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El gatito que llegó tarde al fin del mundo

El minino despertó. Despertó amodorrado y con un leve dolor en la


cabeza; estaba más aturdido que adolorido o adormecido.
Un fuerte ruido lo despertó, abrió sus tiernos ojos y se incorporó de su
posición patas arriba en la que estaba, bostezó silenciosamente dejando
ver una brillante hilera de muy pequeños y muy apretaditos dientes
blancos, se relamió los bigotes con naturalidad y puso una pata afuera
de la especie de canasta invertida bajo la cual se encontraba.
Había charcos en el callejón donde se encontraba. Se dio cuenta de ello
al pisar distraídamente en uno de ellos y mojar una de sus pequeñas
patas. Maulló delicadamente. Comenzó a caminar confundido, como
mareado. Estaba en verdad muy aturdido, tanto que no tenía conciencia
de quién era. Mientras caminaba sentía pausada y levemente
pulsaciones sobre su felina cabeza. Caminaba pues no sabía qué hacer,
no sabía si tenía hambre, frío, tristeza, miedo o todo eso junto. No sabía
mucho así que salió de ese húmedo y oscuro callejón donde se
encontraba para ver si la luz que se veía sobre la calle le devolvía algo
de su lucidez perdida.
Salió y una vez en la calle se sintió raro y notó algo extraño. La calle
estaba vacía, terriblemente vacía y perturbadoramente silenciosa. No
tenía conciencia de cómo debería ser una calle pero algo le decía que
aquello era anormal.
Comenzó su marcha sobre el asfalto húmedo todavía buscando eso que
debía encontrar. Caminó y a lo largo de todo su camino, él sin advertirlo
se encontraba en medio de la devastación; los coches con los cristales
rotos incrustados en la acera, chocados contra los postes o insertados
los escaparates puesto que el gatito caminaba sobre lo que fuera la
avenida principal de la ciudad.
Todo lo que fuera de cristal estaba roto; las lámparas del alumbrado
público, las ventanas de los aparadores, los parabrisas y espejos de los
coches, las pantallas de los televisores y computadoras de la tienda de
electrónica, todo. No sobrevivió ningún cristal.
Todos los establecimientos estaban vacíos y abandonados, en algunas
ventanas rotas colgaban pedazos de tela que ondulaban en el aire como
inertes banderas deprimidas. Dentro de algunas tiendas con los cristales
rotos descansaban horizontales buzones de correo, teléfonos públicos
(casetas de), y otros objetos pesados pero movibles o susceptibles de
ser cargados, botes de basura, etc. Las calles estaban infestadas de
vidrios y basura de todo tipo pero sobretodo de escombros, algunos
edificios estaban cuarteados, a varios se les había desprendido la
pintura como escamas de piel que se le caen a un leproso, había más
baches de los normales, todos llenos de agua sucia, el suelo en espacios
presentaba gruesas grietas que se mostraban como cicatrices sin sanar.
(El gatito se estiró como sólo los gatos suelen hacerlo; estirando su
pequeño cuerpo apoyándose en sus patas delanteras. Después,
desconcertado alzó una pata, la volteó y miró su planta, alzó la otra y se
dispuso a hacer lo mismo. No tenía idea de quién era.)
En cuanto al ambiente; de repente corría un aire frío y seco, un viento
nada acogedor que al recorrer la calle sólo hacía más destrozos;
desordenando más la basura, revoloteando el polvo y enfriando el
cuerpo. El cielo…el cielo es algo difícil de saber puesto que los gatos casi
no miran al cielo y si lo hacen lo tienen mucho más lejano que nosotros.
Pero al parecer era como uno de esos cielos nublados justo en el
momento de amanecer en los que la luz del sol es tan brillante pero las
nubes la ofuscan tanto que se tiñe todo el firmamento de un blanco
grisáceo muy uniforme, de esas mañanas de invierno cuando si estás en
el mar y miras el horizonte no lo encuentras pues parece que el mar y el
cielo convergen indefinidamente en algún punto infinito y tienen algo de
no sé qué que te espanta y no te deja tranquilo.
Pero el gatito está muy ocupado recorriendo la calle devastación para
reparar en el cielo, suave y despreocupadamente camina por entre los
escombros.
De repente mientras camina, el viento enemigo sopla con furor y eriza
los pelos suaves y sedosos del pobre animal. Siente escalofríos.
De pronto mira a lo lejos un destello leve brotar desde el suelo, el gatito
mueve sus nimias patas con premura y llega hasta el origen brilloso. Se
da cuenta de que en el suelo hay una mancha angulosa sobre la que se
dibuja simétricamente un rostro peculiar. Esto al gatito lo toma por
sorpresa y mira más atenta y fijamente. Ve unas orejas pequeñas y
puntiagudas, una cara redonda con una pequeña nariz incrustada
justamente en el centro, debajo de ella parece que existe un hocico y
justo sobre la nariz un tridente de pelos que se extiende hacia ambos
extremos, observa también con gran admiración que bajo las dos orejas
existen dos círculos amplísimos de color…café…azul… ¿gris? con
pequeñas manchitas bien situadas y dentro de cada uno de ellos negros
y agudos óvalos concéntricos.
El gatito menea suavemente la cabeza y no lo puede creer, el dibujo de
la mancha en el suelo también lo hace. Esto le trae recuerdos, ya había
