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REGULARIDADES

Lo fácil sería admitir que tenemos tantos años


como Telecinco, pero, en ocasiones, la
comparación es puerta de injusta atribución;
así que igual no procede caer en la tentación
de igualar aquel centro de enseñanza
pobremente ubicado en un piso, eso sí, casi
con vistas al mar, con la deslumbrantes
entradas en el plató de aquellas acompasadas
mamachicho. Nada que ver.

Más oportuno y con más trama, sería reclamar


palabras de tango, ese exitoso protocolo de arrabal, y la voz profunda de aquel
porteño de adopción cuando afirmaba lo de “veinte años no es nada”, o lo de que “las
nieves del tiempo platearon mi sien”, lo que nos muestra cómo, de alguna manera,
puede haber cierta correlación entre el incremento del número de alumnos graduados
y el índice de pigmentación de esa boina natural que los enseñantes traemos de
fábrica.

Pero allí donde podría pensarse en un centro donde las canas vienen acompañadas
de maderas crujientes y muros solemnes, propios de un edificio de esos de toda la
vida, nos encontramos con un ambicioso
establecimiento, al que un pisito junto al mar
no vale, prefiriendo en su lugar un adosadito
en terreno que, hace siglos, fue un bosque,
luego arrasado (rozáu, decimos aquí; de ahí
Les Rozes) por aquellos que colonizaban
nuevos territorios, y que aún dio suelo para
alimentar algo tan meridional como las
palmeras. Y gustó, gustó aquello de las
palmeras, porque, pasado el tiempo, aquella
mareona, bien provista de pancartas, osaba
bajar de la atalaya a ocupar otro edificio con
una bonita palmera, nada más y nada menos que junto a su entrada principal. Esta
vez la palmera era tangible y la puerta principal miraba al Este, que parece indicar más
nacimiento u origen que todo aquello que mira al Sur.

Aquella alóctona población de Homo sapiens desplazó a una precedente de la misma


especie y ocupó todos los huecos disponibles con una eficiencia digna de una
biocenosis en su plenitud evolutiva. Los armarios, las estanterías, las mesas…, todo
cobró vida, subiendo y bajando escaleras al ritmo de las instrucciones de principio de
curso. Los seminarios se volvieron departamentos y un racheado viento del suroeste
sugería que dejásemos de ser profesores y fuéramos sólo educadores.

De las cajas que portaba la caravana de los colonizadores fueron saliendo libros,
matraces, programaciones e ilusiones. Aquella era una tierra fértil a la que llamaban
campus, así que, como los emboscados a los que canta Amancio Prada, aquellas
mujeres y aquellos hombres se quedaron allí. Como también canta el porteño, “el
viajero que huye, tarde o temprano detiene su andar”.

Y como en cualquier ecosistema que se precie, los individuos de aquella biocenosis


comprobaron lo que era la lucha intraespecífica por los recursos, es decir, por el
espacio y los artefactos con botones. Asumieron la estrechez como consustancial y se
pusieron a alimentar cerebros lo mejor que pudieron, añadiendo en cada plato un poco
de guarnición de entusiasmo por lo mostrado. “Si nos ven emocionados cuando
narramos”, se decían, “entonces percibirán la parte de la felicidad que reside en el
conocimiento”. Y así, rodeados de ese común
parecer, depuraban errores, puntualizaban
ideas, forzaban la abstracción y abordaban
temas como el origen de la vida, relatando
que hace mucho, mucho tiempo, mucho
antes incluso de que ellos hubieran nacido,
dos moléculas complejas habían encontrado
en la cooperación, tan predicada por
Radhey Gupta y Lynn Margulis, la solución
de todas las cosas.

Y curiosamente, aquellas dos moléculas que,


en un definitivo abrazo bioquímico, establecieron hace más de 3000 millones de años
firmes puentes de hidrógeno entre ellas, giraron y
giraron sin dejar de mirarse y mostraron al mundo por
venir la rotación que todos los días nos enseña esa
palmera de la entrada, la firmeza de la estructura alfa de
las proteínas contenidas en los ojos con que vemos su
tronco o la tenacidad requerida en la lucha por la luz. Lo
llamamos estructura helicoidal o hélice.

