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Emanuel

Dios mismo les dará una señal: La joven concebirá y dará a luz un hijo, y lo llamará Emanuel.
Isa í a s 7:14

Fue de noche como ahora. Una noche con tanto frío como esta, pero a causa del
terrible fuego que se elevaba hasta el cielo no lo sentíamos, sentíamos aquel calor malsano que
nos dolía y quemaba hasta el alma misma.
Hoy la noche es fría y oscura, parece interminable. Soy uno de los pocos que quedan, de los
que tienen la fortuna o la desdicha de tener sus ojos aún abiertos y su vientre adolorido. Cada
vez vamos quedando menos y menos, antes éramos pocos, ahora ya ni eso.
Mis pies renegridos por la ceniza y entumidos por el frío me ayudan a sobrevivir, a buscar entre
los escombros algo que prolongue mi agonía. Ellos nos dejaron a nosotros, los más pobres, los
que nada teníamos, para que cultiváramos la tierra. Tan grande fue nuestro castigo que la tierra
que antes era fértil, buena y abundante hoy nuestro pecado también nos recrimina y se niega a
darnos más que cardos y espinas.
Tengo frío, siempre tengo frío, cuando el sol se cansa de quemar nuestra piel la poca y débil luz
de la luna y las estrellas que no se han ido son insuficientes para calentar nuestra gélida sangre y
arropar nuestros débiles cuerpos.
A veces entre los escombros, remuevo y encuentro brasas ardientes que se resisten a morir.
Antes el fuego me agradaba. Ahora al ver estas tenues brasas recuerdo aquel día terrible en el
que el fuego fue nuestro mayor enemigo. Quemaron el templo, quemaron el palacio,
quemaron las casas, nuestras casas, todas nuestras casas.
Era de noche y desde el este se escuchó cuando por fin entraron, después de más de un año de
rodearnos y sitiarnos, de debilitarnos lentamente, se decidieron a entrar los malvados y
perforaron los muros que el hijo de David levantó. Entraron y la gente muerta de miedo huyó,
huyó sin preocuparse hacia dónde, trepando rocas, corriendo hacia el monte, huyendo del
terror mismo pero estoy seguro que desde donde estaban podían ver las siniestras y sonrientes
caras terroríficas de las llamas altísimas que con gusto devoraban nuestro templo; el santuario,
nuestro lugar santísimo, la casa que el hijo de David le había edificado, en la que todos
habíamos participado, nuestro orgullo más grande, el edificio más hermoso de la historia, era
carcomido lenta y crepitosamente por grandes y terribles bestias de fuego, mismas que
devoraron el palacio real, parecidas a las que arrasaron con nuestras casas, las casas de nuestros
abuelos y de nuestros hermanos. El infierno visitó a Israel.
Con rampas treparon por los muros y entraron en nuestra ciudad. Junto con ellos venían la
destrucción y la vergüenza a hacer morada permanente en Jerusalén. Adentro, el terror no tuvo
límite.
¡Hubiera deseado haber sido ciego y así no guardar tales imágenes en mi mente y en mi
corazón! La muerte entró a nuestros palacios; se metió por nuestras ventanas, y mató a los niños
que jugaban en las calles y a los jóvenes que se reunían en las plazas. Sus cadáveres quedaron en
el suelo como el grano que se cae al cosecharlo; ¡quedaron desparramados como basura, sin que
nadie se atreviera a levantarlos! ¡Terminaron entrando a la ciudad los enemigos de Jerusalén!
¡Nadie en el mundo se imaginaba que esto iba a ocurrir! Eran muchos asesinos que ocupaban
nuestras calles. Tenían las manos llenas de sangre, los ojos llenos de odio y empuñaban la
violencia con malicia ¡Nadie podía detenerlos! Todos les gritábamos “¡Fuera de aquí,
vagabundos! ¡No se atrevan a tocarnos! ¡No pueden tomar nuestra ciudad! ¡Esta tierra no les
pertenece!” Pero tapaban sus oídos con su maldad.
Aún más veloces que las águilas eran nuestros enemigos. Por las montañas y por el desierto nos
perseguían sin descanso, éramos como roedores, débiles y asustados. En todas nuestras ciudades
violaron a nuestras mujeres, a nuestras madres y a nuestras hermanas, a nuestras suegras y a
nuestras cuñadas. No respetaron a nuestros jefes ¡Los colgaron como reses inertes y sangrantes!
Pusieron en vergüenza a los generales y los capitanes de nuestro otrora glorioso ejército.
Veíamos a aquellos hombres que admirábamos por su valor en las guerras como ahora gemían y