experimentado esto antes, antes, hace algún tiempo, sí, una vez frente
a una pared se encontró con un ser pequeño de pelaje casi gris y casi
azul que alzaba una pata cuando él la alzaba y que gruñía cuando él lo
hacía, sí, ya lo recuerda, ese día aprendió que ese era él. Sí, exacto, ese
que veía era él, el mismo. El gatito maulló de gusto pues había
encontrado ya su identidad perdida, al menos su identidad física.
Miró más allá y se dio cuenta de que el artefacto enorme de color azul
opaco que estaba volteado con cuatro ruedas inertes sobre él le
resultaba familiar. Claro, era eso. Eso en lo que se subía y que cuando
bajaba estaba en otro lugar diferente al que se había subido. Sí, era eso
que hacía ruido y olía muy raro. Eso era pero él no se subía solo, no, se
subía con… ¡gente! Personas, humanos, ¡sí!, humanos que lo tocaban y
le daban de comer. Sí, pero ¿quiénes eran esas personas? No lo podía
recordar, no lo podía hacer y la desesperación lo invadió por sorpresa.
Derrotado al no saber recordar emprendió el viaje de regreso, muy
apresuradamente, corriendo con sus cuatro patitas tan rápido como
podía. Llegó de nuevo al callejón donde despertó y penetró en él. Se
metió debajo de la especie de canasta volteada decidido a arroparse con
la oscuridad y guarecerse de su ignorancia, se deslizó torpemente y una
vez dentro, con una pata pateó algo que sonó, lo intentó buscar y con la
otra pata otra vez lo pateó sacándolo de su refugio y lo vio. Era un
cascabel bruñido y brillante atado a un listón azul cielo con un moño que
cada vez que lo pateaba se desprendía de él un sonido dulce que
evocaba mejores tiempos. Y lo recordó todo.
Él era un gato, un gatito, era un animal de compañía, una mascota, él
era de ella, de su dueña; una personita muy pequeña, más pequeña que
la mayoría de las personas y cuya voz era también muy diferente pues
hablaba de una forma más dulce y tierna. Sí, era ella, ella que lo
abrazaba siempre y cuando nadie la veía también lo besaba; lo
arrullaba, lo apretaba contra su pecho diciendo quien sabe qué cosas
balbuceantes pero afectuosas, llenas de cariño y ternura. Ella que se
dormía junto a él compartiendo su calor, ella que sólo al verlo mostraba
sus pequeños dientes y emitía un sonido cristalino como de alegría. Ella
sí, ella era su todo. Era su querer, la que lo hacía feliz y le daba sentido a
su gatuna existencia pues sólo despertaba para seguir jugando con ella
en el patio. Fue ella quien le ató a su cuello ese objeto que acababa de
patear, era ella quien lo cargaba y lo metía en esa cosa que
anteriormente había sido su guarida, ella quien lo subía al objeto grande
y azul dentro de esa canasta, ella, fue ella también quien cuando se
volteó el automóvil después de llorar y empujar a dos personas más
grandes que ella por mucho tiempo se arrastró debajo del mismo con
manchas rojas por toda la cara y todo el cuerpo y lo sacó de ahí, lo
metió de nuevo en la canasta que colgó de ese objeto hecho como de
tubos y que tenía dos círculos. Ella que se subió en la bicicleta y pedaleó
huyendo hasta que se introdujo en ese callejón oscuro donde tropezó y
cayó junto con la canasta y con él. Sí, era ella, no había duda puesto que
sus zapatitos eran los que sobresalían entre la basura, él los conocía
muy bien puesto que los había lamido muchas veces. Y entendió.
Por fin lo comprendió. El mundo, el mundo no era así como él lo estaba
viviendo, no, el mundo tal y como lo conocía se había acabado. Se
acabó. Había terminado, no existía más.
Con todo y su mente animal y su corta edad comprendió que todo había
acabado. Pero apenas se acababa de dar cuenta de que el mundo se
acabó. No se percató de esa terrible verdad gracias a los coches
destrozados, los edificios cuarteados, el suelo agrietado o los vidrios
rotos. No, eso para él no tenía importancia. Para él el mundo había ya
acabado desde hace mucho tiempo atrás, desde mucho tiempo antes,
sólo que él no se había dado cuenta. Ella, su mundo, su vida, había
llegado a su fin y por ende su mundo había concluido. Se dio cuenta de
que había llegado retrasado al Apocalipsis puesto que el mundo con ella
se había marchado. Lamentablemente llegó tarde y su retraso no se
podía reparar, tendría que pagar muy caro su descuido por no
presentarse a tiempo al fin de los tiempos. Al pobre inocente, no se le
puede culpar por sobrevivir.
Y solo, como nadie en el mundo, se retiró, se apartó y se colocó a los
pies inertes de su mundo, de su pequeño, infantil e inocente mundo.
Maulló tristemente, ¡oh nunca se escuchará un maullido más
desgarrador!
Qué importan los coches, no más besos furtivos!
Qué importan los escaparates, no más persecuciones en el patio!
Qué importan las calles y los edificios, no más noches cálidas a su lado!
Qué importan la basura y los escombros regados por doquier, no más
amor para él nunca más!
Y se puso a maullar larga y dolorosamente, en la soledad, suciedad y
tragedia de ese callejón.
Y se puso a maullar como quien llora, y se puso a llorar como cuando
llueve…
Y se puso a llorar como todos aquellos infelices que sobrevivieron lloran,
con esa tristeza irremediable e imposible de quitar…

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