Tal parece que a la vida, cuando se organiza,


cuando le da por ir en contra de la comodona
tendencia entrópica, resuelve en retorcerse; como
si vivir doliera, como si la inestabilidad generada
por la ubicación de iguales puntos en diferentes
posiciones produjera, al final, estabilidad. La
estabilidad justa y necesaria para, por lo menos,
llegar al momento de la reproducción, es decir, al
momento en que la materia orgánica organizada
envía un paquete básico de instrucciones para la
formación de nueva materia orgánica organizada,
nuevas unidades funcionales de carbono. Los dos vehículos en los que se desplazan
las instrucciones tienen formas diferentes: uno de ellos se ve forzado a un dificultoso
desplazamiento por un medio muy viscoso, lo que obliga a un alto consumo de ATP y
a imaginarnos la situación como si nos estuviéramos dando un baño en una piscina de
aceite. Algo nos diría el número de Reynolds sobre esto.

Es curioso cómo 700 millones de años no han


dado en un espermatozoide ciliado en lugar de
flagelado, teniendo en cuenta que el movimiento
mediante cilios resulta más efectivo, aunque
también es posible que no nos demos cuenta de
que lo que estamos presenciando es una
calculada relación entre la capacidad de
movimiento y la distancia efectiva que hay que
recorrer, además de que este desplazamiento
requiera una sola dirección y un solo sentido.
Pues, entonces, la propulsión en la parte posterior y punto.
El otro vehículo que contiene el
complementario libro de instrucciones nos
desvela una forma de excelente resultado en
la naturaleza: la esfera. Tiene sus
limitaciones, lo sabemos, porque, cuando
incrementa su tamaño, la superficie crece al
cuadrado del radio, mientras que el volumen
lo hace al cubo del radio. Por eso sabemos
ahora que entre una musaraña y un elefante
no solo hay dificultades de comunicación,
sino que, situados ambos en el mismo
entorno térmico, la primera pierde, es decir,
la disipación de calor en ella es mucho mayor que la que sufre Dumbo. Y ya sabemos
que si difundes calor por tu piel y eres esclavo de una temperatura interna fija, lo
tienes que compensar ingiriendo alimento susceptible de combustión. Un cotidiano
estrés, el de la minúscula musaraña, que no se aprecia en la tierna mirada de Dumbo.

El encanto de la esfera nos retrotrae al pasado, cuando la vida ensayaba eso de


“mejor más que menos” referido al número de células, referido a la posibilidad de que
cierto número de unidades básicas estructurales se agruparan y volvieran a poner en
práctica aquello que dos moléculas de ARN hicieron en su día, cuando, dentro de una
micela esférica, se juntaron: la
cooperación. Aquello de la esfera gustó
mucho (como la palmera de antes), porque
funcionaba. Y hoy día, en esta inacabada
película de la evolución, presenciamos
escenas en la que la esfera es forma
socorrida cuando algo que está contenido
ha de proyectarse en el espacio para
repartir paquetes de información. La
radiación, esto es, el recorrido centrífugo,
es patente en un montón de fructificaciones
que dibujan una forma esférica o
pseudoesférica, respuesta eficaz a una
estructura floral mucho más plana. Si hay que dispersar, es mejor exponer los
productos a dispersar en todas las direcciones del espacio, es decir, explotar cualquier
dirección por donde los impredecibles viento o animal puedan llegar.

Y en el caso del diente de león las pseudoesferas se ubican en el extremo de un


pedúnculo. El viejo truco de separarse lo más posible de la superficie de referencia
para conseguir mayor área de dispersión. Fácil, realmente fácil cuando lo vemos y
caemos en la cuenta de ello. Tirar octavillas sentado en el suelo no tiene mucho
sentido. Iluminar la calle desde el suelo tampoco parece muy útil. Pero, de nuevo, las

limitaciones. El pedúnculo que antes contuvo la inflorescencia decide crecer un poco


más. Total, si los insectos ya fueron atraídos anteriormente con colores y olores
seductores, no hacía falta crecer mucho más. Cumplido el contrato por obra y servicio
entre planta e insecto, la dispersión ya es otro problema, así que hay que elevarse un
poquito más…¡hasta un límite! El impuesto por la masa del pedúnculo. Aunque, en
este caso, el de un estrecho cilindro, el volumen no aumenta con el crecimiento a igual
ritmo que lo hace en una esfera, sí se pueden presentar incrementos de masa que
lleven al traste con el intento reproductivo: el pedúnculo, sencillamente, se puede

doblar. Para evitarlo, una genial solución: ahuecar el cilindro. No hay problema. Las
aves, nada sospechosas de ser autótrofas o de producir frutos con semillas, se
apuntaron un día a lo de los huesos largos huecos.

