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-Papá, ¿adónde nos vamos de vacaciones de invierno?

- La pregunta de la niña rompió el


extraño silencio que se había posado sobre la mesa familiar, acostumbrada al bullicioso
y constante parloteo de los chicos, que a veces hacía sonreír al papá y otras no tanto,
sobre todo cuando ponía cara de estar siendo su cabeza martilleada por un pájaro
carpintero.

-Tata nos invitó a su campo- respondió el padre mirándola –si les divierte vamos-.

Una metralla de respuestas unísonas se hizo oír al instante -¡Sí! ¡Sí! ¡Vamos!-

Y fueron nomás, ese mismo sábado. Se acomodaron como pudieron en el asiento


trasero del auto, apretados como sardinas en lata, señal segura de que en un rato
empezarían las peleas. Pero no importaba, la sola idea de llegar y quedarse unos días
hacía que el sacrificio valiera la pena. Y hasta quizás hiciera que los chicos trataran de
aguantarse la incomodidad proponiéndose portarse bien para hacer el viaje más
llevadero.

Pero se pelearon nomás, aunque un poquito, no mucho y ya casi llegando. Se ve


que la estrategia de la madre de poner separados a Pedro y a Carmela no fue tan buena
después de todo. Es que las mellizas de menos de un año de edad, atadas en sus
armatostes de plástico en medio de ambos hermanos, ocupaban demasiado lugar.

Cuando Pedro pisó nuevamente la tierra con sus propios pies se sintió como un
preso condenado a la cárcel de por vida que inesperadamente recupera la libertad, y
antes de desaparecer rumbo a los galpones corriendo a toda velocidad, gritó -¡Libre!
¡Libre otra vez!-.

Tras él se esfumó Carmela gritándole a todo pulmón que la esperase. A los diez
minutos se los vio aparecer a caballo por el parque, enfrente a la casa grande. El chico
montado en un zaino, el “Aguará”, que significa zorro en guaraní, y su hermana en la
tordilla pintada de nombre “La Torcaza”, que creo todos los lectores saben qué
significa.
Pasó el mediodía con su siesta obligada por el calor litoraleño, y a media tarde,
el padre que mateaba bajo un tilo con la mirada perdida en el paisaje vio interrumpido
su pensamiento por otra pregunta. ¡Cuántas preguntas hacen los hijos a sus padres!.

-Pa...-

-Qué, Pedro-

-¿Podemos ir al arroyo a caballo a pescar?-

-¿Solos?-

-Sí Papá, ya tengo doce- contestó el niño con autosuficiencia.

-Sí, pero Carmela todavía no cumplió once- respondió el padre meditabundo.

-Pero va conmigo Pa, yo la cuido, te lo prometo-

- Esteee.... no se...., tengo que pensarlo-


- Dale Papá, porfa..., vos me contaste que a mi edad ibas solo a pescar a caballo
también- argumentó Pedro irrebatiblemente.

-Bueno, está bien, pero vayan con cuidado, no la dejes nunca a Carmela y apuráte antes
de que se levante tu mamá porque seguro que no los deja- concedió el padre no muy
seguro de si estaría bien tomada la decisión.

Y antes de que tuviera tiempo de arrepentirse, sin siquiera recibir las gracias,
pudo verlos como corrían hacia los palenques, deteniéndose en el jacarandá, tras de
cuyo tronco estaban las cañas con sus fundas, los anzuelos y la carnada que habían
preparado de antemano. Ataron las cañas a la cincha, como les había enseñado Don
Bartolomé, el viejo peón que les ensillaba los caballos, y salieron al galope corto rumbo
al arroyo.

El curso de agua estaría a unos tres kilómetros del caserío, allá en el bajo de la
loma grande, y demarcaba el límite del campo. No era un arroyo chico, el espejo de
agua mediría más o menos unos quince metros de ancho y corría encajonado entre dos
barrancas de inclinada pendiente, cuya altura dependía de lo crecido que estuviera el
caudal, según las lluvias que cayeran más al norte, aguas arriba.

Carmela y Pedro marchaban al paso y en silencio, un poco intimidados por la


inmensidad y el silencio del campo, y otro tanto porque era la primera vez que salían
solos en una expedición tan larga. A pesar de que venían pidiéndola desde hace años,
ahora que lo habían conseguido, el entusiasmo inicial se había trocado en una sensación
rara, como si algún peligro los amenazara. Se inquietaron todavía más cuando pasaron
junto a un grupo de caranchos que picoteaban una osamenta putrefacta. Carmela hubiera
jurado que uno de esos feos pájaros la miró a los ojos y le graznó como advirtiéndole –
¡Ten cuidado!-. Pero no se animó a decirle nada a su hermano, por miedo a que se
burlara de ella. La pobre ni se imaginaba que a Pedro le había parecido ver exactamente
la misma escena.