suplicaban arrodillados ante extranjeros
La sombra que nos protegía era nuestro rey; Dios mismo nos lo había dado como escudo
protector ¡Pero hasta él cayó prisionero! Horriblemente todos lo sabemos, la noche que
entraron los enemigos, la noche que horadaron el muro, nuestro rey y su gente salieron a
escondidas, pero los extranjeros lo encontraron, lo apresaron; mataron a sus hijos uno por uno
frente a él, le sacaron los ojos, le pusieron cadenas y lo arrastraron con ellos.
Pero todo esto no fue lo peor. No bastaron estas escenas para trastocar mi sueño en largas horas
de pesadillas, gritos y gemidos nocturnos. No, la pesadilla acababa de iniciar.
Después de que se fueron y se llevaron a todos como esclavos prisioneros, nos dejaron a
nosotros, miserables y menesterosos a que cultiváramos las cenizas. ¡Vaya forma de prolongar
nuestra agonía!
El pueblo entero llora y anda en busca de pan. Pero no lo hay y no lo habrá. En las calles se
mueren de hambre los que antes comían manjares; entre la basura se revuelcan los que antes
vestían con elegancia. Grandemente hermosos eran los líderes de Jerusalén; estaban fuertes y
sanos, estaban llenos de vida y respiraban alegría. Tan feos y enfermos se ven ahora que nadie
los reconoce. Su piel es gruesa y reseca como leña y sus huesos largos y puntiagudos casi la
atraviesan. Los sacerdotes lloran, las muchachas observan con tristeza hacia el suelo, y sus tiesos
cabellos velan su tristeza ¡parece que nunca alzarán su cabeza! Los ancianos se visten de luto, se
tiran al suelo y esperan la muerte entre la ceniza. Los muchachos, mis amigos, cayeron muertos
por la espada y ahora sirven de alimento a las aves y de hedor llenan las calles. Tal parece que
nunca más volverán a escucharse los gritos de alegría y de entusiasmo, ni las serenatas de los
novios, ni las risas de las muchachas, ni los felices bailes, ni se oirá ruido en las calles, ni se verá
luz en las casas, en las casas que ya no existen. Las que quedan de nuestras calles las tapizan los
muertos, acabados están todos los jóvenes, sus cuerpos yacen inertes, exprimidos como uvas.
Mientras, los que quedan, a falta de alimentos, mueren poco a poco, creo hubiera sido mejor
morir rápidamente aquella noche.
Tímidamente claman los niños “Mamá, tengo hambre” luego van cerrando lentamente sus
ojitos y mueren en los brazos de una madre que ni llorarlos puede. Reclaman pan nuestros
niños pero nadie algo les da. La lengua se les pega en el paladar y mueren de sed. Las crueles y
pobres madres israelitas abandonan a sus hijos.
Una falsa esperanza tenemos: que un pueblo venga a salvarnos; pero nuestros ojos están
cansados y nuestro corazón se desgasta en esperar ¡Nadie vendrá a ayudarnos!
Ni siquiera podemos andar libremente pues por todas partes nos vigilan ¡nuestros días están
contados! Algunos llenos de miedo, huyeron a Egipto, todos ellos murieron; en el camino, de
enfermedad, de hambre o de frío. Nuestros vecinos que antes nos admiraban y nos respetaban
hoy no cesan de burlarse de nosotros, día y noche su escarnio aumenta nuestra pena.
¡Adiós maestros de la ley! ¡Adiós profetas! ¿Dónde está el Dios misericordioso del que tanto nos
hablaban? ¿Dónde está su pacto perpetuo? ¿Por qué nos engañaron con promesas vanas e
ilusiones falsas?
La bella Jerusalén, la ciudad más alegre del mundo. . .ya no recuerda lo que es la alegría.
Nuestra patria ha caído en manos de extranjeros. Nos hemos quedado sin padre, nuestras
madres han quedado viudas. ¡Hasta el agua y la leña tenemos que pagarlas! ¡A nuestros peores
enemigos tenemos que pedirles alimento! Para conseguir alimento diario arriesgamos nuestra
vida. Tanta es el hambre que hasta deliramos. Nuestros jóvenes y niños cargan leña como
esclavos. Ya los jóvenes no cantan ni se reúnen los ancianos. No tenemos motivos de danza, no
hay alegría. Vamos perdiendo las fuerzas, estamos a punto de morir. Las madres están por
comerse a sus hijos que tanto aman. ¡Hasta las madres más cariñosas cocinan a sus propios hijos
para alimentarse con ellos! En verdad nos diste la espalda. Antes sabía que existía, y cantaba y
recordaba sobre un amor divino, hoy mi mente me susurra y me dice que nunca ha existido.