Hay otras soluciones para el alargamiento de


las estructuras óseas cuando éstas han de
soportar cargas críticas mientras se alargan,
es decir, huesos de aquellos vertebrados
terrestres que crecen y crecen desde su
nacimiento. Si optas por ahuecar la
estructura, eso significa adelgazamiento de
las paredes del, por ejemplo, fémur. Riesgo
de fractura. Si optas por no ahuecar la
estructura y la mantienes rellena de lípidos,
vas a tener una limitación en la longitud del
hueso. No en vano se sabe que los clavos de
diferentes tamaños tienen una relación alométrica entre su longitud y su diámetro para
que mantengan su dignidad ante la violencia del martillo. La solución de compromiso:
algo parecido a lo que se hace con un folio o la chapa de un coche para que no
alabee: crear pliegues en la estructura. De paso solucionas otro problema: dónde
insertar los tendones y aponeurosis de los paquetes musculares. Algunas plantas,
como las mentas, también lograron su porción de éxito cuando adoptaron tallos de
sección cuadrada, es decir, con aristas y, por el mismo precio, incluyeron en su
interior, en las esquinas, un varillaje especial que llamamos colénquima. Como esto
funcionaba, la pragmática naturaleza lo implantó en unas delgadas láminas llenas de
clorofila, algo así como los planos chicles del quiosco, pero con la salvedad de que,
mientras los segundos acaban humillados bajo el sol, las primeras mantienen su forma
y su buena cara ante la fuerte radiación de esa explosiva estrella. Ahora las llamamos
hojas, pero antes fueron frondes. De ahí lo frondoso.

La alternativa a la esférica radiación isotrópica es otra forma de gran éxito en este


planeta. Se presenta en aquellas especies que optan por desarrollar individuos o
estructuras en una sola dirección y el intento de
mantener unos y otras en un plano. Estamos
hablando de la espiral en alguna de sus
variaciones (de Arquímedes, logarítmica, etc.),
una forma que crece sobre sí misma
rigurosamente sujeta a un patrón matemático y
que, tarde o temprano, nos recuerda a los
atávicos trisqueles, es decir, al Sol. Aunque
siempre recurrimos a las conocidas imágenes de
la espiritrompa de los lepidópteros, las piñas o
algunos moluscos gasterópodos o cefalópodos,
no caemos en la cuenta de que, con suerte,
llevamos una espiral en la coronilla o de que en ese óleo, a un lado, percibimos la
esencia de lo armónico: la proporción aurea relacionada con aquel Fibonacci de la
Italia del siglo XIII.

Y en cuanto a lo de separarse de la superficie que sustenta para poder dispersar los


bloques de información, algunas especies logran hacerlo con gallardía, con arrojo,
pero otras no. Efímeras y humildes setas, encargos aéreos de una maraña
subterránea que no vemos,
adoptan formas convexas
que son resultado útil de
previas pseudoesferas. Y,
en cualquier caso,
manteniendo cierta
aprensión a las gotas de
agua que puedan romper
sus delicada trama
filamentosa, permanecen con sus laminillas mirando al suelo, es decir el destino final
de cientos de esféricas esporas. ¡La esfera otra vez!
Muchos helechos hacen lo mismo; sus esporangios no aceptan vivir de cara a la lluvia
torrencial o al granizo, así que, por si acaso, también miran al suelo. Los musgos no
perecen tener tanto interés en mirar al suelo, aunque no se atreven mucho a
separarse de él y mantienen sus productos
informativos en resistentes cápsulas. Sin
embargo, cuando llega el momento de la
liberación, las cápsulas se inclinan. Un tributo
más a la eficacia.

