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El día

que la
universidad
me
confirió
el título
de
médico,
yo creí
que ya
lo era.

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Había hecho mío el conocimiento de la anatomía y la fisiología,
el diagnóstico y tratamiento de las enfermedades.

Y así,
con mi ser
de científico
colmado de
saber con
pretensión
de omnipotente,
me fui por el mundo
a ejercer la medicina.

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Todo iba bien al principio.

Los medicamentos que prescribía


controlaban las afecciones
de mis pacientes,
y mi bisturí extirpaba
sus tejidos dañados.

Pero muy pronto la


corona de mi erudición
médica sufrió una
lastimosa abolladura.

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Amanecía un domingo cuando me llamaron del
hospital para operar a un niño agredido por un perro
que le destrozó el rostro y el cuello. Sangraba
abundantemente y estaba agonizando.
En medio de transfusiones reconstruí con éxito
las estructuras desfiguradas,
pero en los días siguientes noté que a pesar del
agradable resultado de mi cirugía, el niño seguía
abatido, desmejorándose cada día, derrotando el
optimismo que la ciencia me permitía.
Entonces me di cuenta de que yo estaba
enseñado para tratar enfermedades,
pero no a personas enfermas.
Me lo mostró ese niño que no sufría por sus heridas,
sino por la falta de su padre, prófugo del hogar.
De poco me servirían todas mis teorías para aliviarlo.
Necesitaba también confortarle en su turbación
emocional. Con ello percibí que la verdadera medicina
no consiste en combatir la enfermedad como si fuera
un objeto que entró en un cuerpo, sino en atender
en su integridad humana a la persona que padece.
Hora tras hora, iba descubriendo que era más
lo que ignoraba que lo que creía saber,
y que llegar a ser un verdadero médico no se logra
con la mera obtención del título profesional,
pues por encima del conocimiento científico certificado,
está la comprensión y la entrega para con el semejante
que padece, a fin de atenuar sus dolores físicos,
atenderlo en lo íntimo de sus temores,
y confortarle en su interioridad que sufre.
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En el ejercicio de mi profesión he presenciado el
nacimiento de una criatura escuálida en una pobre
choza, y el del bebé rozagante que ve la primera luz
rodeado de flores en una clínica para ricos.
He atestiguado la agonía atemorizada del valentón
que siente escapársele la vida por los agujeros de una
bala, y he estado ante los últimos estertores del
anciano que deja el mundo con una plegaria de paz en
sus labios. Y entre esos extremos de vida y de muerte,
he quedado maravillado ante los prodigios que obran
en la evolución de las enfermedades la fe en Dios y la
voluntad de superar los padeceres, despedazando
triunfalmente las estadísticas médicas y los
pronósticos de las eminencias.

A través de los años en mi práctica profesional,


descubrí que tras los síntomas que manifiestan los pacientes,
clama el conflicto anímico que los ha originado,
conflicto que anda por los consultorios buscando encontrar a un médico que lo reconozca,
lo entienda y lo conforte para aliviarlo.

Pero...
¡Qué lejos están de estos
asuntos íntimos de la vida humana
las páginas de los textos médicos
y los sofismas de los catedráticos!

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He visto frente a mí la expresión desesperada
del adinerado que no se explica cómo su
dinero no puede comprarle una hora más de
vida, y me he acongojado al ver el rostro
afligido del pobre que vende su sangre para
dar de comer a su prole. He estado ante el
hombre de mundo, antes soberbio y
arrogante, ahora intimidado hasta lo risible
por una erupción de la piel, y me he
arrodillado para besar la frente de una madre
que oculta los dolores de su cáncer para no
molestar a sus hijos.

Con todo ello me quedó manifiesto


lo distinto que es cada paciente,
y el grave error que se comete
al generalizar con ligereza
en el tratamiento de los enfermos.
Como si todos los pacientes fuesen iguales.
Como si no tuviese cada uno
sus muy propios sentimientos y circunstancias.

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He hurgado entre mis dedos la milagrería de los tejidos orgánicos en las entrañas de la vida,
y cada día se graba más en mi conciencia que mis manos son sólo
un modesto instrumento entre el Creador y mis enfermos.
Por ello, en ese filtrado de conocimientos que nos da la experiencia,
me quedó la firme convicción de que he de actuar ante quien padece,
con humanismo y espiritualidad, no de médico a paciente, sino de ser a ser.

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Escribo estos pensares
dedicándolos a la nueva
generación 2009 de
profesionales.
Coinciden ustedes,
flamantes colegas
recién graduados,
en un mundo que les impone
la alternativa de ejercer
para la tecnología y lo científico,
o servir
al hombre enfermo.
Poseen sensibilidad
de lo humano, virtud que les
ofrece pasar de la ciencia
a la conciencia.
Dejar de vivir en el racionalismo
científico, para convertirse en
emisarios de Dios.

Esto es lo que significa mi frase dirigida a las expectativas


más profundas del enfermo:
Estoy en ti. Estoy en tu entraña.
Porque vengo a ti en el Nombre del Señor.

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Porque después de todo, nosotros los médicos sólo somos sencillos
intermediarios del Señor que nos ha encomendado la misión predilecta de Cristo:
curar a los enfermos.
Para que, cumpliéndola, lleguemos todos a merecer el noble título de
“Doctor en Medicina”.

Texto:
Dr. Jorge Fuentes Aguirre.

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