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PARECE MENTIRA

QUE ESTANDO PRESO ME SIENTA LIBRE


DESDE QUE CONOZCO A JESÚS»
Toxicómanos y criminales narran desde la cárcel cómo encontraron «la verdadera felicidad»

José Antonio Méndez


Madrid- Sumidos en la soledad, atrapados por la droga, sin familia ni autoestima, sin
amigos, presos de su propia conciencia. Así se encuentran miles de reclusos en las cárceles de
nuestro país. Privados de su libertad física por delitos como el tráfico de estupefacientes, robo
con agresión o asesinato. Y lo que es peor, conscientes y angustiados por el daño que han hecho
a los demás y a sí mismos. Un horizonte negro «en el que encontrar a Dios es casi utópico»...
pero no imposible.
De hecho, cada vez son más los presos que logran una reinserción social -y personal-
gracias a las ayudas que prestan los miembros de la pastoral penitenciaria. Una de estas reclusas
es R., que encontró a Cristo en una eucaristía en la cárcel y sintió cómo cambió su vida. «La Pa-
labra de Dios me liberó y junto con otra amiga nos confesamos. Me sentí muy bien al abrir mi
corazón y ayudar a que otra persona también lo hiciera. Sentí que me había invadido algo muy
especial. Hoy me siento libre estando entre rejas desde que conocí a Jesús», afirma con enorme
alegría. R., que prefiere mantener su anonimato, es consciente de que «tal vez no tenga la fe que
mueve montañas, pero la que tengo me da la fuerza necesaria para superar las contrariedades de
cada día». Algo que en prisión, ya es todo un logro.
Su testimonio, y el de otros tantos presos que han encontrado a Dios entre los barrotes
de sus celdas, han sido recogidos por Begoña Rodríguez en el libro «Dios en las cárceles» (Voz
de Papel). Testimonios sorprendentes como el de otro recluso anónimo: «Parece mentira que es-
tando preso como estoy, desde que conozco y amo a Jesús, mis cadenas del egoísmo, del sexo,
del dinero, del tabaco, de la delincuencia, de otros muchos vicios, se han roto». «Y parece men-
tira que estando preso, sea libre y me sienta feliz porque mi vida tiene sentido», añade el reclu-
so.
Un infierno de dolor. Pero que nadie se engañe. A pesar de estas palabras de esperanza,
la realidad de la prisión llega a ser un calvario para muchos. Demasiada droga, soledad y violen-
cia como para aspirar a cambiar de vida. El camino para lograrlo lo conoce bien Mylene, una
francesa que está a punto de salir a la calle tras una larga condena en el centro penitenciario Se-
villa II. «La cárcel no es fácil para nadie y es un sitio muy triste. Pero yo aquí dentro he encon-
trado la verdadera libertad, la del interior. ¿Cómo? Pues dejando la droga, abriendo mi corazón
con la Palabra, amor, fe, esperanza; y siguiendo paso a paso», asegura. Y es que, según Mylene,
«hasta en la cárcel puede cambiar tu visión de la vida y vivir en el sentido que Dios ha creado
para nosotros». Tal es su experiencia que se permite un pequeño consejo para sus compañeras
de prisión que bien puede valerle a cualquiera: «No dejéis que nadie os hunda, porque somos hi-
jos de Dios y hemos nacido para ser felices, así que somos iguales para amar y para luchar».
Heridas sin cerrar. Para muchos, sin embargo, la verdadera condena es la conciencia de sus
errores. Heridas del pasado que tardan mucho tiempo en sanar. Por eso, cuando el capellán de
una cárcel, como el padre Porfirio, habla del perdón infinito de Dios, no son pocos los que se
sienten «indignos» de él. Porfi, como le llaman los internos a los que visita, recuerda las gráfi-
cas palabras de un preso de 31 años, enfermo de sida, cuando le habló de este amor incondicio-
nal: «Sí padre, Dios es todo amor y yo soy un cabrón».
Otro recluso, condenado por delitos muy violentos, resume el sentir de muchos otros
que han descubierto a Dios cumpliendo sus penas: «Son diecisiete años los que llevo aquí. No
me pesan, porque para mí haber estado en la cárcel es una bendición. Me encontré conmigo
mismo, encontré a Dios y con él la verdadera felicidad». Sobra todo comentario.

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