El chirrido del molino que bombeaba agua parecía la música de fondo perfecta
para acompañar el estado de ánimo de nuestros amigos.
Así y todo, estaban dispuestos a cualquier cosa antes de volverse atrás y confesar
a su padre que no habían tenido el valor de llegar hasta el Mamboretá, que así se
llamaba el arroyo.

Pedro se puso a silbar una zamba como para espantar cualquier pensamiento
extraño y así llegaron, al cabo de veinte minutos, a la costa del arroyo. Ataron sus
caballos en un árbol caído, aflojaron las cinchas, y se dispusieron a arrojar las líneas al
agua, con sus modernas y vistosas cañas de pescar de fibra de vidrio, equipadas con
sendos riles frontales, regalo de la última navidad.

El que ha pescado con alguna frecuencia sabe del silencio del pescador. De esa
paz en la que uno se sumerge, como fundido en el paisaje ribereño, dejando correr
juntamente con el agua la imaginación y el pensamiento errante, sin objeto aparente
alguno. De ese estado sólo se sale con el pique de algún pez, que podría compararse a
una descarga eléctrica en el cuerpo, que acelera el corazón y hace bullir la sangre en las
venas. Y bueno, también se sale por la picadura de los mosquitos, sí señor.

En ese estado estaban los chicos, y salieron, pero sin un pique, ni de pez ni de
mosquito, sino porque empezaron a sentirse observados, como cuando a veces nos pasa
que estando solos sentimos que alguien nos mira. Es como un sexto sentido. Y de
repente lo vieron, medio escondido entre unas matas, en la ribera de enfrente. Un par de
ojos negros que los miraban inquisitivamente. Tendría su misma edad, once o doce
años, aunque resultaba en extremo difícil calcularla puesto que era un chico vestido de
harapos, cubierto con una capa de mugre tal que Pedro nunca habría logrado equiparar
ni en sueños, y eso que había hecho numerosos intentos para batir el record de suciedad.
Una maraña de pelo oscuro coronaba su cabeza, indicando sin lugar a dudas que jamás
había conocido el peine. Ni tampoco el baño. Estaba “en patas”, con los pies rozando la
superficie del agua, y de su nariz caían dos regueros de moco mezclado con tierra. Los
miraba fijo alternativamente a uno y a otra, y no decía nada ni denotaba su cara
expresión alguna.

Uds. pensarán que les dio lástima, pero no, quizás debido a ese estado de ánimo
que más arriba les conté, la imagen de ese pequeño con aspecto salvaje los atemorizó, y
rápidamente recogieron sus cañas, subieron a los caballos y desandaron el camino a casa
a todo galope.
Al preguntarles sus padres esa noche, durante la comida, cómo había estado la
pesca, respondieron con un lacónico –bien, no había mucho pique- y otras evasivas por
el estilo. Esas cosas que tienen los chicos, de no contar a veces los acontecimientos
extraordinarios que les toca vivir.

A la noche, en la cama, después de haber rezado y apagada la luz, cuchicheaban


entre sí sobre quién sería ese misterioso personaje, y se fabricaban mil teorías al
respecto. Desde que era un chico huérfano abandonado que vivía solo en el monte, del
otro lado del arroyo, hasta la posibilidad de que fuera un fantasma poco amistoso.

A pesar de ello, pudo más la curiosidad y volvieron a pescar al día siguiente, no


viendo a nadie cerca en la primera media hora que llevaban allí. Más luego de un rato,
apareció la flaca figura del niño harapiento entre dos arbustos, saliendo del bosque.

-¡Fuera, andáte!- le gritó Carmela asustada –¡acá estamos pescando nosotros y es


nuestro lugar!-.

- ¡Sí!- la apoyó Pedro –este lugar es nuestro, buscáte otro- y le arrojó un cascote que
desprendió de la barranca del arroyo.

El niño desapareció como por arte de magia, para alivio de los hermanos, aunque
algo en su interior les dijera que lo que estaban haciendo no era nada bueno. No se si era
una buena excusa el que estuvieran asustados, pero lo cierto es que no se sentían del
todo bien por haberlo echado.

Pero, como suele pasar, cuando no se escucha esa voz interior, que es la
conciencia, y se siguen haciendo las cosas mal, uno finalmente se acostumbra y deja de
oírla. Así les pasó a Pedro y a Carmela, que siguieron yendo a pescar todos los días esa
primer semana, y cada día echaban al pobre niño con insultos y burlas, sin sentirse al
cabo para nada mal.