Y esa convexidad presente en el sombrerillo de


las setas o en la forma de agruparse los
gametofitos de los musgos, esa convexidad que
nos parece natural de tanto verla, está en los
cigotos que, en fases avanzadas del desarrollo,
comienzan a formar elipsoides de revolución
con un exagerado alargamiento de uno de sus ejes. Es como si la esfera ya no gustara

tanto. Así que el destino, prefijado en la doble hélice tanguera, consistirá ahora en
rodear de servidumbre a un tubo esencial, cuyas paredes serán la frontera entre lo
digerido y lo asimilado. Lo llamaremos tubo digestivo y tendrá que ser suficientemente
largo como para contener zonas especializadas en funciones diferentes. A mayor
gloria de la nutrición y a mayor gloria de la estabilidad dinámica para poder llegar al
momento de la reproducción.

Así que la vida, anteriormente esférica por necesidades de programación en un medio


acuático de uniforme presión hidrostática, decide alargarse por dentro y por fuera
antes del siguiente triple salto mortal: el movimiento direccional.

Y el movimiento condiciona aspectos. Si en agua, forma de huso y numerosas piezas


imbricadas para que resbale bien el fluido. Hay que variar todo lo que se pueda el
número de Reynolds. Así que se logra con las escamas. Si en tierra, mientras se
inventa el vuelo, el uniforme cilindro con perfilado convexo en la parte superior y dos
opciones para el movimiento: una musculosa lámina plana, que evita al alto índice de

rozamiento con el suelo mediante una lubricación continua, o la proyección de


estructuras articuladas, que reducen considerablemente el rozamiento. Si el tubo
digestivo ha de ser largo, entonces hay que alargar el continente, es decir, el cilindro.
¿Cómo? Pues fácil. Cualquier fabricante de cadenas o estanterías lo sabe: repitiendo
módulos. A esto lo llamamos metamería.

Al fin y al cabo, si queremos alargar el horru para mejorar la zonificación interna,

hemos de pasar de los 4 a los 6 pies o más. Lo peliagudo es conseguir que tanto uno
como otro tipo de horru puedan moverse, así se conseguiría acercarlos a la cosecha y
no al revés. Indudablemente esto exigiría un nuevo diseño en los pegoyos, en les

mueles y en les trabes, pues una estructura así ganaría estabilidad durante el
movimiento si cada pegoyu tuviera, al menos, tres piezas articuladas con flejes
elásticos y una proyección no vertical, sino hacia afuera. Claro que, entonces, lo
ganado en estabilidad, proporcional al incremento en anchura, impediría el paso de
toda la estructura por la caleya de turno. Un problemón que, seguro, llevaría a más de
una discusión. Así que ahora ya sabemos por qué los horros de 6 pies no se mueven:
por no discutir.

Pero la vida, como las personas, cansa de


las cosas. Así que más que nada, por salir
de la rutina, entiende que tanto bicho
alargado con tantas patas refalfia. Es hora
de contener el gasto. De 100 pies pasamos
a 6 u 8 pies, pero con cuidado, que el
conjunto se puede volver torpón. Se busca
un buen centro de gravedad para concentrar
los apéndices y, puestos a tirar la casa por
la ventana, puesto que parece que, a todos
los que se mueven, les da por moverse
hacia delante, ponemos ahí, en la parte de
adelante, lo más esencial para un eficiente intercambio de información con el
ambiente: se inventa la cabeza. Los biólogos llamamos a este proceso evolutivo,
cefalización. Esto es algo fantástico, porque lo tenemos nosotros.

Sin extralimitación presupuestaria, con una generosidad sin límites y procurando evitar
cualquier chapuza que pueda ser criticada posteriormente, la vida prueba a ubicar en
la parte más anterior mecanorreceptores, quimiorreceptores y fotorreceptores. ¡Hala!,
todo el mundo con algo para oír, algo para oler y degustar, y algo para ver, aunque, de
momento, el enfoque requiera algún ajuste.
Y a la par que mejora la percepción, esta creativa doble cadena inventa otro
procedimiento para mejorar el intercambio de información por unidad de tiempo en
estructuras que soportan importantes funciones. Es muy sencillo. Consiste en
incrementar la superficie de intercambio sin un sustancial incremento de volumen, y
eso se logra en dos pasos: el primero, el básico, aumentando la superficie; el segundo,
algo más sofisticado, plegando la superficie para evitar el incremento de volumen. Lo
encontramos en aquellas eficientes bacterias que un día se volvieron mitocondrias, en
la sinapsis neuronal, en mamíferos placentarios como nosotros y en el telencéfalo de
los primates, es decir, en nuestro encéfalo.

