en la obscuridad, así como también adquieren la costumbre de amar la
virtud por sí misma. Una selección de hombres de esta clase, forma la felicidad de una
nación; pero felicidad momentánea, si las buenas leyes no aumentan el número de
ellos de tal modo que atenúen la probabilidad siempre grande de una mala elección.
Otro medio de prevenir los delitos es el de interesar a la observancia de las leyes más
que a su corrupción. Cuanto mayor es el número que compone el conjunto, tanto
menos peligrosa es la usurpación de las leyes, por ser más difícil la venalidad entre
miembros que se observan unos a otros y que se encuentran tanto menos interesados
en aumentar su autoridad, cuanto menor es la porción de ella que tocaría a cada cual
comparada, sobre todo, con el peligro de la empresa. Si el Soberano, con su aparato y
su pompa, con la autoridad de sus edictos, permitiendo las querellas justas e injustas
de quienes se crean oprimidos, consigue acostumbrar a sus súbditos a temer más a los
magistrados que a las leyes, éstos se aprovecharán más de este temor que lo que
pueda ganar la seguridad pública con ello.
Otro medio de prevenir los delitos es el de recompensar las virtudes. Sobre este
asunto, yo encuentro un silencio universal en las leyes de todas las naciones de hoy. Si
los premios ofrecidos por las academias a los descubridores de verdades útiles han
multiplicado los conocimientos y los buenos libros, ¿por qué los premios distribuidos
por la mano benéfica del Soberano no habrán de multiplicar también las acciones
virtuosas? La moneda del honor es siempre inagotable y fructífera en manos de un
sabIo distrlbuidor.
85
Finalmente, el modo más seguro, aunque más difícil, de prevenir los delitos, es
perfeccionar la educación: asunto éste demasiado amplio y que excede de los límites
que me he propuesto; y objeto, me atreveré a decir también, que se refiere demasiado
intrínsecamente a la naturaleza del gobierno, para que no haya sido siempre, hasta los
siglos más remotos, un campo estéril de la felicidad pública, cultivado tan sólo acá y
allá, por algunos pocos sabios. Un grande hombre que ilumina la humanidad que le
persigue (Beccaria vuelve a aludir a Rousseau), ha hecho ver detalladamente cuáles
sean las máximas principales de educación útiles verdaderamente a los hombres, lo
cual consiste menos en una estéril multitud de objetos que en la elección y precisión
de los mismos; en sustituir los originales a las copias en los fenómenos, tanto morales
cuanto físicos, que la casualidad o la industria presenta a tos ánimos noveles de los
jóvenes; en impulsar a la virtud por el fácil camino del sentimiento y en desviarlos del
mal por la infalibilidad de la necesidad y del inconveniente, y no con la incertidumbre
del mandato, que sólo tiene una obediencia simulada y momentánea.
CONCLUSIÓN
De cuanto hemos visto hasta aquí, puede obtenerse un teorema general muy útil,
aunque poco conforme con el uso del legislador ordinario, más que otro alguno, de las
naciones; a saber: para que cualquier pena no sea una violencia de uno o de muchos
contra un ciudadano particular, debe ser esencialmente pública, pronta, necesaria la
menor de las penas posibles en las circunstancias dadas, proporcional a los delitos y
dictada por las leyes.
***TEXTO INTEGRO COPIADO DE BIBLIOTECA VIRTUAL ANTORCHA
http://www.antorcha.net/index/biblioteca.html ***
86