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Toda una vida en el colegio San José

A
l más puro estilo machadiano, mi infancia es el recuerdo de un colegio de
Sevilla. Flashes, en sepia por supuesto, que reproducen el marrón de los
uniformes, de las hojas caídas del otoño, de mis zapatos “gorila” y, cómo
no, del gran portón bien custodiado por Don Antonio, a través del cual,
tímidamente accedía al que habría de ser el lugar más emblemático de mi vida.

Mi aprendizaje comenzó entre las


cuatro paredes de una clase que, desde
mi pequeñez, crecía en perspectiva
infinita, como infinita era la vida vista
desde las inmensas ventanas que
observaban unas cabecitas llenas de
lazos. Estos lazos parecían anudar
nuestro deseo más anhelado, volar
hacia el patio de columpios, al que ahora llamamos “patio cubierto”.

En el vaivén del columpio observaba, de un lado la negra figura vigilante de una de


la hermanas de la congregación, del otro el verde de la incipiente primavera más
allá de las tapias. Mientras, en el patio, se oían, casi en polifonía, las
cancioncillas que acompañaban nuestros juegos: “En la baranda del puente..., Soy
capitán..., Jardinera..., quisiera ser tan alta como la luna...” y un sinfín de
melodías que se convertirían en Sevillanas a partir del mes de Abril.

Ya por entonces, el aroma de azahar y de incienso había impregnado cada rincón


del colegio, especialmente el de la “capilla” a la que accedíamos con los brazos bien
cruzados para la celebración de la palabra.
- ¿De qué palabra, hermana?- pregunté un buen día.
- De la que te habla al corazón - me contestó una de las monjas.

Di rienda suelta a mi imaginación


intentando interpretar todo tipo de sonidos
extraños que pudieran llegar a mi
corazón, pero no fue hasta mucho más
tarde cuando comprendí el auténtico
sentido de su respuesta. Era la palabra
que se escondía detrás de la mano tendida
de nuestros padres, del consejo de nuestros
profesores, de la sonrisa de mis compañeras, de sus llantos, porque fue así como
aprendí a ser solidaria con el necesitado. Conseguí reconocer su palabra detrás de
los buenos momentos compartidos con ellas, pero también detrás de nuestras riñas,
porque sólo así descubrí la tolerancia. Sabía que estaba detrás de mis éxitos
académicos…, y de mis fracasos, con una lección de humildad que lejos de
desanimarme reforzó mi espíritu de
superación. Aprendí a descifrar el
mensaje que discretamente se escondía
detrás del buen hacer de las hermanas
Isabel María y Maria Jesús, dos
pilares importantes en mi formación.
Gracias a ellas hoy me siento una
persona íntegra, segura de haber
cogido el testigo de la enseñanza.
No podría guardarme sólo para mí lo que durante tantos años he aprendido en
este centro, lugar que escogí para la formación de mis hijos y para desarrollar mi
trabajo como docente. Siempre he sentido la necesidad de poder transmitir a mis
alumnos el auténtico espíritu de las Misioneras de la Doctrina Cristiana y espero
tener la oportunidad de seguir haciéndolo durante muchos años.

Rosa Sánchez García


Profesora de Inglés del centro

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