Por eso te pido: ¡O ven, o ven Emanuel y libera a tu presa y oprimida Israel que llora y gime,
cansada y lejos de ti! ¡O ven, Tú, vara de Jesé y libéranos de la tiranía de satán, de la muerte y
del infierno salva a tu nación y déjala triunfar sobre el seol! ¡O ven precioso día de primavera,
ven y alegra nuestro espíritu con tu llegada aquí, dispersa las terribles nubes del mal y las
sombras de la muerte logra alejar! ¡O ven, Tú hijo de David, ven y ábrenos las puertas de
nuestra patria celestial, guíanos por el camino de verdad donde la miseria y la pobreza no
existirán jamás!
¡O ven, o ven Emanuel! ¡Demuestra que tu pacto no olvidarás! ¡Calla esas voces de maldad que
niegan tu amor y tu bondad! ¡O ven precioso niño y crece grande y fuerte, no te demores en
ayudar a Israel! ¡Regocíjate! ¡Regocíjate o Israel! ¡A ti vendrá el santo Emanuel! ¡Canta y danza
que su nacimiento no tarda ya! ¡Resiste o preciosa Israel que a ti vendrá el glorioso Emanuel!

O Tú precioso Emanuel, Tú eres por quien yo vivo. Tú eres por quien no muero. No entiendo
cómo pero sé que vendrás. Vendrás, muy pronto vendrás y todo va a cambiar, todo lo
cambiarás, todo mejorará. Permíteme cuidarte, permíteme estar ahí, permíteme ver a la
preciosa joven que te cargará en su vientre, permíteme cuidarla, permíteme ayudarla. O
glorioso Emanuel, sé que Tú vendrás, Tú lo prometiste y Tú lo harás. Prometo buscar entre las
cenizas, prometo compartir la comida con la viuda, prometo sanar al enfermo, prometo cargar
al herido, prometo hacer lo que te plazca pero por favor no te tardes más, pero sobretodo te
prometo prepararme para tu llegada, preparar tu venida. ¡O glorioso Emanuel! Cuando vengas
cambiarás el curso de la historia para siempre, o sí, yo lo sé, nada será igual después de ti, los
pueblos de la tierra te reconocerán y guardarán ese día como lo sagrado que es. ¡O Emanuel!
Cuando tú nazcas el sol brillará como nunca pues se querrá acercar para verte llorar, o mejor,
en una noche nacerás, en una noche tal vez como ésta, entonces las estrellas se aglutinarán y su
juntarán todas como en una sola justo sobre tu preciosa y real cuna para arrullarte y arroparte.
¡O sí grande y poderoso Emanuel! Los reyes del mundo te visitarán y entregarán sus coronas
ante ti en tu bello palacio sin igual. ¡Emanuel! Ese día cuando nazcas en todo el mundo habrá
paz. ¡O Emanuel tu alumbramiento será un día sin igual! Los padres le enseñaremos a nuestros
hijos y ellos a sus hijos les dirán y los hijos de sus hijos insistirán en recordar el glorioso
momento de tu alumbramiento. Y conforme el calendario avance y crezcas cada año más,
celebraremos ese día con gozo sin igual. Cuando tú nazcas Emanuel, la pobreza se acabará
porque nos enseñarás a dar, la maldad no tendrá lugar pues tu reinarás con bondad, el pobre
con el rico cenará, los hermanos las rencillas olvidarán, los amigos el egoísmo apartarán y las
familias se reunirán. ¡Todo porque tú naciste ya!
¡O ven, o ven Emanuel! Y tu nacimiento recordaremos por siempre, cada año nos podremos
alegrar y jamás, jamás nos permitiremos olvidar esta fecha tan especial en la que Tú Emanuel,
comenzaste a reinar y mi vida cambiar. Te lo prometo que así será. ¡O ven¡ ¡O ven Emanuel!
¡Te lo prometo que así será!

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