Una tarde como las anteriores, en la que se encontraban sentados a la vera del río
intentando capturar el primer pescado, ya que no habían logrado pescar absolutamente
nada todavía, Carmela recogió su línea para verificar la carnada y viendo que se había
desprendido intentó incorporarse para ir a buscar más. Más al intentar ponerse de pie,
resbaló con su pie derecho y cayó rodando por la cuesta hacia el agua mientras gritaba
desesperada. Pedro, que estaba sentado a unos pocos metros, la vio caer en el agua
marrón y desaparecer bajo la superficie dejando tras de sí sólo un remolino burbujeante.
Sin siquiera pensarlo se zambulló de cabeza en el lugar en el que había desaparecido y
pataleó enérgicamente hundiéndose con las manos extendidas, moviéndolas hacía todos
lados en búsqueda de su hermana. Por más que tenía los ojos abiertos, sólo podía ver
una masa de líquido marrón oscuro. Cuando sus pulmones estuvieron a punto de
explotar, los dedos de su mano derecha tocaron algo que pudo reconocer por el tacto
como la campera de corderoy de Carmela. La agarró con todas sus fuerzas y nadó hacia
arriba lo más rápido que daban sus piernas, hasta que ambas cabezas salieron fuera del
agua. Una explosión de luz solar les cegó los ojos mientras aspiraban una bocanada de
aire tan larga que parecía iba a dejar al resto del mundo sin oxígeno.

Ojalá se hubieran terminado acá los problemas de Pedro y Carmela. El arroyo


estaba crecido y se vieron envueltos en una fuerte correntada que los arrastraba río abajo
mientras a gatas conseguían mantenerse a flote. Pudieron ver como los caballos se
alejaban más y más y se empequeñecían, hasta que doblaron un recodo del torrente y los
perdieron de vista.

Por fortuna, en el medio del cauce, en esa parte del arroyo, crecía un arbusto
achaparrado de esos tan característicos en los ríos y arroyos entrerrianos, que a veces
son tan tupidos que impiden la navegación y hasta la pesca misma. Pero este arbusto
crecía solitario, asomando sus delgadas ramas a la superficie, que se movían al compás
de la correntada. Lograron con dificultad asirse de los frágiles brazos del árbol
benefactor y allí quedaron, agotados y tiritando de frío, sin poder emitir palabra.

-Nos vamos a ahogar- dijo Carmela sollozando -jamás podremos atravesar la corriente y
llegar a la orilla-.
Pedro la miró, miró las aguas que corrían enfurecidas y no contestó nada, porque
sabía que su hermana tenía razón. No había tampoco forma de pedir ayuda. Empezó a
pensar en sus padres y se le hizo un nudo en la garganta, a la vez que unas lágrimas se
escapaban de sus ojos enrojecidos por el agua turbia.

-Agarráte bien de mí- le dijo a su hermana en un arranque de valentía, –no tengas


miedo- y permanecieron allí mientras sus fuerzas iban disminuyendo rápidamente.

Con los ojos cerrados, trataban de pensar solo en mantenerse aferrados a las
ramas, sintiendo únicamente en sus párpados el calor de la luz del sol, ya que el agua
helada iba enfriando poco a poco sus cuerpos. Hasta que una sombra se interpuso entre
ellos y el astro rey, y al abrir los ojos vieron al niño sucio en una canoa, que les tendía
las manos para subirlos. Como pudieron, se treparon a la embarcación y se recostaron
en su fondo, casi desmayados de cansancio. Sintieron la proa tocar tierra y descendieron
luego de que su salvador la hubiera asegurado atándola a una estaca que clavó en el
suelo.

No se habían dicho nada aún.

Luego de atar la canoa, el niño que no conocía el peine prendió un fuego, a cuyo
resplandor recobraron el calor del cuerpo Pedro y Carmela. Cuando estuvieron en
condiciones de pronunciar una palabra, no les alcanzaron ni todas las que conocían para
agradecerle y pedirle perdón por como lo habían tratado en los días previos. Les contó
que se llamaba Ramón, y que vivía con su padre, su madre y sus ocho hermanos en un
rancho, en el medio del monte.

Y se hicieron amigos. Desde ese día en adelante, fueron a pescar siempre al


mismo lugar, donde Ramón los esperaba sentado bajo un aguaribai. Y Pedro y Carmela
se divirtieron como nunca con su nuevo amigo y esas vacaciones aprendieron muchas
cosas del campo, el arroyo y el monte. Y de la vida también. Si hasta Ramón les mostró
los mejores lugares para pescar y cómo hacerlo, y al final pescaron tanto que parecía
una pesca milagrosa.
¿Que si les contaron a sus padres lo que les había pasado? No lo se, ¿Ustedes qué
hubieran hecho?

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