Con el paso de tiempo hemos descubierto que la vida tiene autoridad. No es de


extrañar. Dispone de un tiempo que ella misma va creando conforme es. Por delante
no hay tiempo, pero éste aparece en cuanto la vida llega a él. El invento es genial y,
además, impresiona. Y encima, en el colmo del lujo, el tiempo usado no se
desperdicia. Va quedando registrado en forma de historia, fósiles o estratos, que todo
es lo mismo, y aunque este registro parece algo escaso, seguramente por falta de
anaqueles para guardar tanta carpeta, resulta suficiente para reconstruir más de una
serie filogenética . Además, tranquiliza saber que, conforme el tiempo transcurre, la
vida es capaz de nuevas ocurrencias, como, por ejemplo, la creación de barreras para
filtrar lo interesante de lo aburrido, lo útil de lo inútil, de modo que en un sistema
heterogéneo crea bordes selectivos que crean ventajas adaptativas a quien los posee.
También se dedica a dar instrucciones precisas a aquellas especies que adoptan

formas cerradas en sus flores: “inclinen sus flores, por favor, el agua puede inundar el
compartimento, forzar la estructura del pedúnculo sustentador y, por una u otra causa,
arruinar la polinización”. Como ya se dijo, el envío de información es sagrado.

Y frente a la abundancia en el cuidado de


estas especies con flores, la vida parece
tratar con cierta cicatería a aquellas
especies que no optaron por contratar su
propagación con mano de obra voladora,
castigándolas a vivir apiñadas o colgadas a
la espera del aire que peor las trate.

Bien, hasta aquí el divertimento elaborado


con las ocurrencias de la vida. Empezamos
con un tango, terminamos con la danza de
las formas. Las formas del tiempo. Hasta
aquí un forzado resumen de infinidad de
variables concurrentes en cada especie. Hasta aquí una mínima muestra de lo que es
la evolución: lo que está ante nuestros ojos y, normalmente, no vemos. A no ser que,
como tantas cosas en la vida, alguien nos enseñe a observarlo. A eso lo llamamos
enseñanza y, a pesar de todo, seguimos poniendo entusiasmo en ello. Detrás de todo
lo que sabemos están matemáticos,
físicos, químicos, artistas e, incluso,
biólogos, es decir, individuos de nuestra
propia especie, también emparentados
con Homo neanderthalensis, que
disfrutaron y disfrutan con el
conocimiento.

Tal vez hayamos logrado que algunos


alumnos se paren delante de cualquier
aparente nimiedad, como una simple
rama de figar, y se pregunten por qué esa
rama, hasta ahora creciendo hacia abajo,
se curva en el momento y punto precisos. Tal vez sólo se pregunten con impaciencia
si los figos ya están maduros o, tal vez no se pregunten nada. En cualquier caso son
tres variaciones fenotípicas, y la evolución, en lo que ven y, sin notarlo, en ellos
mismos, seguirá ganando por goleada: ¡Viva la variabilidad poblacional!

Gracias, Darwin. Gracias, Mayr. Gracias, Wagensberg...

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Créditos imágenes:
Espiral: http://www.etereaestudios.com
Hélice: http://matematica.wikia.com
Estructura alfa proteínas: http://www.thesgc.org
Tallo de Salvia: http://www.conabio.gob.mx
Tallo de menta: http://www.estanques.net
Scolopendra: http://www.sertox.com.ar/
Membrana mitocondrial: http://www.towardsoneworld.eu
Embrión humano: http://www.20minutos.es
Cortex encefálico: http://www.patrickteo.com/mri/mri.html
Resto de las imágenes: Nacho Noriega.
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